viernes, 28 de julio de 2017

Eric Hobsbawm - En torno a los orígenes de la revolución industrial - PRIMERO

Eric Hobsbawm

En torno a los orígenes de la revolución industrial



PRIMERO

LA CRISIS GENERAL DE LA ECONOMÍA EUROPEA EN EL SIGLO XVII

Deseo señalar, en este artículo, que la economía europea atravesó una «crisis general» durante el siglo XVII, última fase de la transición general de la economía feudal a la economía capitalista. Aproximadamente desde el año 1300, cuando se hizo evidente que algo marchaba mal para la sociedad feudal europea[1], hubo varias ocasiones en que ciertas zonas de Europa parecieron encontrarse al borde mismo del capitalismo. El siglo XIV en Toscana y en Flandes y los comienzos del siglo XVI en Alemania tienen un sabor a revolución «burguesa» e «industrial». Pero es recién a mediados del siglo XVII que este sabor se convierte en algo más que el condimento de un plato esencialmente medieval o feudal. Las primitivas sociedades urbanas nunca alcanzaron un éxito total en las revoluciones que anunciaron. No obstante, desde comienzos del siglo XVII la sociedad «bourgeois» avanzó sin encontrar grandes obstáculos. Por ello, la crisis del siglo XVII difiere de las que le precedieron en que condujo a una solución tan fundamental de los problemas que se habían opuesto anteriormente al triunfo del capitalismo, como ese sistema lo permitía. El propósito de este trabajo es ordenar parte de las pruebas que demuestran la existencia de una crisis general —crisis que algunos discuten todavía— y proponer una explicación para ella. En un artículo posterior pienso discutir además algunos de los cambios que provocó y la manera en que fueron superados. Es muy probable que durante los próximos años se lleven a cabo numerosos trabajos históricos sobre este tema y este período. En efecto: historiadores recientes de varios países se han referido a la hipotética existencia de esa «paralización general del desarrollo económico» o crisis general, de la que se ocupa este trabajo[2]. En consecuencia, conviene tener antes una visión general del problema y hasta adelantar alguna hipótesis de trabajo aunque más no sea para abrir el camino a otras más adelante.



Pruebas de una crisis general

Se dispone de gran cantidad de pruebas acerca de la «crisis general». Sin embargo, debemos cuidarnos muy bien de sostener que una crisis general equivale a una regresión económica, idea esta que contaminó fuertemente la discusión sobre la «crisis feudal» de los siglos XIV y XV. Es evidente que hubo una regresión considerable durante el siglo XVII. Por primera vez en la historia, el Mediterráneo cesó de ser el más importante centro de influencia económica y política y eventualmente cultural y se transformó en un pantano empobrecido. Las potencias ibéricas, Italia y Turquía acusaban un retroceso evidente. En cuanto a Venecia, estaba a punto de convertirse en un centro turístico. Si se exceptúa a ciertos lugares dependientes de los estados del noroeste (por lo general puertos libres) y a la metrópolis pirata de Argel que también operaba en el Atlántico[3], el avance fue escaso.
Más hacia el norte, la declinación de Alemania es evidente aunque no absolutamente irremediable. En la Polonia báltica, Dinamarca y el Hansa declinaban. Pese a que el poder y la influencia de los Habsburgo austríacos aumentaron (en parte, quizás, debido a que los otros declinaron tan dramáticamente), sus recursos siguieron siendo escasos y su estructura política y militar débil, aún durante el período de su mayor gloria, a comienzos del siglo XVIII. Por otra parte, las potencias marítimas y sus dependencias —Inglaterra, las Provincias Unidas, Suecia— como así también Rusia y algunas zonas menores como Suiza, más bien parecían avanzar que estancarse, mientras Inglaterra daba la impresión de avanzar decididamente. Francia se encontraba en una situación intermedia aunque su triunfo político no se vio equilibrado por un gran avance Económico hasta fines de siglo, y aun entonces sólo intermitentemente. En efecto, después de 1680 impera en las discusiones una atmósfera sombría y crítica, aunque las condiciones durante la primera mitad del siglo fuesen excelentes. (Posiblemente la gran catástrofe de 1693-94 lo explique.)[4] Fue en el siglo XVI y no en el XVII que los invasores mercenarios se asombraron por la magnitud de lo que era posible saquear en Francia y los hombres de la época de Richelieu y Colbert pensaban en los tiempos de Enrique IV como en una suerte de era dorada. Es posible que, durante algunas décadas, a mediados de siglo, las ganancias obtenidas en el Atlántico no alcanzasen a compensar las pérdidas del Mediterráneo, Europa Central y el Báltico, estando el producto de ambas zonas en estado de estancamiento o quizás declinación. Pero lo que importa es el decisivo avance en el progreso del capitalismo que resultó de ello.
Las cifras aisladas de la población europea sugieren, en el peor de los casos, una declinación de hecho; y en el mejor, una nivelación o una pequeña meseta entre las pendientes de la curva de población de fines del siglo XVI hasta el siglo XVIII. Con excepción de los Países Bajos, Noruega y tal vez Suecia y Suiza y algunas zonas locales, no se registran grandes aumentos de población. España era sinónimo de despoblación, Italia del sur pudo haber sufrido y son bien conocidos los estragos de mediados de siglo en Alemania y el este de Francia. Aunque Pirenne ha sostenido que la población belga aumentó, las cifras registradas para Brabante no parecen corroborar su opinión. La población de Hungría disminuyó y la de Polonia decreció más aún. El aumento de la población inglesa decayó rápidamente y después de 1630 puede haber llegado a detenerse[5] En efecto, no resulta fácil entender por qué Clark afirma que «el siglo XVII



sufrió, en la mayor parte de Europa, al igual que el siglo XVI, un aumento moderado de población[6]». Evidentemente, la mortalidad fue mayor que en los siglos XVI y XVII. Nunca, desde el siglo XIV, se registró durante todo un siglo un porcentaje mayor de enfermedades epidémicas. A este respecto, trabajos de investigación recientes han demostrado que los estragos de las epidemias no pueden explicarse sin tener en cuenta al hambre[7]. Mientras que un puñado de cortes y metrópolis administrativas o centros de comercio y finanzas internacionales llegaron a adquirir grandes dimensiones, las grandes ciudades que habían crecido durante el siglo XVI permanecieron estacionadas y las medianas y pequeñas declinaron frecuentemente. Al parecer ello podría aplicarse también, en parte, a los países marítimos[8].
Mientras tanto, ¿qué ocurrió con la producción? Simplemente, lo ignoramos. Algunas zonas se desindustrializaron francamente, sobre todo Italia, que del país más industrializado y urbanizado de Europa se convirtió en una zona típicamente campesina y retrógrada. Lo mismo aconteció con Alemania, partes de Francia y Polonia[9]. Por otra parte, en algunos lugares —como Suiza— se produjo un desarrollo industrial relativamente rápido, un incremento de las industrias extractivas en Inglaterra y Suecia y un importante crecimiento de trabajo a domicilio rural a expensas de la producción artesanal urbana o local en muchas zonas que pueden o no haber significado un aumento neto en la producción total. Si es que los precios pueden servir de guía, no debemos esperar encontrar una declinación general de la producción, porque el período deflacionario que siguió a la gran alza de precios anterior a 1640 se explica más bien por una caída relativa o absoluta de la demanda que por una declinación en la oferta de dinero. Sin embargo, es posible que en la industria básica de los textiles se produjese no sólo una transición de los tejidos «viejos» a los «nuevos» sino también una declinación en la producción total durante una parte del siglo [10].
En el comercio, la crisis fue más general. Las dos principales zonas de comercio internacional, el Mediterráneo y el Báltico, sufrieron una revolución y posiblemente una pasajera declinación en el volumen de su comercio. El Báltico —la colonia europea de los países occidentales urbanizados— cambió su línea de exportaciones de comestibles por productos tales como madera, metales y pertrechos navales, al mismo tiempo que sus importaciones tradicionales de lanas occidentales disminuyeron. El comercio, según lo midieron las barreras de peaje de Sound, alcanzó su cúspide en 1590-1620, decayó en la década de 1620 y luego declinó irremediablemente, después de una leve recuperación, hasta la década de 1650 para luego permanecer estacionario hasta aproximadamente 1680[11]. Después de 1650 el Mediterráneo, al igual que el Báltico, se transformó en una zona que intercambiaba productos locales, especialmente materias primas para las manufacturas atlánticas, y los productos orientales entonces monopolizados por el noroeste. A finales del siglo el Levante obtenía sus especias del norte y no del este. El comercio del levante francés disminuyó a la mitad entre 1620 y 1635, decreció casi hasta cero alrededor de 1650 y no logró recuperarse hasta después de 1670. Desde 1617 hasta 1650 aproximadamente, el comercio levantino holandés fue muy pobre[12]. Aun entonces los franceses escasamente sobrepasaron los niveles de la predepresión mucho antes de 1700. ¿Alcanzaron las ventas británicas y holandesas en el sur compensar las pérdidas de los mercados bálticos? Probablemente no. Apenas si pueden haber compensado la declinación en las ventas anteriores de productos italianos. El comercio internacional de comestibles (trigo del Báltico, arenques holandeses y pescado de Terranova) no mantuvo sus niveles jacobinos. El comercio internacional de paños de lana puede también haber decrecido y no fue



