Oceanía fue la
última porción del planeta en entrar en contacto con Europa. Australia y Nueva
Zelanda, que llegaron a ser los principales países de la región, fueron
ocupadas por los británicos. El resto de los archipiélagos distribuidos por el
océano Pacífico se hallan divididos en tres áreas culturales: Micronesia,
Melanesia y Polinesia, que entre 1880 y principios de siglo quedó repartida
entre británicos, franceses, holandeses, alemanes, japoneses y, por último, los
estadounidenses, que desalojaron a los españoles. Las fronteras políticas no
siguieron las divisiones culturales, de por sí poco precisas.
La población
originaria de Nueva Zelanda son los maoríes, de raíz polinesia, y en Australia
hay dos grupos étnica, racial y culturalmente diferentes: los aborígenes
australianos y los isleños del estrecho de Torres. En la década de 1780 Gran
Bretaña ocupó el territorio australiano con el establecimiento de una colonia
penal en la costa oriental. En el siglo XIX la población europea se fue
asentando en diversos núcleos del litoral y desarrolló inicialmente una
actividad agraria de subsistencia que rápidamente evolucionó hacia una
especialización ganadera. Hasta mediados de siglo, los squatters
-ganaderos con un alto número de de cabezas, la mayoría sin derecho de tránsito
por las tierras- fueron los verdaderos dueños de la economía del país.
La consolidación
del asentamiento europeo tuvo lugar desde mediados de siglo con el
descubrimiento de oro. La reforma agraria de 1861 redujo la hegemonía de los
ganaderos, y junto con el desarrollo de la minería se impulsó la agricultura.
La demanda de alimentos en el
mercado mundial y el bajo costo de la tierra
alentaron el masivo arribo de inmigrantes, principalmente británicos. La
urbanización de la isla acompañó el desarrollo industrial. Sydney y Melbourne devinieron grandes
centros urbanos.
La aprobación de la
Constitución -redactada entre 1897 y 1898- por el Parlamento británico,
estableció una confederación de colonias australianas autónomas. En 1901, las
seis colonias (Nueva Gales del Sur, Victoria, Australia Meridional, Australia
Occidental, Queensland y Tasmania), como Estados
independientes, conformaron la Mancomunidad de Australia, regida por un
Parlamento federal. El Territorio del Norte y la capital federal se integraron
en 1911.
En Nueva Zelanda,
colonia británica desde 1840, el poblamiento fue más lento y, también aquí, la
consolidación definitiva de los europeos se produjo a mediados del siglo XIX,
con el descubrimiento de oro. El ingreso de los inmigrantes fue acompañado por
la violenta expropiación de las tierras a los maoríes. En 1907 el país se
transformó en un dominio independiente.
La expansión de
Occidente trastocó radicalmente el escenario mundial. Toda África y gran parte
de Asia pasaron a ser, en la mayoría de los casos, colonias europeas. Aunque
tempranamente gran parte de las poblaciones autóctonas resistieron el avance de
los europeos, estos movimientos no pueden calificarse de nacionalistas. En la
mayoría de los casos, las antiguas clases dirigentes tuvieron un papel
preponderante y las resistencias expresaron tanto la reacción frente a la
destrucción de formas de vida como el afán de los grupos gobernantes de
conservar su autoridad y prestigio. Tanto en Egipto en los años ochenta, como
en la India con la creación del Congreso, coexistieron fuerzas heterogéneas.
Los tres imperios
de mayor antigüedad, el persa, el chino y el otomano, con sus vastos
territorios y añejas culturas, no cayeron bajo la dominación colonial, pero
también fueron profundamente impactados por la expansión imperialista. En el
seno de los mismos se gestaron diferentes respuestas. Mientras unos sectores
explotaron los sentimientos antiextranjeros para restaurar el orden
tradicional, otros impulsaron las reformas siguiendo la huella de Occidente, y
algunos plantearon la modernización económica, pero evitando la
occidentalización cultural.
En el antiguo
Imperio persa, antes de la Primera Guerra Mundial, hubo dos movimientos: la
Protesta del Tabaco (1891-1892) y la Revolución constitucional (1905-1911).
