HOBSBAWM, Eric; La era de la
revolución, 1789-1848, Crítica, Barcelona, 1997
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Le dix-huitieme siecle doit etre mis au Panthéon.
SAINT-JUST1
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I
Lo primero que debemos observar acerca del mundo de 1780-1790 es que
era a la vez mucho más pequeño y mucho más grande que el nuestro.
Era mucho más pequeño geográficamente, porque incluso los hombres más
cultos y mejor informados que entonces vivían-por ejemplo, el sabio y viajero
Alexander von Humboldt (17691859)- sólo conocían algunas partes habitadas del globo. (Los «mundos
conocidos» de otras comunidades menos expansionistas y avanzadas
científicamente que las de la Europa occidental eran todavía más pequeños,
reducidos incluso a los pequeños segmentos de la tierra dentro de los que el analfabeto
campesino de Sicilia o el cultivador de las colinas birmanas vivía su vida y
más allá de los cuales todo era y sería siempre absolutamente desconocido.)
Gran parte de la superficie de los océanos, por no decir toda, ya había sido
explorada y consignada en los mapas gracias a la notable competencia de los
navegantes del siglo XVIII, como James Cook, aunque el conocimiento humano
del lecho de los mares seguiría siendo insignificante hasta mediados del
siglo xx. Los principales contornos de los continentes y las islas eran
conocidos, aunque no con la seguridad de hoy. La extensión y altura de las
cadenas montañosas europeas eran conocidas con relativa exactitud, pero las
de América Latina lo eran escasamente y sólo en algunas partes, las de Asia
apenas y las de África(con excepción del Atlas)eran totalmente ignoradas
afines prácticos. Excepto los de China y la India, el curso de los grandes
ríos del mundo era desconocido para todos, salvo para algunos cazadores de
Siberia y madereros norteamericanos, que conocían o podían conocer los de sus
regiones. Fuera de unas escasas áreas--en algunos continentes no alcanzaban
más que unas cuantas millas al interior desde la costa-, el mapa del mundo
consistía en espacios blancos [15] cruzados por las pistas marcadas por los mercaderes o los
exploradores. Pero por las burdas informaciones de segunda o tercera mano
recogidas por los viajeros o funcionarios en los remotos puestos avanzados,
esos espacios blancos habrían sido incluso mucho más vastos de lo que en realidad
eran.
No solamente el «mundo conocido» era más pequeño, sino también el
mundo real, al menos en términos humanos. Por no existir censos y
empadronamientos con finalidad práctica, todos los cálculos demográficos son
puras conjeturas, pero es evidente que la tierra tenía sólo una fracción de
la población de hoy; probablemente, no más de un tercio. Si es creencia
general que Asia y Africa tenían una mayor proporción de habitantes que hoy,
la de Europa, con unos 187millones en 1800(frente aunos600milloneshoy), era
más pequeña, y mucho más pequeña aún la del continente americano.
Aproximadamente, en 1800, dos de cada tres pobladores del planeta eran
asiáticos, uno de cada cinco europeo, uno de cada diez africano y uno de cada
treinta y tres americano y oceánico. Es evidente que esta población mucho
menor estaba mucho más esparcida por la superficie del globo, salvo quizá en
ciertas pequeñas regiones de agricultura intensiva o elevada concentración
urbana, como algunas zonas de China, la India y la Europa central y
occidental, en donde existían densidades comparables a las de los tiempos
modernos. Si la población era más pequeña, también lo era el área de
asentamiento posible del hombre. Las condiciones climatológicas
(probablemente algo más frías y más húmedas que las de hoy, aunque no tanto
como durante el período de la «pequeña edad del hielo», entre 1300y1700)
hicieron retroceder los límites habitables en el Ártico. Enfermedades
endémicas, como el paludismo, mantenían deshabitadas muchas zonas, como las
de
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1 Saint-.Jusl.Ouvres
completes. vol.n,p,514.
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Italia meridional, en donde las
llanuras del litoral sólo se irían poblando poco a poco a lo largo del siglo
XIX. Las formas primitivas de la economía, sobre todo la caza y (en Europa)
la extensión territorial de la trashumancia de los ganados, impidieron los
grandes establecimientos en regiones enteras, como, por ejemplo, las llanuras
de la Apulia; los dibujos y grabados de los primeros turistas del siglo XIX
nos han familiarizado con paisajes de la campiña romana: grandes extensiones
palúdicas desiertas, escaso ganado y bandidos pintorescos. Y, desde luego,
muchas tierras que después se han sometido al arado, eran yermos incultos,
marismas, pastizales o bosques.
También la humanidad era más pequeña en un tercer aspecto: los
europeos, en su conjunto, eran más bajos y más delgados que ahora. Tomemos un
ejemplo de las abundantes estadísticas sobre las condiciones físicas de los
reclutas en las que se basan estas consideraciones: en un cantón de la costa
ligur, el 72 por 100delos reclutas en 1792-1799 tenían menos de 1,50metros de
estatura.2 Esto no quiere decir que los hombres de finales del
siglo XVIII fueran más frágiles que los de hoy. Los flacos y desmedrados
soldados de la Revolución francesa demostraron una resistencia física solo [16] igualada en nuestros
días por las ligerísimas guerrillas de montaña en las guerras coloniales.
Marchas de una semana, con un promedio de cincuenta kilómetros diarios y
cargados con todo el equipo militar, eran frecuentes en aquellas tropas. No
obstante, sigue siendo cierto que la constitución física humana era muy pobre
en relación con la actual, como lo indica la excepcional importancia que los
reyes y los generales concedían a los «mozos altos», que formaban los
regimientos de elite, guardia real, coraceros, etc.
Pero si en muchos aspectos el mundo era más pequeño, la dificultad e
incertidumbre de las comunicaciones lo hacía en la práctica mucho mayor que
hoy. No quiero exagerar estas dificultades. La segunda mitad del siglo XVIII
fue, respecto a la Edad Media y los siglos XVI y XVII, una era de abundantes
y rápidas comunicaciones, e incluso antes de la revolución del ferrocarril,
el aumento y mejora de caminos, vehículos de tiro y servicios postales es muy
notable. Entre 1760 y el final del siglo, el viaje de Londres a Glasgow se
acortó, de diez o doce días, a sesenta y dos horas. El sistema de mail-coache o diligencias,
instituido en la segunda mitad del siglo XVIII y ampliadísimo entre el final
de las guerras napoleónicas y el advenimiento del ferrocarri1, proporcionó no
solamente una relativa velocidad -el servicio postal desde París a
Estrasburgo empleaba treinta y seis horas en 1833-, sino también regularidad.
Pero las posibilidades para el transporte de viajeros por tierra eran
escasas, y el transporte de mercancías era a la vez lento y carísimo. Los
gobernantes y grandes comerciantes no estaban aislados unos de otros: se
estima que veinte millones de cartas pasaron por los correos ingleses al
principio de las guerras con Bonaparte(al final de la época que estudiamos
serían diez veces más); pero para la mayor parte de los habitantes del mundo,
las cartas eran algo inusitado y no podían leer o viajar- excepto tal vez
alas ferias y mercados- fuera de lo corriente. Si tenían que desplazarse o
enviar mercancías, habían de hacerla a pie o utilizando lentísimos carros,
que todavía en las primeras décadas del siglo XIX transportaban cinco sextas
partes de las mercancías francesas menos de 40 kilómetros por día. Los correos
diplomáticos volaban a través de largas distancias con su correspondencia
oficial; los postillones conducían las diligencias sacudiendo los huesos de
una docena de viajeros o, si iban equipadas con la nueva suspensión de
cueros, haciéndoles padecer las torturas del mareo. Los nobles viajaban en
sus carrozas particulares. Pero para la mayor parte del mundo la velocidad
del carretero caminando al lado de su caballo o su mula imperaba en el
transporte por tierra.
