FERNÁNDEZ, Antonio; Historia
Universal. Edad Contemporánea, Editorial Vicens Vives, Barcelona, 1997
CAPÍTULO
V LA EUROPA DE LOS CONGRESOS
2. LAS POTENCIAS DE LA RESTAURACIÓN
El nuevo
orden europeo vendría definido por cinco potencias, las cuatro vencedoras de
Napoleón -Gran Bretaña, Rusia, Austria y Prusia- y la misma Francia,
incorporada al cónclave de grandes por las hábiles maniobras de su ministro de
Asuntos Exteriores, Talleyrand. Esta dirección colegiada configura el sistema
de la Pentarquía. De las cinco potencias rectoras de la vida internacional, dos
eran monarquías absolutas -Rusia y Austria.
El imperio
ruso, gobernado por el zar Alejandro I, presentaba la fisonomía más pura de
modelo del Antiguo Régimen. Con sus 45 millones de habitantes ostentaba el
rango de primera potencia demográfica del continente. Por el mantenimiento de
la servidumbre del campesinado aparecía como una sociedad inmóvil, ajena a
cualquier cambio. Aureolada por su prestigio en la derrota napoleónica de 1812,
el viejo imperio de las estepas mostraba una decidida vocación europeísta y al
mismo tiempo de fagocito, de ocupación de nuevos territorios para su población
en expansión, política que fue servida por un extraordinario equipo de
diplomáticos, con Nesselrode, ministro imperial de Asuntos Extranjeros, al
frente. Los vastos espacios asiáticos, mal comunicados, se ofrecían como un
horizonte prometedor para su apetito expansivo, [98] pero en los primeros decenios de la centuria no
representaban una meta inmediata. ¿Se extendería hacia Europa Central? En ese espacio geopolítico chocaría con el
Imperio Austríaco. Hacia el Sur, el debilitado imperio turco constituía una presa más que un obstáculo, y a este
vector meridional respondió la comparecencia rusa en la Cuestión
de Oriente, el reparto de la herencia imperial otomana. En el Báltico, las reivindicaciones
sobre Polonia continuaban la vieja política de Pedro el Grande.
Segundo
modelo absoluto: Austria. En 1804, ante el avance de los ejércitos
napoleónicos, Francisco II renunció al título de Emperador del Sacro Imperio
Romano Germánico y asumió el de Emperador de Austria. El nuevo imperio no era
en realidad otra cosa que el conjunto de territorios gobernados por la casa de Habsburgo.
En 1867 Hungría reclamó la asociación con el Emperador, pasando el Estado imperial a denominarse
Austria-Hungría o monarquía dual. Su
nota fundamental, la heterogeneidad étnica: alemanes en la actual Austria,
checos en Bohemia y Moravia, húngaros en los valles medios del Danubio y el
Tisza, rumanos en Transilvania, polacos en otras regiones. Para mantener
cohesionada esta babel de pueblos su máximo estadista, Metternich, mantuvo
intacta la ilimitada autoridad del Emperador y un régimen centralista y
aristocrático, opuesto a todas las revoluciones.
Gran Bretaña representaba el contramodelo
de las anteriores. Poseía un régimen parlamentario, con protagonismo de los
terratenientes, y no necesitaba Imitar el
modelo político francés de la revolución pero menos todavía las pautas de las
monarquías absolutas de Viena y San Petersburgo. De la experiencia napoleónica
había extraído algunas lecciones claras; la más importante, la necesidad del
control de los mares para mantener su proyección sobre otros continentes.
Además, en el bloqueo napoleónico contra la Isla había experimentado el peligro
del aislamiento y aprendido la conveniencia de participar en las cuestiones
continentales. Su titular de Asuntos Exteriores, Castlereagh, era un europeísta convencido, como se lee en
las «Instrucciones» a sus embajadores.