reemplazado de inmediato por otros textiles porque los grandes centros de exportación de lino, que eran Silesia y Lusatia, parecieron declinar después de 1620. En efecto: probablemente un balance general del comercio ascendente y descendente arrojaría cifras de exportación que no aumentaron significativamente entre 1620 y 1660. Fuera de los estados marítimos, es poco probable que las ventas en los mercados locales compensaran esta situación.
Como ya sabemos con respecto al siglo XIX, no es posible medir el malestar en los negocios basándose simplemente en los datos de comercio y producción, cualesquiera que ellos sean. (Es significativo, no obstante, que el tono de la discusión económica dé por sentados mercados estables y oportunidades de ganancia. Se ha afirmado a menudo que el mercantilismo colbertiano fue una política de acciones militares destinada a obtener grandes tajadas extraídas de un comercio internacional de determinadas dimensiones. No existe razón alguna para que los administradores y comerciantes —dado que la economía no constituía aún un tema académico— adoptasen puntos de vista que se apartaran mucho de las apariencias). Es cierto que aun en países que no declinaron hubo dificultades en los negocios seculares. El comercio inglés con la India oriental languideció hasta la Restauración[13]. A pesar de que el de los holandeses aumentó bastante, el promedio de dividendos anuales de la Compañía de las Indias Orientales decayó durante cada uno de los decenios entre 1630 y 1670 (incluidos ambos), exceptuando un pequeño aumento en la década de 1660. Entre 1627 y 1687, dieciséis años no dieron dividendos; en el resto de la historia de la Compañía, entre 1602 y 1782, no los hubo. (El valor de sus bienes permaneció estabilizado entre 1640 y 1660). De manera similar, los beneficios del Amsterdam Wisselbank alcanzaron su punto culminante durante la década de 1630 y luego decayeron durante unos veinte años[14]. También en este caso puede no ser meramente accidental que el movimiento mesiánico más importante de la historia judía ocurriese precisamente en ese momento, abarcando a las comunidades de los grandes centros mercantiles —Smima, Leghorn, Venecia, Amsterdam, Hamburgo— con especial éxito a mediados de la década de 1660 cuando los precios llegaron casi a su punto más bajo.
También es evidente que la expansión de Europa atravesó una crisis. A pesar de que las bases del fabuloso sistema colonial del siglo XVIII fueron echadas sobre todo después de 1650[15], puede haberse producido antes una cierta contracción de la influencia europea excepto en las hinterlands de Siberia y América. Naturalmente, los imperios español y portugués se contrajeron y su carácter cambió. Pero también importa destacar que los holandeses no mantuvieron la considerable velocidad de expansión entre 1600 y 1640 y que su imperio decayó en las tres décadas que siguieron [16]. El colapso de la Compañía de las Indias Occidentales después de la década de 1640, y el final simultáneo de la Compañía Anglo-africana y la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales a comienzos de la década de 1670, pueden también mencionarse incidentalmente.
En general se acepta que el siglo XVII fue un siglo de revuelta social tanto en Europa Occidental como Oriental. La serie de revoluciones que se produjeron durante este lapso llevó a ciertos historiadores a creer en una suerte de crisis social-revolucionaria de mediados de siglo[17]. Francia tuvo sus Frondas, que fueron importantes movimientos sociales; las revoluciones catalana, napolitana y portuguesa marcaron el momento de la crisis del Imperio Español durante la década de 1640; la guerra campesina suiza de 1653 fue una manifestación tanto de la crisis de postguerra como de la creciente explotación del campesinado por parte de la ciudad, mientras que en Inglaterra la revolución triunfó con descollantes resultados[18]. El malestar campesino no cesó en occidente —el levantamiento



del «papel sellado» que combinó el malestar de la clase media, de los navieros y campesinos en Bordeaux y Bretaña ocurrió en 1675 y las guerras de los camisards más tarde aún— [19] pero fue más significativo en Europa Oriental. Durante el siglo XVI hubo escasas revueltas en contra de la dependencia de los campesinos. La revolución ucraniana de 1648-54 puede ser considerada como el mayor levantamiento servil. Otro tanto podría decirse de los diversos movimientos «Kurucz» húngaros. Su nombre mismo nos retrotrae a las insurrecciones campesinas de Dozsa de 1514, cuya memoria conservan las canciones folklóricas sobre Rakoczy, de la misma manera que la revolución rusa de 1672 quedó grabada en la canción sobre Stenka Razin. En ese lugar, una importante revuelta campesina inauguró en 1680 un período de malestar servil endémico[20]. Podríamos también agregar a este catálogo de revueltas sociales las revueltas irlandesas de 1641 y 1689.
Hubo un solo aspecto en el cual el siglo XVII se repuso, en lugar de atravesar dificultades. A excepción de las potencias marítimas, que experimentaban sus nuevos regímenes burgueses, la mayor parte de Europa descubrió una forma de gobierno eficiente y estable en el absolutismo constituido sobre el modelo francés,(aunque la aparición del absolutismo ha sido considerada como un signo directo de debilidad económica[21]. Es éste un tema que merece un estudio más exhaustivo). La gran era de los recursos políticos, la guerra y la administración adhoc desapareció junto con los grandes imperios mundiales del siglo XVI: el español y el turco. Por primera vez, grandes estados territoriales parecieron capaces de resolver sus tres problemas más cruciales: conseguir que las órdenes gubernamentales fuesen obedecidas directamente en una extensa zona; obtener suficiente dinero en efectivo para sufragar los pagos periódicos y —en parte como consecuencia de ello— manejar sus ejércitos. La época de los grandes sub-contratistas financieros y militares terminó con la Guerra de los Treinta Años. Los estados debían aún subcontratar, según lo atestigua la práctica de vender cargos e impuestos agrícolas[22]. No obstante, para entonces la actividad comercial estaba oficialmente controlada por los gobiernos y no sólo, en la práctica, por el hecho de que, tal como lo habían descubierto los Fugger y Wallenstein a su costa, el comprador del monopolio puede dictar sus términos tanto como el que los vende. Probablemente, este evidente éxito político de los estados territoriales absolutos como su pompa y esplendor hizo que en el pasado se prestase menos atención a las dificultades generales de la época.
Aunque sólo una parte de estas pruebas sean verdaderas se justifica que hablemos de una «crisis general» del siglo XVII, a pesar de que una de sus características fue la relativa inmunidad de los estados que habían sufrido una «revolución burguesa». Es probable —pese a que con ello nos internamos en el complejo terreno de la historia de precios—[23] que la crisis comenzase hacia 1620, posiblemente con el período de violenta baja que se extendió desde 1619 hasta los primeros años de la década de 1620. Al parecer, después de una distorsión en el movimiento de precios ocasionada por la Guerra de los Treinta Años, esta crisis alcanzó su fase más aguda entre 1640 y la década de 1670, aunque no se pueden considerar fechas precisas en una discusión sobre movimientos económicos de larga duración. A partir de allí los testimonios son contradictorios. Es posible que los signos de vivificación excedan en importancia a los de crisis, no sólo (evidentemente) en los estados marítimos sino también en otras partes. Sin embargo, las violentas oscilaciones de alza y depresión, las hambres, revueltas, epidemias y otros signos de profundos trastornos económicos en el período 1680-1720 deberían alertarnos para no anticipar el método de recuperación total. Si bien la tendencia era ascendente desde, digamos, la década de 1680 —y aun antes en países aislados— todavía podía sufrir desastrosas fluctuaciones.



Se podría afirmar, sin embargo, que lo que he descrito como una «crisis general» fue meramente el resultado de las guerras del siglo XVII, particularmente la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). En el pasado, los historiadores tendieron a adoptar (o más bien a dar por sentado) este punto de vista. Pero la crisis afectó a muchas zonas de Europa que no habían sido devastadas por generales e intendentes del ejército. Por el contrario, ciertos tradicionales «reñideros de gallos» europeos (como Sajonia y los Países Bajos) estuvieron en mejores condiciones que otras regiones más tranquilas. Y lo que es más, ha habido una tendencia persistente a exagerar el continuo y prolongado daño causado por las guerras del siglo XVII. Sabemos ahora que (siendo los otros factores iguales) las pérdidas de población, producción y capital hasta de las guerras del siglo XX, cuya capacidad destructiva es mucho mayor, pueden superarse en 20 o 25 años. Si no aconteció así en el siglo XVII fue porque las guerras agravaron las tendencias existentes a la crisis. Esto no significa negar su importancia, pese a que sus efectos fueron más complejos de lo que pudiese parecer a primera vista. Es así que, a las devastaciones causadas por la Guerra de los Treinta Años en algunas zonas de Europa Central, debemos oponer el estímulo que ello representó para la minería y la metalurgia en general y las alzas temporarias que estimuló en los países no-combatientes (en temporario beneficio de Carlos I, durante la década de 1630). También es probable que, de no haber sido por esto, el gran «aumento de precios» hubiese terminado en la década de 1610 y no en la de 1640. Casi con certeza, la guerra desvió la incidencia de la crisis y, en general, hasta puede haberla agravado. Vale la pena considerar, por último, si la crisis no produjo en cierta medida una situación que precipitó o prolongó el bienestar. Pero este punto no es esencial para nuestro problema y quizás sea demasiado especulativo para que merezca la pena de seguir tratándolo.
Las causas de la crisis