En estas circunstancias, el transporte por medio acuático era no sólo
más fácil y barato, sino también a menudo más rápido si los vientos y el
tiempo eran favorables. Durante su viaje por Italia, Goethe empleó cuatro y
tres días, respectivamente, en ir y volver navegando de Nápoles a Sicilia. ¿Cuánto
tiempo habría tardado en recorrer la misma distancia por tierra con muchísima
menos comodidad? Vivir cerca de un puerto era vivir cerca del mundo.
Realmente, Londres estaba más cerca de Plymouth o de Leith que de los pueblos
de Breckland en Norfolk; Sevilla era más accesible desde Veracruz que desde
Valladolid y Hamburgo desde Bahía que desde el interior de Pomerania.
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2 A. Hovelacque « La
taille dans un canton ligure » 1896 ;Paris
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[17] El mayor inconveniente del transporte acuático era su intermitencia.
Hasta 1820, los correos de Londres a Hamburgo y Holanda sólo se hacían dos
veces a la semana; los de Suecia y Portugal, una vez por semana, y los de
Norteamérica, una vez al mes. A pesar de ello no cabe duda de que Nueva York
y Boston estaban en contacto mucho más estrecho que, digamos, el condado de
Maramaros, en los Cárpatos, con Budapest. También era más fáci 1 transportar
hombres y mercancías en cantidad sobre la vasta extensión de los océanos -por
ejemplo, en cinco años (1769-1774) salieron de los puertos del norte de
Irlanda 44,000 personas para América, mientras sólo salieron cinco mil para
Dundeeen tres generaciones- y unir capitales distantes que la ciudad y el
campo del mismo país. La noticia de la caída de la Bastilla tardó trece días
en llegar a Madrid, y, en cambio, no se recibió en Péronne, distante sólo de
París 133 kilómetros, hasta el 28 de julio.
Por todo ello, el mundo de1789 era incalculablemente vasto para la
casi totalidad de sus habitantes. La mayor parte de éstos, de no verse
desplazados por algún terrible acontecimiento o el servicio militar, vivían y
morían en la región, y con frecuencia en la parroquia de su nacimiento: hasta
1861más de nueve personas por cada diez en setenta de los noventa
departamentos franceses vivían en el departamento en que nacieron. El resto
del globo era asunto de los agentes de gobierno y materia de rumor. No había
periódicos, salvo para un escaso número de lectores de las clases media y
alta -la tirada corriente de un periódico francés era de 5.000 ejemplares en
1814-, y en todo caso muchos no sabían leer, Las noticias eran difundidas por
los viajeros y el sector móvil de la población: mercaderes y buhoneros,
viajantes, artesanos y trabajadores de la tierra sometidos a la migración de
la siega o la vendimia, la amplia y variada población vagabunda, que
comprendía desde frailes mendicantes o peregrinos hasta contrabandistas,
bandoleros, salteadores, gitanos y titiriteros y, desde luego, a través de
los soldados que caían sobre las poblaciones en tiempo de guerra o las
guarnecían en tiempos de paz. Naturalmente, también llegaban las noticias por
las vías oficiales del Estado o la Iglesia. Pero incluso la mayor parte de
los agentes de uno y otra eran personas de la localidad elegidas para prestar
en ella un servicio vitalicio. Aparte de en las colonias, el funcionario
nombrado por el gobierno central y enviado a una serie depuestos provinciales
sucesivos, casi no existía todavía. De todos los empleados del Estado, quizás
sólo los militares de carrera podían esperar vivir una vida un poco errante,
de la que sólo les consolaba la variedad de vinos, mujeres y caballos de su
país.
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II
El mundo de 1789 era preponderantemente rural y no puede comprenderse
si no nos damos cuenta exacta de este hecho. En países como Rusia,
Escandinavia o los Balcanes, en donde la ciudad no había florecido demasiado,
del 90 al 97 por 100 de la población era campesina. Incluso en regiones con
[18] fuerte, aunque decaída, tradición urbana, el tanto por ciento rural o agrícola
era altísimo: el 85 en Lombardía, del 72 al 80 en Venecia, más del 90 en
Calabria y Lucania, según datos dignos de crédito.3 De hecho,
fuera de algunas florecientes zonas industriales o comerciales, difícilmente
encontraríamos un gran país europeo en el que por lo menos cuatro de cada
cinco de sus habitantes no fueran campesinos. Hasta en la propia Inglaterra,
la población urbana sólo superó por primera vez a la rural en 1851. La
palabra «urbana» es ambigua, desde luego. Comprende a las dos ciudades
europeas que en 1789 podían ser llamadas verdaderamente grandes por el número
de sus habitantes: Londres, con casi un millón; París, con casi medio, y
algunas otras con cien mil más o menos: dos en Francia, dos en Alemania,
quizá cuatro en España, quizá cinco en Italia (el Mediterráneo era
tradicionalmente la patria de las ciudades), dos en Rusia y una en Portugal,
Polonia, Holanda, Austria, Irlanda, Escocia y la Turquía europea. Pero
también incluye la multitud de pequeñas ciudades provincianas en las que
vivían realmente la mayor parte de sus habitantes: ciudades en las que un
hombre podía trasladarse en cinco minutos desde la catedral, rodeada de
edificios públicos y casas de personajes, al campo. Del 19 por 100 de los
austríacos que todavía al final de nuestro período (1834) vivían en ciudades,
más de las tres cuartas partes residían en poblaciones de menos de 20.000
habitantes, y casi la mitad en pueblos de dos mil a cinco mil
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3 L.DalPane,Storia
dellavoro dagli inizi del secoloXVIIIal
1815, 1958,p. 135.R.S. Eckaus, «The North-South Differential in Italian Economic
Development», Journal of Economic
History,XXI (1961), p.290.
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habitantes. Estas eran las
ciudades a través de las cuales los jornaleros franceses hacían su vuelta a
Francia; en cuyos perfiles del siglo XVI, conservados intactos por la
paralización de los siglos, los poetas románticos alemanes se inspiraban
sobre el telón de fondo de sus tranquilos paisajes; por encima de las cuales
despuntaban las catedrales españolas; entre cuyo polvo los judíos hasidíes
veneraban a sus rabinos, obradores de milagros, y los judíos ortodoxos
discutían las sutilezas divinas de la ley; alas que el inspector general de
Gogol llegaba para aterrorizar a los ricos y Chichikov, para estudiar la
compra de las almas muertas. Pero estas eran también las ciudades de las que
los jóvenes ambiciosos salían para hacer revoluciones, millones o ambas cosas
a la vez. Robespierre salió de Arras; Gracchus Babeuf, de San Quintín;
Napoleón Bonaparte, de Ajaccio.
Estas ciudades provincianas no eran menos urbanas por ser pequeñas.
