sábado, 29 de julio de 2017

Hobsbawm, Eric - 1975 - La Era Del Capital - cap 3




3. LA UNIFICACIÓN DEL MUNDO





Mediarte el rápido mejoramiento de todos los instrumentos de producción y los inmensos medios de comunicación facilitados. la burguesía conduce a todas las naciones, incluso a las más bárbaras, a la civilización ... En una palabra, crea un mundo a su propia imagen.

K. Marx y F. Engels, 1848 1

Como quiera que el comercio, la educación y la rápida transición del pensamiento y la materia lo han cambiado todo mediante el telégrafo y el vapor, creo más bien que el gran Hacedor está preparando el mundo para que sea una nación, hable un idioma y sea una perfección completa que haga innecesarios los ejércitos y las armas.

Presidente Ulysses S. Grant. 1873’

—Tenías que haber oído Iodo lo que dijo. . Yo viviría en una montaña e iría a Egipto o a América.

—Bueno, ¿y qué? —observó fríamente Stol2—. Puedes ponerte en Egipto en una quincena y en América en tres semanas.

—¿Y quién diablos va a América o Egipto? Los ingleses, pero así es como los hizo el Señor Dios, y además no tienen dónde vivir en su tierra. Pero ¿quién de nosotros pensaría en irse? Algtln desesperado quizás, que aprecia poco su vida.

1. Goncharov, I8S9J





I

Cuando escribimos la «historia del mundo» de los períodos primitivos estamos, en realidad, añadiendo algo a las historias de las diversas partes del globo. Sin embargo, a menos que los habitantes de una región hayan conquistado o colonizado otra, como hicieron los europeos del oeste con el continente americano, entre esas diversas panes del globo no hubo más que un simple conocimiento mutuo o contactos marginales y superficiales. Es perfectamente posible escribir la historia primitiva de Áfríca con sólo una referencia casual al Lejano Oriente, escasa mencióma Europa (aparte de su eos-















la Occidental y el cabo de Buena Esperanza), y una constante referencia al mundo islámico. Hasta el siglo xvin, lo que ocurrió en China no tuvo ninguna importancia para los gobernantes políticos de Europa aparte de los rusos, si bien fue relevante para algunos de sus grupos especializados de comerciantes. Lo que sucedió en Japón no importó a nadie excepto al puñado de negociantes holandeses que contaron con el permiso para establecerse en aquella nación entre los siglos xvi y mitad del XIX. En cambio, para el imperio celeste, Europa era simplemente una región de bárbaros extranjeros que, por fortuna, se hallaba lo suficientemente lejana como para no crearles el problema de tener que demostrar el preciso grado de su indudable subordinación al emperador, si bien originaba ciertas dificultades menores de administración a los oficiales que estaban al mando de algunos puertos. Por esc motivo, e inclusive en regiones en donde existía una interacción significativa, se pasaban muchas cosas por alto sin ningún inconveniente. ¿Qué consecuencias podía tener para alguien de la Europa occidental —comerciantes o estadistas— lo que estaba ocurriendo en las montañas y valles de Macedonia? Si un cataclismo natural se hubiera tragado por completo a Libia, ¿qué hubiera afectado eso realmente a nadie, incluso dentro del imperio otomano al que técnicamente pertenecía o entre los comerciantes levantinos de diversas naciones?

La falta de interdependencia de las diversas panes del mundo no fue simplemente cuestión de ignorancia, si bien fuera de la región correspondiente, y con frecuencia dentro de ella, la ignorancia del «interior» siguió siendo, desde luego, considerable. Hasta en 1848, e inclusive en los mejores mapas de Europa, habla grandes áreas de los diversos continentes marcadas en blanco, sobre iodo en África, Asia central, el interior del sur y áreas del norte de America y Australia, sin contar los casi totalmente inexplorados polos ártico y antàrtico. Los mapas que podían haber dibujado otros cartógrafos hubieran mostrado, sin duda, mayores espacios de lo desconocido; porque, si en comparación con los europeos, los funcionarios de China o los incultos exploradores, comerciantes y coureurs de bois de cada interior continental sabían bastante más sobre algunas zonas, fueran éstas grandes o pequeñas, la suma total de su conocimiento geográfico era mucho más exiguo. En cualquier caso, la mera adición aritmética de todo cuanto cualquier expeno sabía acerca del mundo era un ejercicio puramente académico. Por lo general nada era aprovechable; en realidad, ni siquiera en términos de conocimiento geográfico había un solo mundo.

Más que una causa de la falta de unidad del mundo, ta ignorancia podía considerarse un sistema. Reflejaba la ausencia de relaciones diplomáticas, políticas y administrativas, que eran realmente muy limitadas,* y la debilidad de los lazos económicos. Verdad es que ya llevaba tiempo desarrollándose el «mercado mundial», precondición crucial y característica de la sociedad ca-

■ El Almanach dt Gotha, biblia de la referencia politica, genealògica y diplomática de Europa, aunque recogía con cuidado lo poco que se sabia acerca de las ex colonias que Ahora eran repúblicas americanas, no Incluyó a Persa antea de 1859, a China ornes de 1861, a JapOn antes de 1863. a Liberia antes de 1868 y a Marruecos ames de 1871 Siam entró nada menos que en 1880.









piiaJista. Entre 1720 y 3780 el comercio internacional* había doblado de sobra su valor. En el período de la doble revolución (1780-1840) se multiplicó por más de tres veces, si bien este crecimiento sustancial fue modesto comparado con los patrones de nuestro período. Hacia 1870 el valor del comercio extranjero para cada ciudadano del Reino Unido, Francia, Alemania. Austria y Escandinavia era entre cuatro y cinco veces lo que había sido en 1830, para cada holandés y belga alrededor de tres veces, e incluso para cada ciudadano de Estados Unidos —país que daba una importancia marginal al comercio extranjero— más del doble. Durante la década de 1870, y en comparación con los 20 millones de 1840, entre las mayores naciones se .intercambió una cantidad anual de unos 88 millones de toneladas de mercancías transportadas por mar Algunos detalles: cruzaron los mares 31 millones de toneladas de carbón, en comparación con 1,4 millones; 11.2 millones de toneladas de grano, frente a menos de 2 millones: 6 millones de toneladas de hierro, en comparación con 1 millón; inclusive, y anticipándose al siglo xx, 1,4 millones de toneladas de petróleo, mercancía desconocida para el comercio marítimo en 1840.

Conozcamos ahora con más precisión la red de intercambios económicos que existía entre regiones del mundo remotas. Las exportaciones británicas a Tíirqu/a y el Oriente Medio aumentaron de 3.5 millones de libras en 1848 a casi 16 millones en 1870; a Asia, de 7 millones a 41 millones (1875); a la América Central y del Sur, de 6 millones a 25 millones (1872); a la India, de alrededor de 5 millones a 24 millones (1875); a Australia, de 1,5 millones a casi 20 millones (1875). Resumiendo, en aproximadamente treinta y cinco años el valor de las intercambios entre la economía más industrializada y las regiones más lejanas o atrasadas del mundo se multiplicó por unas seis veces Aunque, en comparación con los actuales patrones, estas cifras no son, desde luego, muy impresionantes, en conjunto sobrepasaron todo lo previsto. La red que ataba a las diversas regiones del mundo se estrechaba visiblemente.

