J.
VICENS VIVES
HISTORIA
GENERAL MODERNA I -SIGLOS XV-XVII
Editorial
Vicens Vives, Madrid, 1997
|
VII.
El absolutismo
Durante media
centuria, desde que Francia asumió el papel predominante en Europa a raíz de la
paz de los Pirineos y de los comienzos del gobierno personal de Luis XIV, el
continente vivió encuadrado en una fórmula cultural que halla su mejor
interpretación en la palabra absolutismo.
Desde el punto
de vista estrictamente político, a pesar de la actitud divergente de Inglaterra
en 1688, ninguna objeción puede levantarse contra tal criterio. La realeza, que
en 1669 acaba de salvar los últimos embates revolucionarios de la aristocracia
y la burguesía, asume por completo el
poder, sin más restricciones que las de su credo religioso y las que suscita su
conveniencia al preservar los residuos del antiguo orden feudal de la sociedad
que le sirven para sus planes de magnificencia y esplendor. Por esta causa, el
Absolutismo nos presenta ahora firmemente servido por la aristocracia, que ha
perdido sus antiguos arrestos de dirigir, en provecho propio, la vida del
Estado. También la burguesía acata las decisiones del Minotauro, en el que
halla de momento una cómoda palanca para su enriquecimiento. Y, lo que es más,
la intelectualidad de Occidente no sólo sirve a la realeza absoluta, sino que
forja nuevas armas ideológicas en defensa del poder supremo: divinas, trascendentales,
en Bossuet; terrenales, prácticas, en Hobbes.
La aceptación del principio absolutista en la
organización del Estado se desarrolla, con uniformidad avasalladora desde
Francia hasta más allá del Elba y halla sus últimos [490] y profundos ecos en las
reformas de Pedro el Grande, en Rusia. A esta difusión espacial se vincula - y
esto es, en definitiva, lo importante- una aceptación vertical. En cada país,
el poder interviene en las más diversas actividades de sus naturales, a los que
pretende imponer la coyuntura de sus exigencias financieras, militares e
ideológicas. Porque el Absolutismo, en el fondo una compresión de la normal
trayectoria de la Europa
renacentista, no se sostiene en el trono por la aquiescencia explícita
-contrato- o implícita -populismo- de la nación, sino por el simple manejo de
los resortes mecánicos del poder: en primer lugar, el ejército; luego, la
administración de justicia; en fin, la burocracia.
Todo ello exige dinero, oro con que cubrir las cada día
más insaciables necesidades del Estado. Y es lógico que la monarquía lo reclame
procurando el desarrollo de las
actividades económicas que rinden tributo al erario público. De aquí la
intervención constante en la vida Industrial y comercial del país, el orden
económico de servicio al poder, el encauzamiento rígido de cualquier
iniciativa, que si en unos pueblos atrasados, como los situados más allá del
Elba, puede considerarse estímulo de un provechoso futuro, en los de Occidente
es, a la larga, gravosa cortapisa tras un restringido horizonte de provechos
inmediatos.
A la economía dirigida del Absolutismo corresponde,
lógicamente, una sociedad jerarquizada, de cotos cerrados. Una sociedad, además
que ha de pensar como el grupo que detenta los mandos del poder, por la
sencilla razón de que éste no puede ejercer su omnímoda voluntad sin la previa eliminación
de toda discrepancia ideológica, de toda crítica a sus fallos. Por esta causa,
el Absolutismo encierra la inteligencia en los cuadros leales de las Academias,
en los reglamentos de las Universidades, e incluso, aspirando llegar al fondo
de las conciencias, quiere substituirse al poder ecuménico de la Iglesia y doblegar ésta a
sus principios.
Tal fue el plan
general del Absolutismo entre 1660 y 1715, la primera aparición del Minotauro
en la Historia Moderna.
De las distintas facetas que presentó este proceso social, y de sus mayores o
menores éxitos, nos ocupamos en las páginas que siguen.[491]
LA SOCIEDAD BARROCA
La
aristocracia. Se ha repetido hasta la saciedad que la nobleza
europea perdió su influencia política en esta centuria. Esta afirmación tiene
cierta validez en cuanto se refiere
a la organización oligárquica del Estado.
