sábado, 29 de julio de 2017

FERNÁNDEZ, Antonio; Historia Universal. Edad Contemporánea - CAPÍTULO V

FERNÁNDEZ, Antonio; Historia Universal. Edad Contemporánea, Editorial Vicens Vives, Barcelona, 1997
CAPÍTULO V   LA EUROPA DE LOS CONGRESOS
2. LAS POTENCIAS DE LA RESTAURACIÓN
      El nuevo orden europeo vendría definido por cinco potencias, las cuatro vencedoras de Napoleón -Gran Bretaña, Rusia, Austria y Prusia- y la misma Francia, incorporada al cónclave de grandes por las hábiles maniobras de su ministro de Asuntos Exteriores, Talleyrand. Esta dirección colegiada configura el sistema de la Pentarquía. De las cinco potencias rectoras de la vida internacional, dos eran monarquías absolutas -Rusia y Austria.
    El imperio ruso, gobernado por el zar Alejandro I, presentaba la fisonomía más pura de modelo del Antiguo Régimen. Con sus 45 millones de habitantes ostentaba el rango de primera potencia demográfica del continente. Por el mantenimiento de la servidumbre del campesinado aparecía como una sociedad inmóvil, ajena a cualquier cambio. Aureolada por su prestigio en la derrota napoleónica de 1812, el viejo imperio de las estepas mostraba una decidida vocación europeísta y al mismo tiempo de fagocito, de ocupación de nuevos territorios para su población en expansión, política que fue servida por un extraordinario equipo de diplomáticos, con Nesselrode, ministro imperial de Asuntos Extranjeros, al frente. Los vastos espacios asiáticos, mal comunicados, se ofrecían como un horizonte prometedor para su apetito expansivo, [98] pero en los primeros decenios de la centuria no representaban una meta inmediata. ¿Se extendería hacia Europa Central?  En ese espacio geopolítico chocaría con el Imperio Austríaco. Hacia el Sur, el debilitado imperio turco constituía  una presa más que un obstáculo, y a este vector meridional respondió la comparecencia rusa en la Cuestión de Oriente, el reparto de la herencia imperial  otomana. En el Báltico, las reivindicaciones sobre Polonia continuaban la vieja política de Pedro el Grande.
  Segundo modelo absoluto: Austria. En 1804, ante el avance de los ejércitos napoleónicos, Francisco II renunció al título de Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y asumió el de Emperador de Austria. El nuevo imperio no era en realidad otra cosa que el conjunto de territorios gobernados por la casa de Habsburgo. En 1867 Hungría reclamó la asociación con el Emperador,  pasando el Estado imperial a denominarse Austria-Hungría o monarquía dual.  Su nota fundamental, la heterogeneidad étnica: alemanes en la actual Austria, checos en Bohemia y Moravia, húngaros en los valles medios del Danubio y el Tisza, rumanos en Transilvania, polacos en otras regiones. Para mantener cohesionada esta babel de pueblos su máximo estadista, Metternich, mantuvo intacta la ilimitada autoridad del Emperador y un régimen centralista y aristocrático, opuesto a todas las revoluciones.
   Gran Bretaña representaba el contramodelo de las anteriores. Poseía un régimen  parlamentario, con protagonismo de los terratenientes, y no necesitaba  Imitar el modelo político francés de la revolución pero menos todavía las pautas de las monarquías absolutas de Viena y San Petersburgo. De la experiencia napoleónica había extraído algunas lecciones claras; la más importante, la necesidad del control de los mares para mantener su proyección sobre otros continentes. Además, en el bloqueo napoleónico contra la Isla había experimentado el peligro del aislamiento y aprendido la conveniencia de participar en las cuestiones continentales. Su titular de Asuntos Exteriores, Castlereagh,  era un europeísta convencido, como se lee en las «Instrucciones» a sus embajadores.
  Aparentemente, Prusia era el miembro menos importante de la Pentarquía. Pero por entonces se iniciaría su crecimiento, hasta convertirse en el reino que forjaría  la unidad de Alemania algunos decenios más tarde. Al reconocerle el papel de gendarme, que impediría otra tentación «napoleónica» en Centro-Europa, las otras potencias le entregaron territorios en el Oeste, en su condición de centinela del Rhin frente a Francia, y en el Este, en tierras polacas, para vigilar el expansionismo ruso. Con esta doble función de centinela creció su papel internacional y su influencia sobre los restantes Estados alemanes, despertando recelos en Austria.
   La nación vencida, Francia, haría valer su situación geográfica y su riqueza intelectual para ser respetada y desempeñar un papel activo en la nueva situación. En años posteriores se convertiría en asilo de las ideas de la revolución y de los exiliados europeos que luchaban por la libertad de los pueblos, pero por el momento Talleyrand conseguiría simplemente que fuera oída en el  cónclave de grandes, en un momento en que se instalaba en París el régimen político que definía de forma más perfecta los ideales de la Restauración. [99]
                                                          […..]