En realidad resulta ser una cuestión compleja la forma en que el proceso continuo de exploración, que llenó de modo gradual los espacios vacíos de los mapas, se vinculó con el desarrollo del mercado mundial. Además de ser un derivado de la política exterior, en el conjunto participó también el entusiasmo misionero, la curiosidad cienlífica y. hacia el final de nuestro período, la empresa periodística y publicitaria. Y, desde luego, ninguna de las figuras que citaremos a continuación ignoraba o podía ignorar la dimensión económica de sus viajes: J. Richardscn (1787-1865), H. Barth (1821-1865) y A. Ovcrweg (1822-1852), a quienes el Foreign Office británico envió a explorar el Africa central en 1849; el gran David Livingstone (1813-1873), quien recorrió el corazón de lo que aún se conocía como «el oscuro continente» de 1840 a 1873 por cuenta del cristianismo calvinista; Henry Morton Stanley (1841-1904). periodista del New York Herald, que fue a descubrir sus contornos; S. W. Baker (1821-1892) y J. H. Speke (1827-1864), cuyos intere-





* Es decir, li suma total de todas las exportaciones e importaciones de rodos los países al alcance de las estadísticas económicas europeas en este perlado









ses fueron más puramente geográficos o aventureros. Un monseñor francés con intenciones misioneras lo expresó así:

El buen Señor no necesita a los hombres, y la extensión del Evangelio se consigue sin ninguna ayuda humana; sin embargo, para el comercio europeo sería glorioso el prestar su colaboración en la tarea de derribar las barreras que se interponen en el camino de la evangelización ..*

Explorar no sólo significaba conocer, sino desarrollar, llevar la luz de la civilización y el progreso a lo ignoto, a lo que por definición era atrasado y bárbaro; significaba vestir la inmoralidad de la salvaje desnudez con camisas y pantalones que una benéfica providencia fabricaba en Bolton y Roubaix, e introducir los artículos de Birmingham que eo su promoción arrastraban inevitablemente a la civilización.

En efecto, los «exploradores» de mediados del siglo xtx fueron simplemente un subgrupo bien lanzado en el aspecto publicitario, pero de escasa importancia numérica perteneciente a una asociación muy grande de hombres que abrieron el mundo al conocimiento. Eran aquellos que recorrían zonas en las que el desarrollo y el beneficio económico no eran aún lo suficientemente activos como para reemplazar al «explorador» por el comerciante (europeo), el buscador de minerales, el topógrafo, el constructor del ferrocarril y el telégrafo y, finalmente, siempre que el clima fuera bueno, el colonizador blanco. Los «exploradores» dominaron la cartografía del interior de África porque dicho continente no tuvo ventajas económicas muy claras para Occidente entre la abolición del comercio de esclavos del Atlántico y el descubrimiento, por un lado, de piedras y metales preciosos (en el sur), y por otro, del valor económico de ciertos productos primarios que sólo crecían o se podían cultivar en climas tropicales, artículos que, además, aún no podían obtenerse mediante la producción sintética. Nada era aún de gran significado o nada fue incluso prometedor hasta la década de 1870. aunque parezca inconcebible el hecho de que un continente lan grande y tan poco aprovechado dejara de ofrecer, más pronto o más larde, la perspectiva de ser una fuente de riqueza y beneficio. (Sin embargo, y este dato era cualquier cosa menos prometedor, las exportaciones británicas al África subsahariana aumentaron de unos 1.3 millones de libras hacia el final de la década de 1840, a unos 5 millones en 1871, y se doblaron en la década de 1870 hasta llegar a los 10 millones a principios de la de 1880.) Los «exploradores» dominaron asimismo las llanuras de Australia, ya que el desierto interior era vasto, se hallaba vacío, y hasta mediados del siglo XX estuvo falto de recursos evidentes para la explotación económica. Por otra parte, cesó el interés de los «exportadores» por los océanos del mundo, a excepción del Ártico; el Antàrtico preocupó poco durante nuestro período.* No obstan-





* El estímulo era grandemente económico: se trataba de encontrar un paso practicable en dirección noroeste y noreste pan la navegación desde el Atlántico al Pacífico, el cual, coma los vuelos transpirares de nuestras días, ahorraría mucha tiempo y consecuentemente dinero. Durante este periodo no persistió demasiado la búsqueda del actual polo none









te, la vasta extensión de] transporte marítimo y en especia] la colocación de los grandes cables submarinos, llevaban implícito mucho de lo que adecuadamente puede denominarse exploración.

Por tanto, en 1875 el mundo se conocía muchísimo mejor que antes. En gran parte de los países desarrollados había ya disponibles mapas detallados (sobre todo con propósitos militares), inclusive a escala nacional: la publicación de la primera empresa de esta índole, los mapas del Estado Mayor de Inglaterra (aunque no todavía de Escocia e Irlanda), se completó en 1862. Sin embargo, más importante que el mero conocimiento era el hecho del principio de unión entre las regiones más apartadas de la Tierra a través de medios de comunicación que no tenían precedentes en cuanto a regularidad, a capacidad para transportar gran número de personas y productos y, sobre todo, en cuanto a velocidad, esto es, el ferrocarril, el barco de vapor y el telégrafo.

En 1872 Julio Veme pronosticó un inmediato éxito: la posibilidad de dar la vuelta al mundo en ochenta días, aun contando con los numerosos contratiempos que persiguieron al indomable Phileas Fogg. Los lectores recordarán seguramente la ruta inalterable del viajero. En tren y barco de vapor cru2ó Europa desde Londres a Brindisi, y de aquí marchó en barco para atravesar el recientemente inaugurado canal de Suez (tiempo previsto siete días). La travesía de Suez a Bombay la efectuaría en barco en trece días. El viaje en tren de Bombay a Calcuta, de no ser por un fallo en la línea, lo llevaría a cabo en tres días. Desde aquí aún le quedaban cuarenta y un días de travesía marítima hasta Hong Kong, Yolcohama y, cruzando el Pacífico. San Francisco. Por otro lado, como el ferrocarril a través del continente americano se había terminado en 1869, entre el viajero y el trayecto norma] de siete días hasta Nueva York sólo se interponían los todavía incontrolados peligros del Oeste: las manadas de bisontes, los indios, etc. El resto del recorrido —la travesía del Atlántico hasta Liverpool y el tren hasta Londres— no tendría otras dificultades aparte de las exigidas por el suspense de la novela. Y de hecho, no mucho más tarde una agencia de viajes norteamericana ofrecía un viaje alrededor del mundo semejante.

¿Cuánto tiempo hubiera empleado Fogg en un viaje así en 1848? Tendría que haberlo hecho casi enteramente por mar, ya que ninguna línea ferroviaria cruzaba todavía el continente, y las únicas que existían, en Estados Unidos, apenas penetraban en el interior 350 kilómetros. El más veloz de los barcos de vela, el famoso «Clíper», hubiera empleado habitualmcnte una media de ciento diez días en el viaje a Cantón en 1870, cuando se hallaba en el momento óptimo de sus logros técnicos: desde luego era imposible que lo hiciera en menos de noventa días, pero se sabía que lo había realizado en ciento cincuenta. Difícilmente podemos suponer en 1848 una circunnavegación que, con la mejor de las fortunas, empleara mucho menos de once meses, o lo que es lo mismo, cuatro veces el tiempo de Phileas Fogg. eso sin contar los días que habría que pasar en los puertos.

