sábado, 29 de julio de 2017

Bianchi Susana - Historia Social Del Mundo Occidental cap IV




CAPÍTULO IV

ELAPOGEO DEL MUNDO BURGUÉS (1848-1914)





1. El triunfo del capitalismo

La segunda mitad del siglo XIX corresponde indudablemente a la época del triunfo del capitalismo. El triunfo se manifestaba en una sociedad que, habiendo asumido los valores burgueses, consideraba que el desarrollo económico radicaba en las empresas privadas competitivas y en un ventajoso juego entre un mercado barato para las compras -incluyendo la mano de obra- y un mercado caro para las ventas. Se consideraba que una economía sobre tal fundamento, y descansando sobre una burguesía cuyos méritos y energías la habían elevado a su acrual posición, iba a crear un mundo no sólo de riquezas correctamente distribuidas, sino también de razonamiento, ilustración y oportunidades crecientes para todos. Con el capitalismo triunfaban la burguesía y el liberalismo, en un clima de confianza y optimismo que consideraba que cualquier obstáculo para el progreso podía ser superado sin mayores inconvenientes.





Capitalismo e industrialización

En la segunda mitad del siglo XIX, el mundo se hizo capitalista y una significativa minoría de países se transformaron en economías industriales. Es cierto que, por lo menos hasta 1870, Inglaterra mantuvo su primacía en el proceso de industrialización y su indiscutible hegemonía dentro del área capitalista. La misma industrialización que comenzaba a generarse en el continente europeo amplió la demanda de carbón, de hierro y de maquinarias británicas. Incluso, la prosperidad permitía una mayor demanda de bienes de consumo procedentes de Inglaterra. De este modo, una rama tradicional como la textil experimentó un notable progreso basado en la mayor mecanización de la producción: entre 1857 y 1874 el número de telares mecánicos se había elevado en 55%. La minería y la siderurgia, por su parte, también mantenían un elevado nivel de crecimiento: hacia 1870









todavía más de la mitad de la producción mundial de hierro procedía de Inglaterra. Esta primacía industrial estaba además complementada con el predominio en el comercio internacional.

Sin embargo, la posición inglesa parecía amenazada. La misma Revolución Industrial había desencadenado procesos de industrialización en un puñado de países europeos como Francia, Bélgica y Alemania, a los que pronto se agregarían otros, ubicados fuera de Europa, como Estados Unidos y Japón. Eran sin duda una minoría de países, en un mundo que continuaba siendo predominantemente rural, pero sus efectos resultarían notables.

En Francia, durante el período del Segundo Imperio, al calor de la prosperidad económica de los años 1850-1870 y por políticas que la favorecían, la industria pudo conformar una estructura productiva moderna donde se impuso el sistema fabril. Es cierto que, a diferencia de lo que ocurrió en Inglaterra o en Alemania, la producción en pequeña escala perduró con tenacidad. Mientras la industria moderna se concentraba en algunos puntos -París, Lyon, Marsella, la Lorena-, en el resto de país se mantenían las viejas estructuras productivas. La clave para explicar la lentitud de la industrialización francesa puede encontrarse en la sociedad agraria: el predominio de la pequeña propiedad frenaba la conformación del mercado interno y el éxodo de la población del campo. Hasta fines del siglo XIX, Francia continuaba siendo un país mayoritariamente rural.

Sin embargo, el impulso para la industrialización provino de las políticas del Estado y de sus necesidades estratégicas. Dicho de otra manera, el impulso dado por el Segundo Imperio a la construcción de ferrocarriles -al otorgar favorables condiciones a las empresas concesionarias, garantizar a las líneas recién construidas un beneficio del 4% sobre el capital, y otorgar préstamos que cubrieran buena parte de la inversión inicial- sentaron las bases de la industria francesa. En efecto, el desarrollo ferroviario trajo aparejado una gran demanda para la siderurgia y estimuló las inversiones hacia la industria pesada. Incluso, el grueso de la producción metalúrgica se concentró en grandes empresas cuyas fábricas no tenían precedentes en Inglaterra tanto por su tamaño como por su organización.

La primera etapa de la Revolución Industrial inglesa -la de los textiles— se había basado en innovaciones tecnológicas sencillas y de bajos costos pero éste no era el caso de Francia que se incorporaba al proceso de industrialización en una etapa mucho más compleja -la de los ferrocarriles- y que exigía una gran acumulación de capitales. Sin embargo, el obstáculo pudo ser superado por la capacidad de adaptación del sistema bancario francés que pudo concentrar el capital repartido entre millares de









pequeños ahorristas y orientarlo hacia las actividades productivas. En este sentido, el sistema bancario francés parecía mostrarse más permeable a los requerimientos de la industria que el sistema británico. No sólo la alta banca tradicional orientó parte de su cartera de créditos al sector industrial, sino que aparecieron nuevas casas bancarias adaptadas a tal fin. Es el caso, por ejemplo, del Credit Mobilier, fundado en 1852 por los hermanos Pe- reire, que estimuló el ahorro para volcarlo hacia las empresas ferroviarias e industriales. Incluso, la ley de 1867 por la que el Estado autorizó la libre constitución de sociedades anónimas fue un instrumento que permitía canalizar el pequeño ahorro y concentrar capitales para la inversión.

De este modo, a partir de las iniciativas del Estado y de la participación del capital bancario, a pesar de las dificultades que desde 1870 pudieron afectar el desarrollo del capitalismo industrial francés, éste mantuvo su ritmo de constante crecimiento. Así, en los primeros años del siglo XX, Francia poseía ya el perfil de un país industrial moderno.

La industrialización alemana -con su principal polo en Prusia- también arrancó en la década de 1850 estrechamente ligada al desarrollo de una red ferroviaria que, hacia 1870, era la más densa del continente. La construcción de ferrocarriles permitió cuadriplicar la producción de hierro entre 1850 y 1870, y en este último año, Alemania ya ocupaba el segundo lugar entre los países europeos productores de hulla. Incluso, la industria química tuvo un importante desarrollo en la década de 1860 a través de la explotación de las potasas de Stassfurt. De este modo, Alemania, más que ningún otro país europeo, pudo basar su proceso de industrialización en la industria pesada, en la mecanización intensiva y en el pronto desarrollo de grandes establecimientos fabriles. En esta línea, su industrialización alcanzó un ritmo extraordinario: en 1893, Alemania ya superaba a Inglaterra en la producción de acero, y en 1903, en la producción de hierro.

¿Cuáles fueron los factores que impulsaron el acelerado desarrollo del capitalismo industrial en Alemania? En primer lugar, a diferencia de Francia, el mundo rural no constituyó un obstáculo para la industria. La concentración de la tierra en grandes propiedades y la modernización de la agricultura -que llevó a los terratenientes a racionalizar sus explotaciones mediante la mecanización- obligó, sobre todo en las regiones orientales, a millones de trabajadores agrícolas a abandonar el campo. Muchos emigraron al exterior, pero también muchos fueron absorbidos por Berlín, Ham- burgo y los nuevos centros industriales de Alemania occidental, sobre todo en la región del Rhur, formando una importante reserva de mano de obra para la industria en expansión.

En segundo lugar, como en el caso de Francia, el sistema bancario tu-









vo una activa participación en la financiación de la industria. Ya desde la década de 1840 los bancos privados jugaron un importante papel en la movilización del capital necesario para financiar la primera etapa de la expansión ferroviaria. Después de 1850 se fundaron también nuevos bancos con orientación industrial que mostraron gran capacidad de organización de promoción de las compañías industriales en las regiones de Renania-West- falia, Silesia y Berlín. En 1870 se promulgó la ley que autorizaba la formación de sociedades anónimas -en ese año en Prusia surgieron 41 sociedades- que actuaron como un poderoso agente de concentración de capitales dirigido además a la industria de la construcción, la minería, la metalurgia y la industria textil.

Además, también en el caso de Alemania, favoreció el desarrollo de la industrialización un marcado intervencionismo estatal. Ya desde antes de la unificación política, el gobierno de Prusia vinculaba estrechamente el problema de la formación y expansión del Estado alemán con el desarrollo económico, principalmente, industrial. El objetivo era obtener una creciente autarquía económica y un eficaz poderío militar. En este sentido, el Estado participó directamente en la construcción de las líneas ferroviarias percibidas como un instrumento de unificación política y económica. Además, aseguró los instrumentos jurídicos necesarios para la expansión de la gran empresa y subsidió el surgimiento de actividades industriales consideradas estratégicas para la seguridad nacional.1

Si bien sólo unos cuantos países se convertirían en economías industriales, la expansión del capitalismo transformado en un sistema mundial dejaba pocas áreas que no estuvieran bajo su influencia. El mundo parecía transformarse a un ritmo acelerado. En primer lugar, las ciudades crecían. Es cierto que aún Europa continuaba siendo predominantemente rural. Pero el crecimiento de la población (por mejoras en la alimentación y en la higiene) y la introducción de la mecanización en el campo generaba un excedente de mano de obra que no podía ser absorbido por las tareas rurales. Y esto produjo un éxodo de población rural. Muchos emigraron al extranjero -fue la época de las grandes oleadas migratorias a América y a Australia-, pero también muchos otros se dirigieron a las ciudades, donde la oferta de trabajo era creciente y los salarios superiores.

De este modo, las ciudades comenzaron a crecer, pero como señala Hobsbawm, no era sólo un cambio cuantitativo, las ciudades mismas se transformaban rápidamente convirtiéndose en el símbolo indudable del capitalismo. La ciudad imponía una creciente segregación social entre los ba-





1 Véase Kemp.Tom (1976), pp. 79-166.









rrios obreros y los nuevos barrios burgueses, con espacios verdes, con residencias iluminadas a gas y con calefacción, y de varios pisos desde la aparición del "ascensor". Incluso, los proyectistas urbanos consideraban que el peligro potencial que significaban los pobres podía ser mitigado por la construcción de avenidas y boulevares que permitieran contener toda amenaza de sedición. Y en ese sentido, la remodelación de París podía ser considerada paradigmática.2

En las ciudades también comenzaban a transformarse los métodos de circulación y distribución de mercancías. La aparición de los "grandes almacenes" o "grandes tiendas" fue una novedad en París en 1850, que pronto se extendió a otras ciudades como Berlín y Londres. El objetivo de estos "grandes almacenes" era que el capital circulara rápidamente, se hacía necesario vender mucho, por lo tanto era necesario vender más barato. Y esto transformó la circulación de los productos de consumo y significó la ruina de muchos pequeños comerciantes e incluso de artesanos que todavía habían podido sobrevivir.

Pero antes que la ciudad, era el ferrocarril el símbolo más claro del capitalismo triunfante. No sólo hubo una ampliación notable de las vías férreas (en Europa, de 2.700 km en 1840, se pasa a 162.500 km en 1880), sino que los ferrocarriles presentaron mejoras considerables en su construcción. Aumentaron la velocidad y volumen de carga y los trenes para pasajeros ganaron en confort: se diferenció entre los vagones de primera y segunda clase -en otra muestra de segregación social—, al mismo tiempo que aparecían los cochecamas, los vagones restaurantes, la iluminación a gas, los sistemas de calefacción. Incluso se dio una mayor seguridad y regularidad en la circulación, sobre todo después de la generalización del telégrafo.

Los ferrocarriles, como ya señalamos, tuvieron un importante papel económico en la construcción del capitalismo industrial. Constituyeron un multiplicador de la economía global a través de la demanda de productos metalúrgicos y de mano de obra. Pero también permitieron unificar mercados de bienes de consumo, de bienes de producción y de trabajadores. En síntesis, el ferrocarril desde 1850 fue el sector clave para el impulso de la metalúrgica y de las innovaciones tecnológicas. Y este papel lo cumplió hasta 1914, en que cedió su lugar a la industria armamentista.

La construcción de ferrocarriles se vinculó estrechamente con el desarrollo de la navegación marítima. En rigor, muchas de las redes ferroviarias fueron suplementarias de las grandes líneas de navegación internacional. En América Latina, por ejemplo, los ferrocarriles unían a las regiones pro-





2 Véase Hobsbawm, Eric J. (1998), pp. 217-238.









ductoras de materias primas con los puertos que comunicaban con los países industrializados. También en Europa, las redes ferroviarias terminaban en grandes puertos con instalaciones adecuadas para permitir la atracada de navios de gran envergadura. Porque también la navegación había sufrido cambios. Se aplicaba el vapor, y los barcos aumentaron sus dimensiones permitiendo transportar mayores volúmenes.

La construcción de grandes navios también produjo modificaciones en otros aspectos. Su construcción exigía grandes volúmenes de capitales por los costos de producción, que indudablemente estaban fuera del alcance de los armadores tradicionales que paulatinamente fueron desplazados. Estos fueron reemplazados por empresas de nuevo tiempo que concentraban grandes capitales. En síntesis, la industria naviera -como la construcción de ferrocarriles- actuó como un factor de concentración del capital (problema sobre el que volveremos).

Estas transformaciones en el sistema de comunicaciones consolidaron el capitalismo y le otorgaron una dimensión mundial. Permitieron que se multiplicaran extraordinariamente las transacciones comerciales —entre 1850 y 1870, el comercio internacional aumentó en 260%-, dando como resultado que prácticamente el mundo se transformara en una sola economía interactiva. Era un sistema de comunicaciones que no tenía precedentes en rapidez, volumen, regularidad e incluso bajos costos. Las redes que unía al mundo tendían a acortarse.