Los verdaderos ciudadanos miraban por encima del hombro al campo circundante
con el desprecio que el vivo y sabihondo siente por el fuerte, el lento, el
ignorante y el estúpido. (No obstante, el nivel de cultura de los habitantes
de estas adormecidas ciudades campesinas no era como para vanagloriarse: las
comedias populares alemanas ridiculizan tan cruelmente a las Kraehwinkel, o pequeñas
municipalidades, como a los más zafios patanes.) La línea fronteriza entre
ciudad y campo, o, mejor dicho, entre ocupaciones urbanas y ocupaciones
rurales, era rígida. En muchos países la barrera de los [19] consumos, y a veces
hasta la vieja línea de la muralla, dividía a ambos. En casos extremos, como
en Prusia, el gobierno, deseoso de conservar a sus ciudadanos contribuyentes
bajo su propia supervisión, procuraba una total separación de actividades
urbanas y rurales. Pero aún en donde no existía esa rígida división
administrativa, los ciudadanos eran a menudo físicamente distintos de los
campesinos. En una vasta extensión de la Europa oriental había islotes
germánicos, judíos o italianos en lagos eslavos, magiares o rumanos. Incluso
los ciudadanos de la misma nacionalidad y religión parecían distintos de los
campesinos de los contornos: vestían otros trajes y realmente en muchos
casos, excepto en la explotada población obrera y artesana del interior, eran
más altos, aunque quizá también más delgados.4 Ciertamente se
enorgullecían de tener más agilidad mental y más cultura, y tal vez la
tuvieran. No obstante, en su manera de vivir eran casi tan ignorantes de lo
que ocurría fuera de su ciudad y estaban casi tan encerrados en ella como los
aldeanos en sus aldeas.
Sin embargo, la ciudad provinciana pertenecía esencialmente a la
economía y a la sociedad de la comarca. Vivía a expensas de los aldeanos de
las cercanías y (con raras excepciones) casi como ellos. Sus clases media y
profesional eran los traficantes en cereales y ganado; los transformadores de
los productos agrícolas; los abogados y notarios que llevaban los asuntos de
los grandes propietarios y los interminables litigios que forman parte de la
posesión y explotación de la tierra; los mercaderes que adquirían y revendían
el trabajo de las hilanderas, tejedoras y encajeras de las aldeas; los más
respetables representantes del gobierno, el señor o la Iglesia. Sus artesanos
y tenderos abastecían a los campesinos y a los ciudadanos que vivían del
campo. La ciudad provinciana había declinado tristemente desde sus días
gloriosos de la Edad Media. Ya no eran como antaño «ciudades libres»
o«ciudades-Estado», sino rara vez un centro de manufacturas para un mercado
más amplio o un puesto estratégico para el comercio internacional A medida
que declinaba, se aferraba con obstinación al monopolio de su mercado, que
defendía contra todos los competidores: gran parte del provincianismo del que
se burlaban los jóvenes radicales y los negociantes de las grandes ciudades
procedía de ese movimiento de autodefensa económica. En la Europa meridional,
gran parte de la nobleza vivía en ellas de las rentas de sus fincas. En
Alemania, las burocracias de los innumerables principados -que apenas eran
más que inmensas fincas- satisfacían los caprichos y deseos de sus serenísimos
señores con las rentas obtenidas de un campesinado sumiso y respetuoso. La
ciudad provinciana de finales del siglo XVIII pudo ser una comunidad próspera
y expansiva, como todavía atestiguan en algunas partes de Europa occidental
sus conjuntos de piedra de un modesto estilo neoclásico o rococó. Pero toda
esa prosperidad y expansión procedía del campo [20]
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4 En 1823-1827 los ciudadanos de Bruselas
medían tres centímetros más que los hombres de las aldeas rurales, y los de
Lovaina, dos centímetros más. Existe un considerable volumen de estadísticas
militares sobre este punto, aunque todas corresponden al siglo XIX (Quetelet,
citado por Manouvrier,«Sur la taille
des parisiens», Bulletin de la Société Anthropologique de Paris, 1888,p. 17
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El problema agrario era por eso fundamental en el mundo de 1789, y es
fácil comprender por qué la primera escuela sistemática de economistas
continentales-los fisiócratas franceses- consideraron indiscutible que la
tierra, y la renta de la tierra, eran la única fuente de ingresos. Y que el
eje del problema agrario era la relación entre quienes poseen la tierra y
quienes la cultivan, entre los que producen su riqueza y los que la acumulan.
Desde el punto de vista de las relaciones de la propiedad agraria,
podemos dividir a Europa-o más bien al complejo económico cuyo centro radica
en la Europa occidental- en tres grandes sectores. Al oeste de Europa estaban
las colonias ultramarinas. En ellas, con la notable excepción de los Estados
Unidos de América del Norte y algunos pocos territorios menos importantes de
cultivo independiente, el cultivador típico era el indio, que trabajaba como
un labrador forzado o un virtual siervo, o el negro, que trabajaba como
esclavo; menos frecuente era el arrendatario que cultivaba la tierra
personalmente. (En las colonias de las Indias Orientales, donde el cultivo
directo por los plantadores europeos era rarísimo, la forma típica
obligatoria impuesta por los poseedores de la tierra era la entrega forzosa
de determinada cantidad de producto de una cosecha: por ejemplo, café o
especias en las islas holandesas.) En otras palabras, el cultivador típico no
era libre o estaba sometido a una coacción política. El típico terrateniente
era el propietario de un vasto territorio casi feudal (hacienda, finca,
estancia) o de una plantación de esclavos. La economía característica de la
posesión casi feudal era primitiva y autolimitada, o, en todo caso, regida
por las demandas puramente regionales: la América española exportaba
productos de minería, también extraídos por los indios -virtualmente
siervos-, pero apenas nada de productos agrícolas, La economía característica
de la zona de plantaciones de esclavos, cuyo centro estaba en las islas del
Caribe, a lo largo de las costas septentrionales de América del Sur
(especialmente en el norte del Brasil) y las del sur de los Estados Unidos,
era la obtención de importantes cosechas de productos de exportación, sobre
todo el azúcar, en menos extensión tabaco y café, colorantes y, desde el
principio de la revolución industrial, el algodón más que nada. Éste formaba
por ello parte integrante de la economía europea y, a través de la trata de
esclavos, de la africana. Fundamentalmente la historia de esta zona en el
período de que nos ocupamos podría resumirse en la decadencia del azúcar y la
preponderancia del algodón. Al este de Europa occidental, más específicamente
aún, al este de la línea que corre a lo largo del Elba, las fronteras occidentales
de lo que hoy es Checoslovaquia, y que llegaban hasta el sur de Trieste,
separando el Austria oriental de la occidental, estaba la región de la
servidumbre agraria. Socialmente, la Italia al sur de la Toscana y la Umbría,
y la España meridional, pertenecían a esta región; pero no Escandinavia (con
la excepción parcial de Dinamarca y el sur de Suecia). Esta vasta zona
contenía algunos sectores [21] de cultivadores técnicamente libres: los colonos alemanes se
esparcían por todas partes, desde Eslovenia hasta el Volga, en clanes
virtualmente independientes en las abruptas montañas de Iliria, casi
igualmente que los hoscos campesinos guerreros que eran los panduros y
cosacos, que habían constituido hasta poco antes la frontera militar entre
los cristianos y los turcos y los tártaros, labriegos independientes del
señor o el Estado, o aquellos que vivían en los grandes bosques en donde no
existía el cultivo en gran escala. En conjunto, sin embargo, el cultivador
típico no era libre, sino que realmente esta ha ahogado en la marea de la
servidumbre, creciente casi sin interrupción desde finales del siglo XV o
principios del XVI. Esto era menos patente en la región de los Balcanes, que
había estado o estaba todavía bajo la directa administración de los turcos.