Esta reducción del tiempo en los viajes de larga distancia fue relativamente modesta, debido por completo al retras£ en el mejoramiento de las ve-









locidades marítimas En 1851 el tiempo medio que empleaba un barco de vapor para ir desde Liverpool a Nueva York era de once a doce días y medio; en 1873 seguía siendo sustancialmenie el mismo, si bien la línea V/hite Star se enorgullecía de haberlo reducido a diez días.5 Salvo en los casos de propio aconamiento de la travesía marítima, como, por ejemplo, por el canal de Suez, Fogg no hubiera podido realizarlo en menos tiempo que un viajero de 1848. La transformación real se produjo en tierra y no tanto por el aumento de las velocidades que técnicamente podían alcanzar las locomoto ras de vapor, cuanto por la extraordinaria extensión de las líneas ferroviarias. El tren de 1848 fue por lo general más lento que el de la década de 1870, aunque ya bacía el trayecto Londres-Holyhead en ocho horas y media, o tres horas y media más que en 1974. (Con todo, en 1865 sir Wjlliam Wilde. pa dre de Oscar y notable pescador, podía sugerir a sus lectores de Londres un viaje de fin de semana con ida y vuelta a Connemara para pescar, viaje que sería imposible hacerlo hoy en tan corto período por tren y barco, y que no sería nada fácil sin recurrir al avión.) No obstante, la locomotora de la década de 1830 era una máquina realmente buena. Pero lo que no existia en 1848, fuera de Inglaterra, era una red ferroviaria.





n

El período que tratamos en este libro vivió la construcción de dicha red de larga distancia en casi toda Europa, en Estados Unidos e inclusive en otras zonas del mundo. En este sentido hablan por sí mismos los cuadros siguientes, de los que el primero ofrece una perspectiva de conjunto, y el segundo proporciona algunos detalles más. En 1845, el único país «subdcsarrollado» de fuera de Europa que contaba con incluso casi dos kilómetros de línea ferroviaria era Cuba. En 1855 existían líneas en los cinco continentes, aunque las de América del Sur (Brasil, Chile, Perú) y Australia apenas se notaban. En 1865 Nueva Zelanda, Argelia. México y África del Sur tenían sus primeros ferrocarriles, y en 1875, mientras Brasil. Argentina, Perú y Egipto contaban con unos 2.000 kilómetros o más de vías, Ceilán, Java, Japón y hasta la remota Tahilf habían construido sus primeras líneas. Por otro lado, en 1875, el mundo contaba con 62.000 locomotoras, 112.000 vagones y casi medio millón de vagones de mercancías, cuya capacidad de transporte, según cálculos adecuados, era de 1,371 millones de pasajeros y 715 millones de toneladas de mercancías, o lo que es lo mismo, unas nueve veces el transpone marítimo anual (cantidad inedia) durante esta década En términos cuantitativos, el tercer cuarto del siglo xix fue la primera época real del ferrocarril.

La construcción de las grandes redes de b'neas obtuvo, naturalmente, la mayor publicidad. Tomados como un todo, fue en realidad el más grande conjunto de obras públicas y hasta la fecha casi el más deslumbrante logro de la ingeniería conocido por la historia humana. En cuanto el ferrocarril salió de la poco accidentada topografía de Inglaterra, sus consecuciones técnicas se hi-









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U, era del Capital. 1848 1875





Extensión ferroviaria (miles de km)6






1840

1850

1860

1870

taso


Europa

2.7

23.2

51

101.2

162.7


Norteamérica

4.4

14,6

52,3

89.6

161


India

-

-

1.2

7,6

14.8


Resto de Asia

-

-

-

-

*


Ausualasia

-

-

m

1.9

8.6


América Latina

-

-

9

3.5

10


África (incluido Egipto)

-

-

m

0.9

4.6


Total mundial

7.1

37,8

104.5

204,7

361,7




• Mem» de 800 km.





cieron más notables. En 1854 el ferrocarril del Sur que iba de Viena a Trieste cruzaba ya el paso de Semmering a una altura de casi 90 m; en 1871 las líneas a través de los Alpes alcanzaban cotas de hasta 140 m; en 1869 el Union Pacific llegaba a los 260 m al cruzar las montadas Rocosas, y en 1874 el Ferrocarril Central peruano, obra sobresaliente de Hcnry Meiggs (1811- 1877), conquistador económico de mediados del siglo xix, avanzaba lentamente y echando humo hasta llegar a una altura de 480 m. Al mismo tiempo que subían a los picos, penetraban en los túneles perforados en las rocas y así empequeñecían los modestos trayectos de los primeros ferrocarriles ingleses. El primero de los grandes túneles alpinos, el del Monte Cents, se empezó en 1857 y se terminó en 1870. y sus 12 km los recorrió el primer tren correo acortando en veinticuatro horas el viaje a Brindisi (como se recordará. Phileas Fogg aprovechó esta ventaja).

Es imposible dejar de compartir el sentimiento de excitación, de autocon- fianza, de orgullo, que alentaba en aquellos que vivieron en esta era heroica de la ingeniería, cuando el ferrocarril enlazó por primera vez el canal de la Mancha con el Mediterráneo, cuando fue posible viajar en tren hasta Sevilla. Moscú y Brindisi, cuando los caminos de hierro se metieron hacia el Oeste a través de las praderas y las montañas norteamericanas y a través del subcon- tinente indio en la década de 1860, cuando penetraron en el valle del Nilo y llegaron hasta los interiores de la América Latina en la década de 1870.

¿Cómo podemos dejar de admirar a las tropas de choque de la industrialización que los construyeron, a los ejércitos de campesinos que, frecuentemente organizados en equipos de cooperación, removían tierra y rocas en cantidades inimaginables con picos y palas, a los capataces y peones profe sionales ingleses e irlandeses que construyeron líneas lejos de sus patrias, a los maquinistas y mecánicos de Newcastle o Bolton que se fueron a manejar los nuevos ferrocarriles de Argentina o de Nueva Gales del Sur?* ¿Cómo





* Encontramos sus huellas entre los negociantes de ¿arto, como por ejemplo el mecánico de locomotoras William Pattison de Neweastlc, qciqn se fue al exiranjeio como etKsrgsdo









Progresa de la construcción ferroviaria ’






1845

1855

1865

1875


Número de países en Europa Con ferrocarril

9

14

16

18


Con más de 1.000 km de línea ferroviaria

3

6

10

15


Con más de 10.000 km de línea ferroviaria



3

3

5


Número de países en las Américas Con ferrocarril

3

6

11

15


Con más de 1.000 km de línea ferroviaria

1

2

2

6


Con más de 10.000 km de línea ferroviaria



1

1

2


Número de países en Asia Con ferrocarril



1

2

5


Con más de 1.000 km de línea ferroviaria



_

1

1


Con más de 10-000 km de linca ferroviaria





.

1


Número de países en África Con ferrocarril



1

3

4


Con más de 1.000 km de línea ferroviaria



.



i


Con más de 10 000 km de línea ferroviaria

-

-

-

-




podemos dejar de compadecemos de los centenares de culis que se rompían los huesos en cada kilómetro de vía? Aún hoy la bella película de Satyadjit Ray, Pather Panchali (basada en una novela bengalí del siglo xtx), nos ayuda a revivir la maravilla del primer tren de vapor jamás experimentado, un enorme dragón de hierro, la irresistible e inspiradora fuerza del propio mundo industrial que logra abrirse camino allí donde previamente no habían podido pasar más que carretas de bueyes o muías de carga.