Ante un mundo que se achicaba, en 1872 Julio Verne (1828-1905) imaginó La vuelta al mundo en ochenta días, incluyendo las innumerables peripecias que debía sufrir su infatigable protagonista Phileas Fogg. ¿Cuál fue su recorrido? Fogg viajó de Londres a Brindisi en barco a vapor y en tren; luego volvió a embarcarse para cruzar el recién abierto Canal de Suez y dirigirse a Bombay; desde allí, por vía marítima llegó a Hong-Kong, Yo- kohama y, cruzando el Pacífico, a San Francisco en California. En el recientemente inaugurado ferrocarril que cruzaba el continente norteamericano -desafiando peligros como los ataques indios y las manadas de bisontes- llegaba a Nueva York, desde donde nuevamente en barco a vapor y en tren retornaba a Londres. Todo esto le llevó a Phileas Fogg exactamente 81 días incluyendo las múltiples aventuras -exigidas por el suspenso de la novela- vividas. ¿Hubiera sido posible hacer ese trayecto en 80 días, veinte años antes? Indudablemente no. Sin el Canal de Suez ni ferrocarriles que cruzaban el continente, sin la aplicación del vapor en las comunicaciones un viaje semejante -sin contar los días de puerto ni las aventuras vividas- no podía durar menos de once meses, es decir, cuatro veces el tiempo que empleó Phileas Fogg.









El ejemplo de la novela de Verne nos sirve para mostrar qué queremos decir con que el "mundo se achica". Pero también podemos preguntarnos por qué Verne imaginó tal aventura. En ese sentido, Verne fue un hombre de su tiempo. El tema de los viajeros, de aquellos que corren riesgos desconocidos -misioneros y exploradores en Africa, cazadores de mariposas en las islas del sur, aventureros en el Pacífico-, apasionaba a los hombres de la época. Y esto era también consecuencia del "achicamiento" del mundo: el hombre común -desde la sala de su casa, en un confortable sillón, leyendo un libro- podía vivir el proceso y descubrir regiones del mundo hasta entonces desconocidas.

Como deciamos, las redes que unían al mundo comenzaban a acortarse, y en este sentido tuvo una importancia fundamental el telégrafo. Era un invento reciente (1850) y alcanzó gran difusión a partir del momento en que se solucionó el problema del tendido de los cables submarinos: en 1851 se unían Dover y Calais; en 1866, Europa y los Estados Unidos; en 1870, la red llegaba a Oriente. El telégrafo tuvo una indudable importancia política y económica. Permitía a los gobiernos comunicarse rápidamente con los puntos más alejados del territorio lo mismo que permitía a los hombres de negocios estar al tanto de la situación de los mercados y la corización del oro aun en lugares muy distantes. Pero el uso más significativo del telégrafo ocurrió a parrir de 1851, cuando Reuter creó la primera agencia telegráfica, configurando la noticia. ¿Esto qué significaba? Que sucesos que ocurrían en los puntos más lejanos de la tierra podían estar a la mañana siguiente en la mesa del desayuno de quien estaba leyendo el diario. De este modo, se daba algo que, pocos años antes, estaba totalmente fuera de la imaginación de la gente. La información estaba dirigida además al gran público -favorecida por los progresos de la alfabetización- que permitía a la gente dejar de vivir en una escala local, para vivir en una escala mayor, la escala del mundo. En síntesis, esta revolución de las comunicaciones permitían transformar al globo en una sola economía interactiva y darle al capitalismo una escala mundial.

Pero al mismo tiempo el resultado era paradójico: cada vez iban a ser mayores las diferencias entre aquellos países y regiones que podían acceder a la nueva tecnología y aquellas partes del mundo donde todavía la barca o el buey marcaban la velocidad del transporte. El mundo se unificaba pero también se agudizaban las distancias.

La expansión del capitalismo industrial también estuvo estrechamente vinculado con una aceleración del progreso tecnológico. En efecto, cada vez fue más estrecha la relación que se estableció entre ciencia, tecnología e industria. La Revolución Industrial inglesa se había desarro-









liado sobre la base de técnicas simples, al alcance de hombres prácticos con sentido común y experiencia; en cambio, en la segunda mitad del siglo XIX, el avance de la metalurgia, la industria química, el surgimiento de la industria eléctrica se desarrollaban sobre la base de una tecnología más elaborada. Los "inventos" pasaban ahora desde el laboratorio científico a la fábrica. Dicho de otra manera, el laboratorio del investigador pasaba a formar parte del desarrollo industrial. En este sentido, el caso del célebre Louis Pasteur (1822-1895) -uno de los científicos más conocidos entre el gran público del siglo XIX- es ejemplificatorio: atraído por la bactereolo- gía a través de la química industrial, a él se le deben técnicas como la "pasteurización".

En Europa, los laboratorios dependían por lo general de las universidades u otras instituciones científicas, aunque se mantenían estrechamente vinculados a las empresas industriales; en Estados Unidos, en cambio, ya habían aparecido los laboratorios comerciales que muy pronto hicieron célebre a Thomas Alva Edison (1847-1931) y a sus investigaciones sobre electricidad. Y esta relación entre ciencia, tecnología e industria planteó una cuestión fundamental: los sistemas educativos se transformaron en elementos esenciales para el crecimiento económico. A partir de este momento, a los países que les faltase una adecuada educación masiva y adecuadas instituciones de enseñanza superior les habría de resultar muy difícil transformarse en países industriales, o por lo menos, quedarían rezagados. Y esto también permite explicar el atraso relativo que Inglaterra comenzó a mostrar frente a Alemania donde los estudios universitarios fueron claramente orientados hacia la tecnología.

Y la clara vinculación entre ciencia, tecnología e industria también causó un profundo impacto en las conciencias. La ciencia, transformada en una verdadera religión secular, fue percibida como la base de un "progreso" indefinido. Desde esta perspectiva se consideraba que no existía obstáculo que no pudiera ser superado. Ciencia y progreso se transformaron en dos conceptos fundamentales dentro de la ideología burguesa.





Del capitalismo liberal ai imperialismo La "gran depresión ”

A pesar del optimismo y de los éxitos obtenidos, las dificultades no dejaban de plantearse. Tal como lo había previsto Sismondi (1772-1842), uno de los primeros críticos de la naciente economía capitalista, ésta se vio so-









metida a crisis periódicas, crisis inherentes a un sistema que se autoconde- naba a momentos de saturación del mercado por el crecimiento desigual de la oferta y la demanda. De este modo, a los períodos de auge le sucedían períodos de depresión en la que los precios caían dramáticamente e incluso muchas empresas quebraban. A diferencia de las crisis anteriores -hasta la de 1847- que eran crisis que se inciaban en la agricultura y que arrastraban tras de sí a toda la economía, estas otras eran ya crisis del capitalismo industrial que se imponían a toda la vida económica. Sin embargo, parecía que las mismas crisis generaban los elementos de equilibrio: cuando los precios volvían a subir, se reactivaban las inversiones y comenzaba nuevamente el ciclo de auge. De este modo, las crisis eran percibidas como interrupciones temporales de un progreso que debía ser constante. Dentro de la expansión de los años que transcurrieron entre 1850 y 1873, caracterizados por el alza constante de precios, salarios y beneficios, las crisis de 1857 y 1866 pudieron ser consideradas como manifestaciones de desequilibrios propias de una economía en expansión.

Sin embargo, hacia los primeros años de la década de 1870, las cosas cambiaron. Cuando la confianza en la prosperidad parecía ilimitada se produjo la catástrofe: en Estados Unidos 39.000 kilómetros de líneas ferroviarias quedaron paralizadas por la quiebra, los bonos alemanes cayeron en 60% y, hacia 1877, casi la mitad de los altos hornos dedicados a la producción de hierro quedaron improductivos. Pero la crisis tenía además un componente que preocupaba a los hombres de negocios y que les advertía que era mucho más grave que las anteriores: su duración. En efecto, en 1873 se iniciaba un largo período de recesión que se extendió hasta 1896 y que sus contemporáneos llamaron la "gran depresión".

La caída de los precios, tanto agrícolas como industriales, era acompañada de rendimientos decrecientes del capital en relación con el período anterior de auge. Ante un mercado de baja demanda, los stocks se acumulaban, no sólo no tenían salida sino que se depreciaban; los salarios, en un nivel de subsistencia, difícilmente podían ser reducidos; como consecuencia, los beneficios disminuían aún más rápidamente que los precios. El desnivel entre la oferta y la demanda se veía agravado por el incremento de bienes producidos como consecuencia de la irrupción en el mercado mundial de aquellos países que habían madurado sus procesos de industrialización. La edad de oro del capitalismo "liberal" parecía haber terminado. Y esto también iba a afectar la política.

En efecto, la crisis había minado los sustentos del liberalismo: las prácticas proteccionistas pasaron entonces a formar parte corriente de la política económica internacional. De este modo, ante la aparición de nuevos









países industriales, la depresión enfrentó a las economías nacionales, donde los beneficios de una parecían afectar la posición de las otras. En síntesis, en el mercado no sólo competían las empresas, sino también las naciones. Pero si el proteccionismo fue casi una reacción instintiva frente a la depresión no fue sin embargo la respuesta económica más significativa del capitalismo a los problemas que lo afectaban. En el marco de las economías nacionales, las empresas debieron reorganizarse para adaptarse a las nuevas características del mercado: intentando ampliar los márgenes de beneficios, reducidos por la competitividad y la caída de los precios, la respuesta se encontró en la concentración económica y en la racionalización empresaria.

En primer lugar, se aceleró la tendencia a la concentración de capitales, es decir, a una creciente centralización en la organización de la producción. En Francia, por ejemplo, en 1860 había 395 altos hornos que producían 960.000 toneladas de hierro colado, en 1890 había 96 altos hornos que producían 2.000.000. En síntesis, la producción aumentaba, mientras que el número de empresas disminuía. Si bien el proceso no fue universal ni irreversible, lo cierto es que la competencia y la crisis eliminaron a las empresas menores, que desaparecieron o fueron absorbidas por las mayores; las triunfantes grandes empresas, que pudieron producir en gran escala, abaratando costos y precios, fueron las únicas que pudieron controlar el mercado.

En segundo lugar, la concentración se combinó dentro de las grandes empresas con políticas de racionalización empresaria. Esto incluía una modernización técnica que permitía lograr el aumento de la productividad (y dar a la empresa un mayor poder competitivo). Pero además la racionalización incluía la llamada "gestión científica" impulsada por F. W. Taylor. Según Taylor, la forma tradicional y empírica de organizar las empresas ya no era eficiente, era necesario por lo tanto darle a la gestión empresarial un carácter más racional y científico. Para ello elaboró una serie de pautas para lograr un mayor rendimiento del trabajo. De este modo, el taylorismo se expresó en métodos que aislaban a cada trabajador del resto y transferían el control del proceso productivo a los representantes de la dirección, o que descomponían sistemáticamente el proceso de trabajo en componentes cronometrados e introducía incentivos salariales para los trabajadores más productivos. Como veremos más adelante, a partir de 1918 el nombre de Taylor fue asociado al de Henry Ford, identificados en la utilización racional de la maquinaria y de la mano de obra con el objetivo de maximizar la producción.









La época del imperialismo

Desde algunas perspectivas, el imperialismo fue la más importante de las salidas que se presentaba para superar los problemas del capitalismo después de la "gran depresión". Los historiadores han debatido si ambos fenómenos podían vincularse. Indudablemente no puede establecerse un nexo mecánico de causa-efecto. Sin embargo, también es indudable que la presión de los inversores que buscaban para sus capitales salidas más productivas, así como la necesidad de encontrar nuevos mercados y fuentes de aprovisionamiento de materias primas pudo contribuir a impulsar políticas expansionistas que incluían el colonialismo. Además, en un mundo cada vez más dividido entre países ricos y países pobres había muchas posibilidades de encaminarse hacia un modelo político en donde los más avanzados dominaran a los más atrasados. Es decir, había muchas posibilidades de transformarse en un mundo imperialista.

De este modo, los años que transcurren entre 1875 y 1914 constituyen el período conocido como la época del imperialismo, en el que las potencias capitalistas parecían dispuestas a imponer su supremacía económica y militar sobre el mundo. Era, en este sentido, una nueva forma de imperio sustancialmente diferente de las otras épocas imperiales de la historia. Durante esos años, dos grandes zonas del mundo fueron totalmente repartidas entre las potencias más desarrolladas: el Pacífico asiático y Africa. No quedó ningún Estado independiente en el Pacífico, totalmente dividido entre británicos, franceses, alemanes, neerlandeses, estadounidenses y, en una escala más modesta, Japón; en la primera década del siglo XX, Africa pertenecía -excepto algunas pocas regiones que resistían la conquista- a los imperios británico, francés, alemán, belga, portugués y español.

De este modo, amplios territorios de Asia y de Africa quedaron subordinados a la influencia política, militar y económica de Europa. También a América Latina llegaron las presiones políticas y económicas, aunque sin necesidad de efectuar una conquista formal. En este sentido, los estados europeos parecían no sentir la necesidad de rivalizar con los Estados Unidos desafiando la Doctrina Monroe.1

* La Doctrina Monroe, que se expuso por primera vez en 1823 -y que se sintetizaba en la consigna 'América para los americanos"-, expresaba la oposición a cualquier colonización o intervención política de las potencias europeas en el hemisferio occiden- taL A medida que los Estados Unidos se fueron transformando en una potencia más poderosa, los europeos asumieron con mayor rigor los límites que se les imponían. En la práctica, la Doctrina Monroe fue interpretada paulatinamente como el derecho exclusivo de los Estados Unidos para intervenir en el continente americano.









El fuerte impacto que el desarrollo imperialista produjo entre sus mismos contemporáneos explica el rápido surgimiento de distintas teorías que buscaban interpretarlo. Era, a los ojos de estos contemporáneos, un fenómeno nuevo que incorporó el término imperialismo al vocabulario económico y político desde 1890. Cuando los intelectuales comenzaron a escribir sobre el tema, la palabra estaba en boca de todos; el economista británico Hobson señalaba en 1900: "se utiliza para indicar el movimiento más poderoso del panorama actual del mundo occidental". Si bien en la obra de Karl Marx (que había muerto en 1883) no se registra el término imperialismo, las interpretaciones más significativas del fenómeno surgieron del campo del marxismo, desde donde sus teóricos intentaban explicar las nuevas características que asumía el capitalismo.

