Eric Hobsbawm
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En torno a los orígenes de la revolución
industrial
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PRIMERO
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LA CRISIS GENERAL DE LA ECONOMÍA EUROPEA EN EL
SIGLO XVII
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Deseo
señalar, en este artículo, que la economía europea atravesó una «crisis
general» durante el siglo XVII, última fase de la transición general de la
economía feudal a la economía capitalista. Aproximadamente desde el año 1300,
cuando se hizo evidente que algo marchaba mal para la sociedad feudal europea[1],
hubo varias ocasiones en que ciertas zonas de Europa parecieron encontrarse
al borde mismo del capitalismo. El siglo XIV en Toscana y en Flandes y los
comienzos del siglo XVI en Alemania tienen un sabor a revolución «burguesa» e
«industrial». Pero es recién a mediados del siglo XVII que este sabor se convierte
en algo más que el condimento de un plato esencialmente medieval o feudal.
Las primitivas sociedades urbanas nunca alcanzaron un éxito total en las
revoluciones que anunciaron. No obstante, desde comienzos del siglo XVII la
sociedad «bourgeois» avanzó sin encontrar grandes obstáculos. Por ello, la
crisis del siglo XVII difiere de las que le precedieron en que condujo a una
solución tan fundamental de los problemas que se habían opuesto anteriormente
al triunfo del capitalismo, como ese sistema lo permitía. El propósito de
este trabajo es ordenar parte de las pruebas que demuestran la existencia de
una crisis general —crisis que algunos discuten todavía— y proponer una
explicación para ella. En un artículo posterior pienso discutir además
algunos de los cambios que provocó y la manera en que fueron superados. Es
muy probable que durante los próximos años se lleven a cabo numerosos
trabajos históricos sobre este tema y este período. En efecto: historiadores
recientes de varios países se han referido a la hipotética existencia de esa
«paralización general del desarrollo económico» o crisis general, de la que
se ocupa este trabajo[2]. En consecuencia, conviene tener antes
una visión general del problema y hasta adelantar alguna hipótesis de trabajo
aunque más no sea para abrir el camino a otras más adelante.
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Pruebas de
una crisis general
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Se
dispone de gran cantidad de pruebas acerca de la «crisis general». Sin
embargo, debemos cuidarnos muy bien de sostener que una crisis general
equivale a una regresión económica, idea esta que contaminó fuertemente la
discusión sobre la «crisis feudal» de los siglos XIV y XV. Es evidente que hubo una regresión considerable durante
el siglo XVII. Por primera vez en la historia, el Mediterráneo cesó de ser el
más importante centro de influencia económica y política y eventualmente
cultural y se transformó en un pantano empobrecido. Las potencias ibéricas,
Italia y Turquía acusaban un retroceso evidente. En cuanto a Venecia, estaba
a punto de convertirse en un centro turístico. Si se exceptúa a ciertos
lugares dependientes de los estados del noroeste (por lo general puertos
libres) y a la metrópolis pirata de Argel que también operaba en el Atlántico[3],
el avance fue escaso.
Más hacia el norte, la declinación de Alemania es
evidente aunque no absolutamente irremediable. En la Polonia báltica,
Dinamarca y el Hansa declinaban. Pese a que el poder y la influencia de los
Habsburgo austríacos aumentaron (en parte, quizás, debido a que los otros
declinaron tan dramáticamente), sus recursos siguieron siendo escasos y su
estructura política y militar débil, aún durante el período de su mayor
gloria, a comienzos del siglo XVIII. Por otra parte, las potencias marítimas
y sus dependencias —Inglaterra, las Provincias Unidas, Suecia— como así
también Rusia y algunas zonas menores como Suiza, más bien parecían avanzar
que estancarse, mientras Inglaterra daba la impresión de avanzar
decididamente. Francia se encontraba en una situación intermedia aunque su
triunfo político no se vio equilibrado por un gran avance Económico hasta
fines de siglo, y aun entonces sólo intermitentemente. En efecto, después de
1680 impera en las discusiones una atmósfera sombría y crítica, aunque las
condiciones durante la primera mitad del siglo fuesen excelentes.
(Posiblemente la gran catástrofe de 1693-94 lo explique.)[4] Fue
en el siglo XVI y no en el XVII que los invasores mercenarios se asombraron
por la magnitud de lo que era posible saquear en Francia y los hombres de la
época de Richelieu y Colbert pensaban en los tiempos de Enrique IV como en
una suerte de era dorada. Es posible que, durante algunas décadas, a mediados
de siglo, las ganancias obtenidas en el Atlántico no alcanzasen a compensar
las pérdidas del Mediterráneo, Europa Central y el Báltico, estando el
producto de ambas zonas en estado de estancamiento o quizás declinación. Pero
lo que importa es el decisivo avance en el progreso del capitalismo que
resultó de ello.
Las
cifras aisladas de la población
europea sugieren, en el peor de los casos, una declinación de hecho; y en el
mejor, una nivelación o una pequeña meseta entre las pendientes de la curva
de población de fines del siglo XVI hasta el siglo XVIII. Con excepción de
los Países Bajos, Noruega y tal vez Suecia y Suiza y algunas zonas locales,
no se registran grandes aumentos de población. España era sinónimo de
despoblación, Italia del sur pudo haber sufrido y son bien conocidos los
estragos de mediados de siglo en Alemania y el este de Francia. Aunque
Pirenne ha sostenido que la población belga aumentó, las cifras registradas
para Brabante no parecen corroborar su opinión. La población de Hungría
disminuyó y la de Polonia decreció más aún. El aumento de la población
inglesa decayó rápidamente y después de 1630 puede haber llegado a detenerse[5]
En efecto, no resulta fácil entender por qué Clark afirma que «el siglo XVII
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sufrió, en la mayor parte de Europa, al igual que
el siglo XVI, un aumento moderado de población[6]». Evidentemente,
la mortalidad fue mayor que en los siglos XVI y XVII. Nunca, desde el siglo
XIV, se registró durante todo un siglo un porcentaje mayor de enfermedades
epidémicas. A este respecto, trabajos de investigación recientes han
demostrado que los estragos de las epidemias no pueden explicarse sin tener
en cuenta al hambre[7]. Mientras que un puñado de cortes y
metrópolis administrativas o centros de comercio y finanzas internacionales
llegaron a adquirir grandes dimensiones, las grandes ciudades que habían
crecido durante el siglo XVI permanecieron estacionadas y las medianas y
pequeñas declinaron frecuentemente. Al parecer ello podría aplicarse también,
en parte, a los países marítimos[8].
Mientras
tanto, ¿qué ocurrió con la producción? Simplemente, lo ignoramos. Algunas
zonas se desindustrializaron francamente, sobre todo Italia, que del país más
industrializado y urbanizado de Europa se convirtió en una zona típicamente
campesina y retrógrada. Lo mismo aconteció con Alemania, partes de Francia y
Polonia[9]. Por otra parte, en algunos lugares —como Suiza— se
produjo un desarrollo industrial relativamente rápido, un incremento de las
industrias extractivas en Inglaterra y Suecia y un importante crecimiento de
trabajo a domicilio rural a expensas de la producción artesanal urbana o
local en muchas zonas que pueden o no haber significado un aumento neto en la
producción total. Si es que los precios pueden servir de guía, no debemos
esperar encontrar una declinación general de la producción, porque el período
deflacionario que siguió a la gran alza de precios anterior a 1640 se explica
más bien por una caída relativa o absoluta de la demanda que por una
declinación en la oferta de dinero. Sin embargo, es posible que en la
industria básica de los textiles se produjese no sólo una transición de los
tejidos «viejos» a los «nuevos» sino también una declinación en la producción
total durante una parte del siglo [10].
En el comercio, la crisis fue más general. Las
dos principales zonas de comercio internacional, el Mediterráneo y el
Báltico, sufrieron una revolución y posiblemente una pasajera declinación en
el volumen de su comercio. El Báltico —la colonia europea de los países occidentales
urbanizados— cambió su línea de exportaciones de comestibles por productos
tales como madera, metales y pertrechos navales, al mismo tiempo que sus
importaciones tradicionales de lanas occidentales disminuyeron. El comercio,
según lo midieron las barreras de peaje de Sound, alcanzó su cúspide en
1590-1620, decayó en la década de 1620 y luego declinó irremediablemente,
después de una leve recuperación, hasta la década de 1650 para luego
permanecer estacionario hasta aproximadamente 1680[11]. Después de
1650 el Mediterráneo, al igual que el Báltico, se transformó en una zona que
intercambiaba productos locales, especialmente materias primas para las
manufacturas atlánticas, y los productos orientales entonces monopolizados
por el noroeste. A finales del siglo el Levante obtenía sus especias del
norte y no del este. El comercio del levante francés disminuyó a la mitad
entre 1620 y 1635, decreció casi hasta cero alrededor de 1650 y no logró
recuperarse hasta después de 1670. Desde 1617 hasta 1650 aproximadamente, el
comercio levantino holandés fue muy pobre[12]. Aun entonces los
franceses escasamente sobrepasaron los niveles de la predepresión mucho antes
de 1700. ¿Alcanzaron las ventas británicas y holandesas en el sur compensar
las pérdidas de los mercados bálticos? Probablemente no. Apenas si pueden
haber compensado la declinación en las ventas anteriores de productos
italianos. El comercio internacional de comestibles (trigo del Báltico,
arenques holandeses y pescado de Terranova) no mantuvo sus niveles jacobinos.
