HOBSBAWM ERIC
J.; Industria e Imperio: Una historia económica de
Gran Bretaña desde 1750,
Crítica, Barcelona, 2001
CAPITULO
2
EL
ORIGEN DE LA REVOLUCION INDUSTRIAL [1]
Afrontar
el origen de la Revolución industrial no es tarea fácil, pero la dificultad
aumentará si no conseguimos clarificar la cuestión. Empecemos, por tanto, con
una aclaración previa.
Primero: La Revolución industrial no es
simplemente una aceleración del crecimiento económico, sino una aceleración del
crecimiento determinada y conseguida por la transformación económica y social.
A los primeros estudiosos, que concentraron su atención en los medios de
producción cualitativamente nuevos —las máquinas, el sistema fabril, etc.— no
les engañó su instinto, aunque en ocasiones se dejaron llevar por él sin rigor
crítico. No fue Birmingham, una ciudad que producía mucho más en 1850 que en
1750, aunque esencialmente según el sistema antiguo, la que hizo hablar a los contemporáneos
de revolución industrial, sino Manchester, una ciudad que producía más de una
forma más claramente revolucionaria.
A fines del
siglo XVIII esta
transformación económica y
social se produjo
en una economía capitalista y a
través de ella. Como sabemos ahora, en el siglo XX, no es éste el único camino que
puede seguir la Revolución industrial, aunque fue el primitivo y posiblemente
el único practicable en el siglo XVIII. La industrialización capitalista
requiere en determinadas formas un análisis algo distinto de la no capitalista,
ya que debemos explicar por qué la persecución del beneficio privado condujo a
la transformación tecnológica, ya que no es forzoso que deba suceder así de un
modo automático. No hay duda de que en otras cuestiones la industrialización
capitalista puede tratarse como un caso especial de un fenómeno más general,
pero no está claro hasta qué punto esto sirve para el historiador de la Revolución
industrial británica.
Segundo: La Revolución industrial fue la primera de
la historia. Eso no significa que partiera de cero, o que no
puedan hallarse en
ella fases primitivas
de rápido desarrollo
industrial y tecnológico.
Sin embargo, ninguna de ellas inició la característica fase moderna de
la historia, el crecimiento económico autosostenido por medio de una constante
revolución tecnológica y transformación social. Al ser la primera, es
también por ello
distinta en importante
aspectos a las
revoluciones industriales subsiguientes.
No puede explicarse básicamente, ni en cierta medida, en términos de factores
externos tales como, por ejemplo, la imitación de técnicas más avanzadas, la
importación de capital o el impacto de
una economía mundial
ya industrializada. Las
revoluciones industriales que
siguieron pudieron utilizar la
experiencia, el ejemplo y los recursos británicos. Gran Bretaña sólo pudo
aprovechar las de los otros países en proporción mucho menor y muy limitada. Al
mismo tiempo, como hemos visto, la Revolución industrial inglesa fue precedida
por lo menos por doscientos años de constante desarrollo económico que echó sus
cimientos. A diferencia de la Rusia del siglo XIX o XX, Inglaterra entró preparada en la
industrialización.
Sin embargo, la Revolución industrial no puede
explicarse sólo en términos puramente británicos, ya que Inglaterra formaba
parte de una economía más amplia, que podemos llamar “economía europea” o “economía
mundial de los estados marítimos europeos”. Formaba parte de una red más
extensa de relaciones económicas que incluía varias zonas “avanzadas”, algunas
de las cuales eran también zonas de potencial industrialización o que aspiraban
a ella, áreas de “economía dependiente”, así como economías extranjeras
marginales no relacionadas
sustancialmente con Europa.
Estas economías dependientes consistían,
en parte, en
colonias formales (como
en las Américas)
o en puntos
de comercio y dominio (como en Oriente) y, en parte, en sectores hasta
cierto punto económicamente especializados en atender las demandas de las zonas
“avanzadas” (como parte de Europa oriental). El mundo, “avanzado” estaba ligado
al dependiente por una cierta división de la actividad económica: de una parte
una zona relativamente urbanizada, de otras zonas que producían y exportaban
abundantes productos agrícolas o
materias primas. Estas
relaciones pueden describirse
como un sistema
de intercambios —de comercio, de pagos internacionales, de
transferencias de capitales, de migraciones, etc.—. Desde hacía varios siglos,
la “economía europea” había dado claras muestras de expansión y desarrollo
dinámico, aunque también había experimentado notables retrocesos o desvíos
económicos, especialmente entre los siglos XIV al XV y XVII.
No obstante, es importante advertir que esta
economía europea tendía también a escindirse, por lo menos desde el siglo XIV,
en unidades político-económicas independientes y concurrentes (“estados” territoriales)
como Gran Bretaña y Francia, cada uno con su propia estructura económica y
social, y que contenía en sí mismas zonas y sectores adelantados y atrasados o
dependientes. Hacia el siglo XVI era totalmente claro que si la Revolución
industrial había de producirse en algún lugar, debía serlo en alguno que
formara parte de la economía europea. Por qué esto era así no es cosa que
vayamos a analizar ahora, ya que la cuestión corresponde a una etapa anterior a
la que trata este libro. Sin embargo, no era evidente cuál de las unidades
concurrentes había de ser la primera en industrializarse.
El problema sobre los orígenes de la
Revolución industrial que aquí esencialmente nos concierne es por qué fue Gran
Bretaña la que se convirtió en el primer “taller del mundo”. Una segunda
cuestión relacionada con la anterior es por qué este hecho ocurrió hacia fines
del siglo XVIII y no antes o después.
Antes de estudiar la respuesta (que sigue
siendo tema de polémicas y fuente de incertidumbre), tal vez sea útil eliminar
cierto número de explicaciones o pseudo explicaciones que han sido habituales
durante largo tiempo y
que todavía hoy
se mantienen de
vez en cuando.
Muchas de ellas
aportan más interrogantes que
soluciones.
Esto es cierto, sobre todo, de las teorías
que tratan de explicar la Revolución industrial en términos de clima,
geografía, cambio biológico en la población u otros factores exógenos. Si, como
se ha dicho, el estímulo para la revolución procedía digamos que del
excepcional largo período de buenas cosechas que tuvo lugar a principios del
siglo XVIII, entonces tendríamos que explicar por qué otros períodos similares
anteriores a esa fecha (períodos que se sucedieron de vez en cuando en la
historia) no tuvieron consecuencias semejantes. Si han de ser las grandes
reservas de carbón de Gran Bretaña las que expliquen su prioridad, entonces
bien podemos preguntarnos por qué sus recursos naturales, comparativamente
escasos, de otras materias primas industriales, por ejemplo, mineral de hierro)
no la dificultaron otro tanto o, alternativamente, por qué las extensas
carboneras silesianas no produjeron un despegue
industrial igualmente precoz.