Aunque el primitivo sistema agrario del prefeudalismo turco, una rígida división de la tierra en la que cada unidad
mantenía, no hereditariamente, a un guerrero turco, había degenerado en un
sistema de propiedad rural hereditaria bajo señores mahometanos, Estos
señores rara vez se dedicaban a cultivar sus tierras, limitándose asacar lo
que podían de sus campesinos. Por esa razón, los Balcanes, al sur del Danubio
y el Save, surgieron de la dominación turca en los siglos XIX y XX como
países fundamentalmente campesinos, aunque muy pobres, y no como países de
propiedad agrícola concentrada. No obstante, el campesino balcánico era
legalmente tan poco libre como un cristiano y de hecho tan poco libre como un
campesino, al menos en cuanto concernía a los señores.
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En el resto de la zona, el campesino típico era un siervo que
dedicaba una gran parte de la semana a trabajos forzosos sobre la tierra del
señor u otras obligaciones por el estilo. Su falta de libertad podía ser tan
grande que apenas se diferenciara de la esclavitud, como en Rusia y en
algunas partes de Polonia, en donde podían ser vendidos separadamente de la
tierra, Un anuncio insertado en la Gaceta de Moscú, en 1801, decía: «Se venden tres cocheros, expertos y de buena
presencia, y dos muchachas, de dieciocho y quince años, ambas de buena
presencia y expertas en diferentes clases de trabajo manual. La misma casa
tiene en venta dos peluqueros: uno, de veintiún años, sabe leer, escribir,
tocar un instrumento musical y servir como postillón; el otro es útil para
arreglar el cabello a damas y caballeros y afinar pianos y órganos». (Una
gran proporción de siervos servían como criados domésticos; en Rusia eran por
lo menos el 5 por 100.)5 En la costa del Báltico-la principal ruta
comercial con la Europa occidental-, los siervos campesinos producían grandes
cosechas para la exportación al oeste, sobre todo cereales, lino, cáñamo y
maderas para la construcción de barcos. Por otra parte, también suministraban
mucho al mercado regional, que contenía al menos una región accesible de
importancia industrial y desarrollo urbano: Sajonia, Bohemia y la gran ciudad
de Viena. Sin embargo, gran parte de la zona permanecía atrasada. La apertura
de la ruta del mar Negro y la creciente urbanización [22] de Europa occidental, y
principalmente de Inglaterra, acababan de empezar hacia poco a estimular las
exportaciones de cereales del cinturón de tierras negras rusas, que serían
casi la única mercancía exportada por Rusia hasta la industrialización de la
URSS. Por ello, también el área servil oriental puede considerarse, lo mismo
que la de las colonias ultramarinas, como una «economía dependiente» de
Europa occidental en cuanto a alimentos y materias primas.
Las regiones serviles de Italia y España tenían características
económicas similares, aunque la situación legal de los campesinos era
distinta. En términos generales, había zonas de grandes propiedades de la
nobleza. No es imposible que algunas de ellas fueran en Sicilia y en
Andalucía descendientes directos de los latifundios romanos, cuyos esclavos y
coloni se convirtieron en los
característicos labradores sin tierra de dichas regiones. Las grandes
dehesas, los cereales (Sicilia siempre fue un riquísimo granero) y la
extorsión de todo cuanto podía obtenerse del mísero campesinado, producían
las rentas de los grandes señores a los que pertenecían.
El señor característico de las zonas serviles era, pues, un noble
propietario y cultivador o explotador de grandes haciendas, cuya extensión
produce vértigos ala imaginación: Catalina la Grande repartió unos cuarenta a
cincuenta mil siervos entre sus favoritos; los Radziwill, de Polonia, tenían
propiedades mayores que la mitad de Irlanda; los Potocki poseían millón y
medio de hectáreas en Ucrania; el conde húngaro Esterhazy (patrón de Haydn)
llegó atener más de dos millones. Las propiedades de decenas de miles de
hectáreas eran numerosas.6 Aunque descuidadas y cultivadas con
procedimientos primitivos muchas de ellas, producían rentas fabulosas. El
grande de España podía -como observaba un visitante francés de los desolados
estados de la casa de Medina-Sidonia- «reinar como un león en la selva, cuyo
rugido espantaba a cualquiera que pudiera acercarse»,7pero no
estaba falto de dinero, igualando los amplios recursos de los milores
ingleses.
Además de los magnates, otra clase de hidalgos rurales, de diferente
magnitud y recursos económicos, expoliaba también a los campesinos. En
algunos países esta clase era abundantísima, y, por tanto, pobre y
descontenta. Se distinguía de los plebeyos principalmente por sus privilegios
sociales y políticos y su poca afición a dedicarse a cosas -como el trabajo-
indignas de su condición. En Hungría y Polonia esta clase representaba el 10
por 100d de la población total, y en España, a finales del siglo XVIII, la
componían medio millón de personas, y en 1827 equivalía al 10 por 100de la
total nobleza europea;8en otros sitios era mucho menos numerosa. [23]
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5 H.SéeEsquisse d'une
histoire du régime agraire en Europe au XVIll etXIX siecles, 1921, p. 184. J.Blum, Lord and Peasant in Russia, 1961,pp.455-460.
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6 Después de 1918 fueron confiscadas en Checoslovaquia ochenta
propiedades demás de 10.000 hectáreas. Entre ellas las de 200.000 de los
Schoenborn y los Schwarzenberg, y las de 150.000 y 100.000 de los Liechtenstein y los Kinsky (T.
Haebich, Deutsche Latifundien, 1947,pp.27ss.)
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7 A. Goodwin, ed., The European Nobility in the Eighteenth
Century, 1953,p.52
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8 L.B.Namier,1848,the
Revolution of the lntellectuals,
1944.J.VicensVives,Historia económica deEspaña, 1959.
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Socialmente, la estructura agraria en el resto de Europa no era muy
diferente. Esto quiere decir que, para el campesino o labrador, cualquiera
que poseyese una finca era un «caballero», un miembro de la clase dirigente,
y viceversa: la condición de noble o hidalgo (que llevaba aparejados
privilegios sociales y políticos y era el único camino para acceder a los
altos puestos del Estado) era inconcebible sin una gran propiedad. En muchos
países de Europa occidental el orden feudal implicado por tales maneras de
pensar estaba vivo políticamente, aunque cada vez resultaba más anticuado en
lo económico. En realidad, su obsolescencia que hacía aumentar las rentas de
los nobles y los hidalgos, a pesar del aumento de precios y de gastos, hacía
a los aristócratas explotar cada vez más su posición económica inalienable y
los privilegios de su nacimiento y condición. En toda la Europa
continental los nobles expulsaban a sus rivales de origen más modesto de los
cargos provechosos dependientes de la corona: desde Suecia, en donde la
proporción de oficiales plebeyos bajó del 66 por 100 en 1719 (42 por 100 en
1700) al 23 por 100 en 1780,9 hasta Francia, en donde esta
«reacción feudal» precipitaría la revolución. Pero incluso en donde había
en algunos aspectos cierta flexibilidad, como en Francia, en que el ingreso
en la nobleza territorial era relativamente fácil, o como en Inglaterra, en
donde la condición de noble y propietario se alcanzaba como recompensa por
servicios o riquezas de otro género, el vínculo entre gran propiedad rural y
clase dirigente seguía firme y acabó por hacerse más cerrado.