Con nuestra discusión de la crisis del siglo XVII hemos planteado, en realidad, uno de los problemas fundamentales del ascenso del capitalismo: ¿por qué la expansión de fines del siglo XV y XVI no condujo directamente a la época de la Revolución Industrial de los siglos XVIII y XIX? En otras palabras ¿cuáles fueron los obstáculos para la expansión capitalista? Podría anticiparse que las respuestas son tanto generales como particulares.
El razonamiento general puede resumirse como sigue: si el capitalismo debe triunfar, entonces la estructura de la sociedad feudal o agraria debe sufrir una revolución.
La división social del trabajo debe ser muy elaborada si se desea incrementar la productividad y la fuerza social del trabajo debe ser redistribuida radicalmente —de la agricultura a la industria— mientras se de esta situación. La proporción de producción que se intercambia en el mercado supralocal debe aumentar dramáticamente. Mientras no haya una gran cantidad de trabajadores asalariados, mientras los hombres satisfagan sus necesidades por medio de su propia producción o a través del intercambio en los numerosos mercados locales más o menos autárquicos que existen aun en las sociedades primitivas, existirá un límite para el beneficio capitalista y escasos incentivos para llevar a cabo lo que podría llamarse, de manera muy general, la producción masiva (que es la base de la expansión capitalista industrial). Históricamente, no siempre es posible separar a estos procesos. Podemos hablar de la «creación del mercado interno capitalista» o del divorcio entre los productores y los medios de producción, que Marx llamó «acumulación primitiva[24]»: la creación de un mercado amplio y en expansión para los bienes y de una



fuerza de trabajo libre, amplia y disponible, se dan siempre juntas, son dos aspectos diferentes de un mismo proceso.
Se da por sentado a veces que el desarrollo de una «clase capitalista» y de los elementos de la forma capitalista de producción dentro de una sociedad feudal producen en forma automática estas condiciones. A largo plazo, desde una perspectiva más general y si se tienen en cuenta los siglos que median entre el año 1000 y el 1800, no hay dudas al respecto. Pero ello no es así a corto plazo. A menos que se den ciertas condiciones —y no está claro aún cuáles deben ser esas condiciones— el radio de expansión capitalista se encontrará limitado por la preeminencia general de la estructura feudal de la sociedad, es decir, por el sector rural predominante o tal vez por alguna otra estructura que «inmovilice» tanto el potencial trabajo-fuerza y el excedente potencial de inversiones productivas como la demanda potencial de los bienes producidos en forma capitalista, tales como la prevalencia del espíritu tribal o la producción de mercancías menores. En tales condiciones, tal como lo demostró Marx en el caso de la empresa mercantil[25] los negocios pueden adaptarse a operar dentro de un marco en general feudal, aceptar sus limitaciones y la peculiar demanda de sus servicios, convirtiéndose, en cierto sentido, en parasitarios de éste. La parte de ellos que lo hiciera no podría superar las crisis de la sociedad feudal y hasta podría llegar a agravarlas. Porque la expansión capitalista es ciega. La debilidad de las antiguas teorías que asimilaban el triunfo del capitalismo al desarrollo del «espíritu capitalista» o al «espíritu de empresa» reside en el hecho de que el mero deseo de lograr un beneficio máximo c ilimitado no produce automáticamente la revolución técnica y social necesaria para ello. Debe haber cuando menos producción masiva (es decir, producción suficiente para obtener el mayor valor adicional, grandes beneficios, pero no necesariamente grandes beneficios por cada venta) en vez de producción destinada a lograr el máximo beneficio por cada unidad vendida. Pero una de las dificultades fundamentales del desarrollo capitalista en sociedades que mantienen a la masa de la población fuera de su ámbito (de manera que no son ni vendedores de fuerza de trabajo ni verdaderos compradores de mercaderías) consiste en que a corto plazo los beneficios de los tipos de producción capitalista realmente «revolucionarios» son menos atractivos —o al menos lo parecen— que los de otro tipo, sobre todo cuando implican grandes inversiones de capital. Christian Dior, por lo tanto, representa una inversión más atractiva que Montagu Burton.
En el siglo XVI, acaparar pimienta parecería más cuerdo que iniciar una plantación de azúcar en América, y vender sedas de Bolonia mejor que vender fustán de Ulm. Pero sabemos que en los siglos posteriores se obtuvieron beneficios mucho mayores del azúcar y el algodón que de la pimienta y la sedar y sabemos también que el azúcar y el algodón contribuyeron en mayor medida que los otros dos a la creación de un mundo de economía capitalista.
En ciertas circunstancias este comercio podía producir —aun en condiciones feudales— valores adicionales lo suficientemente amplios como para permitir el surgimiento de la producción en gran escala. Por ejemplo: si se trataba de abastecer a organizaciones excepcionalmente grandes, tales como reinos o la iglesia; si la escasa demanda de todo un continente se concentraba en manos de los hombres de negocios de unos pocos centros especializados, tales como las ciudades textiles italianas y flamencas; si se llevaba a cabo una gran «extensión lateral» del campo de la empresa, por ejemplo, a través de la conquista o la colonización. También resultaba factible realizar cierta subdivisión social sin perturbar la estructura fundamentalmente feudal de la sociedad, como en el caso, por ejemplo, de la urbanización de los Países Bajos e Italia sobre la base de



alimentación y materias primas importadas de territorios semicoloniales. A pesar de todo, los límites del mercado eran limitados. La sociedad medieval y la de la temprana edad moderna eran mucho más semejantes a la «economía natural» de lo que por lo general suponemos. El campesino francés de los siglos XVI y XVIII no usaba prácticamente dinero, excepto para sus transacciones con el Estado y en cuanto a la venta al menudeo, no era especializada ni en las ciudades alemanas ni en los negocios de las villas, hasta fines del siglo XVI[26]. Con excepción de una clase reducida, que podía permitirse ese lujo (y aún para esta clase el sentido de la moda en sentido moderno se desarrolló probablemente más tarde), la celeridad en el cambio de la vestimenta y de los enseres domésticos fue lenta. La expansión era posible y, en efecto, se produjo. Pero mientras la estructura general o la sociedad rural no sufriera una revolución, ésta estaba limitada o creaba sus propios límites; cuando los encontraba, entraba en un período de crisis.
La expansión de los siglos XV y XVI no perteneció fundamentalmente a este tipo y creó, por lo tanto, su propia crisis tanto dentro del mercado local como en el mercado ultramarino. Los «hombres de negocios feudales» —que eran los más ricos y poderosos sólo por ser los mejor adaptados para ganar mucho dinero en una sociedad feudal— no pudieron superar esta crisis. Su incapacidad de adaptación la intensificó.
Antes de profundizar el análisis de estos problemas, quizás convendría destacar el hecho de que los obstáculos meramente técnicos para el desarrollo capitalista en los siglos XVI y XVII no eran insuperables. A pesar de que el siglo XVI puede no haber estado capacitado para resolver ciertos problemas fundamentales de la técnica, tales como la fuente de energía compacta y móvil que tanto preocupó a Leonardo, estaba sí en condiciones de producir por lo menos tantas innovaciones como las que produjo la revolución del siglo XVIII. Nef y otros autores nos han familiarizado con las innovaciones que realmente se dieron, aunque la frase «Revolución Industrial» parece aplicarse con menos propiedad al período 1540-1640, que a la Alemania de 1450-1520 que desarrolló la imprenta, armas de fuego eficaces, relojes y el extraordinario avance en minería y metalurgia de que da cuenta Agrícola en De Re Metallica (1556). Tampoco hubo una escasez paralizante de capitales o de empresas capitalistas o de trabajo, por lo menos en las zonas adelantadas. Se disponía en ese momento de bloques de capital móvil que esperaba ser invertido y —sobre todo durante el período de crecimiento de población— de importantes reservorios de mano de obra gratuita, en diversas especialidades. Lo que aconteció fue que ni el capital ni la mano de obra fueron aplicados a industrias de tipo potencialmente moderno. Más aún, los métodos adecuados para superar esta escasez y la rigidez del abastecimiento de capital y trabajo pudieron haber sido utilizados tan cabalmente como en los siglos XVII y XIX. La crisis del siglo XVII no puede ser explicada por la insuficiencia de equipamiento técnico para la Revolución Industrial, en un sentido estrictamente técnico y organizativo.
Examinemos ahora las principales causas de la crisis.

