Bergeron, Louis y Furet,
François; La época de las revoluciones europeas, 1780-1848, Siglo XXI
Editores, México, 1998.
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IV. MÁS ALLA DE LA EUROPA
NAPOLEONICA: ESPAÑA
Por más que no permaneciera personalmente en ella sino de noviembre
de 1808 a enero de 1809, España ocupó un lugar importante en la acción y en
el pensamiento de Napoleón; no solo porque este país absorbió una parte
considerable de las fuerzas militares imperiales, llegando a inmovilizar a
37000 hombres a lo largo de 1811, sino porque estaba en el centro de los
grandes proyectos que entre 1807 y 1812 el Emperador no consiguió ver
triunfar, siendo cada vez más consciente, de las desastrosas consecuencias de
aquel fracaso para el conjunto de su política europea. Por otra parte de
todos los países [149] que conocieron la ocupación militar y la administración
francesas, España fue el que
más profundamente escapó al control de un vencedor que hasta entonces nunca
había conocido más que la ilusión de la conquista. La invasión y la
dominación extranjeras no fueron, por su impacto, más que la ocasión de una
revolución española íntimamente vinculada al levantamiento nacional,
revolución que se desarrolló al margen de la influencia francesa y contra
ella. Por eso mismo el fracaso final, de la reforma, vencida por la
tradición, se explica en parte por el hecho de que no recibió en este caso
apoyo del exterior.
Es posible que la
intervención francesa en España sea la que más claramente pone de manifiesto
el carácter imperialista de la política de Napoleón en el apogeo de su
carrera. El Emperador despreciaba profundamente a un país como España,
gobernado por una dinastía borbónica decadente y corrompida y por el
oscurantismo del clero. Su intención era, a ser posible de acuerdo con los
españoles, y si no contra ellos, renovar este país mediante reformas sociales
y administrativas y poner sus recursos a disposición de Francia; ni la
independencia ni la unidad nacionales de España se tenían en cuenta, y al
margen de la solución finalmente adoptada —la de la instalación de un miembro
de la familia Bonaparte en el trono de Madrid—, Napoleón había pensado
también en la de un desmembramiento en virreinatos administrados directamente
por
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Francia. España tenía un doble
papel que cumplir; alinear contra Inglaterra sus fuerzas navales, una vea
reorganizadas, al lado de las flotas francesa y holandesa, y abastecer a
Francia de metales preciosos americanos, abandonando el comercio con su
imperio colonial en manos de los intereses franceses. Los españoles, de
acuerdo con los proyectos del Emperador, tendrían que sentirse halagados al
verse reducidos así al rango de instrumentos de Francia, puesto que como
contrapartida, los haría entrar en el camino del progreso.
Pero Napoleón nunca pudo llegar a servirse de España, ya que tuvo que
empezar por conquistarla, y nunca logró concluir la conquista por más que sus
tropas mantuvieran de hecho constantemente la supremacía militar en el país
desde finales de 1808 a mediados de 1812. Tampoco logró dejar en España su
huella reformadora, por no haber podido ejercer en ella una autoridad
efectiva. El primer acto legislativo con respecto a España fue la Constitución
adoptada en Bayona en junio de 1807 por un simulacro de asamblea nacional. De
cualquier manera, dejaba subsistir el catolicismo como religión única, las
órdenes monásticas, la Inquisición y los derechos feudales. Los verdaderos
decretos innovadores —en teoría al menos— fueron emitidos por Napoleón [150]
en Chamartin en diciembre de
1808: disolución del Consejo de Castilla y de la Inquisición, abolición de
los derechos señoriales y de la justicia feudal, reducción en sus des tercios
de las órdenes religiosas supresión de las aduanas interiores. Pero José
Bonaparte, «por la gracia de Dios y la Constitución del Estado rey de España
y de las Indias», nunca ejerció más que una soberanía nominal. Los españoles
vieron siempre en él al «rey intruso»; los panfletos nacionalistas difundidos
desde Cádiz por toda España hicieron de él «Pepe Botella» o «el rey de
copas». La esfera de su autoridad no hubiera rebasado de todas maneras la de
la presencia militar de los franceses. Incluso en aquellos limites, su autoridad
contrarrestada por la hostilidad casi general de la población, se veía
reducida a la nada por la total insubordinación de los generales, que no
reconocían otro superior que el Emperador y se comportaban a escala local
como otros tantos soberanos en país conquistado agotando por lo demás todos
