En Asia, las principales metrópolis ya habían
delimitado sus posiciones antes del reparto colonial del último cuarto del
siglo XIX. Los hechos más novedosos de este período en el
continente asiático fueron: la anexión de
Indochina al Imperio francés, la emergencia de Japón como potencia colonial y
la presencia de Estados Unidos en el Pacífico después de la anexión de Hawai y
la apropiación de Filipinas. El movimiento de expansión imperialista de fines
del siglo XIX recayó básicamente sobre África.
En Asia, los países
occidentales se encontraron con grandes imperios tradicionales con culturas
arraigadas y la presencia de fuerzas decididas a resistir la dominación
europea. El avance de los centros metropolitanos dio lugar a tres situaciones
diferentes. Por una parte, la de los imperios y reinos derrotados militarmente
convertidos en colonias, como los del subcontinente indio, de Indochina y de
Indonesia. Por otra, la de los imperios que mantuvieron su independencia
formal, pero fueron obligados a reconocer zonas de influencia y a entregar
parte de sus territorios al gobierno directo de las potencias: los casos de
Persia y China. Por último, la experiencia de Japón, que frente al desafío de
Occidente llevó a cabo una profunda reorganización interna a través de la cual
no solo preservó su independencia sino que logró
i
erigirse en una potencia imperialista .
Cuando los europeos
-portugueses, franceses, holandeses, ingleses- se instalaron en la India en el
siglo XVI se limitaron a crear establecimientos comerciales en las costas para
obtener las preciadas especias, esenciales para la comida europea. En ese momento
se afianzaban los mogoles, cuyo imperio alcanzó su máximo esplendor en la
primera mitad del siglo XVII. A lo largo de este período, la Compañía de las
Indias Orientales inglesa, a través de
1 Bajo el régimen Tokugawa (1603-1867) se
consolidó un orden feudal basado en un rígido sistema de castas y la
concentración del poder en un jefe militar llamado shogun. Durante este largo
período, Japón se mantuvo aislado de Occidente. En 1639 se prohibió la entrada
a todos los occidentales, exceptuando a los mercaderes holandeses e inaugurando
así la política llamada sakoku (cierre). La revolución Meiji (1868) cambió
drásticamente esta formación político social para formar un Estado nacional
unificado e industrializado.
La revolución Meiji no obedeció en ningún momento
a un plan preciso; los revolucionarios fueron enterándose de los temas y de las
soluciones mediante la reiteración del proceso ensayo-error, a través de
aproximaciones sucesivas. La toma del poder en 1868 por la elite japonesa
moderna se presentó como restauración, más que como revolución, y se produjo
siguiendo los procedimientos legales autóctonos vigentes. El último shogun
devolvió formalmente el poder al emperador. Pero pese a las apariencias
formales de legitimidad, la restauración Meiji fue un golpe de Estado
organizado por grupos descontentos de la periferia de la elite existente. Se
apoderaron de la antigua institución del trono, hasta ese momento prácticamente
sin poder, y la utilizaron como cobertura para aplastar el sistema feudal de
vasallaje y los centros de poder casi independientes. Tomaron en sus manos y
centralizaron las instituciones de control políticas y económicas con gran
rigor y eficacia.
Los samuráis del sudoeste de Japón pretendían
evitar el destino del resto del mundo no occidental -la colonización a manos de
las potencias imperialistas-, al tiempo que sometían a un campesinado cada vez
más rebelde y empobrecido.
Los comerciantes quedaron en general
arruinados o expropiados y el campo se explotó despiadadamente para extraer todos
los recursos posibles con los que financiar la carrera japonesa hacia la
industrialización. Los puestos de control en los nuevos bancos e industrias se
concentraron en manos de los antiguos samuráis, respaldados por un nuevo
mandarinato burocrático organizado según el modelo prusiano, al tiempo que se
copiaron instituciones destinadas a un más eficaz control social. Entre ellas,
el servicio militar obligatorio, un sistema de educación pública militarizado,
una reformulación deliberada de las prácticas religiosas -que las convirtió en
un sintoísmo estatal politizado y centralmente administrado-, y la inculcación
de una ideología hipernacionalista de adoración al emperador.
Durante su dominio -aproximadamente desde 1868
hasta principios de la década de 1920-, los dirigentes del Japón meiji también
buscaron situarse ventajosamente en el orden global financiero y militar
centrado en la City londinense. El oro acumulado, básicamente el recibido como
reparaciones de la dinastía Qing después de la guerra chino-japonesa de 1895,
fue colocado en los sótanos del Banco de Inglaterra, en lugar de llevárselo a
Japón. Esta política, denominada zaigai seika -“especies dejadas fuera”-, se
basaba en la capacidad del dinero para crear más dinero: oro, reservas
bancarias, reservas internacionales, y tenía dos papeles: como respaldo para la
creación de crédito de Japón y también como contribución a la oferta monetaria
de Gran Bretaña, que mantenía así su capacidad de compra.