Tampoco podemos dejar de emocionamos ante los duros hombres de sombrero de copa que organizaron y presidieron estas vastas transformaciones del paisaje humano, tanto material como espiritual. Thomas Brassey (1805- 1870). que en ocasiones tuvo empleados a 80.000 hombres en los cinco continentes, fue el más famoso de estos empresarios y la lista de sus obras en el extranjero es un equivalente de los honores de guerra y medallas de campaña de los generales en los días menos brillantes: la Prato y Pistoya. la Lyon y Aviñón. el Ferrocarril Noruego, la Jutlandia, la Gran Red del Canadá, el





de reparaciones dd ferrocarril francas y que en 1852 contribuyó a la formación de la que se con- virtió en seguida en la segunda firma mayo# de la ingeniería mecánica italiana 1









Bilbao y Miranda, el Bengala Oriental, el Mauricio, la Queensland, la Argentina Central, la Lcmberg y Czeruowilz, el Ferrocarril de Dclhi, el Boca y Barracas, el Varsovia y Terespol. los Muelles del Callao.

El «romance de la industria», una frase cuya originalidad iban a agotar prácticamente diversas generaciones de oradores públicos y autoagasajadores publicitarios, llegando a abarcar incluso a los banqueros, los financieros y los agiotistas que se dedicaban simplemente a buscar el dinero para construir el ferrocarril. Individuos endiosados, aunque no estafadores, hombres como George Hudson (1800-187!) o Barthel Strousberg (1823-1884) que fueron a la bancarrota en cuanto alcanzaron una cierta altura social y material. Sus quiebras han quedado coma hitos en la historia de la economía. (No podemos disculpar, en cambio, a los verdaderas «magnates ladrones» que hubo en el ferrocarril norteamericano —Jim Fisk (1834-1873), Jay Gould (1836 1892), Comclius Vandcrbilt (1794-1877), etc.—, quienes se dedicaban a comprar y saquear los ferrocarriles existentes y todo cuanto podía caer en sus manos.) Es difícil negar un poco de admiración incluso a los mayores estafadores de los grandes constructores de ferrocarril. Henry Meiggs fue en lodos los sentidos un aventurero deshonesto que dejó tras ¿1 un rastro de facturas impagadas, sobornos y recuerdos de lujosos gastos a lo largo de todo el borde occidental de los continentes americanos y en los vastos centros de vileza y explotación como San Francisco y Panamá. Pera quienquiera que haya visto el Ferrocarril Central peruano, ¿puede negar la grandeza de conceptos y logros de su imaginación romántica, aunque picara?

La curiosa secta francesa de los sansimonianos manifestó quizá de modo más dramático esta combinación de romanticismo, espíritu emprendedor y finanzas. Sobre todo después de) fracaso de la revolución de 1848, estos apóstoles de la industrialización pasaron gradualmente de una serie de creencias que les había llevado a los libros de historia como «socialistas utópicos» a una situación de empresarios dinámicos y aventureros que les consiguió el título de «capitanes de la industria», y especialmente de constructores de comunicaciones. Por otro lado, no eran ellos los únicos que soñaban con un mundo unido por el comercio y la tecnología. Un centro de empresa mundial tan improbable como el cerrado imperio de los Habsburgo fundó el Austrian Lloyd de Trieste, cuyos barcos, anticipándose al todavía no construido canal de Suez, se llamaron Bombay y Calcuta. Sin embargo, fue un sansimoniano, F. M. de Lesscps (1805-1894), quien construyó realmente el canal de Suez y proyectó, para su posterior desgracia, el canal de Panamá.

A los hermanos Isaac y Émile Pereire se les iba a conocer principalmente como aventureros financieros que gozaron de la protección del imperio de Napoleón III. El propio Émile había supervisado la construcción del primer ferrocarril francés en 1837, cuando fijó su domicilio en un piso que había encima de los talleres y arriesgó su dinero en demostraciones de la superioridad de la nueva forma de transporte. A lo largo del Segundo Imperio los Pereire construirían lincas ferroviarias en todo el continente en una titánica rivalidad con los Rothschild más conservadores, lo que acabó>por arruinarles (1869).









la unificación del mundo





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Otro sansimoniano. P. F. Talabol (1789-1885), construyó, entre otras cosas, los ferrocarriles del sureste de Francia, los muelles de Marsella y el ferrocarril húngaro, apane de que, con la esperanza de utilizarías para una linea comercial que iría por el Danubio hasta el mar Negro, compró las barcazas paradas por la ruina del transporte fluvial en el Ródano; sin embargo, el imperio de los Habsburgo vetó este proyecto. Todos estos hombres pensaban en continentes y océanos Para ellos el mundo era una unidad ligada con raíles de hierro y motores de vapor, ya que los horizontes de los negocios eran, como sus sueños, de amplitud mundial. Para tales hombres el destino, la historia y el beneficio humanos eran una misma cosa.

Desde el punto de vista global, las redes ferroviarias siguieron siendo suplementarias de las lineas de navegación internacional. En cuanto se construyó en Asia, Australia, África y América Latina, el ferrocarril, considerado económicamente, fue, sobre todo, un ingenio para unir las regiones productoras de materias primas con un puerto, desde donde se transportarían por mar hasta las zonas urbanas e industríales del mundo. Como ya hemos visto, el transporte marítimo no era demasiado rápido en nuestro período. Su eom- puativa lentitud técnica queda reflejada en un dato que ahora conocemos muy bien. Y es que, gracias a las mejoras introducidas para aumentar su eficiencia, tecnológicamente menos dramáticas, pero aún sustanciales, el barco de vela continuó compitiendo con fuerza frente al nuevo barco de vapor Porque, si bien el vapor habia aumentado de modo notable, y del 14 por 100 de capacidad de transpone mundial en 1840 había pasado al 49 por 100 en 1870, el barco de vela le llevaba todavía ligeramente la delantera. Fue en la década de 1870 y en especial en la de 1880 cuando aquél empezó a destacarse. (Hacia finales de la última década citada, la capacidad de transporte global de los veleros quedó reducida al 25 por 100.) El triunfo del barco de vapor fue en esencia el triunfo de la marina mercante británica, o mejor dicho. el de la economía británica que lo apoyaba. En 1840 y 1850 la marina británica contaba con la cuarta pane, más o menos, del tonelaje nominal de vapores del mundo; en 1870 tenía más de la tercera parte, y en 1880 sobrepasaba la mitad En otras palabras, entre 1850 y 1880 el tonelaje de vapores británicos aumentó alrededor del 1.600 por 100, en tanto que el del resto del mundo se incrementó, aproximadamente, un 440 por 100. Esto era natural. Si la carga se embarcaba en El Callao, Shanghai o Alejandría, lo más probable es que su destino fuera Gran Bretaña Y se cargaban muchísimos barcos. Un millón y cuarto de toneladas (900.000 de ellas británicas) atravesaron el canal de Suez en 1874, mientras que en el primer año de su funcionamiento pasaron menos de medio millón. El tráfico regular por el Atlántico norte fue incluso mayor: en 1875 entraron 5.8 millones de toneladas en los tres puertos principales de la costa este de Estados Unidos.

El tren y los barcos transportaban mercancías y personas. Sin embargo. mi cierto sentido la transformación tecnológica más sorprendente de nuestro período fue la comunicación de mensajes a través del telégrafo eléctrico. A mediados de la década de 1830 se estuvo a punto, por lo visto, para el des-





















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70 la era del capital i*-i8-i87s

cubrimiento de este revolucionario mecanismo, y se produjo en la forma misteriosa en que tales problemas rompen de pronto hacia su solución. En 1836- 1837 una serie de investigadores independientes, de los que Cooke y Wheat- stone tuvieron un éxito más inmediato, lo inventaron casi simultáneamente Al cabo de los pocos años se aplicó a los ferrocarriles y, lo que es más importante, a partir de 1840 so lucieron planes para tender líneas submarinas, si bien el proyecto no resultó practicable hasta después de 1847, cuando el gran Fa- raday sugirió el aislamiento de los cables con gutapercha. En 1853 el austríaco Gintl, y dos años después Stark, de la misma nacionalidad, demostraron que por el mismo hilo podían enviarse dos mensajes en ambas direcciones; a finales de la década de 1850 la American Telegraph Company adoptó un sistema para transmitir dos mil palabras por hora; en 1860 Wheatstonc patentó un telégrafo de impresión automática, antecesor del teletipo y del télex.