Desde luego, ha terminado para siempre la fragmentación feudalizante del poder,
y también finalizan en el siglo XVII los varios
intentos de la nobleza para imponer un
gobierno aristocrático y equilibrar la autoridad de la monarquía absoluta. Pero
lo que en general sucede no es que la nobleza pierda su
función política, sino que subordina ésta a los
intereses de la realeza. En el siglo XVII las clases nobiliarias se convierten,
precisamente en la más firme "columna" del Estado.
La
aproximación definitiva de la nobleza y la monarquía se realiza en la corte
real Grande y pequeña aristocracia se trasladan a las residencias
"estables" de los soberanos en busca de mercedes, cargos y pensiones.
Es un fenómeno importante de esta época la desvinculación de la nobleza del
suelo. Los nobles que permanecen en sus posesiones son
escasos; en general, viven una existencia
mísera y fatigosa, semejante a veces a la de los propios campesinos. En esta
nobleza provinciana se desmoronan los últimos restos de la caballería medieval.
Junto a ella figuran los burgueses privilegiados de todas las procedencias. En
Francia, la nobleza parlamentaria (de
robe) adquiere más tono que la descendiente de la antigua nobleza de
segunda categoría. Sin embargo, se muestra reacia a colaborar en el Trono, y a
pesar de las veleidades absolutistas de algunos de sus miembros, se reserva, en
sus cámaras de lectura o en sus estudios de trabajo, hacer la implacable
crítica del Minotauro. Los parlamentarios alternan en todas partes con los
aristócratas de sangre: en los colegios principescos Y en las tertulias de los
salones; pero desprecian la brillante vida cortesana, las inútiles y estériles
diversiones de los Grandes. Fieles a una tradición que arranca del Canciller de
L'Hopital, prefieren una existencia tranquila y honesta, en la que se mantienen
depuradas las tradiciones ancestrales de la burguesía.
La
corte real, por su parte, da origen a una casta aristocrática nueva: la nobleza
administrativa. Grandes títulos son conferidos a los servidores más eminentes
del Estado, [506] junto con tierras y pensiones
que permitan sostenerlos con el debido decoro. Además, se enriquecen
fabulosamente en las especulaciones que dirigen. Le Tellier dejó a su muerte 2.400
000 libras en posesiones muebles; CoIbert, el celoso y puritano Colbert,
10.000.000! Esto explica los enlaces entre esos "parvenus" y la gran
nobleza. Rancia aristocracia de sangre y nueva nobleza burocrática o militar se
funden en un todo que dará lugar a las altas clases nobiliarias del siglo
XVIII. En Rusia el fenómeno es muy preciso: bajo Pedro 1 se fusionan los
boyardos con la "nobIeza de servicio".
El
poder económico y social de la nobleza es menos firme y definido que en el
siglo XVI. Aunque las alteraciones económicas provocadas por los grandes
descubrimientos han dado paso a una estabilidad relativa en los precios y el
valor de las rentas, el lujo y las diversiones de corte devoran cantidades
enormes. Para rehacer las fortunas es un remedio eficaz el enlace con las hijas
de la burguesía dorada. De aquí cierta ascensión lenta de las clases no
privilegiadas de la sociedad. Pero, con todo, la nobleza continúa siendo una
casta cerrada. Ella prosigue monopolizando los altos cargos y las riquezas de
los bienes eclesiásticos en los países católicos.
La burguesía adquiere conciencia de su
fuerza. La burguesía medieval se originó con la renovación del comercio en el
mundo mediterráneo. Precisamente en la vida económica desarrollada por el
capitalismo comercial, la burguesía urbana logra, durante el siglo XVII, ocupar
una posición básica en la estructura social del occidente de Europa. Sin
acabarse de desprender de su empaque medieval, los burgueses del siglo XVII
adquieren definitiva conciencia de su función en el cuadro de los intereses de
la nación. De los rangos de la burguesía salen, por vez primera, gobernantes
del Estado, como los pensionarios de Holanda, Oldenbarneveldt, De Witt y Hensius. El mundo de los
negocios, las aventuras comerciales por lejanos países y la dirección de las
grandes compañías por acciones o de una empresa industrial han contribuido a
dar a la burguesía los nuevos horizontes políticos, el afán de gobierno y el
deseo de poder, que alcanzarán su definitiva expresión a fines del siglo XVIII.
Pero, al mismo tiempo, la burguesía sabe que [507] pesa en la vida del Estado y
ya durante el XVII manifiesta veleidades revolucionarias: en Holanda, en la
oposición a los Orange; en Francia, en la Fronda de 1os parlamentarios; en
Inglaterra, en la lucha contra la monarquía absoluta de Carlos I.