Dentro del marxismo, la interpretación clásica fue la formulada por Lenin. Desde su perspectiva, el imperialismo constituía "la fase superior del capitalismo", y estaba referido a la baja tendencial de la tasa de ganancia por la competencia creciente entre capitalistas. En la medida en que la competencia capitalista dejaba paso a la concentración y a la formación de "monopolios" -y éstos podían influir sobre las políticas del Estado- era cada vez más necesario buscar nuevas áreas de inversión que contrarrestara la tendencia decreciente de la tasa de ganancia que se daba en las metrópolis. De este modo, el "capital financiero", producto de la fusión entre el capital bancario y el capital industrial intentaba asegurarse el control de los mercados a escala mundial. También hubo -y hay- teorías que interpretaban al imperialismo buscando, sobre todo, criticar la interpretación mar- xisra. Estas trataban fundamentalmente de negar las raíces económicas del fenómeno para buscar explicaciones de otra naturaleza, estratégicas, políticas, culturales e ideológicas.4

Sin embargo, independientemente de las opiniones que pueda provocar la interpretación de Lenin, resulta indudable que sus mismos contemporáneos atribuyeron al imperialismo razones económicas. El británico liberal J. Hobson (1900), partiendo del subconsumo de las clases más pobres, interpretaba al imperialismo como la necesidad de buscar mercados exteriores en donde vender e invertir. Pero a diferencia de Lenin, que presentaba al imperialismo como un elemento estructural del desarrollo capitalista, Hobson consideraba al fenómeno como una "anomalía" que era necesario corregir a través del aumento de la capacidad de consumo de los trabajadores -ligado a la función decisiva del gasto público— que permitie-









ra un constante crecimiento y una regular absorción de la producción sin necesidad de recurrir a la expansión imperialista.

Como señala Eric J. Hobsbawm, el imperialismo estuvo ligado indudablemente a manifestaciones ideológicas y políticas. Las consignas del imperialismo constituyeron -como veremos- un elemento de movilización de los sectores populares que podían identificarse con la "grandeza de la nación imperial". Ningún hombre quedó inmune de los impulsos emocionales, ideológicos, patrióticos e incluso raciales, asociados a la expansión imperialista. En forma general, en las metrópolis, el imperialismo estimuló a las masas -sobre todo a los sectores más descontentos socialmente- a identificarse con el Estado, dando justificación y legitimidad al sistema social y político que ese Estado representaba. Pero esto no implica negar las poderosas motivaciones económicas de tal expansión. Sin embargo, según Hobsbawm, la clave del fenómeno no se encuentra en la necesidad de los países capitalistas de buscar nuevos mercados ni de nuevas áreas de inversiones, tal como sostenía la teoría clásica de Lenin. En rigor, el 80% del comercio europeo -importaciones y exportaciones- se realizó entre países desarrollados y lo mismo sucedió con las inversiones que se efectuaban en el extranjero. De este modo, la clave del fenómeno radica, desde la perspectiva de Hobsbawm, en las exigencias del desarrollo tecnológico.5

En efecto, la nueva tecnología dependía de materias primas que por razones geográficas o azares de la geología se encontraban ubicadas en lugares remotos. El motor de combustión que se desarrolló durante este período necesitaba, por ejemplo, petróleo y caucho. La industria eléctrica necesitaba del cobre y sus productores más importantes se encontraban en lo que en el siglo XX se denominaría "tercer mundo". Pero no se trataba sólo de cobre, sino también de oro y de diamantes y de metales no férreos que comenzaron a ser fundamentales para las aleaciones de acero. En este sentido, las minas abrieron el mundo al imperialismo y sus beneficios fueron suficientemente importantes como para justificar la construcción de ramales ferroviarios en los puntos más distantes.

Independientemente de las necesidades de la nueva tecnología, el crecimiento del consumo de masas en los países metropolitanos significó la rápida expansión del mercado de productos alimenticios. Y ese mercado se encontraba dominado por productos básicos como cereales y carne, que se producían a bajo costo y en grandes cantidades en diferentes zonas de asentamiento europeo en América del Norte y América del Sur, Rusia y Austra-









lia. Pero también comenzó a desarrollarse el mercado de los productos conocidos desde hacía mucho tiempo como "productos coloniales" o de "ultramar": azúcar, té, café, cacao. Incluso, gracias a la rapidez de las comunicaciones y al perfeccionamiento de los métodos de conservación comenzaron a afluir los frutos tropicales (que posibilitaron la aparición de las "repúblicas bananeras"). En esta línea, las grandes plantaciones se transformaron en el segundo gran pilar de las economías imperialistas.

Estos acontecimientos, en los países metropolitanos, crearon nuevas posibilidades para los grandes negocios, pero no cambiaron significativamente sus estructuras económicas y sociales. En cambio, transformaron radicalmente al resto del mundo, que quedó convertido en un complejo conjunto de territorios coloniales o semicoloniales. Y estos territorios progresivamente se convirtieron en productores especializados en uno o dos productos básicos para exportarlos al mercado mundial y de cuya fortuna dependían casi por completo. Pero los efectos sobre los territorios dominados no fueron sólo económicos, sino que también afectó a la política y produjo un importante impacto cultural: se transformaron imágenes, ideas y aspiraciones, a través de ese proceso que se definió como "occidentalización".

En rigor, el proceso de "occidentalización" afectó exclusivamente al reducido grupo de la élite colonial. Algunos recibieron una educación de ri- po occidental conformando una minoría culta a la que se le abrían las distintas carreras que se ofrecían en el ámbito colonial: era posible llegar a ser profesional, maestro, funcionario o burócrata. Pero la creación de una "élite colonial" occidentalizada también podía tener efectos paradójicos. En este sentido, el mejor ejemplo lo ofrece Mahatma Gandhi: un abogado que había recibido su formación profesional y política en Gran Bretaña. Sus mismas ideas y su método de lucha, la resistencia pasiva, era una fusión de elementos occidentales -Gandhi nunca negó su deuda con Ruskin y Tolstoi— y orientales. Munido de tales instrumentos pudo transformarse en la figura clave del movimiento independentista de la India. Y su caso no es único entre los pioneros de la liberación colonial. En síntesis, también el imperialismo creó las condiciones que permitieron la aparición de los líderes antimperialistas y generó además las condiciones que permitieron que sus voces alcanzaran resonancia nacional.





2. Las transformaciones de la sociedad

En una Europa que se volvía capitalista e industrial, la sociedad también se transformaba rápidamente. Un primer análisis muestra a dos clases que se









desarrollaban y afirmaban: la burguesía y el proletariado. Sin embargo, esto no impide desconocer la diversidad de condiciones y el pluralismo que reinaba en la sociedad. Muchos ignoraban que su existencia acabaría por extinguirse y pugnaban por mantener sus posiciones en el nuevo orden: aristócratas y campesinos a la defensiva, artesanos a punto de desaparecer. En una sociedad profundamente heterogénea, clases recién formadas convivían, no sin compromisos, con otras que aún sobrevivían y se negaban a no estar. Como señala Palmade, tal vez una sola línea divisoria estaba nítidamente clara para los contemporáneos: la barrera que separaba a aquellos considerados "respetables" de los que no lo eran. Por un lado, la gente "respetable" -desde la pequeña burguesía hasta la más alta nobleza- que admitía un código común donde se fundían los viejos valores aristocráticos y las nuevas virtudes burguesas. Por otro lado, los excluidos, los trabajadores manuales. Y dentro de cada uno de estos dos grandes sectores, mil signos distintivos, símbolos y comportamientos separaban y definían a las clases.6





El mundo de la burguesía

La burguesía era indudablemente la clase triunfante del período, pero ¿es posible hablar de una "burguesía" unida, coherente y consciente de su poder? O, tal vez, ¿es preferible hablar de "burguesías"? Una parte de la burguesía se beneficiaba con el desarrollo capitalista, de la que era el motor, y ocupaba un lugar en las esferas dirigentes. Pero subsistía también una burguesía tradicional, lejos del humo de las fábricas, en pequeñas ciudades de provincia, que vivía de rentas y se mantenía en contacto con el mundo rural. En Inglaterra, por ejemplo, la burguesía se llamaba a sí misma, "clase media" y ésta englobaba a los ricos industriales, a los prósperos comerciantes, a profesionales como médicos y abogados, y en un nivel inferior a una pequeña burguesía de tenderos, maestros, empleados. Los límites parecían imprecisos.

Sin embargo, fue posible definir esos límites. Como señala Hobsbawm, en el plano económico, la quintaesencia de la burguesía era el "burgués capitalista", es decir, el propietario de un capital, el receptor de un ingreso derivado del mismo, el empresario productor de beneficios. En el plano social, la principal característica de la burguesía era la de constituir un grupo de personas con poder e influencia, independientes del poder y la influencia









provenientes del nacimiento y del estatus tradicionales. Para pertenecer a ella, era necesario ser "alguien", es decir, una persona que contase como individuo, gracias a su fortuna y a su capacidad para mandar sobre otros hombres. Pertenecer a la burguesía significaba superioridad, era ser alguien al que nadie daba órdenes -excepto el Estado y Dios-. Podía ser un empleado, un empresario, un comerciante pero fundamentalmente era un "patrón": el monopolio del mando -en su hogar, en la oficina, en la fábrica- era fundamental para definirse. Y esto alcanzaba incluso a otros sectores, cuya caracterización no era estrictamente económica. En efecto, el principio de autoridad no estaba - ni está— ausente en el comportamiento del profesor universitario, del médico prestigioso o del artista consagrado. Como señala Hobsbawm, tal como Krupp mandaba sobre su ejército de trabajadores, Richard Wagner esperaba el sometimiento total de su audiencia.7

De este modo, si algo unificaba a la burguesía como clase, eran comportamientos, actitudes y valores comunes. Confiaban en el liberalismo —aunque, como veremos, cada vez con mayores límites-, en el desarrollo del capitalismo, en la empresa privada y competitiva, en la ciencia y en la posibilidad de un progreso indefinido. Confiaban en un mundo abierto al triunfo del emprendimiento y del talento. Esperaban influir sobre otros hombres, en el terreno de la política, y aspiraban a sistemas representativos que garantizasen los derechos y las libertades bajo el imperio de un orden que mantuviese a los pobres -las clases “peligrosas“- en su lugar. Era una clase segura y orgullosa de sus logros.

Nadie dudaba de que entre los logros del mundo burgués de la segunda mitad del siglo XIX se encontraba el espectacular avance de la ciencia. Desde las nuevas concepciones que se iban elaborando, la ciencia podía constituirse en la base de un progreso indefinido, pero también podía desempeñar otro papel: tenía la capacidad para dar las respuestas a todas las incógnitas, incluso a aquellas reservadas a la religión. Y en este sentido resultó paradigmática la figura de Charles Darwin (1809-1882) y el impacto que produjo la teoría de la evolución.

En efecto, Darwin se transformó en una figura pública de amplio renombre y su éxito se debió a que el concepto de evolución, que ciertamente no era nuevo, podía dar una explicación -muchas veces vulgarizada hasta el exceso— del origen de las especies en un lenguaje accesible a los hombres de la época, ya que se hacía cargo de uno de los conceptos más entrañables de la economía liberal, la competencia. La teoría implicaba









además una beligerante confrontación con las fuerzas de la tradición, del conservadurismo y, fundamentalmente, de la religión. De esta manera, si el triunfo de los evolucionistas fue rápido, esto se debió no sólo a las abrumadoras pruebas científicas -como la existencia del cráneo del hombre de Neandertal (1856)- sino fundamentalmente al clima ideológico del mundo burgués.

En rigor, también la izquierda recibió alborozadamente el embate al tradicionalismo que significaba la teoría de la evolución. Karl Marx dio la bienvenida a El origen de las especies, como "la base de nuestras ideas en ciencias naturales" y ofreció a Darwin dedicarle el segundo volumen de El Capital. Y el amable rechazo de Darwin -hombre de una izquierda liberal pero en absoluto un revolucionario- a tal oferta no impidió, sin embargo, que muchos marxistas, como Kautsky y la socialdemocracia alemana fueran explícitamente darwinistas. Pero esta afinidad de los socialistas con el evolucionismo no negó la encendida defensa que asumió la burguesía de una nueva teoría que daba nuevas respuestas. Todos coincidían en que la ciencia desplazaba a la religión.

Pero, en el mundo burgués, algo más llevaba al entusiasmo evolucionista. La imagen liberal de una sociedad abierta al esfuerzo y al mériro contrastaba con la creciente polarización social. A comienzos de siglo, los hombres habían considerado a sus riquezas —que crecían día a día- como el premio que les otorgaba la Providencia por sus vidas laboriosas y morales; pero los argumentos de la ética de la moderación y del esfuerzo ya no eran visiblemente aplicables a esa opulenta burguesía, muchas veces ociosa, dispuesta a la ostentación y a disfrutar sus fortunas, viviendo de rentas, en sus confortables residencias campestres. A lo sumo, podían ser aplicados para explicar las diferencias entre la esforzada pequeña burguesía y las masas proletarias, consideradas por definición "peligrosas", ebrias y licenciosas.

De allí, la importancia de teorías alternativas, que con un fundamento "científico" pudieran explicar la superioridad como resultado de una selección natural, transmitida biológicamente. En síntesis, la superioridad de la burguesía como clase comenzó a ser considerada como una determinación de la biología. El burgués era, si no una especie distinta, por lo menos miembro de una clase superior que representaba a un nivel más alto de la evolución humana. El resto de la sociedad era indudablemente inferior. Sólo faltaba un paso para alcanzar el concepto de "raza" superior. Para los sometidos sólo quedaba el camino de la aceptación de su propia inferioridad y del acatamiento de la dominación burguesa. Y esto no sólo incluía al conjunto de las clases "peligrosas", sino también a las mujeres de todas las clases sociales.