Si el clima
húmedo del Lancashire
hubiera de explicar
la concentración de la industria algodonera, entonces deberíamos
preguntarnos por qué las otras zonas igualmente húmedas de las islas británicas
no consiguieron o provocaron tal concentración. Y así sucesivamente. Los
factores climáticos, la geografía, la distribución de los recursos naturales no
actúan independientemente, sino sólo dentro de una determinada estructura económica,
social e institucional.
Esto es
válido incluso para
el más poderoso
de estos factores,
un fácil acceso
al mar o
a ríos navegables, es decir, para
la forma de transporte más barata y más práctica de la era preindustrial (y en el
caso de productos en gran cantidad la única realmente económica). Es casi
inconcebible que una zona totalmente cerrada por tierra pudiera encabezar la
Revolución industrial moderna; aunque tales regiones son más escasas de lo que
uno piensa. Sin embargo, aun aquí los factores no geográficos no deben ser
descuidados: las Hébridas, por ejemplo, tienen más acceso al mar que la mayor
parte del Yorkshire.
El problema de la población es algo
distinto, ya que sus movimientos pueden explicarse por factores exógenos, por
los cambios que experimenta la sociedad humana, o por una combinación de ambos.
Nos detendremos en él algo más adelante. Por
ahora nos contentaremos con observar que hoy en día los historiadores no
defienden sustancialmente las explicaciones puramente exógenas que tampoco se aceptan
en este libro.
También
deben rechazarse las explicaciones de la Revolución industrial que la remiten a
“accidente históricos”. El simple hecho de los grandes descubrimientos de los
siglos XV y XVI no explican la industrialización, como tampoco la “revolución
científica” del siglo XVI.[2] Tampoco puede explicar por qué la Revolución
industrial tuvo lugar a fines del siglo XVIII y no, pongamos por caso, a fines
del XVII cuando tanto el conocimiento europeo del mundo externo y la tecnología
científica eran potencialmente adecuados para el tipo de industrialización que había de desarrollarse
más tarde. Tampoco puede hacerse
responsable a la
reforma protestante ya
fuera directamente o por vía
de cierto “espíritu capitalista” especial u otro cambio
en la actitud económica inducido por el protestantismo; ni tampoco por qué tuvo
lugar en Inglaterra y no en Francia. La Reforma protestante tuvo lugar más de
dos siglos antes que la
Revolución industrial. De
ningún modo todos
los países que
se convirtieron al protestantismo fueron luego pioneros de
esa revolución y —por poner un ejemplo fácil— las zonas de los Países Bajos que
permanecieron católicas (Bélgica) se industrializaron antes que las que se
hicieron protestantes (Holanda).
Finalmente,
también deben rechazarse los factores puramente políticos. En la segunda mitad
del siglo XVIII prácticamente todos los gobiernos de Europa querían
industrializarse, pero sólo lo consiguió el británico. Por el contrario, los
gobiernos británicos desde 1660 en adelante estuvieron firmemente comprometidos
en políticas que favorecían la persecución del beneficio por encima de
cualesquiera otros objetivos, y sin embargo la Revolución industrial no
apareció hasta más de un siglo después.
Rechazar
estos factores como
explicaciones simples, exclusivas
o primarias no es, desde
luego, negarles toda importancia.
Sería una necedad. Simplemente lo que se quiere es establecer escalas de importancia
relativas y, de paso, clarificar algunos de los problemas de países que inician
hoy en día su industrialización, en tanto y en cuanto puedan ser comparables.
Las
principales condiciones previas para la industrialización ya estaban presentes
en la Inglaterra del XVIII o bien podían lograrse con facilidad. Atendiendo a
las pautas que se aplican generalmente a los países hoy en día
“subdesarrollados”, Inglaterra no lo estaba, aunque sí lo estaban determinadas
zonas de Escocia y Gales y desde luego toda Irlanda. Los vínculos económicos,
sociales e ideológicos que inmovilizaron a la mayoría de las gentes preindustriales en
situaciones y ocupaciones
tradicionales ya eran
débiles y podían
ser desterrados con facilidad. Veamos un ejemplo fácil: hacia 1750 es
dudoso, tal como ya hemos visto, que se
pudiera hablar con
propiedad de un
campesino propietario de la tierra
en extensas zonas
de
Inglaterra, y
es cierto que ya no se podía hablar de agricultura de subsistencia.[3] [4]4
De ahí que no hubieran obstáculos insalvables
para la transferencia
de gentes ocupadas
en menesteres no
industriales a industriales. El
país había acumulado y estaba acumulando un excedente lo bastante amplio como
para permitir la necesaria
inversión en un
equipo no muy
costoso, antes de
los ferrocarriles, para
la transformación económica. Buena
parte de este
excedente se concentraba
en manos de
quienes deseaban invertir en el progreso económico, en tanto que una
cifra reducida pertenecía a gentes deseosas de invertir sus recursos en otras
instancias (económicamente menos deseables) como la mera ostentación. No
existió escasez de capital ni en términos absolutos ni en términos relativos.
El país no era simplemente una economía de mercado —es decir, una economía en
la que se compran y venden la mayoría de bienes y servicios—, sino que en
muchos aspectos constituía un solo mercado nacional. Y
además poseía un
extenso sector manufacturero
altamente desarrollado y un aparato comercial todavía más desarrollado
Es más: problemas que hoy son graves en los
países subdesarrollados que tratan de industrializarse eran poco
importantes en la
Gran Bretaña del
XVIII. Tal como
hemos visto, el
transporte y las comunicaciones eran relativamente fáciles
y baratos, ya que ningún punto del país dista mucho más allá de los 100 km. del
mar, y aún menos de algunos canales navegables. Los problemas tecnológicos de
la primera Revolución industrial
fueron francamente sencillos.
No requirieron trabajadores
con cualificaciones
científicas especializadas, sino
meramente los hombres
suficientes, de ilustración normal, que estuvieran
familiarizados con instrumentos mecánicos sencillos y el trabajo de los metales,
y poseyeran experiencia práctica y cierta dosis de iniciativa. Los años
posteriores a 1500 habían proporcionado ese grupo de hombres. Muchas de las
nuevas inversiones técnicas y establecimientos productivos podían arrancar
económicamente a pequeña escala, e irse engrosando progresivamente por adición
sucesiva. Es decir, requerían poca inversión inicial y su expansión podía
financiarse con los beneficios acumulados. El desarrollo industrial estaba
dentro de las capacidades de una multiplicidad de pequeños empresarios y
artesanos cualificados tradicionales. Ningún país del siglo XX que emprenda la industrialización
tiene, o puede tener, algo parecido a estas ventajas.