Sin embargo, económicamente, la sociedad rural occidental era muy
diferente. El campesino había perdido mucho de su condición servil en los
últimos tiempos de la Edad Media, aunque subsistieran a menudo muchos restos
irritantes de dependencia legal. Los fundos característicos hacía tiempo que habían dejado de ser una
unidad de explotación económica convirtiéndose en un sistema de percibir
rentas y otros ingresos en dinero. El campesino, más o menos libre, grande,
mediano o pequeño, era el típico cultivador del suelo. Si era arrendatario de
cualquier clase, pagaba una renta (o, en algunos sitios, una parte de la
cosecha) al señor. Si técnicamente era un propietario, probablemente estaba sujeto a una
serie de obligaciones respecto al señor local, que podían o no convertirse en
dinero (como la obligación de vender su trigo al molino del señor), lo mismo
que pagar impuestos al príncipe, diezmos ala Iglesia y prestar algunos
servicios de trabajo forzoso, todo lo cual contrastaba con la relativa
exención de los estratos sociales más elevados. Pero si estos vínculos
políticos se hubieran roto, una gran parte de Europa habría surgido como un
área de agricultura campesina; generalmente una en la que una minoría de
ricos campesinos habría tendido a convertirse en granjeros comerciales,
vendiendo un permanente sobrante de cosecha al [24] mercado urbano, y en la
que una mayoría de campesinos medianos y pequeños habría vivido con cierta
independencia de sus recursos, a menos que éstos fueran tan pequeños que les
obligaran a dedicarse temporalmente a otros trabajos agrícolas o
industriales, que les permitieran aumentar sus ingresos.
Sólo unas pocas comarcas habían impulsado el desarrollo agrario dando
un paso adelante hacia una agricultura puramente capitalista, principalmente
en Inglaterra. La gran propiedad estaba muy concentrada, pero el típico
cultivador era un comerciante de tipo medio, granjero-arrendatario que
operaba con trabajo alquilado, Una gran cantidad de pequeños propietarios,
habitantes en chozas, embrollaba la situación. Pero cuando ésta cambió (entre
1760 y 1830, aproximadamente), lo que surgió no fue una agricultura
campesina, sino una clase de empresarios agrícolas -los granjeros- y un gran
proletariado agrario. Algunas regiones europeas en donde eran tradicionales
las inversiones comerciales en la labranza -como en ciertas zonas de Italia y
los Países Bajos-, o en donde se producían cosechas comerciales
especializadas, mostraron también fuertes tendencias capitalistas, pero ello
fue excepcional. Una excepción posterior fue Irlanda, desgraciada isla en la
que se combinaban las desventajas de las zonas más atrasadas de Europa con
las de la proximidad a la economía más avanzada. Un puñado de latifundistas
absentistas, parecidos a los de Sicilia y Andalucía, explotaban a una vasta
masa de pequeños arrendatarios cobrándoles sus rentas en dinero.
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9 Sten Carlsson, Standssamhdlle
och standspersoner 1700-1865, 1949.
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Técnicamente, la agricultura europea era todavía, con la excepción de
unas pocas regiones avanzadas, tradicional, a la vez que asombrosamente
ineficiente. Sus productos seguían siendo los más tradicionales: trigo, centeno,
cebada, avena y, en Europa oriental, alforfón, el alimento básico del pueblo;
ganado vacuno, lanar, cabrío y sus productos, cerdos y aves de corral, frutas
y verduras y cierto número de materias primas industriales como lana, lino,
cáñamo para cordaje, cebada y lúpulo para la cervecería, etc. La alimentación
de Europa todavía seguía siendo regional. Los productos de otros climas eran
rarezas rayanas en el lujo, con la excepción quizá del azúcar, el más
importante producto alimenticio importado de los trópicos y el que con su
dulzura ha creado más amargura para la humanidad que cualquier otro. En Gran
Bretaña (reconocido como el país más adelantado) el promedio de consumo anual
por cabeza en 1790era de 14libras. Pero incluso en Gran Bretaña el promedio
de consumo de té per capita era 1,16libras, o sea, apenas dos onzas al mes.
Los nuevos productos importados de América o de otras zonas
tropicales habían avanzado algo. En la Europa meridional y en los Balcanes,
el maíz (cereal indio) estaba ya bastante difundido -y había contribuido a
asentar a los campesinos nómadas en sus tierras de los Balcanes- y en el
norte de Italia el arroz empezaba a hacer progresos. El tabaco se cultivaba
en varios países, más como monopolio del gobierno para la obtención de
rentas, aunque su consumo era insignificante en comparación con los tiempos
modernos: el inglés medio de 1790 que fumaba, tomaba rapé o mascaba tabaco no
consumía más de una onza y un tercio por mes. El gusano de seda [25] se criaba en numerosas
regiones del sur de Europa. El más importante de esos productos - la patata -
empezaba a abrirse paso poco a poco, excepto en Irlanda, en donde su
capacidad alimenticia por hectárea, muy superior a la de otros, la había
popularizado rápidamente. Fuera de Inglaterra y los Países Bajos, el cultivo
de los tubérculos y forrajes era excepcional, y sólo con las guerras
napoleónicas empezó la producción masiva de remolacha azucarera.
El siglo XVIII no supuso, desde luego, un estancamiento agrícola. Por
el contrario, una gran era de expansión demográfica, de aumento de
urbanización, comercio y manufactura, impulsó y hasta exigió el desarrollo
agrario. La segunda mitad del siglo vio el principio del tremendo, y desde
entonces ininterrumpido, aumento de población, característico del mundo
moderno: entre 1755 y 1784, por ejemplo, la población rural de Brabante
(Bélgica) aumentó en un 44 por 100.10 Pero lo que originó
numerosas campañas para el progreso agrícola, lo que multiplicó las
sociedades de labradores, los informes gubernamentales y las publicaciones
propagandísticas desde Rusia hasta España, fue, más que sus progresos, la
cantidad de obstáculos que dificultaban el avance agrario.