¿Cuál era el papel que debían desempeñar las mujeres en el mundo burgués? Estas mujeres de la burguesía debían fundamentalmente demostrar la capacidad y méritos de los varones, ocultando los suyos en el ocio y en el lujo. Su posición de superioridad social sólo podía ser demostrada a través de las órdenes que impartían a los criados, cuya presencia en los hogares distinguía a la burguesía de las clases inferiores. Y este ámbito de acción era el de la familia burguesa, un tipo de estructura familiar que se consolidó en la segunda mitad del siglo XIX: una autocracia patriarcal, apoyada en una red de dependencias personales.8

No deja de resultar sorprendente que esta estructura familiar y los ideales de la sociedad burguesa se presenten como absolutamente contradictorios. El ideal de una economía lucrativa, el énfasis en la competencia individual, las relaciones contractuales, el reclamo de libertades y de oportunidades para el mérito y la iniciativa que proclamaban las burguesías liberales eran negados sistemáticamente dentro del ámbito familiar. Elpater familia era la cabeza indiscutible de una jerarquía de mujeres y niños consolidada sobre la base de vínculos de dependencia. Y la red culminaba en su base con los criados -la "servidumbre"- que, pese a su relación de asalariados, por la convivencia cotidiana no tenían con su "señor" tanto un nexo monetario como personal. En síntesis, el punto crucial es que la estructura de la familia burguesa contradecía de plano a la sociedad burguesa, ya que en ella no contaban la libertad, ni las oportunidades, ni la persecución del beneficio individual.

En rigor, la estructura familiar basada en la subordinación de las mujeres no era algo nuevo. La cuestión radica en advertir su contradicción con los ideales de una sociedad que no sólo no la destruyó ni la transformó, sino que reforzó sus rasgos, convirtiéndola en una isla privada inalterada por el mundo exterior.

Incluso, parece advertirse la búsqueda de un contraste deliberado: si las metáforas de guerra acudían para describir al mundo público -la economía, la polírica- las metáforas de armonía, de paz y de felicidad eran las que describían al mundo doméstico. Es posible que la desigualdad esencial sobre la que se basaba el capitalismo competitivo del siglo XIX encontrase su necesaria expresión en la familia burguesa: frente a la inseguridad, la inestabilidad y la competencia, frente a vínculos que tenían su única expresión en el dinero, era necesario forjarse la ilusión de un mundo seguro, estable, basado en dependencias no monetarizadas. Era necesario crear el









ámbito del "reposo del guerrero". Pero la familia burguesa también cumplió otro papel. Núcleo básico de una red más amplia de relaciones familiares, permitió a algunos, como a los Rothschild y a los Krupp, crear verdaderas dinastías a través del intercambio de mujeres -vírgenes ¡mocadas- y dotes. Y estas alianzas e interconexiones familiares dominaron muchos aspectos de la historia empresarial del siglo XIX.

La vida familiar se desarrollaba en hogares donde la decoración se sobreañadía como un elemento que enmascaraba la función. La impresión más inmediata del interior burgués de mediados de siglo es el apiñamiento y la ocultación, una masa de objetos cubiertos por colgaduras, manteles, cojines, empapelados, fuese cual fuese su naturaleza, manufacturados. Ninguna pintura sin su marco dorado, ninguna silla sin tapizado, ninguna superficie sin mantel o sin un adorno, ninguna tela sin su borla. Pero los objetos eran algo más que útiles o signos de confort, eran los símbolos del estatus y de los logros obtenidos. De allí el abigarramiento de los interiores burgueses.

Pero había algo más. Los objetos debían ser sólidos -término usado elogiosamenre para caracterizar a quienes los construían-, estaban hechos para perdurar y así lo hicieron. Pero también debían expresar aspiraciones vitales más elevadas y espirituales a través de su belleza.

La dualidad, solidez y belleza expresaba la nítida división entre lo corporal y lo espiritual, lo material y lo ideal, típica del mundo de la burguesía, aunque en realidad todo dependía de la materia y únicamente podía expresarse a través de la misma o, en última instancia, a través del dinero que podía comprarla.

El hogar era también la fortaleza que salvaguardaba la moralidad. La dualidad entre materia y espíritu que caracterizaba al mundo burgués, la necesidad de enmascaramiento fue denunciada como una hipocresía omnipresente en el mundo burgués. Y esto resultaba particularmente notable en el ámbito de la sexualidad. El mismo Sigmund Freud, en 1898, no dudó en calificar como "hipócrita" la moral sexual de su tiempo.9

En rigor, el problema es más complejo. Si la duplicidad de normas y el enmascaramiento parecían ineludibles en algunas situaciones, como en el caso de la homosexualidad, en general se aceptaban explícitamente ciertas reglas de comportamiento: la castidad para las mujeres solteras y la fidelidad para las casadas; libertad sexual para los hombres solteros -con el límite de las muchachas solteras de la burguesía- y tolerancia con la infidelidad









de los casados, siempre y cuando esta infidelidad no pusiese en peligro la estabilidad de la familia burguesa. Tal vez, la hipocresía surgía cuando suponía a las mujeres -supuestamente despojadas de erotismo- completamente ajenas al juego sexual.

Sin embargo, estas normas no ocultan que el mundo burgués parecía obsesionado por el sexo. Y esto es particularmente visible en los modos de vestir, donde se conjugaban poderosos elementos de tentación y prohibición. Al mismo tiempo que se hacía gran ostentación de ropajes, que dejaban pocas partes del cuerpo visibles, la moda marcaba hasta el exceso las características sexuales secundarias: la barba y el vello de los hombres; el cabello, pero también los senos, las caderas y las nalgas de las mujeres destacados por moños y artificios. Como señala Hobsbawm, el impacto que produjo el cuadro de Manet, Desayuno sobre la hierba (1863), derivó del contraste entre la formalidad de los trajes masculinos y la desnudez de la mujer. Si el mundo burgués, a través de la dualidad permanente entre espíritu y materia, afirmaba que las mujeres eran básicamente seres espirituales, esto implicaba que los hombres no lo eran. De este modo, la atracción física obvia entre los sexos encajaba dificultosamente en este sistema de valores. Y la ruptura de estas normas podía llevar a la hipocresía, pero fundamentalmente a la angustia personal. La represión de los instintos se consideró un valor elevado sobre el que descansaba la civilización. Y sobre este principio, Freud construyó su reoría.

Si, como ya señalamos, en el mundo burgués se consideraba que la ciencia era la clave de todo progreso y tenía la posibilidad de dar todas las respuestas, resultó indudable, durante este período, el descenso del peso de la religión. Darwin había derrotado a la Biblia. Entre los varones de la burguesía, el indiferentismo, el agnosticismo e, incluso, el ateísmo eran las actitudes dominantes. El progreso implicaba la ruptura con las viejas creencias y con las iglesias, consideradas baluartes del oscurantismo y la tradición. De este modo, contra las iglesias, y fundamentalmente la católica que se reservaba el derecho a definir la verdad y el monopolio de los ritos de pasaje -como bautismos, casamientos y entierros-, se elevó una ola de anticlericalismo.

En rigor, el fenómeno no fue exclusivo del mundo burgués. Las ideologías de izquierdas -el marxismo, el anarquismo, el socialismo- compartían este belicoso anticlericalismo. No fue por azar que un herrero socialista de la Romana, de apellido Mussolini, llamase a su hijo, Benito, en honor a Juárez, el anticlerical presidente mexicano. Indiscutiblemente, la religión estaba en declive también en las grandes ciudades que crecían rápidamente y donde, como las estadísticas lo demostraban, la participación en el culto pa-









recia retraerse. No sólo la ciencia había abatido a la teología, sino que las costumbres urbanas parecían alejarse de las prácticas y la moral religiosas.

Empero, las religiones persistieron. Entre la misma burguesía liberal comenzó a registrarse cierta nostalgia por las viejas creencias. En primer lugar, el frío racionalismo liberal no proporcionaba un sustituto emocional al ritual colectivo de la religión. Comenzaron entonces a surgir ciertos "sustitutos", como complejos rituales laicos -alrededor del Estado, por ejemplo— y nuevas formas religiosas, más acordes a los nuevos tiempos. En este sentido, resulta notable el desarrollo alcanzado por el espiritismo dentro del mundo burgués: en una época que descreía de los "milagros", el espiritismo ofrecía la ventaja de asegurar una tranquilizadora supervivencia del alma, sobre las "bases" de la ciencia experimental. Pero había algo más en esa nostalgia de las religiones. En el mundo burgués, comenzó a valorarse el papel tradicional de la religión como instrumento para mantener en el recato a los pobres -y a las mujeres de todas las clases sociales- siempre proclives al desorden. Las iglesias comenzaron a ser valoradas como pilares de la estabilidad y la moralidad frente a los peligros que amenzaban el orden burgués.





El mundo del trabajo

Una clase irrumpía en este período como capaz de desafiar al mundo burgués: la clase obrera. Y su importancia no era sólo cualitativa sino también cuantitativa ya que, entre 1850 y 1880, esta clase representaba en toda Europa enrre la cuarta y la tercera parte de la población. Sin embargo, si bien con el ocaso del viejo trabajo artesanal y el paso del taller a la fábrica moderna las condiciones de vida obrera habían tendido a uniformarse, aún se trataba, en muchos aspectos y en muchos lugares, de una clase en formación. Como Federico Engels señalaba en La situación de la ótase obrera en Inglaterra (1845): "La condición proletaria no existe en sulbnna clasica completamente acabada excepto en el Imperio Británico y en particular, en Inglaterra." En Francia, por ejemplo, subsistía con tenacidad un artesanado organizado en gremios, con costumbres y tradiciones que los constituían en una especie de microsociedad.

De este modo, si bien era ya posible definir la situación de los obreros desde el punto de vista económico -formación de un mercado de trabajo asalariado, concentración en grandes centros industriales, trabajo disciplinado a máquina-, desde una perspectiva social, muchos de los trabajadores aún no podían ser incluidos estrictamente dentro de esa definición económica de la clase obrera.









Sin embargo, pese a la variedad de situaciones, las condiciones de vida tendían a uniformarse: tras varias generaciones, los trabajadores acabaron por acostumbrarse a la vida de la ciudad, una vida apartada de las tradiciones rurales, siendo hijos de obreros y habiendo comenzado a trabajar desde su infancia. La clase obrera adquiría cada vez un perfil más definido.'0

Pero esta uniformidad no impide distinguir que la misma clase obrera distaba de ser una clase homogénea. En la cúspide parecían ubicarse los obreros "especializados", aquellos capaces de fabricar y reparar las máquinas. Eran los que indudablemente recibían un mejor pago, los que se encontraban en una mejor posición para "negociar" con los patrones. Muchos de ellos aspiraban a "mejorar": obtener las condiciones de vida de la pequeña burguesía, lograr que sus hijos abandonaran el trabajo manual e ingresaran entre los trabajadores de "cuello blanco" participando así de los sectores "respetables". Y, en efecto, la prosperidad del período, la alfabetización y el desarrollo del sector terciario les permitió a algunos conseguir, sobre todo en ciertos países como Inglaterra, lo que era considerado un claro signo de ascenso social.

Por debajo de los trabajadores especializados, se ubicaba la gran masa de los obreros y obreras de fábrica, con jornadas de trabajo de 15 o 16 horas diarias, con situaciones de trabajo precarias, bajo la amenaza de las periódicas crisis de desempleo. En Francia, por ejemplo, en 1857, la mitad de los obreros debieron abandonar sus puestos de trabajo, mientras el precio de los alimentos aumentaba bruscamente a raíz de las malas cosechas. Dentro de esta masa obrera, tanto en Francia como en Inglaterra, todavía se registraba una fuerte presencia de mano de obra femenina e infantil. En la industria algodonera, por ejemplo, las mujeres ocupaban la mitad de los puestos de trabajo y los niños una cuarta parte.

Pero había además, por debajo de la masa de obreros o obreras de fábrica, un tercer escalón: los recién emigrados del campo. Fue el caso, por ejemplo, de Irlanda que tras la crisis de la papa (1845) enviaba a Inglaterra cada año 50.000 trabajadores nuevos. Eran quienes por su indigencia y su resignación podían aceptar cualquier trabajo, por duro que fuese, a cambio de un salario irrisorio. Pero, por esto mismo, cumplían un papel fundamental en el desarrollo del capitalismo industrial: eran quienes, por su constante oferta de mano de obra barata, contribuían a mantener el bajo nivel salarial. Eran muchas veces peones que no tenían un trabajo fijo, trabajaban esporádicamente en la construcción de ferrocarriles, en la excavación de las grandes ciudades, en la descarga de navios.









Indudablemente, en el mundo del trabajo las condiciones de vida eran difíciles. Sin embargo, la prosperidad del período tendió a mejorar relativamente estas condiciones. Hubo progresos en la seguridad e higiene del trabajo, y comenzó a disminuir el empleo infantil. La jornada laboral tendió a reducirse, en parte por las presiones sindicales, pero también porque el aumento de la productividad permitía que en un tiempo menor los obreros produjeran más. En Alemania -y esta fue su originalidad- incluso la clase obrera mostraba ventajas decisivas sobre las demás: desde 1880 y 1890 comenzaron a implementarse sistemas de seguros en relación con situaciones de enfermedad, accidentes, invalidez y vejez; aunque también es cierto que la aplicación de esta legislación social vio limitada su aplicación por la falta de inspecciones adecuadas. De un modo u otro, en toda Europa, el capitalismo desenfrenado tendía a suavizarse: comenzaba a admitirse que un obrero cansado producía menos valor, que un niño deformado en las minas o en el trabajo fabril nunca llegaría a ser un eficaz trabajador robusto.

Durante este período también aumentaron los salarios. Si bien para la masa de obreros y obreras de fábrica este aumento implicó sólo un pequeño aumento sobre el costo de vida, benefició notablemente al sector de "especializados": entre 1850 a 1865 los salario aumentaron en 25% mientras que el costo de vida ascendía en 10%. Y en esto, Karl Marx, en una carta a Engels en 1863, encontraba una de las razones de lo que calificaba el aburguesamiento de esa "aristocracia" del trabajo que aspiraba a "mejorar": "La larga prosperidad ha desmoralizado terriblemente a las masas."