Gran Bretaña y Estados Unidos aplicaban ya en la década de 1840 este nuevo invento, que fue uno de los primeros ejemplos tecnológicos que habían desarrollado los científicos y que difícilmente podía haberse realizado de no ser sobre la base de la teoría científica sofisticada. Las partes desarrolladas de Europa lo utilizaron rápidamente en los años posteriores a 1848: Austria y Prusia, en 1849; Bélgica, en 1850; Francia, en 185!; Holanda y Suiza, en 1852; Suecia, en 1853; Dinamarca, en 1854. Noruega, España. Portugal, Rusia y Grecia lo introdujeron en la segunda mitad de la década de 1850. mientras que Italia, Rumania y Turquía lo hacían en los años sesenta. Las familiares líneas y postes telegráficos no cesaban de multiplicarse: 3.500 km en 1849 en el continente europeo, casi 30000 en 1854, 75.000 en 1859, 140.000 en 1864, 200.000 en 1869. Igualmente ocurría con los mensajes. En los seis países continentales que tenían introducida entonces la telegrafía se enviaron en 1852 menos de un cuarto de millón de comunicados. En 1869, sin embargo, Francia y Alemania mandaron más de 6 millones cada una. Austria sobrepasó los 4 millones, Bélgica. Italia y Rusia más de 2 millones, e incluso TUrqula y Rumania entre 600.000 y 700.000 cada una.’

No obstante, el logro más significativo fue la construcción real de los cables submarinos que. si bien se inició con el que atravesó el canal de la Mancha a principios de la década de 1850 (Dover-Calais, 1851; Ramsgate- Ostendc, 1853), a medida que pasaba el tiempo se fueron cubriendo mayores distancias. A mediados de la década de 1840 se proyectó la instalación de un cable en el Atlántico norte que se tendió en realidad en 1857-1858. pero debido a un inadecuado aislamiento la línea se rompió. En cambio tuvo éxito la segunda tentativa efectuada en 1865, cuando se utilizó al Great Eas- tem, el barco más grande del mundo, para tender el cable. En seguida se produjo un estallido de instalación de cables internacionales que, a los cinco o seis años, rodeaban prácticamente el globo. Sólo en 1870 se estaban tendiendo los cables siguientes: Singapur-Batavia, Madrás-Penang, Pcnang- Singapur, Suez-Aden. Aden-Bombay, Penzance-Lisboa, Lisboa-Gibraltar. Gibraltar-Malta, Malta-Alejandría. Marsclla-Bona, Emden-Teherán (línea terrestre), Bona-Malta, Salcombe-Brest, Beachy Jíead-El Havre. Santiago de









Cuba-Jamaica, Móen-BomholmLiepata. y un par más de Hneas a través del mar del None. En 1872 se podía telegrafiar desde Londres a Tokio y Adelaida. En 1871 el resultado del Derby se transmitió de Londres a Calcuta en no más de cinco minutos, aunque la noticia fue mucho menos excitante que el hecho de la comunicación. En comparación con esto, ¿qué eran los ochenta días de Phileas Fogg? Tal velocidad en la comunicación no sólo resultaba sin precedentes o sin posible comparación, sino que para la mayoría de la gente de 1848 estaba más allá de toda imaginación.

La construcción de este sistema telegráfico a escala mundial combinaba tanto elementos políticos como comerciales: con la gran excepción de Estados Unidos, la telegrafía interior era o llegó a ser casi por completo propiedad del estado y manejada por éste: hasta Gran Bretaña la nacionalizó en 1869, incluyéndola en el departamento de correos. Por otro lado, los cables submarinos siguieron siendo casi por entero la reserva de la empresa privada que los había construido, si bien es evidente por la relación citada que tenían un sustancial interés estratégico, sobre todo para el imperio británico. En efecto, para los gobiernos eran de gran importancia directa, y no sólo por propósitos militares o policiales, sino también administrativos, de lo que es prueba clara la insólita cantidad de telegramas enviados en países como Rusia, Austria y Turquía, cuyo tráfico comercial y privado difícilmente podía haberlos motivado. (De hecho, el tráfico austríaco superó al de Alemania del Norte hasta los primeros años de la década de 1860.) Cuanto mayor era el territorio, más útil resultaba para las autoridades la disponibilidad de un rápido medio de comunicación con sus puestos más apanados.

Naturalmente, los negociantes utilizaban muchísimo el telégrafo, pero los ciudadanos privados pronto descubrieron su uso, sobre todo para comunicaciones urgentes y a veces dramáticas entre parientes. En 1869 alrededor del 60 por 100 de los telegramas belgas eran privados. Sin embargo, el uso más significativo y nuevo del ingenio no puede medirse por el mero número de los mensajes. Como previó Julius Reuter (1816-1899) cuando fundó su agencia telegráfica en Aquisgrán en 1851, la telegrafía transformaba tas noticias. (Reuter entró en la escena británica en 1858, con la que está asociado desde entonces.) Desde el punto de vista del periodismo, la Edad Media finalizó en la década de 1860 cuando las noticias internacionales podían cablegrafiarse libremente desde una gran cantidad de lugares esparcidos por la Tierra para llegar a la mañana siguiente a la mesa del desayuno. Los éxitos de una publicación periodística ya no se medían en días o. si se trataba de territorios más lejanos, en semanas o meses, sino en horas o incluso minutos.

Con todo, esta extraordinaria aceleración de la velocidad en las comunicaciones tuvo una consecuencia paradójica. Al ampliarse la separación existente entre los lugares con acceso a la nueva tecnología y el testo, aumentó el retraso relativo de aquellas regiones del mundo donde el caballo, el buey, la muía, el porteador humano o la barca seguían determinando la velocidad del transpone. En una época en que Nueva York podía telegrafiar a Tokio en cuestión de minutos u horas, era muy chocante que todos los recursos del









New York Herald no lograran obtener en menos de ocho o nueve meses una carta que les habla enviado David Livingstone desde el centro de África (1871-1872): y aiín chocaba más cuando The Times de Londres podía reproducir esa misma cana el día después de su publicación en Nueva York. El «selvatiquez» del «salvaje Oeste». la «oscuridad» del «oscuro continente» se debía en parte a estos contrastes.

Por otro lado, era notable la pasión que sentía el público por el explorador y el hombre que cada vez era más conocido con la denominación de «viajero» tout couri, es decir, la persona que viajaba por 0 más allá de las fronteras de la tecnología, fuera de la zona en la que el camarote del barco de vapor, el compartimiento-cama del wagon-lit (los dos invenciones de nuestro período), el hotel y la pensión se hacían cargo del turista. Phileas Fogg viajó por esta frontera. El interés de su empresa radicaba tanto en la demostración de que ahora el ferrocarril, el vapor y el telégrafo casi daban la vuelta al mundo, como en la incertidumbre y las lagunas que todavía quedaban en los viajes par el mundo y que impedían a éstos convertirse en rutinarios.