La burguesía prepondera porque retiene gran
parte de la riqueza monetaria de los estados y dirige las especulaciones
financieras, bancarias y bursátiles. Además, en el transcurso del siglo XVII
conquista nuevos reductos. Son los burgueses, que buscan una fácil inversión de
sus capitales, quienes compran las posesiones rurales de la nobleza arruinada o
bien las confiscan al no ser resarcidos de los préstamos efectuados. En
Inglaterra, como en Francia, este cambio en la propiedad rústica acarrea
sensibles transformaciones en la
economía y sociedad
del campo. El burgués afincado no tiene ninguna de las preocupaciones
tradicionales en el viejo señor feudal; considera que el campo ha de rendir un
interés proporcionado al capital invertido, sea por la introducción de sistemas
de cultivo más remuneradores, sea por la aplicación. a la agricultura de los
preceptos clásicos en el mundo .comercial capitalista. El farming gentleman inicia en la Inglaterra del siglo XVII una serie
de innovaciones que provocarán, ulteriormente, la transformación radical de los
métodos ancestrales de la agricultura. Pero si en este aspecto el
establecimiento de la burguesía en el campo puede considerarse como un factor
positivo, en cambio representa un retroceso para la condición social de los
campesinos. Los burgueses exigen las rentas en especies -¿para qué quieren el
dinero? - y reclaman el pago de derechos señoriales en desuso. De este modo,
las clases bajas del campo sufren una nueva etapa de opresión, que se acentúa
insensiblemente desde mediados del siglo XVII a la Revolución francesa.
La conquista de la burocracia por la
burguesía es paralela, aunque anterior, a su conquista del suelo agrícola. La
monarquía absoluta confía los puestos privilegiados de la administración a esos
hombres probos e ~incansables trabajadores, que en la mayoría de los casos son
sus más fieles defensores. En determinados países como en Francia, los apuros
económicos del Estado han legitimado la vinculación de la burguesía a los
cargos de responsabilidad, como las judicaturas y consejerías. La compra de un
cargo [508] público representaba para el Burgués
una buena operación económica, pero, sobre todo, la adquisición de una
categoría social elevada, casi equiparable a la de la misma nobleza
de sangre. Nobles de robe o parlamentarios, como
han sido bautizados en Francia, forman un escalón intermedio entre la nobleza
propia y la burguesía comercial urbana.
En categoría inferior y situación cada vez
menos favorable quedan los pequeños
burgueses, antiguos maestros de los gremios, que no han sabido o no han
podido aprovechar las oportunidades en el mundo de los negocios comerciales o
de la industria naciente. En la mayor parte de las ciudades, esta clase social
se mantiene libre y vive modestísimamente; en otros casos, cae bajo la
dependencia del gran burgués y del empresario y se transforma en una rueda más
del mecanismo de la producción. Igual trayectoria social siguen los oficiales y
compagnons de los antiguos gremios,
unos transformados en Simples asalariados y otros integrando las primeras
formaciones del proletariado.
Lo que más sorprende en esta clase social,
fuera de Inglaterra y Holanda, es la veneración que profesa a la monarquía
absoluta. Es evidente que existen protestas contra la tiranía de las
reglamentaciones gremiales, los monopolios mercantiles concedidos a las grandes
compañías y los actos de violencia del Poder; mas son protestas aisladas, que
no afectan al formidable prestigio que goza entre ella la realeza. Mejor que
prestigio, idolatría, como puede comprobarse no sólo en la Francia estupefacta
de 1685 ante la grandeza de Luis XIV, sino en la burguesía hispánica de 1700
ante la doliente personalidad del más desgraciado de los Austria. Signos de
reverencia espiritual, que sólo alterará la demoledora crítica de los
intelectuales del siglo XVIII.
Obreros y campesinos. Es difícil
esbozar un cuadro de la situación de las
clases más bajas de la sociedad europea durante el Absolutismo, cuyos trazos
convengan al conjunto de la vida occidental e incluso a las distintas regiones
de un mismo país. Sin embargo, en líneas generales los rasgos predominantes no
pueden ser más sombríos. El desarrollo del capitalismo comercial y sus
repercusiones en la industria y la agricultura agravaron la situación de los
artesanos en la ciudad y de los aldeanos en el campo. El creciente [509]
predominio de la economía monetaria, la concepción de la vida como un negocio,
la ambición de atesorar riquezas, borraron poco a poco los últimos rescoldos
del espíritu cristiano medieval y precipitaron a la sociedad europea hacia la
división en dos grandes categorías de humanidad -de un lado, los obreros; de
otro, los empresarios~, que, acentuándose a lo largo del siglo XVIII por la
revolución industrial, habían de desembocar en los grandes conflictos sociales
del XIX.
