1. «LA PRIMAVERA DE LOS PUEBLOS»
Lee por favor los periódicas con mucho cuidada; ahora merece la pena leerlos ... Esta revolución cambiará la hechura de la tierra —¡como tema que serl—. Vive la République!
El poeta Georc Weerth a su madre. 11 de marzo de 1848'
Verdaderamente, si yo fuera más joven y rico de lo que por desgtacia soy, emigraría hoy mismo a América. Y no por cobardía —ya que los tiempos pueden hacerme tan poco daño personal como ellos—. sino por el insuperable disgusto que siento ante la podredumbre moral que —usando la frase de Shakespeare— apesta hasta el alto cielo.
El poeta Josepm von Eichendorff a un corresponsal,
1 de agosto de 1849’
I
A principios de 1848 el eminente pensador político francés Alexis de Toc- qucville se levantó en la Cámara de Diputados para expresar sentimientos que compartían la mayor parte de los europeos: «Estamos durmiendo sobre un volcán ... ¿No se dan ustedes cuenta de que la tierra tiembla de nuevo? Sopla un viento revolucionario, y la tempestad se ve ya en el horizonte». Casi al ■ mismo tiempo dos exiliados alemanes, Karl Marx y Friedrich Engels, de treinta y dos y veintiocho años de edad, respectivamente, se hallaban perfilando los principios de la revolución proletaria contra la que Tocquevillc advertía a sus colegas. Unas semanas antes la Liga Comunista Alemana había instruido a aquellos dos hombres acerca del contenido del borrador que finalmente se publicó de modo anónimo en Londres el 24 de febrero de 1848 con el título (en alemán) de Manifiesto del Partido Comunista, y que «habría de publicarse en los idiomas inglés, francés, alemán, italiano, flamenco y danés».* A las pocas semanas, de hecho en el caso del Manifiesto a las pocas horas,
* En realidad, se tradujo también al polaco y al sueco ct) el transcurso de aquel mismo alio, si bien hay que advenir que, fuera de los pequeños círculos de los revolucionarios alemanes, sus ecos políticos fueron insignificantes hasla que fue reimpreso a Diineipios de la década de 1870.
las esperanzas y temores de los profetas parecían estar a punto de convertirse en realidad. La insurrección derrocó a la monarquía francesa, se proclamó la república y dio comienzo la revolución europea.
En la historia del mundo moderno se han dado muchas revoluciones mayores. y desde luego buen número de ellas con mucho más éxito. Sin embargo, ninguna se extendió con tanta rapidez y amplitud, pues ésta se propagó como un incendio a través de fronteras, países e incluso océanos. En Francia, centro natural y detonador de las revoluciones europeas (La era de la revolución, capítulo 6, pp. 126-127), la república se proclamó el 24 de febrero. El 2 de marzo la revolución había llegado al suroeste de Alemania, el 6 de marzo a Baviera, el 11 de marzo a Berlín, el 13 de marzo a Viena y casi inmediatamente a Hungría, el 18 de marzo a Milán y por tanto a Italia (donde una revuelta independiente se había apoderado ya de Sicilia). En aquel tiempo, el servicio informativo más rápido de que disponía un grande (el de la banca Rothschild) era incapaz de llevar las noticias de París a Viena en menos de cinco días. En cuestión de semanas, no se mantenía en pie ninguno de los gobiernos comprendidos en una zona de Europa ocupada hoy por el todo o parte de diez estados;* eso sin contar repercusiones menores en otros países. Por otro lado, la de 1848 fue la primera revolución potcncialmente mundial cuya influencia directa puede detectarse en la insurrección de Pcr- nambuco (Brasil) y unos cuanlos oños después en la remota Colombia. En cierto sentido, constituyó el paradigma de «revolución mundial» con la que a partir de entonces soñaron los rebeldes, y que en momentos raros, como, por ejemplo, en medio de les efectos de las grandes guerras, creían poder reconocer. De hecho, tales estallidos simultáneos de amplitud continental o mundial son extremadamente excepcionales. En Europa, la revolución de 1848 fue la única que afectó tanto a las regiones «desarrolladas» del continente como a las atrasadas. Fue a la vez la revolución más extendida y la de menos éxito. A los seis meses de su brote ya se predecía con seguridad su universal fracaso; a los dieciocho meses habían vuelto al poder lodos menos uno de los regímenes derrocados; y la excepción (la República Francesa) se alejaba cuanto podía de la insurrección a la que debía la existencia.
Las revoluciones de 1848, pues, tienen una curiosa relación con el contenido de este libro. Porque debido a su acaecimiento y al temor de su reaparición. la historia eurítmica de los siguientes veinte años habría de ser muy distinta. El año 1848 está muy lejos de ser «el punto final cuando Europa falló en el cambio». Lo que Europa dejó de hacer fue embarcarse en las sendas revolucionarias. Y como no lo hizo, el año de la revolución se sostiene por sí mismo; es una obertura pero no la ópera principal; es la entrada cuyo estilo arquitectónico no le permite a uno esperar el carácter de lo que descubriremos cuando penetremos en este estudio.
* Francia. Alemania occidental, Alemania Oriental. Austria. Italia. Checoslovaquia. Hungría, pane de Polonia, Yugoslavia y Rumania. Los efectos político* de la revolución pueden considerarse también igual de graves en Bélgica. Suiza y Dinamarca
n
La revolución triunfó en todo el gran centro del continente europeo, aunque no en su periferia. Aquí debemos incluir a países demasiado alejados o demasiado aislados en su historia como para que les afectara directa o inmediatamente en algún sentido (por ejemplo, la península ibérica, Suecia y Grecia); o demasiado atrasados como para poseer la capa social políticamente explosiva de la zona revolucionaria (por ejemplo. Rusia y el imperio otomano); pero también a los únicos países ya industrializados cuyo juego político ya estaba en movimiento siguiendo normas más bien distintas, Gran Bretaña y Bélgica.* Por su parte, la zona revolucionaria, compuesta esencialmente por Francia, la Confederación Alemana, el imperio austríaco que se extendía hasta el sureste de Europa e Italia, era bastante heterogénea, ya que comprendía regiones tan atrasadas y diferentes como Calabria y Transilvania, tan desarrolladas como Renania y Sajonia, tan cultas como Prusia y tan incultas como Sicilia- tan lejanas entre sí como Kiel y Paleraio, PerpirSán y Bucarest. La mayoría de estas regiones se hallaban gobernadas por lo que podemos denominar ásperamente como monarcas o príncipes absolutos, pero Francia se había convertido ya en reino constitucional y efectivamente burgués, y la única república significativa del continente, la Confederación Suiza, había iniciado el año de la revolución con una breve guerra civil ocurrida al final de 1847. En número de habitantes, los estados afectados por la revolución oscilaban entre los treinta millones de Francia y los pocos miles que vivían en los principados de opereta de Alemania central; en cuanto a estatus, iban desde los grandes poderes independientes del mundo hasta las provincias o satélites con gobierno extranjero; y en lo que se refiere a estructura, desde la centralizada y uniforme hasta la mezcla indeterminada.
