viernes, 28 de julio de 2017

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IX. El despotismo ilustrado





La trayectoria histórica que arranca de la afirmación renacentista, alcanza su apogeo en el siglo XVIII. De un lado, culminan los valores tradicionales que superaron el Renacimiento, asociados a los nuevos factores culturales que fueron asimilados por la sociedad sin perjuicio para su estructura antigua: economía de tipo mercantilista, organización social jerárquica, monarquía absoluta, cultura encuadrada en los marcos nacionales y espíritu religioso creyente en la Revelación —en resumen, lo que ha dado en llamarse Antiguo Régimen—, De otro, se desarrollan los productos genuinos de los postulados renacentistas, los cuales, por su oposición inevitable al sistema político, religioso y cultural imperante, adquieren fuerza y valor subversivos. Racionalismo, individualismo, subjetivismo, criticismo, indiferentismo, relativismo, se combinan en la filosofía de la Ilustración para preparar la explosión revolucionaria que corona la obra de los pensadores radicales de la centuria.

Sin embargo, durante el Dieciocho se logra una posición de equilibrio entre la Tradición y la Revolución cuyo símbolo cabal se halla expresado en la monarquía del Despotismo Ilustrado. Como indica su mismo nombre, ésta recoge lo viejo y lo nuevo, el pasado y el futuro. La coexistencia de elementos antagónicos en cada uno de los fenómenos históricos del “siglo de las luces” se explica









porque esta centuria, por lo menos en una de sus ramas ideológicas, no fue una época de entusiasmos ni de profundas convicciones. En ella todo se halla adecuadamente compensado y amortiguado. Sólo hacia su último tercio una nueva generación rompe violentamente el compromiso cultural y político trabajosamente elaborado y abre cauce al desencadenamiento de las posiciones extremas. Con la Revolución empieza la decadencia de los valores renacentistas.

El siglo XVIII es por antonomasia la época de la fe en la razón humana, que ha de inaugurar la era de la “redención por la filosofía”. El pensamiento pretende dominar en las diferentes esferas de la actividad histórica y señalar los nuevos rumbos para la economía, la estructura social, el gobierno, las ciencias y la religión de los pueblos. Por esta causa iniciamos el estudio de las características intrínsecas del Setecientos con la exposición de sus nuevas fórmulas ideológicas.





ENCICLOPEDIA Y "AUFKLÄRUNG"

Formación y difusión del pensamiento “ilustrado”. La Ilustración, o Aufklärung en alemán, no es un movimiento cultural, creador e inédito. Se trata de un simple proceso de divulgación y aplicación práctica de los grandes principios establecidos por la filosofía y la investigación científica del siglo precedente. En el aspecto del desarrollo general de la cultura, la intelectualidad “ilustrada” adquiere, por tanto, una influencia muy marcada y su obra es, en verdad, importante y positiva. Pero, en cambio, su actitud es puramente negativa cuando se enfrenta con los grandes problemas de la sociedad de la época, inaugurando el ciclo de crisis espirituales que se suceden sin interrupción hasta culminar en la del siglo XX.

Dos son los principios renacentistas que informan el nacimiento del pensamiento ilustrado: el racionalismo y el naturalismo. Ambos habían triunfado en la última generación del siglo XVII, según hemos examinado al referirnos a la titulada “crisis de la conciencia europea” (pág. 542). La labor demoledora de Bayle, la nueva concepción política de Locke, la visión del mundo de Newton, el moralismo laico









de Shaftesbury, el deísmo de Collins, habían coincidido en la escena intelectual europea como prueba de una cohesión ideológica que hacía prever un brusco y formidable ataque contra el orden establecido. Pero nos engañaríamos —como se engañó Hazard— si considerásemos que la masa generacional de aquel entonces se hizo eco de la novísima forma de pensar. Hoy damos un valor de exponente a la obra de aquellos precursores; pero en su tiempo fueron desconocidos o poco menos: Fénelon permaneció inédito; Grocio, Pufendorf y Locke sólo eran conocidos por los eruditos. Cierto es, en cambio, que el Dictionnaire de Bayle figuraba en la mitad de las bibliotecas particulares; que la Histoire des Oracles, de Fontenelle, fue editada doce veces de 1686 a 1724; que las obras de Saint-Evremond tuvieron una boga inaudita (cincuenta ediciones hasta 1705); pero aun todo ello es poco si se compara con el ciego entusiasmo que despertaban los Caracteres de La Bruyère, crítica epidérmica de la sociedad versallesca. A excepción de algunos “libertinos” que frecuentaban los salones de Ninon de Léñelos y de Mesdames de La Sablière y Deshouliéres, la sociedad francesa, en general, recibió con evidente desinterés la semilla que acababan de sembrar aquellos pensadores.

No obstante, continuaba abriéndose paso de modo implacable la crítica contra la mentalidad tradicional. Una crítica en modo alguna violenta, sino fina, irónica, al gusto de la época. El decenio 1720-1730 asistió a una verdadera proliferación de obras imaginativas, cuyo velado objeto era poner en entredicho la estructura social e ideológica hasta entonces aceptada por válida. Siguiendo el camino inaugurado por las Conversazioni de Maraña (pág. 546) y seguido con éxito cada vez creciente por Chardin, La Mothe le Boyer y Simon Ockley, una nube de turcos, persas, chinos y árabes se abatió sobre los países de Occidente para enjuiciar sus costumbres y ritos, no a la luz de su experiencia nacional, sino al foco de la “razón” ocultamente manejado por el autor. No debe olvidarse que de 1721 datan las Cartas persas del parlamentario Montesquieu, audaz e ingenioso ataque contra los convencionalismos del Antiguo Régimen. Cinco años las separan de los Viajes de Gulliver, de Johnatan Swift, en cuya obra, a través de unas peripecias sorprendentes, de mentalidad infantil, resalta una acerba









crítica de las prevenciones humanas. En la misma línea puede situarse The Beggar’s Opera (1728), de John Gay, apología de los bajos fondos en los que ejerce su papel hegemónico Mr. Peachum y su banda; en realidad, mordaz ataque contra la nobleza y la vida política de Inglaterra.

De otro lado, en el mismo decenio aumentan las diatribas contra la religión. Dios es combatido; no, desde luego, el Dios de los deístas, sino el de los cristianos, al que se le acusa de ser ilógico e irracional. Ahora no se trata de simples alfilerazos; las centurias de debeladores de la ortodoxia despliegan sus líneas con encarnizamiento apasionado. Ahí están el napolitano Pietro Giannone, quien combatió la iconodulia y la jerarquía en la Istoria civile del regno di Napoli (1723); el sacerdote francés Jean Messlier, quien, en el transcurso de una crisis ideológica paroxísmica, lanzó contra la Iglesia brutales blasfemias (Testament, 1729), y el deísta inglés John Tyndall, quien, en 1730, insistió sobre el imperio de la ley natural en las afecciones religiosas de los hombres en la obra Christianity as oíd as the Creation.

Todo ello revelaba un estado de espíritu. Otro aspecto de la misma tendencia lo constituye la admiración continental hacia Inglaterra, reciente vencedora en Utrecht e ilustrada por una brillante generación intelectual en que Locke, Newton y Shaftesbury se codeaban con el poeta Pope, el dramaturgo Addison y el novelista Swift. En esa atmósfera, las corrientes empiristas inglesas ganaron prontamente el continente. El primer país afectado por ellas fue, como es natural, Holanda, donde ya en 1716 se explicaban los principios newtonianos en la Universidad de Leyden y se imprimían los tratados de Locke y los deístas. Pero su asimilación al pensamiento continental y su transformación en la filosofía de la Ilustración se llevó a cabo en Francia. El país del racionalismo admitió las conclusiones más radicales de la filosofía inglesa, su actitud escéptica frente a la monarquía, la religión y las instituciones tradicionales. Los sistemas elaborados en Francia hacia la mitad del siglo XVIII, que luego estudiaremos detalladamente, irradiaron por toda Europa, ya que en aquella centuria la lengua y el espíritu francés imperaban sin rival en el continente. La Ilustración se difundió desde Francia, concretamente desde París, por España, Italia, Prusia, Austria, Suecia y Rusia.









El éxito de la Ilustración en Francia no se explica sin la existencia de tres factores: el desencanto producido por el fracaso de la política interna y externa de Luis XIV, el poderoso arraigo de la filosofía cartesiana y el desarrollo bastante considerable del libertinaje filosófico-religioso. Fueron condiciones sociales, políticas e intelectuales muy diversas las que formaron el ariete que se lanzó al asalto de la Tradición. Un investigador muy riguroso —Momet— establece tres fases en este proceso combativo: la etapa inicial, la lucha decisiva y el triunfo. Las dos primeras (hasta 1770) corresponden íntegramente al momento que ahora estudiamos; ambas se hallan separadas por la fecha de 1748, en que apareció el Espíritu de las Leyes, de Montesquieu.

Una nota peculiar del desarrollo de la nueva corriente intelectual fue su alejamiento de las universidades y academias oficiales donde chocaba, como es lógico, con la resistencia del Estado y las autoridades. Los filósofos y literatos partidarios del pensamiento ilustrado se agrupaban en los salones de París, que en esta época desempeñaron un papel importantísimo en la cristalización de las formas intelectuales. El salón, como centro de refinamiento espiritual, tenía en Francia una tradición de dos siglos; pero durante el XVIII se convirtió en crisol de la Ilustración. En el club del Entresuelo, el abate Alary reunió desde 1724 a personalidades relevantes en el campo del doctrinarismo político y del utopismo literario; más tarde fueron muy concurridos los salones de las señoras de Deffand, Lespinasse, Geoffrin, Epinay,etc., a cuyas tertulias asistían Fontenelle, Montesquieu, D’Alembert, Duelos; Grimm y otros jerifaltes de las nuevas corrientes ideológicas.

También hemos de computar la prensa entre los elementos que favorecieron la propagación del pensamiento ilustrado. La edición de libros, folletos y revistas progresó extraordinariamente durante el siglo XVIII, y aunque muchos de ellos eran censurados por las autoridades reales o eclesiásticas, las impresiones de libros prohibidos, realizadas en Holanda, eran introducidas clandestinamente en Francia y de aquí pasaban a otros países. Una vasta organización de libreros y comisionistas difundía los folletos más radicales, a veces ante los mismos ojos de la policía. A fines del siglo, cuando la Ilustración se impuso en la sociedad, las ediciones de las obras enciclopedistas se multiplicaron en escala









considerable. Por lo que respecta a la difusión de la cultura y las noticias, el Dieciocho fomentó el auge de los periódicos, aparecidos en la centuria precedente. Hebdomadarios y cotidianos vieron la luz en todos los países europeos. Parece ser que el primer cotidiano propiamente dicho, fue el Daily Courant, aparecido en Londres en 1702.

Aunque sin relación concreta con este proceso intelectual, hemos de considerar la masonería entre los elementos que intervinieron en la divulgación de las nuevas fórmulas ideológicas. Su origen no está todavía puesto en claro; sin embargo, se señalan sus primeros pasos en la Inglaterra del siglo XVI. A principios del XVIII, en 1717, fundóse en Londres la Gran Logia de Inglaterra, una organización o liga secreta basada en principios deístas con una especial valorización de lo humano. Su deísmo tomó rápidamente una actitud agresiva contra todo lo positivo en la Iglesia, y con esta forma pasó al continente. En 1732 fundóse la primera logia en París, aunque ya existían grupos anteriores, importados por la emigración británica durante la persecución estuardista en Inglaterra. En 1737 se establecieron logias en Hamburgo, en 1740 en Berlín y en 1742 en Viena. Muy pronto todo el continente fue cubierto por esta red de organizaciones secretas, en las que participaron príncipes, hombres de Estado, generales y grandes comerciantes. La religión natural y un humanitarismo vago continuaron siendo sus principios básicos, concordes en este aspecto, como en tantos otros, con la filosofía de la Ilustración.

La Ciudad ideal del filósofo ilustrado. El ideal de la Ilustración fue la naturaleza; lo natural abarcado por la razón. En consecuencia, estaba en íntima oposición con lo Sobrenatural y lo Tradicional, o sea, con lo divino y lo histórico. Sus fórmulas ideológicas reciben los siguientes nombres: religión natural, derecho natural, estado natural, fuerza de la razón humana sin ninguna coacción exterior, predominio de la conciencia libre. En definitiva, el pensamiento ilustrado quería modificar la estructura social legada por la geografía y la historia por las conclusiones derivadas de un racionalismo exclusivista.

Esta actitud intelectual tenía un aspecto positivo,









constructivo si así queremos denominarlo: la consideración de la plena realidad del hombre como unidad aprehensora de la naturaleza. Por esto ha podido ser escrito que el filósofo del siglo XVIII “sublimaba su ser” al considerar el conjunto de la realidad, tan infinitamente multiforme y, sin embargo, tan unánimemente ordenado. En los espíritus superiores la contemplación inteligente del universo podía infundirles, en efecto, los elevados sentimientos de eternidad e infinidad. Por otra parte, la idea de una constitución racional, comün a todos los hombres, hizo nacer en los círculos intelectuales una efusión sentimental por la humanidad y lo que se consideraban sus derechos. En este aspecto, el siglo XVIII renueva el ideal cosmopolita del Humanismo, y lo avalora con una nueva faceta, el filantropismo, el amor al prójimo del cristiano trasplantado a un terreno laico. Este impulso adopta a veces características irracionales, sentimentalistas, prerrománticas, como se observa en el “amor al salvaje”, en la afición a las novelas cuya acción se desarrolla en “la libre selva”, fuera de las trabas de la civilización, “donde el alma puede expresar sus nobles sentimientos”. Sin embargo, en muchos casos sólo se trata del retomo a la naturaleza como exigencia ineluctable de la razón, que se consideraba “oprimida”.

El aspecto positivo de la Ilustración va acompañado de un optimismo irrefrenable sobre el futuro de la Humanidad. La creencia en el proceso ininterrumpido de las sociedades humanas se formaliza en esta época, aunque ya Demócrito lo había expresado en la Antigüedad. El espíritu de los gobernantes, convenientemente ilustrado, puede resolver cuantos problemas y miserias afectan al hombre, tanto los morales como los materiales. Toda la cuestión se reduce a “ilustrar” a los gobernantes y al pueblo, y de esta necesidad arranca la nueva pedagogía, cuyo cultivo, juntamente con el de la psicología, había de alcanzar gran desarrollo a fines de la centuria.

Pero al lado de esta obra constructiva, que en buena parte compagina perfectamente con lo tradicional, la Ilustración se abate contra la monarquía y la Iglesia, que en aquel tiempo es tanto como decir contra la armazón que sostenía la sociedad entera, Los filósofos ilustrados no se limitan tan sólo a señalar los abusos inherentes a toda









institución humana, sino que atacan denodadamente sus mismos fundamentos. En el aspecto religioso, unos son deístas, otros ateos y algunos materialistas; en el político, postulan doctrinas diversas que oscilan del gobierno oligárquico de la aristocracia a la monarquía liberal o a la pura democracia socializante. Ninguno de ellos cree ya en los pilares fundamentales de la sociedad del Antiguo Régimen: el Trono y la Iglesia, indisolublemente unidos.

Es inútil que el pensador italiano Giambattista Vico (1668-1744) se oponga a esas ilusiones. En su Scienza Nuova Prima (1725) intentó demostrar la ficción del progreso de las sociedades humanas, proclamando la ley del “eterno retorno”, la decadencia después del auge, la evolución orgánica de los pueblos. Su filosofía, por discordante, no pudo ser ni fue entendida en aquel tiempo. Las palabras mágicas que atraían a los espíritus eran entonces felicidad, progreso, humanidad, tolerancia, beneficencia; tales eran los nombres de las grandes avenidas de la Ciudad “ilustrada”, cuyos destinos presidían un Dios natural, desconocido e irreconocible, y la Razón iluminada por sus propias luces.

Las bases doctrinarias de la Ilustración francesa: Montesquieu y Voltaire. La primera generación ilustrada en Francia, la acaudillaron Carlos de Secondat, barón de Montesquieu, y Francisco María Arouet, Voltaire. De los dos —según Meinecke— éste es el que recoge totalmente las corrientes racionalista, jusnaturalista y empirista surgidas de las entrañas del siglo XVII. Sin embargo, aquél es el más profundo, y, por lo tanto, se nos aparece como el más fiel exponente de la Ilustración, en lo que tenía de nueva concepción del mundo y de instrumento ideológico de la clase social que se abrió camino hacia el poder en el siglo XVIII: la burguesía.

Montesquieu (1689-1755), presidente del Parlamento de Burdeos, satirizó las viejas ideas y los defectos sociales y políticos de Francia en sus famosas Cartas persas (1721), cuya resonancia fue extraordinaria. También tuvieron gran difusión sus Consideraciones sobre la grandeza y la decadencia de los romanos (1734), obra de teorización histórica, en que señalaba como ejemplo a la juventud francesa la organización y el espíritu de la República









romana. Pero la obra triunfal de Montesquieu, aquella que abrió profunda brecha en la fortaleza de las concepciones políticas dominantes en Francia, fue El espíritu de las Leyes, hasta el punto de que se adopta la fecha de su aparición (1748) como punto de arranque de la victoria intelectual de la Ilustración y cifra representativa de una generación histórica. En dicha obra, Montesquieu demostraba que las leyes nacían de la concurrencia de varias condiciones físicas, sociales e históricas; que las formas de gobierno, también varias, se basaban en conceptos espirituales distintos; y que la mejor sería aquella en que los poderes del Estado quedaran divididos, o sea, que conservando el rey el poder ejecutivo, el legislativo recayera en una asamblea de la nobleza, el clero y los magistrados, y el judicial en los parlamentos. Monárquico por convicción (la “monarquía se funda en el honor”), pero partidario de una nueva estructura del Estado, el Montesquieu del Espíritu de las Leyes fue el difusor de las ideas parlamentaristas inglesas y la fuente donde bebieron las promociones revolucionarias.

La división de poderes preconizada por Montesquieu pugnaba totalmente con la organización de la monarquía absoluta francesa. Su obra fue completada, desde otro punto de vista, por Voltaire (1694-1778), escritor brillante y superficial, entregado á la vida y al placer, cautivo de la misma facilidad de su pluma, que esgrimió como campeón de la tolerancia y de la libertad espiritual. Hasta 1748 este escritor era, para la opinión pública, un gran poeta dramático, el solo gran poeta épico de su siglo y un filósofo atrevido; así se había mostrado en la Enriada y en varias tragedias escritas en su juventud. Pero desde 1751, cuando inauguró un nuevo estilo histórico en Le siècle de Louis XIV, Voltaire fue, además, el adalid de la “lucha general contra toda autoridad”. Profundamente penetrado del movimiento filosófico inglés, en particular de Locke y los deístas, Voltaire popularizó sus principios fundamentales valiéndose de una pluma terriblemente mordaz, cáustica y agresiva. Elegante, ingenioso y excelente polemista, puso estas estimables condiciones al servicio de doctrinas demoledoras, a las que rodeó de un prestigio inmerecido, ya que en muchas ocasiones lo substancial y lo firme no brillan en sus sátiras y diatribas. Su lucha se









desarrolló en dos planos distintos: uno, público, y otro, secreto. En el primero, además de la obra citada, cabe señalar el Essai sur les moeurs et l’esprit des nations (1756), un trabajo hecho a la medida de la burguesía de que procedía, una filosofía laica de la Historia, y el Dictionnaire philosophique, de un lado el proceso claro de los abusos que perdieron al Antiguo Régimen y, de otro, la explicación exhaustiva del argumento del predominio absoluto de la razón sobre cualquier pasión o entusiasmo personal. En el segundo plano, es decir en el de las publicaciones de carácter secreto, hay que situar especialmente unos dos centenares de folletos, opúsculos y hojas volantes. En este último aspecto, amparándose en el anonimato, la obra de Voltaire fue implacablemente destructora de los grandes principios que constituían el entramado del edificio social de la época, sobre todo de la religión cristiana. Enemigo irreconciliable de la Iglesia, fue coreado por cuantos enciclopedistas se habían dejado ganar por las corrientes deístas o naturalistas procedentes de Inglaterra. Cada día más radical en sus violentas campañas y cada día más profusamente leído por un público que gustaba de su fácil y mordaz prosa (La Pucelle, 1754; Candide, 1759), Voltaire, que se había instalado en Ferney, cerca del lago de Ginebra, donde vivió durante veinte años con tren principesco, fue otro soberano más de Europa: un monarca sin corona; pero cuya influencia irradiaba de El Pardo a San Peters- burgo, de Versalles a Sans-Souci. Gracias a este prestigio excepcional, Arouet pudo legar a la posteridad su nombre como expresión de una actitud escéptica ante la vida (el volterianismo).





La segunda generación “ilustrada”: los enciclopedistas. Montesquieu y Voltaire fueron los ídolos de la generación que consolidó y desarrolló el triunfo del pensamiento ilustrado en Francia. Uno y otro habían nacido a fines del siglo XVII. En el segundo decenio del XVIII nacieron Mably (1710), Rousseau (1712), Diderot (1713), Helvetius (1715), D’Alembert (1717) y Holbach (1723), los hombres de la generación del 1748, los enciclopedistas propiamente dichos. Sin embargo, 'aunque cabalgando en el mismo espíritu reformista, se distinguen dos tendencias en el seno









de esta generación: de un lado, la volteriana, de indudable y clara ascendencia racionalista, materialista y aristocrática, y de otro, la rusoniana, que a la vez que ataca la dirección naturalista diverge de la anterior en los tres caracteres fundamentales, ya que acentúan su carácter sentimental, espiritualista y popular. Esta división es importante. En términos generales, aquélla puede señalar el ápice terminal de la evolución ideológica racionalista, mientras ésta anunciaría el advenimiento de una poderosa oleada de irracionalidad en el ámbito de la historia europea. En cualquier caso, una y otra llegaron a convertirse en las fuentes más considerables del bifacetismo ideológico del siglo XIX.