los ingresos fiscales y paralizando de esta forma cualquier esfuerzo
reformador. José, que no carecía de buenas cualidades, aunque éstas no fueran
de las que podían agradar a su hermano, trató sin embargo de reinar, con la
ayuda de los afrancesados. Bajo este nombre como bajo los de josefnos o juramentados los
contemporáneos designaron a aquella fracción de la Ilustración que, unas
veces por simpatía ideológica, otras por interés, por oportunismo o por
cansancio, optó por apoyar al rey francés. Para estos miles de hombres, que
pertenecían por lo general a la elite administrativa e intelectual, la
monarquía josefina representaba, entre la impotencia de la dinastía borbónica
y los riesgos de una revolución Popular violenta de tipo parisino, una
tercera vía, la de un reformismo autoritario de Estado; una posibilidad única
de reemprender la modernización de España interrumpida desde el reinado de
Carlos IV, imponiendo silencio a la Iglesia y a los privilegiados, La opinión
nacional española los clasificó como traidores, Puede, sin embargo, verse era
su actitud una forma utópica de patriotismo, de un patriotismo que carecía de
posibilidades de éxito. Si unos logros militares decisivos hubieran
reimplantado el orden y aliviado la ocupación, José hubiera podido aparecer
como soberano dueño de su reino y relativamente independiente de Napoleón,
quizá la opinión pública se hubiera puesto ampliamente de su parte, como
pareció por un momento que iba a suceder en Andalucía. Pero los verdaderos
reyes de España eran los generales franceses, a quienes Napoleón había
otorgado en 1810 plenos poderes civiles y militares en Castilla la Vieja y al
norte del Ebro, con la esperanza de anexionarse a Cataluña en 1812, como si
España le perteneciera por derecho de conquista, Por el contrario, en
[151]
diciembre de 1813, Napoleón
tendría que devolver España a Fernando VII evacuar el país y conceder a José,
a su vez convertido en «rey deseado», el premio de consolación de la
lugartenencia general del imperio pues, en la misma España, bajo control
francés, la legislación de José se redujo a un corpus de buenas intenciones
—secularización de los bienes monásticos tras la supresión de la totalidad de
las órdenes, desarrollo de la enseñanza—, o a creaciones de prestigio
—fundación del Museo del Prado, urbanismo madrileño—. A lo más esta
legislación dio lugar a una especie de emulación por parte del reformismo
liberal y nacionalista de Cádiz, que no podía quedar por detrás.
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No hubo, por tanto, en España
una experiencia de despotismo ilustrado al estilo francés. El verdadero papel
de la intervención francesa en España consistió, bajo el efecto del impacto,
en suscitar una insurrección popular de carácter revolucionario tanto como
nacional, y engendrar así las condiciones de una experiencia de reformismo
liberal, finalmente abocada al fracaso, que fue la ocasión de un arreglo de
cuentas entre la tradición y el progreso. La consecuencia de ello fue la
consolidación de un retraso secular.
Las formas de la intervención y de la presencia francesas en España
entre 1808 y 1813 constituyen un caso extremo; en ninguna parte de Europa
durante la época napoleónica gravitaron tan pesadamente sobre la vida del
país, ni provocaron una reacción nacional tan homogénea y eficaz, Las
relaciones entre Napoleón y España se vieron hipotecadas, desde el principio,
por la decepción y la ofensa experimentadas por los españoles en la persona
de Fernando VII. Cegada por su odio hacia Carlos IV —el «Choricero»— y Godoy
la opinión pública española quiso creer durante el invierno de 1807-1808 que
las tropas francesas sólo entraban masivamente en España para sostener la
acción emprendida contra Portugal, por una parte, y para favorecer el acceso
al trono del príncipe de Asturias, por otra- El desenlace de las
conversaciones de Bayona, en abril-mayo de 1808, sólo hizo que pareciera más
hipócrita la conducta del Emperador. Y así fue como Fernando VII, rey de unos
pocos días - espíritu cobarde y vil, amargado por la frustración del poder,
se encontró con que encarnaba a los ojos de su pueblo al mártir de la
independencia nacional. Igualmente importante fue la manera - como se
estableció e1 contacto entre tropas francesas y habitantes de las regiones
ocupadas. El descontento se reforzó muy pronto con los primeros saqueos,
requisas y ocupaciones de fortalezas; en Madrid, los soldados de Murat
cayeron mal con sus constantes exhibiciones militares, su irreverencia
religiosa y su familiaridad [152]
con las mujeres, En los sucesos