Sobre todo, la historia —en su sentido de estructura social y económica— y la política dividieron la zona revolucionaria en dos partes cuyos extremos parecían tener muy poco en común. Su estructura social difería de modo fundamental, si bien con la excepción de la preponderancia sustancial y casi universal del hombre rural sobre el hombre de la ciudad, de los pueblos sobre las ciudades; un hecho que fácilmente se pasaba por alto, ya que la población urbana y en especial las grandes ciudades destacaban de forma desproporcionada en política.** En Occidente los campesinos era legalmente libres y los grandes estados relativamente insignificantes. En muchas de las regiones orientales, en cambio, los labriegos seguían siendo siervos y los nobles terra-
* Tenemos asimismo el caso de Polonia, dividida desde 1796 entre Rusia, Austria y Pru- sia. que sin duda hubiera participado en la revolución de no haber sido porque sus gobernantes rusas y austríacos lograron con éxito movilizar ol campesinado contra los revoluciónanos. (Véase p. 28.)
** De los delegados al vpreparlamento» alemán procedentes de Renania. cuarenta y cinco representaban a ciudades grandes, veinticuatro a puebles pequellos y únicamente diez a la zona rutal, en donde viv(a el 73 por 100 de la población.’
tenientes tenían muy concentrada la posesión de las haciendas (véase el capítulo 10). En Occidente pertenecían a la «clase media» banqueros autóctonos, comerciantes, empresarios capitalistas, aquellos que practicaban las «profesiones liberales» y los funcionarios de rango superior (entre ellos los profesores), si bien algunos de estos individuos se creían miembros de una clase más elevada (haute bourgeoisie) dispuesta a competir con la nobleza hacendada, al menos en los gastos. En Oriente la clase urbana equivalente consistía sobre todo en grupos nacionales que nada tenían que ver con la población autóctona, como, por ejemplo, alemanes y judíos, y en cualquier caso era mucho más pequefia. El verdadero equivalente de la «clase media» era el sector educador y/o de mentalidad negociadora de los hacendados rurales y los nobles de menor categoría, una variedad, asombrosamente numerosa en determinadas áreas (véase La era de la revolución, pp. 24, 188-189). La zona central desde Prusia en el norte hasta la Italia septentrional y central en el sur, que en cierto sentido constituía el corazón del área revolucionaria, de diversas maneras era una combinación de las características de las regiones relativamente «desarrolladas» y atrasadas.
Políticamente, la zona revolucionaria era también heterogénea. Si exceptuamos a Francia, lo que se disputaba no era simplemente el contenido político y social de los estados, sino su forma o inclusive su existencia. Los alemanes se esforzaban por construir una «Alemania» —¿unitaria o federal?— poniendo de una asamblea de numerosos principados alemanes que variaban en extensión y carácter. De modo similar, los italianos trataban de convertir en una Italia unida lo que el canciller austríaco Metternich habla descrito, despectiva pero no erróneamente, como «mera expresión geográfica». Ambos estados, con la habitual visión parcial de los nacionalistas, incluían en sus proyectos a pueblos que no eran ni se consideraban frecuentemente alemanes o italianos, como, por ejemplo, los checos. Alemanes, italianos y en realidad todos los movimientos nacionales implicados en la revolución, aparte del francés, chocaron contra el gran imperio multinacional de la dinastía de los Habsburgo que se extendía hasta Alemania e Italia, a la vez que comprendía a checos, húngaros y una porción sustancial de polacos, rumanos, yugoslavos y otros pueblos eslavos. Algunos de éstos, o al menos sus portavoces políticos, consideraron que el imperio era una solución con menos falta de atractivo que la absorción por parte de algunos nacionalismos expansivos como el de los alemanes o los magiares. «Si Austria no hubiera existido —se cree que dijo el profesor Palacky, representante checo-—, hubiera sido necesario inventarla.» La política, pues, funcionó a través de la zona revolucionaria en diversas dimensiones simultáneas.
Se reconoce que los radicales defendían una solución simple: una república democrática, unitaria y centralizada en Alemania. Italia, Hungría o del país que fuera, formada de acuerdo con los probados principios de la Revolución francesa sobre las ruinas de todos los reyes y príncipes, y que impondría su versión tricolor que, según el ejemplo francés, era el modelo básico de la bandera nacional (véase La era de la revolución, p. J 35). Por su parte, los

moderados se hallaban enredados en una batalla de cálculos complejos cuya base esencial era el temor de la democracia, a la que creían capaz de igualar la revolución social. Allá donde las masas no hablan derrocado aún a los príncipes hubiera sido insensato alentarlas para que minaran el orden social, y en donde ya lo habían conseguido, hubiera sido deseable apartarlas o sacarlas de las calles y desmantelar las barricadas que eran los símbolos esenciales de 1848. Así que la cuestión consistía en a cuál de los príncipes, paralizados pero no depuestos por la revolución, se podría persuadir para que apoyara la buena causa. ¿Cómo podría lograrse exactamente una Alemania o Italia federal y liberal, con qué fórmula constitucional y bajo los auspicios de quién? ¿Podría contener al rey de Prusia y al emperador de Austria (como pensaban los moderados «alemanes superiores», a los que no hay que confundir con los demócratas radicales que por definición eran «grandes alemanes» de una especie distinta), o tendría que ser la «pequeña Alemania», excluyendo a Austria? Del mismo modo, los moderados del imperio de los Habsburgo practicaban el juego de inventar constituciones federales y plurinacionales, proyectos que únicamente cesaron cuando se desmoronó en 1918. Allá donde estallaba la acción revolucionaria o la guerra, no había mucho tiempo para la especulación constitucional. Donde no había tales brotes, como sucedía .en la mayor parte de Alemania, la especulación contaba con amplio campo. Puesto que una gran proporción de Liberales moderados de este país se componía de profesores y funcionarios civiles —el 68 por 100 de los representantes en la Asamblea de Frankfurt eran oficiales y el 12 por 100 pertenecían a las «profesiones libres—, a los debates de este parlamento de corta vida se les aplicó un epíteto que designaba la inteligencia fútil.