La especialización de los «capitalistas feudales»: el caso de Italia



El resultado más dramático de la crisis fue la declinación de Italia (y la de los viejos centros de comercio y manufacturas medievales, en general). Esta declinación pone en evidencia la debilidad del «capitalismo» parasitario en un mundo feudal. Por ello, es probable que los italianos del siglo XVI controlaran las masas más importantes de capital pero las invirtieran desastrosamente, Inmovilizaron este capital en construcciones y lo despilfarraron en préstamos extranjeros durante la revolución de precios (que, naturalmente, favoreció a los deudores) o lo distrajeron de las actividades manufactureras para orientarlos hacia diversas formas de inversiones inmobiliarias. Es bastante probable que el fracaso de las manufacturas italianas por mantenerse a la par de las holandesas, inglesas y francesas durante el siglo XVII se haya debido en parte a esta distracción de los recursos[27]. Sería irónico descubrir que los Médici fueron la ruina de Italia, no sólo como banqueros sino también como mecenas de artes costosas, y los historiadores filisteos se complacerán en destacar que la única ciudad importante que nunca produjo un arte digno de mención, Génova, mantuvo su comercio y sus finanzas mejor que las otras. Sin embargo, los inversores italianos que habían descubierto hacía tiempo que las catedrales demasiado grandes arruinan los negocios[28], actuaban con bastante sensatez. La experiencia de siglos había demostrado que los mayores beneficios no se lograban por medio de los progresos técnicos o de la producción. Estos inversores se habían adaptado a las actividades comerciales en el área relativamente limitada que les quedaba, una vez dejada de lado la mayor parte de la población europea por ser «económicamente neutral». Si usaron grandes capitales en forma no productiva, puede haber sido simplemente porque ya no quedaba lugar para invertirlo en forma progresiva dentro de los límites de este «sector capitalista». (Los holandeses del siglo XVII paliaron una saturación semejante del capital multiplicando los enseres domésticos y las obras de arte[29], pero descubrieron también un recurso más moderno: el auge de la inversión especulativa). Tal vez la adversidad económica podría haber llevado a los italianos a un comportamiento diferente, aunque habían ganado dinero durante tanto tiempo proporcionando al mundo feudal su comercio y finanzas, que no hubieran aprendido fácilmente. Sin embargo, el alza general de la última parte del siglo XVI (como el «verano de la India» de la Inglaterra eduardiana) y la repentina expansión de las demandas de las grandes monarquías absolutistas, que eran relegadas a contratistas privados, y el lujo sin precedentes de sus aristocracias, retardó la catástrofe. Cuando ésta se produjo, trayendo la decadencia para el comercio y la manufactura italianas, dejó a las finanzas italianas aún en pie aunque ya no preponderantes. También en este caso la industria de Italia bien podría haber mantenido algunas de sus antiguas posiciones, haciendo un viraje más absoluto desde sus antiguos productos de gran calidad a los nuevos tejidos del Norte, más ordinarios y baratos. Pero ¿quién hubiera podido adivinar, en el gran período de lujo de 1580-1620, que el futuro de los tejidos de elevada calidad era limitado? ¿Acaso la corte de Lorraine no usaba, durante el primer tercio del siglo, más tejidos importados de Italia que de todas las otras regiones no francesas juntas[30]? Sería conveniente no aventurar un juicio acerca de la afirmación de que Italia perdió terreno a causa de costos de producción más altos para productos de igual calidad, hasta que tengamos más pruebas para hacerlo o hasta que podamos explicar satisfactoriamente el fracaso de la producción italiana, después de tan promisorios comienzos, para trasladarse de las ciudades al campo, tal como hicieron las industrias textiles de otros países[31].
El caso de Italia demuestra por qué determinados países sucumbieron ante la crisis pero no demuestra necesariamente por qué sobrevino ésta. En consecuencia, debemos considerar las contradicciones del proceso mismo de expansión del siglo XVI.



Europa Oriental

La relativa especialización de las ciudades de Europa Occidental en el comercio y la manufactura se logró, hasta cierto punto, por medio de la creación de un enorme excedente de productos alimenticios exportables en Europa Oriental y quizás también por las pesquerías oceánicas[32]. En Europa Oriental, en cambio, esto se logró mediante la creación de la agricultura servil en gran escala, es decir, por medio de una prolongación local del feudalismo. Podríamos insinuar que este hecho tuvo tres consecuencias: Convirtió al campesino en un cliente al contado menor de lo que había o podía haber sido. (O también lo obligó a abandonar los tejidos occidentales de buena calidad en beneficio de las telas locales baratas). Disminuyó el número y la riqueza de la nobleza menor, a favor de un puñado de magnates. En Polonia, los primeros controlaban un 43,8% de los arados a mediados del siglo XV y un 11,6% a mediados del siglo XVI, mientras que la participación de los últimos subió de 13,3% a 30,7% en el mismo período. Y finalmente, sacrificó el mercado más activo de las ciudades en pro de los intereses de comercio libre de los terratenientes exportadores, o —dicho de otra manera— fortaleció el tipo de comercio que convenía a las ganancias de los ya opulentos señores [33]. La expansión, por lo tanto, tuvo dos resultados. Mientras que por un lado creaba las condiciones para la expansión de las manufacturas en Europa Occidental, reducía por el otro, al menos por algún tiempo, la salida de esas manufacturas al área del Báltico que quizás era su mercado más importante. El deseo de sacar provecho rápidamente de la creciente demanda de cereales —el Báltico comenzaba entonces a abastecer no sólo al Norte de Europa sino también al Mediterráneo— indujo a los señores del sistema servil a esa precipitada expansión de sus dominios y a la intensificación de la explotación que condujo a la revolución ucraniana y quizás también a catástrofes demográficas[34].
Las contradicciones de la expansión:

mercados coloniales y ultramarinos

Como ya sabemos, una gran parte del comercio entre Europa y el resto del mundo había sido pasivo durante años, porque los orientales no necesitaban de los productos europeos en la misma medida en que Europa necesitaba los suyos. La situación se había equilibrado por medio de pagos en metálico, acompañados, de vez en cuanto, por exportaciones de esclavos, pieles, ámbar y otros productos de lujo. Hasta la Revolución Industrial, ni las ventas ni las manufacturas europeas tuvieron importancia, (El mercado africano, que no era deficitario, podía ser una excepción a causa de los vacilantes términos de intercambio favorables que los productores europeos impusieron entre los ignorantes



compradores locales y de hecho —y casi por definición— porque el continente fue considerado superficialmente como una fuente de provisión de metálico hasta ya muy entrado el siglo XVII). En 1665, la Real Compañía Africana todavía estimaba sus ganancias en oro en el doble de sus ganancias en esclavos[35]. La conquista europea de América y de las principales rutas comerciales, no cambió fundamentalmente su estructura, porque aún las Américas exportaban más de lo que importaban. El costo de los productos orientales se redujo considerablemente como consecuencia de la supresión de intermediarios, la disminución de los impuestos de transporte y el otorgamiento a los mercaderes europeos y a bandas armadas, de la libertad de estafar y robar impunemente. También se aumentó la reserva de metálico robando a los africanos para beneficiar a los asiáticos. Indudablemente, Europa obtuvo de ello enormes e inesperadas ganancias. Tanto la actividad general de los negocios como el capital acumulado fueron muy estimulados pero teniendo en cuenta la totalidad de nuestras exportaciones de manufacturas, no sufrieron una gran expansión. Las potencias coloniales —adhiriendo a la tradición de los negocios medievales— siguieron una política de restricción de la producción y de monopolio sistemático. En consecuencia no existía razón alguna para que la exportación de manufacturas locales resultase beneficiada.
El beneficio que Europa extrajo de esas conquistas iníciales asumió más bien la forma de bonificaciones particulares que de dividendos regulares. Cuando llegara al agotamiento era probable que sobreviniera la crisis y, con suerte la de la prosperidad más modesta variables subían más rápidamente que los beneficios. Tanto en Oriente como en Occidente podemos distinguir tres etapas: la de los beneficios fáciles, la de la crisis y, con suerte la de la prosperidad más modesta y estable. En la etapa inicial, es indudable que la conquista o la piratería acarrean beneficios temporarios a bajos costos. En el Este, donde las posibilidades de lucro descansaban en el monopolio de la restringida producción de especias y otros productos similares, el alza exorbitante de «costos de protección» para enfrentar a rivales viejos y nuevos, produjo probablemente la crisis; mientras más pronunciada era el alza, más trataba el poder colonial de forzar el precio monopolista. Se estima que fue por estas razones que el comercio portugués de especias apenas si alcanzó a no endeudarse[36]. En Occidente, donde se apoyaban en la producción barata y abundante de metálico y otras materias primas, es probable que los costos de protección desempeñaran un papel menos importante, aunque también aumentaron a consecuencia de la competición y la piratería. Sin embargo, allí se alcanzaron rápidamente los límites técnicos de la primitiva «cueva de rata» de la minería española (aun permitiendo los usos del proceso de mercurio) y es muy posible que la mano de obra fuese obligada a trabajar hasta la muerte y tratada como un objeto de uso[37]. De todos modos, las exportaciones de plata americana disminuyeron, aproximadamente desde 1610. Eventualmente, por supuesto, en Oriente las potencias coloniales se ajustaron al nuevo nivel de costos fijos y hasta quizás hallaron una nueva fuente de impuestos locales en compensación. En Occidente, la estructura familiar de los grandes estados casi-feudales apareció en el siglo XVII[38]. Dado que las bases económicas del sistema colonial español eran más amplias que las del portugués, los resultados de la crisis habrían de ser de mayor alcance. Así, la temprana emigración a las Américas estimuló temporariamente la exportación de productos del país; pero como aconteció que, inevitablemente, muchos de los requerimientos de las colonias llegaron a ser satisfechos localmente, las manufacturas españolas en expansión debieron pagar las consecuencias. La tentativa de estrechar el monopolio metropolitano empeoró las cosas porque desalentó el desarrollo de la economía, revolucionaria en potencia, de las



plantaciones [39] .Los efectos de la afluencia de metálico a España son demasiado conocidos para necesitar discusión.
Por lo tanto, es comprensible el hecho de que el «antiguo sistema colonial» atravesase una profunda crisis y que los efectos de ésta sobre la economía europea en general fuesen de largo alcance. En realidad, este sistema fue reemplazado por un nuevo modelo de explotación colonial, basado en la exportación de manufacturas europeas a ritmo creciente y seguro. (Actuando en gran medida por su cuenta, los plantadores de azúcar del norte de Brasil habían abierto el camino hacia ese modelo desde fines del siglo XVI). Sin embargo, el cebo de los beneficios del antiguo monopolio era irresistible para aquellos que tenían oportunidad de obtenerlos. Hasta los holandeses se mantuvieron resueltamente «anticuados», en cuanto a su colonialismo, hasta el siglo XVIII, aunque su posición como almacenadores de mercancías en Europa los salvó de las consecuencias de la ineficacia colonial. El viejo colonialismo no se transformó en uno nuevo: se derrumbó y fue reemplazado.
Las contradicciones de los mercados internos