Estas expresaron el rechazo al nuevo rumbo de la economía y al mismo tiempo
evidenciaron el peso del ideario político liberal en distintos grupos de la
sociedad, especialmente sectores medios y parte del clero chiíta.
La concesión por
parte del Sah del monopolio de la venta y exportación de tabaco a una compañía
inglesa desató el boicot y una oleada de huelgas dirigidas, en gran medida, por
comerciantes y líderes religiosos musulmanes. Uno de los principales ayatolás
dictó un decreto islámico (fatwa) que prohibía fumar, y las mezquitas se
abrieron para dar asilo a quienes
protestaban. El Sah tuvo que revocar la
medida. Los ulemas persas estaban en una posición mucho más fuerte que los de
Egipto. Tenían una base financiera sólida y se concentraban en las ciudades
sagradas de Nayaf y Kerbala, en el Irak otomano. Los monarcas carecían de un
ejército moderno y de una burocracia central capaz de imponer su voluntad en
materia de educación, leyes y administración de parte de los territorios. A
medida que crecía la influencia económica de los europeos, los comerciantes y
artesanos nativos recurrieron al consejo de los ulemas, con quienes compartían
similar procedencia familiar y los mismos ideales religiosos. Los ulemas
legitimaron sus reivindicaciones: Persia dejaría de ser una nación musulmana si
los soberanos seguían cediendo poder a los infieles.
La idea de que una
constitución era un recurso importante para la seguridad y la prosperidad de la
nación concitaba importantes adhesiones, aun entre algunos clérigos. El ejemplo
de Japón le confería consistencia. En 1906, el Sah, frente a las movilizaciones
que rechazaban su política, aceptó la convocatoria a una asamblea que al año
siguiente aprobó una constitución inspirada en la de Bélgica, de decidido corte
parlamentario. Sin embargo, en poco tiempo pasaron a primer plano divergencias
claves entre la mayoría del clero y los laicos liberales acompañados por una
minoría de ulemas, especialmente en el campo educativo y respecto de los
alcances de la sharia. Finalmente el texto constitucional enmendado reconoció a
un comité de ulemas el poder de vetar aquellas leyes que contradijeran la
sagrada ley del islam. En 1908 el Sah, apoyado por una brigada de cosacos
rusos, dio un golpe de Estado que clausuró la asamblea y ejecutó a los
reformadores más radicales. Un contragolpe destituyó al Sah, y se nombró una
segunda asamblea. El avance de las tropas zaristas en 1911 condujo a la
clausura del nuevo órgano legislativo.
En el caso de
China, las derrotas en las llamadas “Guerras del opio” de 1839 a 1842, y
posteriormente de 1856 a 1860, significó el principio del fin del Imperio
manchú.
Inicialmente, el
comercio británico con China fue deficitario. Los chinos apenas estaban
interesados en la lana inglesa y algunos productos de metal. En cambio, la Compañía
de las Indias Orientales incrementaba continuamente sus compras de té. Dado que
no era posible establecer unos intercambios equiparables, el desembolso
británico de plata creció proporcionalmente. En 1800, la Compañía de las Indias
Orientales compraba anualmente 10 millones de kilos de té chino, con un coste
de 3,6 millones de libras. Frente a esta situación los británicos recurrieran a
un producto: el opio que iba a darles importantes márgenes de beneficio,
contrarrestando así el déficit con los chinos.
La producción se
estableció en la India, al calor de las conquistas realizadas por los
británicos entre 1750-1800. Allí había terrenos apropiados, clima conveniente y
mano de obra barata y abundante, tanto para recoger la savia de la planta como
para el proceso de laboratorio (hervido) que debía convertirla en una pasta
espesa, susceptible de ser fumada.
La Compañía de las
Indias Orientales, que gozaba del monopolio de la manufactura del opio en la
India, organizó el ingreso del opio en China. El opio se vendía en subasta
pública y era posteriormente transportado a China por comerciantes privados
británicos e indios autorizados
por dicha compañía. Las ventas en Cantón
pagaban los envíos de té chino a Londres, en un próspero comercio triangular
entre India, China y Gran Bretaña.