No obstante, los relatos que se leían con mayor avidez eran los de aquellos «viajeros» que afrontaban los riesgos de lo desconocido sin otra ayuda procedente de la moderna tecnología que la que podían llevar las espaldas de resueltos y numerosos porteadores nativos. Se trataba de exploradores y misioneros, especialmente aquellos que penetraban en el interior de África: de aventureros, sobre todo aquellos que se aventuraban en los inciertos territorios del islam: de naturalistas que iban a cazar mariposas y pájaros a las junglas de América del Sur o a las islas del Pacífico. Como descubrirían en seguida los editores, el tercer cuarto del siglo xdc era el principio de una edad de oro para una nueva casta de viajeros dispuestos desde el café a seguir a Burton y Speke, a Stanley y Livingstone a través de montes y bosques primitivos.





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Por otro lado, la firmeza de la economía internacional lograba que inclusive las áreas geográficamente muy remotas empezaran a entablar relaciones directas y no sólo literarias con el resto del mundo. Aunque la creciente intensidad del tráfico exigía también la rapidez, lo que contaba no era simplemente la velocidad, sino el grado de repercusión. Como ilustración vivida de esta circunstancia tenemos el ejemplo de un acontecimiento económico que, además de iniciar nuestro período, al decir de algunos influyó muchísimo en su configuración: el descubrimiento del oro en California (y, poco después. en Australia).

En enero de 1848 un hombre llamado James Marshall descubrió oro en lo que parecía ser grandes cantidades en Sutier's Mili, cerca de Sacramento, California. Era esta una extensión norteña que se acababan de anexionar Estados Unidos y que no tenia ningún interés económico significativo, excepto para unos cuantos hacendados y rancheros méxicoyiortcamericanos, así como















para pescadores y balleneros que utilizaban el adecuado puerto de la bahía de San Francisco, del que se mantenía una aldea de 812 habitantes blancos. Como quiera que este territorio tenía enfrente al Pacífico y estaba separado del resto de Estados Unidos por largas extensiones de montaña, desierto y pradera, su evidente riqueza y atractivos naturales no eran de inmediata importancia para la empresa capitalista, aunque desde luego se reconocían. La carrera del oro hizo variar prontamente la situación. Si. bien en los meses de agosto y septiembre de aquel año se empezó a filtrar la noticia de su hallazgo por el resto de Estados Unidos, no despertó gran interés hasta que lo confirmó el presidente Polk en su mensaje presidencial de diciembre. De ahí que la carrera del oro se identifique con los «del cuarenta y nueve». Hacia finales de 1849 la población de California había pasado de 14.000 habitantes a casi 100.000, y acabándose el aflo 1852 contaba ya con un cuarto de millón; San Francisco era por entonces una ciudad de casi 35.000 habitantes. En los últimos lies cuartos de 1849 atracaron en sus muelles unos 540 barcos, procedentes más o menos el 50 por 100 de puertos americanos y europeos; en 1850 fueron 1.150 barcos los que tocaron su puerto, sumando en total casi medio millón de toneladas.

Los efectos económicos de este repentino desarrollo y del desarrollo de Australia a partir de 1851 se han discutido mucho, pero los contemporáneos no pusieron en duda su importancia. En 1852 Engels comentaba con amargura a Marx: «California y Australia son dos casos no previstos en el Manifiesto comunista: se trata de la creación de la nada de grandes mercados nuevos. Tendremos que tomarlo en consideración».10 No es preciso que tratemos aquí hasta qué pumo fueron ellos responsables del general esplendor económico de Estados Unidos, o del gran aumento económico a escala mundial (véase el capítulo 2), o del súbito brote de emigración masiva (véase el capítulo 11). Lo que está bien claro, y así lo han confirmado observadores competentes, es que determinados progresos localizados a miles de kilómetros de Europa tuvieron un efecto casi inmediato y trascendental en este continente. Difícilmente podría demostrarse mejor la interdependencia de la economía mundial.

Desde luego no es nada sorprendente que las carreras del oro afectaran a las metrópolis de Europa y del este de Estados Unidos, así como a los comerciantes, financieros y navieros de amplia mentalidad. En cambio, no eran tan de esperar sus inmediatas repercusiones en otras regiones geográficamente remotas, si bien contribuyó muchísimo a ello el hecho de que a efectos prácticos California sólo fuera accesible por mar. donde la distancia no es un obstáculo serio a las comunicaciones. La fiebre del oro se extendió rápidamente por los océanos. Al igual que hicieran la mayoría de los habitantes de San Francisco en cuanto les llegó la noticia, los marineros de los barcos de) Pacífico desertaron para probar fortuna en los campos del oro. En agosto de 1849 doscientos barcos, abandonados por sus tripulantes, abarrotaban las riberas, usándose finalmente su madera en la construcción de casas. En las islas Sandwich (Hawai), China y Chile los marineros se enteraron de la noticia, pero como los capitanes prudentes —por ejemplo, los ingleses que comerciaban en la costa oeste de América del Sur— renunciaron a la venta-









josa tentación de poner rumbo al Norte, los fletes y los salarios de los marineros se dispararon junto con los precios de todo lo exportable a California; y nada dejaba de ser exportable. £1 congreso chileno, al notar hacia finales de 1849 que casi todos los barcos nacionales se habían trasladada a California, donde habían quedado inmovilizados por la deserción, permitió que los barcos extranjeros practicaran el comercio costero (de cabotaje) lemporaJmenle. California creó por primera vez una genuina red comercial para unir las costas del Pacífico, mediante la cual arribaron a Estados Unidos cereales chilenos, café y cacao mexicanos, patatas y otros comestibles australianos, azúcar y arroz de China, e incluso —después de 1854— algunas importaciones procedentes del lapón. (Por algo había predicho en 1850 el Bankers Magazine, de Boston, que «no es nada irrazonable anticipar una extensión parcial de la influencia —de la empresa y el comercio— inclusive al Japón».)"

Desde nuestro punto de vista, aún más significativo que el comercio fueron las personas. Aunque en las primeras etapas llamó mucho la atención la emigración de chilenos, peruanos y «cacknackers pertenecientes a las distintas islas» (nativos de las islas del Pacífico),11 no fue de gran importancia numérica. (En 1860 California contaba sólo con unos 2.400 latinoamericanos además de los mexicanos y con menos de 350 isleños del Pacífico.) Por otro lado, «una de las más extraordinarias consecuencias del maravilloso descubrimiento es el impulso que ha proporcionado a la empresa del imperio celeste. Los chinos, hasta ahora las criaturas más imperturbables y caseras del universo, han empezado una nueva vida por las noticias de las minas y han invadido California a millares».11 En 1849 había 76 de ellos, hacia finales de 1850 eran ya 4.000, en 1852 llegaron hasta 20.000 y en 1876 eran ya alrededor de 111.000 o el 25 por 100 de los habitantes del estado no nacidos en California. Trajeron consigo su habilidad, inteligencia y espíritu emprendedor, aparte de que de modo incidental introdujeron en la civilización occidental la exportación cultural más poderosa del este, el restaurante chino, que ya florecía en 1850. Oprimidos, odiados, ridiculizados y de cuando en cuando linchados —durante la depresión de 1862 murieron asesinados 88—, mostraron la habitual capacidad de este gran pueblo para sobrevivir y prosperar, hasta que en 1882 la ley de limitación china, clímax de una larga agitación racista, acabó con lo que quizás sea el primer ejemplo en la historia de masiva emigración voluntaria, por motivos económicos, desde una sociedad oriental a otra occidental.

Por lo demás, el estímulo de la carrera del oro trasladó hacia la costa Oeste a sólo las tradicionales masas de emigrantes, entre los que eran gran mayoría los británicos, irlandeses, alemanes y por supuesto mexicanos.