La tendencia materialista se encama en los enciclopedistas propiamente dichos. Reciben este nombre de la Enciclopedia, diccionario razonado de las ciencias, artes y oficios, que empezó a publicarse en 1751. Reproduciendo y ampliando la idea que ya anteriormente había utilizado Bayle en su Diccionario, y luego el inglés Chambers en su Cyclopedia, la enciclopedia fue una laboriosa obra de carácter colectivo, ideada con la finalidad primordial de proporcionar soluciones a cuantos problemas preocupaban a la sociedad noble y burguesa de su época. Su objeto concreto era ilustrar a las generaciones futuras, haciéndolas más dichosas, y para ello compiló cuantos datos le proporcionaba la filosofía y la investigación científica de la Ilustración. Galicana, liberal y monarquizante, anticlerical y opuesta a los abusos del gobierno absolutista, la Enciclopedia vino a ser la representación cabal del espíritu ilustrado. En ella colaboraron la mayoría de los filósofos franceses de la época; pero sus redactores principales fueron el polígrafo Jaucourt, el jurisconsulto Boucher d’Argis, y en particular Dionisio Diderot y Juan Le Rond D’Alembert. Este último (1717-1783) se distinguió como un notable físico y un eminente matemático. Escribió para la Enciclopedia gran parte de su famoso Discurso preliminar y la imbuyó con su espíritu pesimista y materialista, a pesar de que hablara de la “cruzada de la filosofía”. La personalidad de Diderot (1713-1784) es mucho más compleja. Hombre de saber prodigioso de amplia inteligencia, no consiguió domeñar la duplicidad de su espíritu, la lucha que existía en su mismo interior









entre el “hombre natural” y el “hombre artificial”. Por esta causa su figura se yergue en el cruce del siglo XVIII con un aspa dirigida al materialismo y otra al prerromanticismo. Materialista y escéptico en sus Pensées sur l’interprétation de la Nature (1746), inmoral en sus Bijoux, pulsa las cuerdas de un lirismo altamente moralizador en sus dos obras más conspicuas y mejor conocidas Le père de famille (1758) y Le fils naturel (1757), en donde a la admiración de lo clásico, a las resonancias de las lecturas de ciertos autores como Locke, Shaftesbury y Bayle, se une un idealismo ético que le evita desplomarse en el materialismo. Sobre esas líneas estableció los principios de una moral laica y humanitaria que debía perdurar hasta nuestros días.

Prescindiendo de Julien de La Mettrie, “el ateo de Federico II”, un momento famoso por sus obras Histoire naturelle de l’âme, L’homme machine. L’homme plante, el materialismo puro, el ateísmo, se hallan representados por Adriano Helvetius y el barón d’Holbach. Del primero conoció gran boga el tratado De l’esprit (1758), que mereció la aprobación de la censura real. Pero bajo una capa epidérmica inofensiva encubría la aplicación del sensualismo al campo de la ética y la fundamentación de todo comercio moral en el egoísmo. “El amor a sí mismo —decía— es la única base sobre la que pueden echarse los sillares de una moral útil”. Su única religión era la de la Naturaleza y sus hijas: Virtud, Verdad y Razón. Mucho más radical aún fue d’Holbach (1723-1789). En su Sistema de la Naturaleza (1770), publicó un resumen del ateísmo materialista, como última consecuencia del naturalismo y el racionalismo. En esta obra negaba toda la religión y sentaba el principio de que en el mundo no existía más que la materia, dotada de la facultad de sentir; en otras, como De l'homme, sostuvo el principio de la soberanía del pueblo frente a la realeza, la teoría del pacto social y la necesidad de un gobierno contrario a la violencia y que garantizase la libertad de pensamiento y prensa.

El idealismo inglés y tel naturalismo francés: Rousseau. Es posible reconocer la tendencia naturalista en los escritores que, en nombre de la tradición, se opusieron a las tesis religiosas, morales y políticas de Locke, Diderot, Voltaire, etc. Entre ellos cabría incluir a Jacob Nicolas Moreau,









autor de una divertida Histoire des cacouacs (1757). Sin embargo, el grueso principal de este grupo lo constituye una serie de intelectuales, de evidente posición crítica ante el pasado, que no creen en el ateísmo ni en el materialismo.

Como la materialista, tal corriente tiene su punto de origen en Inglaterra. Desde los mismos albores de la Ilustración, el pensamiento británico se había mostrado reacio a seguir por los cauces por los que afluía el racionalismo continental. Una atmósfera de optimismo aureola el Robinson Crusoe (1719) de Daniel Defoe y la Pamela de Richardson (1689-1761), novela de una mujer virtuosa qüe triunfa sobre los solapados propósitos de un seductor. Este mismo ambiente respira la obra del obispo de Cloyne, en Irlanda, George Berkeley (1685-1753). En sus Principios del conocimiento humano (1710) y Diálogo entre Hylas y Philonus (1712), el vigoroso pensador inglés reaccionó contra el sensualismo de Locke y afirmó que el espíritu era la sola realidad, fuera de la cual carecía de base el mundo material externo. Los filósofos coetáneos se burlaron de su famoso lema: “el mundo corpóreo es mi representación”; pero no sabían cómo rebatir sus argumentos, que destruían el escepticismo y exigían la existencia de Dios, creador del espíritu. Más duro fue todavía el impacto que en su cerrado racionalismo causó el pensamiento del escocés David Hume (1711-1776), hombre que los filósofos consideraban como suyo, y que, sin embargo, atacaba los fundamentos del culto de la Razón, demostrando la falsedad de su tiranía despótica. Y ¿por qué era falsa? Porque nada implica el principio de una causalidad necesaria (Treatise of human nature, 1739-1740). Partidario de unas “convicciones naturales”, Hume superó el escepticismo racionalista de viejo cuño y a través del trascendentalismo de Kant o de la propia escuela escocesa su pensamiento influyó ampliamente en la Europa del siglo XIX.

En el continente, el naturalismo floreció gracias a la obra apasionada y vital de Juan Jacobo Rousseau, nacido en Ginebra (1712-1778). De familia protestante, el ginebrino llevó durante su vida una existencia conmovida, pobre y errante. Era de temperamento ardiente, y, en consecuencia, sus doctrinas filosófica' y políticas habían de partir de principios distintos de los usados corrientemente por los









pensadores de la Ilustración. Contra el culto desenfrenado de la razón, propugnó Rousseau el libre desenvolvimiento de la personalidad, de dentro afuera, la espiritualización de la concepción mecanicista de la naturaleza y la guerra contra la corriente dominante, fríamente racionalista. Sus obras de mayor resonancia inmediata no fueron, como pudiera creerse, las de carácter político, sino, por el contrario, las referentes a concepciones sociales y pedagógicas. En sus Nueva Eloísa y Emilio (1761-1762) Rousseau desenvolvía sus ideas sobre el retorno a la naturaleza, en una vida pacífica, simple, sin envidias, odios ni inquietudes; contrario a la educación intelectualista —tan preconizada por los filósofos ilustrados— establecía un sistema conforme al desarrollo de las cualidades naturales, y dirigido en particular a la adquisición de conocimientos físico-naturales y artísticos. Rousseau pretendía emocionar a sus lectores, hacerles comprender que el hombre tenía fuerzas de amor, generosidad y piedad capaces de oponerse a las de egoísmo y crueldad. Su doctrina del hombre naturalmente bueno ejerció una profunda impresión en la sociedad de su época.

Pero por sus conclusiones de un moralismo laico y humanitario y por sus mismos ataques a la tradición religiosa y social, la filosofía rusoniana tenía un efecto debelador análogo a la puramente enciclopedista. Este aspecto negativo de la obra de Rousseau se aprecia ya en su famoso y laureado ensayo Discurso sobre el origen de la desigualdad (1753), premiado por la Academia de Dijon en el concurso abierto sobre el tema “Si las ciencias y las artes han contribuido a corromper o a depurar las costumbres”. Un filósofo puro se habría inclinado por esta última salida del dilema. Rousseau, por el contrario, estimó que el civilizado había corrompido al salvaje, el ciudadano al campesino, el antiguo al moderno. La iniquidad fue establecida por el primero que osó decir: “eso es mío” —sensacional afirmación de tipo socialista—. En esta misma orientación —la democracia colectivista— se sitúa El Contrato social (1762), cuya importancia, a decir verdad, fue en su tiempo escasa; tampoco parece ser que su autor le atribuyera lugar eminente en el conjunto de sus obras. Pero, sin embargo, el Contrato social influyó de modo profundo en las generaciones posteriores por el dogmatismo y la contundencia de sus fórmulas. En esta obra Rousseau bosqueja los









fundamentos de un régimen democrático; afirma que los ciudadanos de una nación, todos ellos con iguales derechos, han de participar en la soberanía, cuya expresión, la ley, debe ser resultado de la voluntad general, mientras que el poder ha de ser ejercido por el pueblo o por un gobierno delegado por el mismo. Estas teorías eran las que informaban el fondo de la doctrina de Locke; pero Rousseau las injertó con una explosiva metafísica de la bondad natural del hombre y un entusiasmo religioso por su libertad e igualdad fundamentales. En este sentido, fue el inspirador de la democracia despótica de los jacobinos.

De modo aún más claro que Rousseau, el abate Mably dedujo las consecuencias radicales de las nuevas teorías políticas. Poco antes, en el Code de la Nature (1755), Morelly había preconizado por vez primera el comunismo al sostener que la Naturaleza enseñaba el reparto de bienes y la distribución de éstos de conformidad con las necesidades de los hombres. Mably fue mucho más lejos, y, sobre todo, su pensamiento se reveló más coherente: república al estilo espartano, anulación de la propiedad individual, igualdad y libertad para los ciudadanos, sumisión del poder ejecutivo al legislativo, derecho de revolución. En su obra De la legislation (1776), se dibujan los rasgos de un programa de tipo comunista, en medio de grandes contradicciones, como las que existen entre su principio general de que el ciudadano debe sacrificar sus intereses al bienestar y grandeza del Estado y el particular de que el individuo puede dejar de obedecer las leyes si no las juzga equitativas. Quizá su aportación más original al pensamiento social haya sido el descubrimiento de que la concentración creciente de propiedades y capitales determina una desigualdad absoluta entre las clases y el planteamiento de una inevitable pugna entre propietarios y desheredados de la fortuna.

Expansión del enciclopedismo en los países mediterráneos. Las fórmulas ideológicas elaboradas en Francia irradiaron, como ya hemos dicho, por toda Europa, con la excepción, claro está, de Inglaterra y Holanda, de donde partía el movimiento, y de Turquía, cuya cultura tenía una evolución tan diametralmente opuesta a la de Occidente. Favoreció tal difusión la hegemonía cultural que entonces ejercían el espíritu y la lengua de Francia en el continente.









Las nuevas ideas se desarrollaron en todos sus aspectos; pero de modo particular en el campo de las concepciones religiosas y morales. En los círculos de la alta sociedad europea, en que se seguían los cánones dictados por el gusto francés en la moda, el arte y el mobiliario, el enciclopedismo arraigó profundamente, tanto más cuanto el espíritu del Dieciocho traía consigo la frivolidad, la duda y el alejamiento de los problemas profundos y permanentes. En estos círculos aristocráticos y de la alta burguesía se formaron los gobernantes que habían de regir los destinos de los diversos Estados, todos ellos partidarios de una monarquía ilustrada, protectora de la economía, de las ciencias, de la instrucción pública y del pueblo en general. Esta generación rompió por completo con el pasado y buscó en “las luces” de la filosofía francesa el camino de un futuro feliz.

La aceptación de las ideas enciclopedistas provocó en los países latinos del Mediterráneo una violenta y profunda crisis espiritual, análoga a la que se había abatido sobre Alemania, Francia e Inglaterra en el siglo XVI, durante las luchas religiosas de aquella centuria. Italia, y en particular España, habían concentrado todos sus esfuerzos en la lucha contra el separatismo religioso; al salvaguardar la unidad católica en sus respectivas naciones, los gobiernos de España e Italia habían mantenido indemne el espíritu tradicional, que una censura rígida y vigilante no permitía contaminar. Pero la decadencia de fines del siglo XVII había roto, por así decirlo, las fuerzas de resistencia interiores. Al iniciarse el siglo XVIII y, al mismo tiempo, un nuevo período de vitalidad, los círculos intelectuales buscaron con afán el hilo conductor de la nueva cultura; despreciaron lo próximo por decadente y lo clásico por incomprensible. La atracción de la literatura y las modas francesas encaminó la intelectualidad española e italiana, de modo insensible, a aceptar los postulados más radicales de la filosofía ilustrada, que si en Francia pugnaban con el orden establecido, en aquellos dos países vulneraban por completo el estilo y el espíritu nacional. Sin defensas apropiadas para combatir el virus racionalista e hipercrítico, las sociedades latinas —en particular, la aristocracia— fueron presa del enciclopedismo, el cual abrió en ellas profunda brecha, ya que a un lado formaron los mantenedores integérrimos del espíritu tradicional y al otro los partidarios de soltar para siempre lo









viejo y modelar el Estado y la sociedad según las nuevas normas de la Ilustración. Esta ruptura de la comunidad nacional ha tenido enormes repercusiones en los fenómenos históricos acaecidos en España e Italia desde fines del siglo XVIII a la actualidad.

En España, la nueva corriente se abre paso a través de las obras del Padre Feijoo, que en su Teatro crítico universal (desde 1726) combatió la credulidad y la rutina, haciendo la apología del progreso, compatible con la intangibilidad del dogma. La reacción que despertaron tales afirmaciones fue decayendo a lo largo de los decenios posteriores, hasta que al advenir al trono Carlos III el pensamiento crítico e ilustrado se impuso en los círculos aristocráticos y burgueses. El gobierno prohibió incluso la representación de los Autos Sacramentales, exponentes del espíritu tradicional del país. A aquella generación pertenecen, entre otros, José Cadalso (1741-1785), autor de las célebres Cartas Marruecas, crítica pesimista de la realidad nacional; Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1810), cuyo Informe sobre la Ley Agraria respira una profunda influencia enciclopedista; el dramaturgo Leandro F. de Moratín (1760-1828) y el poeta Juan Meléndez Valdés (1754-1817); aparte de los estadistas del Despotismo Ilustrado a que más adelante haremos referencia. En Italia, la oleada enciclopedista es aún más intensa. Los vicios de la sociedad fueron condenados sarcásticamente por Giuseppe Parini (1729-1799) en Il mattino e II mezzogiorno (1763), y por el grupo de Il Caffè, òrgano de la Società dei Pugni (1764), donde se reunían los progresistas milaneses. El animador principal del grupo fue Pietro Verri; pero su nombre más célebre es el de Cesare Beccaria (1738-1794), cuya obra Dei delitti e delle pene (1764) inaugura una nueva concepción del derecho penal y de la represión de los delitos contra las personas y las cosas. Levantándose contra el derecho romano —derechó de los conquistadores— modelado luego por el espíritu de violencia medieval, Beccaria reclamó un código que previniera más que castigara; y si llegaba este caso, exigía que no se confundiera la dureza con la justicia, el preso con el criminal, la tortura con el deseo de saber la verdad. Años después, en 1783, el napolitano Gaetano Filangieri (1752-1788), en la obra Della scienza della legislazione, anunciaba al gran legislador que con sus leyes prudentes









modificaría la faz del mundo e impondría la felicidad pública. Sueño utópico vinculado al mito de las constituciones escritas.

En Alemania: la “Aufklärung” y los orígenes del Idealismo. Un proceso semejante, aunque menos pronunciado, se registró en los países germánicos. Baste decir que las corrientes enciclopedistas llegaron a inspirar la política de la corte austriaca, que en Europa era la representante de lo más tradicional, en lo monárquico y lo religioso. El pensamiento alemán quedó circunscrito en la Ilustración por obra de Cristián Wolff (1679-1754), el fundador científico de la Aufklärung desde la publicación de su tratado Vernünftige Gedanken (1712): pensamientos racionales que habían de llevarle a admirar a Confucio como al mayor pensador de todos los tiempos. Trivial y pedante, como la intelectualidad alemana contemporánea, ese buen profesor de Halle sorprendió por la claridad de su pensamiento, la universalidad de su ciencia y el combate que libró contra la filosofía aristotélica en pro de una estructuración naturalista y racionalista de la cultura. Wolff era moderado en los problemas religiosos y conservador en teología, aunque partidario de la religión natural de gusto inglés. Sus doctrinas deístas sobre Dios, la libertad y la inmortalidad fueron desarrolladas por los llamados “filósofos populares”, cuyo empeño era difundir las nuevas corrientes entre las masas alemanas, al objeto de “ilustrarlas” y hacerlas mejores moralmente. Entre esos pensadores descuellan los nombres de Baumgarten, Mendelssohn y Nicolai. Sin embargo, con Baumgarten, fundador de la Estética (1750), y con Mendelssohn, que demostró la inmortalidad del alma y la existencia de Dios, rozamos el momento en que se difundió en Alemania la corriente idealista.

No todos los autores se hallan de acuerdo en fijar el campo y las manifestaciones propias de este movimiento ideológico. Pero parece fuera de duda que tiene un carácter netamente nacional y que corresponde al renacimiento de la personalidad alemana después de la profunda paralización, subsiguiente a la guerra de los Treinta Años. En este sentido, el idealismo acoge las más diversas manifestaciones espirituales que, arrancando de 1750, conducen, de un lado,









al sistema filosófico de Fichte, Schelling y Hegel, y de otro, al pleno romanticismo. Por lo tanto, en el idealismo se incuba la Alemania del siglo XIX.

Como fenómeno cultural, el idealismo alemán recoge la herencia de las corrientes posrenacentistas, y aun ciertas manifestaciones de la Baja Edad Media, todo ello combinado con una nueva interpretación de la antigüedad clásica, que los estudios filológicos y arquitectónicos han puesto de nuevo a la orden del día. En conjunto, los. idealistas, cuya deuda respecto del legado intelectual británico de la época es evidente, intentan reducir a unidad las ramas ininterrumpidamente separadas de la evolución cultural de Occidente y arraigar esa unidad en el ser íntimo del hombre, para comprender más profundamente que la Aufklärung los principios básicos de la cultura humana. En el aspecto religioso el idealismo conduce a un sincretismo, en el que se combinan la herencia de la Reforma y el pietismo alemán, el misticismo espiritualista de los siglos anteriores y la religión natural de todos los tiempos; en consecuencia, choca rotundamente con la forma específica del Cristianismo, y en particular con sus manifestaciones eclesiásticas. En este sentido, su obra es tan demoledora como la de la Aufklärung. Pero más que una corriente religiosa y política, el idealismo es un movimiento creador en el campo del arte, la poesía y la filosofía. El llamado pleno idealismo, coincidente con el desencadenamiento de la revolución francesa, es también revolucionario en sus esferas respectivas de acción: Kant en la filosofía, Goethe y Schiller en las letras y Beethoven en la música.

La primera generación idealista comprende nombres ilustres en la historia de la cultura alemana. En el campo de la literatura, Federico Klopstock (1724-1803) triunfa sobre el gusto francés imperante en Alemania. Su Mesías, publicado en 1748, el año de la aparición del Espíritu de las Leyes de Montesquieu, rompe con las fórmulas racionalistas francesas y vence todo lo objetivo en la corriente desbordada de una fantasía emocional. Más que en la razón y las reglas artísticas impuestas por un clasicismo cerebralizado, el poeta busca una inspiración en los sentimientos, lo maravilloso y lo extraordinario. Siguieron la nueva escuela Hagedorn y los anacreónticos, así como los poetas que exaltaron el espíritu nacional despertado por las victorias de









Federico el Grande (Von Kleist, Oda al ejército prusiano). Igualmente, destacando como un pináculo sobre los ilustrados de su época, Gotthold Lessing (1729-1781) puso fin al imperio del gusto francés en la dramaturgia alemana. No solamente, a ejemplo de Shakespeare, prescindió de las clásicas unidades de lugar, tiempo y acción, sino que, al mismo tiempo, introdujo en el teatro temas burgueses (Miss Sara Sampson, 1754). Su actividad como ensayista y teorizador del arte y su excepcional mérito como pensador crítico, no deben hacer olvidar al Lessing filósofo. En este aspecto unió el monismo de Spinoza y el individualismo de Leibniz en una fuerte creencia en el desarrollo progresivo de la Humanidad.

La fuerza de la comente preideaüsta queda puesta de relieve en la captura para su estilo de Hamann, Jacobi y Herder, tres pensadores crecidos en el pietismo y la Ilustración, pero que abandonaron el racionalismo por el idealismo. De los tres el más importante es Juan Godofredo Herder (1744-1803), en cuyas obras revivieron la Revelación y la Fe, la Naturaleza y la Historia. En su Filosofía de la Historia de la Humanidad (1784) expone la consigna cultural de su generación, que se aparta del optimismo progresista de los ilustrados; pero niega, asimismo, el pesimismo de la evolución cultural propugnado por Rousseau.

Paralelamente a esta expansión literaria y filosófica, que tiene adecuados representantes en el campo científico, florece en la música alemana una nueva concepción estética, cuyo arranque, aunque no del todo bien estudiado, cabe también situar en el idealismo. La implantación de la sinfonía como medio para la expresión de la música por la música, permite el más brillante desenvolvimiento de los grandes artistas de esta centuria: Juan Sebastián Bach (1685-1750), el músico de la perfección técnica y la inspiración fecunda; Händel (1685-1759), el artista de la grandeza; Haydn (1732-1809), el consolidador de las formas sinfónicas; y Mozart (1756-1791), el maestro del Rococó, en cuyas numerosas piezas palpitan la elegancia y la ternura.