Aparentemente, Prusia era el miembro menos
importante de la Pentarquía. Pero por entonces se iniciaría su crecimiento,
hasta convertirse en el reino que forjaría la unidad de Alemania algunos decenios más
tarde. Al reconocerle el papel de gendarme, que impediría otra tentación
«napoleónica» en Centro-Europa, las otras potencias le entregaron territorios
en el Oeste, en su condición de centinela del Rhin frente a Francia, y en el
Este, en tierras polacas, para vigilar el expansionismo ruso. Con esta doble
función de centinela creció su papel internacional y su influencia sobre los
restantes Estados alemanes, despertando recelos en Austria.
La
nación vencida, Francia, haría valer su situación geográfica y su riqueza
intelectual para ser respetada y desempeñar un papel activo en la nueva situación.
En años posteriores se convertiría en asilo de las ideas de la revolución y de
los exiliados europeos que luchaban por la libertad de los pueblos, pero por el
momento Talleyrand conseguiría simplemente que fuera oída en el cónclave de grandes, en un momento en que se
instalaba en París el régimen político que definía de forma más perfecta los
ideales de la Restauración. [99]
[…..]
4. LA SANTA ALIANZA
El 26 septiembre
de 1815, dos meses antes de la Segunda Paz de París, firman con el zar ruso, los emperadores Francisco I de
Austria y Federico III de Prusia, bajo la invocación a la Santísima Trinidad,
un acuerdo solemne que se bautiza a mismo
como «Santa Alianza». A la idea inicial de establecer un mecanismo de
cooperación permanente entre los cuatro vencedores de Napoleón propuesta por
Castlereagh sucede este pacto político-religioso concebido por Alejandro I;
frente a las cuestiones concretas atendidas en los tratados de paz, la Alianza
de soberanos desenvuelve su texto en proclamas idealistas, un tanto vagas en
ocasiones. Que la iniciativa fuera del zar ruso ofrece pocas dudas; que
estuviera inspirado por la viuda de un diplomático ruso, la baronesa de Krüdener,
a cuyas veladas de sermones asistió Alejandro en París, influencia que destacan
algunos testigos y que la baronesa desvía argumentando que «sólo el Señor había
sido el inspirador», resulta más discutible: pero en cualquier caso constituye
una de las claves de la Europa de la Restauración.
La iniciativa de
Alejandro I de elaborar un documento que colocase la política internacional
bajo directrices morales emanadas del Evangelio es testimoniada muchos años
después por Metternich, el único estadista que supo comprender que aquel
articulado similar a un catecismo ético era susceptible de interpretaciones
políticas, y abandonando su recurso de centrar la lucha contra la revolución en
publicistas y panfletos contrarrevolucionarios comprendió que podría hacer del
acuerdo de los tres emperadores una Carta del absolutismo monárquico. Para el
Estado multinacional austríaco suponía una garantía la solidaridad de otros
emperadores en la tarea de sujetar a los pueblos a sus soberanos naturales y de
intervenir, si preciso fuera, en defensa del orden.
Las modificaciones
que Metternich introdujo en el artículo 11 para subrayar con más claridad el
principio de «ayudarse recíprocamente» y el de «no considerarse tocios más que
como miembros de una misma nación cristiana», se orientaron a obstaculizar la
utilización del pacto en una empresa cristiana contra Turquía, como temía
Gentz, secretario del Congreso y colaborador íntimo del canciller austríaco,
quien previsoramente notificó al gobierno de Estambul que no se preparaba una
nueva Cruzada; y a reforzar los poderes imperiales contra las fuerzas
nacionales internas, objetivo en el que podían coincidir Alejandro I y
Francisco I, pero menos comprensiblemente el emperador prusiano. A pesar de la vaguedad de la redacción el
robustecimiento de la monarquía al Servicio de la paz puede entreverse en
expresiones como «importancia de la felicidad de las naciones durante excesivo
tiempo agitadas», y de manera más clara en los deberes de los soberanos de
proteger la religión, la paz y la Justicia (artículo 1°).