Las revoluciones de 1848, pues, requerían un detallado estudio por estados, pueblos y regiones, para el que no disponemos aquí de lugar. Digamos, no obstante, que luvieron mucho en común, como, por ejemplo, que ocurrieron casi simultáneamente, que sus destinos se hallaban entrelazados y que todas ellas poseían un talante y estilo comunes, una curiosa atmósfera romántico-utópica y una retórica similar, para la que los franceses inventaron la palabra guaran te-huitard Cualquier historiador lo reconoce inmediatamente: las barbas, las chalinas y los sombreros de ala ancha de los militantes, los tricolores, las ubicuas barricadas, el sentido inicial de liberación, de inmensa esperanza y de confusión optimista. Era «la primavera de los pueblos», y como tal estación, no perduró. Echemos ahora una breve ojeada a sus características comunes.
En primer término todas ellas prosperaron y se debilitaron rápidamente, y en la mayoría de los casos de manera total. Durante los primeros meses fueron barridos o reducidos a la impotencia todos los gobiernos de la zona revolucionaria. Virtualmente, todos se desplomaron o se retiraron sin oponer resistencia. Sin embargo, al cabo de un período relativamente cono la revolución había perdido la iniciativa casi en todas partes: en Francia, a finales de abril; en el resto de la Europa revolucionaría, durante el verano, aunque el movimiento conservó cierta capacidad de contraataque en Vierta, Hungría e Italia. En Francia el primer signo de resurgimiento conservador fueron las elecciones de abril.
en las que el sufragio universal, si bien eligió únicamente a una minoría de monárquicos. envió a París una gran mayoría de conservadores votados por un campesinado que, más que reaccionario, era politicamente inexperto, y al que la ixquieida de mentalidad puramente urbana no sabía aún cómo atraer. (De hecho, en 1849 ya habían surgido las regiones «republicanas» e izquierdistas de la Francia rural familiares a los estudiantes de la posterior política francesa, y es aquí —por ejemplo, en Provenía— donde encontramos en 1851 la más encarnizada resistencia a la abolición de la república.) El segundo signo fue el aislamiento y la derrota de los obreros revolucionarios en París, vencidos en la insurrección de junio (véase p. 29),
En la Europa central el momento decisivo se produjo cuando el ejercito de los Habsburgo, con más libertad de maniobra debido a la huida del emperador en mayo, tuvo ocasión de reagruparse para derrotar en junio una insurrección radical ocurrida en Praga, no sin el apoyo de la moderada clase media checa y alemana; así reconquistó las tierras de Bohemia, el corazón económico del imperio, mientras que poco después volvía a obtener el control del norte de Italia. Por su parte la intervención rusa y turca dominaba una revolución tardía y de corta vida acaecida en los principados del Danubio.
Entre el verano y el final del año los viejos regímenes recuperaron el poder en Alemania y Austria, si bien se hizo necesario recurrir a la fuerza de las armas para reconquistar en octubre la cada vez más revolucionaria ciudad de Víena, al precio de unas cuatro mil vidas. Después de esto el rey de Pru- sia reunió el valor suficiente para restablecer su autoridad sobre los rebeldes berlineses sin dificultades, y el resto de Alemania (con la excepción de cierta resistencia en el suroeste) siguió el mismo camino, dejando que, en tanto aguardaban el momento de su disolución, prosiguieran sus discusiones el parlamento alemán, o más bien la asamblea constitucional elegida en los espe- ranzadores días de primavera, y las otras asambleas prusianas más radicales. En el invierno sólo dos regiones seguían todavía en manos de la revolución: algunas zonas de Italia y Hungría. Después de un reavivamiento más modesto de acción revolucionaría ocurrido en la primavera de 1849, hacia mediados de aquel mismo año fueron también reconquistadas.
Después de la capitulación de húngaros y venecianos acaecida en agosto de 1849, murió la revolución. Con la única excepción de Francia, todos los antiguos gobiernos habían recuperado el poder —en algunos casos, como en el del imperio de los Habsburgo, con mayor autoridad que nunca—. y los revolucionarios se desperdigaron en los exilios. De nuevo con la salvedad de Francia, virtualmente todos los cambios institucionales, todos los sueños políticos y sociales de la primaveta de 1848 desaparecieron pronto, e inclusive en Francia la república contó solamente con otros dos años y medio de vida No obstante, hubo un grande y único cambio irreversible: la abolición de la servidumbre en el imperio de los Habsburgo.* Con la excepción de este úni-
* Hablando en términos generales, la abolición de la servidumbre y de los derechos señoriales sobre los campesinos en el resto de la Europa occidental y* cent ral (incluida Pmsia) se

co logro, si bien reconocidamente importante. 1848 aparece como la única revolución de la historia moderna de Europa que combina la mayor promesa, la más amplia meta y el éxito inicial más inmediato, con el más rápido y completo fracaso. En cieno sentido recuerda a aquel otro fenómeno masivo de la década de 1840, el movimiento cañista en Gran Bretaña. Finalmente se consiguieron sus objetivos específicos, pero no por la revolución o en un contexto revolucionario. Tampoco desaparecieron sus aspiraciones más amplias, pero los movimientos que las iban a adoptar y a llevarlas adelante serian totalmente distintos de los de 1848. No es accidental que el documento de aquel año que ha tenido el efecto más duradero y significativo sobre la historia del mundo fuese el Manifiesto comunista.
Todas las revoluciones tuvieron algo más en común, que en gran parte fue la causa de su fracaso. De hecho, o como inmediata anticipación, fueron revoluciones sociales de los trabajadores pobres. Por eso a los liberales moderados a quienes habían empujado al poder y la hegemonía, e inclusive a algunos de los políticos más radicales, les asustó por lo menos tanto como a los partidarios de los antiguos regímenes. Unos años antes {en 1846) el conde Cavour del Piamonte. futuro arquitecto de la Italia unida, había puesto el dedo en esta llaga:
Si se viera de verdad amenazado el orden social, si corrieran un grave riesgo los grandes principios sobre los que esc orden descansa.- entonces muchos de los más decididos oposicionistas, de los republicanos mis entusiastas, estamos convencidos de que serían los primeros en incorporarse a las filas del partido conservador.'