El comercio internacional de paños de lana puede también haber decrecido y no
fue
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reemplazado de inmediato por otros textiles
porque los grandes centros de exportación de lino, que eran Silesia y
Lusatia, parecieron declinar después de 1620. En efecto: probablemente un
balance general del comercio ascendente y descendente arrojaría cifras de
exportación que no aumentaron significativamente entre 1620 y 1660. Fuera de
los estados marítimos, es poco probable que las ventas en los mercados
locales compensaran esta situación.
Como ya
sabemos con respecto al siglo XIX, no es posible medir el malestar en los
negocios basándose simplemente en los datos de comercio y producción,
cualesquiera que ellos sean. (Es significativo, no obstante, que el tono de
la discusión económica dé por sentados mercados estables y oportunidades de
ganancia. Se ha afirmado a menudo que el mercantilismo colbertiano fue una
política de acciones militares destinada a obtener grandes tajadas extraídas
de un comercio internacional de determinadas dimensiones. No existe razón
alguna para que los administradores y comerciantes —dado que la economía no
constituía aún un tema académico— adoptasen puntos de vista que se apartaran
mucho de las apariencias). Es cierto que aun en países que no declinaron hubo
dificultades en los negocios seculares. El comercio inglés con la India
oriental languideció hasta la Restauración[13]. A pesar de que el
de los holandeses aumentó bastante, el promedio de dividendos anuales de la
Compañía de las Indias Orientales decayó durante cada uno de los decenios
entre 1630 y 1670 (incluidos ambos), exceptuando un pequeño aumento en la
década de 1660. Entre 1627 y 1687, dieciséis años no dieron dividendos; en el
resto de la historia de la Compañía, entre 1602 y 1782, no los hubo. (El
valor de sus bienes permaneció estabilizado entre 1640 y 1660). De manera
similar, los beneficios del Amsterdam Wisselbank alcanzaron su punto
culminante durante la década de 1630 y luego decayeron durante unos veinte
años[14]. También en este caso puede no ser meramente accidental
que el movimiento mesiánico más importante de la historia judía ocurriese
precisamente en ese momento, abarcando a las comunidades de los grandes
centros mercantiles —Smima, Leghorn, Venecia, Amsterdam, Hamburgo— con
especial éxito a mediados de la década de 1660 cuando los precios llegaron
casi a su punto más bajo.
También es
evidente que la expansión de Europa atravesó una crisis. A pesar de que las
bases del fabuloso sistema colonial del siglo XVIII fueron echadas sobre todo
después de 1650[15], puede haberse producido antes una cierta
contracción de la influencia europea excepto en las hinterlands de Siberia y América.
Naturalmente, los imperios español y portugués se contrajeron y su carácter
cambió. Pero también importa destacar que los holandeses no mantuvieron la
considerable velocidad de expansión entre 1600 y 1640 y que su imperio decayó
en las tres décadas que siguieron [16]. El colapso de la Compañía
de las Indias Occidentales después de la década de 1640, y el final simultáneo de la Compañía Anglo-africana
y la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales a comienzos de la década
de 1670, pueden también mencionarse incidentalmente.
En general
se acepta que el siglo XVII fue un siglo de revuelta social tanto en Europa
Occidental como Oriental. La serie de revoluciones que se produjeron durante
este lapso llevó a ciertos historiadores a creer en una suerte de crisis
social-revolucionaria de mediados de siglo[17]. Francia tuvo sus
Frondas, que fueron importantes movimientos sociales; las revoluciones
catalana, napolitana y portuguesa marcaron el momento de la crisis del
Imperio Español durante la década de 1640; la guerra campesina suiza de 1653
fue una manifestación tanto de la crisis de postguerra como de la creciente
explotación del campesinado por parte de la ciudad, mientras que en
Inglaterra la revolución triunfó con descollantes resultados[18].
El malestar campesino no cesó en occidente —el levantamiento
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del «papel sellado» que combinó el malestar de la
clase media, de los navieros y campesinos en Bordeaux y Bretaña ocurrió en
1675 y las guerras de los camisards
más tarde aún— [19] pero fue más significativo en Europa Oriental.
Durante el siglo XVI hubo escasas revueltas en contra de la dependencia de
los campesinos. La revolución ucraniana de 1648-54 puede ser considerada como
el mayor levantamiento servil. Otro tanto podría decirse de los diversos
movimientos «Kurucz» húngaros. Su nombre mismo nos retrotrae a las
insurrecciones campesinas de Dozsa de 1514, cuya memoria conservan las
canciones folklóricas sobre Rakoczy, de la misma manera que la revolución
rusa de 1672 quedó grabada en la canción sobre Stenka Razin. En ese lugar,
una importante revuelta campesina inauguró en 1680 un período de malestar
servil endémico[20]. Podríamos también agregar a este catálogo de
revueltas sociales las revueltas irlandesas de 1641 y 1689.
Hubo un
solo aspecto en el cual el siglo XVII se repuso, en lugar de atravesar dificultades.
A excepción de las potencias marítimas, que experimentaban sus nuevos
regímenes burgueses, la mayor parte de Europa descubrió una forma de gobierno
eficiente y estable en el absolutismo
constituido sobre el modelo francés,(aunque la aparición del absolutismo ha
sido considerada como un signo directo de debilidad económica[21].
Es éste un tema que merece un estudio más exhaustivo). La gran era de los
recursos políticos, la guerra y la administración adhoc desapareció junto con los grandes
imperios mundiales del siglo XVI: el español y el turco. Por primera vez,
grandes estados territoriales parecieron capaces de resolver sus tres
problemas más cruciales: conseguir que las órdenes gubernamentales fuesen
obedecidas directamente en una extensa zona; obtener suficiente dinero en
efectivo para sufragar los pagos periódicos y —en parte como consecuencia de
ello— manejar sus ejércitos. La época de los grandes sub-contratistas
financieros y militares terminó con la Guerra de los Treinta Años. Los
estados debían aún subcontratar, según lo atestigua la práctica de vender
cargos e impuestos agrícolas[22]. No obstante, para entonces la
actividad comercial estaba oficialmente controlada por los gobiernos y no
sólo, en la práctica, por el hecho de que, tal como lo habían descubierto los
Fugger y Wallenstein a su costa, el comprador del monopolio puede dictar sus
términos tanto como el que los vende. Probablemente, este evidente éxito
político de los estados territoriales absolutos como su pompa y esplendor
hizo que en el pasado se prestase menos atención a las dificultades generales
de la época.
Aunque
sólo una parte de estas pruebas sean verdaderas se justifica que hablemos de
una «crisis general» del siglo XVII, a pesar de que una de sus
características fue la relativa inmunidad de los estados que habían sufrido
una «revolución burguesa». Es probable —pese a que con ello nos internamos en
el complejo terreno de la historia de precios—[23] que la crisis
comenzase hacia 1620, posiblemente con el período de violenta baja que se
extendió desde 1619 hasta los primeros años de la década de 1620. Al parecer,
después de una distorsión en el movimiento de precios ocasionada por la
Guerra de los Treinta Años, esta crisis alcanzó su fase más aguda entre 1640
y la década de 1670, aunque no se pueden considerar fechas precisas en una
discusión sobre movimientos económicos de larga duración. A partir de allí
los testimonios son contradictorios. Es posible que los signos de
vivificación excedan en importancia a los de crisis, no sólo (evidentemente)
en los estados marítimos sino también en otras partes. Sin embargo, las
violentas oscilaciones de alza y depresión, las hambres, revueltas, epidemias
y otros signos de profundos trastornos económicos en el período 1680-1720
deberían alertarnos para no anticipar el método de recuperación total. Si
bien la tendencia era ascendente desde, digamos, la década de 1680 —y aun
antes en países aislados— todavía
podía sufrir desastrosas fluctuaciones.
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Se podría
afirmar, sin embargo, que lo que he descrito como una «crisis general» fue
meramente el resultado de las guerras del siglo XVII, particularmente la
Guerra de los Treinta Años (1618-1648). En el pasado, los historiadores
tendieron a adoptar (o más bien a dar por sentado) este punto de vista. Pero
la crisis afectó a muchas zonas de Europa que no habían sido devastadas por
generales e intendentes del ejército. Por el contrario, ciertos tradicionales
«reñideros de gallos» europeos (como Sajonia y los Países Bajos) estuvieron
en mejores condiciones que otras regiones más tranquilas. Y lo que es más, ha
habido una tendencia persistente a exagerar el continuo y prolongado daño
causado por las guerras del siglo XVII. Sabemos ahora que (siendo los otros
factores iguales) las pérdidas de población, producción y capital hasta de
las guerras del siglo XX, cuya capacidad destructiva es mucho mayor, pueden
superarse en 20 o 25 años. Si no aconteció así en el siglo XVII fue porque
las guerras agravaron las tendencias existentes a la crisis. Esto no
significa negar su importancia, pese a que sus efectos fueron más complejos
de lo que pudiese parecer a primera vista. Es así que, a las devastaciones
causadas por la Guerra de los Treinta Años en algunas zonas de Europa
Central, debemos oponer el estímulo que ello representó para la minería y la
metalurgia en general y las alzas temporarias que estimuló en los países
no-combatientes (en temporario beneficio de Carlos I, durante la década de
1630). También es probable que, de no haber sido por esto, el gran «aumento
de precios» hubiese terminado en la década de 1610 y no en la de 1640. Casi
con certeza, la guerra desvió la incidencia de la crisis y, en general, hasta
puede haberla agravado. Vale la pena considerar, por último, si la crisis no
produjo en cierta medida una situación que precipitó o prolongó el bienestar.
Pero este punto no es esencial para nuestro problema y quizás sea demasiado
especulativo para que merezca la pena de seguir tratándolo.