La zaigai seika constituiría el telón de fondo
financiero para la firma de la alianza anglo-japonesa en 1902, que selló la
admisión de Japón en el club de naciones que defendían el orden global
existente. En treinta y cuatro años el país había pasado de ser un lugar
inhóspito a convertirse en un importante pilar de la hegemonía británica en
Asia oriental y en una potencia imperialista por derecho propio. Japón obtuvo
en los mercados globales los fondos necesarios para llevar a cabo y ganar la
guerra ruso-japonesa de 1904-1905.
acuerdos con los mogoles, estableció sus
primeras factorías en Madrás, Bombay y Calcuta y fue ganando primacía sobre el
resto de los colonizadores. A fines del siglo XVIII, derrotó a Francia, su
principal rival. A mediados del siglo XIX, la mencionada Compañía ya se había
convertido en la principal fuente de poder. Su victoria fue posibilitada, en
gran medida, por la decadencia del Imperio mogol y las rivalidades entre los
poderes locales. En un primer momento, los ingleses actuaron como auxiliares de
los mandatarios indios que disputaban entre ellos por quedarse con la herencia
del Imperio mogol. Cuando se hizo evidente que los británicos tenían sus
propios intereses, los príncipes marathas (los marathas eran pueblos de
diversas estirpes, unidos por una lengua común y la devoción religiosa hindú
que les daba identidad cultural) intentaron ofrecer resistencia, pero la
confederación maratha fue acabadamente derrotada y disuelta entre 1803 y 1818.
Las grandes
revueltas de 1857-58 fueron el último intento de las viejas clases dirigentes por
expulsar a los británicos y restaurar el Imperio mogol; los indios más
occidentalizados se mantuvieron al margen. Una vez reprimido el levantamiento,
la administración de la Compañía de las Indias Orientales quedó sustituida por
el gobierno directo de la Corona británica. La India se erigió en la pieza
central del Imperio inglés.
En 1877, la reina
Victoria fue proclamada emperatriz de las Indias. Aproximadamente la mitad del
continente indio quedó bajo gobierno británico directo; el resto continuó siendo
gobernado por más de 500 príncipes asesorados por consejeros británicos. La
autoridad de los principados se extendió sobre el 45% del territorio y
alrededor del 24% de la población. Los mayores fueron Haiderabad (centro) y
Cachemira (noreste); los pequeños comprendían solo algunas aldeas. Muchos de
estos príncipes musulmanes eran fabulosamente ricos. En el interior de sus
Estados ejercían un poder absoluto y no existía la separación entre los
ingresos del Estado y su patrimonio personal. La presencia inglesa les
garantizaba la seguridad de sus posesiones y los eximía de toda preocupación
por la política exterior y la defensa. El subcontinente indostánico estaba
demasiado dividido y era demasiado heterogéneo para unificarse bajo las
directivas de una aristocracia disidente con cierta ayuda de los campesinos,
como sucedió en Japón.
La economía de la
región fue completamente trastocada. La ruina de las artesanías textiles
localizadas en las aldeas trajo aparejado el empobrecimiento generalizado de
los campesinos. Estos, además, se vieron severamente perjudicados por la
reorganización de la agricultura, que fue orientada hacia los cultivos de
exportación. La administración colonial utilizó los ingresos de la colonia para
el financiamiento de sus gastos militares. Las campañas de Afganistán, Birmania
y Malasia fueron pagadas por el Tesoro indio.
El interés por
preservar la dominación de la India fue el eje en torno al cual Gran Bretaña
desplegó su estrategia imperial. En principio, sus decisiones en África y Oriente
Medio estuvieron en gran medida guiadas por el afán de controlar las rutas que
conducían hacia el sur de Asia. El reforzamiento de su base en la India
permitió a Gran Bretaña forzar las puertas de China reduciendo el poder de los
grandes manchúes, y convertir el resto de Asia en una
dependencia europea, al mismo tiempo que
establecía su supremacía en la costa arábiga y adquiría el control del Canal de
Suez.
A fines del siglo
XIX, como contrapartida a la expansión de Rusia sobre Asia Central, Gran Bretaña
rodeó a la India con una serie de Estados tapón: los protectorados de Cachemira
(actualmente dividido entre India y Pakistán), Beluchistán (actualmente parte
de Pakistán) y Birmania (Myanmar). La conquista de esta última fue muy costosa:
hubo tres guerras; recién como resultado de la última (1885-86) se estableció
un protectorado, pero los birmanos continuaron durante muchos años una guerra
de guerrillas.
En el sureste
asiático, Londres se instaló en Ceilán (Sri Lanka), la península Malaya, la
isla de Singapur y el norte de Borneo (hoy parte de Malasia y sultanato de
Brunei). La primera fue cedida por los holandeses después de las guerras
napoleónicas y se destacó por sus exportaciones de té y caucho. En 1819 Gran
Bretaña ocupó Singapur, que se convirtió en un gran puerto de almacenaje de
productos y en la más importante base naval británica en Asia. Entre 1874 y
1909 los nueve principados de la península Malaya cayeron bajo el dominio
inglés, bajo la forma de protectorados. Singapur, junto con Penang y Malaca,
integraron la colonia de los Establecimientos de los Estrechos. Esta región
proporcionó bienes claves, como caucho y estaño. Para su producción, los
británicos recurrieron a la inmigración masiva de chinos e indios, mientras los
malayos continuaban con sus cultivos de subsistencia.
El Imperio zarista,
por su parte, desde mediados del siglo XIX avanzaba sobre Asia Central y, en
1867, fundó el gobierno general del Turkestán, bajo administración militar.
Entre el Imperio ruso y el inglés quedaron encajonados Persia y Afganistán. A
mediados de los años 70, Londres pretendió hacer de Afganistán un Estado
tributario, pero la violenta resistencia de los afganos -apoyada por Rusia- lo
hizo imposible. La rivalidad entre las dos potencias permitió que Afganistán
preservara su independencia como Estado amortiguador.
Desde el siglo XVI
los europeos llegaron a Indochina: primero los portugueses, luego los
holandeses, los ingleses y los franceses. Son navegantes, comerciantes y
misioneros; las prósperas factorías se multiplican sobre la costa vietnamita.
Aunque el período colonial propiamente dicho comenzó solo a fines del siglo
XIX, a partir del siglo XVIII las luchas entre reyes y señores feudales, entre
estos y los omnipotentes mandarines, entre todos los poderosos nativos y el
campesinado siempre oprimido, se mezclan con las disputas contra comerciantes y
misioneros occidentales.