Es casi indudable que el siglo XVI estuvo más próximo a crear las condiciones para una amplia y real adopción del modo de producción capitalista que cualquier época anterior, quizás a causa del incentivo de una población y mercados en rápido crecimiento y precios en alza. (No es propósito de este artículo discutir las razones que hicieron que esta expansión siguiera a la «crisis feudal» de los siglos XIV y XV). Una poderosa combinación de fuerzas, que incluía también grandes intereses feudales[40], amenazaba seriamente la resistencia de las ciudades dominadas por los gremios. La industria rural de tipo «independiente», que había estado reservada sobre todo a los textiles, se difundió en varios países y en nuevas ramas de la producción (por ejemplo, los metales), especialmente hacia el final del período. Pese a ello, la expansión engendró también sus propios obstáculos. Consideremos brevemente algunos de ellos. Con excepción, quizás, de Inglaterra, ninguna «revolución agraria» de tipo capitalista acompañó al cambio industrial, tal como iba a producirse en el siglo XVIII, pese a que existía gran efervescencia en la campiña. Aquí hablamos nuevamente de que la naturaleza generalmente feudal de la estructura social distorsiona y diversifica fuerzas que de otra manera podrían haber trabajado en pro de un avance hacia el capitalismo moderno. En el Este, donde la transformación agraria tomó la forma de un resurgimiento de la servidumbre a manos de los señores exportadores, las condiciones para este desarrollo fueron inhibidas localmente, aunque posibilitadas en otros lugares. En otras zonas, el alza de los precios, las revueltas en las haciendas y el aumento de la demanda de productos agrarios podrían muy bien haber llevado al surgimiento de una agricultura capitalista, en manos de caballeros y de campesinos de tipo «kulak», en mayor escala de lo que parece haber ocurrido[41]. Pero ¿qué sucedió? Los nobles franceses (que eran a menudo burgueses que habían logrado un status feudal) trastrocaron la tendencia del campesinado a la independencia, desde mediados del siglo XVI, y recuperaron con creces el terreno perdido[42]. Las ciudades, los comerciantes y la clase media local invirtieron en tierras, debido en parte, sin duda, a la seguridad del producto agrícola en una época de inflación y en parte también porque el excedente o superávit era más fácilmente extraíble en una forma feudal, al mismo tiempo que su explotación era la que más eficazmente podía combinarse con la usura; y en parte, quizás, por una cuestión de rivalidad política directa



con los feudales[43]. De hecho, la relación de las ciudades y sus habitantes, considerados como un todo, con el campesinado circundante, era todavía, como acontece siempre en una sociedad en gran medida feudal, la de una clase especial de señoría feudal. (En los cantones dominados por ciudades de Suiza y el interior de Holanda, los campesinos no se emanciparon realmente hasta la Revolución Francesa[44]). Por lo tanto, la mera existencia de la inversión urbana en agricultura o de la influencia urbana sobre la campiña, no implica la creación del capitalismo rural. Así. la difusión de la aparcería en Francia, aunque teóricamente fue un paso hacia el capitalismo, con frecuencia sólo produjo, de hecho, una burguesía parasitaria que vivía a expensas de un campesinado cada vez más expoliado por ella y por las crecientes demandas del Estado. En consecuencia, declinó[45]. La antigua estructura social predominaba aún.
Pueden derivarse de ello dos resultados. En primer lugar, es improbable que hubiese entonces una gran innovación técnica, pese a que el primer manual (italiano) sobre rotación de cultivos apareció a mediados del siglo XVI y teniendo en cuenta que el aumento de la producción agraria no marchaba al mismo ritmo que la demanda[46]. Desde este momento hasta el final del período, se advierten signos de disminución de los beneficios y escasez de los alimentos, de zonas de exportación que agotan sus cosechas para satisfacer las necesidades locales, etc., todo lo cual fue un preanuncio de las hambres y epidemias del período de crisis[47]. Segundo, la población rural, sujeta a la doble presión de terratenientes y hombres de ciudad (para no mencionar al Estado), y mucho menos capaz que ellos de defenderse de las guerras y el hambre, sufría[48]. En ciertas regiones, la cortedad de miras de esta «acción de agotamiento» puede en realidad haber producido una tendencia declinante en la productividad durante el siglo XVII[49]. La campiña fue sacrificada en beneficio del señor, la ciudad y el Estado. Su sobrecogedor índice de mortalidad —si es que el relativamente próspero Beauvaisis constituye una guía— era el segundo después del de los trabajadores domésticos no dependientes, también cada vez más ruralizados [50]. La expansión en esas condiciones originó la crisis.
Lo que sucedió en los sectores no agrícolas dependió en gran medida de los agrícolas. Quizás los costos de manufactura subieron indebidamente debido al alza más rápida de los precios agrícolas con respecto a los industriales, reduciendo así el margen de beneficios de los fabricantes[51]. (No obstante, los manufactureros utilizaban cada vez más la mano de obra barata de los trabajadores rurales no dependientes, que eran explotados nuevamente en razón de su debilidad). También el mercado enfrentaba dificultades. El mercado rural en conjunto no había resultado satisfactorio. Muchos campesinos propietarios se beneficiaron con el alza de los precios y con la creciente demanda de sus productos, dado que poseían suficiente tierra como para vender y alimentarse durante los años difíciles, y una buena cabeza para los negocios[52]. Pero si bien esos hacendados compraron mucho más que antes, aun así compraron menos que los hombres de ciudad de igual posición, siendo más autosuficientes[53]. La experiencia de Francia durante el siglo XIX demuestra que el campesinado de nivel medio y superior representa un mercado tan indiferente a las manufacturas en masa como quizás no haya otro. Naturalmente, ello no incita a los capitalistas a revolucionar la producción. Sus exigencias son tradicionales: la mayor parte de su riqueza termina convirtiéndose en más tierra o más ganado, en provisiones o en nuevas construcciones, o hasta en un franco derroche, como aquellos casamientos y funerales dignos de Gargantúa que alteraron los precios continentales durante el siglo XVI[54]. El aumento de la demanda por parte de los sectores no agrícolas (ciudades, mercado de lujo, demanda gubernamental, etc.) puede haber ocultado durante



cierto tiempo el hecho de que ésta crecía menos rápidamente que la capacidad productiva, como así también que la persistente disminución del ingreso real de los asalariados puede en efecto, según Nef, haber detenido el crecimiento de la demanda de algunos productos industriales[55]. Sin embargo, las bajas en los mercados de exportación de fines de la primera década del siglo XVII, han puesto en evidencia esta circunstancia.
Naturalmente, una vez que la declinación comenzó, hubo un factor adicional que aumentó las dificultades de la manufactura: el alza de los costos de la mano de obra.
Existen pruebas de que —al menos en las ciudades— la capacidad de regateo de las clases trabajadoras subió notoriamente durante la crisis, debido tal vez al descenso o al estancamiento en las poblaciones urbanas. De todos modos, los salarios reales subieron en Inglaterra, Italia, España y Alemania, y hacia la mitad del siglo se produjo la formación de organizaciones efectivas de trabajadores en la mayoría de los países occidentales[56]. Sin embargo, ello pudo no afectar los costos de mano de obra de las industrias que daban trabajo a domicilio, ya que sus trabajadores se encontraban en una posición más débil para sacar provecho de la situación y sus salarios pieza se reducían muy fácilmente. No obstante, el hecho constituye un factor indudable. Por otra parte, la disminución del aumento de población y la estabilización de precios debe haber hundido aún más las manufacturas.
Estos diversos aspectos de la crisis pueden reducirse a una sola fórmula: la expansión económica se produjo dentro de un marco social que no era aún suficientemente fuerte como para estallar y, de alguna manera, se adaptó más bien a él que al mundo del capitalismo moderno. Los especialistas del período jacobino deben determinar qué fue lo que precipitó realmente la declinación de la plata americana: si el colapso del mercado báltico o algún otro de los muchos factores posibles. Una vez aparecida la primera grieta, toda la estructura debía tambalearse. Se tambaleó, y durante el período de crisis económica y efervescencia social que siguió, tuvo lugar el decisivo desplazamiento desde la empresa capitalista adaptada a un marco predominantemente feudal hacia la empresa capitalista transformadora del mundo según sus propias pautas.
Por lo tanto, la Revolución en Inglaterra fue el incidente más dramático de la crisis y al mismo tiempo su encrucijada. «Esta nación», escribió Samuel Fortrey en 1663 en su England’s Interest andImprovement, «no puede esperar menos que llegar a ser la mayor y más floreciente de todas». Podía y lo hizo; y los efectos de este hecho sobre el mundo habían de ser portentosos.
En la primera parte de este trabajo traté de presentar algunas de las pruebas que sustentan la opinión de que hubo una «crisis general» de la economía europea durante el siglo XVII, como así también de sugerir algunas de las razones por las cuales esto habría ocurrido. Argumenté que ello se debió, en gran medida, a la imposibilidad de superar ciertos obstáculos generales que aún obstaculizaban el camino hacia el completo desarrollo del capitalismo. Sugerí también que la «crisis» por sí misma creó las condiciones que hicieron posible la revolución industrial. En esta segunda parte me propongo discutir los modos en que ello pudo haber acontecido: por ejemplo, el resultado de la crisis.
Quizás merezca la pena recordar que el período de dificultades abarcó casi un siglo, desde la tercera década del siglo XVII hasta la misma década del XVIII. Después, el cuadro general toma un tinte más rosado. Los problemas financieros de la época de las guerras fueron más o menos resueltos a expensas de numerosos inversores, en Gran Bretaña y Francia, y por medio de dispositivos tales como el South Sea Bubble y Law ’s System. Las pestes y plagas, si bien no el hambre, desaparecieron de Europa Occidental después de las epidemias de Marsella de 1720-1. Por todas partes se advertía un aumento de la riqueza, el