Las causas
de la crisis
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Con
nuestra discusión de la crisis del siglo XVII hemos planteado, en realidad,
uno de los problemas fundamentales del ascenso del capitalismo: ¿por qué la
expansión de fines del siglo XV y XVI no condujo directamente a la época de
la Revolución Industrial de los siglos XVIII y XIX? En otras palabras ¿cuáles
fueron los obstáculos para la expansión capitalista? Podría anticiparse que
las respuestas son tanto generales como particulares.
El
razonamiento general puede resumirse como sigue: si el capitalismo debe
triunfar, entonces la estructura de la sociedad feudal o agraria debe sufrir
una revolución.
La división social del trabajo debe ser muy
elaborada si se desea incrementar la productividad y la fuerza social del
trabajo debe ser redistribuida radicalmente —de la agricultura a la industria—
mientras se de esta situación. La proporción de producción que se intercambia
en el mercado supralocal debe aumentar dramáticamente. Mientras no haya una
gran cantidad de trabajadores asalariados, mientras los hombres satisfagan
sus necesidades por medio de su propia producción o a través del intercambio
en los numerosos mercados locales más o menos autárquicos que existen aun en
las sociedades primitivas, existirá un límite para el beneficio capitalista y
escasos incentivos para llevar a cabo lo que podría llamarse, de manera muy
general, la producción masiva (que es la base de la expansión capitalista
industrial). Históricamente, no siempre es posible separar a estos procesos.
Podemos hablar de la «creación del mercado interno capitalista» o del
divorcio entre los productores y los medios de producción, que Marx llamó
«acumulación primitiva[24]»: la creación de un mercado amplio y en
expansión para los bienes y de una
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fuerza de trabajo libre, amplia y disponible, se
dan siempre juntas, son dos aspectos diferentes de un mismo proceso.
Se da por
sentado a veces que el desarrollo de una «clase capitalista» y de los
elementos de la forma capitalista de producción dentro de una sociedad feudal
producen en forma automática estas condiciones. A largo plazo, desde una
perspectiva más general y si se tienen en cuenta los siglos que median entre
el año 1000 y el 1800, no hay dudas al respecto. Pero ello no es así a corto
plazo. A menos que se den ciertas condiciones —y no está claro aún cuáles
deben ser esas condiciones— el radio de expansión capitalista se encontrará
limitado por la preeminencia general de la estructura feudal de la sociedad,
es decir, por el sector rural predominante o tal vez por alguna otra
estructura que «inmovilice» tanto el potencial trabajo-fuerza y el excedente
potencial de inversiones productivas como la demanda potencial de los bienes
producidos en forma capitalista, tales como la prevalencia del espíritu
tribal o la producción de mercancías menores. En tales condiciones, tal como
lo demostró Marx en el caso de la empresa mercantil[25] los
negocios pueden adaptarse a operar dentro de un marco en general feudal,
aceptar sus limitaciones y la peculiar demanda de sus servicios,
convirtiéndose, en cierto sentido, en parasitarios de éste. La parte de ellos
que lo hiciera no podría superar las crisis de la sociedad feudal y hasta
podría llegar a agravarlas. Porque la expansión capitalista es ciega. La
debilidad de las antiguas teorías que asimilaban el triunfo del capitalismo
al desarrollo del «espíritu capitalista» o al «espíritu de empresa» reside en
el hecho de que el mero deseo de lograr un beneficio máximo c ilimitado no
produce automáticamente la revolución técnica y social necesaria para ello.
Debe haber cuando menos producción masiva (es decir, producción suficiente
para obtener el mayor valor adicional, grandes beneficios, pero no
necesariamente grandes beneficios por cada venta) en vez de producción
destinada a lograr el máximo beneficio por cada unidad vendida. Pero una de
las dificultades fundamentales del desarrollo capitalista en sociedades que
mantienen a la masa de la población fuera de su ámbito (de manera que no son
ni vendedores de fuerza de trabajo ni verdaderos compradores de mercaderías)
consiste en que a corto plazo los beneficios de los tipos de producción
capitalista realmente «revolucionarios» son menos atractivos —o al menos lo
parecen— que los de otro tipo, sobre todo cuando implican grandes inversiones
de capital. Christian Dior, por lo tanto, representa una inversión más
atractiva que Montagu Burton.
En el siglo XVI, acaparar pimienta parecería más
cuerdo que iniciar una plantación de azúcar en América, y vender sedas de
Bolonia mejor que vender fustán de Ulm. Pero sabemos que en los siglos
posteriores se obtuvieron beneficios mucho mayores del azúcar y el algodón
que de la pimienta y la sedar y sabemos también que el azúcar y el algodón
contribuyeron en mayor medida que los otros dos a la creación de un mundo de
economía capitalista.
En ciertas
circunstancias este comercio podía producir —aun en condiciones feudales—
valores adicionales lo suficientemente amplios como para permitir el
surgimiento de la producción en gran escala. Por ejemplo: si se trataba de
abastecer a organizaciones excepcionalmente grandes, tales como reinos o la
iglesia; si la escasa demanda de todo un continente se concentraba en manos
de los hombres de negocios de unos pocos centros especializados, tales como
las ciudades textiles italianas y flamencas; si se llevaba a cabo una gran
«extensión lateral» del campo de la empresa, por ejemplo, a través de la
conquista o la colonización. También resultaba factible realizar cierta
subdivisión social sin perturbar la estructura fundamentalmente feudal de la
sociedad, como en el caso, por ejemplo, de la urbanización de los Países
Bajos e Italia sobre la base de
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alimentación y materias primas importadas de
territorios semicoloniales. A pesar de todo, los límites del mercado eran
limitados. La sociedad medieval y la de la temprana edad moderna eran mucho
más semejantes a la «economía natural» de lo que por lo general suponemos. El
campesino francés de los siglos XVI y XVIII no usaba prácticamente dinero,
excepto para sus transacciones con el Estado y en cuanto a la venta al
menudeo, no era especializada ni en las ciudades alemanas ni en los negocios
de las villas, hasta fines del siglo XVI[26]. Con excepción de una
clase reducida, que podía permitirse ese lujo (y aún para esta clase el
sentido de la moda en sentido moderno se desarrolló probablemente más tarde),
la celeridad en el cambio de la vestimenta y de los enseres domésticos fue
lenta. La expansión era posible y, en efecto, se produjo. Pero mientras la
estructura general o la sociedad rural no sufriera una revolución, ésta
estaba limitada o creaba sus propios límites; cuando los encontraba, entraba
en un período de crisis.
La
expansión de los siglos XV y XVI no perteneció fundamentalmente a este tipo y
creó, por lo tanto, su propia crisis tanto dentro del mercado local como en
el mercado ultramarino. Los «hombres de negocios feudales» —que eran los más
ricos y poderosos sólo por ser los mejor adaptados para ganar mucho dinero en
una sociedad feudal— no pudieron superar esta crisis. Su incapacidad de
adaptación la intensificó.
Antes de
profundizar el análisis de estos problemas, quizás convendría destacar el
hecho de que los obstáculos meramente técnicos para el desarrollo capitalista
en los siglos XVI y XVII no eran insuperables. A pesar de que el siglo XVI
puede no haber estado capacitado para resolver ciertos problemas
fundamentales de la técnica, tales como la fuente de energía compacta y móvil
que tanto preocupó a Leonardo, estaba sí en condiciones de producir por lo
menos tantas innovaciones como las que produjo la revolución del siglo XVIII.
Nef y otros autores nos han familiarizado con las innovaciones que realmente
se dieron, aunque la frase «Revolución Industrial» parece aplicarse con menos
propiedad al período 1540-1640, que a la Alemania de 1450-1520 que desarrolló
la imprenta, armas de fuego eficaces, relojes y el extraordinario avance en
minería y metalurgia de que da cuenta Agrícola en De Re Metallica (1556). Tampoco hubo una
escasez paralizante de capitales o de empresas capitalistas o de trabajo, por
lo menos en las zonas adelantadas. Se disponía en ese momento de bloques de
capital móvil que esperaba ser invertido y —sobre todo durante el período de
crecimiento de población— de importantes reservorios de mano de obra
gratuita, en diversas especialidades. Lo que aconteció fue que ni el capital
ni la mano de obra fueron aplicados a industrias de tipo potencialmente
moderno. Más aún, los métodos adecuados para superar esta escasez y la
rigidez del abastecimiento de capital y trabajo pudieron haber sido utilizados
tan cabalmente como en los siglos XVII y XIX. La crisis del siglo XVII no
puede ser explicada por la insuficiencia de equipamiento técnico para la
Revolución Industrial, en un sentido estrictamente técnico y organizativo.
Examinemos
ahora las principales causas de la crisis.