El fin de las
guerras napoleónicas en Europa reavivó los intereses comerciales de las
metrópolis: los ingleses, que ya ocuparon Singapur en 1819 y tienen los ojos
puestos en China, intentan instalarse en Vietnam; al mismo tiempo los
franceses, definitivamente desalojados de la India, buscan más hacia oriente
mercados para sus productos de ultramar y materias primas baratas. Cuando se inicia
la instalación francesa, Vietnam era un país unificado, cuya capital, Hué, se
ligaba con las dos grandes ciudades, Hanoi en el norte y Saigón en el sur, a
través de la “gran ruta de los mandarines”. Había adquirido sólidas
características nacionales; en lengua vietnamita se habían escrito importantes
obras literarias, su escultura y arquitectura reconocían la influencia china,
pero tenía características bien diferenciadas. La familia y el culto de los
antepasados mantenían su fuerza tradicional,
pero la situación de la mujer era de menor sometimiento que en China.
El Imperio francés
de Indochina se parecía al de los británicos en la India, en el sentido que
ambos se establecieron en el seno de una antigua y sofisticada cultura, a pesar
de las divisiones políticas que facilitaron la empresa colonizadora. Tanto
Vietnam como Laos y Camboya, aunque eran independientes, pagaban tributo a
China y le reconocían cierta forma de señorío feudal. Francia ingresó en Saigón
en 1859 aduciendo la necesidad de resguardar a los misioneros católicos
franceses. En la década siguiente firmó un tratado con el rey de Camboya que
reducía el reino a la condición de protectorado, y obtuvo del emperador
annamita (vietnamita) parte de la Cochinchina en condición de colonia. A partir
de la guerra franco-prusiana Francia encaró la conquista sistemática del resto
del territorio. Luego de duros combates con los annamitas y de vencer la
resistencia china se impuso un acuerdo en 1885, por el que Annam y Tonkín
(zonas del actual Vietnam) ingresaron en la órbita del Imperio francés. El
protectorado de Laos se consiguió de manera más pacífica cuando Tailandia cedió
la provincia en 1893. Indochina, resultado de la anexión de los cinco
territorios mencionados, quedó bajo la autoridad de un gobernador general
dependiente de París.
El otro imperio en
el sureste asiático fue el de los Países Bajos. A principios del siglo XVII, la
monarquía holandesa dejó en manos de la Compañía General de las Indias
Orientales el monopolio comercial y la explotación de los recursos naturales de
Indonesia. A fines de ese siglo se convirtió en una colonia estatal. Un rasgo
distintivo de esta región fue su fuerte heterogeneidad: millares de islas,
cientos de lenguas y diferentes religiones, aunque la musulmana fuera la predominante.
Ese rosario de islas proveyó a la metrópoli de valiosas materias primas: clavo
de olor, café, caucho, palma oleaginosa y estaño. El régimen de explotación de
los nativos fue uno de los más crueles. Los holandeses redujeron a la población
a la condición de fuerza de trabajo de las plantaciones, sin reconocer ninguna
obligación hacia ella. El islam, que había llegado al archipiélago vía la
actividad de los comerciantes árabes procedentes de la India, adquirió
creciente gravitación como fuente de refugio y vía de afianzamiento de la
identidad del pueblo sometido. La educación llegó a las masas a través de las
mezquitas, a las que arribaron maestros musulmanes procedentes de la Meca y la
India.
Por último, los
antiguos imperios ibéricos solo retuvieron porciones menores del territorio
asiático: España, hasta 1898, Filipinas y Portugal; Timor Oriental hasta 1974.
Hasta el primer
cuarto del siglo XIX, la posición de los europeos en China era similar a la que
habían ocupado en India hasta el siglo XVIII. Tenían algunos puestos
comerciales sobre la costa, pero carecían de influencia política o poder
militar. Sin embargo, existían diferencias importantes entre ambos imperios. En
la India, el comercio jugaba un destacado papel económico. Muchos de los gobernantes
de las regiones costeras que promovían esta actividad no pusieron objeciones a
la penetración comercial de los extranjeros y colaboraron en su afianzamiento.
China, en cambio,
se consideraba autosuficiente, rechazaba el intercambio con países extranjeros,
al que percibía como contrario al prestigio nacional. Su apego a los valores de
su
propia civilización y su desprecio hacia los
extranjeros significó que se dieran muy pocos casos de “colaboracionismo”. La
segunda diferencia fue que China contaba con una unidad política más
consistente. Si bien la dinastía manchú careció de los recursos y la cohesión
que distinguió a los promotores de la modernización japonesa, no había llegado
a hundirse como ocurrió con el Imperio mogol cuando los británicos avanzaron
sobre la India. No obstante, alrededor de 1900 parecía imposible que China no
quedara repartida entre las grandes potencias, a pesar de las fuertes
resistencias ofrecidas en 1839-1842, 1856-1860 y 1900. Fueron las rivalidades
entre los centros metropolitanos las que impidieron el reparto colonial del
Imperio manchú. Las principales potencias impusieron a Beijing la concesión de
amplios derechos comerciales y políticos en las principales zonas portuarias.
Sin embargo, el Imperio chino, como el otomano, desgarrados por el avance de
Occidente, no cayeron bajo su dominación.
La exitosa
revolución Meiji y el agotamiento del Imperio manchú hicieron posible que Japón
se expandiera en Asia oriental, desplazando la secular primacía de Beijing. Las
exitosas guerras, primero contra China (1894-1895) y después el Imperio zarista
(1904-1905), abrieron las puertas a la expansión de Japón en Asia oriental.