Este extraño
documento provocó recelos dentro de los mismos pueblos directamente afectados,
hasta el punto de que los signatarios tuvieron que dar explicaciones
aclaratorias, pero con mayor fuerza despertó suspicacias en otras potencias. La
opinión pública británica, afecta al principio de no intervención de
Castlereagh, criticó la posibilidad de intervención en los países en revolución;
el papa Pío VII motejó al texto de deísta y no representativo de la verdadera
religión; los intelectuales europeos, todavía esperanzados en el futuro de las
ideas liberales, lo acusaron de reaccionario, de «Santa Alianza de los reyes
contra los pueblos». No carecían de fundamento los temores porque en los años sucesivos el denominado impropiamente
sistema Metternich se convivírtió en un refuerzo mutuo de los monarcas
absolutistas, y así en 1823 Francia, convertida en soldado de la Santa Alianza,
interviene en España en oposición del acuerdo de Verona para restablecer la
soberanía ilimitada de Fernando VII. Anteriormente el zar había propuesto la
intervención en las colonias españolas de América, en aquel momento en lucha
contra su metrópoli, pero Inglaterra
había impedido que se concretase en medidas militares.
En la actualidad
se otorga por los historiadores menos valor a este documento, que desplaza de
los centros de decisión a Inglaterra, resaltando, en cambio, la trascendencia
de la Cuádruple Alianza, que ligaba a Inglaterra, Rusia, Austria y Prusia
contra Francia durante veinte años y comprometía a los signatarios a sostener en
el trono francés a Luis XVIII Con la Cuádruple Alianza es Londres el árbitro máximo de la vida
internacional en el decenio que sigue a la derrota de Napoleón, no el
enigmático zar ni el habilísimo canciller de Viena.
8. EL NUEVO MAPA DE EUROPA
El intento de las grandes potencias de reducir el
número de estados europeos se inspira en un propósito de racionalización: hacer
estados viables, fuertes, que impidan la eventualidad de un nuevo designio
napoleónico de hegemonía. El acuerdo fue difícil. Dos puntos centran los
debates: Polonia y Sajonia. Polonia se mantiene dividida: Sajonia, con riquezas
mineras y acusada de lealtad a Napoleón, es reclamada por Prusia para
integrarla en su territorio estatal. La preocupación mayor de Metternich es
impedir que al mismo tiempo pase Polonia a Rusia y Sajonia a Prusia. La
cuestión polaca suscitó el entendimiento de los otros tres grandes contra Rusia: esta
entente se debilitó al discutirse la cuestión sajona. El zar hizo de Polonia
condición sine qua non de cualquier acuerdo, apoyándose en la presencia de
200.000 soldados rusos entre el Vístula
y el Oder y el control de Varsovia, la primera ciudad alzada contra Moscú ante la exhortación de Napoleón. Para
convencer a los ingleses prometió dotar
a Polonia de una Constitución liberal, lo que estaba muy lejos de aceptar para Rusia, y se atrajo a los prusianos
prometiéndoles la anexión total de Sajonia. Metternich se opuso a este reparto,
coincidiendo con Talleyrand, quien en
las Instrucciones que le había entregado a Luis XVIII tenía consignados como objetivos básicos: «Que Polonia entera no
pase a la soberanía de Rusia. Que Prusia no adquiera el reino de Sajonia, al
menos en su totalidad, ni Mayenza.» En algunos momentos se abordó la ruptura
del Congreso y la guerra entre los aliados. En las tensiones se retratan las
rivalidades entre las potencias:
-
Que entre Inglaterra y Rusia se debate la
supremacía mundial en dos ámbitos diferentes. Inglaterra necesita la supremacía
marítima, para lo cual es imprescindible el equilibrio en el continente; por el
contrario, Rusia, [102] que sueña con la supremacía continental, desea el
equilibrio de las potencias marítimas.