Por tanto, quienes hicieron la revolución fueron incuestionablemente los trabajadores pobres. Fueron ellos quienes murieron en las barricadas urbanas: en Berlín se contabilizaron sólo unos 15 representantes de las clases educadas y alrededor de 30 maestros artesanos entre las 300 víctimas de las luchas de marzo: en Milán se encuentran únicamente 12 estudiantes, oficinistas o hacendados entre los 350 muertos de la insurrección.’ Era su hambre lo que potenciaba las demostraciones que se convertían en revoluciones. La zona rural de las regiones occidentales de la revolución se hallaba relativamente en calma, aunque el suroeste de Alemania observó mucha más insurrección de campesinos que lo que se recordaba comúnmente. Sin embargo, por todas partes el temor a la revuelta agraria era lo suficientemente agudo como para situarse en su realidad, si bien nadie necesitaba utilizar mucha imaginación en zonas semejantes al sur de Italia, donde los labriegos de cualquier lugar organizaban espontáneamente marchas con banderas y tambores para dividir los grandes estados Pero el miedo solo bastó para concentrar de forma
había producido en el periodo revolucionario francés y napoleónico (1789-1815). si bien algu nos testos de dependencia en Alemania se abolieron en 1848. La servidumbre en Rusia y Rumania duró hasta la década de 1860 (véase el cap/tulo 10).
prodigiosa ias mentes de los terratenientes. Asustados por falsos rumores respecto a una gran insurrección de siervos al mando del poeta S. Petbfi (1823-1849), la dicta húngara —una opresiva asamblea de hacendados— votó la inmediata abolición de la servidumbre el 15 de marzo, pero sólo unos días antes el gobierno imperial, que pretendía aislar a los revolucionarios partiendo de una base agraria, decretó la inmediata abolición de la servidumbre en Galitzia, la abolición de los trabajos forzados y de otras obligaciones feudales en tierras checas. No cabía duda del peligro que corría el «orden social».
Dicho peligro no era exactamente igual en todas partes. Ocurría a veces que algunos gobiernos conservadores sobornaban a los campesinos, especialmente cuando sus seilores o los comerciantes y prestamistas que los explotaban pertenecían a nacionalidades na tan «revolucionarías» como la polaca, la húngara o la alemana. Es improbable que a las clases medias alemanas, entre ellas los confiados negociantes que prosperaban en Rcnania, les preocupara terriblemente cualquier posibilidad inmediata de comunismo proletario, o inclusive el poder proletario, que apenas tuvo consecuencias, salvo en Colonia (donde Marx instaló su cuartel general) y en Berlín, donde un impresor comunista. Stefan Bom, organizó un movimiento obrero importante. No obstante, al igual que las clases medias europeas de la década de 1840 creyeron reconocer el carácter de sus futuros problemas sociales en la lluvia y el humo de Lancashire, también creyeron reconocer otra concepción del futuro detrás de tas barricadas de París, esas grandes iniciadoras y exportadoras de revoluciones. Por otro lado, la revolución de febrero no sólo la hizo «el proletariado», sino que la concibió como consciente revolución social Su objetivo no era simplemente cualquier república, sino la «república democrática y social». Sus dirigentes eran socialistas y comunistas. Su gobierno provisional incluyó además a un obrero de verdad, un mecánico conocido con el nombre de Al- bert. Durante unos días existieron dudas respecto a si la bandera debería ser la tricolor o la roja de la revuelta social.
Salvo en los lugares en donde se litigaban cuestiones de autonomía o independencia nacional, la moderada oposición de la década de 1840 ni había querido ni había procurado seriamente la revolución, e inclusive en lo concerniente a la cuestión nacional los moderados habían preferido la negociación y la diplomacia a la confrontación. Sin duda que hubieran preferido más, pero se hallaban totalmente dispuestos a permitir concesiones que, se argumentaba de modo razonable, todos menos los más estúpidos y autoconñados de los absolutismos, como, por ejemplo, el del zar. se verían forzados antes o después a otorgar; o a aceptar los cambios internacionales que, más pronto o más tarde, hasta la oligarquía de los «grandes poderes» que decidía en tales asuntos tendría que admitir. Empujados a la revolución por las fuerzas de los pobres ylo el ejemplo de París, intentaron lógicamente sacar el máximo provecho a una situación que de manera inesperada los favorecía. Con todo, al final, y muchas veces desde el principio, les preocupaba muchísimo más el peligro que les podía venir por su izquierda que el denlos viejos regímenes.
Desde el Ínstame en que se levantaron las barricadas en París, todos los liberales moderados (y, como observó Cavour, una considerable proporción de radicales) fueron conservadores {»tendales. A medida que la opinión moderada cambiaba más o menos rápidamente de bandos o se retiraba, los trabajadores, los intransigentes de los radicales democráticos, quedaban aislados o, lo que era mucho peor, frente a una unión de los viejos regímenes con fuerzas conservadoras y anteriormente moderadas: un «partido del orden», como lo llamaban los franceses. El año 1848 fracasó porque resultó que la confrontación decisiva no fue entre los viejos regímenes y las unidas «fuerzas del progreso», sino entre el «orden» y la »revolución social». La confrontación crucial no fue la de París en febrero, sino la de París en junio, cuando los trabajadores, manipulados para que pareciera una insurrección aparte, fueron derrotados y asesinados en masa. Lucharon y murieron cruentamente. Alrededor de 1.500 cayeron en las luchas callejeras; los dos tercios de dicha cantidad pertenecían al bando gubernamental. La ferocidad del odio de los ricos hacia los pobres queda reflejado en el hecho de que después de la derrota fueron asesinados unos 3.000 más. en tanto que eran detenidos 12.000 para ser deportados casi todos a los campos de concentración argelinos.**
Por consiguiente, la revolución sólo mantuvo su ímpetu allá donde los radicales eran lo bastante fuertes y se hallaban lo suficientemente vinculados al movimiento popular como para arrastrar consigo a los moderados o no necesitar a éstos. Esta situación era más probable que se dieta en países en los que el problema crucial fuese la liberación nacional, un objetivo que requería la continua movilización de las masas. Esta es la causa de que la revolución durara más tiempo en Italia y sobre lodo en Hungría.**
Los moderados italianos reunidos en tomo del rey antiaustriaco del Píamente. a quienes después de la insurrección de Milán se les incorporaron los principados menores con considerables reservas mentales, se hicieron cargo de la lucha contra el opresor, al mismo tiempo que seguían muy pendientes de los republicanos y la revolución social. Sin embargo, debido a la debilidad militar de los estados italianos, a las vacilaciones del Piamonte y. posiblemente sobre todo, a su negativa a pedir ayuda a los franceses (quienes, casi con seguridad, hubieran reforzado la causa republicana), fueron enérgicamente denotados por el reagrupado ejercito austríaco en Custozza, en el mes de julio. (Debemos anotar aquí de pasada que el gran republicano G. Mazzini,
* revolución de febrero en París había costado unas 360 vida*
■* En Francia no estaba en Litigio la unidad y la independencia nacionales. El nacionalismo alemán se hallaba preocupado por la unificación de numerosos estados separados, pero el obstáculo no era la dominación exiranjera, sino —aparte de intereses particulares—• la actitud de dos grandes poderes que se consideraban a sí mismo« alemanes, Prusia y Austria. Las aspiraciones nacionales eslavas tropezaron en primer término con las de las naciones «revoluciona- na&» como Alemania y Hungría y por lo mismo fueron silenciadas, eso incluso en los casos en que no apoyaron a la contrarrevolución. Hasta la izquierda checa consideró que el imperio de los H ah s burgo era una protección contra la absorción en una Alemania nacional. Los polacos, por su parte, no intervinieron demasiado en esia revolución.