Medio Oriente formó
parte del Imperio otomano hasta la derrota de este en la Primera Guerra
Mundial. No obstante, desde mediados del siglo XIX, los europeos lograron
significativos avances en la región: Francia sobre áreas del Líbano actual, y
Alemania e Inglaterra en Irak.
En el primer caso,
la intervención francesa fue impulsada por los conflictos religiosos y sociales
entre los maronitas, una comunidad cristiana, y los drusos, una corriente
musulmana. Un rasgo distintivo de la región del Líbano, relacionado con su
configuración física -zona montañosa y de difícil acceso- fue el asentamiento
de diferentes grupos religiosos que encontraron condiciones adecuadas para
eludir las discriminaciones que eran objeto por parte de los gobernantes
otomanos. Cuando en la segunda mitad del siglo XIX se produjeron violentos
enfrentamientos entre los maronitas y los drusos, tropas francesas desembarcan
en Beirut en defensa de los primeros. El sultán aceptó la creación de la
provincia de Monte Líbano bajo la administración de un oficial otomano
cristiano y la abolición de los derechos feudales, reclamada por los maronitas.
Irak fue una zona
de interés para los ingleses dada su ubicación en la ruta a la India, y para
Alemania, a quien el sultán concedió los derechos de construcción y explotación
del ferrocarril Berlín-Bagdad. A principios del siglo XX, estas dos potencias,
junto con Holanda, avanzaron hacia la exploración y explotación de yacimientos
petroleros.
Antes de la llegada
de los europeos, el continente africano estaba constituido por entidades
diversas, algunas con un alto nivel de desarrollo. No había fronteras
definidas: el nomadismo, los intensos movimientos de población, la existencia
de importantes rutas comerciales y la
consiguiente mezcla entre grupos eran
componentes importantes. En general las fronteras políticas no coincidían con
las étnicas. Entre los imperios anteriores a la colonización resaltaban los de
África Occidental: Ghana, Mali, Kanem-Bornou y Zimbabwe. El contacto y la
penetración del islam a partir del año 1000, aproximadamente, tuvieron fuerte
arraigo en la zona oriental y occidental de África.
La trama de
relaciones sociopolítica era muy diversa: desde reinos con monarquías
centralizadas altamente desarrollados hasta bandas simples con instituciones
económicas rudimentarias. La mayoría de los pueblos africanos vivían en
sociedades que se encontraban en algún punto en el continuum entre esos dos
extremos. Todas ellas compartían formas organizativas basadas en los vínculos
de linaje, tanto patrilineales como matrilineales. La mayoría dependía de la
agricultura y los intercambios; la urbanización era limitada. En ocasiones, las
potencias coloniales establecieron alianzas con poderes militares locales.
La incorporación de
África al mercado mundial y su dominación por las potencias europeas atravesó
dos etapas. La que comprende del siglo XV al XIX, en la cual prevaleció el
comercio de esclavos, seguida por la penetración económica y territorial de
Francia y Gran Bretaña en la primera mitad del siglo XIX. En segundo lugar, el
período de acelerada colonización a partir de la Conferencia de Berlín de 1885.
Los europeos
llegaron a las costas africanas en el siglo XV buscando el camino hacia las
especias. En principio se instalaron en ellas para abastecer sus barcos, pero
en poco tiempo encontraron un negocio altamente rentable: el comercio de oro, marfil
y especialmente de hombres. Debido al derrumbe de las poblaciones indígenas
americanas -total en las Antillas y parcial en el continente americano-
trasladaron hacia ellas a los esclavos africanos. En África la esclavitud no
era desconocida, antes de los europeos fue practicada por la población local y
tuvo un destacado incremento con la llegada de los comerciantes árabes a la
costa oriental africana.
Los portugueses
comenzaron el tráfico transatlántico de hombres en la costa occidental de
África a mediados del siglo XV. Inmediatamente se sumaron España, Francia,
Holanda y Dinamarca. Los ingleses, que llegaron más tarde, acabaron teniendo el
liderazgo en el comercio negrero en relación con la explotación de azúcar en
las Antillas y como proveedores de otros Estados.
Los futuros
esclavos eran capturados generalmente por otros africanos y transportados a la
costa occidental africana, donde eran entregados a las compañías de comercio
para ser almacenados en las factorías construidas para ello. Este incremento
en el comercio de hombres y mujeres fue acompañado por una ideología racista
que negó a los negros la condición de seres humanos.
En este momento no
se avanzó hacia las tierras del interior, excepto en el caso de África del Sur.
Aquí la Compañía Holandesa de la Indias Orientales, en su afán de contar con
una sólida parada para el aprovisionamiento de las flotas que iban hacia Asia,
decidió fundar una colonia. Los primeros colonos holandeses llegaron a Ciudad
del Cabo en 1652, para dedicarse a la producción agrícola y ganadera.
Rápidamente se lanzaron a la conquista de nuevas tierras, expulsando de ellas a
la población autóctona. Esta emigración creó las bases de una sociedad
de granjeros y ganaderos de carácter autónomo,
los llamados bóers o afrikáners. A pesar de que opusieron una
fuerte resistencia, los pueblos locales, especialmente los zulúes, fueron
expulsarlos de sus tierras y esclavizados para su explotación económica.
Después de la
derrota de Napoleón, en el Congreso de Viena de 1815 la colonia pasó a manos de
Gran Bretaña, que impuso la abolición de la esclavitud. Esto, sumado a la
primacía política de los británicos y a la imposición de su lengua como la
oficial, cargó de tensiones la relación anglo-bóer. Los afrikáners emigraron
hacia el norte para fundar las repúblicas autónomas de Orange y Transvaal,
mientras que Gran Bretaña mantuvo su predominio en las colonias de Natal y El
Cabo.