comercio y la industria, el crecimiento de la población y de la expansión colonial. Lenta en sus comienzos, la marcha del cambio económico llegó a ser precipitada, en algún momento entre 1760 y 1780. La Revolución Industrial había empezado. Hubo, como veremos, signos de una «crisis de crecimiento» en la agricultura, en la economía colonial y en otros aspectos, desde el tercer cuarto del siglo XVIII, pero sería imposible escribir la historia del siglo XVIII en función de una «fase de contracción», tal como un historiador contemporáneo ha escrito acerca del siglo XVII[57].
Pese a ello, si el argumento de que los obstáculos fundamentales en el camino del desarrollo capitalista desaparecieron en algún momento del siglo XVII es correcto, podemos con justicia preguntarnos por qué la revolución industrial no avanzó a grandes pasos hasta fines del siglo XVIII. El problema es real. En Inglaterra al menos, es difícil sustraerse a la impresión de que la tormentosa marcha del desarrollo económico hacia fines del siglo XVII debió haber causado el surgimiento más temprano de la revolución industrial. El lapso entre Newcomen y James Watt, entre el momento en que los Darbys de Coalbrookdales descubrieron cómo fundir el hierro con carbón y el momento en que el método se generalizó, es de hecho bastante largo. Es significativo que la Royal Society se quejase en 1701 de que «el desalentador abandono de los grandes, la impetuosa oposición de los ignorantes y los reproches de los insensatos, hubiesen frustrado, desdichadamente, su propósito de perpetuar una serie de inventos útiles[58]». Hasta en algunos otros países se advierten signos de cambios económicos durante la última década del siglo XVII, que llevan no más allá, por ejemplo, de las innovaciones agrícolas de Normandía y el sudoeste de Francia[59]. Nuevamente gravita cierto malestar sobre la agricultura británica —y quizás también sobre algunas industrias— durante la segunda y tercera década del siglo XVII[60]. En el terreno intelectual hay una brecha análoga. El presente artículo no se propone encarar este problema, que sin duda debe ser resuelto si queremos tener una comprensión adecuada del proceso del desarrollo económico moderno y de los orígenes de la Revolución Industrial. Pero el espacio prohíbe toda tentativa, aún rápida y superficial, de discutirlo aquí.
Las condiciones del desarrollo económico

Los obstáculos en el camino de la. Revolución Industrial fueron de dos tipos. Se ha dicho, en primer lugar, que la estructura económica y social de las sociedades precapitalistas, simplemente no le dejaba campo de acción suficiente. Hubo de tener lugar algo así como una revolución preliminar, antes de que ellas fuesen capaces de sobrellevar las transformaciones que Inglaterra sufrió entre 1780 y 1840. Naturalmente, esto había comenzado mucho tiempo antes. Debemos considerar hasta dónde se le adelantó la crisis del siglo XVII. Pero hay un segundo problema, aunque éste es más especializado. Aun cuando quitáramos los obstáculos del camino de la Revolución Industrial, ello no daría por resultado una sociedad de máquinas y fábricas. Entre 1500 y 1800 muchas industrias perfeccionaron métodos destinados a expandir la producción rápida e ilimitadamente, pero merced a una organización y una técnica bastante primitivas. Por ejemplo: los productores de efectos de metal de Birmingham, los fabricantes de armas de Lieja, los de cuchillos Sheffield o Solingen. Estas ciudades producían sus mercancías características, en su mayoría, de la misma manera en 1860 que en 1750, aunque en cantidades muy superiores y con el uso de nuevas fuentes de energía. Por lo tanto, lo que tenemos que explicar no es



sólo el ascenso de Birmingham con sus subdivididas industrias artesanales, sino específicamente el ascenso de Manchester con sus fábricas, porque fueron Manchester y sus similares las que revolucionaron al mundo. ¿Cuáles fueron las condiciones que, en el siglo XVII, ayudaron no sólo a quitar del paso los obstáculos generales sino también a originar las condiciones que dieron nacimiento a Manchester?
Sería sorprendente descubrir que las condiciones para el desarrollo de la moderna economía industrial surgieron por todas partes en la Europa de los siglos XVII y XVIII. Lo que debemos demostrar es que, como resultado de los cambios del siglo XVII, ellas se desarrollaron en una o dos zonas lo suficientemente grandes y lo suficientemente eficaces económicamente como para servir de base a una posterior revolución mundial. Esto es muy difícil. Quizás no sea posible hacer ninguna demostración definitiva hasta tanto poseamos más información cuantitativa que la que tenemos actualmente. Ello es más difícil aún porque en las áreas más vitales de la economía —la de la producción agrícola y manufacturera propiamente dicha— no sólo sabemos muy poco sino carecemos además de aquellos hitos que alientan al historiador de la Revolución Industrial en su camino: talleres del hilados, telares mecánicos, ferrocarriles. Por lo tanto, el historiador de la economía de nuestro período puede tener la fuerte impresión de que «en cierto momento, hacía la mitad del siglo XVII, la vida europea se transformó tan completamente en muchos de sus aspectos que tendemos en general a considerar a ese momento como una de las grandes vertientes de la historia moderna[61]». No obstante, no puede probarla fehacientemente.
El siglo XVII, época de concentración económica

El tema principal de este artículo puede ser resumido como sigue: La crisis del siglo XVII derivó en una considerable concentración del poder económico. En esto difiere, según creo, de la del siglo XVI que tuvo —al menos por un tiempo— un efecto opuesto. Este hecho puede indicar que la antigua estructura de la sociedad europea ya había sido considerablemente minada, puesto que puede argumentarse que la tendencia normal de una sociedad puramente feudal, al hallarse en dificultades, consiste en volver a una economía de pequeños productores locales —por ejemplo campesinos— cuyo modo de producción sobrevive fácilmente al colapso de una elaborada superestructura de comercio y agricultura de propietarios[62]. Directa e indirectamente, esta concentración sirvió a los fines de la futura industrialización aunque, naturalmente, nadie se lo había propuesto. Los sirvió directamente por medio del fortalecimiento de la industria «a domicilio», a expensas de la producción artesanal, y de las economías «avanzadas» a expensas de las «retrasadas», y por medio de la aceleración del proceso de acumulación del capital. Indirectamente, contribuyendo a solucionar el problema de obtener un excedente de productos agrícolas, y también de otras maneras. Por supuesto, no se trató de un proceso a lo Pangloss, en el cual todo acontecía para bien, en el mejor de los mundos. Muchos de los resultados de la crisis fueron mero derroche o hasta retroceso, si se los examina desde el punto de vista de una eventual revolución industrial. Ni tampoco este proceso fue inevitable, a corto plazo. Si la Revolución Industrial hubiese fracasado, como fracasaron tantas otras revoluciones en el siglo XVII, es muy probable que el desarrollo económico se hubiese retardado mucho. No obstante, su efecto neto fue económicamente progresista. A pesar de que esta generalización —como todas las generalizaciones— puede ser discutida, es casi indudable que la concentración económica tuvo lugar en diversas formas en el Este y el Oeste, en



condiciones de expansión, contracción o estancamiento. En el campo, los grandes terratenientes se beneficiaron a expensas de los campesinos y de los pequeños propietarios, tanto en la Inglaterra de la Restauración como en Europa Oriental. (Si consideramos a las ciudades como formas singulares de señoríos feudales, tenemos la impresión de que la concentración era mayor aquí que en el continente). En las zonas no industriales, las ciudades se beneficiaron a expensas del campo, quizás porque gozaban de mayor inmunidad frente a los señores, los soldados y el hambre, o por otras razones[63]. Las medidas administrativas —como el impuesto a los consumos implantados en Prusia— pudieron quizás intensificar este proceso, pero no fueron totalmente responsables de él. Las zonas de Europa Oriental en las que las ciudades, al igual que los pequeños propietarios y campesinos, declinaban ante la presión de los magnates, son una excepción que sólo contribuirá a confirmar el panorama general de concentración. Dentro de las ciudades, la riqueza puede también haberse concentrado, al menos en los casos en que los señores no eran lo suficientemente fuertes como para tomar los viejos derechos ciudadanos de explotación del campo, tal como lo hicieran en la Europa Oriental[64]. En las áreas industriales tenemos lo que Espinas llamó «la doble orientación de la producción en grandes y pequeños centros[65]», es decir, la sustitución del trabajo rural no dependiente controlado por grandes grupos comerciales, nacionales o extranjeros, por los oficios ciudadanos de mediano tamaño. Tenemos también un cierto reagrupamiento de industrias que puede considerarse, en algunos casos, como concentración, por ejemplo, allí donde las manufacturas especializadas para un mercado nacional o internacional crecieron en zonas particulares, en lugar de las manufacturas de radio más amplio para mercados regionales [66]. En todas partes, las grandes ciudades metropolitanas crecían a expensas de la ciudad, el campo o ambos. Internacionalmente, el comercio se concentró en los estados marítimos, y dentro de ellos, las ciudades tendieron, por turno, a adquirir preponderancia. Por otra parte, el creciente poder de los estados centralizados contribuyó también a la concentración económica.
La agricultura