El desarrollo pedagógico durante el Dieciocho. El

movimiento científico del siglo XVIII arranca, como ya









hemos dicho (página 536), de las academias y centros de investigación fundados y protegidos por los Estados, al margen de las universidades, en la centuria precedente. A imitación de las sociedades científicas creadas en Francia e Inglaterra, surgieron a fines del siglo XVII y a principios del XVIII nuevos centros de la misma índole, todos ellos respondiendo al ideal racionalista y utilitario típico del siglo de las luces. En 1700, Federico I de Prusia fundó en Berlín, según planes e indicaciones de Leibniz, la Sociedad Real de Ciencias, llamada a brillantes destinos; en 1724 se inauguraba en San Petersburgo la Academia de Ciencias de Rusia, confiada a profesores franceses y alemanes; en 1739 surgió la Academia de Estocolmo y en 1745 la Real Sociedad de Copenhague. La España de Felipe V imitó esta floración y protegió la creación de academias oficiales de orden vario: la de la Lengua (1713), la de la Historia (1735), etc. Al lado de estos grandes establecimientos, el afán de ilustración fue tan poderoso que por toda Europa se desarrollaron multitud de academias, escuelas, laboratorios, gabinetes, observatorios, museos, jardines y centros de la más diversa clase. El Estado, los organismos provinciales y locales, las sociedades y juntas particulares y aun los simplemente poderosos rivalizaban en la dotación de los nuevos institutos de investigación y enseñanza. En este aspecto, la Ilustración alcanzó indudablemente uno de sus más brillantes y positivos triunfos.

Paralelamente, un nuevo espíritu se infiltraba en la enseñanza. Partiendo de Locke y los sensualistas ingleses, los pensadores continentales habían postulado un nuevo cambio en los planes y métodos de estudio. Rousseau, en su Emilio, planteó con toda crudeza este problema, mostrando la diferencia existente entre los programas de instrucción clásica, árida y seca, y el ideal de un joven educado según la experiencia y la comprensión de las leyes y fenómenos de la naturaleza. Sus ideas tuvieron gran repercusión en los medios intelectuales de la época, especialmente en Alemania, donde Basedow procuró llevarlas a la práctica en 1774, y en Suiza, donde Pestalozzi (1746-1827) había de crear la escuela pedagógica moderna.

La renovación de los estudios no aisló por completo a las universidades, como había ocurrido en la centuria anterior, sino que hubo algunos centros de enseñanza superior, como









Leyden y Halle, que no sólo asimilaron las nuevas corrientes, sino que aun contribuyeron a divulgarlas. Sin embargo, la universidad de nuevo estilo, donde se aglutinarán otra vez las funciones especulativas, la investigación y la enseñanza, no aparece hasta 1737 en Gotinga. Este centro docente, que impulsó el ministro hannoveriano barón Münchhausen, fue una institución de Estado, en cuanto había perdido la autonomía financiera y el derecho de nombrar al profesorado. En este aspecto ya se revela su nuevo carácter; pero éste se hace aún más evidente al examinar su programa de estudios, cuyo lema era ser real, práctico y moderno. En el cuadro de enseñanzas de la facultad de Teología volvió a implantarse el estudio de la filosofía, reanudando la tradición rota con la Reforma; pero, además, se dieron cursos de derecho eclesiástico local, historia de la Iglesia, lenguas orientales, etc. En la de Derecho, se introdujo la disciplina de Derecho nacional germánico, junto con el estudio del Derecho Natural y las ciencias administrativas, innovaciones ambas de sumo interés. Las ciencias se cultivaron en la facultad de Filosofía, junto con esta disciplina y la metafísica resurrecta; allí se estudiaban la historia clásica, moderna e imperial; la biografía y la bibliografía; las matemáticas, la astronomía, la historia natural, la arquitectura y las lenguas modernas. En cuanto a la facultad de Medicina, sus programas rompieron con todo lo tradicional: apoyados en sólidos estudios químicos, biológicos y anatómicos, los estudiantes aprendían en Gotinga materia médica, dietética, fisiología y patología general, bibliografía médica, obstetricia y oftalmología. En verdad, Gotinga inicia el camino que conduce a la Universidad moderna, con su biblioteca formidable, sus cursos privados en forma de diálogos o “seminarios”, sus laboratorios, su observatorio astronómico, sus revistas y su Sociedad de investigación libre.

Las ciencias de la Naturaleza en el Dieciocho. La afición hacia los nuevos estudios de la naturaleza, tan firmemente establecidos por los investigadores del siglo precedente y en particular por Newton, motiva que el progreso de la especulación científica sea general y constante, aunque no en todas las ramas los resultados sean igualmente considerables y decisivos. En las matemáticas









puras el alborear del siglo saluda el descubrimiento del cálculo infinitesimal, debido a Newton y a Leibniz, ambos trabajando aisladamente. Luego se suceden urj serie de grandes cultivadores de las ciencias de los números, en particular la dinastía de los ■ Bernouilli (Jaime y Juan, hermanos; Nicolás y Daniel, 'sobrinos). Entre ellos cabe considerar al mayor matemático del siglo XVIII, Leonardo Euler (1707-1783). Los nuevos procedimientos matemáticos sirven de firme columna al desarrollo de las ciencias físicas. Los trabajos de Huyghens y Newton sobre las varias ramas de la Física, revolucionaron esta ciencia; en el transcurso del siglo XVIII, Fahrenheit, Reaumur y Celsio inventaron y difundieron el uso de los termómetros; Mariotte y Gay-Lussac establecieron los principios de la estática y dinámica de los gases. En el sugestivo campo de los fenómenos eléctricos, Von Kleist, en Alemania, y Mus- chenbroeck, en Leyden, descubrieron los “condensadores” (botella de Leyden) en 1745; Franklin, el pararrayos (1750): Du Fay formuló en 1733 la teoría esencial de las dos clases de electricidad, positiva y negativa, y Coulomb, en 1784, las leyes de atracción y repulsión magnéticas; los intento? de Galvani condujeron al descubrimiento de las corrientes eléctricas, que luego fueron obtenidas por Volta (1800) en sus pilas y baterías. En el campo de aplicación de los principios físicos, Denis Papin sospecha el empleo práctico de la presión del vapor de agua, que realizará por completo Watt en 1765 al construir una máquina de vapor utilizable por la industria. Cuando Montgolfier se elevó por primera vez en un aeróstato en 1783, el mundo podía creer en el avasallamiento por el hombre de las fuerzas naturales.

El progreso de la Química no fue menos considerable, aunque durante toda la centuria la clara línea legada por el inglés Boyle fue entorpecida por la errónea teoría del flogisto (el calor combinado). A pesar de ello, los trabajos de laboratorio condujeron a la identificación o descubrimiento de numerosos elementos: el hidrógeno (1766), el oxígeno (1772), el cloro (1774), el gas clorhídrico (1772), el amoniaco (1774), el sulfúrico (1775), etc. Grandes químicos de fines de la centuria fueron los ingleses Henry Cavendish (1731-1810) y José Priestley (1733-1804), que impulsaron la química de los gases; el sueco Carlos Guillermo Scheele (1742-1826), el primer descubridor del









oxígeno, y el francés Lavoisier (1743-1794), el padre de la Química Moderna, que murió en la guillotina en 1794, sacrificado por la Revolución. Sus trabajos rectores sobre la combustión, la composición y la síntesis del agua y del aire arrumaron la teoría del flogisto (Opuscules physiques et chimiques, 1774) y abrieron nuevos caminos a la ciencia. También progresó el estudio de las ciencias naturales propias. Buffon (1707-1788) estableció los fundamentos de la Antropología y las bases racionales de la Geología {Histoire de la Terre, 1735; Les époques de la Nature, 1778; sobre todo, su famosa Histoire Naturelle, que desde 1750 se convirtió en el vademécum del enciclopedista); mientras Linneo (1707-1778), aplicaba principios unitarios y racionalistas a la clasificación de las plantas y los animales (Systema Naturae, 1735). En la obra de Buffon aparecía por vez primera el mundo como un gigantesco organismo vivo, mientras en la de Linneo se revelaba la razón como el principio poderoso capaz de ordenar, aunque fuera artificiosamente, los individuos de la creación.

La perfección progresiva de los telescopios permitió ampliar los horizontes de la Astronomía; F. J. Herschell (1738-1822), en la segunda mitad del siglo XVIII, descubría el planeta Urano y los satélites de Saturno, y formulaba la doctrina de las nebulosas. La Geografía matemática daba gigantescos pasos: por vez primera aparecieron mapas con contornos aproximados a los actuales (Delisle, 1768; Lambert, 1772), abandonándose las medidas irregulares de la escuela clásica; en Francia, a fines de la centuria, se iniciaron los trabajos preparatorios para medir un arco de meridiano. Asimismo, los estudiosos empezaron a preocuparse del pasado de la tierra; la Geología se organizó como ciencia especial, en cuyo seno se dividieron las opiniones entre pluto- nistas (el inglés James Hutton) y neptunistas (el alemán Abraham Wemer), según atribuyeran el principal papel en la formación de la superficie terrestre al fuego central o a los sedimentos marinos, respectivamente.

Resumiendo las aportaciones obtenidas en los diversos campos del estudio, el francés P. Laplace (1749-1827) emitió en 1795 su teoría sobre la formación del Universo y, concretamente, del sistema solar (Méchanique céleste). Años antes, en 1755, Kant había lanzado otra hipótesis, en









sentido diferente y más condicionada por los principios generales de su filosofía crítica.

Señalemos que el siglo XVIII fue la época de Morgagni, Von Hailler y Hunter en el campo de la Medicina. Abriéndose camino entre las teorías extrañas que todavía merecían crédito como causa de la salud o de las enfermedades (entre las cuales, la doctrina del médico y químico Jorge E. Stahl, que introdujo a comienzos de la centuria el principio del flogisto en la medicina, al objeto de defender la posición de la escuela yatroquímica), la observación empírica, el estudio de los casos clínicos y la disección de cadáveres condujeron a importantes resultados. Giambattista Morgagni (1682-1771), profesor en Padua, fundó la Anatomía Patológica, y estableció en sus Cartas y enseñanzas la relación existente entre alteraciones anatómicas y alteraciones fisiológicas. Profesor en Gotinga, Albrecht von Haller (1708-1777), se irguió en la escena médica como el mayor sistemático después de Galeno; sus Elementa phisio- logiae corporis humanae (1759-1766) constituyeron las bases de la Fisiología moderna. La clínica halló un renovador genial en Hermann Boerhaave (1668-1773), que profesó en Ley den, y la cirugía en el escocés John Hunter (1728-1793), cirujano, biólogo y naturalista, cuyos principios se difundieron en toda Europa. Incluso la Medicina española salió de su anterior marasmo y ofreció a la ciencia occidental los nombres de los catalanes Virgili y Gimbernat, en cirugía, y de Salvá y Campillo, en clínica. Baste decir, como resumen de esta brillante pléyade de especialistas, que en el Dieciocho se constituyeron las principales ramas medicoquirúrgicas, se introdujeron en la terapéutica el digital, el éter y el opio, y se desarrolló la Higiene. En 1796 el inglés Jenner (1749-1823) cerraba un siglo de progresos con la preparación y aplicación de la vacuna antivariólica. Millones de personas debieron la vida a este sensacional descubrimiento.

Las ciencias del espíritu. En las ciencias históricas y jurídicas el espíritu racionalista influyó de muchas maneras. De un lado, el desenvolvimiento de la filología, que a fines del siglo XVIII estructuró como ciencia independiente el alemán F. A. Wolff, contribuyó a la mejor apreciación de la Antigüedad; de otro, el prurito de erudición y de crítica









característico de la época produjo un verdadero alud en la publicación y depuración de los documentos, en cuya tarea descollaron los benedictinos de San Mauro, los jesuítas bolandistas, y especialmente el italiano L. A. Muratori, quien procuró una serie de textos al conocimiento del Medioevo italiano (Rerum italicarum scriptores, 1723-1751). La falsedad de muchas historias de época remota fue puesta entonces en evidencia, aunque, por exceso de celo, muchos eruditos cayeron en el extremo de negar hechos y figuras tradicionales. Sin embargo, es admirable el esfuerzo de aquellas generaciones de estudiosos, gracias a los cuales conservamos hoy noticias de muchos documentos desaparecidos. Al lado de esta tendencia puramente erudita, la Historia toma nuevos criterios de exposición. Vico y Voltaire inician la visión cultural de los hechos históricos e intentan una explicación evolutiva o progresiva, respectivamente, del desarrollo de la humanidad. En Inglaterra, la historiografía realizó grandes progresos con Hume (History of England, 1754), Robertson (History of Scotland, 1759) y Eduardo Gibbon. Este último dio una interpretación errónea de las causas de la decadencia de la cultura antigua, atribuyéndola al desarrollo del Cristianismo (History of the decline and fall of the Román Empire). Las ideas expuestas por Rousseau incitaron al suizo Müller y al alemán Herder a buscar nuevos principios para la coordinación racional de los sucesos del pasado. Aquél entendió que la Historia Universal era el producto de la lucha de la libertad contra los tiranos (Geschichte schweizerischer Eidgenossenschaft, 1786). En cuanto a la Historia del Arte, el genial Winckelman introdujo (1760) el concepto de dependencia de las obras de arte del espíritu del pueblo donde eran producidas (Geschichte der Kunst des Altertums), Lessing estableció en su Laocoonte la diferenciación entre la poesía y el arte plástico y Herder afirmó las peculiaridades respectivas de la pintura y la escultura.

El gusto francés en las manifestaciones artísticas de Europa: el imperio del Rococó. El desbordamiento del Barroco había hallado una contención en el clasicismo francés de fines del siglo XVII. Sin embargo, aquella corriente era tan fuerte que al finalizar el reinado de Luis XIV los grupos artísticos, reaccionando contra la









unidad y severidad de las normas impuestas por los directores del arte cortesano, se entregaron al placer de las líneas esfumadas, de la decoración cargada de amores, guirnaldas y angelillos. En el exterior de los edificios se mantuvieron las normas severas del estilo clásico, aunque quizá adoptando cánones más ligeros y elegantes; fue en los salones de su interior donde el nuevo espíritu halló campo abierto para su aplicación. De esta manera se logró un equilibrio entre las dos concepciones, semejante al producido entre la sociedad del Antiguo Régimen y las nuevas corrientes ideológicas. En definitiva, el Rococó no es otra cosa que la plasmación, en la esfera del arte, del proceso de frivolidad y subversión intelectual de la época.

Pero también existen otras causas que concurren a caracterizar el nuevo estilo artístico. Hasta entonces el arte había sido subvencionado, protegido y dirigido por los monarcas y los príncipes, con la sola excepción de Holanda, donde la burguesía, enriquecida por el comercio, había satisfecho sus anhelos de posteridad haciendo pintar sus hombres, sus ciudades, los interiores de sus casas y sus barcos por el pincel de artistas excepcionales. A principios del siglo XVIII la alta burguesía del Occidente de Europa tiene suficiente poder económico para imitar a la holandesa del siglo precedente. En la decoración de sus salones, concebida sin plan unitario, dando plena libertad al artista, se disgregan las fórmulas rígidas del academicismo oficial. El Rococó tiene muchos arraigos en el desenvolvimiento de ese arte hecho por burgueses y para los burgueses y luego recogido por la aristocracia y las cortes principescas.

El exceso de racionalismo en la literatura y el pensamiento, el imperio exterior de las formas rígidas en la etiqueta y el convencionalismo de una cultura refinada y cerebralista, buscan un escape adecuado en los campos menos trascendentes, en apariencia, de las manifestaciones de la época. Esta evasión, típica del Rococó, se refleja primero en el abandono de los temas mitológicos y en el auge de las composiciones pastoriles, donde una sociedad brillante se disfraza con los zurrones y las indumentarias de los supuestos pastores de la Arcadia. Pero más tarde el nuevo espíritu de la naturaleza irrumpe de modo decisivo. La pintura inglesa lleva al continente paisajes melancólicos, verdes y silenciosos, mientras que en Francia el gran









Watteau, de origen flamenco, incorpora la vida terrena a la pintura y prescinde de las metamorfosis mitológicas de la sociedad. Es el espíritu de La Nueva Eloísa antes de ser escrita por Rousseau: una naturaleza amable, lírica, casi musical, en que se presienten las tempestades del Romanticismo, y en que los hombres se aman y disfrutan de una vida libre, sin las coacciones de una civilización opresora de los sentimientos.

La nueva corriente artística halla en Francia sus patrones típicos, que luego son exportados a toda Europa. En la decoración y el mobiliario se trata del llamado estilo Luis XV, con sus guirnaldas, palomas y amorcillos, sus formas curvas y sinuosas, su riqueza en elementos decorativos secundarios, sus techos donde se pintan cielos imaginarios y sus cerámicas de Sèvres. En la escultura, son las formas esbeltas y temblorosas de un Coustou o de un Bouchardon, o bien la amplitud barroca y el dinamismo contenido de un Pigalle o un Falconet. Y en la pintura, nos hallamos con las elegancias francesas, cuya significación profunda ya hemos analizado, completadas por las de Chardin, el pintor de la burguesía; Nattier, el retratista incomparable de las damas de la corte de Luis XV ; y, sobre todo, Fragonard, el último artista de una época de refinamientos y placeres que acababa para siempre. Citemos entre estos nombres el de Greuze, artista academicista y amanerado, pero que triunfó al trasladar sobre el lienzo la filosofía moralista de la Enciclopedia.

Los artistas franceses se esparcieron por Europa, y su influencia fue notoria en Holanda y en las cortes alemana, rusa y española. El academicismo triunfó en todas partes, y de su acción no se libraron ni el delicado Juan Bautista Tiépolo, el heredero de las glorias de la escuela veneciana y el artista de los grandes efectos escenográficos de luz y perspectiva, de los cielos claros y brillantes y las alegorías y figuras entre las nubes, ni tampoco Rafael Mengs, frío y correcto imitador del clasicismo italiano. Sólo en Inglaterra la pintura nacional marchó fuera de los cauces continentales. Por vez primera, los ingleses se libraron de las influencias extranjeras, de la imitación de los artistas flamencos que, hasta entonces, había imperado en los artistas de la isla. Guillermo Hogarth, Gainsborough y Reynolds abrieron un nuevo camino a la pintura inglesa al









prescindir de los moldes tradicionales, academicistas y escenográficos, para no ver más que la realidad social de la época. Hogarth pintó con paleta cruda y espíritu de moralista los vicios de la sociedad contemporánea; Gainsborough procuró traducir lo natural en sus paisajes y revelar los sentimientos íntimos en sus figuras, y Reynolds fue el pintor consumado de mujeres y niños. La poderosa Inglaterra del siglo XVIII traducía así la fuerte actividad cultural e intelectual de la centuria de los Pitt.

La Iglesia Católica en el siglo de la Ilustración. Por las

características intelectuales que lo distinguen, el siglo XVIII fue una centuria contraria a toda religión positiva. Quizá en ningún otro sector lo Tradicional tuvo que sufrir tan serias, continuas y despiadadas acometidas. En particular la Iglesia católica se vio combatida y perseguida, no sólo por los partidarios de las nuevas corrientes intelectuales, sino también por los mismos poderes públicos, por la monarquía, que, impremeditadamente, preparaba, al hacer uso de su poder contra la Iglesia o sus cuerpos constitutivos, su próxima y lamentable ruina.

La ortodoxia era incompatible con los principios formulados por los filósofos enciclopedistas. El deísmo, la religión natural y el materialismo sensualista pugnaban, ni que decir tiene, con los principios básicos de la religión cristiana. Pero muchos otros postulados, al parecer no tan virulentos, contribuían al fin primordial que se proponía la Ilustración. El racionalismo llevado a sus últimas consecuencias destruía la fe en lo sobrenatural; la filosofía ilustrada quebrantaba los resultados de la Teología; el individualismo religioso, secuela del protestantismo y precursor del individualismo político, disgregaba la comunidad de creyentes, base de la acción de la Iglesia. Pero ningún principio fue tan demoledor como el de la tolerancia ilimitada. Prescindiendo de la verdadera tolerancia católica, propugnada por los grandes espíritus de la Iglesia, San Agustín, Raimundo Lull, el venerable Pedro de Cluny, etc. al separar la condena del error de la de quien erraba, el siglo XVIII formuló un concepto nuevo de la palabra, basada en el relativismo, el indiferentismo y la duda. La tolerancia del Dieciocho partía del supuesto de la igualdad entre la verdad y el error; era una tolerancia dogmática, que representaba la muerte de









toda religión positiva y se oponía diametralmente a la esencia del Catolicismo.

Arraigada y desenvuelta en los ambientes burgueses, la tolerancia dogmática marchó junto con su compañera, la libertad individual de religión, al asalto de los reductos de la Iglesia. Fue en América, país sin tradición alguna, donde obtuvo sus primeras victorias. La constitución norteamericana de 1787, al separar la Iglesia del Estado y proclamar la libertad de cultos, iniciaba una nueva era en las relaciones de la Iglesia con las sociedades modernas.