Es evidente que entre los obreros existieron unas
capas privilegiadas, para las cuales no cuenta la evolución general. Nos
referimos, sobre todo, a los obreros especializados en determinadas industrias
de lujo, que eran objeto de una política de atracción por parte de los
ministros adeptos al mercantilismo. Holandeses, belgas e italianos,
particularmente, hallaban en Francia, España, Inglaterra y Alemania excelentes
colocaciones en las industrias de nuevo cuño. Sus salarios eran excepcionales y
les daban categoría de aristócratas del mundo del trabajo, afines en muchos
aspectos a la burguesía. Pero esto era la excepción. La inmensa mayoría de los
artesanos -incluso los maestros gremiales-, sujetos a la tiranía económica de
los nuevos capitanes de industria, cuyo único principio era producir a bajo precio,
sufren las consecuencias de la ciega protección estatal concedida a estos
últimos. La vida de los maestros gremiales se modifica al quedar
definitivamente enmarcada por las detallistas reglamentaciones del poder
público. Los que escapan a la decadencia y evitan transformarse en simples
"capataces", no ven más ancla de salvación que agarrarse a la
interpretación literal de los textos legales constitutivos de los gremios, o
bien cerrar las filas y crear pequeños cotos de oligarquías gremiales. Esto
destruye la índole esencialmente liberal de las organizaciones corporativas
urbanas medievales y las convierte en estructuras de defensa de los intereses
de una oligarquía artesana. En este momento, pues, el gremio se fosiliza
definitivamente y se convierte en un obstáculo para el desarrollo de la
economía occidental.
Los primeros afectados por tal evolución son
los oficiales. Un período de aprendizaje y un examen les bastaba antes para
adquirir el grado de maestro. Ahora estas títulos se reservan a los hijos de
los patronos o a los que son [510] lo suficientemente ricos para adquirir una
"patente de maestro". De este modo crece sin cesar el número de
oficiales y aprendices, que empiezan a llenar las calles más sórdidas de las
grandes capitales y los nacientes barrios industriales de las ciudades. Algunos
burlan la legislación gremial e intentan trabajar por su cuenta, pero son
perseguidos por los gremios y el Estado. Sin embargo, los obreros clandestinos
-denominados chambrelans en Francia~
logran perdurar y constituyen el futuro ejército de la revolución industrial.
En cuanto a la masa de los productores, está sujeta a un régimen de rigurosa
vigilancia, no sólo en el taller, donde trabaja de once a doce horas, sino
incluso en los lugares de diversión, en la taberna y el cabaret. El sueldo es
bajo, y cuando se suscitan tumultos por esta candente cuestión, el Estado ayuda
a los empresarios a poner orden en la calle o en el negocio. Pero estas medidas
sirven de poca cosa, ya que cuando la miseria es profunda ni el látigo ni la
cárcel remedian la situación. Entonces los empresarios han de transigir y
proceden a una relativa mejora de los jornales.
Cofradías secretas de obreros dirigen el
movimiento proletario. No puede hablarse todavía de sindicatos, aunque el sindicalismo
tenga cierta tradición en los alzamientos populares campesinos. Lo que
predomina durante el siglo XVII es el compagnonnage,
el camaraderismo. Los oficiales franceses se agrupan en esas sociedades, cuyo
fin esencial es la mejora del salario mediante la huelga, el tumulto o la
actuación contra los patronos o las ciudades hostiles. El Estado las persigue;
pero sobreviven, ya que representan la única válvula de escape ante la
calamitosa situación del régimen de trabajo. Existe aún otra solución: la vuelta
al espíritu cristiano, el imperio de la caridad en las relaciones entre
maestros y obreros. Tal es la que intenta hacer prevalecer en Francia la
Compañía del Santo Sacramento, también secreta, pero animada de un ferviente
apostolado de justicia y transacción social. En ella existe, larvado, el germen
de los sindicatos católicos de los siglos XIX y XX.