4. LA SANTA ALIANZA
   El 26   septiembre de 1815, dos meses antes de la Segunda Paz de París, firman con  el zar ruso, los emperadores Francisco I de Austria y Federico III de Prusia, bajo la invocación a la Santísima Trinidad, un acuerdo solemne que se bautiza a            mismo como «Santa Alianza». A la idea inicial de establecer un mecanismo de cooperación permanente entre los cuatro vencedores de Napoleón propuesta por Castlereagh sucede este pacto político-religioso concebido por Alejandro I; frente a las cuestiones concretas atendidas en los tratados de paz, la Alianza de soberanos desenvuelve su texto en proclamas idealistas, un tanto vagas en ocasiones. Que la iniciativa fuera del zar ruso ofrece pocas dudas; que estuviera inspirado por la viuda de un diplomático ruso, la baronesa de Krüdener, a cuyas veladas de sermones asistió Alejandro en París, influencia que destacan algunos testigos y que la baronesa desvía argumentando que «sólo el Señor había sido el inspirador», resulta más discutible: pero en cualquier caso constituye una de las claves de la Europa de la Restauración.
   La iniciativa de Alejandro I de elaborar un documento que colocase la política internacional bajo directrices morales emanadas del Evangelio es testimoniada muchos años después por Metternich, el único estadista que supo comprender que aquel articulado similar a un catecismo ético era susceptible de interpretaciones políticas, y abandonando su recurso de centrar la lucha contra la revolución en publicistas y panfletos contrarrevolucionarios comprendió que podría hacer del acuerdo de los tres emperadores una Carta del absolutismo monárquico. Para el Estado multinacional austríaco suponía una garantía la solidaridad de otros emperadores en la tarea de sujetar a los pueblos a sus soberanos naturales y de intervenir, si preciso fuera, en defensa del orden.
   Las modificaciones que Metternich introdujo en el artículo 11 para subrayar con más claridad el principio de «ayudarse recíprocamente» y el de «no considerarse tocios más que como miembros de una misma nación cristiana», se orientaron a obstaculizar la utilización del pacto en una empresa cristiana contra Turquía, como temía Gentz, secretario del Congreso y colaborador íntimo del canciller austríaco, quien previsoramente notificó al gobierno de Estambul que no se preparaba una nueva Cruzada; y a reforzar los poderes imperiales contra las fuerzas nacionales internas, objetivo en el que podían coincidir Alejandro I y Francisco I, pero menos comprensiblemente el emperador prusiano.  A pesar de la vaguedad de la redacción el robustecimiento de la monarquía al Servicio de la paz puede entreverse en expresiones como «importancia de la felicidad de las naciones durante excesivo tiempo agitadas», y de manera más clara en los deberes de los soberanos de proteger la religión, la paz y la Justicia (artículo 1°).
     Este extraño documento provocó recelos dentro de los mismos pueblos directamente afectados, hasta el punto de que los signatarios tuvieron que dar explicaciones aclaratorias, pero con mayor fuerza despertó suspicacias en otras potencias. La opinión pública británica, afecta al principio de no intervención de Castlereagh, criticó la posibilidad de intervención en los países en revolución; el papa Pío VII motejó al texto de deísta y no representativo de la verdadera religión; los intelectuales europeos, todavía esperanzados en el futuro de las ideas liberales, lo acusaron de reaccionario, de «Santa Alianza de los reyes contra los pueblos». No carecían de fundamento los temores porque en  los años sucesivos el denominado impropiamente sistema Metternich se convivírtió en un refuerzo mutuo de los monarcas absolutistas, y así en 1823 Francia, convertida en soldado de la Santa Alianza, interviene en España en oposición del acuerdo de Verona para restablecer la soberanía ilimitada de Fernando VII. Anteriormente el zar había propuesto la intervención en las colonias españolas de América, en aquel momento en lucha contra su metrópoli, pero  Inglaterra había impedido que se concretase en medidas militares.
  En la actualidad se otorga por los historiadores menos valor a este documento, que desplaza de los centros de decisión a Inglaterra, resaltando, en cambio, la trascendencia de la Cuádruple Alianza, que ligaba a Inglaterra, Rusia, Austria y Prusia contra Francia durante veinte años y comprometía a los signatarios a sostener en el trono francés a Luis XVIII Con la Cuádruple Alianza  es Londres el árbitro máximo de la vida internacional en el decenio que sigue a la derrota de Napoleón, no el enigmático zar ni el habilísimo canciller de Viena.