¿Cuáles fueron los efectos de este proceso sobre la agricultura? Hemos visto que existen pruebas de que, hacia fines del siglo XVI y comienzos del XVII, la expansión del excedente agrícola para el mercado se retrasó con respecto a la de los consumos no agrícolas. En última instancia, el gran excedente esencial para el desarrollo de la moderna sociedad industrial, había de lograrse principalmente por medio de la revolución técnica, es decir, aumentando la productividad y extendiendo el área cultivada, a través de una agricultura capitalista. Sólo así podía la agricultura producir no sólo el excedente de alimentos necesarios para las ciudades —para no mencionar ciertas materias primas industriales— sino también el trabajo para la industria. En los países desarrollados, sobre todo en los Países Bajos y en Inglaterra, se advertían desde tiempo atrás signos de la revolución agrícola; estos signos se multiplicaron a partir de mediados del siglo XVII. También se registró un marcado aumento en el cultivo de especies nuevas y poco comunes como el maíz, las papas y el tabaco. Estas especies pueden ser consideradas como propias de la revolución agrícola. Hasta mediados del siglo XVII, el maíz se había cultivado sólo en el delta del Po (desde 1554); poco después se difundió en Lombardía y Piamonte. En 1550 había en Lombardía 5000 hectáreas sembradas de arroz; en 1710 había 150 000, es decir



casi tanto como hoy y sólo 3/8 menos que el máximo de acres cultivados en 1870. Los cultivos de maíz y algodón se difundieron sin duda en los Balcanes. En cuanto a las papas, parecen haber acusado un gran empuje en Irlanda y quizás en el norte de Inglaterra hacia 1700, aunque éstos eran prácticamente los únicos lugares donde se cultivaban[67]. Sin embargo, sería poco inteligente deducir de todo esto que la innovación técnica haya contribuido en mucho a la producción agrícola antes de mediados del siglo XVIII —también en este caso las excepciones son Inglaterra y los Países Bajos, como así también las zonas de cultivo del maíz— o haya ido más allá de la horticultura que, como señaló Meuvret, se prestó fácilmente a la experimentación técnica[68]. Es dudoso que en muchas zonas de Europa el área cultivada abarcara, en 1700, una extensión mucho mayor que en 1600.
Lo que pasó, exactamente, en Europa Occidental, no está en absoluto claro, aunque sabemos que Inglaterra exportó cada vez más cereales, desde fines del siglo XVII. Parecería, a juzgar por lo que sabemos de Francia, que la demanda ascendente de los grandes mercados de alimento como París, fue satisfecha de las siguientes maneras: a) utilizando las reservas de las zonas agrícolas proverbialmente ricas pero que no habían sido aprovechadas al máximo en tiempos normales; b) aumentando la «caza furtiva» en las reservas de otras ciudades [69]. A pesar de que no hay pruebas obvias de aumentos en la productividad, sería de esperar que esto hubiese significado, en última instancia, o bien una transferencia de productos de menor rendimiento por acre a otros de mayor rendimiento (por ejemplo, de ganado a cereales), o bien una simple transferencia de algunos individuos —probablemente los campesinos miserables— a otros. Existen pruebas de que los campesinos se vieron obligados a observar una dieta peor, vendiendo su trigo en el mercado, en todo caso en el Sur, que no había tenido nunca un gran excedente de productos alimenticios. El final del siglo XVII parece indicar una declinación de la dieta corriente en Inglaterra [70].
Lo que sucedió en Europa Central y Oriental está más claro.
El desarrollo de una economía de estados de tipo servil fue acelerado y acentuado, lo cual puede considerarse como la victoria decisiva del nuevo dominio servil o, mejor aún, de los grandes poseedores de siervos («magnates») sobre la nobleza menor y la clase media. No es necesario discutir cuánto de esta resurrección del feudalismo se debió a la creciente demanda de los mercados exteriores de alimentos —localmente o en el extranjero— y cuánto a otros factores[71]. De todos modos, hay muchos factores que concurrieron para aumentar el poder económico y político de los magnates, que eran los que con mayor eficacia y al por mayor convertían a los campesinos en siervos. Con raras y transitorias excepciones —la política campesina de la monarquía sueca en el Báltico hacia fines del siglo podría ser una—[72] ni siquiera los monarcas absolutistas podían o deseaban intervenir en ello. En realidad, tendían a hacerlo progresar, porque sus victorias sobre las haciendas e instituciones similares (fortalezas de los nobles menores, significaron: por una parte, el debilitamiento de éstos y por otra, el relativo fortalecimiento de los pequeños grupos de magnates que se reunían alrededor de la corte gobernante y que podían ser virtualmente considerados como un mecanismo de distribución de los ingresos impositivos del país entre ellos, de una manera u otra). De todos modos, como en Rusia y Prusia, el poder del monarca en el Estado se compraba a veces al precio de renunciar a toda interferencia con el poder del señor en su propiedad. Cuando el poder real se estaba desvaneciendo, como en Polonia, o declinaba, como en Turquía (donde los feudos no hereditarios concedidos en pago de servicios militares dieron paso a las propiedades



feudales hereditarias), la tarea del señor era aún menos complicada.
La decisiva victoria del estado de tipo servil no produjo un incremento de la productividad pero fue capaz de crear —al menos por un tiempo— un gran monto de productos agrarios potencialmente vendibles y que, con el correr del tiempo, seguramente se vendieron. En primer lugar, en las zonas más primitivas tales como los Balcanes y las zonas fronterizas del Este, esto pudo obligar a los campesinos a permanecer dentro de la economía antes que a escapar por migración o nomadismo[73], y a mantener cultivos de exportación antes que cultivos de subsistencia, o hasta a cambiar una economía de lechería por una de labranza. En Bohemia y en otros lugares[74], este último cambio se vio también favorecido por la Guerra de los Treinta Años. El ejemplo de Irlanda en el siglo XVIII demuestra que la mera transferencia de ganado a campos de cultivo puede tener, durante un tiempo, el efecto de una revolución agrícola. En segundo lugar, la propiedad feudal pudo llegar a ser, cada vez más, una Gutsherrschaft, que obtenía beneficios de la venta de lo producido por los siervos en la labranza, y no una Grundherrschaft, basada en el ingreso de dinero o de productos aportados por los campesinos dependientes. Las propiedades diferían según el grado en que lo hacían; un 69% del ingreso de algunas haciendas checas en 1636-37 provenía de beneficios de tierras propias, pero sólo un 40% o un 50% de ese tipo de beneficios se daba en algunas propiedades del Este de Alemania durante la mitad del siglo XVIII [75]. Podemos suponer, sin embargo, que la transferencia de las haciendas desde las manos de los pequeños propietarios a las de los grandes propietarios aumentaría sus ganancias en la explotación porque, frente al nivel notablemente bajo de la agricultura de tipo servil, sólo los señores verdaderamente grandes podían encontrar que los beneficios de dirigir su hacienda como una fábrica de granos, compensaban el problema de organizar y supervisar las enormes cuadrillas de siervos reacios al trabajo. En las proximidades de los puertos exportadores, los comerciantes podían entusiasmar a los señores para que ingresaran a una economía exportadora, o podían también obligarlos a hacerlo, mediante el préstamo de dinero contra la promesa de la venta de las cosechas, como en Livonia [76].
Debemos admitir que esto no podía bastar para resolver el problema del crecimiento capitalista de marera permanente. La economía de tipo servil era terriblemente ineficaz. El mero hecho del trabajo forzado la condenaba a una menor eficacia en la utilización de la tierra o de la fuerza humana. Una vez que una zona ha sido completamente «servilizada» y se ha intensificado al máximo el trabajo forzado —digamos cinco o seis días a la semana—[77] la producción misma se estabiliza, si no se «servilizan» nuevas zonas. Pero las dificultades de transporte imponen límites. La expulsión de los turcos pudo abrir las tierras interiores de los puertos del Mar Negro, pero —para citar un ejemplo obvio— Siberia occidental estaba todavía destinada a permanecer inaccesible. De allí que, tan pronto como los límites efectivos de la agricultura de tipo servil fueron alcanzados, ésta entró en un período de crisis. Desde la década 1760-70 en adelante, esto fue reconocido y se reflejó, en cierta medida, en los proyectos del despotismo ilustrado[78]. La economía de tipo servil se transformó entre 1760 y 1861. Esta transformación nos lleva más allá de los límites de nuestro período y, por lo tanto, no podemos considerarla aquí. Lo que importa a nuestros fines es que el traspaso de la propiedad de tipo servil coincidió con la crisis del siglo XVII y entró quizás en su etapa decisiva después de la Guerra de los Treinta Años, es decir alrededor de 1660[79].
Las maneras en que la crisis aceleró este traspaso son claras. En tales circunstancias, prácticamente cualquier acontecimiento exterior —una guerra, una época de hambre, la implantación de nuevos impuestos— debilitaba al campesino (y con él a la estructura