Los descubrimientos
de yacimientos de diamantes en 1867 y de oro en la década de 1880 condujeron al
enfrentamiento entre ingleses y bóers, que competían para aprovecharse de esas
riquezas. Desde la década de 1870, el inglés Cecil Rhodes asumió un papel
decisivo en la explotación económica de toda esta zona y en la expansión hacia
el norte de los dominios británicos (Rhodesia). Combinó la creación de
compañías mineras exitosas, como la British South Africa Company, con la
actividad política y recurrió al uso de la fuerza para acabar con la autonomía
de los bóers.
El fracaso de la
acción armada contra el gobierno de Transvaal en 1895 lo obligó a dejar su
cargo de primer ministro de la colonia de El Cabo. La guerra anglo-bóer estalló
en 1899, y aunque al año los británicos ya habían demostrado su superioridad
militar, los bóers continuaron resistiendo a través de la guerra de guerrillas.
Después de la brutal represión de los militares británicos, estas poblaciones
se rindieron en 1903.
Con la creación de
la Unión Sudafricana en 1910, las dos repúblicas autónomas -Transvaal y Orange-
y las dos colonias británicas -El Cabo y Natal- fueron englobadas en un mismo
país bajo la supervisión británica, con una destacada autonomía para los
afrikáners y con un régimen unitario, en contraste con el federal adoptado en
Canadá y Australia. La monarquía estaba representada por un gobernador general,
mientras que el poder efectivo quedó en manos del primer ministro, cargo que
fue ocupado por Luis Botha, a quien acompañó Jan Smuts al frente de una serie
de ministerios claves. Ambos militares, que habían combatido en la guerra
anglo-bóer, eran dirigentes del Partido Sudafricano, que reunió a los
afrikáners. Los miembros del Parlamento fueron elegidos básicamente por la
minoría blanca. Los coloureds, o mestizos, contaron en principio con
derechos políticos que se fueron restringiendo según avanzaba el poder de los
afrikáners y se reducía el de los anglosajones. El inglés y el holandés se
establecieron como idiomas oficiales, el afrikáans no fue reconocido como
idioma oficial hasta 19252.
2 El afrikáans es el idioma criollo derivado
del neerlandés que comenzó a forjarse en Sudáfrica a finales del siglo XVII
xvii a través de la simplificación de la fonética y de la gramática, y también
en virtud de la incorporación de vocablos procedentes del francés, del alemán,
del malayo y del khoi. A lo largo del siglo XIX, la lengua neerlandesa fue el
idioma oficial de las repúblicas boers. Las constituciones del Transvaal y el
Estado Libre de Orange, así como todos sus documentos públicos y boletines
oficiales estaban redactados en holandés. Sin embargo, en el último cuarto del
siglo xix, en el marco de cambios económicos y síntomas de crisis cultural, un
grupo de fervientes nacionalistas se movilizó a favor de la adopción de la
lengua afrikáans.
En 1867, con el descubrimiento de los campos
diamantíferos, comenzó un período de transformación económica en Sudáfrica. El
impulso económico que dio a la colonia la explotación de los diamantes no
destruyó inmediatamente el aislamiento de la agricultura de subsistencia, pero
confirió a los granjeros una percepción más aguda de las nuevas oportunidades,
las restricciones existentes, y la naturaleza abrupta del crecimiento
económico. Las dos actividades
La legislación
segregacionista se extendió a partir de 1910: la Native Labor Act impuso a los
trabajadores urbanos negros severas condiciones de sumisión, y la Native Land
Act destinó el 7% del territorio nacional a reservas para ubicar a los negros.
En 1912 se creó el Congreso Nacional Africano, con el objetivo de defender de
forma no violenta los derechos civiles y los intereses de los negros africanos.
Con una adscripción principalmente de miembros de la clase media, el Congreso
puso especial énfasis en los cambios constitucionales a través de las
peticiones y las movilizaciones pacíficas.
Este nuevo dominio
nació cargado de tensiones. Los bóers pretendían la acabada independencia
mientras que la mayoría africana, sometida por ambas comunidades europeas,
careció de derechos. Las reservas bantúes Bechuanalandia, Basutolandia y
Swazilandia quedaron a cargo de Londres fuera de la confederación.
Al norte, en las
tierras sobre las que había avanzado Rhodes se crearon tres colonias: Rhodesia
del Sur (Zimbawe), Rhodesia del Norte (Zambia) y Niassalandia (Malawi). Estos
tres territorios, con diferente influencia de los colonos blancos y distintos
recursos, fueron económicamente complementarios. En Rhodesia del Sur prevaleció
la agricultura para la exportación, en manos de colonos europeos. Rhodesia del
Norte fue una zona industrial con
más importantes de la agricultura en que estaban
comprometidos los afrikáner-holandeses -producción de vino y de lana-, se
beneficiaron poco del boom diamantífero. Los afrikáner-holandeses se dirigieron
lentamente hacia la industria, pero encontraron difícil competir con los
anglófonos más entrenados. Contra este retraso económico general, los
afrikáner-holandeses comenzaron a agitarse en pos de políticas proteccionistas,
un banco nacional para contrarrestar a los bancos imperiales, y un estatuto de
igualdad para la lengua holandesa. En general, los anglófonos, con su base en
el comercio y la industria y que mayormente hablaban una sola lengua, se
opusieron a estas demandas. Desde la década de 1870 se empezó a formar una gran
clase de pobres pequeños granjeros. Algunos comenzaron a emigrar a los pueblos
donde encontraban empleo casual, otros recurrían a la vagancia, la mendicidad y
el crimen, pero el principal efecto fue el surgimiento de asociaciones de
granjeros afrikáner-holandeses que estimuló el creciente despertar étnico.