8. EL NUEVO MAPA DE EUROPA
   El  intento de las grandes potencias de reducir el número de estados europeos se inspira en un propósito de racionalización: hacer estados viables, fuertes, que impidan la eventualidad de un nuevo designio napoleónico de hegemonía. El acuerdo fue difícil. Dos puntos centran los debates: Polonia y Sajonia. Polonia se mantiene dividida: Sajonia, con riquezas mineras y acusada de lealtad a Napoleón, es reclamada por Prusia para integrarla en su territorio estatal. La preocupación mayor de Metternich es impedir que al mismo tiempo pase Polonia a Rusia y Sajonia a Prusia. La cuestión polaca suscitó el entendimiento  de los otros tres grandes contra Rusia: esta entente se debilitó al discutirse la cuestión sajona. El zar hizo de Polonia condición sine qua non de cualquier acuerdo, apoyándose en la presencia de 200.000 soldados rusos entre el  Vístula y el Oder y el control de Varsovia, la primera ciudad alzada contra  Moscú ante la exhortación de Napoleón. Para convencer a los ingleses prometió  dotar a Polonia de una Constitución liberal, lo que estaba muy lejos de aceptar  para Rusia, y se atrajo a los prusianos prometiéndoles la anexión total de  Sajonia. Metternich se opuso a este reparto, coincidiendo con Talleyrand,  quien en las Instrucciones que le había entregado a Luis XVIII  tenía consignados  como objetivos básicos: «Que Polonia entera no pase a la soberanía de Rusia. Que Prusia no adquiera el reino de Sajonia, al menos en su totalidad, ni Mayenza.» En algunos momentos se abordó la ruptura del Congreso y la guerra entre los aliados. En las tensiones se retratan las rivalidades  entre las  potencias:
-          Que entre Inglaterra y Rusia se debate la supremacía mundial en dos ámbitos diferentes. Inglaterra necesita la supremacía marítima, para lo cual es imprescindible el equilibrio en el continente; por el contrario, Rusia, [102] que sueña con la supremacía continental, desea el equilibrio de las potencias marítimas.

- Entre Austria y Rusia aparece la sombra del conflicto balcánico; en los Balcanes encuentran su ámbito de expansión los dos imperios. Polonia, en gran parte en manos de Rusia, pero también con un sector controlado por Austria, y un tercero por Prusia, es otro motivo de desconfianzas.

- Entre Austria y Prusia surge la disyuntiva del futuro de Alemania. Una Prusia poderosa puede amalgamar a los estados alemanes, pero Austria prefiere la división, sobre la que se sustenta su hegemonía.