Llegaron principalmente por mar, salvo algunos de los norteamericanos (en especial de Texas, Arkansas y Missouri, además de Wisconsin e losva, estados con una desproporcionada cantidad de emigrantes hacia California) que seguramente arribaron por tiena, incómodo viaje en el que se empleaban de tres a cuatro meses para ir de una costa a la otra. La gran ruta por la que pasaba junto con sus efectos la carrera de) oro califomiano conducía hacia el Este sobre los 28.000 o 30.000 km de mar que qpían a Europa, por un lado.









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y a la cosía oeste de Estados Unidos, por otro, con San Francisco vía cabo de Hornos. Londres, Liverpool, Hamburgo, Bremen. El Havre y Burdeos tenían ya líneas navieras directas en la década de 1850. Además era constaríte el incentivo para hacer más seguro este viaje y acortarlo de cuatro a cinco1 meses. Los clíperes que construían los armadores de Boston y Nueva York para el comercio del té entre Cantón y Londres podían ahora transportar un cargamento exterior. Antes de la carrera del oro únicamente dos habían dado la vuelta a) cabo de Hornos, mientras que en el segundo semestre de 1851 llegaron 24 (de 34.000 toneladas) a San Francisco, reduciendo a menos de cien días —y en algunos casos incluso a ochenta días— el viaje por mar desde Boston a la costa oeste. Inevitablemente, era preciso disponer de una ruta más corta en potencia. El istmo de Panamá volvió a ser lo que había sido en la época colonia] española, el meollo del transporte marítimo a discutir, al menos hasta que se construyera un canal ístmico que inmediatamente concibió el tratado an- glo-norteamcricano de Bulwer y Clayion de 1850, y que realmente empezó —contra la oposición norteamericana— el inconformista sansimoniano francés F. de Lesseps, quien apenas acababa de triunfar en Suez. El gobierno de Estados Unidos promovió un servicio de correos a través del istmo de Panamá, con lo que posibilitó el establecimiento de un servicio regular mensual en barco de vapor desde Nueva York hasta el Caribe y desde Panamá a San Francisco y Oregón. El programa, que en esencia comenzó en 1848 con propósitos políticos e imperiales, comercialmente resultó más que viable con la carrera del oro. Panamá se convirtió en lo que ha sido desde entonces, una propiedad del esplendor yanqui, donde echarían los dientes los futuros magnates ladrones como el comodoro Vanderbilt y W. Ralston (1828-1889). fundador del Banco de California. El ahorro de tiempo era tan enorme que el istmo se transformó en seguida en la vía crucial de la navegación internacional: a través suyo se pudo unir Southampton con Sidney en cincuenta y ocho días, y el oro descubierto a principios de la década de 1850 en el otro gran centro minero, Australia, así como los antiguos metales preciosos de México y Perú, lo atravesaban en su camino hacia Europa y el este de Estados Unidos. Además del ora de California, quizás pasaran anualmente por él 60 millones de dólares en mercancías. No es de extrañar, pues, que en enero de 1855 ya transitara el primer ferrocarril por el istmo. Y, aunque lo habla proyectado una compañía francesa, como es natural lo construyó una norteamericana.

Estos fueron los resultados visibles y casi inmediatos de las sucesos que acontecieron en uno de los rincones más apartados del mundo. No es de extrañar que los observadores no consideraran meramente al mundo económico como un sencillo engranaje, sino como un complejo en el que cada pane era sensible a lo que ocurría en otros lugares, y a cuyo través el dinero, las mercancías y los hombres se movían de manera uniforme y con creciente rapidez, de acuerdo con el estímulo irresistible de la oferta y la demanda, la ganancia y la pérdida, y con la ayuda de la moderna tecnología. Si los más flemáticos (porque eran los menos «económicos») de estos hombres respondían en mas- se a tal estimulo —después de descubrirse el oro, la emigración británica a











Australia pasó de 20.000 a casi 90.000 personas por ario—, entonces nada ni nadie podía oponerle resistencia. Y aunque evidentemente existían aún muchas regiones, inclusive en Europa, más o menos aisladas de este movimiento, ¿quién era capaz de dudar que más pronto o más tarde no fueran arrastradas a él?





IV

En la actualidad estamos más familiarizados que los hombres de mediados del siglo xix con esta tendencia de todas las zonas de la Tiena a unirse en un solo mundo. Sin embargo, existe una diferencia sustancial entre el proceso que experimentamos hoy y el del período de este libro. De esta situación lo que más sorprende en el siglo XX es una tipificación internacional que va bastante más allá de lo puramente económico y tecnológico. En este sentido nuestro mundo se halla tipificado de un modo mucho más masivo que el de Phileas Fogg. pero sólo porque hay más máquinas, más instalaciones productivas y más negocios. Donde los habla, los ferrocarriles, los telégrafos y los barcos de 1870 no eran menos reconocibles como «modelos» internacionales que los coches y aeropuertos de 1970. Lo que apenas se daba entonces es la tipificación internacional e inierlingüística de la cultura que hoy, con breves intervalos como mucho, distribuye por todo el mundo las mismas películas. los mismos estilos de música popular, los mismos programas de televisión y hasta las mismas formas de vida popular. Hasta cierto punto, o al menos hasta donde se lo permitieron las barreras de la lengua, esta tipificación afectó de verdad a las clases medias numéricamente modestas y a algunas de las ricas. En una serie de versiones dominantes, las regiones más atrasadas copiaron los «modelos» del mundo desarrollado: el inglés por todo el imperio, en Estados Unidos y, en mucha menor medida, en el continente europeo: el francés en América Latina, Levante y zonas de la Europa del Este; el alemán- austríaco en toda la Europa central y del Este: en Escandinavia y, en alguna medida, en Estados Unidos. Aún podía discernirse un cierto estilo visual común, la superhana y sobrecargada burguesía interior, el barroco público de los teatros y las óperas, si bien, y a efectos prácticos, sólo existía en aquellos lugares en donde lo hablan establecido los europeos o los colonizadores descendientes de europeos (véase ei capítulo 13). No obstante, y salvo en Estados Unidos (y en Australia), donde los altos salarios democratizaron el mercado, y por lo mismo los estilos de vida, de las clases económicamente más modestas, esta situación siguió dándose en unos cuantos sitios.

No hay duda de que los profetas burgueses de mediados del siglo xtx vivían con la ilusión de conseguir un mundo único, más o menos tipificado, en donde todos los gobiernos reconocieran las verdades de la economía y el liberalismo políticos que. a través de la Tierra, misioneros impersonales pregonarían con más fuerza que la utilizada por los del cristianismo o el islam; un mundo reformado a imagen de la burguesía, quizás incluso un mundo del que















desaparecieran al fin las diferencias nacionales. El desarrollo de las comunicaciones exigió ya nuevas formas de coordinación internacional y organismos estandarizados, como, por ejemplo, la Unión Telegráfica Internacional de 1865, la Unión Postal Universal de 1875, la Organización Meteorológica Internacional de 1878, todas las cuales sobreviven todavía. Ya se habia planteado —-y resuelto hasta cierto punto mediante el Código Internacional de Señales de 1871— el problema de un «lenguaje» intemacionalmente tipificado. Al cabo de unos cuantos años se pusieron de moda los intentos de inventar artificiales idiomas cosmopolitas, que inició la lengua llamada de modo extraño volapuk («habla del mundo»), ideada por un alemán en 1880. (Ninguno de ellos prosperó, ni siquiera el más prometedor, el esperanto, otro producto de la década de 1880.) Por otro lado, los movimientos obreros se hallaban ya en el proceso de establecer una organización mundial que extraería conclusiones políticas de la creciente unificación del mundo: la Internacional (véase el capítulo 6).*

