sábado, 29 de julio de 2017

Bergeron, Louis y Furet, François; La época de las revoluciones europeas - cap IV

Bergeron, Louis y Furet, François; La época de las revoluciones europeas, 1780-1848, Siglo XXI
Editores, México, 1998.


IV. MÁS ALLA DE LA EUROPA NAPOLEONICA: ESPAÑA
Por más que no permaneciera personalmente en ella sino de noviembre de 1808 a enero de 1809, España ocupó un lugar importante en la acción y en el pensamiento de Napoleón; no solo porque este país absorbió una parte considerable de las fuerzas militares imperiales, llegando a inmovilizar a 37000 hombres a lo largo de 1811, sino porque estaba en el centro de los grandes proyectos que entre 1807 y 1812 el Emperador no consiguió ver triunfar, siendo cada vez más consciente, de las desastrosas consecuencias de aquel fracaso para el conjunto de su política europea. Por otra parte de todos los países [149]                               que conocieron la ocupación militar y la administración
francesas, España fue el que más profundamente escapó al control de un vencedor que hasta entonces nunca había conocido más que la ilusión de la conquista. La invasión y la dominación extranjeras no fueron, por su impacto, más que la ocasión de una revolución española íntimamente vinculada al levantamiento nacional, revolución que se desarrolló al margen de la influencia francesa y contra ella. Por eso mismo el fracaso final, de la reforma, vencida por la tradición, se explica en parte por el hecho de que no recibió en este caso apoyo del exterior.
Es posible que la intervención francesa en España sea la que más claramente pone de manifiesto el carácter imperialista de la política de Napoleón en el apogeo de su carrera. El Emperador despreciaba profundamente a un país como España, gobernado por una dinastía borbónica decadente y corrompida y por el oscurantismo del clero. Su intención era, a ser posible de acuerdo con los españoles, y si no contra ellos, renovar este país mediante reformas sociales y administrativas y poner sus recursos a disposición de Francia; ni la independencia ni la unidad nacionales de España se tenían en cuenta, y al margen de la solución finalmente adoptada —la de la instalación de un miembro de la familia Bonaparte en el trono de Madrid—, Napoleón había pensado también en la de un desmembramiento en virreinatos administrados directamente por