1805-1872, con su infalible instinto pora lo políticamente fútil, se opuso a recurrir a los franceses.) La derrota desacreditó a los moderados y la jefatura de la liberación nacional pasó a los radicales, quienes consiguieron el poder en varios estados italianos durante el otoño para finalmente establecer de verdad una república romana a principios de 1849. lo que proporcionó amplia oportunidad a la retórica de Mazzini. (Venecia, que al mando del sensato abogado Daniele Manin, 1804-1857, se había transformado ya en república independiente, se mantuvo al margen del problema hasta que los austríacos la reconquistaron inevitablemente hacia finales de agosto de 1849, más tarde incluso que a Hungría.) Los radicales no eran enemigo militar para Austria; cuando lograron que el Piamonte declarara otra vc2 la guerra en 1849, los austríacos conquistaron fácilmente Novara en marzo. Además, aunque se hallaban más decididos a expulsar a Austria y a unificar Italia, por lo general compartían el miedo de los moderados a la revolución social. Inclusive Mazzini, que con todo su celo de hombre de mando prefería limitar sus intereses a las cuestiones espirituales, detestaba el socialismo y se oponía a todo lo que pusiera trabas a la propiedad privada. Después de su fracaso inicial, por tanto, la revolución italiana vivió con tiempo prestado. Irónicamente, entre los que la reprimieron se hallaban los ejércitos de una Francia por entonces ya no revolucionaria, que reconquistó Roma a principios de junio. La expedición romana fue el intento francés de reafirmar su influencia diplomática en la península frente a Austria. Además, contó con la ventaja incidental de ser popular entre los católicos, en cuyo apoyo confiaba el régimen posrevolucionario.
Al contrarío de Italia, Hungría era ya una entidad política más o menos unificada («las tienas de la corona de san Esteban»), con una constitución efectiva, un grado de autonomía considerable y muchos de los elementos de un estado soberano a excepción de la independencia. Su debilidad consistía en que la aristocracia magiar que administraba esta vasta región agraria, no sólo gobernaba al campesinado de la gran llanura, sino a una población cuyo 60 por 100 aproximadamente constaba de croatas, serbios, eslovacos, rumanos y ucranianos, aparte de una minoría alemana sustancial. A estos pueblos no les desagradaba una revolución que liberaba de la servidumbre, pero la negativa de la mayoría de los radicales de Budapest a hacer concesiones a su diferencia nacional de los magiares les convirtió en enemigos, ya que sus portavoces políticos estaban hartos de la feroz política que se seguía contra ellos para transformarlos en magiares y de la incorporación a un estado magiar, centralizado y unitario, de regiones fronterizas que hasta entonces habían sido autónomas. La corte de Viena, que secundaba la máxima imperialista de «divide y gobierna», les ofreció ayuda. Pero sería un ejército croata al mando del barón Jelacic, amigo de Gaj, el pionero del nacionalismo yugoslavo, el que guiara el asalto contra la revolucionaria Viena y la revolucionaria Hungría.
No obstante, dentro de aproximadamente la actual Hungría, la revolución contó con el apoyo masivo del pueblo (magiar), tan(p por razones nacionales
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como sociales. Los campesinos consideraron que no había sido el emperador quien les había dado la libertad, sino la revolucionaría dieta húngara. Este fue el único lugar de Europa en el que, a la derrota de la revolución, le siguió una especie de guerrilla rural que mantuvo durante varios años el famoso bandido Sandor Rósza. Cuando estalló la revolución, la Dieta, que consistía en una cámara alta de magnates comprometidos o moderados y en una cámara baja dominada por nobles y juristas radicales de la zona rural, no tenía más que intercambiar propuestas de actuación. Y lo hizo de buena gana bajo la dirección de Lajos Kossuth (1802-1894), capaz abogado, periodista y orador, que se iba a convertir en la figura revolucionaría de 1848 más conocida intemacionalmeme. Hungría, a la que gobernaba una coalición moderada-radical autorizada de mala gana por Viena, fue a efectos prácticos un autónomo estado reformado, al menos hasta que los Habsburgo pudieran reconquistarla. Después de la batalla de Custozza creyeron que ya estaba en sus manos, y con la cancelación de las leyes de reforma húngaras de marzo y la invasión del país consiguieron que los húngaros afrontaran la disyuntiva de la capitulación o la radicalización. Consecuentemente, en abril de 1849 Hungría al mando de Kossuth quemó sus naves con el derrocamiento del emperador (si bien no se proclamó formalmente la república). El apoyo popular y el generalato de Górgei permitieron a los húngaros hacer algo más que resistir frente ál ejército austríaco. Y sólo fueron derrotados cuando Viena, desesperada, recurrió a la última arma de la reacción: las fuerzas rusas. La intervención de éstas resultó decisiva. El 13 de agosto se rindió lo que quedaba del ejército húngaro, pero no a los austríacos, sino al comandante ruso. Entre las revoluciones de 1848. la húngara fue la única que no sucumbió o pareció sucumbir debido a debilidades y conflictos intemos; la causa de su caída fue la derrota ante un ejército muy superior. Hay que reconocer desde luego que. después del fracaso de todas las demás, sus posibilidades de evitar tal derrota eran nulas.