|
V
El mundo de la agricultura resultaba perezoso, salvo quizá para su
sector capitalista. El del comercio y el de las manufacturas y las
actividades técnicas e intelectuales que surgían con ellos era confiado,
animado y expansivo, así como eficientes, decididas y optimistas las clases
que de ambos se beneficiaban. El observador contemporáneo se sentía
sorprendidísimo por el vasto despliegue de trabajo, estrechamente unido a la
explotación colonial. Un sistema de comunicaciones marítimas, que aumentaba
rápidamente en volumen y capacidad, circundaba la tierra, beneficiando alas
comunidades mercantiles de la Europa del Atlántico Norte, que usaban el
poderío colonial para despojar a los habitantes de las Indias Orientales11
de sus géneros, exportándolos a Europa y África, en donde estos y otros
productos europeos servían para la compra de esclavos con destino a los cada
vez más importantes sistemas de plantación de las Américas. Las plantaciones
americanas exportaban por su parte en cantidades cada vez mayores su azúcar,
su algodón, etc., a los puertos del Atlántico y del mar del Norte, desde
donde se redistribuían hacia el este junto con los productos y manufacturas
tradicionales del intercambio comercial este-oeste: textiles, sal, vino y
otras
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10 Pierre Lebrun et al.,
«La rivoluzione industriale in Belgio», Studi Storici, n,3-4
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11 También con alguna extensión al Extremo Oriente, en donde compraban
sedas, té, porcelana, etc., productos de los que era creciente la
demanda en Europa. Pero la independencia política de China y el Japón
quitaría a este comercio una parte de su carácter de piratería
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mercancías. [26]
Del oriente europeo venían granos, madera de construcción,
lino (muy solicitado en los trópicos), cáñamo y hierro de esta segunda zona
colonial. y entre las economías relativamente desarrolladas de Europa-que
incluían, hablando en términos económicos, las activas comunidades de
pobladores blancos en las colonias británicas de América del Norte(desde
1783,los Estados Unidos de América)-la red comercial se hacía más y más
densa.
El nabab o indiano, que regresaba de las colonias con una fortuna muy
superior a los sueños de la avaricia provinciana; el comerciante y armador,
cuyos espléndidos puertos-Burdeos, Bristol, Liverpool- habían sido
construidos o reconstruidos en el siglo, parecían los verdaderos triunfadores
económicos de la época, sólo comparables a los grandes funcionarios y
financieros que amasaban sus caudales en el provechoso servicio de los
estados, pues aquella erala época en la que el término «oficio provechoso
bajo la corona» tenía un significado literal. Aparte de ellos, la clase media
de abogados, administradores de grandes fincas, cerveceros, tenderos y
algunas otras profesiones que acumulaban una modesta riqueza a costa del
mundo agrícola, vivían unas vidas humildes y tranquilas, e incluso el
industrial parecía poco más que un pariente pobre. Pues aunque la minería y
la industria se extendían con rapidez en todas partes de Europa, el mercader
(y en Europa oriental muy a menudo también el señor feudal) seguía siendo su
verdadero director.
Por esta razón, la principal forma de expansión de la producción
industrial fue la denominada sistema doméstico, o putting-out system, por la
cual un mercader compraba todos los productos del artesano o del trabajo no
agrícola de los campesinos para venderlo luego en los grandes mercados. El
simple crecimiento de este tráfico creó inevitablemente unas rudimentarias
condiciones para un temprano capitalismo industrial. El artesano, vendiendo
su producción total, podía convertirse en algo más que un trabajador pagado a
destajo, sobre todo si el gran mercader le proporcionaba el material en bruto
o le suministraba algunas herramientas. El campesino que también tejía podía
convertirse en el tejedor que tenía también una parcelita de tierra. La
especialización en los procedimientos y funciones permitió dividir la vieja
artesanía o crear un grupo de trabajadores semiexpertos entre los campesinos.
El antiguo maestro artesano, o algunos grupos especiales de artesanos o algún
grupo local de intermediarios, pudieron convertirse en algo semejante a
subcontratistas o patronos. Pero la llave maestra de estas formas descentralizadas
de producción, el lazo de unión del trabajo de las aldeas perdidas o los
suburbios de las ciudades pequeñas con el mercado mundial, era siempre alguna
clase de mercader. Y los «industriales» que surgieron o estaban a punto de
surgir de las filas de los propios productores eran pequeños operarios a su
lado, aun cuando no dependieran directamente de aquél. Hubo algunas raras
excepciones, especialmente en la Inglaterra industrial. Los forjadores, y
otros hombres como el gran alfarero Josiah Wedgwood, eran personas orgullosas
y respetadas, cuyos establecimientos visitaban los curiosos de toda [27]
Europa. Pero el típico industrial (la palabra no
se había inventado todavía) seguía siendo un suboficial más bien que un
capitán de industria.
No obstante, cualquiera que fuera su situación, las actividades del
comercio y la manufactura florecían brillantemente. Inglaterra, el país
europeo más próspero del siglo XVIII, debía su poderío a su progreso
económico. Y hacia 1780 todos los gobiernos continentales que aspiraban a una
política racional, fomentaban el progreso económico y, de manera especial, el
desarrollo industrial, pero no todos con el mismo éxito. Las ciencias, no
divididas todavía como en el académico siglo XIX en una rama superior «pura»y
en otra inferior «aplicada», se dedicaban a resolver los problemas de la
producción: los avances más sorprendentes en 1780 fueron los de la química,
más estrechamente ligada por la tradición a la práctica de los talleres y a
las necesidades de la industria. La gran Enciclopedia de Diderot y D'Alembert
no fue sólo un compendio del pensamiento progresista político y social, sino
también del progreso técnico y científico. Pues, en efecto, la convicción del
progreso del conocimiento humano, el racionalismo, la riqueza, la
civilización y el dominio de la naturaleza de que tan profundamente imbuido
estaba el siglo XVIII, la Ilustración, debió su fuerza, ante todo, al
evidente progreso de la producción y el comercio, y al racionalismo económico
y científico, que se creía asociado a ellos de manera inevitable. Y sus
mayores paladines fueron las clases más progresistas económicamente, las más
directamente implicadas en los tangibles adelantos de los tiempos: los
círculos mercantiles y los grandes señores económicamente
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ilustrados, los financieros,
los funcionarios conformación económica y social, la clase media educada, los
fabricantes y los empresarios. Tales hombres saludaron a un Benjamin
Franklin, impresor y periodista, inventor, empresario, estadista y habilísimo
negociante, como el símbolo del futuro ciudadano, activo, razonador y
autoformado. Tales hombres, en Inglaterra, en donde los hombres nuevos no
tenían necesidades de encarnaciones revolucionarias transatlánticas, formaron
las sociedades provincianas de las que brotarían muchos avances científicos,
industriales y políticos. La Sociedad Lunar(Lunar Society) de Birmingham, por
ejemplo, contaba entre sus miembros al citado Josiah Wedgwood, al inventor de
la máquina de vapor, James Watt, y a su socio Matthew Boulton, al químico
Priestley, al biólogo precursor de las teorías evolucionistas Erasmus Darwin
(abuelo de un Darwin más famoso), al gran impresor Baskerville. Todos estos
hombres, a su vez, pertenecían a las logias masónicas, en las que no contaban
las diferencias de clase y se propagaba con celo desinteresado la ideología
de la Ilustración.