    En el reajuste territorial las cuatro grandes potencias obtienen ventajas indudables. Inglaterra, la más beneficiada, consigue bases para el control del mar del Norte, del Mediterráneo, del camino oceánico de las Indias y de las Antillas, En el mar del Norte el soberano inglés lo es también del estado alemán de Hannover, y su posesión de las islas Heligoland le añade una base estratégica frente al continente. En el Mediterráneo, Malta y las islas Jónicas completan el dispositivo que se Inicia en Gibraltar. Sobre la ruta de las Indias posee El Cabo y Ceilán, cedidos por el rey de Holanda. En las Antillas refuerza sus posesiones insulares. Las rutas oceánicas están vigiladas por los ingleses con más eficacia a partir de 1814.
   Rusia retiene Finlandia, tomada a Suecia, la Besarabia, tomada a Turquía, y los dos tercios de Polonia; su avance hacia Europa occidental es claro.
   Prusia no conserva más que una parte de sus antiguos territorios polacos (Dantzing y el ducado de Posen), pero obtiene la Pomerania sueca, parte de Sajonia, y en el oeste de Alemania zonas de la Renania, el Ruhr y la orilla izquierda del Rhin.
   Austria pierde territorios alejados, del norte, Bélgica, a cambio de su engrandecimiento con territorios cercanos, que puede controlar: el reino lombardo-véneto, en el norte de Italia, e indirectamente los ducados de Parma, Módena y Toscana, entregados a príncipes austriacos.
   En compensación de otras pérdidas a Suecia se une Noruega.
   Si la consolidación o el engrandecimiento territorial de las grandes potencias parece ser una primera nota de la remodelación del mapa europeo, la constitución de estados-tapones, para elevar barreras frente a Francia, puede considerarse como la segunda preocupación. La Prusia renana es una de estas barreras; los Países Bajos, con la unión de Holanda y Bélgica, se conciben como la barrera del Nordeste; el engrandecimiento del Piamonte con la Saboya y el frente marítimo de Génova permite levantar la barrera del Sudeste. Una comparación del mapa político europeo antes de Napoleón y en 1814 hace posible constatar el contraste entre los pequeños estados antiguos y los nuevos, comparativamente mayores y más fuertes, en torno a Francia.
  Este mapa europeo deja planteadas cuestiones que reaparecen en varias ocasiones durante el siglo; son a veces naciones que desean estar separadas,[104] como Bélgica de Holanda, o constituirse en entidades nacionales independientes sobre los girones que los Congresos han consentido, como es el caso de Polonia. Otras veces son naciones, ahora separadas, que anhelaban unirse. Especialmente  complicada es la situación política de Italia, dividida en varios reinos y ducados, y en la que Inglaterra consigue, para compensar la presencia austríaca en el Norte, la reinstalación de los Borbones en el Sur, en el reino de Nápoles; y la de Alemania, formada por una federación de 39 estados, cuyos sueños unitarios están vigilados y reprimidos por Austria. Es una Europa artificial,  hostil a las revoluciones y a los nacionalismos.
6. PRINCIPIOS TEÓRICOS DE LA RESTAURACIÓN Y LOS CONGRESOS
   Las grandes potencias no se limitan a dibujar un nuevo mapa de Europa; en el ámbito de la teoría política formulan los principios que se consideran como la ortodoxia, la definición del verdadero orden frente a los excesos y desviaciones que se han introducido en la etapa revolucionaria. Los más claros son los siguientes:

-          Legitimismo. La paz no es posible si al frente de los Estados no se encuentran sus soberanos legítimos. La legitimidad se refiere en primer lugar al titular, como fórmula Talleyrand, quien consigue la aceptación de los Borbones para el trono francés. Se refiere en segundo lugar al ejercicio: el rey legítimo no debe estar frenado por una constitución, su poder es de origen divino. A partir de esta formulación la soberanía nacional es considerada como una usurpación, como una herejía política, Talleyrand coloca a la historia como principio legitimador; las dinastías legítimas gobiernan durante siglos; los soberanos ilegítimos -como Napoleón- se asientan en la fuerza, no en el derecho, y su duración es tan breve como sus triunfos.
-          Responsabilidad internacional de las potencias. La vida internacional debe estar dirigida por las grandes potencias, ya que existe una relación directa entre el poder de una nación y su papel en el orden colectivo. Ninguno de los políticos de los congresos es aislacionista: Castlereagh era un europeísta convencido, lo mismo que Alejandro I.
-          Congresos. Los conflictos se discutirán en Congresos, con lo que se suprimirá la guerra como árbitro en las disputas. Es un principio que ha  tenido una repercusión enorme en la vida internacional contemporánea, aunque ni congresos ni asambleas internacionales hayan evitado el recurso a la guerra.
-          Intervención. El orden o el desorden de un país no es una situación meramente interior, sino una dimensión que afecta, por su capacidad de contagio, a sus vecinos. De aquí que sea lícita y conveniente la intervención de las potencias para restaurar a un soberano que ha sido ilegítimamente [105] despojado de sus atributos – es el caso de la intervención de los cien mil hijos de San Luis en España para reponer en la plenitud absoluta a Fernando VII.
  Estos postulados teóricos se plasman en varios congresos. El de Aquisgrán (1818), el de Troppau (1820), el de Laibach (1821) y el de Verona (1822) se enfrentaron con diversas situaciones revolucionarias en Italia, Alemania y en España.
    Frente a la Europa de la revolución los políticos de la Restauración se proponen volver a 1789, a las vísperas de los procesos que modificaron el mapa y las ideas del Viejo Continente. El peso de los congresos se vuelca ostensiblemente hacia la tradición y se opone a la revolución.
   Tradición, orden, defensa de las instituciones del Antiguo Régimen-realeza, Iglesia-, apelación al papel de la aristocracia, subordinación jerárquica de los restantes grupos sociales a los estamentos de privilegio, son postulados con los que algunos pensadores [Von Haller, Schlegel, De Maistre, Lammenais, entre otros] se esforzaron en cimentar intelectualmente la Europa restaurada. [106]