Aparte de esta débacie general, ¿existía alguna otra alternativa? Casi seguro que no Como hemos visto, de los principales grupos sociales implicados en la revolución, la burguesía, cuando había por medio una amenaza a la propiedad, prefería el orden a la oportunidad de llevar a cabo todo su programa. Enfrentados a la revolución «roja», los liberales moderados y los conservadores se unían. Los «notables» de Francia, o sea, las familias respetables, influyentes y ricas que administraban los asuntos políticos del país, abandonaron sus anteriores rencillas para apoyar a los Borbones, a los Orleans, o inclusive a una república, y adquirieron conciencia de clase nacional a través de un nuevo «partido del orden». Las figuras clave de la restaurada monarquía de los Habsburgo serían el ministro del Interior, Ale- xander Bach (1806-1867), anterior libera] moderado de la oposición, y el magnate comercia] y naviero K. von Bruck (1798-1860), personaje sobresaliente en el próspero puerto de Trieste. Los banqueros y empresarios de Renania que favorecían el liberalismo burgués prusiano hubieran preferido una monarquía constitucional limitada, pero se instalaron cómodamente en
su condición de pilares de una Prusia restaurada que evitaba a toda costa el sufragio democrático. Por su parte, los regímenes conservadores restaurados se hallaban muy dispuestos a hacer concesiones al liberalismo económico, legal e incluso cultural de los hombres de negocios, en tanto en cuanto no implicara ningún retroceso político. Como veremos más adelame, en términos económicas la reaccionaría década de 1850 iba a ser un período de liberal iza.ci<5n sistemática. En 1848-1849, pues, los liberales moderados hicieron dos importantes descubrimientos en la Europa occidental: que la revolución era peligrosa y que algunas de sus demandas sustanciales (especialmente las económicas) podían satisfacerse sin ella. La burguesía dejaba de ser una fuerza revolucionaría
El gran conjunto de las clases medias bajas radicales, artesanos descontentos. pequeños tenderos, etc., e incluso agricultores, cuyos portavoces y dirigentes eran intelectuales, en su mayoría jóvenes y marginales, constituían una significativa fuerza revolucionaría pero raramente una alternativa política. Por lo general, se hallaban en la izquierda democrática. La izquierda alemana exigía nuevas elecciones porque su radicalismo se mostró muy fuerte en muchas provincias a finales de 1848 y principios de 1849, si bien carecía por entonces de la atención de las grandes ciudades, a las que había reconquistado la reacción. En Francia los demócratas radicales obtuvieron 2 millones de votos en 1849, frente a los 3 millones de los monárquicos y los 800.000 de los moderados. Los intelectuales producían sus activistas, aunque quizás fuera únicamente en Vicna donde la «legión académica» de estudiantes formó verdaderas tropas de combate. Es erróneo denominar a 1848 la «revolución de los intelectuales». Parque entonces no sobresalieron éstos más que en la mayoría de las otras revoluciones que ocurrieran en países relativamente atrasados en los que el grueso de la clase media se componía de personas caracterizadas por la instrucción y el dominio de la palabra escrita: graduados de todos los tipos, periodistas, maestros, funcionarios. Sin embargo, no hay duda de la importancia de los intelectuales: poetas como Petdíi en Hungría: Herwegh y Freiligralh en Alemania (fue miembro del consejo editorial que publicó la obra de Marx titulada Neue Rheinische Zeitung), Víctor Hugo y el consecuente moderado Lamartine en Francia; numerosos académicos (principalmente del bando moderado) en Alemania;* médicos como C. G. Jacoby (1804-1851) en Prusia; Adolf Fischhof (1816-1893) en Austria; científicos como F. V. Raspail (1794-1878) en Francia, y una gran cantidad de periodistas y publicistas de los que el más famoso era por aquel tiempo Kossuth y el más formidable sería Marx.
Individualmente, tales personas podían desempeñar una función decisiva: en cambio, no era posible decir lo mismo considerados como miembros de una clase social específica o como portavoces de la pequeña burguesía radical. Puede calificarse de genuino el radicalismo de las «pequeños hombres»
* Aunque sospechosos par« los gobernantes, los maestros franceses habían permanecido quietos durante la monarquía de julio y daban la sensación de adhqprse a] «orden» en IMS.

expresado en la demanda de «un estado de constitución democrática, fuera constitucional o republicano, recibiendo ellos y sus aliados los campesinos una mayoría, a la vez que el gobierno local democrático que les permitiera controlar la propiedad municipal y una serie de funciones que entonces desempeñaban los burócratas»,1 si bien la crisis secular, por un lado, que amenazaba la tradicional forma de vida de los maestros artesanos y de sus semejantes, y la depresión económica temporal, por oito, le proporcionaban un especia] carácter de amargura. El radicalismo de los intelectuales tenía raíces menos profundas. Como se vio temporalmente, se basaba sobre todo en la incapacidad de la nueva sociedad burguesa de antes de 1848 para proporcionar suficientes cargos de adecuado estatus a los instruidos que producía en promociones sin precedentes y cuyos beneficios eran mucho más modestos que sus ambiciones. ¿Qué les sucedió a todos aquellos estudiantes radicales de 1848 en las prósperas décadas de 1850 y 1860? Pues que establecieron la tan familiar y aceptadísima norma biográfica en el continente europeo; por lo cual puede decirse que los jóvenes burgueses dieron rienda suelta a sus excesos políticos y sexuales durante la juventud, antes de «sentar la cabeza». Y hubo numerosas posibilidades para sentar la cabeza, especialmente cuando la retirada de la vieja nobleza y la diversión de hacer dinero par parte de la negociante izquierda burguesa aumentaron las oportunidades de aquellos cuyas aptitudes eran primariamente escolásticas. En 1842 el 10 por 100 de los profesores de liceos franceses procedían aún de los «notables»; en cambio. en 187? ya no había ninguno de éstos. En 1868 Francia apenas producía más titulados de enseñanza media (bncheliers) que en la década de 1830, pero muchos de ellos tenían acceso entonces a los bancos, el comercio, el periodismo de éxito y. después de 1870, la política profesional.'
Por otra parte, cuando se enfrentaban con la revolución roja, hasta los radicales más bien democráticos tendían a refugiarse en la retórica, divididos por su genuina simpatía hacia «el pueblo» y por su sentido de la propiedad y el dinero. Al contrario de la burguesía liberal, ellos no cambiaban de bando. Simplemente vacilaban, aunque nunca se acercaban demasiado a la derecha.
En cuanto a los pobres de la clase obrera, carecían de organización, de madurez, de dirigentes y, posiblemente, sobre todo de coyuntura histórica para proporcionar una alternativa política. Aunque lo suficientemente poderosa como para lograr que la contingencia de revolución social pareciera real y amenazadora. era demasiado débil para conseguir otra cosa apane de asustar a sus enemigos. Concentrados los obreros en masas hambrientas en los sitios políticamente más sensibles, como, por ejemplo, las grandes ciudades y sobre todo la capital, sus fuerzas eran desproporcionadamente efectivas. Sin embargo, estas situaciones ocultaban algunas debilidades sustanciales: en primer lugar, su deficiencia numérica, pues no siempre eran siquiera mayoría en las ciudades que, por lo general, incluían únicamente una modesta minoría de la población, y en segundo lugar, su inmadurez política e ideológica. Entre ellos el grupo activista más políticamente consciente eran los artesanos preindustriales, enten-
dícndo el termino en el sentido contemporáneo británico que lo aplicaba a los oficiales de los distintos ramos, los artífices, los especialistas manuales de talleres no mecanizados, ele. Introducidos en la revolución social e inclusive en las ideologías socialistas y comunistas de la Francia jacobina y sans-culotre, sus objetivos en calidad de masa eran mucho más modestos en Alemania, como descubriría en Berlín el impresor comunista Stefan Bom. Los pobres y los peones en las ciudades y, fuera de Gran Bretaña, el proletariado industria] y minero como un todo, apenas contaban todavía con alguna ideología política desarrollada. En la zona industrial del norte de Francia hasta el republicanismo realizó escasos progresos antes del final de la Segunda República. El año 1848 fue testigo de cómo Lillc y Roubaix se preocupaban exclusivamente de sus problemas económicos y dirigían sus manifestaciones, no contra reyes o burgueses, sino contra los aún más hambrientos obreros inmigrantes de Bélgica
Allá donde los plebeyos urbanos, o más raramente los nuevos proletarios, entraban dentro de la órbita de la ideología jacobina, socialista, democrática republicana o, como en Viena, de los estudiantes activistas, se convertían en una fuerza política, al menos como manifestantes. (Su participación en las elecciones era todavía escasa e impntdecible, al contrario de los explotados obreros de las empobrecidas regionales rurales, quienes, como en Sajonia o en Gran Bretaña, se hallaban muy radicalizados.) Paradójicamente, fuera de París esta situación era rara en la Francia jacobina, mientras que en Alemania la Liga Comunista de Marx proporcionaba los elementos de una red na cional piara la extrema izquierda. Fuera de este radio de influencia, la clase obrera era políticamente insignificante.