Esto no quiere decir que no surgieran obstáculos en el camino de la
industrialización británica, sino sólo que fueron fáciles de superar a causa de
que ya existían las condiciones sociales y económicas fundamentales, porque el
tipo de industrialización del siglo XVIII era comparativamente barato y
sencillo, y porque el país era lo suficientemente rico y floreciente como para
que le afectaran ineficiencias que podían haber dado al traste con economías
menos dispuestas. Quizá sólo una potencia industrial tan afortunada como Gran
Bretaña podía aportar aquella desconfianza en la lógica y la planificación
(incluso la privada), aquella fe en la capacidad de salirse con la suya tan
característica de los ingleses del siglo XIX. Ya veremos más adelante cómo se
superaron algunos de los problemas de crecimiento. Ahora lo importante es advertir que nunca
fueron realmente graves.
El
problema referido al origen de la Revolución industrial que aquí nos concierne
no es, por tanto, cómo se acumuló el material de la explosión económica, sino
cómo se prendió la mecha; y podemos añadir, qué fue lo que evitó que la primera
explosión abortara después del impresionante estallido inicial. Pero ¿era en
realidad necesario un mecanismo especial? ¿No era inevitable que un período
suficientemente largo de acumulación de material explosivo produjera, más pronto
o más tarde, de alguna manera, en alguna parte, la combustión espontánea? Tal
vez no. Sin embargo, los términos que hay que explicar son “de alguna manera” y
“en alguna parte”; y ello tanto más cuanto que el modo en que una economía de
empresa privada suscita la Revolución industrial, plantea un buen número de
acertijos. Sabemos que eso ocurrió en determinadas partes del mundo; pero
también sabemos que fracasó en otras, y que incluso la Europa occidental
necesitó largo tiempo para llevar a cabo tal revolución.
El
acertijo reside en las relaciones entre la obtención de beneficios y las
innovaciones tecnológicas. Con frecuencia se acepta que una economía de empresa
privada tiene una tendencia automática hacia la innovación, pero esto no es
así. Sólo tiende hacia el beneficio. Revolucionará la fabricación tan sólo si se
pueden conseguir con ello mayores beneficios. Pero en las sociedades
preindustriales éste apenas puede ser el caso. El mercado disponible y futuro
—el mercado que determina lo que debe producir un negociante— consiste en los
ricos, que piden artículos de lujo en pequeñas cantidades, pero con un elevado
margen de beneficio por cada venta, y en los pobres —si es que existen en la
economía de mercado y no producen sus propios bienes de consumo a nivel
doméstico o local— quienes tienen poco dinero, no están acostumbrados a las
novedades y recelan de ella, son reticentes a consumir productos en serie e
incluso pueden no estar concentrados en ciudades o no ser accesibles a los
fabricantes nacionales. Y lo que es más, no es probable que el mercado de masas
crezca mucho más rápidamente que la tasa relativamente lenta de crecimiento de
la población. Parecería más sensato vestir a las princesas con modelos haute couture que especular con las oportunidades de atraer
a las hijas de los campesinos a la compra de medias de seda artificial. El
negociante sensato, si tenía elección, fabricaría relojes-joya carísimos para
los aristócratas y no baratos relojes de pulsera, y cuanto más caro fuera el proceso
de lanzar al mercado artículos baratos revolucionarios, tanto más dudaría en
jugarse su dinero en él. Esto lo expresó admirablemente un millonario francés
de mediados del siglo XIX, que actuaba en un país donde las condiciones para el
industrialismo moderno eran relativamente pobres: “Hay tres maneras de perder el dinero —decía el gran Rothschild—, las mujeres, el juego y los ingenieros. Las
dos primeras son más agradables,
pero la última
es con mucho
la más segura”.[5] Nadie
podía acusar a
Rothschild de desconocer cuál
era el mejor
camino para conseguir
los mayores beneficios.
En un país
no industrializado no era por medio de la industria.
La industrialización cambia todo esto
permitiendo a la producción —dentro de ciertos límites— que amplíe sus propios
mercados, cuando no crearlos. Cuando Henry Ford fabricó su modelo “T”, fabricó también
algo que hasta entonces no había existido: un amplio número de clientes para un
automóvil barato, de serie y sencillo. Por supuesto que su empresa ya no eran tan
descaradamente especulativa como parecía. Un siglo de industrialización había
demostrado que la producción masiva de productos
baratos puede multiplicar sus mercados, acostumbrar a la gente a comprar
mejores artículos que sus padres y descubrir necesidades en las que sus padres
ni siquiera habían soñado. La cuestión es que antes de la Revolución industrial, o en países que
aún no hubieran sido transformados por ella, Henry Ford no habría sido un
pionero económico, sino un chiflado condenado al fracaso.
¿Cómo se presentaron en la Gran Bretaña del
siglo XVIII las condiciones que condujeron a los hombres de negocios a
revolucionar la producción?¿Cómo se las apañaron los empresarios para prever no
ya la modesta aunque sólida expansión de la demanda que podía ser satisfecha
del modo tradicional, o por medio de una pequeña extensión y mejora de los
viejos sistemas, sino la rápida e ilimitada expansión que la revolución
requería? Una revolución pequeña, sencilla y barata, según nuestros patrones,
pero no obstante una revolución, un salto en la oscuridad. Hay dos escuelas de
pensamiento sobre esta cuestión. Una de ellas hace hincapié sobre todo en el
mercado interior, que era con mucho la
mayor salida para los productos del país; la otra se fija en el mercado
exterior o de exportación, que era mucho
más dinámico y ampliable. La respuesta correcta es que probablemente ambos eran
esenciales de forma distinta, como también lo era un tercer factor, con
frecuencia descuidado: el gobierno.
El mercado interior, amplio y en expansión,
sólo podía crecer de cuatro maneras importantes, tres de las cuales no parecían
ser excepcionalmente rápidas. Podía haber crecimiento de la población, que
creara más consumidores (y, por supuesto, productores); una transferencia de
las gentes que recibían ingresos no monetarios a monetarios que creara más
clientes; un incremento de la renta per cápita, que creara
mejores clientes;
y que los
artículos producidos industrialmente sustituyeran
a las formas
más anticuadas de manufactura o a las importaciones.
La cuestión de la población es tan importante, y en años recientes ha
estimulado tan gran cantidad de investigaciones, que debe ser brevemente
analizada aquí. Plantea tres cuestiones de las cuales sólo la tercera atañe
directamente al problema de la expansión del mercado, pero todas son
importantes para el problema más general del desarrollo económico y social
británico. Estas cuestiones son: 1) ¿Qué sucedió a la población británica y por
qué? 2) ¿Qué efecto tuvieron estos cambios de población en la economía? 3) ¿Qué
efecto tuvieron en la estructura del pueblo británico?