Sin embargo, la uniformidad y unificación internacionales siguieron siendo en este sentido débiles y parciales. En efecto, hasta cierto punto resultaba más difícil o, mejor, más tortuoso, con la ascensión de nuevas naciones y nuevas culturas de base democrática, es decir, con el uso de lenguas distintas en vez de los idiomas internacionales de las minarías educadas. Esto es lo que sucedió con la traducción de escritores europeos de reputación mundial. Y en tanto es significativo que hacia 1875 los lectores de alemán, francés, sueco, holandés, español, danés, italiano, portugués, checo y húngaro pudieran disfrutar con algunas o todas las obras de Dickens (del mismo modo que lo hicieron antes de finalizar el siglo los lectores de búlgaro, ruso, fin landés, serbocroaia, armenio y yidish), es igualmente significativo que este proceso implicara una incesante división lingüística. Cualesquiera que fuesen las perspectivas a largo plazo, los observadores liberales contemporáneos aceptaron que, a cono o medio plazo, el desarrollo provenía de la formación de naciones diferentes y rivales (véase el capítulo 5). Lo máximo que podía esperarse era que éstas incorporaran las mismas clases de instituciones, economía y creencias. La unidad del mundo implicaba división. El sistema mundial de capitalismo era una estructura de «economías nacionales» rivales. El triunfo mundial del liberalismo radicaba en su transformación de todos los pueblos, al menos de los considerados como «civilizados». No hay duda de que los paladines del proceso en el tercer cuarto del siglo XIX confiaban muchísimo en que esto aconteciera antes o después. Pero su confianza descansaba en fundamentos inseguros.

Desde luego que sí tenían base cierta en lo que respecta a la red cada vez más densa de comunicaciones mundiales, cuya consecuencia más tangible era un vasto aumento de los intercambios internacionales de mercancías y





* Más dudoso es dilucidar si la Cnj2 Roja Internacional (1860). también hija de nuestra época, pertenece a «te grupo, ya que se basaba en la forma más extrema de falta de internacionalismo. esto es. la guerra entre estados.









hombres, es decir, del comercio y la emigración, que consideraremos apane (véase el capítulo 111. Pero hasta en el terreno más netamente internacional de los negocios, la unificación mundial no era una ventaja incondicional. Porque si bien es verdad que creó una economía mundial, todas sus panes eran tan dependientes entre sí que el más leve desplazamiento de una de ellas ponía inevitablemente a las demás en movimiento. La ilustración clásica de esta circunstancia fue la depresión mundial.

Como ya se ha sugerido, en la década de 1840 dos grandes tipos de fluctuación económica afectaron las fortunas del mundo: el antiguo ciclo agrario, basado en las vicisitudes de las cosechas y la ganadería, y el reciente «cicla comercial», pane esencial del mecanismo de la economía capitalista. En la década de 1840 el primero de estos dos tipos había seguido dominando en el mundo, si bien sus efectos tendían a ser regionales en vez de mundiales debido a que hasta las más extendidas uniformidades como el clima, las epidemias de plantas, animales y seres humanos, difícilmente ocurrían de forma simultánea en todos los lugares de la Tierra. Por lo menos desde el final de las guerras napoleónicas, el ciclo de los negocios dominaba ya a las economías industrializadas, pero en la practica esto sólo afectaba a Gran Bretaña, quizás a Bélgica y a los pequeños sectores de otras economías engranadas en el sistema internacional. Las crisis no ligadas con simultáneas perturbaciones agrarias, por ejemplo, las de 1826, 1837 o 1839-1842, sacudieron a Inglaterra y a los círculos negociadores del litoral este norteamericano y Hambur go, pero dejó razonablemente tranquila a la mayor pane de Europa.

Para transformar esta situación se produjeron dos desarrollos después de 1848. En primer término, la crisis del ciclo negociador se extendió de verdad a todo el mundo. La de 1857, que empezó con una paralización bancana en Nueva York, fue probablemente la primera depresión mundial de tipo moderno. (Y quizás no fuera accidental: Karl Marx observó que las comunicaciones habían acercado muchísimo a Europa a aquellas dos grandes fuentes de perturbación de los negocios, India y Norteamérica.) Desde Estados Unidos la crisis pasó a Gran Bretaña, de aquí al norte de Alemania, luego a Escandí- navia y de vuelta a Ham burgo, y mientras sallaba los mares hasta América del Sur iba dejando a su paso un rastro de bancarrotas y desempleados La depresión de 1873, que empezó en Viena, se extendió en dirección opuesta y más ampliamente. Como veremos después, sus efectos a largo plazo fueron mucho más profundos de lo esperado. En segundo término, y al menos en los países industrializados, las viejas fluctuaciones agrarias perdieron gran parte de su efecto, y ello debido a que el transporte masivo de comestibles disminuyó las carencias locales y tendió a igualar precios, y porque el efecto social de tales carencias se hallaba ahora compensado por las buenas colocaciones generales en el sector industrial de la economía. Aún afectaría a la agricultura una serie de malas cosechas, pero no necesariamente al resto del país. Además. y como demostrarían las grandes depresiones agrarias de las décadas de 1870 y 1880, a medida que la economía mund^l consolidara su dominio.
























incluso la suene de la agricultura iba a depender mucho menos de las fluctuaciones de la naturaleza que de las de ios precios del mercado mundial.

Todas estas evoluciones afectaban tínicamente al sector mundial que ya estaba dentro de la economía internacional. Y puesto que vastas áreas y poblaciones —virtua]mente todas las de Asia y África, la mayor parte de América Latina y regiones sustanciales de Europa inclusive— existían aún al margen de cualquier economía que no fuera la del intercambio puramente local y alejadas de puertos, ferrocarriles y telégrafos, no debemos exagerar la unificación del mundo conseguida entre 1848 y 1875. Después de todo, como señaló un eminente cronista de la época, «la economía mundial está sólo en sus comienzos»; pero, añadió también justamente: «aún estos comienzos nos permiten adivinar su futura importancia, por cuanto en la etapa actual ya representa una transformación verdaderamente asombrosa en la productividad de la humanidad».1' Si. por ejemplo, considerásemos únicamente una región tan cercana a Europa como la costa sur del Mediterráneo y el norte de África, en 1870 poco de lo que hemos dicho antes podría aplicarse a piarte alguna, excepto a Egipto y a los modestos territorios argelinos colonizados por emigrantes franceses. Marruecos garantizó a los extranjeros la libertad de comerciar en el territorio en 1862; a Tunicia no se le ocurrió la idea, casi tan desastrosa aquí como en Egipto, de acelerar su lento progreso mediante préstamos hasta después de 1865. En este tiempo es cuando el té, producto del crecimiento del comercio mundial, aparece por vez primera ai sur del Atlas en Uargla. Tombuctú y Tafilete, si bien todavía como artículo de considerable lujo: una libra costaba el equivalente a la mensualidad de un soldado. Hasta la segunda mitad del siglo no hubo signos del aumento de población característico del mundo moderno en los países islámicos; en cambio, en todos los países saharianos, así como en España, la combinación tradicional del hambre y la epidemia de 1867-1869 (que asoló a la vez gran parte de la India) es de mucha más importancia económica, social y política que cualquiera de los progresos asociados con la ascensión de! capitalismo mundial, aunque quizás —como en Argelia— éste la intensificó.











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