- Entre Austria y Rusia aparece la
sombra del conflicto balcánico; en los Balcanes encuentran su ámbito de
expansión los dos imperios. Polonia, en gran parte en manos de Rusia, pero
también con un sector controlado por Austria, y un tercero por Prusia, es otro
motivo de desconfianzas.
- Entre Austria y Prusia surge la
disyuntiva del futuro de Alemania. Una Prusia poderosa puede amalgamar a los
estados alemanes, pero Austria prefiere la división, sobre la que se sustenta
su hegemonía.
En el reajuste
territorial las cuatro grandes potencias obtienen ventajas indudables.
Inglaterra, la más beneficiada, consigue bases para el control del mar del
Norte, del Mediterráneo, del camino oceánico de las Indias y de las Antillas,
En el mar del Norte el soberano inglés lo es también del estado alemán de
Hannover, y su posesión de las islas Heligoland le añade una base estratégica frente
al continente. En el Mediterráneo, Malta y las islas Jónicas completan el
dispositivo que se Inicia en Gibraltar. Sobre la ruta de las Indias posee El
Cabo y Ceilán, cedidos por el rey de Holanda. En las Antillas refuerza sus
posesiones insulares. Las rutas oceánicas están vigiladas por los ingleses con
más eficacia a partir de 1814.
Rusia retiene
Finlandia, tomada a Suecia, la Besarabia, tomada a Turquía, y los dos tercios
de Polonia; su avance hacia Europa occidental es claro.
Prusia no
conserva más que una parte de sus antiguos territorios polacos (Dantzing y el
ducado de Posen), pero obtiene la Pomerania sueca, parte de Sajonia, y en el
oeste de Alemania zonas de la Renania, el Ruhr y la orilla izquierda del Rhin.
Austria pierde
territorios alejados, del norte, Bélgica, a cambio de su engrandecimiento con
territorios cercanos, que puede controlar: el reino lombardo-véneto, en el
norte de Italia, e indirectamente los ducados de Parma, Módena y Toscana,
entregados a príncipes austriacos.
En compensación
de otras pérdidas a Suecia se une Noruega.
Si la consolidación o el engrandecimiento
territorial de las grandes potencias parece ser una primera nota de la
remodelación del mapa europeo, la constitución de estados-tapones, para elevar
barreras frente a Francia, puede considerarse como la segunda preocupación. La
Prusia renana es una de estas barreras; los Países Bajos, con la unión de
Holanda y Bélgica, se conciben como la barrera del Nordeste; el
engrandecimiento del Piamonte con la Saboya y el frente marítimo de Génova
permite levantar la barrera del Sudeste. Una comparación del mapa político
europeo antes de Napoleón y en 1814 hace posible constatar el contraste entre
los pequeños estados antiguos y los nuevos, comparativamente mayores y más
fuertes, en torno a Francia.
Este mapa europeo deja planteadas cuestiones
que reaparecen en varias ocasiones durante el siglo; son a veces naciones que
desean estar separadas,[104] como Bélgica de Holanda, o
constituirse en entidades nacionales independientes sobre los girones que los
Congresos han consentido, como es el caso de Polonia. Otras veces son naciones,
ahora separadas, que anhelaban unirse. Especialmente complicada es la situación política de Italia,
dividida en varios reinos y ducados, y en la que Inglaterra consigue, para
compensar la presencia austríaca en el Norte, la reinstalación de los Borbones
en el Sur, en el reino de Nápoles; y la de Alemania, formada por una federación
de 39 estados, cuyos sueños unitarios están vigilados y reprimidos por Austria.
Es una Europa artificial, hostil a las
revoluciones y a los nacionalismos.