Desde luego que no debemos subestimar el potencial de una fuerza social como el «proletariado» de 1848. a pesar de su juventud c inmadurez y de que apenas tenía conciencia aún de clase. En cierto sentido su potencial revolucionario era mayor de lo que serla píos te nórmente. La generación de hierro del pauperismo y de la crisis antes de 1848 había alentado en unos pocos la creencia de que el capitalismo podía depararles condiciones decentes de vida, y que incluso dicho capitalismo perduraría. La misma juventud y debilidad de la clase trabajadora, todavía surgiendo de entre la masa de los obreros pobres, los patronos independientes y los pequeños tenderos impedían que, aparte de ios más ignorantes y aislados, concentraran exclusivamente sus exigencias en las mejoras económicas. Las demandas políticas sin las cuales no se lleva a cabo ninguna revolución, ni siquiera la más puramente social, se hallaban incorporadas a la situación. El objetivo popular de 1848, la «república democrática y social», era tanto social como política. Por lo menos en Francia, la experiencia de la clase obrera introdujo en ella elementos institucionales originales basados en la práctica del sindicato y la acción cooperativa, si bien no creó elementos tan insólitos y poderosos como los soviets de la Rusia de principios del siglo xx.
Por otra parte, la organización, la ideología y el mando se encontraban en un triste subdesarrollo. Hasta la forma más elemental, el sindicato, se hallaba limitado a grupos con unos pocos centenares de*miembros, o como mucho,
con unos cuantos miles. Con bastante frecuencia incluso, los gremios de los hábiles pioneros del sindicalismo aparecieron por primera vez durante la revolución! los impresores en Alemania, los sombrereros en Francia. Los socialistas y los comunistas organizados contaban con un número más exiguo todavía: unas cuantas docenas, o como mucho unos pocos cenlenarcs. Sin embargo. 1848 fue la primera revolución en la que los socialistas o. más probablemente, los comunistas —porque el socialismo previo a 1848 fue un movimiento muy apolítico dedicado a la creación de utópicas cooperativas— se colocaron a la vanguardia desde el principio. No sólo fue el año de Kossuth, A. Ledru-Rollin (1807-1874) y Mazzini, sino de Karl Marx (1818-1883). Louis Blanc (1811-1882) y L. A Blanqui (1805-1881) —el austera rebelde que únicamente salía de la cárcel cuando lo liberaban por poco tiempo las revoluciones—. de Bakunin, incluso de Proudhon. Pero ¿qué significaba el socialismo para sus seguidores, aparte de dar nombre a una clase obrera consciente de sí misma y con aspiraciones propias de una sociedad diferente del capitalismo y basada en el derrocamiento de éste? Ni siquiera su enemigo estaba claramente definido. Se hablaba muchísimo de la «clase obrera» e inclusive del «proletariado», pero en el curso de la revolución no se mencionó para nada al «capitalismo»
Verdaderamente, ¿cuáles eran las perspectivas políticas de una clase trabajadora socialista? Ni Karl Marx creía que la revolución proletaria fuese una cuestión a tener en cuenta. Hasta en Francia «el París proletario era todavía incapaz de ir más allá de la república burguesa apañe de en ideas, en imaginación». «Sus necesidades inmediatas y admitidas no lo condujeron a desear la consecuencia del derrocamiento de la burguesía, por la fuerza, ni tampoco contaba con el poderío suficiente para esta tarca.» Lo más que pudo lograrse fue una república burguesa que puso de manifiesto la verdadera naturaleza de la lucha futura que existiría entre la burguesía y el proletariado, y uniría, a su vez, al resto de la clase media con los trabajadores «a medida que su posición fuera más insostenible y su antagonismo con la burguesía se hiciera más agudo».’ En primer lugar fue una república democrática, en segundo lugar la transición desde una burguesía incompleta a una revolución popular proletaria y. por último, una dictadura proletaria o, en palabras que posiblemente tomara Marx de Blanqui y que reflejan la intimidad temporal de los dos grandes revolucionarios en el transcurso de los efectos inmediatos de 1848, «la revolución permanente». Pero, al revés de Lenin en 1917, a Marx no se le ocurrió sustituir la revolución burguesa por la revolución proletaria hasta después de la derrota de 1848; y, aun cuando entonces formuló una perspectiva comparable a la de Lenin (comprendió «el respaldo a la revolución con una nueva edición de la guerra de los campesinos», según dijo Engcls). no mantuvo tal actitud durante mucho tiempo. En la Europa occidental y central no iba a haber una segunda edición de 1848. Como él mismo reconoció en seguida, la clase trabajadora tendría que seguir un camino distinto.