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La especialización de los «capitalistas
feudales»: el caso de Italia
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El
resultado más dramático de la crisis fue la declinación de Italia (y la de
los viejos centros de comercio y manufacturas medievales, en general). Esta
declinación pone en evidencia la debilidad del «capitalismo» parasitario en
un mundo feudal. Por ello, es probable que los italianos del siglo XVI
controlaran las masas más importantes de capital pero las invirtieran
desastrosamente, Inmovilizaron este capital en construcciones y lo
despilfarraron en préstamos extranjeros durante la revolución de precios
(que, naturalmente, favoreció a los deudores) o lo distrajeron de las
actividades manufactureras para orientarlos hacia diversas formas de inversiones
inmobiliarias. Es bastante probable que el fracaso de las manufacturas
italianas por mantenerse a la par de las holandesas, inglesas y francesas
durante el siglo XVII se haya debido en parte a esta distracción de los
recursos[27]. Sería irónico descubrir que los Médici fueron la
ruina de Italia, no sólo como banqueros sino también como mecenas de artes
costosas, y los historiadores filisteos se complacerán en destacar que la
única ciudad importante que nunca produjo un arte digno de mención, Génova,
mantuvo su comercio y sus finanzas mejor que las otras. Sin embargo, los
inversores italianos que habían descubierto hacía tiempo que las catedrales
demasiado grandes arruinan los negocios[28], actuaban con bastante
sensatez. La experiencia de siglos había demostrado que los mayores
beneficios no se lograban por medio de los progresos técnicos o de la
producción. Estos inversores se habían adaptado a las actividades comerciales
en el área relativamente limitada que les quedaba, una vez dejada de lado la
mayor parte de la población europea por ser «económicamente neutral». Si
usaron grandes capitales en forma no productiva, puede haber sido simplemente
porque ya no quedaba lugar para invertirlo en forma progresiva dentro de los
límites de este «sector capitalista». (Los holandeses del siglo XVII paliaron
una saturación semejante del capital multiplicando los enseres domésticos y
las obras de arte[29], pero descubrieron también un recurso más
moderno: el auge de la inversión especulativa). Tal vez la adversidad
económica podría haber llevado a los italianos a un comportamiento diferente,
aunque habían ganado dinero durante tanto tiempo proporcionando al mundo
feudal su comercio y finanzas, que no hubieran aprendido fácilmente. Sin
embargo, el alza general de la última parte del siglo XVI (como el «verano de
la India» de la Inglaterra eduardiana) y la repentina expansión de las
demandas de las grandes monarquías absolutistas, que eran relegadas a
contratistas privados, y el lujo sin precedentes de sus aristocracias,
retardó la catástrofe. Cuando ésta se produjo, trayendo la decadencia para el
comercio y la manufactura italianas, dejó a las finanzas italianas aún en pie
aunque ya no preponderantes. También en este caso la industria de Italia bien
podría haber mantenido algunas de sus antiguas posiciones, haciendo un viraje
más absoluto desde sus antiguos productos de gran calidad a los nuevos
tejidos del Norte, más ordinarios y baratos. Pero ¿quién hubiera podido
adivinar, en el gran período de lujo de 1580-1620, que el futuro de los
tejidos de elevada calidad era limitado? ¿Acaso la corte de Lorraine no
usaba, durante el primer tercio del siglo, más tejidos importados de Italia
que de todas las otras regiones no francesas juntas[30]? Sería
conveniente no aventurar un juicio acerca de la afirmación de que Italia
perdió terreno a causa de costos de producción más altos para productos de
igual calidad, hasta que tengamos más pruebas para hacerlo o hasta que
podamos explicar satisfactoriamente el fracaso de la producción italiana,
después de tan promisorios comienzos, para trasladarse de las ciudades al
campo, tal como hicieron las industrias textiles de otros países[31].
El caso de
Italia demuestra por qué determinados países sucumbieron ante la crisis pero
no demuestra necesariamente por qué sobrevino ésta. En consecuencia, debemos
considerar las contradicciones del proceso mismo de expansión del siglo XVI.
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Europa
Oriental
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La
relativa especialización de las ciudades de Europa Occidental en el comercio
y la manufactura se logró, hasta cierto punto, por medio de la creación de un
enorme excedente de productos alimenticios exportables en Europa Oriental y
quizás también por las pesquerías oceánicas[32]. En Europa
Oriental, en cambio, esto se logró mediante la creación de la agricultura
servil en gran escala, es decir, por medio de una prolongación local del
feudalismo. Podríamos insinuar que este hecho tuvo tres consecuencias:
Convirtió al campesino en un cliente al contado menor de lo que había o podía
haber sido. (O también lo obligó a abandonar los tejidos occidentales de
buena calidad en beneficio de las telas locales baratas). Disminuyó el número
y la riqueza de la nobleza menor, a favor de un puñado de magnates. En
Polonia, los primeros controlaban un 43,8% de los arados a mediados del siglo
XV y un 11,6% a mediados del siglo XVI, mientras que la participación de los
últimos subió de 13,3% a 30,7% en el mismo período. Y finalmente, sacrificó
el mercado más activo de las ciudades en pro de los intereses de comercio
libre de los terratenientes exportadores, o —dicho de otra manera— fortaleció
el tipo de comercio que convenía a las ganancias de los ya opulentos señores [33].
La expansión, por lo tanto, tuvo dos resultados. Mientras que por un lado
creaba las condiciones para la expansión de las manufacturas en Europa
Occidental, reducía por el otro, al menos por algún tiempo, la salida de esas
manufacturas al área del Báltico que quizás era su mercado más importante. El
deseo de sacar provecho rápidamente de la creciente demanda de cereales —el
Báltico comenzaba entonces a abastecer no sólo al Norte de Europa sino
también al Mediterráneo— indujo a los señores del sistema servil a esa
precipitada expansión de sus dominios y a la intensificación de la explotación
que condujo a la revolución ucraniana y quizás también a catástrofes
demográficas[34].
Las
contradicciones de la expansión:
|
mercados
coloniales y ultramarinos
|
Como ya
sabemos, una gran parte del comercio entre Europa y el resto del mundo había
sido pasivo durante años, porque los orientales no necesitaban de los
productos europeos en la misma medida en que Europa necesitaba los suyos. La
situación se había equilibrado por medio de pagos en metálico, acompañados,
de vez en cuanto, por exportaciones de esclavos, pieles, ámbar y otros
productos de lujo. Hasta la Revolución Industrial, ni las ventas ni las
manufacturas europeas tuvieron importancia, (El mercado africano, que no era
deficitario, podía ser una excepción a causa de los vacilantes términos de
intercambio favorables que los productores europeos impusieron entre los
ignorantes
|
compradores locales y de hecho —y casi por
definición— porque el continente fue considerado superficialmente como una
fuente de provisión de metálico hasta ya muy entrado el siglo XVII). En 1665,
la Real Compañía Africana todavía estimaba sus ganancias en oro en el doble
de sus ganancias en esclavos[35]. La conquista europea de América
y de las principales rutas comerciales, no cambió fundamentalmente su estructura,
porque aún las Américas exportaban más de lo que importaban. El costo de los
productos orientales se redujo considerablemente como consecuencia de la
supresión de intermediarios, la disminución de los impuestos de transporte y
el otorgamiento a los mercaderes europeos y a bandas armadas, de la libertad
de estafar y robar impunemente. También se aumentó la reserva de metálico
robando a los africanos para beneficiar a los asiáticos. Indudablemente,
Europa obtuvo de ello enormes e inesperadas ganancias. Tanto la actividad
general de los negocios como el capital acumulado fueron muy estimulados pero
teniendo en cuenta la totalidad de nuestras exportaciones de manufacturas, no
sufrieron una gran expansión. Las potencias coloniales —adhiriendo a la tradición
de los negocios medievales— siguieron una política de restricción de la
producción y de monopolio sistemático. En consecuencia no existía razón
alguna para que la exportación de manufacturas locales resultase beneficiada.
El
beneficio que Europa extrajo de esas conquistas iníciales asumió más bien la
forma de bonificaciones particulares que de dividendos regulares. Cuando
llegara al agotamiento era probable que sobreviniera la crisis y, con suerte
la de la prosperidad más modesta variables subían más rápidamente que los
beneficios. Tanto en Oriente como en Occidente podemos distinguir tres
etapas: la de los beneficios fáciles, la de la crisis y, con suerte la de la
prosperidad más modesta y estable. En la etapa inicial, es indudable que la
conquista o la piratería acarrean beneficios temporarios a bajos costos. En
el Este, donde las posibilidades de lucro descansaban en el monopolio de la
restringida producción de especias y otros productos similares, el alza
exorbitante de «costos de protección» para enfrentar a rivales viejos y
nuevos, produjo probablemente la crisis; mientras más pronunciada era el
alza, más trataba el poder colonial de forzar el precio monopolista. Se
estima que fue por estas razones que el comercio portugués de especias apenas
si alcanzó a no endeudarse[36]. En Occidente, donde se apoyaban en
la producción barata y abundante de metálico y otras materias primas, es
probable que los costos de protección desempeñaran un papel menos importante,
aunque también aumentaron a consecuencia de la competición y la piratería.
Sin embargo, allí se alcanzaron rápidamente los límites técnicos de la
primitiva «cueva de rata» de la minería española (aun permitiendo los usos
del proceso de mercurio) y es muy posible que la mano de obra fuese obligada
a trabajar hasta la muerte y tratada como un objeto de uso[37]. De
todos modos, las exportaciones de plata americana disminuyeron,
aproximadamente desde 1610. Eventualmente, por supuesto, en Oriente las
potencias coloniales se ajustaron al nuevo nivel de costos fijos y hasta
quizás hallaron una nueva fuente de impuestos locales en compensación. En
Occidente, la estructura familiar de los grandes estados casi-feudales
apareció en el siglo XVII[38]. Dado que las bases económicas del
sistema colonial español eran más amplias que las del portugués, los
resultados de la crisis habrían de ser de mayor alcance. Así, la temprana
emigración a las Américas estimuló temporariamente la exportación de
productos del país; pero como aconteció que, inevitablemente, muchos de los
requerimientos de las colonias llegaron a ser satisfechos localmente, las
manufacturas españolas en expansión debieron pagar las consecuencias. La
tentativa de estrechar el monopolio metropolitano empeoró las cosas porque
desalentó el desarrollo de la economía, revolucionaria en potencia, de las
|
plantaciones [39] .Los efectos de la
afluencia de metálico a España son demasiado conocidos para necesitar
discusión.