6. PRINCIPIOS TEÓRICOS DE LA RESTAURACIÓN Y LOS
CONGRESOS
Las grandes potencias no se limitan a
dibujar un nuevo mapa de Europa; en el ámbito de la teoría política formulan los
principios que se consideran como la ortodoxia, la definición del verdadero
orden frente a los excesos y desviaciones que se han introducido en la etapa
revolucionaria. Los más claros son los siguientes:
-
Legitimismo. La
paz no es posible si al frente de los Estados no se encuentran sus soberanos
legítimos. La legitimidad se refiere en primer lugar al titular, como fórmula
Talleyrand, quien consigue la aceptación de los Borbones para el trono francés.
Se refiere en segundo lugar al ejercicio: el rey legítimo no debe estar frenado
por una constitución, su poder es de origen divino. A partir de esta
formulación la soberanía nacional es considerada como una usurpación, como una
herejía política, Talleyrand coloca a la historia como principio legitimador;
las dinastías legítimas gobiernan durante siglos; los soberanos ilegítimos
-como Napoleón- se asientan en la fuerza, no en el derecho, y su duración es
tan breve como sus triunfos.
-
Responsabilidad
internacional de las potencias. La vida internacional debe
estar dirigida por las grandes potencias, ya que existe una relación directa
entre el poder de una nación y su papel en el orden colectivo. Ninguno de los
políticos de los congresos es aislacionista: Castlereagh era un europeísta
convencido, lo mismo que Alejandro I.
-
Congresos. Los
conflictos se discutirán en Congresos, con lo que se suprimirá la guerra como
árbitro en las disputas. Es un principio que ha
tenido una repercusión enorme en la vida internacional contemporánea,
aunque ni congresos ni asambleas internacionales hayan evitado el recurso a la
guerra.
-
Intervención. El
orden o el desorden de un país no es una situación meramente interior, sino una
dimensión que afecta, por su capacidad de contagio, a sus vecinos. De aquí que
sea lícita y conveniente la intervención de las potencias para restaurar a un
soberano que ha sido ilegítimamente
[105] despojado de sus atributos – es el caso de la intervención de los
cien mil hijos de San Luis en España para reponer en la plenitud absoluta a
Fernando VII.
Estos postulados teóricos se plasman en
varios congresos. El de Aquisgrán (1818), el de Troppau (1820), el de Laibach
(1821) y el de Verona (1822) se enfrentaron con diversas situaciones
revolucionarias en Italia, Alemania y en España.
Frente
a la Europa de la revolución los políticos de la Restauración se proponen
volver a 1789, a las vísperas de los procesos que modificaron el mapa y las
ideas del Viejo Continente. El peso de los congresos se vuelca ostensiblemente
hacia la tradición y se opone a la revolución.
Tradición, orden, defensa de las
instituciones del Antiguo Régimen-realeza, Iglesia-, apelación al papel de la
aristocracia, subordinación jerárquica de los restantes grupos sociales a los
estamentos de privilegio, son postulados con los que algunos pensadores [Von
Haller, Schlegel, De Maistre, Lammenais, entre otros] se esforzaron en cimentar
intelectualmente la Europa restaurada. [106]
8. EL RÉGIMEN DE CARTA OTORGADA
En los regímenes políticos de 1814 podríamos
distinguir tres modelos diferentes: el régimen parlamentario inglés, en el que
el monarca está limitado por un parlamento representativo: el régimen
absolutista ruso, en el que el monarca no tiene ninguna limitación, y el
régimen de Carta otorgada francés, en el que el monarca se autolimita en el
ejercicio de sus funciones sin abdicar por ello de la plenitud de su soberanía.
El régimen inglés y el ruso los encontramos ya en el Antiguo Régimen, el inglés
como pionero de innovaciones y el ruso como ejemplo acabado de la monarquía tradicional:
la novedad radica en el régimen francés de Carta otorgada. Luis XVIII, la
víspera de su entrada en París, promete, en la declaración de Saint-Ouen, dotar
a Francia de un régimen representativo.