agraria tradicional) y fortalecía a sus explotadores. Por otra parte, la crisis empujó a todos estos explotadores —propietarios, clase media provinciana, Estado en el Oeste y Estado y señor en el Este— a salvarse a sus expensas. Además, se ha dicho que la declinación del comercio y la vida urbana en parte del continente habría alentado a los ricos a invertir capital en tierras, alentando también el llevar la explotación aún más lejos, tal como lo hizo la caída de los precios agrícolas. Quizás merezca la pena destacarse que esta inversión no debe confundirse con la inversión para mejoras en la agricultura, como en el siglo XVIII. Normalmente esto sólo significa inversión en el derecho de apretarle las clavijas al campesino.
El principal resultado de la crisis del siglo XVII sobre la organización industrial consistió en eliminar a la artesanía —y con ella a las ciudades artesanales— de la producción en gran escala, y en establecer el sistema «a domicilio», controlado por hombres con horizontes capitalistas y puesto en ejecución a través de una clase obrera rural fácilmente explotable. Tampoco faltan indicios de desarrollos industriales más ambiciosos, como fábricas y otros establecimientos similares, sobre todo durante el último tercio del siglo y en industrias tales como la minería, la metalurgia y los astilleros. Estas últimas requerían una actividad en gran escala, pero aun sin ellas los cambios industriales son notables. El tipo «a domicilio» (etapa variable del desenvolvimiento industrial), se había desarrollado en ciertas industrias textiles en los últimos tiempos de la Edad Media pero, por regla general, la transformación de la artesanía en industria «a domicilio» comenzó realmente durante el auge de fines del siglo XVI[80]. El siglo XVII es evidentemente el siglo durante el cual se establecieron decisivamente los sistemas de este tipo[81]. También en este caso, la mitad del siglo parece señalar una especie de vertiente; por ejemplo, la exportación en gran escala de armas pequeñas de Lieja comenzó después de la década de 1650[82]. Ello era de esperar. Las industrias rurales no fueron perjudicadas por los altos costos de las urbanas y a menudo el pequeño productor local de mercancías baratas —por ejemplo, de los «nuevos paños»— podía aumentar sus ventas, mientras que los costosos productos de elevada calidad de las viejas industrias exportadoras, tales como el paño ancho y los tejidos italianos, perdían sus mercados. El tipo «a domicilio» posibilitó la concentración regional de la industria, que no era posible dentro de los estrechos límites de la ciudad, porque hizo más fácil la expansión de la producción. Pero la crisis fomentó esta concentración regional, porque sólo ella —por ejemplo, la concentración de la manufactura europea de hojalata en Sajonia—[83] podía permitir la supervivencia de la producción en gran escala cuando los mercados locales eran pequeños y los de exportación no se ampliaban. (El caso de los países de mercado desarrollado será considerado más adelante). El aspecto negativo de este desarrollo era que permitía que las ciudades se transformasen en pequeñas islas autosuficientes y de estancamiento técnico, con una mayor predominancia de la artesanía[84]. Es decir que, dado que la gente no vivía de hacer lavados a domicilio pudo acontecer que engordasen a costa de la campiña circundante o del tránsito comercial. Ello puede haber contribuido, de paso, a que parte de la clase media provinciana acumulase capital, pero ello no es seguro. El aspecto positivo era que el trabajo «a domicilio» fue el disolvente más eficaz de la tradicional estructura agraria y suministró un medio de rápido crecimiento de la producción industrial antes de la adopción del sistema fabril.
Por otra parte, el desarrollo en gran escala del tipo a domicilio depende por lo general —o al menos implica— una considerable concentración del control comercial y financiero. El herrero local puede esperar colocar sus mercancías en el mercado local. Una comunidad especializada de herreros, productores de guadañas para un mercado de



exportación que se extendía desde Europa Central hasta Rusia —como los Estirios— depende de los comerciantes exportadores de algunos centros comerciales, que por lo general son muy pocos [85]. (Depende también, por supuesto, de toda una jerarquía de intermediarios). De esta manera, el tipo de trabajo «a domicilio» hizo probablemente aumentar la acumulación de capital en unos pocos centros de riqueza.
La acumulación de capital

De esta manera, la concentración contribuyó a incrementar la acumulación de capital de diversas maneras. Sin embargo, el problema del suministro de capital en los períodos que precedieron a la Revolución Industrial, fue doble. Por un lado, la industrialización requería probablemente una acumulación preliminar de capital mucho mayor que la que el siglo XVI podía obtener[86]. Por otra parte, requería inversión en los lugares adecuados, donde se aumentaba la capacidad productiva. La concentración —es decir, la creciente distribución desigual de la riqueza en los distintos países— aumenta casi automáticamente la capacidad de acumular, pero no en aquellos lugares donde la crisis provocó un empobrecimiento general. Además, como veremos más adelante, la concentración en favor de las economías marítimas con su nuevo mecanismo, sumamente eficaz para la acumulación de capital (obtenido, por ejemplo, por las empresas comerciales en el extranjero y en las colonias), sentó las bases para una acumulación acelerada, semejante a la que encontramos en el siglo XVIII. No abolió automáticamente la mala inversión. Pero, como hemos visto, fue más bien esto y no la inversión insuficiente, la principal dificultad y una de las causas que contribuyeron a precipitar la crisis del siglo XVII. Tampoco eso terminó. En muchas partes de Europa, la crisis desviaba la riqueza hacia las aristocracias y burguesías provincianas, que estaban muy lejos de utilizarla productivamente. Además, aún la redistribución del capital en favor de las economías marítimas podía llegar a producir una mala inversión, aunque de otro tipo: por ejemplo, la desviación de capital desde la industria y la agricultura hacia la explotación colonial y el comercio y las finanzas ultramarinas. Los holandeses constituyen el ejemplo más clásico de tal desviación, pero ella se produjo también en Gran Bretaña durante el siglo XVIII, probablemente.
Por lo tanto, la crisis no produjo ningún mecanismo automático que permitiese invertir capital en los lugares adecuados. Sin embargo, produjo dos formas indirectas de hacerlo. Primero, en los países continentales, la empresa gubernamental de las nuevas monarquías absolutas fomentó las industrias, las colonias y la exportación, que de otra manera no hubieran florecido, como en la Francia de Colbert, expandido o salvado del colapso la minería y la metalurgia [87] y sentado las bases para industrias en lugares donde el poder de los señores del sistema servil y la debilidad o el parasitismo de las clases medias lo inhibían. Segundo, la concentración de poder de las economías marítimas contribuyó a fomentar considerablemente la inversión productiva. Así, el flujo creciente del comercio colonial y extranjero estimuló, como veremos, las industrias nacionales y las agriculturas que las abastecían. Las exportaciones locales pueden haber sido, en opinión de los grandes intereses comerciales holandeses o británicos, sólo un apéndice para la reexportación de bienes (sobre todo coloniales), pero su desarrollo no dejó de tener cierta importancia. Además, es posible que el virtual monopolio holandés del comercio internacional pueda haber inducido a las zonas rivales, pero todavía menos triunfantemente



«burguesas», a invertir localmente más capital que el que hubiesen invertido, de haber gozado de las oportunidades de los holandeses. Por ello, hubo al parecer una gran proporción de inversión local en Gran Bretaña entre 1660 y 1700, que se refleja en el desenvolvimiento sumamente rápido de numerosas industrias británicas. A comienzos del siglo XVIII esta velocidad se redujo. El período inactivo de la tercera, cuarta y quinta décadas, que señalamos anteriormente, puede por lo tanto deberse en parte a la desviación del capital de ultramar que siguió a los extraordinarios éxitos de Gran Bretaña en las guerras de 1689-1714. Sin embargo, las bases del futuro avance industrial ya habían sido echadas.
El aparato comercial y financiero


Poco es necesario decir acerca de los cambios en el aparato comercial y financiero que se produjeron durante el período de crisis. Estos cambios aparecen más claramente en la Europa del Norte (donde las finanzas públicas fueron revolucionadas) y sobre todo en Gran Bretaña. Tampoco es necesario discutir hasta qué punto esos cambios —que fueron en efecto la adopción por parte de los del Norte, de los métodos e invenciones conocidas desde mucho antes por otras gentes, como los italianos— se debieron a la crisis misma.
No discutiremos el efecto de la crisis sobre el crecimiento de lo que se llamó entonces «espíritu capitalista» y que se conoce actualmente con el nombre de «habilidad empresaria». No existen pruebas de que las extravagancias autónomas de los estados de ánimo de los hombres de negocios sean tan importantes como la escuela alemana creía y como cierta escuela americana cree actualmente. En la primera parte de este trabajo se sugirieron algunas de las razones de esta afirmación.



No hay comentarios:

Publicar un comentario