Apenas si existen cómputos fiables de la
población británica antes de 1840, cuando se introdujo el registro público de nacimientos
y muertes, pero no hay grandes dudas sobre su movimiento general. Entre finales
del siglo XVII, cuando Inglaterra y Gales contaban con unos cinco millones y
cuarto de habitantes, y mediados del siglo XVIII, la población creció muy
lentamente y en ocasiones puede haberse
estabilizado o incluso
legado a declinar.
Después de la
década de 1740
se elevó sustancialmente y a
partir de la década de 1770 lo hizo con una gran rapidez para las cifras de la
época, aunque no para las nuestras.[6] Se duplicó en cosa de 50 o 60 años después de
1780, y lo hizo de nuevo durante los 60 años que van desde 1841 a 1901, aunque
de hecho tanto las tasas de nacimiento como las de muerte comenzaron a caer
rápidamente desde la década de 1870. Sin embargo, estas cifras globales
esconden variaciones muy sustanciales, tanto cronológicas como regionales. Así,
por ejemplo, mientras que en la primera del siglo XVIII, e incluso hasta 1780,
la zona de Londres hubiera quedado despoblada
a no ser
por la masiva
inmigración de gentes
del campo, el
futuro centro de la industrialización,
el noroeste y las Midlands orientales ya estaban aumentando rápidamente.
Después del inicio real de la Revolución industrial, las tasas de crecimiento
natural de las regiones principales (aunque no de migración) tendieron a
hacerse similares, excepto por lo que respecta al insano cinturón londinense.
Estos
movimientos no se vieron afectados, antes del siglo XIX, por la migración
internacional, ni siquiera por la irlandesa. ¿Se debieron a variaciones en el
índice de nacimientos o de mortalidad? Y si es así ¿cuáles fueron las causas?
Estas cuestiones, de gran interés, son inmensamente complicadas aun sin contar
con que las informaciones que poseemos al respecto son muy deficientes. [7]
Nos preocupan aquí tan sólo en cuanto que pueden arrojar luz sobre la cuestión.
En qué grado el aumento de población fue causa, o consecuencia, de factores
económicos; esto es, hasta qué punto la gente se casó o concibió hijos más
pronto, porque tuvo mejores oportunidades de conseguir un trozo de tierra para
cultivar, o un empleo, o bien —como se ha dicho— por la demanda de trabajo
infantil. Hasta qué punto declinó su mortalidad porque estaban mejor alimentados
o con más regularidad, o a causa de mejoras ambientales. (Ya que uno de los
pocos hechos que sabemos con alguna certeza es que la caída de los índices de
mortalidad se debió a que morían menos
lactantes, niños y quizás adultos jóvenes antes que a una prolongación real de
la vida más allá del cómputo bíblico de setenta años,[8] tales disminuciones pudieron acarrear un
amento en el índice de nacimientos. Por ejemplo, si morían menos mujeres antes
de los treinta años, la mayoría de ellas es probable que tuvieran los hijos que
podían esperar entre los treinta años y la menopausia).
Como de costumbre, no podemos responder a
estas cuestiones con certeza. Parece claro que la gente tenía mucho más en
cuenta los factores económicos al casarse y al tener hijos de lo que se ha
supuesto algunas veces, y que determinados cambios sociales (por ejemplo, el
hecho de que cada vez los obreros vivieron menos en casas pertenecientes a sus
patronos) puedan haber alentado o incluso requerido familias más precoces y,
tal vez, más numerosas. Es también claro que una economía familiar que tan sólo
podía ser compensada por el trabajo de todos sus miembros, y formas de
producción que empleaban trabajo infantil estimulaban también el crecimiento de
la población. Los contemporáneos opinaban que ésta respondía a los cambios en
la demanda de trabajo, y es probable que la tasa de nacimientos aumentara entre
las décadas de 1740 y 1780, aunque no debe haberse incrementado de forma
significativa a partir de esa fecha. Por lo que hace a la mortalidad, los
adelantos médicos casi no desempeñaron ningún papel importante en su reducción
(excepto quizás por lo que hace a la vacuna antivariólica) hasta promediado el
siglo XIX, por lo que sus cambios se deberán, sobre todo, a cambios económicos,
sociales o ambientales. Pero hasta muy avanzado el siglo XIX no parece que
hubiera disminuido sensiblemente. Hoy por hoy no podemos ir mucho más allá de
semejantes generalizaciones sin entrar en una batalla académica envuelta en la
polvareda de la polémica erudita.
¿Cuáles
fueron los efectos económicos de estos cambios? Más gente quiere decir más
trabajo y más barato, y con frecuencia se supone que esto es un estímulo para
el crecimiento económico en el sistema capitalista. Pero por lo que podemos ver
hoy en día en muchos países subdesarrollados, esto no es así.
Lo que sucederá simplemente es el
hacinamiento y el estancamiento, o quizás una catástrofe, como sucedió en
Irlanda y en las Highlands escocesas a principios del siglo XIX (ver
infra, p. 287). La mano de obra barata
puede retardar la industrialización. Si en la Inglaterra del siglo XVIII una
fuerza de trabajo cada vez mayor coadyuvó al desarrollo fue porque la economía
ya era dinámica, no porque alguna extraña inyección demográfica la hubiera
hecho así. La población creció rápidamente por toda la Europa septentrional,
pero la industrialización no tuvo lugar en todas partes. Además, más gente
significa más consumidores y se sostiene firmemente que esto proporciona un
estímulo tanto para la agricultura (ya que hay que alimentar a esa gente) como
para las manufacturas.
Sin
embargo, la población británica creció muy gradualmente en el siglo anterior a
1750, y su rápido aumento coincidió con la Revolución industrial, pero (excepto
en unos pocos lugares) no la precedió. Si Gran Bretaña hubiera sido un país
menos desarrollado, podían haberse realizado súbitas y amplias transferencias
de gente digamos que desde una economía de subsistencia a una economía
monetaria, o de la manufactura doméstica y artesana a la industria. Pero, como
hemos visto, el país era ya una economía de mercado con un amplio y creciente
sector manufacturero. Los ingresos medios de los ingleses aumentaron
sustancialmente en la primera mitad del siglo XVIII, gracias sobre todo a una población
que se estancaba y a la falta de trabajadores. La gente estaba en mejor
posición y podía comprar más; además en esta época es probable que hubiera un
pequeño porcentaje de niños (que orientaban
los gastos de
los padres pobres
hacia la compra
de artículos indispensables) y una
proporción más
amplia de jóvenes adultos
pertenecientes a familias reducidas (con ingresos
para ahorrar). Es muy
probable que en
este período muchos
ingleses aprendieran a
“cultivar nuevas necesidades y
establecer nuevos niveles de expectación”, [9] y
por lo que parece, hacia 1750 comenzaron a dedicar su productividad extra a un
mayor número de bienes de consumo que al ocio. Este incremento se asemeja más a
las aguas de un plácido río que a los rápidos saltos de una catarata. Explica
por qué se reconstruyeron tantas ciudades inglesas (sin revolución tecnológica
alguna) con la elegancia rural de la arquitectura clásica, pero no por qué se
produjo una revolución industrial.