Es significativo que los dos centros principales de esta ideología
-Francia e Inglaterra- lo fueran también de la doble revolución; aunque de
hecho sus ideas alcanzaron mucha mayor difusión en sus fórmulas francesas
(incluso cuando éstas eran versiones galas de otras inglesas). Un
individualismo secular, racionalista y progresivo, dominaba el pensamiento
«ilustrado». Su objetivo principal era liberar al individuo de las cadenas
que le oprimían: el tradicionalismo ignorante de la Edad Media que todavía
proyectaba sus sombras [28] sobre el mundo: la superstición de las iglesias ( tan distintas de la
religión natural» o «racional»); de la irracionalidad que dividía a los
hombres en una jerarquía de clases altas y bajas según el nacimiento o algún
otro criterio desatinado. La libertad, la igualdad -y luego la fraternidad-
de todos los hombres eran sus lemas. (En debida forma serían también los de
la Revolución francesa.) El reinado de la libertad individual no podría tener
sino las más beneficiosas consecuencias. El libre ejercicio del talento
individual en un mundo de razón produciría los más extraordinarios
resultados. La apasionada creencia en el progreso del típico pensador
«ilustrado» reflejaba el visible aumento en conocimientos y técnica, en
riqueza, bienestar y civilización que podía ver en torno suyo y que achacaba
con alguna justicia al avance creciente de sus ideas. Al principio de su
siglo, todavía se llevaba a la hoguera a las brujas; a su final, algunos
gobiernos «ilustrados», como el de Austria, habían abolido no sólo la tortura
judicial, sino también la esclavitud. ¿Qué no cabría esperar si los
obstáculos que aún oponían al progreso los intereses del feudalismo y la
Iglesia fuesen barridos definitivamente?
No es del todo exacto considerar la Ilustración como una ideología de
clase media, aunque hubo muchos«ilustrados» -y en política fueron los más
decisivos- que consideraban irrefutable que la sociedad libre sería una
sociedad capitalista.12 Pero, en teoría, su objetivo era hacer
libres a todos los seres humanos. Todas las ideologías progresistas,
racionalistas y humanistas están implícitas en ello y proceden de ello. Sin
embargo, en la práctica, los jefes de la emancipación por la que clamaba la
Ilustración procedían por lo general de las clases intermedias de la sociedad
-hombres nuevos y racionales, de talento y méritos independientes del
nacimiento-, y el orden social que nacería de sus actividades sería un orden
«burgués» y capitalista.
Por tanto, es más exacto considerar la Ilustración como una ideología
revolucionaria, a pesar de la cautela y moderación política de muchos de sus
paladines continentales, la mayor parte de los cuales -hasta 1780- ponían su
fe en la monarquía absoluta «ilustrada». El«despotismo ilustrado» supondría
la abolición del orden político y social existente en la mayor parte de
Europa. Pero era demasiado esperar que los anciens régimes se
destruyeran a sí mismos voluntariamente. Por el contrario, como hemos visto,
en algunos aspectos se reforzaron contra el avance de las nuevas fuerzas
sociales y económicas. Y sus ciudadelas (fuera de Inglaterra, las Provincias
Unidas y algún otro sitio en donde ya habían sido derrotados), eran las
mismas monarquías en las que los moderados «ilustrados» tenían puestas sus
esperanzas. [29]
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12 Como Turgot, Oeuvres, p,244:«Quienes conocen la
marcha del comercio saben también que toda importante empresa, de tráfico o
de industria, exige el concurso de dos clases de hombres, los empresarios ..,
y los obreros que trabajan por cuenta de los primeros, mediante un salario
estipulado, Tal es el verdadero origen de la distinción entre los empresarios
y los maestros, y los obreros u oficiales, fundada en la naturaleza de las
cosas»
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Con la excepción de Gran Bretaña (que había hecho su revolución en el
siglo XVII) y algunos estados pequeños, las monarquías absolutas gobernaban
en todos los países del continente europeo. Y aquellos en los que no
gobernaban, como Polonia, cayeron en la anarquía y fueron absorbidos por sus
poderosos vecinos. Los monarcas hereditarios por la gracia de Dios
encabezaban jerarquías de nobles terratenientes, sostenidas por la
tradicional ortodoxia de las iglesias y rodeadas por una serie de
instituciones que nada tenían que las recomendara excepto un largo pasado.
Cierto que las evidentes necesidades de la cohesión y la eficacia estatal, en
una época de vivas rivalidades internacionales, habían obligado a los
monarcas a doblegar las tendencias anárquicas de sus nobles y otros
intereses, y crearse un aparato estatal con servidores civiles, no
aristocráticos en cuanto fuera posible. Más aún, en la última parte del siglo
XVIII, estas necesidades y el patente éxito internacional del poder
capitalista británico llevaron a esos monarcas (o más bien a sus consejeros)
a intentar unos programas de modernización económica, social, intelectual y
administrativa. En aquellos días, los príncipes adoptaron el sobrenombre
de«ilustrados» para sus gobiernos, como los de los nuestros, y por análogas
razones, adoptan el de «planificadores». Y como en nuestros días, muchos de
los que lo adoptaron en teoría hicieron muy poco para llevarlo a la práctica,
y algunos de los que lo hicieron, lo hicieron movidos menos por un interés en
las ideas generales que para la sociedad suponían la «ilustración» o la
«planificación», que por las ventajas prácticas que la adopción de tales
métodos suponía para el aumento de sus ingresos, riqueza y poder.
Por el contrario, las clases medias y educadas con tendencia al
progreso consideraban a menudo el poderoso aparato centralista de una
monarquía «ilustrada» como la mejor posibilidad de lograr sus esperanzas..Un
príncipe necesitaba de una clase media y de sus ideas para modernizar su
régimen; una clase media débil necesitaba un príncipe para abatir la resistencia
al progreso de unos intereses aristocráticos y clericales sólidamente
atrincherados.
Pero la monarquía absoluta, a pesar de ser modernista e innovadora,
no podía -y tampoco daba muchas señales de quererlo- zafarse de la jerarquía
de los nobles terratenientes, cuyos valores simbolizaba e incorporaba, y de
los que dependía en gran parte. La monarquía absoluta, teóricamente libre
para hacer cuanto quisiera, pertenecía en la práctica al mundo bautizado por
la Ilustración con el nombre de feudalidad o feudalismo, vocablo que luego
popularizaría la Revolución francesa. Semejante monarquía estaba dispuesta a
utilizar todos los recursos posibles para reforzar su autoridad y sus rentas
dentro de sus fronteras y su poder fuera de ellas, lo cual podía muy bien llevarla
a mimar a las que eran, en efecto, las fuerzas ascendentes de la sociedad.
Estaba dispuesta a reforzar su posición política enfrentando a unas clases,
fundos o provincias contra otros. Pero sus horizontes eran los de su
historia, [30] su función y su clase. Difícilmente podía desear, y de hecho jamás la
realizaría, la total transformación económica y social exigida por el
progreso de la economía y los grupos sociales ascendentes.
Pongamos un ejemplo. Pocos pensadores racionalistas, incluso entre
los consejeros de los príncipes, dudaban seriamente de la necesidad de abolir
la servidumbre y los lazos de dependencia feudal que aún sujetaban a los
campesinos. Esta reforma era reconocida como uno de los primeros puntos de
cualquier programa «ilustrado», y virtualmente no hubo soberano desde Madrid
hasta San Petersburgo y desde Nápoles hasta Estocolmo que en el cuarto de
siglo anterior a la Revolución francesa no suscribiera uno de estos
programas. Sin embargo, las únicas liberaciones verdaderas de campesinos
realizadas antesde1789 tuvieron lugar en pequeños países como Dinamarca y
Saboya, o en las posesiones privadas de algunos otros príncipes. Una
liberación más amplia fue intentada en 1781 por el emperador José II de
Austria, pero fracasó frente a la resistencia política de determinados
intereses y la rebelión de los propios campesinos para quienes había sido
concebida, quedando incompleta. Lo que aboliría las relaciones feudales
agrarias en toda Europa central y occidental sería la Revolución francesa, por
acción directa, reacción o ejemplo, y luego la revolución de 1848.