Por lo
tanto, es comprensible el hecho de que el «antiguo sistema colonial»
atravesase una profunda crisis y que los efectos de ésta sobre la economía
europea en general fuesen de largo alcance. En realidad, este sistema fue
reemplazado por un nuevo modelo de explotación colonial, basado en la
exportación de manufacturas europeas a ritmo creciente y seguro. (Actuando en
gran medida por su cuenta, los plantadores de azúcar del norte de Brasil
habían abierto el camino hacia ese modelo desde fines del siglo XVI). Sin
embargo, el cebo de los beneficios del antiguo monopolio era irresistible
para aquellos que tenían oportunidad de obtenerlos. Hasta los holandeses se
mantuvieron resueltamente «anticuados», en cuanto a su colonialismo, hasta el
siglo XVIII, aunque su posición como almacenadores de mercancías en Europa
los salvó de las consecuencias de la ineficacia colonial. El viejo
colonialismo no se transformó en uno nuevo: se derrumbó y fue reemplazado.
Las
contradicciones de los mercados internos
|
Es casi
indudable que el siglo XVI estuvo más próximo a crear las condiciones para
una amplia y real adopción del modo de producción capitalista que cualquier
época anterior, quizás a causa del incentivo de una población y mercados en
rápido crecimiento y precios en alza. (No es propósito de este artículo
discutir las razones que hicieron que esta expansión siguiera a la «crisis
feudal» de los siglos XIV y XV). Una poderosa combinación de fuerzas, que
incluía también grandes intereses feudales[40], amenazaba
seriamente la resistencia de las ciudades dominadas por los gremios. La
industria rural de tipo «independiente», que había estado reservada sobre
todo a los textiles, se difundió en varios países y en nuevas ramas de la
producción (por ejemplo, los metales), especialmente hacia el final del
período. Pese a ello, la expansión engendró también sus propios obstáculos.
Consideremos brevemente algunos de ellos. Con excepción, quizás, de
Inglaterra, ninguna «revolución agraria» de tipo capitalista acompañó al
cambio industrial, tal como iba a producirse en el siglo XVIII, pese a que
existía gran efervescencia en la campiña. Aquí hablamos nuevamente de que la
naturaleza generalmente feudal de la estructura social distorsiona y
diversifica fuerzas que de otra manera podrían haber trabajado en pro de un
avance hacia el capitalismo moderno. En el Este, donde la transformación
agraria tomó la forma de un resurgimiento de la servidumbre a manos de los
señores exportadores, las condiciones para este desarrollo fueron inhibidas
localmente, aunque posibilitadas en otros lugares. En otras zonas, el alza de
los precios, las revueltas en las haciendas y el aumento de la demanda de
productos agrarios podrían muy bien haber llevado al surgimiento de una
agricultura capitalista, en manos de caballeros y de campesinos de tipo
«kulak», en mayor escala de lo que parece haber ocurrido[41]. Pero
¿qué sucedió? Los nobles franceses (que eran a menudo burgueses que habían
logrado un status feudal) trastrocaron la tendencia del campesinado a la
independencia, desde mediados del siglo XVI, y recuperaron con creces el
terreno perdido[42]. Las ciudades, los comerciantes y la clase
media local invirtieron en tierras, debido en parte, sin duda, a la seguridad
del producto agrícola en una época de inflación y en parte también porque el
excedente o superávit era más fácilmente extraíble en una forma feudal, al
mismo tiempo que su explotación era la que más eficazmente podía combinarse
con la usura; y en parte, quizás, por una cuestión de rivalidad política
directa
|
con los feudales[43]. De hecho, la
relación de las ciudades y sus habitantes, considerados como un todo, con el
campesinado circundante, era todavía, como acontece siempre en una sociedad
en gran medida feudal, la de una clase especial de señoría feudal. (En los
cantones dominados por ciudades de Suiza y el interior de Holanda, los
campesinos no se emanciparon realmente hasta la Revolución Francesa[44]).
Por lo tanto, la mera existencia de la inversión urbana en agricultura o de
la influencia urbana sobre la campiña, no implica la creación del capitalismo
rural. Así. la difusión de la aparcería en Francia, aunque teóricamente fue
un paso hacia el capitalismo, con frecuencia sólo produjo, de hecho, una
burguesía parasitaria que vivía a expensas de un campesinado cada vez más
expoliado por ella y por las crecientes demandas del Estado. En consecuencia,
declinó[45]. La antigua estructura social predominaba aún.
Pueden
derivarse de ello dos resultados. En primer lugar, es improbable que hubiese
entonces una gran innovación técnica, pese a que el primer manual (italiano)
sobre rotación de cultivos apareció a mediados del siglo XVI y teniendo en
cuenta que el aumento de la producción agraria no marchaba al mismo ritmo que
la demanda[46]. Desde este momento hasta el final del período, se
advierten signos de disminución de los beneficios y escasez de los alimentos,
de zonas de exportación que agotan sus cosechas para satisfacer las
necesidades locales, etc., todo lo cual fue un preanuncio de las hambres y
epidemias del período de crisis[47]. Segundo, la población rural,
sujeta a la doble presión de terratenientes y hombres de ciudad (para no
mencionar al Estado), y mucho menos capaz que ellos de defenderse de las
guerras y el hambre, sufría[48]. En ciertas regiones, la cortedad
de miras de esta «acción de agotamiento» puede en realidad haber producido
una tendencia declinante en la productividad durante el siglo XVII[49].
La campiña fue sacrificada en beneficio del señor, la ciudad y el Estado. Su
sobrecogedor índice de mortalidad —si es que el relativamente próspero Beauvaisis
constituye una guía— era el segundo después del de los trabajadores
domésticos no dependientes, también cada vez más ruralizados [50].
La expansión en esas condiciones originó la crisis.
Lo que
sucedió en los sectores no agrícolas dependió en gran medida de los
agrícolas. Quizás los costos de manufactura subieron indebidamente debido al
alza más rápida de los precios agrícolas con respecto a los industriales,
reduciendo así el margen de beneficios de los fabricantes[51]. (No
obstante, los manufactureros utilizaban cada vez más la mano de obra barata
de los trabajadores rurales no dependientes, que eran explotados nuevamente
en razón de su debilidad). También el mercado enfrentaba dificultades. El
mercado rural en conjunto no había resultado satisfactorio. Muchos campesinos
propietarios se beneficiaron con el alza de los precios y con la creciente
demanda de sus productos, dado que poseían suficiente tierra como para vender
y alimentarse durante los años difíciles, y una buena cabeza para los negocios[52].
Pero si bien esos hacendados compraron mucho más que antes, aun así compraron
menos que los hombres de ciudad de igual posición, siendo más autosuficientes[53].
La experiencia de Francia durante el siglo XIX demuestra que el campesinado
de nivel medio y superior representa un mercado tan indiferente a las
manufacturas en masa como quizás no haya otro. Naturalmente, ello no incita a
los capitalistas a revolucionar la producción. Sus exigencias son
tradicionales: la mayor parte de su riqueza termina convirtiéndose en más
tierra o más ganado, en provisiones o en nuevas construcciones, o hasta en un
franco derroche, como aquellos casamientos y funerales dignos de Gargantúa
que alteraron los precios continentales durante el siglo XVI[54].
El aumento de la demanda por parte de los sectores no agrícolas (ciudades,
mercado de lujo, demanda gubernamental, etc.) puede haber ocultado durante
|
cierto tiempo el hecho de que ésta crecía menos
rápidamente que la capacidad productiva, como así también que la persistente
disminución del ingreso real de los asalariados puede en efecto, según Nef,
haber detenido el crecimiento de la demanda de algunos productos industriales[55].
Sin embargo, las bajas en los mercados de exportación de fines de la primera
década del siglo XVII, han puesto en evidencia esta circunstancia.
Naturalmente,
una vez que la declinación comenzó, hubo un factor adicional que aumentó las
dificultades de la manufactura: el alza de los costos de la mano de obra.
Existen pruebas de que —al menos en las ciudades—
la capacidad de regateo de las clases trabajadoras subió notoriamente durante
la crisis, debido tal vez al descenso o al estancamiento en las poblaciones
urbanas. De todos modos, los salarios reales subieron en Inglaterra, Italia, España
y Alemania, y hacia la mitad del siglo se produjo la formación de
organizaciones efectivas de trabajadores en la mayoría de los países
occidentales[56]. Sin embargo, ello pudo no afectar los costos de
mano de obra de las industrias que daban trabajo a domicilio, ya que sus
trabajadores se encontraban en una posición más débil para sacar provecho de
la situación y sus salarios pieza se reducían muy fácilmente. No obstante, el
hecho constituye un factor indudable. Por otra parte, la disminución del aumento
de población y la estabilización de precios debe haber hundido aún más las
manufacturas.
Estos
diversos aspectos de la crisis pueden reducirse a una sola fórmula: la
expansión económica se produjo dentro de un marco social que no era aún suficientemente
fuerte como para estallar y, de alguna manera, se adaptó más bien a él que al
mundo del capitalismo moderno. Los especialistas del período jacobino deben
determinar qué fue lo que precipitó realmente la declinación de la plata
americana: si el colapso del mercado báltico o algún otro de los muchos
factores posibles. Una vez aparecida la primera grieta, toda la estructura
debía tambalearse. Se tambaleó, y durante el período de crisis económica y
efervescencia social que siguió, tuvo lugar el decisivo desplazamiento desde
la empresa capitalista adaptada a un marco predominantemente feudal hacia la
empresa capitalista transformadora del mundo según sus propias pautas.
Por lo
tanto, la Revolución en Inglaterra fue el incidente más dramático de la
crisis y al mismo tiempo su encrucijada. «Esta nación», escribió Samuel
Fortrey en 1663 en su England’s Interest
andImprovement, «no puede esperar menos que llegar a ser la mayor y
más floreciente de todas». Podía y lo hizo; y los efectos de este hecho sobre
el mundo habían de ser portentosos.