Francia. España tenía un doble papel que cumplir; alinear contra Inglaterra sus fuerzas navales, una vea reorganizadas, al lado de las flotas francesa y holandesa, y abastecer a Francia de metales preciosos americanos, abandonando el comercio con su imperio colonial en manos de los intereses franceses. Los españoles, de acuerdo con los proyectos del Emperador, tendrían que sentirse halagados al verse reducidos así al rango de instrumentos de Francia, puesto que como contrapartida, los haría entrar en el camino del progreso.
Pero Napoleón nunca pudo llegar a servirse de España, ya que tuvo que empezar por conquistarla, y nunca logró concluir la conquista por más que sus tropas mantuvieran de hecho constantemente la supremacía militar en el país desde finales de 1808 a mediados de 1812. Tampoco logró dejar en España su huella reformadora, por no haber podido ejercer en ella una autoridad efectiva. El primer acto legislativo con respecto a España fue la Constitución adoptada en Bayona en junio de 1807 por un simulacro de asamblea nacional. De cualquier manera, dejaba subsistir el catolicismo como religión única, las órdenes monásticas, la Inquisición y los derechos feudales. Los verdaderos decretos innovadores —en teoría al menos— fueron emitidos por Napoleón                          [150]
en Chamartin en diciembre de 1808: disolución del Consejo de Castilla y de la Inquisición, abolición de los derechos señoriales y de la justicia feudal, reducción en sus des tercios de las órdenes religiosas supresión de las aduanas interiores. Pero José Bonaparte, «por la gracia de Dios y la Constitución del Estado rey de España y de las Indias», nunca ejerció más que una soberanía nominal. Los españoles vieron siempre en él al «rey intruso»; los panfletos nacionalistas difundidos desde Cádiz por toda España hicieron de él «Pepe Botella» o «el rey de copas». La esfera de su autoridad no hubiera rebasado de todas maneras la de la presencia militar de los franceses. Incluso en aquellos limites, su autoridad contrarrestada por la hostilidad casi general de la población, se veía reducida a la nada por la total insubordinación de los generales, que no reconocían otro superior que el Emperador y se comportaban a escala local como otros tantos soberanos en país conquistado agotando por lo demás todos los ingresos fiscales y paralizando de esta forma cualquier esfuerzo reformador. José, que no carecía de buenas cualidades, aunque éstas no fueran de las que podían agradar a su hermano, trató sin embargo de reinar, con la ayuda de los afrancesados. Bajo este nombre como bajo los de josefnos o juramentados los contemporáneos designaron a aquella fracción de la Ilustración que, unas veces por simpatía ideológica, otras por interés, por oportunismo o por cansancio, optó por apoyar al rey francés. Para estos miles de hombres, que pertenecían por lo general a la elite administrativa e intelectual, la monarquía josefina representaba, entre la impotencia de la dinastía borbónica y los riesgos de una revolución Popular violenta de tipo parisino, una tercera vía, la de un reformismo autoritario de Estado; una posibilidad única de reemprender la modernización de España interrumpida desde el reinado de Carlos IV, imponiendo silencio a la Iglesia y a los privilegiados, La opinión nacional española los clasificó como traidores, Puede, sin embargo, verse era su actitud una forma utópica de patriotismo, de un patriotismo que carecía de posibilidades de éxito. Si unos logros militares decisivos hubieran reimplantado el orden y aliviado la ocupación, José hubiera podido aparecer como soberano dueño de su reino y relativamente independiente de Napoleón, quizá la opinión pública se hubiera puesto ampliamente de su parte, como pareció por un momento que iba a suceder en Andalucía. Pero los verdaderos reyes de España eran los generales franceses, a quienes Napoleón había otorgado en 1810 plenos poderes civiles y militares en Castilla la Vieja y al norte del Ebro, con la esperanza de anexionarse a Cataluña en 1812, como si España le perteneciera por derecho de conquista, Por el contrario, en
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diciembre de 1813, Napoleón tendría que devolver España a Fernando VII evacuar el país y conceder a José, a su vez convertido en «rey deseado», el premio de consolación de la lugartenencia general del imperio pues, en la misma España, bajo control francés, la legislación de José se redujo a un corpus de buenas intenciones —secularización de los bienes monásticos tras la supresión de la totalidad de las órdenes, desarrollo de la enseñanza—, o a creaciones de prestigio —fundación del Museo del Prado, urbanismo madrileño—. A lo más esta legislación dio lugar a una especie de emulación por parte del reformismo liberal y nacionalista de Cádiz, que no podía quedar por detrás.