del 2 de mayo aparecen los dos aspectos fundamentales de la violación de la
dignidad española por los franceses por la mañana la partida de los infantes
hacia Bayona, símbolo del sometimiento de la dinastía nacional; por la tarde
y por la noche, la «lección» voluntaria conscientemente inflingida a la
canalla madrileña Al proclamar «Se ha vertido sangre francesa. Clama
venganza», Murat abrió el ciclo de represalias y contrarrepresalias al mismo
tiempo que encendía la chispa de la rebelión general. Durante la larga guerra
que siguió, los franceses contribuyeron en buena parte a alimentar este
ciclo: saqueos, devastaciones, matanzas de las que el saqueo de Córdoba y la
columna de castigo enviada a Jaén fueron, durante la primavera de 1808, los
primeros ejemplos. Venganza contra las atrocidades españolas, pero también
efecto de la exasperación de un ejército perpetuamente frustrado en los
resultados normalmente esperados de su superioridad en el terreno puramente
militar, de su sentimiento de continua inseguridad en un país - cuya
población lo había bloqueado de tal manera que era prácticamente imposible
conseguir de él la menor información, el menor indicio. De 1809 a 1812,
durante el período en que las tropas francesas controlaron efectivamente
numerosos centros urbanos y sus inmediaciones, el gobierno de los generales
fue el gobierno del terror: requisas, impuestos represión, ejecuciones, actos
de injusticia y brutalidad- fueron pocos aquellos —como Suchet— cuya mano se
hizo sentir menos y que no perdieron el sentido de la honradez personal.
Pero si la guerra adquirió un
carácter de inexorable crueldad, de guerra total, se debió sobre todo al tipo
particular de resistencia opuesta por España a Napoleón: una resistencia
popular y nacional. Con su sobresalto revolucionario y con su pasividad
fundamental, los campesinos y artesanos españoles fueron los que
verdaderamente guiaron el curso de los acontecimientos.
Un sobresalto revolucionario;
tal es, efectivamente, el sentido del motín de Aranjuez, de la insurrección
madrileña, de los levantamientos patrióticos que se difundieron enseguida por
todo el país a partir de Oviedo. Cuando los campesinos y los criados de
Aranjuez y de los pueblos vecinos impusieron, del 17 al 19 de marzo de 1800,
la abdicación de Carlos IV, estuvieron a punto de matar a Godoy y aclamaron
como rey a Fernando VII, cuando el pueblo bajo de Madrid reforzado por los
campesinos de los alrededores, después de haber esperado durante días enteros
con ansiedad las noticias de Bayona se arrojó en la mañana del 2 de mayo
sobre los caballos y los soldados franceses mientras nobles y burgueses se
parapetaban temerosamente en sus casas; cuando el 9 de mayo, en Oviedo, la
multitud, arrastrada [153]-
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a la calle
por los estudiantes, reclamó la guerra contra Francia y quince días más tarde
impuso la creación de la primera junta insurreccional; en todos estos casos
se trataba, indudablemente, como reacción contra el vacío de poder monárquico
y la expectativa temerosa de las autoridades, del ejercicio directo, por parte del pueblo, de una soberanía que en tiempos normales jamás habría discutido a su rey. Al
condenar con su acción las instituciones vacilantes del Antiguo régimen y los
grupos desacreditados por su impotencia para evitar el drama de la invasión,
el pueblo español exigía la instalación de poderes resueltos a luchar por la
independencia nacional, Más profundamente - pero la catástrofe nacional había
modificado el orden de urgencias- el descontento político se apoyaba también,
en el campo, en una resistencia latente a los excesos del régimen señorial.
Pero aparte de esto, las revoluciones urbanas de 1808 no abrían el
camino a una subversión de las estructuras políticas y sociales, sino todo lo
contrario, era una revolución al servicio de la tradición, de la que seguía
estando impregnada toda la conciencia popular, hasta el punto de que las
energías de las masas pudieron después ser fácilmente explotadas por los
elementos ultraconservadores del clero y la nobleza, y servir de soporte a la
restauración —o mejor la retrogradación— de 1814. Los insurrectos no
pretendieron en modo alguno hacerse con el poder; dejaron que los miembros de
las clases dirigentes tradicionales constituyeran las nuevas juntas, con la condición de que fuesen
ardientes patriotas. La movilización apasionada y fanática de las clases
populares se efectuó en torno a un pequeño número de conceptos de una gran
fuerza emotiva, pero pertenecientes indudablemente a la más vieja tradición.