Respecto de los campesinos, no se registra ninguna particularidad trascendental.
Durante el Barroco persiste la trayectoria que agrava insensiblemente la
situación social de los aldeanos. Ya nos hemos referido a algunas causas de tal
[511]
proceso: la necesidad de la aristocracia de financiar su lujo y sus caprichos y
la introducción de la mentalidad burguesa en la explotación de las propiedades
agrícolas. Cabe añadir a ello los desastres de la guerra, que durante el siglo
XVII afectaron extensas regiones de Europa; la feroz política represiva de los
Austria en Bohemia y Hungría; el desarrollo del estatismo en Prusia, Polonia y Rusia; la despreocupación
con que los ministros del Absolutismo -prototipo, Richeliu- consideraron el
problema social agrario; en fin, y como corolario, la práctica de las
usurpaciones de bienes comunales, sensible en todos los países de Occidente,
pero particularmente grave en Inglaterra y Francia. Infinidad de documentos de
la época nos hablan de las quejas de los campesinos contra tales expoliaciones,
contra el aumento de las prestaciones señoriales, contra la extensión de la
miseria en las aldeas por la opresión fiscal. Estos hechos provocan sendas
alteraciones campesinas, las cuales no desembocan en un verdadero movimiento
revolucionario por el carácter local de las reivindicaciones aldeanas y por la
falta de un órgano común que las exprese. Pero la inquietud es extraordinaria y
los numerosos incidentes regionales prueban la tensión del momento: el
agricultor europeo se yergue contra la supervivencia del feudalismo en el
régimen de la propiedad del suelo. Otro fermento a añadir a los que obrarán la
gran oleada revolucionaria de fines del siglo XVIII.
LA MONARQUIA ABSOLUTA
Monarquía autoritaria del Renacimiento;
absolutismo populista de los Austria, absolutismo de derecho divino de los
Borbones franceses. Tal es el proceso que conduce el auge del poder absoluto de
la realeza en tiempos de Luis XIV, el cual, a pesar de la reacción
parlamentarista insular de 1688, irradiará como forma de gobierno ideal y será,
adoptado por las demás monarquías de la comunidad de occidente durante el siglo
XVIII. Examinemos, pues, la política y la teoría del Absolutismo en su ápice.
La monarquía absoluta de derecho divino de
los Borbones. En el curso del siglo XVII la monarquía francesa [512]
supo imponer su autoridad absoluta sobre los distintos grupos sociales e
instituciones privilegiadas que reclamaban un lugar en la gestión de los
asuntos públicos. La obra de Richelieu y Mazarino completó las tendencias autoritarias
que Luis XI había hecho imperar en el gobierno de Francia a fines del siglo XV
y superó las sucesivas crisis nacionales que plantearon ora la nobleza, ora la
burguesía. Desde la segunda mitad del citado siglo, cuando el rey Luis XIV
empuña con firme mano las riendas de la gobernación del Estado, la monarquía
absoluta está por completo estabilizada en Francia, no sólo por su Propio
poder, sino por la cohorte de propagandistas políticos que la definen como
institución de "utilidad" nacional o como suprema expresión de la
Divinidad para el gobierno de los pueblos. Por otra parte, el sentimiento
monárquico se hallaba tan arraigado en la Francia de esa época, que nunca fue
amenazada la institución, ni aun en los momentos más críticos del movimiento frondista.
El principio del
origen divino de la monarquía desata al rey de toda limitación impuesta por la
evolución tradicional de la constitución del Estado. Luis XIV considera que no existe
restricción alguna que merme la plenitud de su poder y que todos los derechos
'individuales son únicamente usufructuados por sus súbditos, ya que el reyes el
legítimo poseedor de sus vidas y haciendas. Esta concepción conduce al
despotismo integral, en tanto que a las instituciones elaboradas por el libre
juego de los fenómenos geohistóricos substituye una autoridad subjetiva, cuyo
mecanismo es determinado por criterios racionalistas. En este aspecto, la
monarquía de derecho divino de los Borbones es una consecuencia lejana de la
subversión ideológica provocada por el Renacimiento.