No hubo, por tanto, en España una experiencia de despotismo ilustrado al estilo francés. El verdadero papel de la intervención francesa en España consistió, bajo el efecto del impacto, en suscitar una insurrección popular de carácter revolucionario tanto como nacional, y engendrar así las condiciones de una experiencia de reformismo liberal, finalmente abocada al fracaso, que fue la ocasión de un arreglo de cuentas entre la tradición y el progreso. La consecuencia de ello fue la consolidación de un retraso secular.
Las formas de la intervención y de la presencia francesas en España entre 1808 y 1813 constituyen un caso extremo; en ninguna parte de Europa durante la época napoleónica gravitaron tan pesadamente sobre la vida del país, ni provocaron una reacción nacional tan homogénea y eficaz, Las relaciones entre Napoleón y España se vieron hipotecadas, desde el principio, por la decepción y la ofensa experimentadas por los españoles en la persona de Fernando VII. Cegada por su odio hacia Carlos IV —el «Choricero»— y Godoy la opinión pública española quiso creer durante el invierno de 1807-1808 que las tropas francesas sólo entraban masivamente en España para sostener la acción emprendida contra Portugal, por una parte, y para favorecer el acceso al trono del príncipe de Asturias, por otra- El desenlace de las conversaciones de Bayona, en abril-mayo de 1808, sólo hizo que pareciera más hipócrita la conducta del Emperador. Y así fue como Fernando VII, rey de unos pocos días - espíritu cobarde y vil, amargado por la frustración del poder, se encontró con que encarnaba a los ojos de su pueblo al mártir de la independencia nacional. Igualmente importante fue la manera - como se estableció e1 contacto entre tropas francesas y habitantes de las regiones ocupadas. El descontento se reforzó muy pronto con los primeros saqueos, requisas y ocupaciones de fortalezas; en Madrid, los soldados de Murat cayeron mal con sus constantes exhibiciones militares, su irreverencia religiosa y su familiaridad                                                                                        [152]
con las mujeres, En los sucesos del 2 de mayo aparecen los dos aspectos fundamentales de la violación de la dignidad española por los franceses por la mañana la partida de los infantes hacia Bayona, símbolo del sometimiento de la dinastía nacional; por la tarde y por la noche, la «lección» voluntaria conscientemente inflingida a la canalla madrileña Al proclamar «Se ha vertido sangre francesa. Clama venganza», Murat abrió el ciclo de represalias y contrarrepresalias al mismo tiempo que encendía la chispa de la rebelión general. Durante la larga guerra que siguió, los franceses contribuyeron en buena parte a alimentar este ciclo: saqueos, devastaciones, matanzas de las que el saqueo de Córdoba y la columna de castigo enviada a Jaén fueron, durante la primavera de 1808, los primeros ejemplos. Venganza contra las atrocidades españolas, pero también efecto de la exasperación de un ejército perpetuamente frustrado en los resultados normalmente esperados de su superioridad en el terreno puramente militar, de su sentimiento de continua inseguridad en un país - cuya población lo había bloqueado de tal manera que era prácticamente imposible conseguir de él la menor información, el menor indicio. De 1809 a 1812, durante el período en que las tropas francesas controlaron efectivamente numerosos centros urbanos y sus inmediaciones, el gobierno de los generales fue el gobierno del terror: requisas, impuestos represión, ejecuciones, actos de injusticia y brutalidad- fueron pocos aquellos —como Suchet— cuya mano se hizo sentir menos y que no perdieron el sentido de la honradez personal.
Pero si la guerra adquirió un carácter de inexorable crueldad, de guerra total, se debió sobre todo al tipo particular de resistencia opuesta por España a Napoleón: una resistencia popular y nacional. Con su sobresalto revolucionario y con su pasividad fundamental, los campesinos y artesanos españoles fueron los que verdaderamente guiaron el curso de los acontecimientos.
Un sobresalto revolucionario; tal es, efectivamente, el sentido del motín de Aranjuez, de la insurrección madrileña, de los levantamientos patrióticos que se difundieron enseguida por todo el país a partir de Oviedo. Cuando los campesinos y los criados de Aranjuez y de los pueblos vecinos impusieron, del 17 al 19 de marzo de 1800, la abdicación de Carlos IV, estuvieron a punto de matar a Godoy y aclamaron como rey a Fernando VII, cuando el pueblo bajo de Madrid reforzado por los campesinos de los alrededores, después de haber esperado durante días enteros con ansiedad las noticias de Bayona se arrojó en la mañana del 2 de mayo sobre los caballos y los soldados franceses mientras nobles y burgueses se parapetaban temerosamente en sus casas; cuando el 9 de mayo, en Oviedo, la multitud, arrastrada [153]-