8. EL RÉGIMEN DE CARTA OTORGADA
     En los regímenes políticos de 1814 podríamos distinguir tres modelos diferentes: el régimen parlamentario inglés, en el que el monarca está limitado por un parlamento representativo: el régimen absolutista ruso, en el que el monarca no tiene ninguna limitación, y el régimen de Carta otorgada francés, en el que el monarca se autolimita en el ejercicio de sus funciones sin abdicar por ello de la plenitud de su soberanía. El régimen inglés y el ruso los encontramos ya en el Antiguo Régimen, el inglés como pionero de innovaciones y el ruso como ejemplo acabado de la monarquía tradicional: la novedad radica en el régimen francés de Carta otorgada. Luis XVIII, la víspera de su entrada en París, promete, en la declaración de Saint-Ouen, dotar a Francia de un régimen representativo.
  La Carta, a diferencia de la Constitución, es concedida graciosamente por el monarca. Se discute su contenido, en cuatro sesiones, por una comisión mixta escogida por el rey. Su base doctrinal es la negación de la soberanía nacional, dogma fundamental del liberalismo. Sus 79 artículos no son, sin embargo, una exposición de doctrina absolutista, sino que reflejan influencias del parlamentarismo inglés y concesiones a ideas de los constitucionales de 1789. Sin proclamar solemnemente los derechos del hombre -ahora, más modestamente, se regulan sólo los derechos de los franceses-, la Carta reconoce los principios de libertad, igualdad y propiedad, aunque prevé que la libertad de prensa podría ser restringida por leyes para reprimir los abusos. Se proclama la religión católica como credo oficial del Estado, pero se garantiza la libertad religiosa y la práctica de los diferentes cultos. [108]
  No existe separación explícita de los poderes; la autoridad no viene de abajo, del pueblo, sino de arriba, de Dios, y en consecuencia el rey acumula la del ejecutivo  y su proyección sobre el legislativo e incluso sobre el judicial, puesto que aún reconociendo la independencia de los jueces se ejerce la justicia en nombre  del rey y se le reservan los tradicionales privilegios de gracia. Royer Collard  explicaba que el día que la Cámara pudiera rechazar los ministros del rey  señalaría el fin de la Carta y de la realeza. Durante algunos años el gabinete  ministerial estuvo interferido por un consejo de príncipes de sangre y ministros de Estado, pero la complejidad creciente de la Administración derivó en el aumento de las responsabilidades y capacidad de decisión de los titulares de las carteras. Si Luis XVIII por su indolencia se desentendió de las tareas del  Estado, Carlos X, tras la desaparición de Villele, asumió las de jefe de gobierno, hasta que la práctica le demostró los inconvenientes de una consagración cotidiana del monarca a tareas administrativas. El rey se presenta como figura sagrada, a la que no se puede exigir responsabilidad, aunque los ministros pueden ser acusados, por traición o corrupción, por los diputados y juzgados por los pares.
    Las Cámaras legislativas son dos. La Cámara de los Pares, nombrada por el rey, ocupada por los aristócratas, cuyo asiento es hereditario, era superior en dignidad, pero menor su influencia en la calle; su voz se perdía en el aire, como testimonia Polignac. Al no ser públicas sus sesiones, resumidas con tacañería en Le Moniteur, los pares apenas eran conocidos por el conjunto del pueblo. El deseo del monarca de recompensar los servicios a la corona hizo crecer  su número desde 210 en 1815 hasta 384 en vísperas de la revolución de 1830, crecimiento que provocó ironías como la de llamarle «Hospital de los Inválidos del Gobierno». En la Cámara de diputados se sientan los representantes elegidos por los Departamentos: más de la mitad eran funcionarios y grandes  propietarios y banqueros: otro análisis ha permitido comprobar que el 41% de sus efectivos correspondía a la antigua nobleza y el 10 % a la nobleza Imperial. De esta composición se deduce la prepotencia de la aristocracia tradicional, su entrada en nuevas actividades financieras y su asociación a la burguesía plutocrática y administrativa. No obstante, el nivel de las sesiones fue elevado y Thiers escribe que la Carta ha transformado el foro político en salón de gentes honestas.
   Se trata de un régimen que pretende combinar el poder real, sin debilitarlo, y la consulta a la nación. Las elecciones, la independencia de los jueces, la Cámara baja, constituían novedades con respecto a la Francia del Antiguo Régimen, pero el artículo 14 permitía al monarca hacer «los reglamentos y ordenanzas necesarios para la ejecución de las leyes y para la seguridad del Estado». En caso de crisis el monarca podía hacer uso de sus poderes excepcionales.  Lo mismo que el sistema internacional de la Restauración, el sistema político de Carta otorgada se inclina en última instancia, aunque con ciertas concesiones,  por la tradición. [109]





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