En la
primera parte de este trabajo traté de presentar algunas de las pruebas que
sustentan la opinión de que hubo una «crisis general» de la economía europea
durante el siglo XVII, como así también de sugerir algunas de las razones por
las cuales esto habría ocurrido. Argumenté que ello se debió, en gran medida,
a la imposibilidad de superar ciertos obstáculos generales que aún
obstaculizaban el camino hacia el completo desarrollo del capitalismo. Sugerí
también que la «crisis» por sí misma creó las condiciones que hicieron
posible la revolución industrial. En esta segunda parte me propongo discutir
los modos en que ello pudo haber acontecido: por ejemplo, el resultado de la
crisis.
Quizás
merezca la pena recordar que el período de dificultades abarcó casi un siglo,
desde la tercera década del siglo XVII hasta la misma década del XVIII.
Después, el cuadro general toma un tinte más rosado. Los problemas
financieros de la época de las guerras fueron más o menos resueltos a
expensas de numerosos inversores, en Gran Bretaña y Francia, y por medio de
dispositivos tales como el South Sea
Bubble y Law ’s System. Las
pestes y plagas, si bien no el hambre, desaparecieron de Europa Occidental después
de las epidemias de Marsella de 1720-1. Por todas partes se advertía un
aumento de la riqueza, el
|
comercio y la industria, el crecimiento de la
población y de la expansión colonial. Lenta en sus comienzos, la marcha del
cambio económico llegó a ser precipitada, en algún momento entre 1760 y 1780.
La Revolución Industrial había empezado. Hubo, como veremos, signos de una
«crisis de crecimiento» en la agricultura, en la economía colonial y en otros
aspectos, desde el tercer cuarto del siglo XVIII, pero sería imposible
escribir la historia del siglo XVIII en función de una «fase de contracción»,
tal como un historiador contemporáneo ha escrito acerca del siglo XVII[57].
Pese a
ello, si el argumento de que los obstáculos fundamentales en el camino del
desarrollo capitalista desaparecieron en algún momento del siglo XVII es
correcto, podemos con justicia preguntarnos por qué la revolución industrial
no avanzó a grandes pasos hasta fines del siglo XVIII. El problema es real.
En Inglaterra al menos, es difícil sustraerse a la impresión de que la
tormentosa marcha del desarrollo económico hacia fines del siglo XVII debió haber causado el surgimiento más
temprano de la revolución industrial. El lapso entre Newcomen y James Watt,
entre el momento en que los Darbys de Coalbrookdales descubrieron cómo fundir
el hierro con carbón y el momento en que el método se generalizó, es de hecho
bastante largo. Es significativo que la Royal Society se quejase en 1701 de
que «el desalentador abandono de los grandes, la impetuosa oposición de los
ignorantes y los reproches de los insensatos, hubiesen frustrado,
desdichadamente, su propósito de perpetuar una serie de inventos útiles[58]».
Hasta en algunos otros países se advierten signos de cambios económicos
durante la última década del siglo XVII, que llevan no más allá, por ejemplo,
de las innovaciones agrícolas de Normandía y el sudoeste de Francia[59].
Nuevamente gravita cierto malestar sobre la agricultura británica —y quizás
también sobre algunas industrias— durante la segunda y tercera década del
siglo XVII[60]. En el terreno intelectual hay una brecha análoga.
El presente artículo no se propone encarar este problema, que sin duda debe
ser resuelto si queremos tener una comprensión adecuada del proceso del
desarrollo económico moderno y de los orígenes de la Revolución Industrial.
Pero el espacio prohíbe toda tentativa, aún rápida y superficial, de
discutirlo aquí.
Las
condiciones del desarrollo económico
|
Los
obstáculos en el camino de la. Revolución Industrial fueron de dos tipos. Se
ha dicho, en primer lugar, que la estructura económica y social de las
sociedades precapitalistas, simplemente no le dejaba campo de acción
suficiente. Hubo de tener lugar algo así como una revolución preliminar,
antes de que ellas fuesen capaces de sobrellevar las transformaciones que
Inglaterra sufrió entre 1780 y 1840. Naturalmente, esto había comenzado mucho
tiempo antes. Debemos considerar hasta dónde se le adelantó la crisis del
siglo XVII. Pero hay un segundo problema, aunque éste es más especializado.
Aun cuando quitáramos los obstáculos del camino de la Revolución Industrial,
ello no daría por resultado una sociedad de máquinas y fábricas. Entre 1500 y
1800 muchas industrias perfeccionaron métodos destinados a expandir la
producción rápida e ilimitadamente, pero merced a una organización y una
técnica bastante primitivas. Por ejemplo: los productores de efectos de metal
de Birmingham, los fabricantes de armas de Lieja, los de cuchillos Sheffield
o Solingen. Estas ciudades producían sus mercancías características, en su
mayoría, de la misma manera en 1860 que en 1750, aunque en cantidades muy
superiores y con el uso de nuevas fuentes de energía. Por lo tanto, lo que
tenemos que explicar no es
|
sólo el ascenso de Birmingham con sus
subdivididas industrias artesanales, sino específicamente el ascenso de
Manchester con sus fábricas, porque fueron Manchester y sus similares las que
revolucionaron al mundo. ¿Cuáles fueron las condiciones que, en el siglo XVII,
ayudaron no sólo a quitar del paso los obstáculos generales sino también a
originar las condiciones que dieron nacimiento a Manchester?
Sería
sorprendente descubrir que las condiciones para el desarrollo de la moderna
economía industrial surgieron por todas partes en la Europa de los siglos
XVII y XVIII. Lo que debemos demostrar es que, como resultado de los cambios
del siglo XVII, ellas se desarrollaron en una o dos zonas lo suficientemente
grandes y lo suficientemente eficaces económicamente como para servir de base
a una posterior revolución mundial. Esto es muy difícil. Quizás no sea
posible hacer ninguna demostración definitiva hasta tanto poseamos más
información cuantitativa que la que tenemos actualmente. Ello es más difícil
aún porque en las áreas más vitales de la economía —la de la producción
agrícola y manufacturera propiamente dicha— no sólo sabemos muy poco sino
carecemos además de aquellos hitos que alientan al historiador de la
Revolución Industrial en su camino: talleres del hilados, telares mecánicos,
ferrocarriles. Por lo tanto, el historiador de la economía de nuestro período
puede tener la fuerte impresión de que «en cierto momento, hacía la mitad del
siglo XVII, la vida europea se transformó tan completamente en muchos de sus
aspectos que tendemos en general a considerar a ese momento como una de las
grandes vertientes de la historia moderna[61]». No obstante, no
puede probarla fehacientemente.
El siglo
XVII, época de concentración económica
|
El tema
principal de este artículo puede ser resumido como sigue: La crisis del siglo
XVII derivó en una considerable concentración del poder económico. En esto
difiere, según creo, de la del siglo XVI que tuvo —al menos por un tiempo— un
efecto opuesto. Este hecho puede indicar que la antigua estructura de la
sociedad europea ya había sido considerablemente minada, puesto que puede
argumentarse que la tendencia normal de una sociedad puramente feudal, al
hallarse en dificultades, consiste en volver a una economía de pequeños
productores locales —por ejemplo campesinos— cuyo modo de producción
sobrevive fácilmente al colapso de una elaborada superestructura de comercio
y agricultura de propietarios[62]. Directa e indirectamente, esta
concentración sirvió a los fines de la futura industrialización aunque,
naturalmente, nadie se lo había propuesto. Los sirvió directamente por medio
del fortalecimiento de la industria «a domicilio», a expensas de la
producción artesanal, y de las economías «avanzadas» a expensas de las
«retrasadas», y por medio de la aceleración del proceso de acumulación del
capital. Indirectamente, contribuyendo a solucionar el problema de obtener un
excedente de productos agrícolas, y también de otras maneras. Por supuesto,
no se trató de un proceso a lo Pangloss, en el cual todo acontecía para bien,
en el mejor de los mundos. Muchos de los resultados de la crisis fueron mero
derroche o hasta retroceso, si se los examina desde el punto de vista de una
eventual revolución industrial. Ni tampoco este proceso fue inevitable, a
corto plazo. Si la Revolución Industrial hubiese fracasado, como fracasaron
tantas otras revoluciones en el siglo XVII, es muy probable que el desarrollo
económico se hubiese retardado mucho. No obstante, su efecto neto fue
económicamente progresista. A pesar de que esta generalización —como todas
las generalizaciones— puede ser discutida, es casi indudable que la
concentración económica tuvo lugar en diversas formas en el Este y el Oeste,
en
|
condiciones de expansión, contracción o
estancamiento. En el campo, los grandes terratenientes se beneficiaron a
expensas de los campesinos y de los pequeños propietarios, tanto en la
Inglaterra de la Restauración como en Europa Oriental. (Si consideramos a las
ciudades como formas singulares de señoríos feudales, tenemos la impresión de
que la concentración era mayor aquí que en el continente). En las zonas no
industriales, las ciudades se beneficiaron a expensas del campo, quizás
porque gozaban de mayor inmunidad frente a los señores, los soldados y el
hambre, o por otras razones[63]. Las medidas administrativas —como
el impuesto a los consumos implantados en Prusia— pudieron quizás
intensificar este proceso, pero no fueron totalmente responsables de él. Las
zonas de Europa Oriental en las que las ciudades, al igual que los pequeños
propietarios y campesinos, declinaban ante la presión de los magnates, son
una excepción que sólo contribuirá a confirmar el panorama general de
concentración. Dentro de las ciudades, la riqueza puede también haberse
concentrado, al menos en los casos en que los señores no eran lo
suficientemente fuertes como para tomar los viejos derechos ciudadanos de
explotación del campo, tal como lo hicieran en la Europa Oriental[64].