a la calle por los estudiantes, reclamó la guerra contra Francia y quince días más tarde impuso la creación de la primera junta insurreccional; en todos estos casos se trataba, indudablemente, como reacción contra el vacío de poder monárquico y la expectativa temerosa de las autoridades, del ejercicio directo, por parte del pueblo, de una soberanía que en tiempos normales jamás habría discutido a su rey. Al condenar con su acción las instituciones vacilantes del Antiguo régimen y los grupos desacreditados por su impotencia para evitar el drama de la invasión, el pueblo español exigía la instalación de poderes resueltos a luchar por la independencia nacional, Más profundamente - pero la catástrofe nacional había modificado el orden de urgencias- el descontento político se apoyaba también, en el campo, en una resistencia latente a los excesos del régimen señorial.
Pero aparte de esto, las revoluciones urbanas de 1808 no abrían el camino a una subversión de las estructuras políticas y sociales, sino todo lo contrario, era una revolución al servicio de la tradición, de la que seguía estando impregnada toda la conciencia popular, hasta el punto de que las energías de las masas pudieron después ser fácilmente explotadas por los elementos ultraconservadores del clero y la nobleza, y servir de soporte a la restauración —o mejor la retrogradación— de 1814. Los insurrectos no pretendieron en modo alguno hacerse con el poder; dejaron que los miembros de las clases dirigentes tradicionales constituyeran las nuevas juntas, con la condición de que fuesen ardientes patriotas. La movilización apasionada y fanática de las clases populares se efectuó en torno a un pequeño número de conceptos de una gran fuerza emotiva, pero pertenecientes indudablemente a la más vieja tradición. En primer lugar la imagen del buen rey, Fernando VII, cuyo alejamiento y cautividad no dejaron nunca de simbolizar la ofensa hecha a la patria, y cuyo retorno había de provocar manifestaciones de idolatría. Luego la de la fe católica: Madame de Staël no dejó de notar que los españoles eran, junto con los rusos, los dos únicos pueblos europeos de una profunda religiosidad. Constantemente aparecen las manifestaciones de piedad asociadas de manera espontánea a los episodios de la lucha nacional. En Zaragoza, en junio de 1808, se hace prestar juramento a las tropas bajo el estandarte de la Virgen del Pilar; en pleno asedio y bajo la amenaza de los bombardeos franceses se celebra con gran solemnidad allí el 25 de julio y la solemne procesión de Santiago interrumpe los trabajos de fortificación. La guerra contra los franceses es como una nueva reconquista, alentada por sacerdotes y monjes La patria es el rey y la religión. Ajenos a los grandes debates de las Cortes de Cádiz, las masas permanecen                                                                                         [154]
simplemente leales, con una lealtad en la que del modo mas natural se apoyará Fernando VII a su regreso, cuando en mayo de 1814 se siente suficientemente seguro de su pueblo— y de su ejército— como para abolir en bloque la constitución de 1812 y todas las reformas de inspiración liberal.
Pero incluso antes de haber favorecido así la solución política más de acuerdo con los deseos de un soberano del que ignoraban que era el más falso de los héroes, las clases populares desempeñaron un papel no menos esencial durante la misma guerra. Si los franceses no hubieran tenido nunca ante sí más que los ejércitos regulares españoles, la guerra habría acabado por extinguirse, porque hubieran podido eliminar sin gran dificultad uno tras otro todos los ejércitos reconstruidos por las juntas locales o la junta central. Si los franceses no hubiesen tenido que restringir sus efectivos en la Península ibérica a partir de 1812 y como consecuencia irse replegando progresivamente hacia el norte a comienzos de 1813, las condiciones para un avance victorioso de Wellington no se habrían dado nunca. Por el contrario, las franceses habrían encontrado las mayores dificultades, incluso dedicando a la tarea enormes esfuerzos, para acabar con la guerra de guerrillas. Por dos decretos del 28 de diciembre de 1808 y del 12 de abril de 1809, la junta central se esforzó en vincular la guerrilla a la guerra oficial; pero de hecho los guerrilleros, salvo aquellos que se hallaban rígidamente encuadrados por oficiales de los antiguos ejércitos regulares dislocados y dispersos, llegando así a constituir unidades militares de verdadera importancia, continuaron librando un tipo de lucha autónoma, popular y patriótica, cuya espontaneidad y originalidad constituyen un fenómeno social, e incluso antropológico, sin parangón en la Europa de entonces. En aquella guerra de voluntarios donde el anarquismo del desertor y del bandolero iba a la par con el más puro desinterés, se revelaron, lo mismo que durante las guerras de la Revolución francesa, talentos excepcionales que