Quizás
tres casos especiales sean excepción: el transporte, los alimentos y los
productos básicos, especialmente el carbón.
Desde principios del siglo XVIII se llevaron
a cabo mejoras muy sustanciales y costosas en el transporte tierra adentro —por
río, canal e incluso carretera—, con el fin de disminuir los costos
prohibitivos del transporte de superficie: a mediados del siglo, treinta
kilómetros de transporte por tierra podían doblar el costo de una tonelada de productos. No
podemos saber con
certeza la importancia
que estas mejoras
supusieron para el desarrollo de la industrialización, pero
no hay duda de que el impulso para realizarlas provino del mercado interior, y
de modo muy especial de la creciente demanda urbana de alimentos y combustible.
Los
productores de artículos
domésticos que vivían
en zonas alejadas
del mar en
las Midlands occidentales
(alfareros de Staffordshire, o los que elaboraban utensilios metálicos en la
región de Birmingham) presionaban en busca de un transporte más barato. La
diferencia en los costos del transporte
era tan brutal
que las mayores
inversiones eran perfectamente
rentables. El costo
por tonelada entre Liverpool y Manchester o Birmingham se veía reducido
en un 80 por ciento recurriendo a los canales.
Las
industrias alimenticias compitieron
con las textiles
como avanzadas de
la industrialización de empresa privada, ya que existía para ambas
un amplio mercado (por lo menos en las ciudades) que no esperaba más que ser
explotado. El comerciante menos imaginativo podía darse cuenta de que todo el mundo, por
pobre que fuese,
comía, bebía y
se vestía. La
demanda de alimentos
y bebidas manufacturados era más
limitada que la de tejidos, excepción hecha de productos como harina, y bebidas
alcohólicas, que sólo se preparan domésticamente en economías primitivas, pero,
por otra parte, los productos alimenticios eran mucho más inmunes a la
competencia exterior que los tejidos. Por lo tanto, su industrialización tiende
a desempeñar un papel más importante en los países atrasados que en los
adelantados. Sin embargo, los molinos harineros y las industrias cerveceras
fueron importantes pioneros de la revolución tecnológica en Gran Bretaña,
aunque atrajesen menos la atención que los productos textiles porque no transformaban
tanto la economía circundante pese a su apariencia de gigantescos monumentos de
la modernidad, como las cervecerías Guinness en Dublin y los celebrados molinos
de vapor Albion (que tanto impresionaron al poeta William Blake) en Londres
cuanto mayor fuera la ciudad
(y Londres era
con mucho la
mayor de la
Europa occidental) y
más rápida su urbanización, mayor era el objetivo para
tales desarrollos. ¿No fue la invención de la espita manual de cerveza,
conocida por cualquier bebedor inglés, uno de los primeros triunfos de Henry
Maudslay, uno de los grandes pioneros de la ingeniería?
El mercado interior proporcionó también una
salida importante para lo que más tarde se convirtieron en productos básicos.
El consumo de carbón se realizó casi
enteramente en el gran número de hogares urbanos, especialmente londinenses; el
hierro —aunque en mucha menor cantidad— se refleja en la demanda de
enseres domésticos como
pucheros, cacerolas, clavos,
estufas, etc. Dado
que las cantidades de carbón
consumidas en los hogares ingleses eran mucho mayores que la demanda de hierro (gracias
en parte a la ineficacia
del hogar-chimenea británico
comparado con la
estufa continental), la base preindustrial de la industria del carbón
fue más importante que la de la industria del hierro. Incluso antes de la
Revolución industrial, su producción ya podía contabilizarse en millones de toneladas,
primer artículo al que podían aplicarse tales magnitudes astronómicas. las
máquinas de vapor fueron productos de las minas: en 1769 ya se habían colocado
un centenar de “máquinas atmosféricas” alrededor de Newcastle-on-Tyne, de las
que 57 estaban en funcionamiento. (Sin embargo, las máquinas más modernas, del
tipo Watt, que fueron realmente las fundadoras de la tecnología industrial,
avanzaban muy lentamente en las minas.)
Por otra parte, el consumo total británico
de hierro en 1720 era inferior a 50.000 toneladas, e incluso en 1788, después
de iniciada la Revolución industrial, no puede haber sido muy superior a las
100.000. La demanda de acero era prácticamente despreciable al precio de
entonces. El mayor mercado civil para el hierro era quizá todavía el agrícola
—arados y otras herramientas, herraduras, coronas de ruedas,
etc.— que
aumentaba sustancialmente, pero que apenas era lo bastante grande como para
poner en marcha una transformación industrial. De hecho, como veremos, la
auténtica Revolución industrial en el hierro y el carbón tenía que esperar a la
época en que el ferrocarril proporcionara un mercado de masas no sólo para
bienes de consumo, sino para las industrias de base. El mercado interior
preindustrial, e incluso la primera fase de la industrialización, no lo hacían
aún a escala suficiente.
La principal ventaja del mercado interior
preindustrial era, por lo tanto, su gran tamaño y estabilidad. Es posible que
su participación en la Revolución
industrial fuera modesta pero es indudable que promovió el crecimiento
económico y, lo que es más importante, siempre estuvo en condiciones de
desempeñar el papel de amortiguador
para las industrias
de exportación más
dinámicas frente a
las repentinas fluctuaciones y
colapsos que eran el precio que tenían que pagar por su superior dinamismo.
Este mercado acudió al rescate de las industrias de exportación en la década de
1780, cuando la guerra y la revolución americana las quebrantaron y quizás
volvió a hacerlo tras las guerras napoleónicas. Además, el mercado interior
proporcionó la base para una economía industrial generalizada. Si Inglaterra había de pensar mañana lo que
Manchester hoy, fue porque el resto del país estaba dispuesto a seguir el ejemplo
del Lanchashire. A diferencia de Shangai en la China precomunista, a Ahmedabad
en la India colonial, Manchester no constituyó un enclave moderno en el atraso
general, sino que se convirtió en modelo para el resto del país. Es posible que
el mercado interior no proporcionara la chispa, pero suministró el combustible
y el tiro suficiente para mantener el fuego.