En las áreas industriales tenemos lo que Espinas llamó «la doble orientación
de la producción en grandes y pequeños centros[65]», es decir, la
sustitución del trabajo rural no dependiente controlado por grandes grupos
comerciales, nacionales o extranjeros, por los oficios ciudadanos de mediano
tamaño. Tenemos también un cierto reagrupamiento de industrias que puede
considerarse, en algunos casos, como concentración, por ejemplo, allí donde
las manufacturas especializadas para un mercado nacional o internacional
crecieron en zonas particulares, en lugar de las manufacturas de radio más
amplio para mercados regionales [66]. En todas partes, las grandes
ciudades metropolitanas crecían a expensas de la ciudad, el campo o ambos.
Internacionalmente, el comercio se concentró en los estados marítimos, y
dentro de ellos, las ciudades tendieron, por turno, a adquirir
preponderancia. Por otra parte, el creciente poder de los estados
centralizados contribuyó también a la concentración económica.
La
agricultura
|
¿Cuáles
fueron los efectos de este proceso sobre la agricultura? Hemos visto que
existen pruebas de que, hacia fines del siglo XVI y comienzos del XVII, la
expansión del excedente agrícola para el mercado se retrasó con respecto a la
de los consumos no agrícolas. En última instancia, el gran excedente esencial
para el desarrollo de la moderna sociedad industrial, había de lograrse
principalmente por medio de la revolución técnica, es decir, aumentando la
productividad y extendiendo el área cultivada, a través de una agricultura
capitalista. Sólo así podía la agricultura producir no sólo el excedente de
alimentos necesarios para las ciudades —para no mencionar ciertas materias
primas industriales— sino también el trabajo para la industria. En los países
desarrollados, sobre todo en los Países Bajos y en Inglaterra, se advertían
desde tiempo atrás signos de la revolución agrícola; estos signos se
multiplicaron a partir de mediados del siglo XVII. También se registró un
marcado aumento en el cultivo de especies nuevas y poco comunes como el maíz,
las papas y el tabaco. Estas especies pueden ser consideradas como propias de
la revolución agrícola. Hasta mediados del siglo XVII, el maíz se había
cultivado sólo en el delta del Po (desde 1554); poco después se difundió en
Lombardía y Piamonte. En 1550 había en Lombardía 5000 hectáreas sembradas de
arroz; en 1710 había 150 000, es decir
|
casi tanto como hoy y sólo 3/8 menos que el
máximo de acres cultivados en 1870. Los cultivos de maíz y algodón se
difundieron sin duda en los Balcanes. En cuanto a las papas, parecen haber acusado
un gran empuje en Irlanda y quizás en el norte de Inglaterra hacia 1700,
aunque éstos eran prácticamente los únicos lugares donde se cultivaban[67].
Sin embargo, sería poco inteligente deducir de todo esto que la innovación
técnica haya contribuido en mucho a la producción agrícola antes de mediados
del siglo XVIII —también en este caso las excepciones son Inglaterra y los
Países Bajos, como así también las zonas de cultivo del maíz— o haya ido más
allá de la horticultura que, como señaló Meuvret, se prestó fácilmente a la
experimentación técnica[68]. Es dudoso que en muchas zonas de
Europa el área cultivada abarcara, en 1700, una extensión mucho mayor que en
1600.
Lo que
pasó, exactamente, en Europa Occidental, no está en absoluto claro, aunque
sabemos que Inglaterra exportó cada vez más cereales, desde fines del siglo
XVII. Parecería, a juzgar por lo que sabemos de Francia, que la demanda
ascendente de los grandes mercados de alimento como París, fue satisfecha de
las siguientes maneras: a) utilizando las reservas de las zonas agrícolas
proverbialmente ricas pero que no habían sido aprovechadas al máximo en
tiempos normales; b) aumentando la «caza furtiva» en las reservas de otras
ciudades [69]. A pesar de que no hay pruebas obvias de aumentos en
la productividad, sería de esperar que esto hubiese significado, en última
instancia, o bien una transferencia de productos de menor rendimiento por
acre a otros de mayor rendimiento (por ejemplo, de ganado a cereales), o bien
una simple transferencia de algunos individuos —probablemente los campesinos
miserables— a otros. Existen pruebas de que los campesinos se vieron
obligados a observar una dieta peor, vendiendo su trigo en el mercado, en
todo caso en el Sur, que no había tenido nunca un gran excedente de productos
alimenticios. El final del siglo XVII parece indicar una declinación de la
dieta corriente en Inglaterra [70].
Lo que
sucedió en Europa Central y Oriental está más claro.
El
desarrollo de una economía de estados de tipo servil fue acelerado y acentuado,
lo cual puede considerarse como la victoria decisiva del nuevo dominio servil
o, mejor aún, de los grandes poseedores de siervos («magnates») sobre la
nobleza menor y la clase media. No es necesario discutir cuánto de esta
resurrección del feudalismo se debió a la creciente demanda de los mercados
exteriores de alimentos —localmente o en el extranjero— y cuánto a otros
factores[71]. De todos modos, hay muchos factores que concurrieron
para aumentar el poder económico y político de los magnates, que eran los que
con mayor eficacia y al por mayor convertían a los campesinos en siervos. Con
raras y transitorias excepciones —la política campesina de la monarquía sueca
en el Báltico hacia fines del siglo podría ser una—[72] ni
siquiera los monarcas absolutistas podían o deseaban intervenir en ello. En
realidad, tendían a hacerlo progresar, porque sus victorias sobre las
haciendas e instituciones similares (fortalezas de los nobles menores,
significaron: por una parte, el debilitamiento de éstos y por otra, el
relativo fortalecimiento de los pequeños grupos de magnates que se reunían
alrededor de la corte gobernante y que podían ser virtualmente considerados
como un mecanismo de distribución de los ingresos impositivos del país entre
ellos, de una manera u otra). De todos modos, como en Rusia y Prusia, el
poder del monarca en el Estado se compraba a veces al precio de renunciar a
toda interferencia con el poder del señor en su propiedad. Cuando el poder
real se estaba desvaneciendo, como en Polonia, o declinaba, como en Turquía
(donde los feudos no hereditarios concedidos en pago de servicios militares
dieron paso a las propiedades
|
feudales hereditarias), la tarea del señor era
aún menos complicada.
La
decisiva victoria del estado de tipo servil no produjo un incremento de la
productividad pero fue capaz de crear —al menos por un tiempo— un gran monto
de productos agrarios potencialmente vendibles y que, con el correr del
tiempo, seguramente se vendieron. En primer
lugar, en las zonas más primitivas tales como los Balcanes y las zonas
fronterizas del Este, esto pudo obligar a los campesinos a permanecer dentro
de la economía antes que a escapar por migración o nomadismo[73],
y a mantener cultivos de exportación antes que cultivos de subsistencia, o
hasta a cambiar una economía de lechería por una de labranza. En Bohemia y en
otros lugares[74], este último cambio se vio también favorecido
por la Guerra de los Treinta Años. El ejemplo de Irlanda en el siglo XVIII
demuestra que la mera transferencia de ganado a campos de cultivo puede
tener, durante un tiempo, el efecto de una revolución agrícola. En segundo
lugar, la propiedad feudal pudo llegar a ser, cada vez más, una Gutsherrschaft, que obtenía beneficios de
la venta de lo producido por los siervos en la labranza, y no una Grundherrschaft, basada en el ingreso de
dinero o de productos aportados por los campesinos dependientes. Las
propiedades diferían según el grado en que lo hacían; un 69% del ingreso de
algunas haciendas checas en 1636-37 provenía de beneficios de tierras
propias, pero sólo un 40% o un 50% de ese tipo de beneficios se daba en
algunas propiedades del Este de Alemania durante la mitad del siglo XVIII [75].
Podemos suponer, sin embargo, que la transferencia de las haciendas desde las
manos de los pequeños propietarios a las de los grandes propietarios
aumentaría sus ganancias en la explotación porque, frente al nivel
notablemente bajo de la agricultura de tipo servil, sólo los señores
verdaderamente grandes podían encontrar que los beneficios de dirigir su
hacienda como una fábrica de granos, compensaban el problema de organizar y
supervisar las enormes cuadrillas de siervos reacios al trabajo. En las
proximidades de los puertos exportadores, los comerciantes podían entusiasmar
a los señores para que ingresaran a una economía exportadora, o podían
también obligarlos a hacerlo, mediante el préstamo de dinero contra la
promesa de la venta de las cosechas, como en Livonia [76].
Debemos
admitir que esto no podía bastar para resolver el problema del crecimiento
capitalista de marera permanente. La economía de tipo servil era terriblemente
ineficaz. El mero hecho del trabajo forzado la condenaba a una menor eficacia
en la utilización de la tierra o de la fuerza humana. Una vez que una zona ha
sido completamente «servilizada» y se ha intensificado al máximo el trabajo
forzado —digamos cinco o seis días a la semana—[77] la producción
misma se estabiliza, si no se «servilizan» nuevas zonas. Pero las
dificultades de transporte imponen límites. La expulsión de los turcos pudo
abrir las tierras interiores de los puertos del Mar Negro, pero —para citar
un ejemplo obvio— Siberia occidental estaba todavía destinada a permanecer
inaccesible. De allí que, tan pronto como los límites efectivos de la
agricultura de tipo servil fueron alcanzados, ésta entró en un período de
crisis. Desde la década 1760-70 en adelante, esto fue reconocido y se
reflejó, en cierta medida, en los proyectos del despotismo ilustrado[78].