Según el
historiador británico David Fieldhouse, el tráfico de opio hacia China llegó a
convertirse, durante un tiempo, en piedra angular del sistema colonial inglés.
La producción en la India se convirtió en la segunda fuente de ingresos de la
corona británica gracias a la explotación del monopolio que poseía la Compañía
de las Indias Orientales. Las cifras oficiales indican que para 1793 estos
ascendían a 250.000 libras esterlinas, pero para mediados de la primera mitad
del siglo XIX, cuando Inglaterra no dispone ya de los ingresos del negocio de
los esclavos de África, sus ventas superan al millón de libras esterlinas, lo
que convierte al opio en el medio comercial fundamental del avance inglés en el
sudeste asiático y en el interior de China.
Los edictos
imperiales contra la venta de opio, a pesar de los drásticos castigos a los
negociantes, fueron burlados por el contrabando. En los años 30, el emperador
dictó la pena de muerte para los traficantes de opio y envió a la región de
Guangzhou, como comisionado imperial, a Lin Zexu, quien dirigió una carta a la
reina Victoria: Supongamos que hubiera un pueblo de otro país que llevara
opio para venderlo en Inglaterra y sedujera a vuestro pueblo para comprarlo y
fumarlo. Seguramente, vuestro honorable gobernante aborrecería profundamente
esto. [....] Naturalmente, ustedes no pueden desear dar a otros lo que no
quieren para sí mismos.
La Corona británica
recogió las quejas de los comerciantes enviando una flota de guerra a China,
que derrotó a las fuerzas imperiales. El tratado de Nanking firmado en 1842
reconoció casi todas las exigencias de Gran Bretaña. Se abrieron nuevos puertos
al comercio británico y los ingleses, en caso de ser acusados de algún delito,
serían juzgados por sus propios tribunales consulares. Las atribuciones del
gobierno chino en el plano comercial fueron limitadas y, además, la isla de
Hong Kong pasó a manos de Londres por un lapso de 150 años, con la doble
función de centro comercial y base naval.
Este resultado alentó
la irrupción de otras potencias: Estados Unidos, Francia y Rusia forzaron a
China a la firma de los llamados Tratados Desiguales. En 1860 China se vio
obligada a abrir otros once puertos al comercio exterior, los extranjeros
gozaron de inmunidad frente a la legislación china y se autorizó a los
misioneros a propagar la religión cristiana. Simultáneamente, el imperio estuvo
a punto de ser aniquilado por movimientos revolucionarios; el más importante
fue la insurrección Taiping (1851-1864), que estableció una dinastía rival a la
manchú y se adueñó de buena parte de China Central y Meridional. La rebelión
presentó varios aspectos de movimiento milenarista: una aguda conciencia de los
males que afectaban a la sociedad, la ausencia de propuestas precisas y la
fuerte esperanza de un futuro promisorio generadora de actitudes heroicas, como
así también de un alto grado de fanatismo. Frente a esta amenaza, el gobierno
encaró una serie de reformas que le permitieron sofocar los focos de
insurrección. En esta empresa la elite china combinó la revitalización de los
valores tradicionales (la ideología confuciana puesta en duda por Occidente y
rechazada por los revolucionarios) con la adopción de elementos occidentales en
el campo tecnológico, militar y educativo. Durante treinta años el imperio gozó
de relativa tranquilidad, pero con las potencias
incrementando su poder. Las concesiones
obtenidas en algunas ciudades -los casos de Shangai y Cantón, entre otros- las
convirtieron en ciudades-Estado independientes donde las autoridades chinas no
tenían potestad y no se aplicaba la legislación nacional.