Las industrias para exportación trabajaban
en condiciones muy distintas y potencialmente mucho más revolucionarias. Estas
industrias fluctuaban extraordinariamente —más del 50 por ciento en un solo año—,
por lo que el empresario que andaba lo bastante listo como para alcanzar las
expansiones podía hacer su agosto. A la larga, estas industrias se extendieron
más, y con mayor rapidez, que las de los mercados interiores. Entre 1700 y 1750
las industrias domésticas aumentaron su producción en un siete por ciento, en
tanto que las orientadas a la exportación lo hacían en un 76 por ciento; entre
1750 y 1770 (que podemos considerar como el lecho del take-off industrial) lo hicieron
en otro siete por ciento y 80 por ciento respectivamente. La demanda interior
crecía, pero la exterior se multiplicaba. Si era precisa una chispa, de aquí
había de llegar. La manufactura del algodón, primera que se industrializó,
estaba vinculada esencialmente al comercio ultramarino. Cada onza de material
en bruto debía ser importada de las zonas subtropicales o tropicales, y, como
veremos, sus productos habían de venderse mayormente en el exterior. Desde
fines del siglo XVIII ya era una industria que exportaba la mayor parte de su
producción total, tal vez dos tercios hacia 1805.
Este extraordinario potencial expansivo se
debía a que las industrias de exportación no dependían del modesto índice
“natural” de crecimiento de cualquier demanda interior del país. Podían crear
la ilusión de un rápido crecimiento por dos medios principales: controlando una
serie de mercados de exportación de otros países y destruyendo la competencia
interior dentro de otros, es decir, a través de los medios políticos o
semipolíticos de guerra y colonización. El país que conseguía concentrar los
mercados de exportación de otros, o monopolizar los mercados de exportación de
una amplia parte del mundo en un período de tiempo lo suficientemente breve,
podía desarrollar sus industrias de exportación a un ritmo que hacía
la Revolución industrial
no sólo practicable
para sus empresarios,
sino en ocasiones virtualmente compulsoria. Y esto es
lo que sucedió en Gran Bretaña en el siglo XVIII.[10]
La conquista de mercados por la guerra y
la colonización requería no sólo una economía capaz de explotar esos mercados,
sino también un gobierno dispuesto a financiar ambos sistemas de penetración en
beneficio de los manufactureros británicos. Esto nos lleva al tercer factor en
la génesis de la Revolución industrial: el gobierno. Aquí la ventaja de Gran Bretaña sobre sus
competidores potenciales es totalmente obvia. A diferencia de algunos (como
Francia), Inglaterra está dispuesta a subordinar toda la política exterior a
sus fines económicos. Sus objetivos bélicos eran comerciales, es decir,
navales. El gran Chatham dio cinco razones en un memorándum en le que abogaba
por la conquista de Canadá: las cuatro primeras eran puramente económicas. A
diferencia de otros países (como Holanda), los fines económicos de Inglaterra
no respondían exclusivamente a intereses comerciales y financieros, sino también,
y con signo creciente, a los del grupo de presión de los manufactureros; al
principio la industria lanera de gran importancia fiscal, luego las demás. Esta
pugna entre la industria y el comercio (que ilustra perfectamente la compañía
de las Indias Orientales) quedó resuelta en el mercado interior hacia
1700, cuando
los productores ingleses obtuvieron medidas proteccionistas contra las
importaciones de tejidos de la India; en el mercado exterior no se resolvió
hasta 1813, cuando la Compañía de las Indias Orientales fue
privada de su
monopolio en la
India, y este
subcontinente quedó sometido
a la desindustrialización y a la
importación masiva de tejidos de algodón del Lancashire. Finalmente, a diferencia
de todos sus demás rivales, la política inglesa del siglo XVIII era de
agresividad sistemática, sobre todo contra su principal competidor: Francia. De
las cinco grandes guerras de la época, Inglaterra sólo estuvo a la defensiva en
una.[11] El resultado de este siglo de guerras
intermitentes fue el mayor triunfo jamás conseguido por ningún estado: los
monopolios virtuales de las coloniales ultramarinas y del poder naval a escala
mundial. Además, la guerra misma, al desmantelar los principales competidores
de Inglaterra en Europa, tendió a aumentar las exportaciones; la paz, por el
contrario, tendía a reducirlas.
La guerra —y especialmente aquella
organización de clases medias fuertemente mentalizada por el comercio: la
flota británica —contribuyó
aún más directamente
a la innovación
tecnológica y a la industrialización. Sus
demandas no eran
despreciables: el tonelaje
de la flota
pasó de 100.000 toneladas en 1685 a unas 325.000 en
1760, y también aumentó considerablemente la demanda de cañones, aunque no de
un modo tan espectacular. La guerra era, por supuesto, el mayor consumidor de hierro,
y el tamaño de empresas como Wilkinson, Walkers y Carron Works obedecía en
buena parte a contratos gubernamentales para la fabricación de cañones, en
tanto que la industria de hierro de Gales del
Sur dependía también de
las batallas. Los
contratos del gobierno,
o los de
aquellas grandes entidades cuasi
gubernamentales como la
Compañía de las
Indias Orientales, cubrían
partidas sustanciosas que debían servirse a tiempo. Valía la pena para
cualquier negociante la introducción de métodos revolucionarios con tal de
satisfacer los pedidos de semejantes contratos. Fueron muchos los inventores o
empresarios estimulados por
aquel lucrativo porvenir.
Henry Cort, que
revolucionó la manufactura del
hierro, era en la década de 1760 agente de la flota, deseoso de mejorar la
calidad del producto británico “para suministrar hierro a la flota”. [12] Henry
Maudslay pionero de las máquinas-herramienta, inició su carrera comercial en el
arsenal de Woolwich y sus caudales (al igual que los del gran ingeniero Mark
Isambard Brunel, que había prestado servicio en la flota francesa) estuvieron estrechamente
vinculados a los contratos navales. [13]
El papel de los tres principales sectores de
demanda en la génesis de la industrialización puede resumirse como sigue: las
exportaciones, respaldadas por la sistemática y agresiva ayuda del gobierno, proporcionaron
la chispa, y —con los tejidos de algodón— el “sector dirigente” de la
industria. Dichas exportaciones indujeron también mejoras de importancia en el
transporte marítimo. El mercado interior proporcionó la base necesaria para una
economía industrial generalizada y —a través del proceso de urbanización— el
incentivo para mejoras fundamentales en el transporte terrestre, así como una
amplia plataforma para la industria del carbón y para ciertas innovaciones tecnológicas
importantes. El gobierno ofreció su apoyo sistemático al comerciante y al
manufacturero y determinados incentivos, en absoluto despreciables, para la
innovación técnica y el desarrollo de las industrias de base.