También hubo mejoras parciales en las viviendas y en las ciudades obreras. En Francia, algunos empresarios protestantes de Mulhouse fueron responsables de la construcción de bloques de casas obreras, cómodas y sanas, rodeadas de jardines. Pero estas expresiones paternalistas —que también se podían registrar en Alemania- eran excepcionales. Fueron fundamentalmente las administraciones municipales -como en el caso de Inglaterra- las que empezaron a preocuparse por el urbanismo y a crear instalaciones colectivas -iluminación, limpieza- que introducían progresos en la vida cotidiana. En síntesis, la mejoría de las condiciones de vida fue indudable pero también es cierto que fue un movimiento irregular que afectó fundamentalmente al sector de obreros "especializados". Eran muchos los que todavía permanecían en el hacinamiento y la inseguridad.

Pese a las diferencias internas que se registran en el mundo del trabajo ¿es posible hablar de los "obreros" como una única clase?, ¿cuál es el elemento que los unifica? Como señala Hobsbawm, pese a estas diferencias, el artesano "especializado", con un salario relativamente bueno, y el traba-









jador pobre, que no sabía dónde obtendría su próxima comida, se encontraban unidos por un sentimiento común hacia el trabajo manual y la explotación, por un destino común que los obligaba a ganarse un jornal con sus manos. Se encontraban unidos también por la creciente segregación a que se veían sometidos por parte de una burguesía cuya opulencia aumentaba espectacularmente y se mostraba cada vez más cerrada a los advenedizos que aspiraban al ascenso social. Y los obreros fueron empujados a esta conciencia común no sólo por la segregación sino por formas de vida compartidas, no sólo en el espacio de la fábrica o el taller sino fundamentalmente en espacios de sociabilidad —en los que la taberna, que fue llamada la "iglesia del obrero", ocupó un lugar primordial— que llevaron a conformar un modo de pensar común."

La posibilidad de mejorar las condiciones de vida se abrió también mediante la organización colectiva. En Inglaterra, comenzó a desarrollarse un sindicalismo —despojado de toda connotación política— lo suficientemente fuerte como para poder presionar a los patronos, con tal éxito que la huelga muchas veces no era más que una amenaza. Pero este sindicalismo estaba reservado para la élite obrera, para los "especializados" que se negaban a aceptar en sus filas a aquellos trabajadores no calificados por el temor a perder capacidad de presión. En rigor, sólo en 1889, después de una huelga de estibadores londinenses, el sindicalismo se abrió a la masa no especializada. En el continente, en cambio, la situación fue diferente.

En efecto, en Francia, después de las revoluciones del 48, las organizaciones obreras habían quedado estrictamente controladas. Algunas sobrevivieron como mutuales y sociedades de socorros mutuos, aunque también es cierto que tras esta fachada se encontraban asociaciones de resistencia a los empresarios. Incluso, muchas de ellas seguían fieles a la idea de Proudhon de que las sociedades de producción y de ayuda mutua podían ser eficaces instrumentos para abolir el trabajo asalariado. Y en estas formas organizativas predominaba una clara desconfianza hacia el liberalismo burgués y fundamentalmente indiferencia frente al juego político electoral. En Alemania, hacia 1860, comenzaba a registrarse -a diferencia del apoliticismo de los sindicatos ingleses— un nuevo brote socialista. Pero no fueron sólo los obreros de las grandes empresas quienes estuvieron en su cabeza, sino que fueron fundamentalmente los viejos artesanos —más cultos, más organizados y más descontentos— los que constituyeron el punto de partida del socialismo. Sobre esta base, en 1863, se fundaba la Unión de Asociaciones de Trabajadores alemanes que, algunos años más tarde (1875), se habría de









transformar en el Partido Obrero Socialdemócrata. Nacía así el primer gran partido socialista europeo, que muchos otros, incluido Lenin, algún día querrán imitar. Pero no se trataba aún de un socialismo "revolucionario". Era un socialismo que trataba de utilizar al máximo los recursos de la democracia para actuar sobre el Estado, promover reformas y dar a la clase obrera una influencia política.

La clase obrera que se constituyó en este período fue la fuerza social visualizada como "peligrosa" para el orden constituido. Muchos contemporáneos reconocían la gravedad de la "cuestión social" y vivían con el temor a un levantamiento. La memoria de las revoluciones -de 1830 y de 1848- estaba aún suficientemente fresca, de allí que, pese a la seguridad de la burguesía en su fortaleza y en sus logros, el miedo a la insurrección siempre estuvo presente. Sin embargo, la época no fue favorable para revoluciones. Después de 1848, el potencial movimiento revolucionario se encontraba desarmado. Según Karl Marx, exiliado en Londres desde 1849, la derrota del 48 se debía a que el movimiento había surgido prematuramente, a causa de la crisis económica, pero la clase obrera no tenía aún la coherencia ni la conciencia para encabezar un ciclo revolucionario. Desde su perspectiva, era necesario por lo tanto abocarse a la organización, en espera de una nueva coyuntura en las crisis cíclicas del capitalismo. Pero pronto advirtió que la espera iba a ser larga. Marx tuvo entonces un período de intervalo político —con muchas horas transcurridas en la biblioteca del Museo de Londres- que le permitieron madurar su teoría: de esos años fueron la Contribución a la crítica de La Economía Política (1858) y el primer tomo de£/Gz/>/W(1867).12

Sin embargo, también comenzaron a surgir algunas iniciativas en materia de organización que culminaron, en Londres, en 1864, con la formación de la Asociación Internacional de Trabajadores (conocida posteriormente como la Primera Internacional).,s La iniciativa surgió de algunos sindicalistas ingleses, movidos por preocupaciones inmediatas, y de exiliados franceses, de miras más largas y doctrinarias. Para los primeros, el objetivo era presionar a la burguesía apoyando huelgas de dimensión europea; para los segundos, se trataba de lograr la emancipación de los trabajadores a través de una primera etapa de educación política de las masas. De este modo, la Internacional reunió a grupos de distintas vertientes e incluyó a Marx, responsable de la redacción del Manifiesto Inaugural, en el comité organizativo.

La organización de la Internacional indudablemente fue motivo de

'2 Véase Palmade, Guy (1978), pp. 196-212.

13 Véase Abendroth, Wolíang (1978), pp. 35-50.









profunda preocupación para quienes la visualizaron como un conjunto de miles de conspiradores que se movían en las sombras prontos a derribar el mundo burgués. Sin embargo, estos temores ¿estaban justificados?, ¿cuál es el balance que puede hacerse de la experiencia que constituyó la Internacional? Es cierto que pudo apoyar eficazmente huelgas en 1867 y en 1868 y que se constituyó en un indudable polo de atracción para los sindicatos europeos. Pero también sus limitaciones fueron muchas. Sus acciones fueron muchas veces paralizadas por las interminables discusiones entre Marx y los anarquistas; pero, además, si su objetivo era organizar al movimiento obrero ejerció mucha menos influencia sobre los obreros de las nuevas industrias modernas que sobre los artesanos o de las manufacturas en regresión.

En rigor, la mayor debilidad de la Internacional procedió de su mismo "internacionalismo", que se estrelló contra el carácter nacional de los sindicatos. De este modo, pese a las constantes admoniciones sobre el carácter sin fronteras del proletariado, como de su clase adversaria, la burguesía, cuando estalló la guerra franco-alemana (1870), los trabajadores se asumieron primordialmente como franceses o alemanes y partieron al frente a luchar contra un enemigo que incluía a su propia clase. Los socialistas debieron entonces enfrentar el problema de las nacionalidades, anunciando los desgarros de 1914. De este modo, en 1872, la Asociación Internacional de los Trabajadores dejaba de existir: no pudo sobrevivir al impacto de la guerra franco-prusiana, ni al fracaso de la Comuna de París (1871).

En efecto, la guerra franco-prusiana había sido seguida de un singular acontecimiento: la Comuna de París (marzo-mayo de 1871), en el que muchos de sus contemporáneos no dejaron de señalarla como un espectacular episodio de la "lucha de clases". ¿Cuáles fueron las causas de la sublevación? Evidentemente, la Internacional ejerció muy poca influencia sobre ella. Al terminar la guerra, en París, la federación de la guardia nacional trató de conservar las armas que poseía, y poner a buen seguro los cañones comprados gracias a una suscripción pública. Algunos quizá pensaban en oponerse a la ocupación de una parte de París por parte de los prusianos tal como rezaba una cláusula del armisticio. De este modo, cuando Thiers, el nuevo jefe del gobierno francés, envió tropas para retirar los cañones, una muchedumbre enardecida ejecutó a dos generales, sin que nadie haya dado la orden (marzo de 1871). Comenzaba así, el conflicto entre un gobierno conservador -Thiers debió huir y refugiarse en Varsalles— y el "pueblo" de París, a través de una revuelta espontánea, de objetivos poco claros, y de carácter popular y pequeñoburgués más que estrictamente obrero. La dirección pronto quedó a cargo no tanto de los socialistas participantes de la Internacional -algunos fueron elegidos como miembros del Consejo que









gobernaba la Comuna-, sino de los jacobinos fascinados por los recuerdos de las imágenes de las jornadas de 1789.

Los logros de la Comuna fueron modestos. Se adoptó la bandera roja, se tomaron algunas medidas anticlericales -incluida la ejecución del Arzobispo de París- y algunas pocas medidas sociales, como la supresión de los alquileres. Sin embargo, pese a esta modestia y a su brevedad -menos de tres meses-, la Comuna se transformó en un símbolo de la "lucha de clases". El terror que inspiró en los gobiernos se reflejó en la brutal represión que siguió: 47.000 personas fueron juzgadas, 7.000 deportadas o exiliadas, fue incalculable el número de muertos. Incluso, su recuerdo llevó a que en 1873 se formara la Liga de los Tres Emperadores (Alemania, Austria y Rusia) para defenderse de ese radicalismo que amenazaba tronos e instituciones. Pero también fue un símbolo para la izquierda: Lenin, después de octubre de 1917, contaba los días para finalmente poder decir: "Hemos durado más que la Comuna".

La Comuna fue fundamentalmente un símbolo. Con ella terminaba la época de las grandes insurrecciones. El socialismo de la década de 1880 ya no esperaba una pronta instauración de la nueva sociedad. Su éxito todavía se limitaba a algunos sectores restringidos del proletariado y a una importante capa intelectual, pero su influencia era todavía muy escasa sobre las amplias masas que conformaban el mundo del trabajo.





Un mundo a la defensiva: aristócratas y campesinos

Las aristocracias europeas, si bien en retirada desde 1830, conservaban aún una importante cuota de poder. Hasta la década de 1880 dieron la tónica en los círculos mundanos de París, Londres, Berlín o Viena: la obra literaria de Proust todavía rememoraba a esa aristocracia de salón que lanzaba sus últimos fulgores hacia finales del siglo. El poder de esta aristocracia se sustentaba, en parte, en su riqueza. La explotación de sus tierras continuaba, en efecto, proporcionándole grandes rentas. En Inglaterra, por ejemplo, aún después de la industrialización, las mayores fortunas continuaban siendo las de los Pares del Reino. Pero también continuaban conservando una importante cuota de influencia política: en el mundo rural ejercía un sólido poder de hecho. En Francia, por ejemplo, si bien allí la nobleza había perdido antes que en otras partes sus privilegios legales, hacia 1870 ocupaba una décima parte de los puestos de alcaldes de pueblo.14









En la segunda mitad del siglo XIX, la más poderosa e influyente de las aristocracias europeas era, sin duda, la aristocracia inglesa. Era un grupo que había sabido adaptarse a la nueva situación, y que había hecho un sitio a la alta burguesía -a los gentlemen-, conformando poco a poco, sin descartar diversas vías como la del matrimonio, una nueva élite dirigente que asumió gran parte de las tradiciones aristocráticas. La aristocracia alemana era mucho más conservadora pero también más débil que la inglesa, entre ella sólo un grupo contaba, la nobleza prusiana de los junker, que controlaban una importante parte del suelo a donde habían podido introducir un verdadero capitalismo agrario. Si bien no era una nobleza siempre antigua -algunos burgueses habían logrado introducirse en ella por vía del matrimonio o por compra de tierras- mantenía un cerrado espíritu de casta, desprecio por la burguesía industrial y liberal, una actitud fuertemente conservadora en materia política y religiosa y gusto por el arte militar. Y también era la que controlaba gran parte de los puestos de la administración imperial.

En Francia, la aristocracia constituía una clase heterogénea en la que se codeaban la nobleza anterior a 1789, con la creada por Napoleón I durante el Imperio y la más reciente de la Restauración (1815-1830). Incluso, cerca de ellos se ubicaban aquellos burgueses muy ricos que habían tomado la costumbre de vivir como nobles: retirados en fincas campestres, transcurrían sus existencias ociosas. Pero si bien el poder efectivo de la aristocracia se había diluido después de 1830, continuaba manteniendo una importante cuota de prestigio social. De este modo, resultaba casi “natural" confiarles el destino del país en las horas graves: frente a crisis sociales -tanto después de la revolución de 1848 como de los acontecimientos de la Comuna de París (1871)-, los nobles ingresaron masivamente en las Asambleas nacionales elegidos por el sufragio universal. Incluso, hacia fines del siglo, si bien ya no ocupaban altos cargos administrativos, de sus filas se reclutaban oficiales y embajadores.

Como señala Palmade, resulta curiosa esta supervivencia aristocrática en el mundo burgués. Es tal vez una supervivencia que pone en relieve los límites de la conquista burguesa. La burguesía experimentaba una especie de complejo de inferioridad frente a las jerarquías heredadas del pasado. Y más que derribarlas totalmente buscaba imitarlas e insertarse en ellas. Aunque la burguesía poseía el poder económico, no titubeaba en conferir a las antiguas élites cierta delegación del poder político y administrativo. Sin embargo, tampoco hay dudas de que la aristocracia constituía una clase en retirada cuya influencia decrecía paulatinamente hacia fines del período.

En la Europa de la segunda mitad del siglo XIX, el mundo campesino









continuaba siendo una sólida realidad. En rigor, la excepción la constituía Inglaterra: el campesinado, hacia 1880, constituía sólo el 10% de la población activa. Allí se había impuesto una empresa agrícola que ya no mantenía ninguna relación con las tradiciones rurales sino que era un apéndice del mundo urbano e industrial, obedeciendo a las normas de gestión de cualquier otra empresa. De este modo, Inglaterra abría una vía que habrán de seguir los países del continente europeo con un siglo de atraso.