Esta crisis económica fue acompañada por una
grave crisis cultural. En su cima, la sociedad afrikáner-holandesa estaba
perdiendo algunas de sus mentes más brillantes por medio de un proceso gradual
de anglicización.
En la década de 1870, en el este del Cabo,
unos pocos maestros y clérigos, entre ellos el ministro de la Iglesia Holandesa
Reformada Stephanus du Toit, hicieron los primeros intentos conscientes para
desarrollar una concepción étnica específica para los afrikáner-holandeses.
Estaban preocupados por el modo en que la industrialización y la secularización
de la educación afectaban a la sociedad afrikáner-holandesa y querían generar
condiciones que posibilitaran rechazar las influencias extranjeras. Du Toit
declaró la guerra contra la hegemonía cultural inglesa, la secularización de la
educación que debilitaba a las autoridades tradicionales, y la influencia
corruptora de la industrialización. En artículos periodísticos publicados bajo
el seudónimo de “Un verdadero afrikáner”, argumentó que el idioma expresaba el
carácter de un pueblo (volk) y que ninguna nacionalidad podía formarse sin su
propio idioma. En 1875 participó en la fundación de la Congregación de
Verdaderos Afrikáners. En ese momento, buena parte de la clase dominante
consideraba a los afrikáner-holandeses y los anglófonos coloniales como unidos
en una nación afrikáner naciente. En contraste, la Congregación dividía al
pueblo afrikáner en tres grupos -aquellos con corazones ingleses, aquellos con
corazones holandeses y aquellos con corazones afrikáners-, y solo los últimos
eran considerados verdaderos afrikáners. Esta organización se declaró a favor
del afrikáans como el idioma (étnico) nacional. En pos de este objetivo,
publicó un periódico, El Patriota, una historia nacionalista, una gramática, y
algunos textos escolares en afrikáans. Su reivindicación del afrikáans tenía
varias dimensiones: era un idioma político que daba cuerpo al despertar étnico
afrikáner y expresaba oposición al dominio imperial; era un instrumento
educativo que elevaría a gran cantidad de niños, y era un vehículo para la
divulgación de la Biblia.
Otro factor que aportó a la emergencia de una
identidad étnica afrikáner-holandesa fue la exitosa resistencia del Transvaal
al intento de los británicos de ocupar esas tierras en 1881.
La resistencia de los ciudadanos de Transvaal
se convirtió en una movilización étnica vigorosa. Tuvieron lugar mítines
masivos donde gran número de ciudadanos acampaban por varios días para escuchar
discursos de los líderes. Más de la mitad de la población firmó peticiones
contra la anexión. En esta movilización todas las divisiones políticas fueron
temporalmente superadas. La anexión había “dado nacimiento a un fuerte sentido
nacional entre los bóers; los había unido y todos estaban ahora con el Estado”.
Luego de la guerra, los generales, usando su nuevo estatus como “líderes
nacionales”, apelaron a los ciudadanos para finalizar las divisiones políticas
y religiosas.
Estos tres desarrollos -la fundación de la
Congregación de Verdaderos Afrikáners y del denominado primer movimiento por la
Lengua Afrikáans, la creación de asociaciones de granjeros afrikáners y la
rebelión de Transvaal- son considerados frecuentemente como el entramado
favorable para la emergencia del nacionalismo afrikáner.
Sin embargo, en ese momento, la etnicidad
política afrikáner no logró consolidarse en virtud de tres fuerzas que frenaron
su auge: primero la continuación de la hegemonía imperial británica; segundo,
las profundas divisiones de clase dentro del grupo afrikáner-holandés; y
tercero, la intensa rivalidad interestatal entre la Colonia del Cabo y
Transvaal.
obreros calificados europeos y mano de obra
africana, que cohabitaron con dificultad. Por último, Niassalandia, más
densamente poblada y de escasos recursos, sirvió de reserva de mano de obra a
los otros dos territorios y a Sudáfrica.
Con la supresión
del comercio de hombres en la primera mitad del siglo xix, los territorios al
sur del Sahara perdieron interés: holandeses, daneses, suecos y prusianos se
retiraron de esas tierras. En cambio, los franceses y los ingleses no solo
retuvieron sus posesiones en África occidental -Senegal y Costa de Marfil, los
primeros; Nigeria y Costa de Oro (Ghana) los segundos- sino que encararon la
explotación de los recursos locales y desde allí, especialmente Francia,
avanzaron hacia el interior. Varias expediciones en los años ochenta
permitieron a los franceses el control del conjunto del África occidental y
ecuatorial (Mauritania, Senegal, Guinea, Burkina Faso, Costa de Marfil, Benin,
Níger, Chad, República Centroafricana, Gabón y el Congo). A este inmenso
territorio se añadieron las islas de Madagascar, Comores y Mayotte.
El principal
interés de Gran Bretaña y Francia se concentró en los territorios del norte de
África.
Aunque nominalmente
desde Egipto a Túnez eran provincias del Imperio otomano, la debilidad de
Estambul posibilitó a los gobernantes locales ganar una creciente autonomía.
Los grupos económicos y los gobiernos europeos vieron en esta zona amplias
posibilidades para encarar actividades lucrativas: préstamos a los gobiernos,
construcción de ferrocarriles e inversión en la explotación de recursos
locales. Egipto, por ejemplo se convirtió en un abastecedor clave de algodón
para la industria textil inglesa. Además, los capitales encontraron en los
gobiernos de estos países a actores interesados en atraerlos para llevar a cabo
la modernización que les posibilitaría cortar sus lazos con el Imperio otomano.