Si volvemos a nuestras preguntas previas
—¿por qué Gran Bretaña y no otro país? ¿por qué a fines del siglo XVII y no
antes o después?—, la respuesta ya no es tan simple. Es cierto que hacia 1750
era bastante evidente que si algún estado iba a ganar la carrera de la
industrialización ese sería Gran Bretaña.
Los holandeses se
habían instalado cómodamente
en los negocios
al viejo estilo,
la explotación de su
vasto aparto financiero
y comercial, y
sus colonias; los
franceses, aunque su desarrollo corría parejas con el de los
ingleses (cuando éstos no se lo impedían con la guerra), no pudieron
reconquistar el terreno perdido en la gran época de depresión económica, el
siglo XVII. En cifras absolutas y hasta la Revolución industrial ambos países
podían aparecer como potencias de tamaño equivalente, pero aun entonces tanto
el comercio como los productos per cápita
franceses estaban muy lejos de los británicos.
Pero esto no explica por qué el estallido
industrial sobrevino cuando lo hizo, en el último tercio o cuarto del siglo
XVIII. La respuesta precisa a esta cuestión aún es incierta, pero es claro que
sólo podemos hallarla volviendo la vista hacia la economía general europea o
“mundial” de la que Gran Bretaña formaba parte;[14]
14 es decir, a las zonas “adelantadas” (la mayor parte) de la Europa occidental
y sus relaciones con las economías coloniales y
semicoloniales dependientes, los asociados comerciales marginales, y las
zonas aún no involucradas sustancialmente en el sistema europeo de intercambios
económicos.
El
modelo tradicional de expansión europea —mediterráneo, y cimentado en
comerciantes italianos y sus
socios, conquistadores españoles
y portugueses, o
báltico y basado
en las ciudades-estado alemanas— había periclitado
en la gran depresión económica del siglo XVII. Los nuevos centros de expansión
eran los estados marítimos que bordeaban el Mar del Norte y el Atlántico Norte. Este desplazamiento no
era sólo geográfico, sino también estructural. El nuevo tipo de relaciones establecido entre las zonas “adelantadas” y el
resto del mundo tendió constantemente, a diferencia del viejo, a intensificar y
ensanchar los flujos del comercio. La poderosa creciente y dinámica corriente
de comercio ultramarino que arrastró con ella a las nacientes industrias
europeas —y que, de hecho, algunas veces las creó — era difícilmente imaginable
sin este cambio, que se apoyaba en tres aspectos: en Europa, en la constitución
de un mercado
para productos ultramarinos
de uso diario,
mercado que podía ensancharse a medida que estos
productos fueron disponibles en mayores cantidades y a más bajo costo; en
ultramar en la creación de sistemas económicos para la producción de tales
artículos (como, por ejemplo, plantaciones basadas en el trabajo de esclavos),
y en la conquista de colonias destinadas a satisfacer las ventajas económicas
de sus propietarios europeos.
Para
ilustrar el primer aspecto: hacia 1650 un tercio del valor de las mercancías
procedente de la India vendidas en Amsterdam consistía en pimienta —el típico
producto en el que se hacían los beneficios “acaparando” un
pequeño suministro y
vendiéndolo a precios
monopolísticos—; hacia 1780
esta proporción había descendido el 11 por ciento. Por el contrario,
hacia 1780 el 56 por ciento de tales ventas consistía en productos textiles, té
y café, mientras que en 1650 estos productos sólo constituían el 17,5 por
ciento. Azúcar, té, café, tabaco y productos similares, en lugar de oro y
especias, eran ahora las importaciones características de los Trópicos, del
mismo modo que en lugar de pieles ahora se importaba del este europeo trigo,
lino, hierro, cáñamo y madera. El segundo aspecto puede ser ilustrado por la
expansión del comercio más inhumano, el tráfico de esclavos. En el siglo XVI
menos de un millón de negros pasaron de África a América; en el siglo XVII
quizá fueron tres millones —principalmente en la segunda mitad, ya que antes se
les condujo a las plantaciones brasileñas precursoras del posterior modelo
colonial—; en el siglo XVIII el tráfico de esclavos negros llegó quizás a siete
millones. [15]
El tercer aspecto apenas si
requiere clarificación. En
1650 ni Gran Bretaña
ni Francia eran
aún potencias imperiales,
mientras que la mayor parte de los viejos imperios español y portugués estaba
en ruinas o eran sólo meras siluetas en el mapa mundial. El siglo XVIII no
contempló tan sólo el resurgir de los imperios más antiguos (por ejemplo en
Brasil y México), sino la expansión y explotación de otros nuevos: el británico
y el francés, por no mencionar ensayos ya olvidados a cargo de daneses, suecos
y otros. Lo que es más, el tamaño total de estos imperios como economías
aumentó considerablemente.
En 1701 los
futuros Estados Unidos tenían menos de 300.000 habitantes; en 1790 contaban con
casi cuatro millones, e incluso Canadá pasó de 14.000 habitantes en 1695 hasta
casi medio millón en 1800.
Al espesarse la red del comercio
internacional, sucedió otro tanto con el comercio ultramarino en los intercambios
con Europa. En 1680 el comercio con las Indias orientales alcanzó un ocho por
ciento del comercio exterior total de los holandeses, pero en la segunda mitad
del siglo XVIII llegó a la cuarta parte. La evolución del comercio francés fue
similar. Los ingleses recurrieron antes al comercio colonial. Hacia 1700 se
elevaba ya a un quince por ciento de su comercio total, y en 1775 llegó a un
tercio. La expansión general del comercio en el siglo XVIII fue bastante
impresionante en casi todos los paises, pero la expansión del comercio conectado
con el sistema colonial fue espléndida. Por poner un solo ejemplo: tras la
guerra de sucesión española, salían cada año de Inglaterra con destino a África
entre dos y tres mil toneladas de barcos ingleses, en su mayoría esclavistas;
después de la guerra de los Siete Años entre quince y diecinueve mil, y tras la
guerra de Independencia americana (1787) veintidós mil.