En el extremo opuesto de las concepciones puestas en práctica por los colonos norteamericanos al obtener su independencia, la labor de las monarquías del Despotismo Ilustrado no fue menos perniciosa. Uno de los procesos de disgregación experimentados por la Iglesia católica al principio de los Tiempos Modernos, habíalo originado la política de los Estados nacionales para constituir Iglesias nacionales. En este campo abonado habíanse desarrollado los gérmenes de las reformas luterana y anglicana en el siglo XVI, y en el XVII el galicanismo francés, que postulaba la suprema jerarquía del monarca sobre la Iglesia de Francia. Esta corriente desembocó con nueva fuerza en el Dieciocho, cuando cristalizó el tipo de Estado omnipotente, en el que recaía, según los principios del derecho público en boga, la intervención en todos los órdenes de la vida del ciudadano, y también, como consecuencia lógica, en las organizaciones eclesiásticas que recogían su fe religiosa. La doctrina de que el Estado poseía todos los derechos sobre la Iglesia se difundió, partiendo de Francia, por toda Europa, y fue adoptada tanto por Federico II de Prusia, religiosamente indiferente, como por reyes de naciones de rancio abolengo católico, tales José II de Austria y Carlos III de España. El hecho de que Juan Nicolás de Hontheim, obispo auxiliar de Tréveris, publicase bajo el seudónimo de Febronio un tratado, De statu Ecclesiae et de legitima potestate Romani Pontificis (1763), abogando por las nuevas ideas, en detrimento de la autoridad pontificia, demuestra hasta qué punto el galicanismo de exportación había hallado buena acogida en las cortes y círculos eclesiásticos extranjeros.









Extinción de la Compañía de Jesús. La nueva posición del Estado planteaba un grave problema religioso, ya que las jerarquías gubernamentales se hallaban imbuidas por el espíritu de la Ilustración y ellas iban a desatar desde sus lugares de responsabilidad una violenta campaña contra la Iglesia. El primer empuje coordinado fue lanzado contra la Compañía de Jesús, ya que esta orden era reputada precisamente- el principal reducto de la Catolicidad. La Ilustración la acusaba de centralista, papal, eclesiástica; veía en ella el único adversario capaz de mantener adecuadamente la lucha contra la irreligión creciente. Su espíritu militar, su activismo, su influencia en todos los órdenes de la vida, desde la educación a los asuntos de gobierno, la hacían incompatible con los partidarios del deísmo y la religión natural. En la contienda entre los enciclopedistas escépticos y materialistas y la Compañía de Jesús, los primeros habían de contar con la libre disposición de los resortes del poder.

La primera acometida contra la Orden la dio en Portugal el ministro de José I, Sebastián Carvalho y Mello, marqués de Pombal, uno de los más típicos representantes del gobierno del Despotismo Ilustrado. La oposición de los jesuitas a sus radicales reformas políticas y sociales, y el problema de las reducciones del Paraguay, planteado después de la cesión de parte de su territorio a Portugal por España, motivaron que el ministro portugués, todopoderoso en el ánimo del rey, arrancara de José I, en 1758, un decreto prohibiendo a la Compañía de Jesús tener establecimientos en las colonias americanas. Poco después, Pombal aprovechaba un intento de regicidio, en que se implicó infundadamente a la Orden, para ampliar tal disposición y ordenar la expropiación de los bienes de los jesuitas y su expulsión de Portugal y sus dominios coloniales (19 de enero de 1759). Inicióse una verdadera persecución, que constituye, según opinión de los historiadores imparciales, una vergüenza por su increíble ferocidad.

El ejemplo dado por Portugal fue imitado pronto en Francia, donde los filósofos ilustrados (Voltaire y D’Alembert, entre otros) reclamaban que se adoptase análoga medida. Precisamente los ánimos estaban muy excitados a causa del asunto de los billetes de confesión, implantados por el arzobispo de París a fin de comprobar la adhesión de









los creyentes a los principios establecidos por la bula Unigenitus sobre el jansenismo (pág. 530). El Parlamento de París había intervenido en 1753 en esa cuestión, no sólo para manifestar su actitud galicanista, sino su poder político. Después de tres años de prolongados debates se había llegado a un acuerdo entre la corte francesa y Roma, a base de la supresión de los billetes y la aceptación general de la referida bula. Este acuerdo se consideró como una victoria de los jesuitas, y excitó aún más los ánimos de sus antagonistas. Por aquellos días, el padre La Valette (que posteriormente fue expulsado de la Orden) había declarado en quiebra un negocio que dirigía sobre el comercio colonial en las Antillas francesas. Los acreedores implicaron en la quiebra a la Compañía de Jesús, y el Parlamento de París sentenció que sus bienes habían de responder de las deudas de La Valette. Pero los parlamentarios, a pesar de la prohibición del rey, pasaron a examinar, además, los estatutos de la Compañía y declarándolos contrarios al orden de la monarquía, prohibieron, en 1761, que los jesuitas ejerciesen la enseñanza. El gobierno francés recabó del Papado una modificación de aquellos estatutos; pero Clemente XIII se negó en rotundo. Entonces el Parlamento de París reclamó la expulsión de los jesuitas de Francia (1762). El monarca vaciló durante dos años; pero, por fin, coaccionado por su favorita, la marquesa de Pompadour, su ministro, el duque de Choiseul, y la opinión defendida por la nobleza, la alta burguesía, los filósofos ilustrados y los galicanistas y jansenistas, cedió en noviembre de 1764. Los jesuitas fueron también extrañados de Francia.

Dos años más tarde, sin juicio de ninguna clase y casi por sorpresa, Carlos III de España expedía una pragmática ordenando la expulsión de la Compañía de la metrópoli y sus posesiones coloniales (febrero de 1767). La patria originaria de la Compañía, la nación que había forjado aquel poderoso instrumento de la Contrarreforma católica, vio cómo el Estado rompía con uno de los más fuertes eslabones de su tradición histórica. Carlos III se dejó imponer por Aranda, Roda, Campamanes y otros ministros, los cuales involucraron la Orden en una supuesta intervención en la algarada popular conocida con el nombre de motín de Esquiladle. El ambiente enciclopedista español, espoleado por los sucesos de Portugal y Francia.









obtenía así uno de sus fines primordiales. La protesta católica, sensible de modo especial en América, fue vivamente reprimida.

Al ataque de los ministros borbónicos en Francia y España, se adhirieron luego los de las cortes italianas de Parma y Nápoles, Tillot y Tanucci, respectivamente. Clemente XIII lanzó contra el primero el Monitorio de Parma (1678), y esta protesta aunó la diplomacia de los estados borbónicos. Francia, España y Nápoles solicitaron del Papa la revocación del Monitorio y presentaron una Memoria pidiendo la supresión de la Compañía. Después de un duro forcejeo, en que hubo amenazas de invasión e intentos de pacificación, Clemente XIV, recién elegido pontífice, no contando ni aun con el apoyo de la última gran potencia católica, Austria, decidió publicar el breve Dominus ac Redemptor (21 de julio de 1773), por el que se extinguía la Compañía de Jesús al objeto de obtener la paz de los espíritus cristianos. Esta claudicación, impuesta por los ministros de las grandes naciones católicas, demuestra hasta qué punto la Iglesia sufría una de las crisis más profundas en el transcurso de su historia milenaria.

El Estado y la Iglesia: febronianismo, josefinismo. El señalado triunfo obtenido por las monarquías ilustradas sobre la Iglesia en la cuestión de los jesuítas, correspondió al auge de su política contraria a las ideas de universalidad del poder del Papado. El siglo XVIII es la época de euforia del regalismo, cuyos orígenes hemos señalado dos centurias antes (pág. 531). El Estado católico no sólo se entrometió en asuntos que desde hacía tiempo venían discutiéndose —provisión de vacantes, patronato regio, regio exequátur, percepción de impuestos, tribunales pontificios, etc.—, sino que pretendió regular la vida religiosa, superando incluso los Postulados más radicales del galicanismo. En este sentido, la doctrina de Febronio, a que ya hemos aludido, convenía magistralmente a los intereses de las cortes del Despotismo Ilustrado. De ahí que cuando el obispo de Tréveris se retractó en 1779 de sus escritos, los gobiernos de España y Austria le Presionaron hasta obtener un Comentario a la retracción, en el cual volvía a abundar en sus antiguos puntos de vista: concilios ecuménicos o nacionales libres; unión de la realeza con el episcopado; aplicación del placet, etc.









Aún no estaba extinto el clamor desencadenado por esa polémica cuando rebrotó en 1786 a propósito de la Puntuación de Ems y del Sínodo de Pistoya. En aquella localidad alemana se reunieron los arzobispos de Colonia, Tréveris y Maguncia para protestar contra los poderes otorgados a la nunciatura apostólica recién establecida en Munich; en los artículos de la Puntuación exigieron la supresión de los nuncios, de las exenciones y de los recursos a Roma. Tal actitud, simplemente rebelde, fue superada por la asamblea episcopal celebrada en Pistoya, bajo la presidencia del obispo de esta ciudad, el filojanse- nista Scipione Ricci, para legitimar las reformas eclesiásticas introducidas en Toscana por Leopoldo de Austria, gran duque desde 1780. En Pistoya se proclamó la vigencia de los Cuatro Artículos galicanos, se decretó la supresión de todas las Ordenes religiosas —salvo una—, se reclamó la plenitud de la jurisdicción episcopal y se combatieron las prácticas piadosas de inspiración jesuita, como las misiones, los ejercicios, la devoción al Sagrado Corazón, etc. Pío VI condenó esas conclusiones en 1794, cuando el desencadenamiento de la Revolución francesa hizo reaccionar al Absolutismo con respecto a los peligros de su alianza con la Ilustración.

También en Austria la influencia anticlerical e irreligiosa de la Aufklärung se infiltró en los más altos poderes del Estado. Aquí fue el propio monarca José II (1765-1790) el caudillo de la campaña enciclopedista. En tiempos de María Teresa, inclinada también al regalismo, se habían iniciado ciertas reformas, con el consentimiento del Papado. Pero su hijo, quien se reputaba ser fiel creyente de la Iglesia, llevó a la práctica las concepciones del Estado omnipotente y de la filosofía ilustrada, en una mezcla particular ideológica que se ha denominado josefinismo. Las órdenes religiosas, los monasterios, las diócesis, el servicio divino, la formación de los eclesiásticos y hasta las peregrinaciones fueron consideradas por completo dentro de la esfera del Estado, y reformadas, unificadas o simplificadas según el espíritu racionalista. Su Patente de tolerancia de 1781, estableciendo la libertad de culto, demuestra el éxito creciente de la ideología ilustrada aun en los reductos más firmes de la Catolicidad. Ni el viaje de Pío VI a Viena en 1782 pudo apaciguar las exigencias del denominado irónicamente









“Sacristán del Imperio”. El cesaropapismo triunfó en Austria con el Concordato de 1784, que rubricó enormes concesiones otorgadas por el Papado en el ara del insaciable Minotauro.

La evolución del protestantismo: pietismo y meto- dismo. En la esfera propia del protestantismo alemán, cuyo contenido dogmático y eclesiástico se había mantenido inquebrantable desde los tiempos de Lutero hasta fines del siglo XVII, el siglo XVIII registró dos corrientes espirituales que atacaron denodadamente la ortodoxia luterana. Una de ellas, posterior en el tiempo, corresponde a la Aufklärung; la más antigua se conoce con el nombre de pietismo. Ambas colaboraron juntas, desde diferentes ángulos, a vulnerar los cuadros tradicionales del luteranismo y a sembrar confusión entre sus adeptos.

Como enriquecimiento de los valores íntimos del alma, el pietismo, cuyos orígenes hemos señalado antes (página 524), es un factor importante en la evolución cultural alemana del siglo XVIII. Ahora bien, en sus manifestaciones exteriores condujo a una ruptura violenta con la Iglesia luterana, que se manifestó en el llamado “separatismo” de las clases bajas. Subjetivo, creador de pasiones y de éxtasis, sobrenatural y paradójico, el radicalismo pietista se ramificó en muchas facetas, pacíficas unas, violentas otras. En la secta pietista fundada por el conde Zinzendorf (m. en 1760), las “hermandades” se proponían alcanzar la filadelfia, esto es, la unión de todos los hombres verdaderamente virtuosos y buenos de las religiones evangélicas.

Este objetivo nos revela uno de los caracteres más sobresalientes de las manifestaciones pietistas: la tolerancia, junto con su oposición al cesaropapismo luterano y su afición a lo sobrenatural y visionario, consecuencia inevitable del desarrollo de la piedad individualizada. Precisamente en la tolerancia, el pietismo, como en otras conclusiones, concordaba con la Aufklärung alemana. A pesar de las profundas divergencias de principio entre la Ilustración y el pietismo, implicadas en la distinta concepción de la razón y de la fe, ambas corrientes pretendían la superación de la ciencia formalista tradicional y reclamaban el reconocimiento de los derechos del individuo. Así se explica









el contacto personal entre los máximos representantes de las dos ideologías, un Spencer y un Leibniz, por ejemplo.

A diferencia de lo que sucedió con el Catolicismo, la Aufklärung logró infiltrarse en las filas de la Iglesia luterana. Muy pronto formóse el grupo de los teólogos de transición, que desembocó en la Neología, o teología de la Ilustración alemana, cuyos partidarios pretendían hallar un equilibrio entre la razón y la Revelación, sea aspirando a una teología natural, sea por una renovación de las ciencias bíblicas. Pero esa posición doctrinal inconsecuente y acomodaticia no podía sostenerse. A fines del siglo XVIII la Neología se disgregó en dos ramas, los racionalistas luteranos y los supranaturalistas, los cuales bebieron en un pietismo final. Frente a todos estos grupos y sectas, la ortodoxia luterana procuró mantener sus posiciones, aunque en el transcurso de la larga contienda pietista y enciclopedista habían destruido los elementos vitales de la religión en gran parte del pueblo: escepticismo ante la Revelación, negación de las afirmaciones sacramentales y escatológicas, supervaloración del hombre frente al concepto de pecado original, triunfo de la razón y de la cultura laica sobre la fe y la cultura tradicionales.

Movimiento análogo al pietista fue el metodismo inglés, fruto del siglo XVIII. De la misma manera que la exaltación religiosa de fines de la centuria precedente había canalizado en el cuaquerismo, la insatisfacción moral dimanante del racionalismo determinó un alud hacia las doctrinas místicas. La nueva Iglesia tuvo por fundadores a los hermanos Juan y Carlos Wesley, auxiliados por Jorge Whitefield. En Oxford los dos primeros constituyeron una asociación para los ejercicios piadosos, la formación moral y el cuidado de pobres y ancianos. En contacto con los pietistas del grupo de Zinzendorf, los Wesley fueron derivando hacia formas claramente pietistas. En 1738 empezaron a predicar para la cristianización de las grandes masas, y alcanzaron éxitos positivos, tanto en Inglaterra y Escocia como en América. Un año más tarde, los Wesley fundaban la “United Society”, célula de la secta metodista, denominada así por la vida metódica y ascética de sus adherentes. La organización de la nueva Iglesia fue obra de Juan Wesley (1703-1791), el cual la llevó a cabo con considerable éxito, a pesar de las grandes discrepancias que surgieron entre sus









miembros cuando se trató de fijar sistemáticamente la nueva doctrina (1743). Los metodistas —que rompieron con la Iglesia anglicana en 1784— se caracterizaron por la seriedad de su vida religiosa, la concepción rígida del deber eclesiástico, la valoración de la libertad social para la solución de los nuevos problemas y la enérgica actividad propagandista. Ellos reconquistaron el bajo pueblo para la fe, y, según afirma un biógrafo de los Wesley, nutrieron los ejércitos de Wellington del fervor religioso que había de mantenerlos firmes contra las tropas de la Revolución francesa.





LOS ALBORES DEL GRAN CAPITALISMO

Evolución del capitalismo financiero. — La evolución económica de los siglos XVI y XVII proporcionó a la sociedad capitalista del siglo XVIII sus instrumentos fundamentales de actuación: las sociedades anónimas, la bolsa y la banca. Estas instituciones completaron y perfeccionaron su funcionamiento en la centuria del Despotismo Ilustrado. Pero no fue ya Holanda la que impuso sus normas en el mundo económico, sino Inglaterra. A pesar de que en la primera mitad de ese siglo los holandeses conservaron su hegemonía financiera y Amsterdam continuó siendo el gran mercado monetario de Europa, ese esplendor procedía de un pasado glorioso, pero ya caducado. Inglaterra, gracias a su extraordinario desarrollo marítimo y al acrecentamiento de sus dominios coloniales, fue arrebatando a Holanda, poco a poco, la primacía financiera, de la misma manera que a fines del siglo precedente le había quitado el predominio en los mares y en el comercio.

El desenvolvimiento del capitalismo financiero en la Europa del siglo XVIII, fue alentado por un doble proceso. De un lado, continuaban afluyendo al continente las riquezas coloniales y, en particular, los metales preciosos de América. Una segunda corriente de oro provino a Europa del Brasil, cuyas minas acababan de ser descubiertas (fines del siglo XVII) y cuya producción alcanzó el máximo a mediados de la centuria siguiente (se calcula que entre 1741 y 1760 se exportaron a Europa 816 000 000 marcos de oro); y un torrente de plata llegó de Méjico, gracias a la









introducción en sus minas y filones de nuevos procedimientos para el beneficio del metal, que elevaron al triple su rendimiento útil (de 230 000 kilogramos de plata anuales en 1721 a 562 000 en 1781). Esta aportación de metales preciosos tuvo las mismas consecuencias que el descubrimiento y explotación de las riquezas y minas de América en el siglo XVI, esto es: alza de precios y desarrollo comercial y financiero en Europa.

Pero el segundo factor, no menos importante, fue que el gran público burgués entró por fin en los métodos del capitalismo financiero. Una segunda masa de riqueza tesaurizada afluyó al mercado, y contribuyó a robustecer el crédito y a acrecentar el número de sociedades anónimas y de bancos e instituciones económicas. Esta riqueza acudía en busca de un interés o de una colocación que no podía darle el simple individuo. En Gran Bretaña, la creación en 1694 del Banco de Inglaterra, en un momento angustioso para las finanzas públicas, fue excelentemente recibida. El capital del Banco, fijado primero en 1 200 000 libras esterlinas, importe del préstamo hecho al gobierno de Guillermo de Orange por un grupo de financieros que recibían, al mismo tiempo, la facultad de constituirse en aquel organismo bancario, aumentó rápida y considerablemente: 2 200 000 libras en 1697; 5 560 000 en 1710.

Las especulaciones y el sistema Law. — La masa de capitales puesta así en movimiento, motivó una grave crisis económica, que incluso llegó a amenazar el futuro del capitalismo. El fenómeno se registró, paralelamente, en Francia e Inglaterra. En 1711 el gobierno inglés confió el saldo de la deuda nacional, que importaba 9 471 000 libras esterünas, a una Compañía del Mar del Sur (South Sea Company), a la que se auguraban espléndidos negocios en el comercio con la América meridional. El crédito de que gozó la nueva sociedad hizo que muy pronto el capital acudiera a ella en grandes cantidades. Otras sociedades, con fines diversos y aun descabellados, se fundaron inmediatamente, verdaderas pompas de jabón, sin contenido alguno. Una activa propaganda, mantenida por los círculos especuladores, atraía dinero y más dinero a las arcas de todas las compañías.

Al mismo tiempo el escocés Juan Law (1671-1729), un









economista arbitrista, después de estudiar los sistemas financieros imperantes en Londres y Amsterdam, fundaba en 1715 en París una casa de banca que actuó a base de descuentos, recepción de depósitos y emisión de billetes, operaciones hasta entonces desconocidas en Francia. Su sistema tuvo tanto éxito que el gobierno de la Regencia pensó utilizarlo para liquidar el déficit nacional. A este fin le confió el derecho de librar billetes de curso legal y de emitir un empréstito para absorber la deuda (1718). Su banco se convirtió en Banco Real. Law, partidario del crédito para desarrollar el comercio, empleó sus capitales y los procedentes de otras emisiones en la fundación de la Compañía de Occidente y en la adquisición de las acciones y privilegios de la Compañía de las Indias Orientales. Parecía que todo cuanto tocaba se convertía en oro. La especulación se abatió sobre esas acciones y los billetes de la banca Law. El dinero afluyó de Francia y del extranjero, en particular de Holanda. A mediados de 1719 algunas acciones habían subido a más del 900 por 100 de su valor nominal. Esa inflación era anormal, y cuando Law, que mientras tanto había sido elevado al rango de ministro de la Corona, anunció en diciembre del mismo año un dividendo ínfimo, se produjo la catástrofe. El valor de las acciones descendió vertiginosamente, y el pánico indujo a todos a realizar el papel que poseían (mayo de 1720). No existiendo encaje proporcionado, Law tuvo que declararse en quiebra (diciembre). La operación había arruinado a muchos franceses y destruido la confianza en el crédito.

También en 1719 las acciones de las sociedades inglesas, sometidas a la misma fiebre de especulación, habían aumentado a valores increíbles. Las acciones de la Compañía del Mar del Sur subieron sin interrupción de enero a mayo de 1720, empujadas por el dinero sin colocación que procedía de París ante los primeros síntomas del fracaso del sistema Law. En agosto, alcanzaban el 1050 por ciento de su valor nominal. El crak no tardó en producirse, como en Francia. Un mes más tarde, la Compañía del Sur, y con ella muchas otras, planteó la quiebra. Millares de buenos burgueses quedaron arrumados. Del hundimiento general se salvaron, a duras penas, la Compañía de las Indias y el Banco de Inglaterra.