La situación de Alemania y de Francia era, sin duda, diferente a la inglesa. Es cierto que las transformaciones de la agricultura que posibilitaron la industrialización alemana -de las que losjunkers muchas veces tomaron la iniciativa- habían producidos profundos cambios en el mundo rural. Sin embargo, en algunas regiones, la presencia campesina aún era notable. ¿Cuál era la situación de este campesinado? Resulta difícil generalizar sobre situaciones muy diversas. No se puede considerar con la misma medida a la pequeña choza de las landas de Hannover y a la gran explotación de Sajorna, ni al viticultor de la Moselle y al campesino de los macizos montañosos. En todas partes, sin embargo, parecía predominar un pequeño campesinado propietario que explotaba personalmente la tierra con la ayuda familiar. Su situación podía ser compleja -dificultades de comunicación por la falta de caminos comunales-, pero la secularización no alcanzaba a modificar las costumbres y las viejas fiestas campesinas jalonaban el ciclo del trabajo. Pese a los años difíciles por la competencia extranjera, como entre 1870 y 1890, gracias a una adaptación rápida y constante, a la cooperación y el crédito agrícola, el campesinado alemán resistía y lograba sobrevivir.

Francia, por su parte, era un país de campesinos -entre 1850 y 1880 constituían la mitad de la población activa- hostiles a toda innovación. Entre ellos había muchos propietarios, pero también colonos o arrendatarios instalados en las tierras de nobles o burgueses. Fuertemente individualistas -a diferencia de los alemanes- los campesinos franceses se negaban a cualquier tipo de cooperación. Esto no significa que su situación fuese fácil: la mayor parte de los campesinos —que cultivaban menos de 10 hectáreas- obtenía una renta inferior a la de los trabajadores urbanos en términos monetarios. Sin embargo, la comparación no es totalmente válida: los campesinos obtenían alimento de sus huertos, consumían lo que producían, obtenían madera en el bosque más próximo, satisfechos de no tener ningún patrón que dirigiese su trabajo. De este modo constituían un mundo estable, sin reivindicaciones especiales.

En síntesis, frente a las transformaciones económicas y sociales que se vivían en Europa las clases sociales del antiguo orden buscaban sobrevivir,









procurando adaptarse o presentando resistencia frente a los cambios. Y la inercia muchas veces triunfaba sobre las innovaciones. Pero también es cierto que, pese a todas las resistencias, la expansión capitalista cambiaba al mundo y consolidaba el apogeo de la burguesía.





3. Las ideas y los movimientos políticos y sociales

Las transformaciones del liberalismo: democracia y nacionalismos militantes

Junto con la burguesía, también había triunfado su principal fundamento ideológico, el liberalismo. Programa político y económico, se proponía conducir a Europa a un futuro mejor borrando todos los obstáculos que se oponían a ese avance. Sin embargo, este programa comenzó a encontrar resistencias, y sufrir enconadas críticas que provenían tanto de la izquierda como de la derecha. De este modo, estas resistencias y los mismos cambios que vivía la sociedad no dejaron de impactar sobre un liberalismo que comenzó también a sufrir transformaciones.

En los últimos decenios del siglo XIX, cabían pocas dudas de que el liberalismo era el programa que se había impuesto en gran parte de Europa occidental. Era además el programa que gozaba de mayor prestigio: se lo consideraba una fuerza progresista, la única con posibilidades de éxito para desplazar a los resabios del tradicionalismo. En rigor, casos como las monarquías absolutas de la Rusia de los zares y del Imperio austrohúngaro eran casos extremos, excepcionales, y percibidos como anacrónicos. Pero también es cierto que en Europa occidental, las fuerzas conservadoras, que aún mantenían algunas posiciones de poder, no dudaron en alinearse para atacar al liberalismo, considerado como una doctrina errónea y peligrosa, que irremediablemente conduciría a la destrucción del orden social.15

De un modo u otro, era indudable que este conservadurismo se encontraba en retirada. Sus argumentos tradicionales, como el origen divino del poder político y del orden social establecido, y la legitimidad exclusiva del derecho tradicional, perdían cada vez más fuerza en un mundo que se transformaba rápidamente. De esta manera, frente al liberalismo, los conservadores sólo podían proceder por reacción, sin alcanzar propuestas positivas: frente al "progreso" hacían hincapié en el "orden" y la "estabilidad"; y oponían las "tradiciones" frente a todo lo que significara cambio o novedad.









Pero este conservadurismo en retirada encontró algunas fortalezas desde las cuales resistir. Las iglesias fueron una de ellas.

En efecto, el anglicanismo en Inglaterra, el protestantismo en Alemania y el catolicismo en los países latinos -fieles a las monarquías-, pronto se transformaron en baluartes del conservadurismo. Todas estas Iglesias eran profundamente antiliberales, aunque sólo la mayor de ellas, la Iglesia católica se pronunció explícitamente en contra del liberalismo. En 1864, el papa Pío IX había publicado el Syllabus, en el que se condenaban los errores modernos. En el documento se enumeraba ochenta errores: entre ellos, el "naturalismo" -la negación de la acción de Dios sobre el mundo-, el "racionalismo" -el empleo de la razón sin referencia a Dios-, el "indiferentismo" -considerar equivalentes a todas las religiones-, la "enseñanza secular", y la "separación de la Iglesia y el Estado". El último de los errores señalados era precisamente el liberalismo.

La Iglesia podía ejercer una influencia conservadora sobre la sociedad en la medida en que, a pesar de la innegable secularización, aún mantenía ciertos controles. Y éstos eran ejercidos sobre todo a través de la familia burguesa, institución conservadora en sí misma. La Iglesia introducía en el mundo burgués efectivas quintacolumnas a través de la piedad tradicional de las mujeres, y ejercía su influencia a través del control de las ceremonias de bautismo, casamientos y entierros, y de una cuota considerable de la educación. Pero también es cierto que ya hacia la década de 1880, la Iglesia, bajo el embate de los liberales había perdido muchos de estos controles: no sólo la enseñanza comenzó a secularizarse, sino que fue el Estado el responsable de llevar los registros de nacimientos, matrimonios y muerte. Parecía que el conservadurismo poco podía hacer frente al avance arrollador del liberalismo.

En rigor, muchas veces, las viejas capas aristocráticas podían mantenerse, adaptándose a la nueva situación, a través de alianzas con la burguesía y con sectores del campesinado. Sin embargo, ésta no era la estrategia de aquellos sectores del conservadurismo reacios a toda transacción con el mundo "moderno". Para ellos, aún quedaban bastiones que les permitían salir en defensa de sus posiciones. Y el principal de estos bastiones fueron las fuerzas armadas. La marina en Inglaterra y los ejércitos en el continente -particularmente en Alemania- fueron el refugio donde se perpetuaban las tradiciones aristocráticas, en un mundo burgués que incluso comenzaba a democratizarse.

El gran avance del liberalismo no se hizo sin conflictos. Y el principal problema que se planteó a la burguesía liberal fue precisamente el de la democracia. Estaba cada vez más claro que las "masas", es decir, los "no res-









petables", la misma clase obrera, constituían un amplísimo sector que cada vez más contaba en política. Estaba bastante claro que, tarde o temprano, todos los sistemas políticos tendrían que darles un lugar. Y esto era algo que aterrorizaba a los "respetables", quienes consideraban a las masas ignorantes y peligrosas por definición. El problema radicaba en que el liberalismo, por un lado, carecía de reservas teóricas sólidas contra los avances de la democracia. Si sus fundamentos políticos eran la participación de la "nación" -entendida como el conjunto de ciudadanos- en la vida política y la defensa de los derechos individuales, el liberalismo ofrecía argumentos muy pobres para negar derechos políticos, como por ejemplo, el sufragio.16

Se reconocía la necesidad de ampliar el derecho al voto, pero el problema que se planteaba era ¿hasta qué límite? Dentro de la masa, ¿cuáles eran los sectores que podían considerarse "respetables" y cuáles eran las clases "peligrosas"? Era tal vez posible movilizar a una pequeña burguesía a la que le era difícil decidir a quién temía más si a los ricos o al proletariado. Indudablemente, la pequeña propiedad necesitaba igual defensa que la gran propiedad frente a las amenazas del socialismo; los empleados de "cuello blanco" necesitaban diferenciarse de los simples trabajadores manuales. Incluso, algunos conservadores estaban dispuestos a más: Bismarck, por ejemplo, confiaba en la lealtad tradicional de un electorado de masas y consideraba que el sufragio universal fortalecería más a la izquierda que a la derecha (aunque también es cierto que prefirió no correr riesgos y mantuvo en Prusia un sistema que le permitía un estricto control sobre los votos).

Ya en el reavivamiento de las presiones populares en la década de 1860 hizo imposible que la política se aislara del debate sobre el sufragio universal. Y la mayoría de los estados occidentales tuvieron que resignarse a lo inevitable: durante este período, en casi todos los estados europeos se realizaron ampliaciones más o menos significativas del derecho al voto. Hacia 1873, únicamente la Rusia de los zares y el Imperio turco eran los únicos países que se mantenían como autocracias, sin ninguna forma de participación política. En la década de 1870, había habido una amplia extensión del sufragio -en teoría, el sufragio universal para los varones- en Francia, Alemania, Suiza y Dinamarca. En Gran Bretaña, las leyes de 1867 y 1883 cuadruplicaron prácticamente el número de electores. En 1894, en Bélgica una huelga general para obtener la reforma electoral permitió que el número de votantes pasara del 4% al 37% de la población masculina. En 1907, el sufragio universal se estableció en Austria y, en 1913, en Italia.









Y esta ampliación del sufragio se debió no sólo a las carencias teóricas del liberalismo y a las presiones que llegaban desde abajo, sino al contundente hecho de que las burguesías necesitaban la "fuerza del número". En efecto, ni las viejas aristocracias ni las burguesías constituían mayorías, no contaban con la "fuerza del número". Pero la diferencia radicaba en que las aristocracias no necesitaban de esa fuerza: ejercían influencia de hecho y estaban parapetadas en instituciones que la protegían del voto. Las mismas monarquías -la forma predominante de gobierno en Europa- les daban un apoyo político sistemático. Pero la burguesía, si bien confiaba en su riqueza, en su destino histórico y en ideas que eran los fundamentos de los estados modernos representativos, necesitaban de los votos: necesitaban, por lo tanto, movilizar a los "no burgueses", a esas masas trabajadoras que constituían las mayorías. Y si el liberalismo se convirtió en una fuerza política considerable esto fue posible precisamente por su capacidad para movilizar también a las capas más bajas de la burguesía y de los trabajadores manuales. Y evidentemente el éxito les sonrió: por lo menos en las primeras décadas de este período, los liberales, partido clásico de las burguesías industriales y comerciantes se mantuvieron en el poder, salvo interrupciones ocasionales, en Inglaterra, Holanda, Dinamarca, Bélgica y Austria.

De un modo u otro, en este proceso de democratización, el liberalismo fue sacudido profundamente. Algunos, a partir de 1895, como Sa- muelson y Hobson, en Inglaterra, y Friedrich Naumann, en Alemania, comenzaron a plantear la necesidad de una renovación del liberalismo. No sólo aspiraban a realizar el principio de la soberanía mediante el sufragio universal, sino que también comenzaron a considerar anticuados algunos principios liberales como el del laissez-faire, principios que debían ser sustituidos por un vasto plan de "reformas" políticas y sociales bajo la responsabilidad del Estado. Consideraban que el liberalismo debía ser adaptado a las necesidades de la sociedad generada por la industrialización; consideraban además que este reformismo atraería a vastas capas de la población y permitiría acabar con las supervivencias del poder aristocrático. En síntesis, desde el liberalismo comenzó a conformarse una rama más democrática, que fue calificada como radical, progresista, o reformista.

Sin embargo, las tendencias ideológicas y políticas de la época fueron por una dirección opuesta. Muchos temían que la democratización condujera irremediablemente al reino del terror de las masas. De allí que la burguesía liberal comenzara a mirar cada vez con más simpatía al conservadurismo. Sobre todo después de los acontecimientos de la Comuna de 1871, el empuje liberal fue perdiendo fuerza: concentró sus esfuerzos en mantener las posiciones conquistadas. Y en este proceso, el









conservadurismo proveyó a un liberalismo cada vez más conservador algunos conceptos políticos claves, entre ellos, el del nacionalismo.

El nacionalismo había sido un concepto que en sus orígenes se vinculaba con el liberalismo y la democracia. La idea de nación, como comunidad de todos los ciudadanos políticamente maduros estuvo ligada a los principios liberales y democráticos: el liberalismo italiano, por ejemplo, concebía la unidad nacional y la libertad política como dos aspectos que no podían separarse. Sin embargo, el término mismo de nacionalismo no apareció hasta las postrimerías del siglo XIX. Comenzó a emplearse para definir grupos de ideólogos de derecha, en Francia y en Italia, quienes agitaban la bandera nacional contra los extranjeros, los liberales y los socialistas. Y este empleo no fue arbitrario. La idea de la nación -que novedosamente se definía en términos étnicos y, especialmente, lingüísticos- se transformó no sólo en una fuerza aglutinante para amplios sectores sociales, sino que la convirtió en una militante ideología que se adueñó de la derecha política.

Indudablemente, la idea de nación fue un factor aglutinante. Con el declive de las comunidades reales a que estaba acostumbrada la gente -la aldea, la familia, la parroquia, el barrio, el gremio-, la comunidad imaginaria de la "nación" llenaba ese vacío. Esto indudablemente estuvo vinculado al fenómeno característico del siglo XIX, de la "nación-Estado". Era el Estado el que creaba la nación: a través de los controles burocráticos de los nacimientos, por ejemplo, era quien otorgaba la "nacionalidad". Pero había más, habiéndose debilitado los antiguos nexos sociales, el Estado debía mantener la cohesión creando nuevos nexos de lealtad. No sólo los símbolos nacionales se multiplicaron sino que la misma instrucción pública estatal, al difundir la unidad lingüística e ideológica, se transformó en un agente indispensable de la construcción de la nación. Como señala Hobs- bawm, hasta el triunfo de la televisión, ningún medio de propaganda podía compararse con la eficacia de las aulas.