no hubieran hecho carrera en la sociedad de los tiempos de paz; un simple campesino como Mina, «el rey de Navarra», un castellano de extracción más alta como el Empecinado, fueron —mucho más que un Castaños o un Palafox, personajes cuya acción simbólica superaba su profunda mediocridad— los verdaderos genios de la situación. Sin duda no eran otra cosa que la manifestación de un genio colectivo y profundo; el de una tierra que mimetiza al combatiente, el de una población que alimenta, protege, pertrecha e informa a «su» soldado, y lo hace desaparecer al aproximarse las columnas móviles del adversario. De esta forma, unos 50.000 hombres, todos los más, lograron paralizar constantemente la circulación y el abastecimiento                                                    [155]
de las tropas francesas, llegando a imponer más de un mes de viaje a los convoyes que se dirigían de Bayona a Madrid, a pesar de la creación de un cuerpo especial de gendarmería para la protección del itinerario y de fuertes escoltas militares.
Una guerra, por tanto, que evoca al mismo tiempo los episodios de la resistencia ante la conquista romana y ciertas formas modernas de guerra en la que participa toda una nación en la totalidad de su territorio. Simultáneamente, y sin apenas relación con lo precedente, a un nivel completamente distinto, tuvo lugar un intento de revolución política y social, querida por la pequeña elite de los liberales.
Las juntas provinciales, de origen insurreccional, se hallaban también arraigadas en la tradición española, la de la vivacidad de los particularismos regionales, que no excluían un vigoroso sentimiento nacional. Sin embargo, la necesidad de combatir eficazmente a los franceses llevó a varias de estas juntas a constituir la junta central en Aranjuez, de donde huyó a Sevilla. Los diputados que la componían pertenecían a todas las tendencias: conservadores extremistas, como La Romana; representantes del absolutismo ilustrado, como su primer presidente, el viejo Floridablanca; reformadores moderados, como Jovellanos, partidario de una monarquía constitucional a la inglesa, de una reforma agraria y de la abolición de la Inquisición. Una provisional y superficial unanimidad les hacía compartir la convicción de que era preciso organizar la victoria, y que para ello habría que pagar un tributo al espíritu de reforma; y ¿no equivalía esto a anunciar implícitamente una renovación de las viejas estructuras burocráticas de España, así como afirmarse contra la anticuada autoridad del Consejo de Castilla? A pesar de ello, no recayó sobre la junta central la tarea de emprender el esfuerzo de modernización inseparable del esfuerzo de guerra; desacreditada por el fracaso de sus ejércitos, discutida su autoridad a causa de su escasa representatividad, tuvo que ceder el puesto a la reunión de las Cortes.
Esta fue la oportunidad de los liberales, a los que las circunstancias colocaron artificialmente en una posición dominante. La historia de las Cortes de 1810 se halla, en efecto, unida a su instalación en Cádiz, asediada pero invicta; la menos española y la más europea de las ciudades de España. La asamblea, cuya convocatoria no se había llevado a cabo según la distinción tradicional de los brazos, sino por ciudades y provincias y sobre la base del censo de 1797, encontró allí el apoyo de una burguesía abierta a las ideas nuevas, así como a las relaciones con países lejanos, partidaria de la libertad religiosa, política y económica, y que otorgaba más valor al trabajo que al nacimiento. [156]
El día 24 de septiembre de 1810, por iniciativa de dos sacerdotes, se aprobó un decreto según el cual la soberanía nacional residía en las Cortes: aquello parecía junio de 1789... 1811 fue en Cádiz el año de las Luces: se abolieron la tortura judicial y los derechos señoriales, y se redactó la Constitución, solemne neme adoptada co marzo de 1812. En 1813 quedó abolida la Inquisición.
Un año más tarde, el rey exiliado borraba todo esto de un plumazo en vísperas de su regreso triunfal a Madrid. La verdadera España arrojaba por la borda el liberalismo, del mismo modo que había rechazado al enemigo fuera de fronteras Aisladas en la periferia del país, las Cortes de 18101813 no habían tenido prácticamente ninguna influencia sobre él. Las juntas, dominadas en casi todas partes desde 1811 por generales, habían ignorado el poder de Cádiz. Los grandes terratenientes y los administradores de los señores feudales habían saboteado la abolición de los privilegios. Víctima a su vez de las reformas todo el personal de las antiguas instancias administrativas y judiciales aguardaba su desquite. El clero, en su mayor parte, garantizaba el éxito



de una mayoría conservadora en las Cortes ordinarias elegidas a finales de 1813. Los oficiales superiores pertenecían también a la oposición más conservadora, a diferencia de los oficiales, subalternos; fue precisamente el apoyo de Elío general de Valencia y de Eguía, nombrado por el rey capitán general de Castilla la Nueva, lo que permitió a Fernando VII restablecer el absolutismo mediante una acción que lo mismo en Valencia que en Madrid evoca directamente 1os pronunciamientos que tendrán lugar durante todo el siglo. Por el contrario, las Cortes no supieron atraer a su causa las simpatías populares, ni tuvieron tiempo de hacerlo, por no haber colocado la reforma social en primer plano, ni haber sabido difundir su propaganda entre las masas, Con sus élites intelectuales mal preparadas para representar su papel, con su burguesía quebrantada por la decadencia del comercio, España quedó al margen del camino hacia el progreso. [157]



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