Los resultados de las experiencias de Law y de la









Compañía del Mar del Sur demuestran que ni la opinión pública ni los hombres de negocios habían llegado a la madurez para un régimen de crédito internacional. El derrumbamiento de aquella empresa trajo consigo la rarefacción de las operaciones de crédito, especialmente en Francia. Sin embargo, tan agitado período económico no dejó de producir algunos excelentes efectos. Durante el auge de la South Sea se crearon en Inglaterra las compañías de seguros marítimos y de incendios, como la Compañía de Aseguradores de Londres. En su mismo espíritu —la especulación sobre el riesgo— se revelan los fundamentos de las concepciones capitalistas.

La banca. — Más tarde el capitalismo financiero fue recuperando el terreno perdido a principios de la centuria. En Inglaterra se desarrollaron las bancas provinciales y locales, aunque no con la rapidez exigida por las necesidades de la naciente organización industrial, ni con la garantía suficiente para que su actuación mereciera la confianza del mercader y del fabricante. En Francia creóse en 1776 la Caisse d’Escompte, banca general con un capital de unos cien millones de francos; ya en 1750 se había fundado la Compañía General de Seguros. Otros bancos nacionales, cuyo objeto era prestar apoyo económico al Estado y facilitar el desarrollo económico del país, aparecieron a fines del siglo XVIII en Prusia (1765, fundación del Banco de Giros y Préstamos, luego Banco de Prusia), en España (1782, Banco de San Carlos), en Austria (1787, Banco Comercial de Préstamos y Cambios), etc.

En resumen, los principales centros financieros del siglo XVIII fueron, de un lado, Amsterdam, y, de otro, Londres, presidido por el Banco de Inglaterra. A ellos cabe añadir el que representaron los bancos de Ginebra y Zurich. La acumulación de capitales en Suiza a consecuencia de dos siglos de ininterrumpida paz y del espíritu metódico y precavido de su burguesía, permitieron que sus banqueros gozaran de pronta fama en Occidente, sobre todo después del desastre del sistema Law. Entonces Ginebra reemplazó a Lyon en el mercado de dinero francés. Numerosas entidades de banca, dirigidas por suizos, se establecieron en París a mediados del siglo XVIII. En contacto con Suiza y









Londres tejieron la primera red financiera coherente en las naciones occidentales de Europa.

La movilización de la vida económica: la transformación agrícola. — El desenvolvimiento de las actividades financieras en el siglo XVIII corresponde a los incentivos que en este período impulsan todos los resortes de la vida económica. Poco a poco se van sacando las deducciones de los progresos realizados en el campo de las ciencias matemáticas y fisiconaturales y se aplican al mejoramiento de la producción y del transporte de las mercancías. La agricultura, la industria y el comercio se benefician en grado extraordinario de los nuevos estímulos y acicates, registrándose una movilización general de la vida económica como característica decisiva de la centuria, precursora del nacimiento del gran capitalismo. Al mismo tiempo, la expansión económica choca con las trabas del posmercantilismo y entabla con ellas una dura lucha, teórica y efectiva, que acarrea, a fines de la centuria, la disgregación del sistema de intervención estatal para dar paso al de la economía librecambista. Estos dos fenómenos paralelos, progresos técnicos y ruptura del monopolio del Estado, coinciden en la formación del espíritu del gran capitalismo. Ambos, como puede observarse, son las manifestaciones de la Ilustración en el campo general de la actividad económica humana.

La manifestación más importante del nuevo impulso económico se halla en la agricultura. A pesar de los relativos progresos que para esta actividad señala el siglo XVII en Holanda e Inglaterra, la gran mayoría de los campesinos de Europa vivían apegados a fórmulas de cultivo medievales. El espíritu rutinario del cultivador y el predominio del capitalismo comercial en las centurias anteriores, no habían permitido que se reflejara el nuevo ambiente económico en la obtención de los productos agrícolas. El siglo XVIII lleva consigo, en este aspecto, una verdadera revolución. La afición por la naturaleza y el estudio de los fenómenos naturales motivan el cambio en la mentalidad de los economistas, que se revela, como luego examinaremos, en la doctrina de los fisiócratas. Este movimiento teórico francés venía precedido de otro análogo registrado en Holanda y, en particular, en Inglaterra. Como no podía dejar de ser, el









progreso agrícola fue la obra de una selección, la cual, primero desarrolló sus teorías, y luego las aplicó personalmente, al objeto de que los mismos campesinos comprobaran que, empleando los nuevos métodos de rotación de cultivos, mejora y abono de los campos y cuidado racional de la tierra, los beneficios de su trabajo aumentaban de un modo práctico y muy remunerador. Este hecho, oculto bajo la rutilante grandeza de la revolución industrial, ha ejercido una influencia mucho más profunda que ésta en el devenir humano. En efecto, representa la ruptura de una tradición multisecular —la agricultura neolítica— y la difusión por el mundo de una nueva fórmula de explotación integral del campo, que se vincula al éxito de la técnica occidental.

Los Países Bajos, tanto Holanda como Bélgica, continuaron siendo durante el siglo XVIII el modelo para cuantos se interesaban por las actividades agrícolas: la selección de los vegetales, el cultivo metódico de las tierras, las plantaciones de árboles frutales, la adecuación del suelo agrícola a los cultivos, etc. Se calcula que el rendimiento agrícola belga era un tercio superior, en general, al de Inglaterra, mientras que el suelo cultivable superaba en un 38 por ciento al inglés. En este país se había formado una jerarquía social campesina, que aplicó a la agricultura grandes capitales, introdujo los nuevos métodos y fue capaz de implantar procedimientos originales de explotación. Landlords y grandes propietarios estimularon la reagrupación de las propiedades agrícolas y transformaron Inglaterra en una nación productora de cereales, capaz no sólo de satisfacer las necesidades de su población, sino aun de exportar trigo al continente. De este período data la segunda etapa de las enclosures inglesas, cuyos orígenes hemos señalado antes (pág. 20). Pero así como las fincas acotadas de la época Tudor lo fueron en beneficio de la exportación de lana, ahora el régimen de enclosures fue puesto al servicio de la agricultura.

Entre los propugnadores de los nuevos métodos de cultivo cabe citar a Jethro Tull (1674-1741), “el mayor renovador de la agricultura jamás conocido”, el cual, desde 1701, implantó en el Berkshire la siembra mecánica y la roturación profunda del suelo. En 1731 Tull publicó una obra fundamental sobre la rotación de los cultivos y el acondicionamiento del suelo agrícola. Sus doctrinas alean-









zaron gran difusión entre los propietarios. Uno de ellos, Carlos Townshend (1674-1738), antiguo político liberal y cuñado de Walpole, que se retiró a sus posesiones de Norfolk, puso en práctica con gran éxito, sobre un suelo arenoso y de poco valor, una rotación de nabos, cebada, trébol y trigo, que muy pronto se hizo famosa (sistema de Norfolk). Siguieron sus huellas Coke de Holkham y Roberto Bakewell, los cuales unieron a la agricultura la adecuada cría y selección del ganado lanar; y, en fin, el gran Arturo Young (1741-1820), el difusor de los nuevos sistemas por todo el país y el mayor tratadista agrícola de fines del siglo XVIII. Young fue el primer secretario del Board of Agriculture, institución ministerial fundada en 1793.

Aunque con cierto retraso, Francia participó en la trascendental mejora de la agricultura. Sus enciclopedistas dedicaron mucha atención al problema, y es significativo que en el primer volumen de la Enciclopedia figurase un excelente artículo de Diderot sobre “Agronomía”, la ciencia del cultivo del campo. A partir de 1750 se propagaron por todo el país multitud de folletos, almanaques, monografías y revistas ponderando los nuevos métodos. El impulso cuajó en muchas partes, hasta el punto de que, desde 1755, la agricultura francesa cubrió las necesidades nacionales de trigo, insatisfechas desde el fin de la guerra de Sucesión. Contribuyó a mejorar la alimentación del pueblo la difusión del cultivo de la patata, ya conocido en Suiza, Flandes e Inglaterra; pero que en Francia, gracias a los esfuerzos de Turgot y, especialmente, de Parmentier, logró un puesto en la comida cotidiana del campesino, del burgués e incluso de la corte real (1779). Análogos progresos realizó el cultivo del maíz.

El progreso de la agricultura se reveló igualmente en Prusia, donde Federico II conquistó una provincia “en la paz” al realizar la bonificación de los pantanos del Oder. También en España penetraron los nuevos estímulos, y a ellos fueron sacrificados los intereses del Consejo de la Mesta, organización de la trashumancia pastoril que, indudablemente, perjudicaba las necesidades de la agricultura nacional. La medida fue muy discutida; pero, por último, se impuso el criterio, en algunos puntos exagerado, de los economistas ilustrados. Los privilegios de las cabañas de la









Mesta fueron abolidos en 1786. El progreso agrícola general fue asimismo fomentado por las Sociedades Económicas de Amigos del País, la primera de las cuales, la Vascongada, fue fundada en 1764. Esas asociaciones intervinieron paralelamente en el desarrollo de las demás actividades económicas, así como en la difusión del pensamiento e ideología ilustrados.

Desarrollo del comercio y de los productos de intercambio. — La absorción de los productos del campo y, en general, el aumento del tráfico mercantil fueron facilitados por la mejora en los transportes y los medios de comunicación. Sin grandes aplicaciones prácticas, el siglo XVIII fue una época de progresos en este aspecto de la actividad económica. Los transportes marítimos, que corrieron a cargo, en particular, de Inglaterra y Holanda, aumentaron en regularidad, mientras que disminuía el precio del flete. Ciertos adelantos en la construcción naval, sobre todo en la disposición alargada del navio y el uso de los foques, permitieron mayores velocidades y una seguridad creciente en la navegación. El acrecentamiento considerable de la capacidad de transporte (datos para la flota mercante inglesa: de 300 000 toneladas en el siglo XVII a 1 725 000 en el XVIII, con 18 000 veleros), favoreció el acarreo de importantes masas de género de un lado para otro. La introducción del sistema de paquebotes (buques postales: packetboat), consolidado a principios del XVIII, dio solución al problema del envío de remesas pequeñas sin grandes gastos.

En el transporte terrestre y fluvial los progresos no fueron menores. Inglaterra construyó en el Dieciocho una red completa de canales, mientras que Francia daba gran impulso al acondicionamiento y apertura de nuevas carreteras. Este país dispuso, desde 1747, de una excelente plantilla de técnicos, formados en la Escuela de Ingenieros de Caminos. En Inglaterra, la mejora de las calzadas se vincula al nombre del escocés MacAdam (1756-1836), que a fines de la centuria aplicó a su construcción un sistema de pavimento especial que lleva su nombre. Ambos países fueron imitados en toda Europa. Corresponde a esta época la inauguración de las grandes rutas estatales, con pavimento artificial y abombamiento central para el desagüe. Estos









adelantos permitieron el desarrollo de la diligencia postal, cuyo auge coincidirá con la primera mitad del siglo XIX. En relación con las líneas regulares marítimas y los transportes postales por carretera, el servicio de correo tuvo tal auge que sus ingresos brutos ascendieron, en Inglaterra, de 111 000 libras esterlinas en 1711 a 533 000 en 1790, y en Prusia, de 215 000 táleros en 1710 a 1 098 000 en 1787.

También en el siglo XVIII aparecieron los transportistas, individuos o compañías especializados en el transporte de las mercancías. Arrancando de los conductores de caravanas de la Edad Media, algunas sociedades diferenciaron esta actividad y la transformaron en una pura organización del tráfico, mediante el establecimiento de un sistema peculiar de convoyes y carruajes. De esta forma el comerciante se limitó a confiar sus géneros al transportista, abonando por el servicio una tarifa convenida. En ella se incluía, desde luego, el pago de los derechos de aduana, pontazgos y portazgos, así como otras muchas gabelas que aún perduraban en el comercio interior. Contra ese estado de cosas 'evantaron su voz los fisiócratas franceses, los cuales preconizaron la supresión de aquellas trabas para el fomento de la actividad económica de la nación.

La movilización del comercio por el transporte respondía a las crecientes exigencias de la demanda en el Occidente de Europa y las colonias. Estas últimas, sobre todo las Antillas, obtenían los antiguos productos que portugueses y holandeses habían ido a buscar a las Molucas. Gracias al esfuerzo de franceses y británicos, las islas de la Insulindia dejaron de monopolizar la producción de pimienta, clavo, girasol y nuez moscada. Todo ello se cosechó desde fines del siglo XVII en las Antillas, y además, la caña de azúcar, el cacao, el café, y el tabaco, planta indígena, a cuya introducción en Europa ya nos hemos referido (pág. 494). El café fue plantado en las Antillas por el capitán De Clieu en 1723. Muy pronto Martinica, Dominica y Guadalupe quebrantaron el monopolio holandés de Java. De allí el cafeto irradió hacia la América tropical y el Brasil (1770), país que en el plazo de breves años había de elevarse al primer rango mundial. El jugoso extracto se difundió en Europa a imitación de las coffee-houses inglesas. También en Inglaterra se empezó a hacer gran consumo del té, importado antes a Europa por los









holandeses a través de la India, pero que en esta centuria se fue a cargar directamente en Cantón.

Acompañando al auge de la agricultura colonial, en el siglo XVIII se recrudeció el comercio del “ébano negro”. La ruta negrera de Guinea a las Antillas proporcionó fabulosos beneficios a los ingleses, que detentaban el derecho de asiento desde la paz de Utrecht. Un negro se compraba por 40 o 50 florines en Angola y se vendía por 200 u 800 en América. Cierto es que se introdujeron medidas sanitarias en el hasta entonces salvaje tráfico de carne humana. Cifras ajustadas señalan un movimiento anual de unos 20 000 negros a través del Atlántico, con lo que de 1680 a 1786 más de dos millones de individuos de esa raza habrían contribuido a suministrar mano de obra para las plantaciones de productos coloniales.

La Revolución técnica de la industria. Indicábamos en un capítulo anterior (p. 499), cómo el siglo XVII había presenciado la aparición de nuevas formas en la producción y transformación de las materias primas, tanto en la concepción de la empresa (Verlagj como en la organización directa del trabajo (régimen de manufacturas y fábricas). El desarrollo del capitalismo financiero, la necesidad de dar empleo a los capitales y de obtener materias para el tráfico de mercancías, habían precipitado la transformación de la industria artesana medieval, obligándola a adoptar formas capitalistas: concentración del trabajo, producción de objetos regular, abundante y uniforme, especialización de la empresa, agrupación de las distintas ramas concurrentes en la elaboración de un mismo objeto, etc. Estos elementos florecieron por completo a mediados del siglo XVIII, de tal modo que la industria, en una “rápida e irresistible evolución”, se hizo con la hegemonía económica y empezó a sujetar a sus necesidades el capitalismo comercial y financiero.

A originar esta profunda transformación concurrió, indudablemente, la introducción del maqumismo en el proceso de la producción industrial. Pero el régimen de manufactura-fábrica, ya favorecido por el Estado como en Francia, ya producto del esfuerzo individual como en Inglaterra, presentaba a principios del siglo XVIII todos los gérmenes que el maqumismo iba en lo sucesivo a desarrollar









en gran escala. En la industria francesa de las indianas (imitación de los calicóes o algodones estampados, de vivos colores, que se importaban de la India desde el siglo XVI), la técnica y la concentración del trabajo, al servicio de la moda femenina —dato importante, que no cabe desdeñar—, fueron durante toda la centuria propiamente capitalista: inmovilización transitoria de grandes capitales, reunión de los obreros en vastos talleres, división y especialización de su trabajo, producción en serie, etc. Las grandes manufacturas de seda, algodón y paños ocuparon en Francia a millares de obreros, y otro tanto sucedió en las manufacturas reales de Prusia, Austria y España. En las fábricas de hilados de seda de Holanda, Inglaterra y Piamonte, ocurrió un proceso análogo. En consecuencia, el maqumismo iba tan sólo a favorecer el rápido florecimiento de todos esos factores.

Donde las innovaciones técnicas, que produjeron la transformación revolucionaria de los procedimientos industriales, se dejaron sentir primeramente, fue en la industria inglesa de los tejidos de algodón. Esa rama de la producción ocupaba entonces en el Reino Unido un lugar de segundo orden, ya que la mayoría de manufacturas estaban dedicadas a la producción de géneros de lana. El gobierno inglés protegía esta industria, evitando la competencia de Irlanda, de las colonias o del continente, y favoreciendo la venta de sus productos, como se logró por el tratado de comercio llamado de Methuen con Portugal, en 1703. En cambio, la producción algodonera estaba por completo libre de interferencias estatales y ofrecía campo abierto a toda clase de sugerencias y modificaciones.

El primer progreso técnico se registró en 1733 cuando el relojero John Kay, de Colchester, descubrió la lanzadera volante, gracias a la cual se abreviaba, en la mitad, el tiempo requerido antes para tejer una pieza. Este descubrimiento se aplicó tanto a la producción de tejidos de lana como de algodón. Pero, aumentando a mediados de la centuria el consumo de los géneros de esta última clase y dificultando la carencia de hilo la satisfacción de las demandas del mercado nacional y colonial, los esfuerzos de los técnicos se concentraron en el problema de la hilatura del algodón. En 1738, al hijo de un médico de Birmingham, LewisPaul, se le ocurrió la idea de que se obtendrían mejores calidades









de hilo si éste se hiciera pasar, antes de llegar al huso, por una doble serie de tornos que giraran a distintas velocidades. Tan ingenioso sistema, aunque divulgado por la región, no halló el realizador práctico hasta una generación más tarde. Entre 1764 y 1767, James Hargreaves, de Blackburn, concibió una máquina mediante la cual una mujer podía hilar hasta ocho copos de lana al mismo tiempo: así apareció la jenny, cuya divulgación no fue detenida por ninguna patente del imprevisor carpintero. Pero la verdadera revolución técnica dimana de Richard Arkwright (1732-1792), un barbero de Preston, quien renovó, con éxito, las tentativas de Paul. En 1769 patentó su máquina —la frame—, un aparato que producía un hilo bastante rudo, pero que podía suplantar al lino. Como la frame había de moverse con fuerza superior a la de un hombre, se acopló a los saltos de agua del país, y así nació la waterframe, la cual, desde 1781, al caducar la patente por las presiones de los hiladores de algodón, llenó de factorías gran parte de Inglaterra. Poco después, Samuel Crompton (1753-1827), un tejedor de Bolton, lograba producir un hilo delicado, capaz para tejer las más finas muselinas, mediante una máquina que fue llamada mule porque reunía artificios de la jenny y la frame. Finalmente, en 1785, Edmund Cartwright, un clérigo poeta, resumía ese progreso técnico con un telar que él había dotado de las principales innovaciones para la elaboración mecánica de los tejidos (power-lown). Dos años antes, en 1783, el escocés Bell había introducido la impresión mecánica de las indianas.

La industria algodonera, hasta entonces industria de lo barato, presidió, pues, el progreso técnico de fines del siglo XVIII. Pero la revolución maquinista esencial consistió, sin embargo, en la aplicación de la fuerza del vapor de agua a las máquinas descubiertas por Arkwright y Cartwright. Tradicionalmente se usaban para las necesidades industriales los motores hidráulicos. A principios del siglo XVIII se empezó a utilizar en Inglaterra el vapor para achicar el agua de las minas de carbón, siguiendo las huellas del francés Papin. Savery, en 1698, y Newcomen, en 1705, usaron una bomba accionada por la presión del vapor inyectado en unos émbolos. La máquina de Newcomen fue luego perfeccionada, hasta que James Watt (1736-1819), basándose precisamente en ella, empezó sus trabajos ( 1763)









para aprovechar por completo la fuerza expansiva del vapor. En 1768 patentó su invento, que se separaba radicalmente de los tipos precursores. La máquina de vapor de Watt provocó una transformación industrial de insospechadas consecuencias, en particular cuando, desde 1781, aquél inventó el sistema de excéntricas y bielas que había de permitir transformar el movimiento de vaivén de la máquina en un movimiento rotatorio, aplicable a cualquier aparato. En sus trabajos, Watt halló el apoyo de Mathew Boulton, gran industrial de Soho, y del mecánico John Wilkinson.

El desarrollo de las máquinas y motores reclamaba un aumento de la producción siderúrgica. Pero ésta no fue capaz de atender las demandas hasta que la hulla substituyó a la madera en la fundición de metales. La operación fue ya intentada por un tal Dudley en 1619, sin éxitos positivos. Un siglo más tarde, en 1709, Abraham Darby empezó a utilizar con rendimiento satisfactorio una mezcla de leña y carbón de piedra en sus factorías de Coalbrookdale, inyectando una comente de aire para acelerar la combustión. Poce a poco, a pesar de la imperfección de la técnica, el consumo de la hulla fue aumentándose, como lo revelan las siguientes cifras: 2 500 000 toneladas en 1700; 4 750 000, en 1750; 10 000 000 en 1800. Las exigencias de la guerra de los Siete Años favorecieron el desarrollo de importantes fábricas siderúrgicas, como las de John Roebuck, un adalid de la industria del acero, en Carrón (1760), Escocia. Pero el impulso decisivo lo dio Henry Cort (1740-1800), el cual contribuyó decisivamente a la nueva Edad del Acero al descubrir el famoso sistema del pudelaje (1783-1784). Puede decirse que la moderna industria descansa en esa feliz idea.

Aparición del capitalismo industrial. El acero, la hulla, el vapor y las máquinas de hilar y tejer anuncian el maqumismo arrollador del siglo XIX. Pero el hecho importante es que en el siglo XVIII el capitalismo industrial había triunfado decisivamente sobre el artesanado por su espíritu de innovación, su capacidad para satisfacer las crecientes necesidades del Estado y la población de un país, la uniformidad y rapidez de sus productos, y aun, en general, por la mayor calidad, precisión y consistencia de los objetos fabricados.