Pero fue fundamentalmente el conservadurismo, atrincherado en las fuerzas armadas, el que configuró un nuevo concepto de nacionalismo agresivo y militante. Dicho concepto se basaba en la idea de la "grandeza de la nación", grandeza que se establecía a partir de la "superioridad" de una nación sobre las otras. Y hay un ejemplo paradigmático: fue en estos años cuando la canción Deutschland ÜberAlies (Alemania sobre todos los demás) se consagró como el himno nacional alemán.17

Y este agresivo nacionalismo pronto se vinculó con el imperialismo: para ser una "gran" nación, no era suficiente ser una potencia europea, era ne-









cesario ser una "potencia mundial". Se consideraba que únicamente las naciones capaces de transformarse en imperios se impondrían en el futuro: los imperios coloniales eran la condición de la grandeza nacional. El advenimiento de este nacionalismo imperialista y militarista provocó un cambio en la conciencia política europea. Y la burguesía liberal aceptó gustosamente esta ideología conservadora que les daba la justificación ideológica de la expansión imperialista.

Este nacionalismo agresivo y militante -que contaba muchas veces con el entusiasta apoyo de las masas-, daba, de este modo, su fundamento al imperialismo. Este se apoyaba en la "superioridad" de los conquistadores. El mismo "humanitarismo" del poeta inglés Rudyard Kipling (1865- 1936), sobre "la responsabilidad del hombre blanco", es decir, sobre el deber de transmitir a los pueblos conquistados los avances de la civilización europea, se apoyaba en la firme convicción de la "superioridad" de unos y la "inferioridad" de los otros. E incluso, esto recibió la aprobación "científica" de los social-darwinistas, que trasladaron la doctrina de la "lucha por la existencia" a la vida de las naciones: de allí se justificaba el dominio que los "superiores" podían y debían ejercer sobre los "inferiores".

En esta línea, el concepto de nación pronto derivó en el de raza. Las razas blancas, y en especial las arias, parecían estar llamadas a dominar a los pueblos de color gracias a su "superioridad" y mayor cultura. Dentro de este clima de ideas, el antisemitismo comenzó a extenderse por toda Europa hacia la década de 1880. En nombre de la "nación" se renovaron entonces los antiguos postulados que reclamaban la asimilación de los judíos en las diversas naciones, a través de la renuncia a sus peculiaridades culturales y religiosas. Sin embargo, esto también tuvo otros impactos: hacia mediados de la década de 1890, Theodor Herzl iniciaba el movimiento sionista entre los judíos, en nombre de un nacionalismo hasta ese momento desconocido.

Pero también el antisemitismo se profundizó. En muchos lugares de Europa, junto con las exigencias de asimilación, aparecieron nuevas voces que pedían la exclusión radical de los judíos del cuerpo de la "nación". Aparecieron incluso quienes llegaban a formular oscuras amenazas de exterminio a aquellos que no decidiesen emigrar voluntariamente. Y este clima de ideas permite valorar el significado del afluirá Dreyfus (1894). En efecto, cuando el oficial francés Alfred Dreyfus fue acusado y condenado por espionaje -a pesar de los fuertes debates y las denuncias de intelectuales como Emile ¿ola- pocos dudaron de su culpabilidad: su condición de judío era la causa de su condena.

El terror a la democratización, el violento nacionalismo, el racismo fueron elementos que confluyeron en un conservadurismo radical, de ex-









trema derecha, que en Francia encontró una cabeza indiscutible en Charles Maurras. Desde 1899, Acción Francesa propiciaba la creación de un Estado corporativo de carácter autoritario, basado en una idea monárquica de matriz clerical, mientras difundía una ideología de fuerte atracción emocional, donde las denuncias sobre la "decadencia burguesa" se confundían con la apología de un militante nacionalismo. Desde la perspectiva de Acción Francesa, la nación era el valor supremo, posición que la llevó a considerar -cuando el capitán Dreyfus fue rehabilitado (1906)- que un error de la justicia carecía de importancia si éste servía a los intereses de la nación. De este modo, a fines del siglo XIX, en Europa se comenzaba a conformar una derecha que, en muchos aspectos, parecía anunciar el clima de los futuros años de entreguerras.





El desafio a la sociedad burguesa: socialismo y revolución

Como señala Mommsen, mientras entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX se conformaba la derecha que constituiría la principal amenaza al liberalismo y la democracia, también dentro de la izquierda se agrupaban contrincantes en un número cada vez más considerable. Como en los años anteriores, las tendencias ideológicas fueron variadas: anarquistas y socialistas, sindicalistas y reformistas debatían ardorosamente las formas que debía asumir la liberación del proletariado del "yugo" de la sociedad burguesa. Sin embargo, pronto el horizonte ideológico se clarificó: un socialismo de tipo marxista se ponía a la cabeza de los distintos grupos de izquierda.

Había, por supuesto, excepciones en España, Italia y Rusia, es decir, sociedades con un fuerte componente rural y escaso desarrollo industrial, el "socialismo científico" de Marx y Engels, con su profecía del triunfo del proletariado, tenía mucho menos cabida que la imagen de una sociedad descentralizada, con cooperativas agrícolas e industriales autónomas. De allí la persistencia del anarquismo. También Inglaterra constituyó un caso aparte: tras la derrota del cartismo, el movimiento sindical aspiraba a discretas reformas sin conmover el sistema establecido. Y esta tendencia quedó claramente expresada en la orientación del Partido Laborista, fundado hacia fines del siglo: política social reformista en el marco del sistema parlamentario y apoyo recíproco entre partido y sindicatos.

Pero como ya hemos señalado, fue un socialismo de tipo marxista el que se impuso en el continente. Y en este proceso cumplió un papel importante la socialdemocracia alemana. En efecto, en 1890, el Partido So-









cialdemócrata alemán había adoptado un programa, redactado por Karl Kautsky, su principal ideólogo, que se ajustaba a los principios del marxismo. Sobre la base de tales principios, el programa declaraba que "la transformación de la propiedad privada capitalista de los medios de producción en propiedad colectiva" era la condición necesaria para la liberación "no sólo del proletariado, sino de toda la humanidad". Pero también se establecían las líneas a las que se ajustaría la "lucha política": en primer lugar, la "revolución de las mentes", es decir, la preparación ideológica del proletariado para la revolución socialista; en segundo lugar, un programa de reformas políticas, que el partido se comprometía a realizar, dentro del sistema establecido, para mejorar las condiciones de los trabajadores.

En rigor, el programa alemán no era estrictamente "revolucionario". En él subyacía la confianza en un proceso "evolucionista": el mismo proceso histórico, gracias a la dinámica del desarrollo económico, daría a la clase obrera -siempre que ésta mantuviera su unidad y su conciencia de clase- de forma casi irremediable y automática, el poder político. Sin embargo, pese a las críticas que se le hicieron desde la extrema izquierda, este programa fue el que más éxito alcanzó en Europa. Además, el Partido Socialdemócrata alemán, que se había transformado en una fuerza política sustentada por amplias masas populares, se transformó en el modelo a alcanzar para los otros partidos socialistas europeos.

La influencia de la socialdemocracia alemana quedó ampliamente demostrada en el congreso que organizó en París, en 1889, la Segunda Internacional Socialista. Es cierto que, en esa ocasión, también se tomaron medidas "combativas", como la declaración del Primero de Mayo, "día de la lucha del movimiento obrero internacional a favor de la jornada de ocho horas". En rigor, esto constituyó una concesión de la socialdemocracia -que hubiera preferido acciones más legalistas- a la presión de los grupos más radicalizados: el Primero de Mayo se transformó en una bandera del movimiento socialista y en algunos países, como en Francia, fue considerado un día de lucha contra el orden establecido. Pero también es cierto que el programa alemán fue el que se impuso en la nueva organización. De este modo, durante la década de 1890, un socialismo de este tipo parecía imponerse en toda Europa: en varios países, mientras decrecía la influencia anarquista, se organizaban partidos socialistas siguiendo el modelo alemán. Incluso en Rusia, también se organizaba, en 1898, bajo la dirección de Ple- janov, el Partido Obrero Socialdemócrata ruso, en la más absoluta clandestinidad e ilegalidad.

Sin embargo, la unidad ideológica dentro de la Segunda Internacional no fue duradera. La cuestión que se planteó fue precisamente, ¿hasta qué









punto esa política reformista propuesta por la socialdemocracia no implicaba colaborar con gobiernos “burgueses", es decir, con gobiernos que se encontraban en manos de los "enemigos de clase"? Quienes propiciaban una política de "pequeños pasos" que implicaba el compromiso con otras fuerzas políticas -tachados de "revisionistas" por sus oponentes-, se basaban en la introducción que Engels escribiera en 1895 para una reedición de la obra de Marx, La lucha de clases en Francia, donde afirmaba que la so cialdemocracia alcanzaría la revolución socialista por la vía parlamentaria legal. El conflicto estalló abiertamente en Francia, cuando el jefe del Partido Socialista, Alexandre Millerand, aceptó una cartera ministerial en el gobierno de Waldeck-Rousseau. Si bien él intentó justificarse señalando que después del aSáiie Dreyfus era necesario defender la república de sus enemigos de extrema derecha, sus argumentos no convencieron a quienes lo calificaron de "traidor" a la clase obrera.

La socialdemocracia alemana estableció su punto de vista en la Segunda Internacional: el socialismo no debía participar en coaliciones burguesas, ni colocarse en el terreno de un simple reformismo dentro del establecimiento. Evidentemente, aún no se quería renunciar al mito revolucionario. Pero esto también fue fuente de conflictos. La posición "evolucionista" que mantenía la socialdemocracia, junto con la negativa a actuar junto con otras fuerzas políticas conducía a un "inmovilismo", que fue denunciado por grupos que aspiraban recuperar el impulso revolucionario del marxismo.

Entre estos últimos, la cuestión que se planteaba era la naturaleza que debía asumir la "revolución". Y tal vez porque se consideraba que las perspectivas de revolución allí eran posibles e inmediatas, el debate se dio principalmente entre intelectuales marxistas del este de Europa, procedentes del imperio de los Habsburgo o del imperio zarista. Y una de las cuestiones básicas que se planteó fue el de la huelga política. Huelgas generales cada vez más amplias habían sacudido a varios países europeos a comienzos del siglo XX. Pero fundamentalmente, la Revolución Rusa de 1905 había demostrado lo que podían esperar los trabajadores de una huelga de masas. Rosa Luxemburgo, a partir de la experiencia rusa, fue una de las principales defensoras de la huelga general como método de lucha. En su obra Huelga de masas, partido y sindicatos (1906), desarrolló una nueva teoría revolucionaria: huelgas espontáneas, de amplitud e intensidad cada vez mayores, provocarían la caída de la sociedad burguesa permitiendo instaurar la "dictadura del proletariado". En síntesis, para Rosa Luxemburgo, la revolución socialista sería el resultado de la acción espontánea de las masas.

El "espontaneísmo" de Rosa Luxemburgo se oponía a la estrategia que Lenin, del Partido Socialdemócrata ruso, había diseñado en su obra ¿Qué









hacer? (1902). Dada la clandestinidad en que la socialdemocracia debía moverse en Rusia -y de la experiencia política que allí se había acumulado-, Lenin consideraba que el partido debía transformarse en una "organización de revolucionarios profesionales", dirigida autoritariamente. El partido no debía tener por función organizar a las masas sino que debía transformarse en una "vanguardia" que condujera a la revolución. Esto no significaba que las masas proletarias y sus representantes sindicales no debían participar en la lucha, sino que debían estar subordinados a la conducción partidaria.

En un congreso del Partido Socialdemócrata ruso, celebrado en Londres en 1903, Lenin expuso su estrategia revolucionaria. Sus oponentes fueron vencidos en las votaciones. Y este memorable cisma dentro del socialismo ruso dio origen a la denominación de los partidarios de Lenin, bolcheviques -es decir, mayoría- porque triunfaron sobre los mencheviques -es decir, minoría-. Comenzaba así un nuevo ciclo para la izquierda socialista. Y la crisis de las ideologías tradicionales -el conservadurismo y el liberalismo— junto al desarrollo de una extensa gama -de derecha a izquierda- de direcciones políticas eran simplemente el reflejo de las tensiones que cruzaban a la sociedad. Y éstas ya anunciaban la guerra y la revolución.





Anexo. Acerca de las unificaciones de Italia y de Alemania La unidad italiana

El Congreso de Viena, al rehacer el mapa de Europa, había formado en Italia siete estados distintos que conformaban bloques de distintas tendencias. El reino lombardo-veneciano, los ducados de Parma y Módena y el gran ducado de Toscana se encontraban bajo la influencia directa e indirecta de Austria; en el centro de la península, los estados pontificios mantenían sus antiguos territorios bajo la soberanía absoluta del Papa, y en el sur, una rama borbónica había obtenido nuevamente el Reino de las Dos Sicilias. Únicamente el reino de Cerdeña, integrado por Piamonte, Saboya, Genova, Niza y la isla de Cerdeña, en manos de una dinastía italiana -la casa de Saboya- mantenía su autonomía en medio de difíciles circunstancias.

La agitación nacionalista y liberal, durante los convulsivos períodos de 1830 y 1848, se había mostrado impotente frente a los estados, especialmente Austria, que respaldaban el orden establecido. Sin embargo, tras los sucesos del 48, el reino de Cerdeña había adquirido una fisonomía distin









ta: se presentaba como un Estado auténticamente liberal e italiano. El rey Carlos Alberto había establecido un sistema constitucional de monarquía limitada, que fue mantenido por su hijo y sucesor Víctor Manuel II, a pesar de las presiones de las potencias autocráticas para que volviera sobre sus pasos. De este modo, la dinastía de los Saboya se transformó en el baluarte del liberalismo italiano que aspiraba a la unidad. Y en este proyecto cumplió un papel esencial Camilo Benzo, conde de Cavour, integrante del gabinete del reino desde 1850, y quien fue el responsable de la reorganización del Estado sardo y de una estratégica alianza con Francia.