Existía, pues, un latente -que pronto sería abierto- conflicto entre
las fuerzas de la vieja sociedad y la nueva sociedad «burguesa», que no podía
resolverse dentro de las estructuras de los regímenes
|
políticos existentes, con la excepción de los sitios en donde ya
habían triunfado los elementos burgueses, como en Inglaterra. Lo que hacía a
esos regímenes más vulnerables todavía era que estaban sometidos a diversas
presiones: la de las nuevas fuerzas, la de la tenaz y creciente resistencia
de los viejos intereses y la de los rivales extranjeros.
Su punto más vulnerable era
aquel en el que la oposición antigua y nueva tendían a coincidir: en los
movimientos autonomistas de las colonias o provincias más remotas y menos
firmemente controladas. Así, en la monarquía de los Habsburgo, las reformas
de José II hacia 1780 originaron tumultos en los Países Bajos austríacos -la
actual Bélgica- y un movimiento revolucionario que en 1789 se unió
naturalmente al de Francia. Con más intensidad, las comunidades blancas en
las colonias ultramarinas de los países europeos se oponían a la política de
sus gobiernos centrales, que subordinaba los intereses estrictamente
coloniales a los de la metrópoli. En todas partes de las América-español,
francesa e inglesa-, lo mismo que en Irlanda, se produjeron movimientos que
pedían autonomía -no siempre por regímenes que representaban fuerzas más
progresivas económicamente que las de las metrópolis-, y varias colonias la
consiguieron por vía pacífica durante algún tiempo, como Irlanda, ola
obtuvieron por vía revolucionaria, como los Estados Unidos. La expansión
económica, el desarrollo colonial y la tensión de las proyectadas reformas
del «despotismo ilustrado» multiplicaron la ocasión de tales conflictos entre
los años 1770 y1790.
La disidencia provincial o
colonial no era fatal en sí. Las sólidas monarquías [31] podían soportar la
pérdida de una o dos provincias, y la víctima principal del autonomismo
colonial - Inglaterra- no sufrió las debilidades de los viejos regímenes, por
lo que permaneció tan estable y dinámica a pesar de la revolución americana.
Había pocos países en donde concurrieran las condiciones puramente domésticas
para una amplia transferencia de los poderes. Lo que hacía explosiva la
situación era la rivalidad internacional.
La extrema rivalidad internacional -la guerra- ponía aprueba los
recursos de un Estado. Cuando era incapaz de soportar esa prueba, se
tambaleaba, se resquebrajaba o caía. Una tremenda serie de rivalidades
políticas imperó en la escena internacional europea durante la mayor parte
del siglo XVIII, alcanzando sus períodos álgidos de guerra general en
1689-1713, 1740-1748,17561763,1776-1783 y sobre todo en la época que estudiamos, 1792-1815. Este último fue
el gran conflicto entre Gran Bretaña y Francia, que también, en cierto
sentido, fue el conflicto entre los viejos y los nuevos regímenes. Pues
Francia, aun suscitando la hostilidad británica por la rápida expansión de su
comercio y su imperio colonial, era también la más poderosa, eminente e
influyente y, en una palabra, la clásica monarquía absoluta y aristocrática.
En ninguna ocasión se hace más manifiesta la superioridad del nuevo sobre el
viejo orden social que en el conflicto entre ambas potencias.
Los ingleses no sólo vencieron más o menos decisivamente en todas
esas guerras excepto en una, sino que soportaron el esfuerzo de su
organización, sostenimiento y consecuencias con relativa facilidad. En
cambio, para la monarquía francesa, aunque más grande, más populosa y más
provista de recursos que la inglesa, el esfuerzo fue demasiado grande.
Después de su derrota en la Guerra de los Siete Años (1756-1763), la rebelión
de las colonias americanas le dio oportunidad de cambiar las tornas para con
su adversario. Francia la aprovechó. Y naturalmente, en el subsiguiente
conflicto internacional Gran Bretaña fue duramente derrotada, perdiendo la
parte más importante de su imperio americano, mientras Francia, aliada de los
nuevos Estados Unidos, resultó victoriosa. Pero el coste de esta victoria fue
excesivo, y las dificultades del gobierno francés desembocaron
inevitablemente en un período de crisis política interna, del que seis años
más tarde saldría la revolución.
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VII
Parece necesario completar este examen preliminar del mundo en la
época de la doble revolución con una ojeada sobre las relaciones entre Europa
(o más concretamente la Europa occidental del norte) y el resto del mundo. El
completo dominio político y militar del mundo por Europa (y sus
prolongaciones ultramarinas, las comunidades de colonos blancos) iba a ser él
producto de la época de la doble revolución. A finales del siglo XVIII, en
varias de las grandes
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potencias y civilizaciones no
europeas, todavía se consideraba iguales al mercader, al marino y al soldado
blancos. El gran Imperio chino, entonces en la cima de su poderío bajo la
dinastía manchú (Ch'ing), [32] no era víctima de nadie. Al contrario, una parte de la influencia
cultural corría desde el este hacia el oeste, y los filósofos europeos
ponderaban las lecciones de aquella civilización distinta pero evidentemente
refinada, mientras los artistas y artesanos copiaban los motivos-a menudo
ininteligibles- del Extremo Oriente en sus obras y adaptaban sus nuevos
materiales (porcelana) a los usos europeos. Las potencias islámicas (como
Turquía), aunque sacudidas periódicamente por las fuerzas militares de los
estados europeos vecinos(Austria y sobre todo Rusia),distaban mucho de ser
los pueblos desvalidos en que se convertirían en el siglo XIX. África
permanecía virtualmente inmune a la penetración militar europea. Excepto en
algunas regiones alrededor del cabo de Buena Esperanza, los blancos estaban
confinados en las factorías comerciales costeras.
Sin embargo, ya la rápida y creciente expansión del comercio y las
empresas capitalistas europeas socavaban su orden social; en África, a través
de la intensidad sin precedentes del terrible tráfico de esclavos; en el
océano Índico, a través de la penetración de las potencias colonizadoras
rivales, y en el Oriente Próximo, a través de los conflictos comerciales y
militares. La conquista europea directa ya empezaba a extenderse
significativamente más allá del área ocupada desde hacía mucho tiempo por la
primitiva colonización de los españoles y los portugueses en el siglo XVI, y
los emigrados blancos en Norteamérica en el XVII. El avance crucial lo
hicieron los ingleses, que ya habían establecido un control territorial
directo sobre parte de la India (Bengala principalmente) y virtual sobre el
Imperio mogol, lo que, dando un paso más, los llevaría en el período
estudiado por nosotros a convertirse en gobernadores y administradores de
toda la India. La relativa debilidad de las civilizaciones no europeas cuando
se enfrentaran con la superioridad técnica y militar de Occidente estaba
prevista. La que ha sido llamada «la época de Vasco de Gama», las cuatro
centurias de historia universal durante las cuales un puñado de estados
europeos y la fuerza del capitalismo europeo estableció un completo, aunque
temporal -como ahora se ha demostrado-, dominio del mundo, estaba a punto de
alcanzar su momento culminante. La doble revolución iba a hacer irresistible
la expansión europea, aunque también iba a proporcionar al mundo no europeo
las condiciones y el equipo para lanzarse al contraataque. [33]
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