Durante los siglos XVI y XVII el capitalismo comercial había dirigido el proceso económico y estimulado la producción; manufacturas y fábricas se desarrollaron, como hemos visto, por el impulso y estímulo de los comerciantes. Esto continúa en el siglo XVIII. La industria se organiza bajo las formas que le presta el capitalismo comercial: sociedades en comandita, anónimas, racionalización del negocio, etc. Este hecho es tan notorio que las empresas industriales más evolucionadas no son aquéllas donde triunfa el mecanismo, como en la industria textil, sino las que por su naturaleza son más costosas, como las extractivas (carbón y hulla) y las del estampado.

Sin embárgo, el aumento de la producción insinúa los rasgos de una alteración de tal estado de cosas. La industria absorbe poco a poco grandes sumas de capitales (integración) y emplea obreros en número cada día creciente. Este fenómeno (concentración industrial) motiva que el empresario se preocupe de la venta de los productos fabricados. Así como hasta entonces el comerciante había procurado ser industrial (Verlag, manufacturas, etc.), a fines del siglo XVIII el industrial se vuelve comerciante. El mismo se preocupa de hallar mercados y de comprar las materias primas que le son necesarias; establece sucursales y puestos de venta al detalle; pide préstamos a los bancos; fomenta las mejoras en los sistemas de comunicación. En resumen, lentamente la industria pasa a dirigir la vida económica. Cuando haya logrado su subordinación completa, el Gran Capitalismo estará en marcha.

La práctica y la teoría económica: Pacto Colonial y fisiocratismo. A lo largo del Dieciocho, Europa se ha organizado como centro económico del mundo. Superada la etapa de las primeras y fáciles depredaciones en las colonias, su saber técnico le ha permitido erigirse en verdadero pivote ordenador de las riquezas de la Tierra. Sólo a través de esta experiencia afortunada puede comprenderse la subsiguiente etapa de sumisión política, financiera y comercial de los restantes continentes a lo que parecía ser su inquebrantable omnímoda voluntad.

Al hablar de Europa nos referimos aún a la Sociedad Occidental. Más allá del Elba, se vive todavía en el arcaico régimen del campesinado sujeto a la gleba, salvo algunos









puntos aislados donde la imitación de Occidente ha hecho surgir manufacturas y factorías. Inglaterra, Holanda y Francia, y en pos de ellas España, convierten ese pedazo de la Tierra en el colector de sus más apreciados bienes. Desde Nagasaki y Batavia, donde dominan los holandeses; desde Macao y Manila, puestos adelantados del comercio portugués y español, las rutas del Lejano Oriente llevan a Occidente, por El Cabo, toda clase de productos: especias y cotonadas, té, azúcar, objetos de lujo, café y materias preciosas. Incluso el Mediterráneo vuelve a despertarse: hacia las regencias berberiscas afluyen los productos del Senegal y hacia Levante los géneros de artesanía irania. Marsella y Barcelona sacuden su modorra y entran de lleno en el ámbito del capitalismo financiero.

Pero América continúa siendo el gran sueño económico de Occidente. Allí hay libres espacios para colonizar, núcleos de población que requieren los productos elaborados en las metrópolis respectivas y proporcionan materias primas excelentes. El Estado, que en esto no hace más que traducir el egoísmo nacional, considera esas colonias americanas como campo sagrado de su hegemonía económica. De aquí la práctica del titulado Pacto Colonial, que en la mentalidad inglesa que lo define no es otra cosa que la versión empírica del mercantilismo en boga aún en el continente hasta mediados de la centuria. En términos generales, Inglaterra lo concibe de la siguiente manera: las colonias deben ser los mercados de la producción industrial de la metrópoli; han de proporcionar trabajo a los artesanos, manufactureros y marinos ingleses; han de suministrar todos los productos y materias primas que necesita. En resumen, las colonias no deben competir con la metrópoli, su comercio debe prescindir de los extranjeros, han de dedicarse exclusivamente a la agricultura y sus mercancías han de ser transportadas en buques ingleses. Estos principios explican el contenido proteccionista de las trade acts británicas del siglo XVIII.

El mantenimiento de este régimen cerrado e intransigente explica los motivos económicos de la revolución norteamericana a que luego haremos referencia. Por lo que respecta a Holanda, Francia y España se nota, desde mediados del siglo XVIII, a compás de los progresos del enciclopedismo, cierta tendencia a disminuir los lazos del









proteccionismo metropolitano. Dejar hacer, recomiendan los fisiócratas al Estado; libertad de comercio, postulará muy pronto Adam Smith. La idea toma cuerpo y se difunde. En 1763, Choiseul autorizó a los ingleses a importar bacalao en las posesiones de Francia en las Antillas; en 1784, el Consejo de Estado francés dio permiso para que los barcos extranjeros comerciasen con varios puertos coloniales. En España, Carlos III, después de algunos ensayos felices (1763), promulgó en 1778 la Ordenanza del comercio libre, suprimiendo el monopolio de Cádiz y el régimen de flotas de Indias. Rápidamente, la cifra de exportaciones duplica, quintuplica, decuplica. Toda España se beneficia de la renovación comercial de su periferia marítima. Así aparece una nueva concepción en la práctica económica; pero los gobiernos no marchan al compás del desarrollo real de la economía. Esta discrepancia late en el fondo de todos los procesos de secesión e independencia de los colonos americanos.

Pero el comercio no constituye, de momento, la mayor preocupación de los teorizadores. El Estado y el desarrollo mercantil habían constituido hasta entonces el tema favorito de los mercantilistas. La Ilustración consideró el problema desde un punto de vista diametralmente distinto: importaba, en primer lugar, el individuo, y éste en el seno de la naturaleza, cara al primer recurso de toda sociedad: la tierra. Ideas muy siglo XVIII. También lo fue el nombre adoptado por la escuela francesa que defendió tal doctrina: los fisiócratas, o sea, los partidarios del orden “natural”, los que se oponen al régimen social “civilizado” de coerción económica.

Según se recordará, contra la reglamentación excesiva del colbertismo, se habían levantado voces, como las de Vauban y Boisguillibert, reclamando una disminución de las trabas que pesaban sobre la tierra, el comercio y la industria e impugnando la teoría de que la riqueza de las naciones dependía del atesoramiento de metales preciosos y del saldo favorable de la balanza mercantil. Estas teorías fueron ganando terreno, hasta que el médico de Luis XV, Quesnay (1694-1774), las compiló en sus obras Tableau économique (1758) y Physiocratie ou gouvernement de la Nature (1768). Según Quesnay, la riqueza de los países dependía únicamente de la agricultura, ya que el comercio y la









industria eran estipendiarios de ella. El retorno a la tierra había de ir acompañado de la libertad económica y de la supresión de los monopolios y reglamentos que obstaculizasen el desarrollo “natural” de la producción y la circulación de mercancías. Ante el Estado, la actitud del nuevo grupo de economistas se resumió en la fórmula dejad hacer, dejad pasar (laissez faire, laissez aller). De esta manera repercutió en la economía el movimiento intelectual cuyas consignas en todos los aspectos eran: frente a los poderes del Estado, seguridad, libertad y orden natural.





LAS CLASES SOCIALES DEL ANTIGUO REGIMEN

La población durante el Dieciocho. La población total de Europa a fines del siglo XVIII era, aproximadamente, de 188 000 000 de habitantes, de los que correspondían 122 000 000 a las naciones occidentales. En líneas generales, esa centuria había constituido una era de paz y de progreso industrial y comercial, y ese hecho explica que en cien años la población del continente se acrecentara en unos 60 000 000, o sea, casi la mitad de la cifra demográfica de fines del siglo XVII. En este aumento se observa ya el arranque de la vertiginosa trayectoria correspondiente al siglo XIX.

Las naciones más beneficiadas por el aumento de población fueron, como denotan las cifras estadísticas globales, las del Occidente de Europa. En 1720 Inglaterra contaba cón algo más de cinco millones de habitantes; esa cifra rebasaba los seis millones en 1750 y los nueve en 1801. Para Francia, análogo acrecentamiento: los 17 000 000 de principios del siglo XVIII se transformaron en los 26 000 000 de la víspera de la Revolución. La misma Alemania (excepto Austria), que en 1700 había recuperado los 15 000 000 que contaba en 1620, poseía a fines del Dieciocho unos 22 000 000 de habitantes (Prusia, 5 630 000). Para España las cifras son también halagüeñas: la decadencia de fines del siglo XVII había reducido la población a unos 5 800 000 habitantes (1723), que fueron casi duplicados en el transcurso del Dieciocho (10 500 000 en 1788). En cuanto a Italia, el final de siglo registraba 17 000 000 de pobladores en la península, contra los 13 000 000 del Diecisiete.















El aumento de población trajo consigo el consiguiente auge de la densidad demográfica. Inglaterra y Holanda tenían a fines del siglo XVIII 65 habitantes por kilómetro cuadrado; Württemberg, 72; Sajorna, 50; Bohemia, 58. Esas naciones o países se beneficiaron del desarrollo de su agricultura o de su industria. La concentración de los obreros en las nacientes ciudades industriales favoreció el desplazamiento de las masas de la población del campo a la ciudad. Según los cálculos de Young, la población inglesa de fines del siglo XVIII se repartía de la siguiente manera: unos cuatro millones de habitantes vivían de la industria y del comercio y unos cinco de la agricultura (comparando las cifras con las correspondientes al siglo XVII (pág. 493), se puede formar una idea del cambio trascendental que significan). Lógicamente, la población de las grandes ciudades aumentó en proporciones desconocidas. A fines del siglo XVIII, Londres contaba cerca de un millón de habitantes; París, 600 000; Roma, Viena y Amsterdam, cerca de 200 000. Pero el hecho más notable es el rápido desarrollo de las villas o puertos industriales y comerciales, sin ninguna tradición histórica, como fruto exclusivo del desarrollo económico. Manchester, Birmingham, Sheffield y Liverpool, pueblos de 4000 a 6000 habitantes en 1700, ascendían a más de 40 000 a fines del XVIII. Bristol llegó a los 100 000. Simples aldeas, como Leeds, Halifax y Norwich, pasaron a la categoría de ciudades.

En este período las migraciones continentales europeas fueron poco notorias. El centro principal de inmigración fue la Prusia de Federico Guillermo I y Federico el Grande gracias a la política de tolerancia y colonización interior practicada por estos soberanos. Se calcula que a fines del reinado de ese último monarca casi un tercio (aproximadamente 2 000 000) de la población de Prusia estaba constituido por emigrados o descendientes de emigrados. Cerca de 400 000 personas acudieron a Prusia en este período de tiempo. Otra corriente continental fue motivada por el desplazamiento de los turcos de Hungría: unos 100 000 alemanes se establecieron entonces en la mesopotamia húngara. Pero, sin duda alguna, la emigración mayor fue la registrada entre Europa y América. Según los cálculos más fidedignos, América contaba a fines del siglo XVIII unos 9 400 000 habitantes de origen europeo, de los cuales









6 700 000 vivían en América del Norte y 2 700 000 en América del Sur. Los emigrantes europeos del XVIII fueron especialmente ingleses.

Las clases privilegiadas del Antiguo Régimen. La sociedad europea aparece como consolidada durante el siglo XVIII. La inestabilidad propia de los siglos anteriores ha dado paso a un equilibrio entre las diversas clases sociales, a cada una de las cuales parece corresponder una función en las actividades políticas y económicas de la nación. En líneas generales, la nobleza se reserva los altos cargos políticos y eclesiásticos y los mandos militares; la alta burguesía se adueña de las funciones administrativas y judiciales, o bien de los altos puestos del capitalismo comercial y financiero; la burguesía media se dedica a las ocupaciones industriales o liberales; en fin, a las clases bajas de la sociedad queda confiada la agricultura o el trabajo en fábricas y manufacturas. En este orden jerárquico y tradicional viven casi todos los países de Europa, especialmente los de Occidente.

Un hecho sintomático es que las clases privilegiadas de la sociedad parecen recobrar su categoría tradicional durante el siglo XVIII. Sin tener necesidad de referirnos a la potencialidad política y social de los nobles polacos y suecos, que condiciona la evolución misma de sus respectivos Estados, recordemos la categoría preeminente que adquiere la nobleza rusa desde el reinado de la emperatriz Isabel y, en particular, durante el de Catalina la Grande. También hemos indicado que la oficialidad del ejército prusiano estaba por completo vinculada a la nobleza de aquel reino. Igual sucedía en Austria y en casi todos los países europeos. Aun en la misma Inglaterra, donde el triunfo del mundo capitalista había roto los moldes de la sociedad antigua, la nobleza continuaba formando la osamenta del país, tanto en las Cámaras como en el gobierno, en las grandes empresas comerciales como en la dirección de las explotaciones agrarias. La renovación agrícola inglesa benefició exclusivamente a los landlords, que en esta época concentraron la tierra en grandes latifundios, desarrollo a su grado máximo del principio de las enclosures. No en vano se ha escrito que la administración nacional y local del Dieciocho estaba por completo en









manos de la gentry, los propietarios agrícolas, ya nobles de origen, ya mercaderes ennoblecidos y rápidamente asimilados a su nueva categoría social.

En los países latinos, la tónica general hemos de buscarla en las altas clases francesas. Los eclesiásticos, en número aproximado de unas 135 000 personas, forman un orden oficialmente reconocido, con sus asambleas generales, sus tribunales y sus oficiales propios. Por su intervención en los asuntos parroquiales, en la instrucción pública y en los actos de la vida cristiana, el clero ejerce una función civil de suma importancia. A ella dedican, en parte, las rentas derivadas de sus propiedades, considerables, es cierto, pero mucho menos que en los cómputos realizados imaginariamente. El clero francés, a fines del siglo XVIII, posee el 5 ó 6 por 100 del suelo nacional, en propiedades dispersas y fragmentadas; sus bienes urbanos tienen mayor importancia. En conjunto, sus rentas se elevan a unos cien millones de diezmos. En cambio, tributa al Estado, gratuita o forzosamente, unas 5 400 000 libras anuales. Cifra inferior a la pagada, en paridad de circunstancias, por la nobleza.

Los altos cargos eclesiásticos están desempeñados exclusivamente por miembros pertenecientes a la aristocracia. De 1100 abadías, 850 son de las llamadas en encomienda, es decir, que las familias nobles son sus beneficiarías. Obispos y arzobispos se reclutan en la misma clase social, rompiendo la tradición del siglo XVII, en que aún había posibilidad de encumbramiento para las clases bajas (caso de Bossuet, por ejemplo). Algunas de esas altas jerarquías poseen grandes riquezas, como el arzobispo de Estrasburgo, que se beneficia de una renta de 800 000 libras anuales. Con contadas y magníficas excepciones, los obispos viven en París, llevando una vida lujosa, sin preocuparse de la debida instrucción religiosa de sus diocesanos. Son los grandes décimateurs. Otros, en cambio, como Monseñor de la Marche, se desvelan por el cumplimiento de sus deberes episcopales y administran el bien y la caridad.

La nobleza sostiene una sola teoría sobre su origen: la de la sangre, demostrada por cuatro generaciones. Sin embargo, tiene que admitir en su orden a los ennoblecidos por el rey o a los compradores de tierras vinculadas a un título. También figuran en sus filas la nobleza parlamentaria y la municipalidad, ambas correspondientes a la alta burguesía.









Todos ellos gozan de privilegios varios: derechos señoriales y honoríficos, exención fiscal y prerrogativas judiciales. No obstante, la alta nobleza, o nobleza presentada a la corte real (unas 4000 personas, aproximadamente), se eleva sobre los restantes miembros de la aristocracia por su importancia social, sus cargos militares y las pensiones reales. Frecuentes enlaces con las hijas de los grandes financieros, dan a la alta nobleza una potencia económica poco despreciable. A su lado, la nobleza provincial recaba un papel muy limitado.

La posición de la nobleza frente a las restantes clases sociales es de gran altivez, y sus relaciones no son precisamente idílicas. Aun los mismos nobles embebidos por el enciclopedismo juzgan a los campesinos como de otra casta. Las ideas de la Ilustración hacen mella en los círculos aristocráticos de París; pero no en los de provincia, que, en último caso, sólo las acogen para defender sus intereses personales. El peor enemigo de la nobleza francesa, a fines del siglo XVIII, es que no tiene conciencia de su interés colectivo, pues lo sacrifica a sus ambiciones familiares. La Revolución se introducirá en el reducto del Antiguo Régimen por esa brecha.

La importancia social de la nobleza parlamentaria (de robe) la hace fusionar por completo en el Dieciocho con la aristocracia de sangre. Su posición es fundamentalmente conservadora, aunque querría intervenir en los asuntos políticos del Estado; es galicana por temperamento, pero mantiene la jurisprudencia antigua, censura en parte las nuevas ideas y defiende sus privilegios sociales. La nobleza administrativa, integrada por los altos funcionarios del Estado, los intendentes y miembros del consejo de Estado, es más activa y decididamente reformista.

En las colonias americanas existe también una aristocracia de los privilegiados, más notables desde luego en las posesiones españolas que en las inglesas. En éstas el planter, o gran propietario, desempeña el principal papel. En aquéllas son los eclesiásticos y los funcionarios coloniales. Pero poco a poco cristaliza la aristocracia de sangre blanca de los criollos, disconformes con el predominio político y social de los españoles. En esta clase, abierta a las inquietudes de la nueva ideología ilustrada, se formará el ariete del movimiento independentista americano.









Las clases campesinas y obreras. La cristalización de las clases sociales del Antiguo Régimen y el desarrollo del capitalismo industrial tuvieron como consecuencia general, en el siglo XVIII, el empeoramiento de la condición jurídica y económica de los campesinos y de los obreros de Europa. Este fenómeno, que hasta época reciente no ha sido constatado y estudiado, tiene por característica exterior una recrudescencia de antiguos privilegios feudales, que parecían haber caído en desuso. Contraviniendo la antigua hipótesis de la liberación progresiva e ininterrumpida del campesinado europeo, la realidad muestra las inflexiones profundas de esa trayectoria. Una de ellas, como hemos visto, corresponde a últimos del siglo XV; la segunda es propia del siglo XVIII.

En el Oriente de Europa, partiendo de la segunda servidumbre de la gleba, difundida a principios del siglo XVI, la situación de los campesinos es realmente miserable. Desde el Elba hasta el Volga y del Báltico al Danubio, para no hablar de Turquía, donde impera el feudalismo militar de los jenízaros, el campesino se halla sujeto a la gleba y al poder omnímodo del señor o del noble propietario del campo. En Rusia, su situación es muy grave. En el curso del siglo XVIII se acentúan y amplían las facultades de los propietarios, paralelamente a la liberación de la nobleza de servicio y a su transformación en órgano esencial del Estado. Este va delegando en la nobleza una serie de atribuciones judiciales y administrativas sobre sus siervos, que no desembocan en un régimen feudal puro por la solidez de la autocracia imperial. Basta decir que en 1765 Catalina II otorgó a los señores la facultad de enviar sus siervos a trabajos forzados, completando un privilegio de época anterior en que se les confería poder mandarlos a Siberia, y que en el mismo año y en los siguientes extendió el área de la servidumbre a los territorios recientemente adquiridos o colonizados. Las violentas insurrecciones de los campesinos, culminando en la de Pugachev (1773-1774), indican desde otro punto de vista la dureza real de la servidumbre de la gleba rusa.

Pero tampoco en Polonia, Prusia, Austria y Hungría la situación de los siervos era más soportable. Aun bajo la égida del “ilustrado” Federico II, los nobles prusianos y sus asambleas consideraban que el campesino de la gleba era









“en vida y bienes propiedad de un señor”. Las tentativas que realizó aquel monarca para librarlos de la esclavitud “a estilo romano”, chocaron con la oposición de los estamentos aristocráticos de Prusia y Pomerania. Sólo entre los “colonizadores” extranjeros se formó una clase social de pequeños y libres propietarios del campo.

Los principados de la Alemania meridional, como Baviera y Württemberg, constituyen una zona de transición entre este tipo de servidumbre y las condiciones sociales agrarias de la Europa occidental. En los Países Bajos holandeses y belgas predomina el arrendatario libre a plazos bastante considerables, con la obligación de satisfacer rentas y censos a los señores patrimoniales. Casi análoga es la situación en los países mediterráneos. En la Italia del siglo XVIII desaparecen los últimos restos de la servidumbre en el Piamonte y Sicilia, aunque aquí subsisten diversos derechos señoriales, entre los cuales el de mero y mixto imperio. En la península Hispánica, el sistema más generalizado es el cultivo del campo por arrendatarios o enfiteutas libres. Los grandes latifundios del centro y sur de la península impiden el desarrollo de una clase de campesinos pequeños propietarios del campo, mientras que en la periferia cantábrica y mediterránea el suelo se halla mejor repartido y los agricultores, independientes o arrendatarios a largos plazos, son más prósperos.

En el campo inglés la nota más señalada de la centuria es la extinción de la yeomanry y de los campesinos propietarios. A principios del siglo XVIII los yeomen, la gente que había hecho, en parte, la revolución de Cromwell, eran todavía cerca de unos 160 000. Medio siglo más tarde, o quizá hacia fines del Dieciocho, habían desaparecido por completo, yendo a integrar la burguesía o el proletariado en las ciudades y los asalariados del campo. El régimen de grandes enclosures y la transformación capitalista de la agricultura, esquematizaron en las siguientes clases la población del campo inglés: landlords, farmers o arrendatarios en gran escala y número reducido, y la masa de asalariados, cottagers o borders, compartiendo sus ocupaciones agrícolas con otras de tipo industrial.