En 1859, Austria declaró la guerra al reino de Cerdeña. Tras una breve campaña los austríacos fueron derrotados por los ejércitos sardo-franceses en las batallas de Magenta y Solferino. En muy pocos días, Víctor Manuel II había logrado incorporar a su reino a Toscana, Parma y Móde- na. Los ejércitos italianos estaban dispuestos a marchar sobre Venecia en una campaña que les permitiría dominar el norte de la península. Sin embargo, un armisticio entre Francia y Austria -por el que Austria cedía la Lombardía a Francia, que a su vez la entregaba al reino sardo, y Francia reconocía el poder de Austria sobre Venecia- detuvo los proyectos.

Al año siguiente la situación cambió. Mientras una serie de plebiscitos confirmaban la decisión de los estados del centro de Italia -Módena, Parma, Florencia y Bolonia- de permanecer anexados al reino sardo y otros consagraban la decisión de entregar Niza y Saboya a Francia, como precio por la ayuda recibida anteriormente, se reiniciaron las acciones militares. Desde Sicilia, José Garibaldi -un ejemplo del característico aventurero del siglo XIX— iniciaba una audaz campaña que le permitió ocupar el reino de Ñapóles. Desde el norte, el ejército sardo inició operaciones que le permitieron apoderarse de los estados pontificios, con excepción de Roma, hasta unirse con las fuerzas de Garibaldi. Poco después, mediante plebiscitos, la Italia meridional y los estados papales resolvían anexarse al reino de Cerdeña. De este modo, en marzo de 1861, Víctor Manuel II podía tomar el título de rey de Italia.

Sin embargo aún quedaban problemas para concretar la unidad de Italia, y el principal era el planteado por la posesión de Roma, residencia del Papa. Y para muchos italianos, que consideraban a esta ciudad la capital "natural" del reino, esto constituía una disminución de su patrimonio nacional. El Papado se encontraba protegido por una guarnición francesa ubicada en Roma desde la insurrección de 1849, sin embargo, cuando se retiraron esas fuerzas durante la guerra franco-prusiana, se planteó la situación propicia. El 20 de septiembre de 1870 los tropas italianas ocupaban Roma y establecían allí la capital del reino, mientras el papa Pío IX se atrin









cheraba en los palacios del Vaticano declarándose a sí mismo "prisionero del Reino de Italia". La situación -la llamada "cuestión romana"- pronto se transformó en un símbolo de la relación entre la Iglesia y el Estado dentro del nuevo clima del liberalismo y recién encontró una salida en 1929, cuando el Papado firmó con el gobierno de Mussolini los Tratados de Le- trán que constituyeron un pequeño Estado independiente, la Ciudad de Vaticano.





La unidad alemana

En Alemania, como en Italia, los movimientos liberales y nacionalistas de 1830 y 1848 habían fracasado, sin embargo, también en la segunda mitad del siglo XIX Alemania concretó su camino hacia la unificación, aunque en este caso por vías alejadas del liberalismo. Después de 1815, el territorio alemán había quedado dividido en numerosos estados que se agrupaban en una confederación presidida por Austria. Sin embargo, el hecho político más relevante fue la posición de predominio reconocida a Prusia, como "gendarme" europeo. Pese a la actitud vigilante que mantenía frente al ascendiente reino de Prusia, Austria no había podido impedir que en 1819 organizara el Zollverein o Unión Aduanera, sobre cuya base se afianzó la unidad entre diversos estados que pronto comenzaron a reconocer la hegemonía prusiana.

En 1861, llegó al poder Guillermo I, cuyos proyectos de unificación y de dominación de Prusia eran conocidos. Estaba convencido, además, de que esa unidad sólo podría lograrse por la fuerza ya que era necesario neutralizar a Austria y para ello su principal objetivo fue la creación de un ejército poderoso y bien organizado. Dadas las resistencias internas que se levantaban contra sus planes, Guillermo I recurrió al barón Otto von Bis- marck, a quien designó canciller. Bismarck, enemigo acérrimo de todo liberalismo y dispuesto a arrasar con las conquistas políticas que se habían introducido en Prusia —como las cámaras legislativas-, fue quien elaboró los instrumentos de acción para la ejecución de los planes políticos. Y, en estas condiciones, no vaciló en lanzarse a la lucha. De este modo, las guerras conrra Dinamarca (1863-1864), contra Austria (1866) y contra Francia (1870) fueron las vías por las que Prusia extendió sus territorios y aseguró su hegemonía.

El 18 de enero de 1871 los príncipes alemanes reunidos en Versalles proclamaron el Imperio y reconocieron al rey de Prusia como emperador. La capital quedaba establecida en Berlín, donde residiría el gobierno. Este









gobierno estaba constituido por el emperador y su gabinete presidido por el Canciller del Imperio responsable del poder ejecutivo. Sin embargo, las presiones llevaron a realizar concesiones a los nuevos tiempos: se reconocía un poder legislativo, el Reichstag, electo mediante el sufragio. El título de Emperador, otorgado en 1871 a Guillermo I, fue declarado hereditario en la familia de los Hohenzollern. Se establecía así la unidad de Alemania.





Cronología17

1848 Luis Napoleón Bonaparte es consagrado presidente de la Segunda República francesa.

1849 En Gran Bretaña, el largo reinado de la reina Victoria (iniciado en 1837) marra toda una época. La derogación de leyes restrictivas, inicia un período de libertad comercial.

La insurrección liberal en Roma hace que Luis Napoleón establezca allí una guarnición francesa en defensa del Papado.

1850 En el gabinete de la monarquía de Cerdeña ingresa Camilo Benso, conde de Cavour, figura clave en el proceso de la unificación italiana.

1852 En Francia, conflictos con la Asamblea Legislativa por el creciente autoritarismo de Luis Napoleón Bonaparte habían planteado la necesidad de un nuevo régimen. Mediante un plebiscito, se restablece la dignidad imperial y Bonaparte es consagrado emperador como Napoleón m.

1853 Comienza la guerra de Crimea, a ranga de las disputas entre griegos ortodoxos y católicos sobre los lugares santos de Jerusalén. Nicolás I de Rusia demanda el protectorado sobre los cristianos ortodoxos. Tropas rusas invaden principados danubianos.

El descubrimiento de oro en Transvaal (sur de África) atrae la inmigración europea.

Se estrena en Roma, la ópera // Trovatore, de G. Verdi, compositor estrechamente comprometido con la unidad italiana.

1854 Inglaterra, Francia y Austria intervienen en la guerra de Crimea. Floren- ce Nightingale actúa en el cuidado de los enfermos y heridos.

1856 La Paz de París pone fin a la guerra de Crimea.

1857 En la India, estalla la rebelión de los cipayos en contra del poder inglés que fue vencida tras grandes esfuerzos.

1859 En Italia, los austríacos son derrotados en las batallas de Magenta y Solferino. Franceses y austríacos firman el tratado de Zurich.

Charles Darvvin explica la teoría de la evolución en El origen de las especies a través de la selección natural.





Kinder, Hermann y Hilgemann, Werner (1978), pp. 62-121.









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José Garibaldi inicia la campaña de Sicilia.

Abraham Lincoln es pIpgiHn presidente de los Estados Unidos.

Se firma el Tratado de Pekín, por él que se abre China al comercio y se establecen embajadas europeas.

Víctor Manuel II es coronado rey de Italia.

Guillermo I llega al trono de Prusia; su canciller, el barón Otón von Bis- marele cumple un papel primordial para rnnsnliHar la hegemonía prusiana en el proceso de unificación de Alemania.

En Esrados Unidos comienza la Guerra de Secesión.

Alejandro II establece la abolición de la servidumbre dentro de un programa de reformas tendientes a la modernización de Rusia.

Napoleón II de Francia comienza la invasión de México.

Ocupa la corona de Dinamarca Christian IX, quien organizó al Estado de acuerdo a los principios liberales.

Comienza la guerra de Prusia y Austria contra Dinamarca que debe entregar los ducados de Schleswing y Holstein para que «pan administrados por los vencedores.

El archiduque de Austria, Maximiliano, es consagrado emperador de México.

Se funda la Asociación Internacional de Trabajadores (Primera Internacional).

Prusia inicia la guerra contra Austria, que queda excluida de los estados alemanes. Prusia amplía sus dominios territoriales.

Un intento de asesinato de Alejandro II intensifica la reacción autocrítica y también la de los movimientos de la intelligentsia (populistas, nihilistas).

En Gran Bretaña, el ministro Benjamín Disraeli, jefe del partido conservador, hace aprobar un proyecto que al Hisminnir el requisito de renta amplía el número de electores.

En México, un consejo de guerra condena a muerte a Maximiliano.

Marx publica el primer volumen de El Capital.

Estados Unidos adquiere de Rusia, Alaska.

Una revolución liberal derroca a Isabel II del trono de España.

En Japón comienza la dinastía Meiji que desarrolla políticas de modernización.

Se inaugura el canal de Suez, importante vía de comunicación entre Inglaterra y sus posesiones orientales, en particular la India.

En Roma, se reúne el Concilio Vaticano que declara la "infalibilidad1' papal. Se funda el Partido Obrero Socialdemócrata alemán.

Las tropas italianas toman la ciudad de Roma y se establece allí la capital del reino. Se desata la guerra franco-prusiana. Tras la derrota de Sedán, Francia pierde Alsacia y Lorena y debe pagar una fuerte indemnización de guerra.

Estalla la Comuna de París.









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Tras largas negociaciones el príncipe Amadeo de Saboya es elegido para ocupar el trono de España.

Se proclama el Imperio alemán y Guillermo 1 de Pruna es reconocido emperador.

En Inglaterra, el ministro Gladstone, líder del partido liberal -rival de Disraeli con quien alterna el poder- instituye el sistema de voto secreto para asegurar la libertad del electorado.

Se forma la Liga de los Tres Emperadores (Alemania, Austria-Hungría y Rusia).

Tras la abdicación de Amadeo de Saboya, en España se instaura la República.

Se restaura la monarquía en España. Asume en poder Alfonso XII, hijo de Tsahél TT

En Alemania se establece el matrimonio civil.

En Francia se establece la Tercera República.

La reina Victoria de Inglaterra es coronada Emperatriz de la India, como heredera del título de los conquistadores mongoles.

Comienza la guerra entre Rusia y Turquía.

Llega al rrono de Italia Humberto I.

Se forma la Liga Irlandesa que aplica la resistencia pasiva frente a la ocupación británica.

La convención de Madrid establece los derechos de los países europeos sobre el sultanato de Marruecos.

Francia establece él protectorado sobre Túnez.

Llega al rrono de Rusia el zar Alejandro m quien reafirma los poderes autocráticos.

Gran Bretaña ocupa Egipto.

En Francia, la legislación secularizadora establece las escuelas públicas para la enseñanza elemental.

Se funda el Partido Socialista italiano.

Friedrich Nierzsche publica Así hablaba Zaratustra.

Fallece Richard Wagner, símbolo del nacionalismo alemán, cuyas óperas, como la tetralogía Elanillo del Nibelungo, están inspiradas en la mitología germánica.

En Gran Bretaña, una nueva ley propuesra por Gladstone amplía el número de varones con acceso al sufragio.

En Francia se establece el matrimonio civil.

Comienza en España el reinado de Alfonso XIII bajo la regencia de su madre María Crisrina de Austria (hasra 1902).

Cecil Rodhes obtiene Rodhesia. Los británicos también controlan, en África, Somalia, Uganda y Kenia.

Se funda la Segunda Internacional, con sede en Bruselas.

En Francia se conmemora el centenario de la Revolución con la Feria Mundial; se construye la Torre Eiffel.








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1905







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Italia establece el protectorado sobre Abisinia.

La rebelión de los Boxer, en China» ejecuta una matanza de cristianos in-
cluido el embajador de Alemania.

E1 Partido Obrerosocialdemócrataalemán adopta un programa marxis-
ta redactado por Karl Kautsky.

El papa León XIII publica la encíclica De Remxn Novarían, establecien-
do la posición de la Iglesia frente a la "cuestión social".

En Inglaterra se funda el Partido Laborista Independiente. Francia esra-
blece el protectorado sobre Laos.

En Bélgica se proclama el sufragio universal.

El affaire Dreyfus sacude la opinión pública francesa.

En Rusia, llega al trono el zar Nicolás II quien continúa la línea autocrí-
tica de su antecesor.

Italia comienza la guerra contra Abisinia, tras la cual debe abandonar las
intenciones colonialistas.

El primer ministro británico, Joseph Chamberlain, intenta frenar la
competencia europea con el Imperio británico a través de la expansión
en zonas aún no ocupadas.

En Francia se funda la Confederación General del Trabajo.

Los Lumiére trabajan sobre la cinematografía.

Fallece Louis Pasteur, fundador de la microbiología y uno de los cientí-
ficos más populares de la época.

Teodoro Herzl escribe El Estado judío, base del movimiento sionista.
Comienza la guerra entre España y Estados Unidos, a raíz de la indepen-
dencia de Cuba.

El incidente Fashoda enfrenta a británicos y franceses por el protectora-
do de Sudán que queda finalmente bajo control inglés.

En Francia, Emile Zola publica Yo acuso en donde denuncia las implicacio-
nes del afFaire Dreyfus. Se funda la organización de derecha Acción Fran-
cesa. Pedro y María Curie investigan sobre el radium.

Se funda en Partido Obrero Socialdemócrata ruso.

Comienza la Guerra de los Boers, entre los descendientes de colonos ho-
landeses y los británicos.

Llega al trono de Italia Víctor Manuel IH.

Comienza en Italia el gobierno de Giolitti, primer ministro liberal.
Estalla la guerra ruso-japonesa.

En China se funda el Kuomintang (Partido Nacional del Pueblo).

En Rusia estalla la revolución, tras una huelga general. El zar Nicolás II
promete la instalación de la Duina (Parlamenro).

En España se proclama la República.

Se abre él Canal de Panamá tras diez años de construcción.




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