La economía de tipo servil se transformó entre 1760 y 1861. Esta
transformación nos lleva más allá de los límites de nuestro período y, por lo
tanto, no podemos considerarla aquí. Lo que importa a nuestros fines es que
el traspaso de la propiedad de tipo servil coincidió con la crisis del siglo
XVII y entró quizás en su etapa decisiva después de la Guerra de los Treinta
Años, es decir alrededor de 1660[79].
Las
maneras en que la crisis aceleró este traspaso son claras. En tales
circunstancias, prácticamente cualquier acontecimiento exterior —una guerra,
una época de hambre, la implantación de nuevos impuestos— debilitaba al
campesino (y con él a la estructura
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agraria tradicional) y fortalecía a sus
explotadores. Por otra parte, la crisis empujó a todos estos explotadores
—propietarios, clase media provinciana, Estado en el Oeste y Estado y señor
en el Este— a salvarse a sus expensas. Además, se ha dicho que la declinación
del comercio y la vida urbana en parte del continente habría alentado a los
ricos a invertir capital en tierras, alentando también el llevar la
explotación aún más lejos, tal como lo hizo la caída de los precios agrícolas.
Quizás merezca la pena destacarse que esta inversión no debe confundirse con
la inversión para mejoras en la agricultura, como en el siglo XVIII.
Normalmente esto sólo significa inversión en el derecho de apretarle las
clavijas al campesino.
El principal
resultado de la crisis del siglo XVII sobre la organización industrial
consistió en eliminar a la artesanía —y con ella a las ciudades artesanales—
de la producción en gran escala, y en establecer el sistema «a domicilio»,
controlado por hombres con horizontes capitalistas y puesto en ejecución a
través de una clase obrera rural fácilmente explotable. Tampoco faltan
indicios de desarrollos industriales más ambiciosos, como fábricas y otros
establecimientos similares, sobre todo durante el último tercio del siglo y
en industrias tales como la minería, la metalurgia y los astilleros. Estas
últimas requerían una actividad en gran escala, pero aun sin ellas los
cambios industriales son notables. El tipo «a domicilio» (etapa variable del
desenvolvimiento industrial), se había desarrollado en ciertas industrias
textiles en los últimos tiempos de la Edad Media pero, por regla general, la
transformación de la artesanía en industria «a domicilio» comenzó realmente
durante el auge de fines del siglo XVI[80]. El siglo XVII es
evidentemente el siglo durante el cual se establecieron decisivamente los
sistemas de este tipo[81]. También en este caso, la mitad del
siglo parece señalar una especie de vertiente; por ejemplo, la exportación en
gran escala de armas pequeñas de Lieja comenzó después de la década de 1650[82].
Ello era de esperar. Las industrias rurales no fueron perjudicadas por los
altos costos de las urbanas y a menudo el pequeño productor local de
mercancías baratas —por ejemplo, de los «nuevos paños»— podía aumentar sus
ventas, mientras que los costosos productos de elevada calidad de las viejas
industrias exportadoras, tales como el paño ancho y los tejidos italianos,
perdían sus mercados. El tipo «a domicilio» posibilitó la concentración
regional de la industria, que no era posible dentro de los estrechos límites
de la ciudad, porque hizo más fácil la expansión de la producción. Pero la
crisis fomentó esta concentración regional, porque sólo ella —por ejemplo, la
concentración de la manufactura europea de hojalata en Sajonia—[83]
podía permitir la supervivencia de la producción en gran escala cuando los
mercados locales eran pequeños y los de exportación no se ampliaban. (El caso
de los países de mercado desarrollado será considerado más adelante). El aspecto
negativo de este desarrollo era que permitía que las ciudades se
transformasen en pequeñas islas autosuficientes y de estancamiento técnico,
con una mayor predominancia de la artesanía[84]. Es decir que,
dado que la gente no vivía de hacer lavados a domicilio pudo acontecer que
engordasen a costa de la campiña circundante o del tránsito comercial. Ello
puede haber contribuido, de paso, a que parte de la clase media provinciana
acumulase capital, pero ello no es seguro. El aspecto positivo era que el trabajo
«a domicilio» fue el disolvente más eficaz de la tradicional estructura
agraria y suministró un medio de rápido crecimiento de la producción
industrial antes de la adopción del sistema fabril.
Por otra
parte, el desarrollo en gran escala del tipo a domicilio depende por lo
general —o al menos implica— una considerable concentración del control
comercial y financiero. El herrero local puede esperar colocar sus mercancías
en el mercado local. Una comunidad especializada de herreros, productores de
guadañas para un mercado de
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exportación
que se extendía desde Europa Central hasta Rusia —como los Estirios— depende
de los comerciantes exportadores de algunos centros comerciales, que por lo
general son muy pocos [85]. (Depende también, por supuesto, de
toda una jerarquía de intermediarios). De esta manera, el tipo de trabajo «a
domicilio» hizo probablemente aumentar la acumulación de capital en unos
pocos centros de riqueza.
La
acumulación de capital
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De esta
manera, la concentración contribuyó a incrementar la acumulación de capital
de diversas maneras. Sin embargo, el problema del suministro de capital en
los períodos que precedieron a la Revolución Industrial, fue doble. Por un
lado, la industrialización requería probablemente una acumulación preliminar
de capital mucho mayor que la que el siglo XVI podía obtener[86].
Por otra parte, requería inversión en los lugares adecuados, donde se
aumentaba la capacidad productiva. La concentración —es decir, la creciente
distribución desigual de la riqueza en los distintos países— aumenta casi
automáticamente la capacidad de acumular, pero no en aquellos lugares donde
la crisis provocó un empobrecimiento general. Además, como veremos más
adelante, la concentración en favor de las economías marítimas con su nuevo
mecanismo, sumamente eficaz para la acumulación de capital (obtenido, por
ejemplo, por las empresas comerciales en el extranjero y en las colonias),
sentó las bases para una acumulación acelerada, semejante a la que
encontramos en el siglo XVIII. No abolió automáticamente la mala inversión.
Pero, como hemos visto, fue más bien esto y no la inversión insuficiente, la
principal dificultad y una de las causas que contribuyeron a precipitar la
crisis del siglo XVII. Tampoco eso terminó. En muchas partes de Europa, la
crisis desviaba la riqueza hacia las aristocracias y burguesías provincianas,
que estaban muy lejos de utilizarla productivamente. Además, aún la
redistribución del capital en favor de las economías marítimas podía llegar a
producir una mala inversión, aunque de otro tipo: por ejemplo, la desviación
de capital desde la industria y la agricultura hacia la explotación colonial
y el comercio y las finanzas ultramarinas. Los holandeses constituyen el
ejemplo más clásico de tal desviación, pero ella se produjo también en Gran
Bretaña durante el siglo XVIII, probablemente.
Por lo
tanto, la crisis no produjo ningún mecanismo automático que permitiese
invertir capital en los lugares adecuados. Sin embargo, produjo dos formas
indirectas de hacerlo. Primero, en
los países continentales, la empresa gubernamental de las nuevas monarquías
absolutas fomentó las industrias, las colonias y la exportación, que de otra
manera no hubieran florecido, como en la Francia de Colbert, expandido o
salvado del colapso la minería y la metalurgia [87] y sentado las
bases para industrias en lugares donde el poder de los señores del sistema
servil y la debilidad o el parasitismo de las clases medias lo inhibían. Segundo, la concentración de poder de las
economías marítimas contribuyó a fomentar considerablemente la inversión
productiva. Así, el flujo creciente del comercio colonial y extranjero
estimuló, como veremos, las industrias nacionales y las agriculturas que las
abastecían. Las exportaciones locales pueden haber sido, en opinión de los
grandes intereses comerciales holandeses o británicos, sólo un apéndice para
la reexportación de bienes (sobre todo coloniales), pero su desarrollo no
dejó de tener cierta importancia. Además, es posible que el virtual monopolio
holandés del comercio internacional pueda haber inducido a las zonas rivales,
pero todavía menos triunfantemente
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«burguesas», a invertir localmente más capital
que el que hubiesen invertido, de haber gozado de las oportunidades de los
holandeses. Por ello, hubo al parecer una gran proporción de inversión local
en Gran Bretaña entre 1660 y 1700, que se refleja en el desenvolvimiento
sumamente rápido de numerosas industrias británicas. A comienzos del siglo
XVIII esta velocidad se redujo. El período inactivo de la tercera, cuarta y
quinta décadas, que señalamos anteriormente, puede por lo tanto deberse en
parte a la desviación del capital de ultramar que siguió a los
extraordinarios éxitos de Gran Bretaña en las guerras de 1689-1714. Sin embargo,
las bases del futuro avance industrial ya habían sido echadas.
El aparato
comercial y financiero
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Poco es
necesario decir acerca de los cambios en el aparato comercial y financiero
que se produjeron durante el período de crisis. Estos cambios aparecen más
claramente en la Europa del Norte (donde las finanzas públicas fueron
revolucionadas) y sobre todo en Gran Bretaña. Tampoco es necesario discutir
hasta qué punto esos cambios —que fueron en efecto la adopción por parte de
los del Norte, de los métodos e invenciones conocidas desde mucho antes por
otras gentes, como los italianos— se debieron a la crisis misma.
No
discutiremos el efecto de la crisis sobre el crecimiento de lo que se llamó
entonces «espíritu capitalista» y que se conoce actualmente con el nombre de
«habilidad empresaria». No existen pruebas de que las extravagancias
autónomas de los estados de ánimo de los hombres de negocios sean tan
importantes como la escuela alemana creía y como cierta escuela americana
cree actualmente. En la primera parte de este trabajo se sugirieron algunas
de las razones de esta afirmación.
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