La penetración
europea fue motorizada por Francia con el desembarco en la costa argelina en
1830. La ocupación efectiva del territorio solo pudo concretarse en la década
siguiente, luego de derrotar la resistencia que le opusieran los agricultores
del norte y las tribus del desierto. La influencia francesa se extendió a
Egipto, donde apoyó la construcción del canal de Suez, inaugurado en 1869.
Inmediatamente Gran Bretaña decidió controlar esta vía de comunicación,
decisiva para preservar sus intereses imperiales en la India. Primero compró
acciones de la Compañía del Canal y finalmente, al producirse el levantamiento
de 1881 que rechazaba la presencia extranjera, el gobierno británico, en forma
unilateral, ocupó militarmente el país. Egipto siguió siendo formalmente una
provincia del Imperio otomano, pero de hecho, en lugar de semiindependiente
bajo el poder turco, pasó a ser semiindependiente bajo la dominación británica.
Aunque se mantuvo en su cargo al jedive, el poder real quedó en manos del
gobernador británico, lord Cromer.
Francia, excluida
de Egipto, avanzó decididamente sobre Túnez y con mayores dificultades sobre
Marruecos, donde debió enfrentar la resistencia de Alemania en dos ocasiones,
en 1905 y en 1911. Al mismo tiempo, intentó llegar a las fuentes del Nilo
avanzando desde Senegal. En Fashoda (1898) las fuerzas francesas fueron
detenidas por los británicos, que bajaban desde Egipto hacia Sudán para
controlar el movimiento musulmán dirigido por el Mahdi. Finalmente Gran Bretaña
y Francia pusieron fin a su rivalidad en África: la primera reconoció el
predominio francés en la costa del Mediterráneo -excepto Egipto- y Francia
aceptó que el Valle del Nilo
quedara en manos de los ingleses. La
delimitación de las soberanías en el ámbito colonial permitió avanzar en la
formación de la Triple Entente.
La subordinación de
Túnez y Marruecos siguió el mismo camino que la de Egipto. Cuando el fracaso de
los proyectos encarados por los gobernantes y el alto volumen de la deuda
exterior colocó a estos países al borde de la quiebra, los Estados europeos
aprobaron el envío de comisiones para el control de las finanzas. En un segundo
momento, frente a las resistencias internas gestadas al calor de la
modernización dependiente, la metrópoli con mayor fuerza, Francia, recurrió a
la fórmula del protectorado.
Entre 1881 y 1912,
todos los territorios de la costa mediterránea de África fueron ocupados por un
país europeo. La última anexión fue la de las provincias otomanas de Cirenaica
y Tripolitania (Libia), concretada por Italia en 1912 con la anuencia de
Francia, que así se aseguró el control de Marruecos. En la cruenta y costosa
guerra con el sultán, los italianos fueron favorecidos por el levantamiento en
los Balcanes que dispersó el esfuerzo de las tropas otomanas.
En un segundo
plano, Portugal y España básicamente retuvieron las posesiones del período
previo. La primera se mantuvo en las islas de Cabo Verde y Príncipe y en las
costas de Angola y Mozambique. En estos territorios debió enfrentar una dura
resistencia de las poblaciones locales antes de avanzar hacia el interior, y en
virtud de la oposición británica no logró enlazarlos. En 1879 incorporó la
colonia de Guinea Bissau. Por su parte, España consolidó la colonia de Guinea
Española (Guinea Ecuatorial) y sobre la base de Ceuta y Melilla, enclaves
conquistados en las guerras de la Reconquista libradas contra los árabes,
recibió de Francia en 1912 la región del Rif, al norte de Marruecos, y la de
Ifni, al sur, junto al Sahara. La ciudad de Tánger fue declarada puerto libre
internacional. Luego de la Conferencia de Berlín incorporó el Sahara español.
En el vertiginoso
reparto de África a partir de los años 80 se entrelazaron la decisiva
importancia del canal de Suez, la resignificación del papel de África del Sur
en virtud de su condición de productora de diamantes y oro, y las presiones de
nuevos intereses: los de Italia, Alemania y el rey belga Leopoldo II. Si bien
entre los objetivos y las formas de penetración del poder europeo en el área
arábiga musulmana y en el África negra hubo destacados contrastes, al mismo
tiempo los intereses cada vez más amplios de las metrópolis condujeron al
entrecruzamiento de las acciones desplegadas sobre los distintos territorios.
Las pretensiones de
Leopoldo II sobre el Congo y el ingreso tardío de Alemania al reparto colonial
llevaron a la convocatoria de la Conferencia de Berlín, que habría de aprobar
los criterios para “legitimar” la apropiación del territorio africano. En 1884,
el canciller alemán Otto von Bismarck invitó a catorce potencias a reunirse
para discutir sus reclamos en torno al continente africano. Durante la Conferencia
de Berlín, las principales metrópolis, Alemania, Francia, Inglaterra y
Portugal, optaron por evitar la existencia de fronteras comunes entre sus
nuevos dominios y reconocieron la potestad de Leopoldo II sobre vastos
territorios de África central. El reclamo del rey belga ofreció una salida a
las ambiciones encontradas de las mencionadas potencias por controlar las
importantes vías de comunicación fluvial de la zona.
En su afán de
ingresar al reparto colonial, el rey belga no dudó en prometer que su tutela
sobre el Congo pondría fin a la explotación de seres humanos "brutalmente
reducidos a la esclavitud". En combinación con las empresas instaladas en
la región recurrió al soborno, al secuestro y al asesinato en masa para someter
a la población local a la inhumana tarea de recoger el caucho. En virtud de las
denuncias de este sistema, el Parlamento belga retiró sus derechos al rey en
1908 y la colonia quedó bajo el control del cuerpo legislativo, que mantuvo el
régimen de concesiones a las compañías privadas .