Esta
extensa y creciente circulación de mercancías no sólo trajo a Europa nuevas
necesidades y el estímulo de manufacturar en el interior importaciones de
materias primas extranjeras: “Sajonia y otros países de Europa fabrican finas
porcelanas chinas —escribió el abate Raynal en 1777—, [16]
Valencia manufactura pequines superiores a los chinos; Suiza imita las ricas
muselinas e indianas de Bengala; Inglaterra
y Francia estampan
linos con gran
elegancia; muchos objetos
antes desconocidos en nuestros climas dan trabajo a nuestros
mejores artistas, ¿no estaremos, pues, por todo ello, en deuda con la India?” [17] Además de esto, la India significaba un
horizonte ilimitado de ventas y beneficios para comerciantes y manufactureros.
Los ingleses —tanto por su política y su fuerza como por su capacidad empresarial
e inventiva— se hicieron con el mercado.
Detrás
de la Revolución
industrial inglesa, está
esa proyección en
los mercados coloniales
y “subdesarrollados” de ultramar y la victoriosa lucha para impedir que
los demás accedieran a ellos. Gran Bretaña les derrotó en Oriente: en 1766 las
ventas británicas superaron ampliamente a los holandeses en el comercio con
China. Y también en Occidente: hacia 1780 más de la mitad de los esclavos desarraigados de
África (casi el
doble del tráfico
francés) aportaba beneficios
a los esclavistas británicos. Todo ello en
beneficio de las mercancías británicas.
Durante unas tres décadas después de la
guerra de Sucesión
española, los barcos
que zarpaban rumbo
a África aún
transportaban principalmente mercancías extranjeras (incluidas indias),
pero desde poco después de la guerra de Sucesión austríaca transportaban sólo
mercancías británicas. La economía industrial británica creció a partir del
comercio, y especialmente
del comercio, y
especialmente del comercio
con el mundo subdesarrollado. A todo lo largo del
siglo XIX iba a conservar este peculiar modelo histórico: el comercio y el
transporte marítimo mantenían la balanza de pagos británica y el intercambio de
materias primas ultramarinas para las manufacturas británicas iba a ser la base
de la economía internacional de Gran Bretaña.
Mientras aumentaba la corriente de
intercambios internacionales, en algún momento del segundo tercio del siglo XVIII pudo advertirse una
revitalización general de las economías internas. Este no fue un fenómeno
específicamente británico, sino que tuvo lugar de modo muy general, y ha
quedado registrado en los movimientos de los precios (que iniciaron un largo
período de lenta inflación, después de un siglo
de movimientos
fluctuantes e indeterminados), en
lo poco que
sabemos sobre la
población, la producción y otros
aspectos. La Revolución industrial se forjó en las décadas posteriores a 1740, cuando este
masivo pero lento
crecimiento de las
economías internas se
combinó con la
rápida (después de 1750 extremadamente rápida) expansión de la economía
internacional, y en el país que supo movilizar las oportunidades
internacionales para llevarse la parte del león en los mercados de ultramar.
NOTAS
[1] El debate moderno sobre la Revolución
industrial y el desarrollo económico se inicia con Karl Marx, El Capital, libro
primero,
sección VII, caps. 23-24 (edición castellana del Fondo de Cultura Económica,
México, 1946). Para opiniones
marxistas
recientes véase M. H. Dobb, Studdies in Economic Development (1946) (hay traducción castellana: Estudios
sobre
el desarrollo del capitalismo, Buenos
Aires, 1971). Some Aspects of Economic Development (1951), y la estimulante obra de K. Polanyi,
Origins of our Time (1945). D. S. Landes, Cambridge Economic
History of Europe, vol. VI, 1965, ofrece
una penetrante introducción a tratamientos académicos modernos del tema; véase
también Phyllis Deane, The First Industrial
Revolution (1965) (B) (hay traducción
castellana: La primera revolución industrial,
Barcelona, 1968). Para comparaciones anglo-americanas y anglo-francesas,
ver H. J. Habbakuk, American and British Technology in the 19th Century (1962). P. Bairoch, Révolution industrielle
et sous-développement (1963) (hay
traducción castellana: Revolución industrial y subdesarrollo, Madrid, 1967)
[2] Para nuestros fines es irrelevante si ello
fue puramente fortuito o (como es mucho más probable) resultado de primitivos
logros
económicos y sociales europeos
[3] Además, la teoría de que el desarrollo
económico francés en el siglo XVIII fue abortado por la expulsión de los
protestantes
a fines del XVI, hoy en día no está aceptada generalmente o, como mínimo, es
muy controvertida.
[4] Cuando los escritores de principios del siglo
XIX hablaban del “campesinado”, solían referirse a los “jornaleros agrícolas”.
C. P. Kindleberger, Economic Growth in
France and Britain 1964), p. 153.
[5] C. P. Kindleberger, Economic Growth in France and Britain 1964), p. 153.
[6] En 1965 la población del continente que
crecía con mayor rapidez, Latinoamérica, aumentaba a un ritmo no muy alejado
del
doble de este índice
[7] Para una guía sobre estos problemas, véase D.
V. Glass y E. Grebenik, “World Population 1800-1950”, en Cambridge
Economic History of Europe, vol, pp. 60-138
[8] Esto aún es sí. Mucha gente sobrevive a su
cómputo bíblico, pero en conjunto los viejos no mueren de mayor edad que
en
el pasado.
[10] Se
sigue de ello que si un país lo lograba, difícilmente podrían desarrollar otros
la base para al Revolución industrial. En
otras
palabras es probable que en condiciones preindustriales sólo fuera viable un
único pionero de la industrialización
nacional
(Gran Bretaña) y no la industrialización simultánea de varias “economías
adelantadas”. En consecuencia, pues —
al
menos por algún tiempo—, sólo fue posible un único “taller del mundo”.
[11] La guerra de Sucesión española (1702-1713),
la de Sucesión austríaca (1739-1748), la guerra de los Siete Años (1756-1763),
la de Independencia americana (1776-1783) y las guerras revolucionarias y
napoleónicas (1793-1815).
[13] No hay que olvidar el papel pionero de los
propios establecimientos del gobierno. Durante las guerras napoleónicas
fueron
los precursores de las cintas transportadoras y la industria conservera, entre
otras cosas.
[14] Esto ha de entenderse solamente como
indicativo de que la economía europea era el centro de una red a escala
mundial,
pero no debe deducirse que todas las partes del mundo estuvieran unidas por
esta red.
[16] Abbé Rayal, The Philosophical and Political History of the
Settlements and Trade of the European in the East and West
Indies (1776), vol. II, p. 288 (título de la obra
original: Historie philosophique et politieque des établissements et du
commerce
des eurpéens dans les deux Indes; hay
traducción castellana de los cinco primeros libros: Historia política de los
establecimientos
ultramarinos de las naciones europeas,
Madrid, 1784-1790).
[17] Sólo unos pocos años después no hubiera
dejado de mencionar a los más felices imitadores de los indios: Manchester.
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