En cuanto a Francia, la mayoría de los campesinos son, en el Dieciocho, personalmente libres. El número de siervos es aproximadamente de un millón, y las áreas geográficas de









la servidumbre radican en el Nordeste y centro. Propiamente son “manos muertas”, sujetos a la servidumbre por la persona o los bienes. Los demás campesinos son, en general, fermiers y métayers, éstos obligados al pago de media cosecha, y aquéllos arrendatarios por plazos de 3, 6 y 9 años. Los domaniers o pequeños propietarios son en número bastante considerable. Con la excepción de este último grupo, todos los campesinos se hallan sujetos al pago de las prestaciones sobre la tierra: censos, derechos de sucesión, “banalidades”, peajes, diezmos, etc. Los señores franceses de fines de la centuria agravan estas cargas de modo sistemático, por la elevación arbitraria de los derechos existentes, la reimplantación de los caídos en desuso y la usurpación de los bienes comunales. En este sentido se puede hablar de “reacción feudal” en los últimos tiempos del Antiguo Régimen.

Panorámicamente, la vida y la situación de los campesinos es bastante miserable, su alimentación insuficiente y su estado moral deplorable. No mejor es el estado del proletariado, cuyo nacimiento hemos visto producirse en la centuria precedente. Aparte de los obreros que todavía viven en régimen corporativo y de los que dividen sus ocupaciones entre la agricultura y la industria, los trabajadores en manufacturas y fábricas están sujetos a una disciplina férrea y a una jornada de trabajo de dieciséis horas, y reciben un sueldo insuficiente, siempre en retraso respecto del aumento general de los precios. Este régimen da lugar a explosiones de cólera que se acentúan a medida que avanza la centuria. Las huelgas empiezan a ser frecuentes, y aunque fracasan por su carácter local y parcial, constituyen síntomas muy claros de las grandes luchas obreristas del siglo XIX.

La situación peor en la escala social la sufren los aprendices. Avida de manos baratas, la naciente industria no reparó en emplear a muchachos de todas las edades, incluso de siete años. Esos niños, desprovistos de la vigilante tutela del antiguo patrono, cayeron bajo la férula de capataces y contramaestres, que en aquel tiempo fueron los exponentes del “infierno de la crueldad humana”, según frase de Hammond, historiador de tal proceso. Muchachos y muchachas vivieron sometidos a un régimen fatal de promiscuidad y degradación, de insuficiencia física y de anulamiento









intelectual. Tal fue la amarga impresión causada entre los contemporáneos, que el gobierno inglés debió preocuparse por la suerte de aquellos miserables seres. Así Peel hizo adoptar por el Parlamento, en 1802 el Acta para la Salud y Moral de los Aprendices, primera piedra de la prolífera legislación social del siglo XIX.

El Tercer Estado. Entre las clases privilegiadas y las que ocupan los últimos lugares de la jerarquía social, la burguesía del siglo XVIII se afianza como la plataforma en la que va a gravitar, próximamente, el peso total de las manifestaciones políticas, económicas y culturales de la Humanidad. Hemos visto cómo en el transcurso de las centurias precedentes la burguesía nacional se había hecho cargo de la dirección del capitalismo comercial y financiero, había asumido el poder bajo la égida de los grandes reyes e impuesto su criterio político propio en diversas circunstancias, a la vez que se infiltraba en la agricultura y en la administración del Estado. Esta gran burguesía llega al Dieciocho ennoblecida, formando parte de las clases aristocráticas del país. Pero la masa burguesa, la que en conjunto se apropió el nombre de Tercer Estado, abre las puertas del siglo con nuevo ímpetu, fuerza e ideología. Entre esa burguesía no privilegiada, alta y baja, negociantes, industriales, hombres de leyes, pratriciado urbano, se difunden las nuevas concepciones ideológicas, racionalistas y críticas, que postulan una transformación política y social. Porque la burguesía, de espíritu emprendedor, innovadora y enemiga de la reglamentación, conociéndose como elemento vital de la sociedad de su siglo, pretende quebrantar las prescripciones y privilegios que le vedan el acceso a los cargos públicos y al ejército y la colocan en posición desventajosa frente a las clases sociales aristocráticas. Por esta causa, las palabras libertad e igualdad fueron adoptadas por ella como armas sagradas para la conquista de los reductos del Antiguo Régimen, como un recurso biológico supremo.

Sin embargo, la burguesía sólo se manifestó revolucionaria en aquellos países en los que formaba una clase social poderosa o bien la organización jerárquica de la sociedad propendía a un estancamiento. Ni en el Oriente de Europa ni en las penínsulas mediterráneas, donde el comercio y la industria estaban poco desarrollados, ni en Inglaterra,









donde la revolución de 1688 había dado completa satisfacción a sus deseos politicosociales, hallamos una disposición subversiva en los elementos burgueses. En cambio, a mediados del siglo XVIII, ésta existe de modo indudable en Holanda, Bélgica y, en particular, en Francia y al norte de Italia.

El nuevo espíritu liberal o individualista que germina en el Tercer Estado, se pone de relieve en la desintegración de las instituciones corporativas que la misma burguesía había engendrado en la Baja Edad Media. En el transcurso del siglo XVIII, y a pesar de la acentuación del régimen gremial por la intervención del Estado, las corporaciones y los gremios van perdiendo fuerza y vitalidad. La burguesía los combate porque evitan la competencia, favorecen la rutina, impiden el florecimiento de nuevas ocupaciones y el desarrollo general de la producción. Evidentemente, a medida que se imponen los nuevos postulados capitalistas se hallan cada vez más alejados de las necesidades de la época. Las corporaciones han cumplido una gran misión histórica, social y económica; pero en el siglo XVIII no pueden resistir el descrédito de las fórmulas que ellas mantuvieron. El mercantilismo y la economía nacional ceden el puesto al fisiocratismo, al librecambismo y a la economía mundial; la corporación, análogamente, es sacrificada a la libertad de trabajo. Cuando Turgot, en 1776, aunque de modo efímero, implantó en Francia ese último principio y prohibió las asociaciones de obreros y patronos, planteaba la crisis de un largo proceso de organización economicosocial de la Humanidad.





LA MONARQUIA OMNIPOTENTE

Caracteres generales del Despotismo Ilustrado. La monarquía del siglo XVIII, heredera de la afirmación absolutista borbónica de la centuria anterior, alcanza el punto culminante de esa trayectoria política. Con la excepción de Inglaterra y Holanda, los reyes son señores omnipotentes del Estado y la nación. Todos los antiguos poderes, derivados del mundo bajomedieval, están sujetos a su autoridad: nobleza, clerecía, municipios, parlamentos e instituciones judiciales, dietas, cortes y consistorios de toda









especie. El monarca impone su criterio, dicta la ley, administra la suprema justicia, decreta la paz y la guerra, interviene en todas las manifestaciones sociales, económicas y religiosas del país. Una organización en extremo centralizada lleva su voluntad hasta los puntos más alejados del Estado. Sus ministros, sus consejos y su corte elaboran las disposiciones del mando supremo; luego, una jerarquía de oficiales provinciales (los intendentes, en Francia; los corregidores, en España, etc.) se encarga de aplicarlas en los distritos (intendencias, corregimientos, provincias, etc.) de su cargo. Unidad, centralización y omnipotencia, tales son las características generales de la monarquía del Antiguo Régimen.

Como continuación de una trayectoria histórica anterior, cuyos trazos solamente refuerza, el estudio de la monarquía omnipotente tendría escaso interés si su nombre no fuese ligado al del Despotismo o Absolutismo Ilustrado. A mediados del siglo XVIII, en efecto, un nuevo espíritu hace irrupción en la monarquía y la gana para su causa. No es, propiamente hablando, la ideología de la Ilustración, sino tan sólo algunas de sus facetas, en particular el aprovechamiento utilitario y racionalista de los recursos del Estado. En un momento de dificultades financieras para todas las monarquías europeas, en que se hace necesaria una renovación de los métodos tradicionales hacendísticos y se impone una serie de reformas en la sociedad, los reyes buscan en las ideas enciclopedistas las fórmulas apropiadas para llevarlas a cabo. Los nuevos procedimientos han de beneficiar exclusivamente a la monarquía, como resultado de la mejora de las condiciones sociales y económicas generales de la nación. Por lo tanto, la realeza adopta de la Ilustración lo que puede contribuir a consolidar su omnipotencia y a aumentar, si cabe, su poder.

En conjunto, el Despotismo Ilustrado es una posición de autodefensa de la monarquía, tanto al aprovechar las conclusiones que le son favorables de la filosofía enciclopedista como al intentar elevar una barrera ante sus deducciones más radicales. Sin embargo, al combatir los privilegios de la nobleza y el clero y al hacer gala de los principios racionalistas y antitradicionales, la realeza disgrega la estructura esencial que la mantenía. Después de la generación de los déspotas ilustrados, la burguesía penetra por las









brechas que han abierto esos príncipes en los reductos del Trono, del Altar y de la Espada.

Los reyes y los ministros del Despotismo Ilustrado intentan llevar a cabo una reforma social, civil y económica que no merme los intereses políticos de la monarquía. Su propósito es, en líneas generales, corregir los abusos y hacer desaparecer los privilegios. Aunque las reformas tengan en cada Estado un matiz particular, todas poseen un mismo común denominador: supresión de los residuos de las instituciones feudales; sumisión de la Iglesia al poder del Estado; protección general de la economía, en particular de la agricultura; desarrollo de la instrucción pública; establecimiento de un nuevo orden judicial, administrativo y municipal. Estos objetivos, como indica su simple enumeración, son los mismos de los enciclopedistas. Por esta causa los filósofos aplauden y aconsejan a los reyes y ministros reformadores. Para muchos de ellos, como Voltaire y su escuela, la feücidad del pueblo se resume en el gobierno del Absolutismo Ilustrado. Sin embargo, en la aplicación de tales principios la monarquía choca con los postulados que constituyen su misma esencia. Al no poder resolver adecuadamente el conflicto, crea las circunstancias políticas favorables para el desarrollo del movimiento revolucionario.

El régimen del Despotismo Ilustrado trató, por tanto, de combinar lo nuevo con lo viejo, manteniendo los principios tradicionales del poder público. Dícese frecuentemente que la forma programática de este sistema de gobierno puede enunciarse de esta manera: todo para el pueblo, pero sin el pueblo. Esta fórmula es verdadera tan sólo en cuanto las reformas se llevaron a cabo de arriba abajo y fueron impuestas por los ministerios. Por lo demás, los monarcas sólo se propusieron actuar en beneficio propio. Cuando vieron que las reformas no daban el resultado inmediato apetecido o que provocaban el quebrantamiento de su autoridad, renunciaron a todo método “ilustrado”. A la generación de los grandes déspotas del siglo XVIII sucedieron monarcas reaccionarios. La Revolución francesa había de acentuar esta regresión a los programas del Antiguo Régimen.









Los intereses reformistas en Francia durante Luis XV y Luis XVI. A la muerte del cardenal de Fleury, Luis XV (1715-1774) se había hallado libre de toda influencia; el poder absoluto recaía en su persona. En situación análoga, Luis XIV había impuesto su autoridad omnímoda; pero al precio de sacrificarse al “oficio” real. Su bisnieto era hombre de temple muy distinto; quiso gozar de los derechos de la realeza; pero no quiso saber nada de sus deberes. De hecho, el gobierno del Estado pasó del rey a la corte de Versalles, y en particular a las favoritas de Luis XV: la duquesa de Chateauroux, la marquesa de Pompadour (1745-1764) y la condesa Du Barry. Esta pluralización del poder dio lugar a repetidas intrigas; en todo caso los intereses de la nación fueron pospuestos a los egoísmos y rencillas de la corte. El ejemplo más típico nos lo suministra la provisión de mandos militares: el ejército francés continuaba siendo un buen instrumento militar; pero los generales eran incapaces y los oficiales compraban y vendían sus cargos. Esto expüca sus descalabros, especialmente durante la guerra de los Siete Años.

La política de la corte impedía, también, la reorganización de la Hacienda del Estado. Cada año, el déficit financiero se aumentaba en 20 000 000 de francos. Los impuestos (talla, capitación, veintena) recaían en la burguesía y los campesinos; los privilegiados no se hallaban obligados a tributar; tan sólo la Iglesia concedía “graciosamente” unos donativos, que eran insignificantes comparados con sus rentas. La administración de los impuestos indirectos (sal, papel, vino), aduanas y monopolios era defectuosa. Los gastos consistían, en particular, en el pago de una crecida deuda pública y en satisfacer el lujo de la corte de Versalles, las pensiones de los nobles y los sueldos de una frondosa burocracia. Una reforma tributaria era imposible sin modificar por completo el sistema, tanto en la percepción de los ingresos como en la distribución de los gastos.

Contra este estado de cosas se levantaron las voces de la grande y pequeña burguesía, infiltrada por las primeras corrientes de la Ilustración. La gente del campo tampoco estaba contenta. Una especie de inquietud flotaba en el ambiente. La misma nobleza parlamentaria adoptó una actitud frondista contra el “despotismo”. Recuérdese que









Montesquieu pertenecía a ella. En 1750 D’Argenson preveía ya una futura conmoción revolucionaria.

Sólo algunos ministros de Luis XV intentaron poner remedio a esta situación; pero su obra estuvo siempre pendiente de los caprichos de la corte. El marqués D’Argenson reformó el ejército francés entre 1748 y 1756; pero su obra fue comprometida por el nombramiento de jefes incapaces. Continuóla, con bríos mayores, el duque de Choiseul (1757-1770), el cual restableció la disciplina del ejército, reorganizó la marina de guerra y constituyó el cuerpo de artillería. Sin embargo, no pudo acabar con la intervención de la corte en la colación de grados de oficiales. Su actividad se reflejó, asimismo, en la protección del comercio colonial, al que dio mayores facilidades. Como ministro “ilustrado” presidió el largo proceso de expulsión de los jesuítas de Francia.

La aguda crisis de la Hacienda del Estado impuso al gobierno vastos programas de reformas tributarias. Ma- chault d’Arnouville, nombrado director general de Hacienda, hizo decretar en 1749 una serie de edictos relativos a la igualdad ante el impuesto, el establecimiento de un impuesto definitivo sobre los ingresos (Edict du Vingtième, fijando una moderada tasa del 5 por 100) y la creación de una Caja de Amortización. Nobles, eclesiásticos, parlamentarios y cuerpos provinciales protestaron contra estas medidas. Luis XV cedió ante los privilegiados. Machault dimitió. El déficit fue aumentando aceleradamente con el régimen del bon plaisir. Los ministros acudieron a procedimientos reprobables: bancarrotas parciales, reducción de pensiones, saqueo de las cajas públicas, etc. En este aspecto sobresalió el abate Terray. No tuvo oposición de los Parlamentos, porque en 1771 el canciller Maupeou quebrantó toda resistencia desterrando a los miembros del Parlamento de París y substituyendo este organismo por seis consejos superiores. La facilidad de esta acción demostraba la caducidad de las instituciones francesas. El pueblo permaneció indiferente. Los “ilustrados” aplaudieron la medida, que, en realidad, significaba una mejora en el procedimiento judicial.

El remado de Luis XV condujo a Francia al borde del abismo. Sólo una política enérgica podía evitar la catástrofe. El nieto de Luis XV, Luis XVI (1774-1792), era hombre









bondadoso, que quería lo mejor para su pueblo. Pero no tenía preparación para el gobierno, ni entereza suficiente para vencer el cúmulo de dificultades que se levantaban a cada momento, tan pronto como sus ministros rozaban los intereses de las clases privilegiadas. Nunca, por otra parte, hubo obcecación tal entre los miembros de la nobleza, el clero y los Parlamentos; su ceguera había de llevarlos a la tragedia de la Revolución.

A indicación de Maurepas, Luis XVI designó un ministerio de gente audaz y reformadora: Turgot, en Hacienda; Malesherbes, en Justicia; Sartine, en Marina, y Saint- Germain, en Guerra. Un verdadero gobierno del Despotismo Ilustrado. Su figura más representativa es la de Roberto Jaime Turgot (1727-1781), miembro de la alta burguesía parisina. Fisiócrata distinguido, colaborador de la Enciclopedia, había descollado en la intendencia general del Lemosino (1761-1774), donde aplicó los principios generales de sus teorías económicas. El éxito acompañó su obra en forma tan rotunda que le valió el cargo ministerial. Elevado en 1774 a la Secretaría de Marina, pasó a poco a ocupar la Dirección General de Hacienda. Desde el lugar de Colbert, quiso dictar para toda la nación las leyes que la práctica había revelado bienhechoras en el gobierno de su intendencia. Así autorizó la libre circulación de cereales y vino por el territorio francés (13 de septiembre de 1774); suprimió la corvée o prestación personal para la construcción de caminos, substituyéndola por una subvención territorial; abolió el régimen de gremios y corporaciones; reorganizó los monopolios, las comunicaciones y el correo. Estas medidas, contenidas en los llamados Seis Edictos (5 y 9 de enero de 1776) fueron quizá prematuras. Levantaron la oposición de la corte, de los Parlamentos y de los privilegiados. Luis XVI cedió y Turgot fue destituido (12 de mayo de 1776). La política restrictiva de los gastos de la corte y su severa administración financiera contribuyeron a su hundimiento político. Este suceso impidió que Turgot llevase a la práctica sus proyectos de reorganizar el Estado y dar vida a la monarquía mediante la intervención de los propietarios y la burguesía en la administración de los municipios y las provincias.

Análogamente fracasaron Malesherbes, cuya actuación culminó en la supresión de la censura y la abolición del









tormento (1776), y Saint-Germain. Durante dos años (1775-1776) éste combatió la venalidad, reprimió los abusos y restableció la disciplina y el honor del ejército, a ejemplo del prusiano. Estableció un nuevo método para el reclutamiento de la oficialidad, en favor de la pequeña nobleza. Fue esta reforma la que provocó su caída. A pesar de que una orden de 1781 restableció el sistema antiguo en la designación de oficiales, se ha de tener presente que de las reformas de Saint-Germain salió el ejército de la República y de Napoleón Bonaparte.

El banquero Jaime Nécker (1732-1804), ginebrino, fue llamado a administrar la hacienda pública después de la caída de Turgot. Nécker, establecido desde su juventud en París, había hecho una gran fortuna en los negocios y era hombre muy popular entre sus amistades enciclopedistas. Adversario técnico de Turgot, su hora sonó al sobrevenir el fracaso del gran ministro fisiócrata. Desde octubre de 1774 rigió la Dirección de Hacienda. Más que un político innovador y de amplia visión, fue un financiero hábil. Recurrió al empréstito, a la hipoteca y a la lotería para hacer frente a los gastos ordinarios del Estado y a los extraordinarios derivados de la guerra contra Inglaterra por la independencia de las colonias americanas (p. 725). En el aspecto interior, abolió la servidumbre en los dominios reales, modificó el procedimiento judicial e instituyó en 1778 unas Asambleas Provinciales, compuestas de miembros de los tres órdenes que deliberaban en común. De esta manera seguía las huellas de Turgot, cuyo librecambismo había combatido. Pero frente a Nécker se suscitó la misma coalición de los privilegiados que antes había derribado a su predecesor. Para vencerla, Nécker publicó un estado de cuentas (compte-renduj sobre la situación financiera. La corte impuso entonces la destitución del ministro (1781), pues se hallaba amenazada en sus intereses por la publicación de las pensiones que recibían los cortesanos.

Con la caída de Nécker se inicia en Francia el momento prerrevolucionario.

Los gobiernos del Despotismo Ilustrado en España y Portugal. Las reformas iniciadas en el Estado español durante el reinado de Felipe V, fueron proseguidas por sus dos sucesores inmediatos: Fernando VI (1746-1759) y









Carlos III (1759-1788). La intervención del primero en los asuntos de gobierno fue muy limitada. El peso de la obra política y económica recayó en sus dos grandes ministros Carvajal y Somodevilla. Este último, marqués de la Ensenada, era de origen humilde; administrador riguroso de las finanzas públicas, fue un impulsor decidido de la renovación marítima de España, preparando de esta manera la época bélica de Carlos III.

Este príncipe, a quien hemos visto ocupar sucesivamente la corona ducal de Parma y la real de las Dos Sicilias, llegó a la Península con una obra de gobierno muy considerable y acreditada. Aunque la historiografía liberal haya exagerado su figura, es indudable que Carlos III fue uno de los soberanos más capaces de fines del siglo XVIII. Verdadero rey, activo y enérgico, rompió con la serie de monarcas indolentes que se habían sucedido en el trono español desde principios del siglo XVII. De temperamento activo, tenaz y laborioso, dedicó todas sus actividades a lo que él creía de todo punto necesario para España: su europeización, esto es, la introducción del espíritu ilustrado en el gobierno, la administración, la sociedad y la cultura del país. Estos postulados fueron propugnados desde el ministerio, a comienzos del reinado de Carlos III, por el noble siciliano Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquiladle (1759-1766), el cual chocó con la violenta hostilidad popular, manifestada en los motines madrileños de mayo de 1766. Los disturbios provocaron la dimisión del ministro; pero no hubo variación sensible en la línea política adoptada por la monarquía, la cual se apoyó en adelante en los grupos españoles influidos por las corrientes enciclopedistas. En 1766 entraron en el gobierno del Estado Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde de Aranda, como presidente del Consejo de Castilla; José Moñino, conde de Floridablanca, como fiscal del mismo consejo y luego como ministro de Estado (1777-1788); y, más tarde, Pedro Rodríguez Cam- pomanes. Los tres son los personajes representativos de la generación ilustrada española de fines del siglo XVIII; con criterio más o menos reformista, y aun revolucionario, impusieron en el Estado español las normas enciclopedistas. El alcance de sus reformas se puso de manifiesto inmediatamente con la expulsión de los jesuítas (1767), a que antes nos hemos referido, y la adopción del proyecto, sustentado









por Campomanes, de repoblación y colonización interior de España; en aquella época, en efecto, se establecieron colonias de alemanes en Sierra Morena y Andalucía.