Un año después del
encuentro en Berlín, Alemania y Gran Bretaña deslindaron sus posesiones en la
zona centro oriental. Esta región no ofrecía demasiados alicientes, pero el
tardío avance alemán a través de la Compañía Alemana del África Oriental incitó
a Londres a ganar posiciones. Los gobiernos de ambos países acordaron que en el
sur, Tanganica (parte de la actual Tanzania), Ruanda y Burundi constituirían el
África oriental alemana, mientras que el norte, Zanzíbar (parte de la actual
Tanzania), Kenia y Uganda se sumaron al Imperio británico. En la parte
occidental Alemania incorporó Togo, Camerún, África del Sudoeste (actual
Namibia).
El canal de Suez
dio nuevo valor estratégico al cuerno de África. En 1862 los franceses
compraron el puerto de Obock, origen del actual Djibouti, y los ingleses
ocuparon el norte de Somalia en 1885. Los italianos fracasaron en el intento de
dominar Etiopía: fue el único país europeo derrotado militarmente por la
resistencia de la población local. El emperador etíope Melinek II, embarcado en
la unificación del reino, logró que el resto de las potencias le aseguraran su
independencia a cambio de ventajas económicas. Italia recibió el sur de Somalia
y Eritrea. Los italianos volvieron a Etiopía en 1935 bajo el gobierno fascista
de Benito Mussolini, y en esa ocasión lograron someterla.
En 1875, excepto
África del Sur, la presencia europea seguía siendo periférica: las naciones
occidentales controlaban únicamente el 10% del continente. En 1914 solo
existían dos Estados independientes: Liberia y Etiopía. Francia y Gran Bretaña
fueron las principales beneficiadas por el reparto de África.
En virtud de las crecientes denuncias, el
gobierno de Gran Bretaña envió a Roger Casament, funcionario de la Secretaría
de Estado para las Colonias, para que investigara la situación de los
trabajadores nativos en el Estado Libre del Congo. Después de su informe tuvo a
su cargo otro caso el de la empresa Peruvian Amazon Company.
El informe de Casement sobre el Congo,
publicado en 1904 a pesar de las presiones que recibió el gobierno británico
por parte del rey de Bélgica, provocó un gran escándalo. Poco tiempo después,
Casement conoció al periodista Edmund Dene Morel, que dirigía la campaña de la
prensa británica contra el gobierno del Congo. Casement no podía participar
activamente en la campaña a causa de su condición de diplomático; no obstante,
colaboró con Morel en la fundación de la Asociación para la Reforma del Congo.
Casement también conoció aJoseph Conrad, el escritor nacido en Polonia que
escribió en inglés la novela El corazón de las tinieblas en la que
plasma sus experiencias a lo largo de sus viajes por África.
En 1906, Casament, fue enviado a Brasil, donde
desarrolló un trabajo similar al que había realizado en el Congo, y después fue
comisionado por el Foreign Office para establecer la verdad de las denuncias
contra la Peruvian Amazon Company, empresa de capital británico pero con
presidente peruano, Julio César Arana.
Como reconocimiento a su labor en 1911 fue
nombrado caballero, pero un año después abandonaba su cargo para unirse a Los
Voluntarios Irlandeses y luchar activamente por la independencia de su tierra
natal. En plena guerra, viajó a Alemania a fin de conseguir armas y voluntarios
irlandeses (los presos de guerra en Alemania) para luchar contra Londres. El
Alzamiento de Pascua se puso en marcha sin que fuera avisado, el número de
voluntarios fue muy exiguo y el transporte de las armas fue descubierto por los
ingleses que encarcelaron a Casement, lo juzgaron y condenaron a la pena
capital. El juicio conmovió a la sociedad británica, en gran medida por la
publicidad concedida a unos diarios personales, cuya autenticidad aún es objeto
de debate, en los que Casement describía sus más íntimas y pasionales
relaciones homosexuales.
El escritor peruano Marías Vargas Llosa dedicó
su libro El sueño del celta a reconstruir como novelista la vida de Casement.
Numerosas economías
autosuficientes quedaron destruidas. Los intercambios internos, como el caso
del comercio transahariano y el de la zona interlacustre del África oriental y
central, fueron desmantelados o subordinados. También se vieron afectados
negativamente los vínculos existentes entre África y el resto del mundo, en
especial la relación con India y Arabia. A medida que la economía colonial
maduraba, prácticamente ningún sector de la sociedad africana pudo quedar al
margen de los parámetros impuestos por los centros metropolitanos. Los Estados
colonialistas se aliaron a los capitales privados en la coacción de la
población y la explotación de los recursos. La economía colonial pasó a ser una
prolongación de la de la potencia colonizadora, sin que ninguna de las
decisiones económicas como ahorro, inversión, precios, ingresos y producción
tuviera en cuenta las necesidades locales. Los objetivos de la colonización
fueron, en su forma más pura, mantener el orden, evitar grandes gastos y
organizar una mano de obra productiva a través del trabajo forzado o formas
apenas encubiertas de esclavitud. Este sojuzgamiento desató numerosos movimientos
de resistencia. La guerra del impuesto de las cabañas en Sierra Leona, la
revuelta bailundu en Angola, las guerras maji maji en el África oriental
alemana, la rebelión bambata en Sudáfrica, por ejemplo, testimonian con sus
miles de víctimas el rechazo de los pueblos africanos. En todos los casos
fracasaron ante la superioridad económica y militar de Occidente.
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