El imperio de la concepción racionalista
conduce a la reorganización de los cuadros administrativos de Francia. Aunque
si bien existen las antiguas provincias, que indican la formación territorial e
histórica del Estado, Con sus órganos tradicionales de gobierno autónomo
(gobernadores generales, Parlamentos, Estados provinciales), ni unas ni otros
tienen importancia alguna en la Política del nuevo Estado. Los gobernadores
generales residen en la corte real, la esfera de acción de los Parlamentos se
ve reducida a límites estrictamente judiciales y los Estados provinciales,
cuando [513] son convocados, actúan bajo la vigilancia
coercitiva de los delegados del rey. La función directiva de la vida provincial
recae en absoluto sobre los intendentes, que en este período adquieren una
consideración e importancia extremas. Desde sus treinta intendencias, que
engloban o dividen los territorios provinciales, esos funcionarios practican la
política uniforme Y centralizadora de la monarquía, constituyendo la base de la
pirámide de la estructura oficial, cuyo vértice se halla en el monarca y la
corte de Versalles.
De las viejas instituciones comunes a toda
nación, sólo la monarquía sobrevive en el siglo XVII. Los Estados Generales
perdieron toda su influencia en el transcurso del siglo XVI, ya que fueron un
instrumento más de la disgregación política de Francia Y se mostraron incapaces
de servir el ideal unitario y hegemónico del país. Su última convocatoria, en
1614, puso de relieve la inoperancia completa de aquel organismo, zapado por
diferencias sociales y económicas entre sus componentes. En consecuencia, la
monarquía francesa pudo prescindir de los Estados Generales con mucho menos
respeto para su tradición que la que tuvieron los Austria para las Cortes
españolas.
La corte real fue establecida por Luis XIV
lejos de París, quizá tanto para huir de la bulliciosa ciudad frondista como
para construir para la monarquía de derecho divino un lugar digno de su culto.
En Versalles, en una vida palatina minuciosamente regulada por una etiqueta
rígida y estricta, todas las miradas Y aspiraciones convergían en la persona
del monarca [1][2]*.
Allí Luis XIV ejercía su divino "oficio real", ni tan absorbente como
el de Felipe II ni tan despreocupado como el de un Felipe IV o un Luis XIII. El
rey era el [514] señor de todos sus ministros y
el jerarca supremo de la administración pública. Pero tanto en los consejos
como en el despacho de los negocios del Estado tenía depositada su confianza en
servidores activos -un Colbert, un Le Tellier, un Louvois- que él había promovido a tan altos cargos y cuya
prosperidad y poder dependían de una palabra real.
Como en la
monarquía española de los Austria, la administración central se hallaba
confiada a una serie de Consejos, de atribuciones imprecisas, a veces de
carácter general y otras parcial o territorial. El más importante, en que se
resolvían los asuntos políticos de gran envergadura, era el Consejo de Estado d 'en haut, especie de asesoría
compuesta, a lo sumo, de cuatro miembros, ministros de Estado. En ciertas
ocasiones asumía el papel de tribunal supremo. Pero los asuntos corrientes de
alta jurisdicción, así como el estudio de proyectos y leyes, se reservaban al
Consejo de Estado privado, compuesto de funcionarios que compraban sus cargos.
Otros dos Consejos permanentes, el de
dépeches y el de Hacienda, estaban integrados por los ministros y
secretarios de Estado; el primero cuidaba de la administración interna del
reino, a excepción de la materia financiera, que se hallaba reservada al
segundo. Finalmente, existían Consejos transitorios: el de guerra, conciencia,
comercio, marina, etc. Su composición y funciones fueron muy variadas.
La concentración de la administración del
Estado en unos cuantos consejos importantes preludia la reorganización de la
burocracia central. Pero todavía es más interesante el acrecentamiento de la
autoridad de los secretarios y ministros de Estado, pues sirve a los fines de
la monarquía absoluta. Los antiguos secretarios tenían atribuciones muy vastas,
delegadas en cada momento por el soberano. Bajo los Borbones, la función se
estabiliza y, sobre todo, se especializa. Aunque la especialización no se
erigió en norma general, existieron, durante el reinado de Luis XIV,
secretarios de Estado para los asuntos exteriores y la administración militar.
En otros casos, incumbían a un secretario misiones tan varias como la casa
interior del rey y la marina. Los ministros de Estado eran los miembros del
Consejo d'en haut, cargo compatible
con el de las secretarías estatales. En la corte de Luis XIV existió un
rudimentario cargo de primer ministro, encarnado en el intendente o controleur [515]
[faltan pag
516-517]
la causa de la
obediencia al Estado se debe buscar en la razón y que no existe sociedad
política sin composition and agreement
(cornposicÍón y acuerdo, o sea contrato). Hooker es, pues, jusnaturalista y
partidario del contrato, y en él pudieron beber, a la vez, Hobbes, el defensor
de la "utilidad social" del Estado, y Locke, el definidor del
liberalismo moderno.