En primer lugar la imagen del buen rey, Fernando VII, cuyo alejamiento y
cautividad no dejaron nunca de simbolizar la ofensa hecha a la patria, y cuyo
retorno había de provocar manifestaciones de idolatría. Luego la de la fe
católica: Madame de Staël no dejó de notar que los españoles eran,
junto con los rusos, los
dos únicos pueblos europeos de una
profunda religiosidad. Constantemente aparecen las manifestaciones de piedad asociadas de manera espontánea
a los episodios de la lucha nacional. En Zaragoza, en junio de 1808, se hace
prestar juramento a las tropas bajo el estandarte de la Virgen del Pilar; en
pleno asedio y bajo la amenaza de los bombardeos franceses se celebra con
gran solemnidad allí el 25 de julio y la solemne procesión de Santiago
interrumpe los trabajos de fortificación. La guerra contra los franceses es
como una nueva reconquista, alentada por sacerdotes y monjes La patria es el
rey y la religión. Ajenos a los grandes debates de las Cortes de Cádiz, las
masas permanecen [154]
simplemente leales, con una
lealtad en la que del modo mas natural se apoyará Fernando VII a su regreso,
cuando en mayo de 1814 se siente
suficientemente seguro de su pueblo— y de su ejército— como para abolir en
bloque la constitución de 1812 y todas las reformas
de inspiración liberal.
Pero incluso antes de haber
favorecido así la solución política más de acuerdo con los deseos de un
soberano del que ignoraban que era el más falso de los héroes, las clases populares desempeñaron un papel no menos
esencial durante la misma guerra. Si los franceses no hubieran tenido nunca
ante sí más que los ejércitos regulares españoles, la guerra habría acabado
por extinguirse, porque hubieran podido eliminar sin gran dificultad uno tras
otro todos los ejércitos reconstruidos por las juntas locales o la junta
central. Si los franceses no hubiesen tenido que restringir sus efectivos en
la Península ibérica a partir de
1812 y como consecuencia irse replegando progresivamente hacia el norte a
comienzos de 1813, las condiciones para un avance victorioso de Wellington no se habrían dado nunca. Por el
contrario, las franceses habrían encontrado las
mayores dificultades, incluso dedicando a la tarea
enormes esfuerzos, para acabar con la guerra de guerrillas. Por dos decretos
del 28 de diciembre de 1808 y del 12 de abril de 1809, la junta central se
esforzó en vincular la guerrilla a la guerra oficial; pero de hecho los
guerrilleros, salvo aquellos que se hallaban rígidamente encuadrados por
oficiales de los antiguos ejércitos regulares dislocados y dispersos,
llegando así a constituir unidades militares de verdadera importancia,
continuaron librando un tipo de lucha autónoma, popular y patriótica, cuya
espontaneidad y originalidad constituyen un fenómeno social, e incluso
antropológico, sin parangón en la Europa de entonces. En aquella guerra de
voluntarios donde el anarquismo del desertor y del bandolero iba a la par con
el más puro desinterés, se revelaron, lo mismo que durante las guerras de la
Revolución francesa, talentos excepcionales que
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no hubieran hecho carrera en la sociedad de los tiempos de paz; un
simple campesino como Mina, «el rey de Navarra», un castellano de extracción
más alta como el Empecinado, fueron —mucho más que un Castaños o un Palafox,
personajes cuya acción simbólica superaba su profunda mediocridad— los
verdaderos genios de la situación. Sin duda no eran otra cosa que la
manifestación de un genio colectivo y profundo; el de una tierra que mimetiza
al combatiente, el de una población que alimenta, protege, pertrecha e
informa a «su» soldado, y lo hace desaparecer al aproximarse las columnas
móviles del adversario. De esta forma, unos 50.000 hombres, todos los más,
lograron paralizar constantemente la circulación y el abastecimiento [155]
de las tropas francesas,
llegando a imponer más de un mes de viaje a los convoyes que se dirigían de
Bayona a Madrid, a pesar de la creación de un cuerpo especial de gendarmería
para la protección del itinerario y de fuertes escoltas militares.