La organización política fue mantenida bajo el signo del absolutismo y la centralización legados por el reinado de Felipe V. Tampoco se modificó la constitución social del reino. En cambio, el gobierno influyó mucho en el cambio de las costumbres, la urbanización y policía de las ciudades (no sin hallar resistencias, como las que produjeron el motín contra el ministro Esquilache). Los esfuerzos más constantes y tenaces se dirigieron a la potencialización económica del país. El gobierno se vio apoyado por la constitución de las “Sociedades Económicas de Amigos del País”, fundadas a imitación de sociedades francesas de tipo análogo. Partiendo de los principios de los fisiócratas, se protegió el fomento de la agricultura; a fines de siglo fue suprimida la jurisdicción especial del Consejo de la Mesta, institución ganadera privilegiada que perjudicaba el cultivo del campo, no sin que esta medida fuera demasiado rigurosa. Se completaron las obras de riego, se instituyeron granjas modelo y se decretó la libre circulación de cereales. En la Andalucía septentrional y Murcia se emprendieron vastas obras de colonización interior, cuyo resultado no fue despreciable.

El gobierno y las Sociedades Económicas impulsaron también el desarrollo industrial, ya en régimen de manufacturas de lujo, ya de fábricas textiles. En esta época la región catalana empezó a destacar por su activa producción de paños e indianas. Esta recuperación industrial fue alentada por el acondicionamiento de las vías de comunicación, las mayores facilidades dadas al transporte y, en particular, por la anulación del monopolio del comercio colonial (1778). La regulación de la moneda, los pesos y las medidas, la institución de compañías comerciales, la fundación del Banco de San Carlos y otras normas de carácter económico general favorecieron, asimismo, el progreso del comercio español.

El acrecentamiento de la riqueza de la nación aumentó los recursos del Estado. Sin embargo, el erario público estuvo siempre en déficit, aunque no de carácter grave, debido al aumento paralelo de los gastos presupuestarios. Parte de ellos se emplearon en la reorganización del ejército









y la marina de guerra y en la conducción de la activa política exterior de Carlos III.

La asistencia pública fue muy mejorada (instituciones de previsión, hospitales, montepíos, etc.). Igualmente se dio gran impulso a las instituciones culturales: universidades, colegios, bibliotecas, academias y museos. En este particular el Estado contó también con la cooperación de las Sociedades Económicas y Juntas de Comercio locales, como la tan celebrada de Barcelona. Existió, pues, una renovación global de la vida española, un nuevo aliento de recuperación nacional.

El gobierno de Carlos III mostróse sumamente regalista. En tiempos de Fernando VI el concordato de 1753 había ampliado considerablemente las prerrogativas de la monarquía en el nombramiento de beneficios (patronato regio) y la tributación de bienes eclesiásticos, así como en la recepción de las bulas pontificias (pase regio). Los ministros enciclopedistas de Carlos III mantuvieron la sumisión del clero al poder real y limitaron la jurisdicción inquisitorial.

En resumen, la vida material de España fue muy mejorada. La población duplicó en una centuria. Pero la tradición nacional quedó interrumpida y la sociedad se desdobló en dos bandos de distinta ideología, a los que ya hemos hecho referencia (pág. 649).

Portugal abrazó, asimismo, la causa del Despotismo Ilustrado. El sucesor de Juan V, José I (1750-1777), confió el gobierno a un valido, personaje de origen humilde, pero rápidamente encumbrado: Sebastián Carvalho, marqués de Pombal (1699-1782). En Londres y Viena, Pombal se había puesto al corriente de las ideas enciclopedistas. Era hombre enérgico, activo y duro. Verdadero tipo del ministro del Despotismo Ilustrado, pensó en la reforma del Estado portugués y la renovación de su vida económica y social, aunque para ello tuviese que romper con violencia la resistencia de los intereses de los cuerpos privilegiados nacionales. A medida que fue creciendo la oposición contra sus medidas de gobierno, aumentó la represión gubernativa. Pombal ejerció una verdadera dictadura; su sistema fue el terror. No retrocedió ante nada, ni ante las ejecuciones en masa.

Luchó contra las instituciones privilegiadas y semiautó- nomas, la nobleza y la Iglesia. Expulsó a los jesuitas de









América y Portugal (1759). Reprimió el bandolerismo, reorganizó el ejército bajo el modelo prusiano, reformó la Universidad de Coimbra, instituyó colegios y academias, mejoró las rutas, estimuló la elaboración de vinos, fomentó la industria manufacturera y fundó varias compañías comerciales coloniales. Parte de estas reformas fracasaron ante la hostilidad o la indiferencia de la nación.

Pombal inicia el desdoblamiento de la intelectualidad portuguesa dividida, como en España, en dos bandos: el tradicional y el enciclopedista. Cayó del poder en 1779, a poco de advenir al trono portugués María I y Pedro III (1777-1786).

El Despotismo Ilustrado en Italia. La ideología francesa del siglo XVIII repercutió grandemente en los reinos y ducados italianos. También tuvo Italia sus enciclopedistas, sus ministros reformadores y sus soberanos partidarios del Despotismo Ilustrado. A excepción de los Estados Pontificios y de las repúblicas de Venecia y Génova, en plena decadencia, asistimos a una renovación gradual de la vida italiana, precursora de un futuro brillante. En todas partes progresa la vida económica e intelectual y se mejora la situación de las clases sociales oprimidas. Pero también asistimos a la instauración del pleno regalismo monárquico y a la adopción de medidas anticlericales, en particular en los territorios gobernados por los Borbones: las Dos Sicilias y Parma.

En el reino de las Dos Sicilias, las reformas fueron iniciadas durante el gobierno de Carlos VII (III de España, 1734-1759) y la minoridad de Fernando IV (1759-1806). Su principal artífice fue el ministro y luego regente Bernardo Tannucci (1698-1783). Redujo éste la inmunidad eclesiástica, limitó el número de religiosos y suprimió el diezmo y el derecho de asilo. Reorganizó los tributos, haciéndolos extensivos a los eclesiásticos. Fomentó la industria y estableció juntas de comercio. Codificó la legislación anterior y reorganizó a fondo la administración de justicia. La expulsión de los jesuítas (1767), mermó su autoridad. En 1776 fue destituido por Femando IV, sometido a la influencia de su esposa Carolina de Austria.

Reformas análogas realizó en el ducado de Parma Guillermo du Tillot, ministro de don Felipe de Borbón









(1748-1765). Limitó los privilegios de la nobleza y el clero, suprimió conventos, desamortizó los bienes eclesiásticos, favoreció la enseñanza, la agricultura y el comercio; en 1767 expulsó a los jesuítas. Cayó al subir al trono el duque Fernando, el cual abolió gran parte de sus reformas.

En Toscana, el duque Leopoldo (1765-1790), futuro emperador de Alemania y soberano de Austria (pág. 709), fue el tipo cabal de déspota ilustrado. Educado, como su hermano José II, en el enciclopedismo, llevó a cabo una profunda reorganización del ducado. Sus auxiliares principales fueron los ministros Pompeo Neri y Giulio Rucellai, y el obispo Scipione Ricci. En el aspecto económico, decretó la libertad del comercio de cereales, procedió a la desecación de pantanos y favoreció el comercio marítimo; en el social, proclamó la igualdad civil; en el financiero, sometió a la nobleza y al clero al impuesto; en el judicial, abolió el tormento y la pena de muerte, siguiendo las doctrinas de Beccaria; en el pedagógico y cultural, reformó las universidades. Partidario del regalismo monárquico, suprimió las inmunidades eclesiásticas, quiso someter al clero regular a la jurisdicción de los obispos y substituir el latín por el italiano en las ceremonias del culto (Sínodo de Pistoya, pág. 667). Estas medidas provocaron algunos disturbios, que se apaciguaron al hacerse cargo Leopoldo del gobierno de Austria.

Aunque no en el puro sentido del Despotismo Ilustrado, Carlos Manuel III de Saboya (1730-1773) fue también un monarca reformista. Sometió al trono a la bulliciosa nobleza piamontesa, restringió los privilegios del clero, suprimió los últimos restos de la servidumbre de la gleba e impulsó el desarrollo material y cultural de sus estados continentales y de Cerdeña. Su sucesor, Víctor Amadeo III (1773-1796), consagró principal atención al ejército.

El Despotismo Ilustrado en el Milanesado va vinculado a la obra de María Teresa y José II de Austria. Aun prescindiendo del grupo renovador del Caffé (pág. 656), el gobierno de esos soberanos se distinguió por la aplicación de amplias reformas tributarias, judiciales y económicas. En este aspecto, merece particular atención la obra de bonificación del campo, que convirtió Lombardia en un vergel, base de su admirable florecimiento agrícola posterior.

En el campo ideológico, esas medidas coincidieron con el









despertar de la conciencia nacional italiana, que tuvo un espléndido precursor en el dramaturgo Vittorio Alfieri (1749-1803). En sus obras, singularmente el Filippo y el Tratatto della Tirannide, de 1777, el nombre de Italia suena como el de una meta de unidad y libertad, máximo sueño de la generación del Risorgimento, a la que Alfieri abrió la puerta de la Historia.

Las reformas “ilustradas” en Austria. Los principios enciclopedistas hallaron en los gobiernos de los países germánicos, de Austria a Suecia y de Inglaterra a Prusia, una aplicación no menos considerable, en cuanto al aumento de la autoridad de los príncipes y el Estado y la reforma de las bases tradicionales sobre las que descansaba la sociedad del siglo XVIII. Pero en parte alguna produjeron innovaciones tan radicales como en el conjunto territorial sujeto al dominio de los Habsburgo, en el que al problema general religioso, administrativo, económico y cultural se unían los derivados de la diversidad de constituciones, idiomas y razas.

La emperatriz María Teresa (1740-1780), con su tacto y prudencia habituales, inició una serie de reformas que habían revelado indispensables las trágicas circunstancias de su advenimiento a la corona. El Estado habsburgués se había salvado en el campo de batalla; pero era necesario superar la crisis interior por una reorganización profunda de los sistemas y prácticas de gobierno. Con una destreza admirable, María Teresa y su gobierno, en el que descuella el canciller Kaunitz, introdujeron reformas prudentes, en que lo nuevo respetaba las esencias de lo tradicional. El objetivo que se propusieron fue la unificación del poder mediante una burocracia adecuada y la sumisión de la nobleza y la clerecía al Estado; los medios empleados consistieron en la implantación de la igualdad de derechos para todos los ciudadanos, la separación entre lo judicial y lo administrativo, la transformación de la burocracia superior y la reorganización de la hacienda, el ejército, la enseñanza, la legislación y la economía. Clero y nobleza fueron sometidos al impuesto público; la agricultura recibió nuevo impulso y los campesinos fueron protegidos por organismos especiales (Kreisamter). Una comisión especial, nombrada en 1768, se encargó de llevar a cabq la









emancipación progresiva de los campesinos de Austria y Bohemia; sus esfuerzos, aunque no triunfantes por completo, determinaron una mejora substancial en el estatuto jurídico de los aldeanos. También se introdujo un derecho austríaco común, y la vida mercantil fue alentada por el Directorio Universal del Comercio, de Viena, que junto con la Cámara de Cuentas y la de Justicia, constituyeron organismos unitarios. El establecimiento de universidades y escuelas secundarias y la práctica de la tolerancia religiosa respecto a los judíos y protestantes (1774), completaron el cuadro de reformas de la época teresiana, las cuales afectaron a los países húngaros, italianos y flamencos en determinados aspectos.

Los propósitos de José II (1780-1790), hijo y sucesor de María Teresa, fueron mucho más radicales. Corregente desde 1765, había ya demostrado en varias actuaciones contra el régimen feudal imperante su vinculación a la Aufklärung. En efecto, José II, hombre instruido, sencillo e inteligente, aunque dominado por rígidos principios racionalistas, era partidario de las doctrinas del Despotismo Ilustrado. A la muerte de su madre, a la que ya había inducido a adoptar determinadas medidas reformistas, aplicó de modo intransigente su sistema de gobierno, que tendía a la unificación y centralización completas del Estado, al imperio del elemento alemán en el conglomerado de pueblos sometidos a su poder y a la ruptura brusca, general y definitiva de las constituciones sociales y políticas tradicionales. José II fue el modelo de déspotas ilustrados, el más consecuente en la aplicación de sus doctrinas, el soberano que reformó la sociedad en provecho del Estado absolutista. Incluso sus reformas sociales y tributarias tendieron a un acrecentamiento efectivo del Poder, mientras que en Occidente la principal preocupación se centraba en el individuo. Por esta causa las reformas josefinas, que tanto éxito alcanzaron en Austria, provocaron la más viva oposición de los belgas.

En Austria, José II impuso una sola administración, una sola constitución y una sola legislación. Organizó el Estado en una cancillería central, dos cancillerías regionales (Budapest y Milán) y un gobierno general (Bélgica). Cada una de ellas comprendía varias provincias, divididas no según la tradición histórica, sino de conformidad con la población









(ocho en Austria; diez en Hungría; ocho en Lombardía; nueve en Bélgica). Salvo en este último país, José II no convocó las Dietas del Estado.

En 1781, por la llamada Untertanenpatent, José II impuso la supresión de la servidumbre de la gleba, a pesar de la oposición de la nobleza checa, magiar y belga. Los aldeanos fueron declarados poseedores hereditarios de la tierra que cultivaban. Dos años después quedaron abolidos los monopolios señoriales y las “corveas”. Estas medidas representan la transformación social más profunda llevada a cabo por el Despotismo Ilustrado. En Bohemia y Hungría estallaron graves conflictos, atizados, en general, por la oposición de los señores a ceder en sus prerrogativas y la inquietud de los cabecillas campesinos radicales. Pero la voluntad de José II acabó triunfando.

También cabe hacer destacar la política liberal de este monarca respecto de la Iglesia. No nos referimos al josefinismo, al que ya hemos aludido extensamente (pág. 667). José II dio en 1781 el Edicto de Tolerancia (Toleranzpatent), por el que reconocía la legitimidad de los cultos católico, luterano, calvinista y ortodoxo en sus estados. Fue una medida revolucionaria para la época, no menor que la Censurpatent de 1783, que establecía la libertad de prensa. Incluso los judíos, con ciertas restricciones, pudieron instalarse en Viena.

Favoreció José II la colonización interior, estableció colonos en Hungría, Galitzia y Bucovina, admitió fabricantes y mercaderes extranjeros (1782), limitó los privilegios, derechos y monopolios de las corporaciones y compañías (1784), y protegió la agricultura y el comercio mediante el establecimiento de la libertad de comercio de los cereales. En este sentido, es el creador del Austria moderna. Pero sus reformas en el orden religioso y social, y la vulneración de las libertades nacionales y culturales de los pueblos del Imperio, comprometieron sus reformas. El pueblo no dio su aquiescencia a las innovaciones religiosas, los nobles protestaron contra la extensión del régimen de libertad campesina, y los húngaros y belgas se levantaron contra las medidas que propendían a la germanización o destrucción del espíritu de sus países respectivos. La época de José II terminó con serias convulsiones, en el mismo momento en









que se abría en Francia el proceso revolucionario. Su sucesor, Leopoldo II (1790-1792), procuró en sus dos años de gobierno restablecer la tranquilidad pública, perturbada por el radicalismo enciclopedista de su hermano, una de las figuras más interesantes del Dieciocho.

El gobierno de Federico II. La personalidad de Federico II (1740-1786), que ya hemos examinado en los asuntos internacionales y militares de su época, descuella como encarnación de un sistema particular de Despotismo Ilustrado: el prusiano o totalitario. De credo escéptico y formación “ilustrada”, Federico II aplicó las normas reformistas generales, no por veleidad intelectual o caprichos ideológicos, sino en cuanto respondían a las exigencias vitales de la reconstrucción y prosperidad de su Estado. Práctico como buen Hohenzollern, supo distinguir siempre entre lo quimérico y lo real, y nunca se dejó llevar, como José II, por utopías sistemáticas. El, personalmente, fue el jefe del gobierno del Estado, aunque en su tarea le auxilió el “gabinete” real. El organismo administrativo de mayor importancia continuó siendo el Directorio General, que en esta época constó de seis departamentos, dirigidos por ministros en calidad de vicepresidentes.

En el aspecto económico, el gobierno prusiano favoreció la mejora y desarrollo de la ganadería y la agricultura, con la introducción de nuevos cultivos (plantas forrajeras, patatas, etc.) y especies animales seleccionadas (merinos, caballos, vacas lecheras). Prosiguió la obra de colonización interior y de bonificación del suelo pantanoso (regiones del Oder, Warthe y Netze). El comercio de cereales fue organizado mediante tasas graduales y almacenes de previsión. La protección a la industrial fabril y minera fue tan constante, que al morir Federico II la sexta parte de la población vivía de las actividades industriales. La política comercial continuó siendo mercantilista, al objeto de proteger la industria naciente. Los monopolios sobre el tabaco, la sal y el café debían servir para la creación de compañías de comercio transatlántico. La fundación del Banco de Prusia (1765) favoreció el desarrollo del crédito público y privado.

Las finanzas públicas fueron regidas de modo muy severo, sin permitir despilfarro alguno. El presupuesto se









cerró generalmente con un superávit de 4 a 7 millones de táleros. La recaudación estaba presidida por tres organismos: la Caja general de guerra, la de los dominios y el fondo de disposición real. Los impuestos pesaban sobre la burguesía y los campesinos; pero la nobleza también tributaba en Prusia y Silesia; en la Marca y otros territorios sólo pagaba cánones reducidos.

La base del Estado de Federico II fue la nobleza, entre la que reclutaba los oficiales del ejército y los altos lugares de la administración del Estado; pero exigía de ella honestidad y cumplimiento del deber. La gran mayoría de los campesinos estaban sujetos a la autoridad de los señores; debían efectuar prestaciones personales al Estado. Federico II mejoró la situación de los campesinos de Prusia, emancipándolos de una servidumbre casi animal. Sin embargo, la liberación de los siervos prusianos corresponde a la generación posterior.

Procediendo en sentido enciclopedista, Federico II concedió una amplia tolerancia de cultos, sin mermar la supremacía de la Iglesia luterana oficial. Los mismos jesuitas hallaron refugio en sus estados al ser expulsados de los países catóücos. Respecto de la administración de justicia, abrevió el procedimiento, introdujo la admisión de pruebas y garantizó a cuantos se hallaban sometidos a una jurisdicción particular el derecho de apelación a los tribunales reales.

El Absolutismo Ilustrado en los Países Bálticos. En los países del Báltico, el Despotismo Ilustrado tuvo sus máximos representantes en los ministros daneses Bernstorff y Struensee y en el rey de Suecia Gustavo III. Los dos primeros eran alemanes, imbuidos de la ideología francesa contemporánea. Durante los reinados de Cristián VI (1730-1746) y Federico V (1746-1766), Bernstorff el Viejo aplicó los sistemas mercantilistas franceses e hizo progresar extraordinariamente la economía de Dinamarca; la difusión de las corrientes pietistas e idealistas alemanas favoreció también el desarrollo cultural del país; sin embargo, fracasaron sus medidas para emancipar a los siervos de la gleba. Bernstorff era el hombre de las medidas prudentes; bajo Cristián VII (1766-1808), el ministro Juan Federico Struensee aplicó, desde 1770, una serie de reformas








radicales; supresión de las asambleas políticas, simplificación de la justicia, abolición del tormento, reglamentación de las prestaciones de los siervos de la gleba, abolición de la censura previa, limitación de los privilegios de la nobleza y la clerecía, etc. Estas medidas, junto con el deplorable ejemplo de su vida privada, acarreáronle el odio del país. Una conspiración palatina acabó con la influencia del todopoderoso ministro, que fue ejecutado (1772). Sin embargo, parte de sus principios triunfaron durante el gobierno de Bernstorff el Joven (1784-1797), el cual abolió la servidumbre de la gleba (1788) * y protegió los intereses económicos y espirituales de Dinamarca.

La subversión realizada por Gustavo III en el gobierno de Suecia en 1772 (pág. 608), encaminada al aumento de la autoridad monárquica y a la supresión del régimen de anarquía nobiliaria de los “gorros” y “sombreros”, fue inspirada en la ideología ilustrada. Durante su gobierno (1771-1792), Gustavo III se condujo como déspota ilustrado, a pesar de mantener en vigor el sistema de las dietas nacionales. Abolió la tortura, modificó la administración de justicia, proclamó la tolerancia religiosa y la libertad de prensa, estableció el libre comercio de granos y fundó el Banco de Suecia y la Academia Nacional (1786). Su política, contraria a los privilegiados, suscitó la hostilidad de la nobleza, a cuyas pretensiones se opuso Gustavo III por un segundo golpe de Estado (21 de febrero de 1789) que modificó la constitución sueca, derogó los privilegios de la aristocracia y estableció la igualdad civil para los burgueses y campesinos (Acta de unión y seguridad). Los nobles pusieron fin a la obra reformadora asesinando al monarca en 1792. Pero el espíritu de Gustavo III debía persistir en la historia de Suecia.







* Se la denominaba exactamente “residencia forzada”. Había sido introducida en 1733, como reflejo de la última oleada de reacción aristocrática típica del siglo XVIII. A pretexto de la recluta militar, afectó primero a la población campesina de 14 a 36 años, y pocos años después, a todos los aldeanos. La comisión que la derogó fue presidida por el eminente jurista Christian Reventlow (Ludwig Krabbe, Histoire de Danemark, 1946).



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