Hobbes (1588-1679)
se planteó el problema del Poder desde el doble punto de vista de su concepción
filosófica del mundo y de su reacción personal ante la crisis de autoridad en
la Inglaterra de la guerra civil entre Carlos 1 y el Parlamento. Recogiendo el
ambiente de su época, estableció el principio de la "utilidad" social
del poder abso1uto de la monarquía. En sus obras, De cive (1642) y Leviathan
(1651), estructuró los principios "matemáticos y racionales" del
Absolutismo. Su punto de partida fue la autonomía del individuo, no la
tradición bíblica. La libertad natural, definida mecánicamente como la ausencia
de todo veto exterior, conducía fatalmente al choque violento entre los seres
humanos, cuyas relaciones se regulaban, como las fieras, parla ley del más
fuerte: Para salir de tal "estado de naturaleza", incompatible con
cualquier civilización, donde imperaba "la guerra de todos contra
todos", era preciso que cada cual renunciara a su derecho natural de
regirse libremente para deponerlo, mediante pacto, en manos del soberano; el
Leviatán, o sea, según sus mismas palabras, "el Dios terrestre al cual
debemos toda paz y toda seguridad". Fórmula determinista, que violentaba
el egoísmo natural en el supremo artificio del Estado.
Réplica continental del pensamiento de Hobbes
la hallamos en el de Spinoza (1632-1677), tal como quedó formulado en su Tractatus theologicus politicus,
publicado a fines de su vida (1670). El notable filósofo panteísta, una de las
mentes más influidas por el rigorismo lógico del siglo XVII, comulgó con su
colega inglés en afirmar la omnipotencia de la soberanía y el fin social del
Estado; el cual no era otro que proporcionar a los individuos “la paz y la
seguridad de la vida". Pero esa supremacía del poder, alcanzada a través
de un pacto expreso o tácito, mediante el cual los seres humanos entregaron al
"soberano" -y por esa palabra Spinoza entiende el rey, los nobles o
el pueblo- [518]
"todo su derecho natural", no excluye una versión democrática de la
vida política. Democrática en cuanto el pacto radica en la voluntad general y
en cuanto el Estado no se propone reducir los súbditos a la condición de
esclavos, sino ejercer una función de interés colectivo, gobernando y exigiendo
la obediencia en interés del mismo que debe acatar sus órdenes. De este modo,
en la doctrina de Spinoza aparece la fundamentación del totalitarismo
democrático, idea que un siglo más tarde conduciría a su perfección teórica
Juan-Jacobo Rousseau.
Coetáneamente, florecía en Francia e
Inglaterra la teoría bíblica del poder divino de la realeza. El más
caracterizado de los escritores de esta tendencia es el francés Jaime
Beningo Bossuet
(1627-1704), preceptor del Gran Delfín, hijo de Luis XIV, quien en su tratado Politique tirée de l'Escriturc Sainte,
substituye la teoría de la cesión de los derechos naturales por la del carácter
providencialista de la institución monárquica. Para Bossuet, el rey no es
responsable ante nadie de sus crímenes, aun los de herejía; él es el propio
Estado, ya que Dios lo ha escogido para regir su pueblo. Su autoridad,
defendida por la tradición bíblica, es omnipotente e incoercible. Como imagen y
lugarteniente de Dios, el monarca debe ser respetado y venerado. En resumen,
'la evolución política de dos siglos conducía, en Bossuet, al reconocimiento
del dogma, y no solamente de la doctrina política, sino del carácter sagrado de
la realeza. Expresada con menor fuerza lógica y menor belleza formal, a la
misma conclusión llegaba, poco antes de la revolución de 1688, el tratado Patriarca or the natural power oI Kings,
publicado en 1680. Su autor, Robert Filmer, había muerto en 1657. Opuesto tanto
al populismo católico como al pactismo calvinista, pretendió demostrar el
derecho “natural" de la omnipotencia monárquica, cuyos más lejanos
precedentes establecía en la propia persona de Adán. Su obra fue combatida ferozmente
por Locke, como síntoma del cambio de la mentalidad europea hacia el gobierno
por "consentimiento".
[519]
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