Por consiguiente, las revoluciones de 1848 surgieron y rompieron como grandes olas, y detrás suyo dejaron poco más que el mito y la promesa. «De-
hieran haber sido» revoluciones burguesas, pero la burguesía se aparté de ellas. Podían haberse reforzado mutuamente bajo la dirección de Francia, impidiendo o posponiendo la restauración de los antiguos gobiernos y manteniendo acorralado al zar ruso. Pero la burguesía francesa prefirió la estabilidad social en la patria a los premios y peligros de ser una vez más la grande nailon, y por razones análogas, los dirigentes moderados de la revolución dudaron en pedir la intervención francesa. Ninguna otra fuerza social fue lo bastante fuerte para darles coherencia e ímpetu, salvo en los casos especiales en los que la lucha era por la independencia nacional y contra un poder políticamente dominador; pero inclusive en estas ocasiones también fallaron, puesto que. las luchas nacionales se producían aisladamente y en todos los casos su debilidad les impidió contener la fuerza militar de los antiguos regímenes. Las grandes y características figuras de 184$ desempeñaron su papel de héroes sobre el escenario europeo durante unos cuantos meses hasta que desaparecieron para siempre, si bien con la única excepción de Garibaldi. quien doce años más tarde viviría un momento aún más glorioso. Aunque se les premió al final con un lugar seguro en sus panteones nacionales. Kossuth y Mazzini pasaron mucho tiempo de sus vidas en el exilio, sin poder contribuir directamente gran cosa a la obtención de la autonomía o unificación de sus países. Ledru-Rollin y Raspad no volvieron a conocer otra ocasión de celebridad como la de la Segunda República, y los elocuentes profesores del parlamento de Frankfun se retiraron a sus estudios y auditorios De los grandes planes y gobiernos rivales que idearon los apasionados exiliados en la neblinosa Londres durante la década de 1850, nada sobrevivió sino la obra de los más aislado« y menos ripíeos: Marx y Engels.
Y, sin embaigo, 1848 no fue meramente un breve episodio histórico sin consecuencias. Porque si bien es verdad que los cambios que logró no fueron los deseados por los revolucionarios, ni tampoco podían definirse fácilmente en términos de regímenes, leyes e instituciones políticas, se hicieron, no obstante, en profundidad. Al menos en la Europa occidental, 1848 señaló el final de la política tradicional, de la creencia en los patriarcales derechos y deberes de los poderosos social y económicamente, de las monarquías que pensaban que sus pueblos (salvo los revoltosos de la clase media) aceptaban, e incluso aprobaban, el gobierno de las dinastías por derecho divino para presidir las sociedades ordenadas por jerarquías. Como irónicamente escribió el poeta Grillparzer, que no tenia nada de revolucionario, acerca de. seguramente. Mettcmich:
Aquí yace, olvidada toda la celebridad del famoso don Quijote legítimo
quien, al trocar la verdad y los hechos, se consideró sabio y acabó creyéndose sus propias mentiras; un viejo ionio, que de joven había sido bribón: ya era incapaz de reconocer la verdad.**
En lo sucesivo las fuerzas del conservadurismo, del privilegio y de la opulencia tendrían que defenderse de otra manera. En la gran primavera de 1848 hasta los oscuros e ignorantes campesinos del sur de Italia dejaron de apoyar al absolutismo, actitud que venían manteniendo desde cincuenta años atrás. Cuando fueron a ocupar la tierra, casi ninguno manifestó hostilidad hacia «la constitución».
Los defensores del orden social tuvieron que aprender la política del pueblo. Esta fue la mayor innovación que produjeron las revoluciones de 1848. Incluso los prusianos más intolerantes y archirreaccionarios descubrieron a lo largo de aquel año que necesitaban un periódico capaz de influir en la «opinión pública», concepto en sí mismo ligado al liberalismo e incompatible con la jerarquía tradicional Otto von Bismarck (1815-1898), el más inteligente de los archirreaccionarios prusianos de 1848, demostraría posteriormente su lúcida comprensión de la naturaleza de la política de la sociedad burguesa y su dominio de estas técnicas. Con todo, las innovaciones políticas más significativas de este tipo ocurrieron en Francia.
En dicho país la denota de la insurrección de la clase obrera acaecida en junio había dejado el camino libre a un poderoso «partido del orden», capaz de vencer a la revolución social, pero no de conseguir demasiado apoyo de las masas o incluso de muchos conservadores que, con su defensa del «orden». no deseaban comprometerse con aquella clase de moderado republicanismo que estaba ahora en el poder. La gente se hallaba todavía demasiado movilizada para permitir la limitación en Las elecciones: la exclusión del voto por pertenecer a la sustancia] partida de «la multitud detestable» —esto es, alrededor de un tercio en Francia, aproximadamente dos tercios en el radical París— no se produjo hasta 1850. Sin embargo, si en diciembre de 1848 los franceses no eligieron a un moderado para la nueva presidencia de la República, tampoco eligieron a un radical. (No hubo candidato monárquico.) El ganador, que obtuvo una aplastante mayoría con sus 5,5 millones de votos de los 7.4 millones registrados, fue Luis Napoleón, el sobrino del gran emperador. Aunque resultó ser un político de extraordinaria astucia, cuando entró en Francia a últimos de septiembre no parecía tener más posesiones que un nombre prestigioso y el respaldo financiero de una leal querida inglesa. Estaba claro que no era un revolucionario social, pero tampoco un conservador; de hecho, sus partidarios se burlaban en cierta medida de su juvenil interés por el sansimonismo (véase p. 68) y de sus supuestas simpatías por los pobres. Sin embargo, ganó básicamente porque los campesinos votaron de modo unánime por él bajo el lema de «No más impuestos, abajo los ricos, abajo la República, larga vida al emperador»; en otras palabras, y como observó Marx, los trabajadores votaron por él contra la república de los ricos, ya que a sus ojos Luis Napoleón significaba «la deposición de Cavaignac (quien había sofocado el levantamiento de junio), el rechazo del republicanismo burgués, la anulación de la victoria de junio»." la pequeña burguesía por cuanto él no parecía representar la gran burguesía.
La elección de Luis Napoleón significó que inclusive la democracia del sufragio universal, es decir, la institución que se identificaba con la revolución, era compatible con el mantenimiento del orden social. Ni siquiera una masa de abrumador descontento se hallaba dispuesta a elegir gobernantes consagrados al «derrocamiento de la sociedad». Las mejores lecciones de esta experiencia no se aprendieron inmediatamente, ya que. si bien Luis Napoleón jamás olvidó las ventajas políticas de un sufragio universal bien dirigido que volvió a introducir, pronta abolió la República y se hizo a sí mismo emperador Iba a ser el primero de los modernos jefes de estado que gobernara no por la mera fuerza armada, sino por esa especie de demagogia y relaciones públicas que se manipulan con mucha más facilidad desde la jefatura del estado que desde ningún otro sitio. Su experiencia no sólo demostró que el «orden social» podía disfrazarse de forma capa2 de atraer a los partidarios de «la izquierda», sino que, en un país o en una ¿poca en la que los ciudadanos se movilizaban para participar en la política, tenia que enmascararse así. Las revoluciones de 1848 evidenciaron que. en lo sucesivo, las clases medias, el liberalismo, la democracia política, el nacionalismo e inclusive las clases trabajadoras, iban a ser rasgos permanentes del panorama político. Es posible que la derrota de las revoluciones los eliminaran temporalmente de la escena, pero cuando reaparecieran determinarían incluso la actuación de aquellos estadistas a los que no caían nada simpáticos.
Segunda parte
DESARROLLOS
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