Una guerra, por tanto, que
evoca al mismo tiempo los episodios de la resistencia ante la conquista
romana y ciertas formas modernas de guerra en la que participa toda una
nación en la totalidad de su territorio. Simultáneamente, y sin apenas
relación con lo precedente, a un nivel completamente distinto, tuvo lugar un
intento de revolución política y social, querida por la pequeña elite de los
liberales.
Las juntas provinciales, de
origen insurreccional, se hallaban también arraigadas en la tradición
española, la de la vivacidad de los particularismos regionales, que no
excluían un vigoroso sentimiento nacional. Sin embargo, la necesidad de
combatir eficazmente a los franceses llevó a varias de estas juntas a
constituir la junta central en Aranjuez, de donde huyó a Sevilla. Los
diputados que la componían pertenecían a todas las tendencias: conservadores
extremistas, como La Romana; representantes del absolutismo ilustrado, como
su primer presidente, el viejo Floridablanca; reformadores moderados, como
Jovellanos, partidario de una monarquía constitucional a la inglesa, de una
reforma agraria y de la abolición de la Inquisición. Una provisional y
superficial unanimidad les hacía compartir la convicción de que era preciso
organizar la victoria, y que para ello habría que pagar un tributo al
espíritu de reforma; y ¿no equivalía esto a anunciar implícitamente una
renovación de las viejas estructuras burocráticas de España, así como
afirmarse contra la anticuada autoridad del Consejo de Castilla? A pesar de
ello, no recayó sobre la junta central la tarea de emprender el esfuerzo de
modernización inseparable del esfuerzo de guerra; desacreditada por el
fracaso de sus ejércitos, discutida su autoridad a causa de su escasa
representatividad, tuvo que ceder el puesto a la reunión de las Cortes.
Esta fue la oportunidad de los
liberales, a los que las circunstancias colocaron artificialmente en una
posición dominante. La historia de las Cortes de 1810 se halla, en efecto,
unida a su instalación en Cádiz, asediada pero invicta; la menos española y
la más europea de las ciudades de España. La asamblea, cuya convocatoria no
se había llevado a cabo según la distinción tradicional de los brazos, sino
por ciudades y provincias y sobre la base del censo de 1797, encontró allí el
apoyo de una burguesía abierta a las ideas nuevas, así como a las relaciones
con países lejanos, partidaria de la libertad religiosa, política y
económica, y que otorgaba más valor al trabajo que al nacimiento. [156]
El día 24 de septiembre de
1810, por iniciativa de dos sacerdotes, se aprobó un decreto según el cual la
soberanía nacional residía en las Cortes: aquello parecía junio de 1789...
1811 fue en Cádiz el año de las Luces: se abolieron la tortura judicial y los
derechos señoriales, y se redactó la Constitución, solemne neme adoptada co
marzo de 1812. En 1813 quedó abolida la Inquisición.
Un año más tarde, el rey
exiliado borraba todo esto de un plumazo en vísperas de su regreso triunfal a
Madrid. La verdadera España arrojaba por la borda el liberalismo, del mismo
modo que había rechazado al enemigo fuera de fronteras Aisladas en la
periferia del país, las Cortes de 18101813 no habían tenido prácticamente ninguna influencia sobre él. Las
juntas, dominadas en casi todas partes desde 1811 por generales, habían
ignorado el poder de Cádiz. Los grandes terratenientes y los administradores
de los señores feudales habían saboteado la abolición de los privilegios.
Víctima a su vez de las reformas todo el personal de las antiguas instancias
administrativas y judiciales aguardaba su desquite. El clero, en su mayor
parte, garantizaba el éxito
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de una mayoría conservadora en
las Cortes ordinarias elegidas a finales de 1813. Los oficiales superiores
pertenecían también a la oposición más conservadora, a diferencia de los
oficiales, subalternos; fue precisamente el apoyo de Elío general de Valencia
y de Eguía, nombrado por el rey capitán general de Castilla la Nueva, lo que
permitió a Fernando VII restablecer el absolutismo mediante una acción que lo
mismo en Valencia que en Madrid evoca directamente 1os pronunciamientos que
tendrán lugar durante todo el siglo. Por el contrario, las Cortes no supieron
atraer a su causa las simpatías populares, ni tuvieron tiempo de hacerlo, por
no haber colocado la reforma social en primer plano, ni haber sabido difundir
su propaganda entre las masas, Con sus élites intelectuales mal preparadas
para representar su papel, con su burguesía quebrantada por la decadencia del
comercio, España quedó al margen del camino hacia el progreso. [157]
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