La Carta, a diferencia de la Constitución, es
concedida graciosamente por el monarca. Se discute su contenido, en cuatro
sesiones, por una comisión mixta escogida por el rey. Su base doctrinal es la
negación de la soberanía nacional, dogma fundamental del liberalismo. Sus 79
artículos no son, sin embargo, una exposición de doctrina absolutista, sino que
reflejan influencias del parlamentarismo inglés y concesiones a ideas de los
constitucionales de 1789. Sin proclamar solemnemente los derechos del hombre
-ahora, más modestamente, se regulan sólo los derechos de los franceses-, la
Carta reconoce los principios de libertad, igualdad y propiedad, aunque prevé
que la libertad de prensa podría ser restringida por leyes para reprimir los
abusos. Se proclama la religión católica como credo oficial del Estado, pero se
garantiza la libertad religiosa y la práctica de los diferentes cultos. [108]
No existe
separación explícita de los poderes; la autoridad no viene de abajo, del
pueblo, sino de arriba, de Dios, y en consecuencia el rey acumula la del
ejecutivo y su proyección sobre el
legislativo e incluso sobre el judicial, puesto que aún reconociendo la
independencia de los jueces se ejerce la justicia en nombre del rey y se le reservan los tradicionales
privilegios de gracia. Royer Collard explicaba que el día que la Cámara pudiera
rechazar los ministros del rey señalaría
el fin de la Carta y de la realeza. Durante algunos años el gabinete ministerial estuvo interferido por un consejo
de príncipes de sangre y ministros de Estado, pero la complejidad creciente de
la Administración derivó en el aumento de las responsabilidades y capacidad de
decisión de los titulares de las carteras. Si Luis XVIII por su indolencia se
desentendió de las tareas del Estado,
Carlos X, tras la desaparición de Villele, asumió las de jefe de gobierno,
hasta que la práctica le demostró los inconvenientes de una consagración
cotidiana del monarca a tareas administrativas. El rey se presenta como figura
sagrada, a la que no se puede exigir responsabilidad, aunque los ministros pueden
ser acusados, por traición o corrupción, por los diputados y juzgados por los
pares.
Las Cámaras legislativas son dos. La Cámara de
los Pares, nombrada por el rey, ocupada por los aristócratas, cuyo asiento es
hereditario, era superior en dignidad, pero menor su influencia en la calle; su
voz se perdía en el aire, como testimonia Polignac. Al no ser públicas sus
sesiones, resumidas con tacañería en Le
Moniteur, los pares apenas eran conocidos por el conjunto del pueblo. El
deseo del monarca de recompensar los servicios a la corona hizo crecer su número desde 210 en 1815 hasta 384 en
vísperas de la revolución de 1830, crecimiento que provocó ironías como la de
llamarle «Hospital de los Inválidos del Gobierno». En la Cámara de diputados se
sientan los representantes elegidos por los Departamentos: más de la mitad eran
funcionarios y grandes propietarios y
banqueros: otro análisis ha permitido comprobar que el 41% de sus efectivos
correspondía a la antigua nobleza y el 10 % a la nobleza Imperial. De esta composición
se deduce la prepotencia de la aristocracia tradicional, su entrada en nuevas
actividades financieras y su asociación a la burguesía plutocrática y
administrativa. No obstante, el nivel de las sesiones fue elevado y Thiers
escribe que la Carta ha transformado el foro político en salón de gentes
honestas.
Se trata de un régimen que pretende combinar
el poder real, sin debilitarlo, y la consulta a la nación. Las elecciones, la
independencia de los jueces, la Cámara baja, constituían novedades con respecto
a la Francia del Antiguo Régimen, pero el artículo 14 permitía al monarca hacer
«los reglamentos y ordenanzas necesarios para la ejecución de las leyes y para
la seguridad del Estado». En caso de crisis el monarca podía hacer uso de sus
poderes excepcionales. Lo mismo que el
sistema internacional de la Restauración, el sistema político de Carta otorgada
se inclina en última instancia, aunque con ciertas concesiones, por la tradición. [109]
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