La guerra con Japón
(1894-1895) le imprimió un nuevo giro a la historia de China: dio paso a una
gravísima crisis nacional que desembocaría en la caída del imperio en 1911. En
virtud de su derrota, China reconoció la independencia de Corea y cedió Formosa
a Japón, las Islas Pescadores y la península de Liaotung (esta le fue devuelta
debido a la presión de Rusia, que buscó frenar la expansión japonesa) y aceptó
pagar fuertes indemnizaciones. La injerencia económica de los imperialismos
rivales progresó rápidamente, especialmente en los sectores modernos:
explotación de yacimientos mineros, inversión de capitales y préstamos para el
pago de la deuda con Japón. En los años siguientes al tratado de paz, el loteo
de China entre las potencias avanzó rápidamente. Con la adquisición de
Filipinas en 1898, Estados Unidos ganó presencia en el Pacífico y en defensa de
sus intereses comerciales se opuso a la existencia de esferas de influencia
exclusiva de otras potencias en el territorio. Indirectamente contribuyó a
mantener la unidad de China, especialmente por la cláusula que dejaba en manos
del gobierno central la recaudación aduanera en todas las regiones.
Desde la corte hubo
un intento de reforma radical impulsado por un grupo minoritario de letrados,
quienes pretendieron revertir la situación mediante la aprobación, en 1898, de
un abultado número de decretos que incluían: la abolición del sistema
tradicional de exámenes para funcionarios imperiales, la adopción de
instituciones y métodos occidentales de educación, la creación de una
administración financiera moderna, la autorización para la fundación de
periódicos y asociaciones culturales y políticas, la formación de un ejército
nacional e incluso la concesión al pueblo del derecho de petición ante el
gobierno. Un golpe de Estado puso fin a la experiencia de los Cien Días. La
“revolución desde arriba” no contó en China con las condiciones sociales ni con
la suficiente convicción de la elite dirigente para que pudiera prosperar.
Al fracaso de la
reforma le sucedió el levantamiento de los bóxers, en el que prevaleció el
rechazo violento de todo lo extranjero: centenares de misioneros y de chinos
cristianos fueron asesinados, numerosas iglesias quemadas, en tanto líneas de
ferrocarril y teléfono destruidas. El movimiento atrajo a campesinos pobres, a
quienes malas cosechas e inundaciones obligaron a emigrar, así como también a
sectores marginales o desclasados en virtud de la competencia de los nuevos
medios de transporte, comunicación y los productos europeos. Los letrados y
funcionarios más conservadores apoyaron la insurrección que a mediados de 1900
desembocó en el sitio a las legaciones extranjeras en Pekín y el asesinato del
embajador alemán. Frente a los reclamos de las potencias extranjeras, la corte
aceptó reprimir la sublevación. Finalmente, una fuerza militar con tropas de
varios países puso fin al conflicto. Pekín fue ocupada militarmente y saqueada
con saña por las tropas expedicionarias. El imperio subsistió hasta 1911,
cuando una revolución en la que intervinieron fuerzas heterogéneas proclamó la
República.
El Imperio otomano
volvió a reunir bajo su autoridad gran parte de los territorios que habían
unificado los árabes. A fines del siglo XIII, los turcos otomanos se hicieron
fuertes en Anatolia. Desde allí se extendieron hacia el sudeste de Europa y
tomaron Constantinopla (Estambul) a mediados del siglo XV. A principios del
siglo XVI derrotaron a los mamelucos anexionando Siria y Egipto, y asumieron la
defensa de la costa de Magreb contra España. En su período de máxima expansión
se extendió por el norte de África, la zona de los Balcanes y Medio Oriente,
desde Yemen hasta Irán.
En la segunda mitad
del siglo XIX, con el avance de los gobiernos europeos, sobre todo Inglaterra y
Francia, y a través de la penetración del comercio y de las inversiones
extranjeras, el norte de África quedó desvinculado de la autoridad del sultán.
En este proceso también jugó un papel significativo el afán de los gobernantes
locales por alcanzar un mayor grado de autonomía respecto de Estambul. El
imperio otomano también retrocedió en los Balcanes.
Ante el
desmoronamiento del imperio, sectores de la corte se inclinaron a favor de un
amplio plan de reformas inspiradas en las experiencias occidentales. En 1876
lograron que fuera aprobada una constitución de sesgo liberal. Pero las fuerzas
tradicionales demostraron una notable capacidad para resistir el cambio, y en
poco tiempo el sultán revocó el texto constitucional y restauró la autocracia.
En 1908, los Jóvenes Turcos, un grupo de oficiales de carrera interesados en la
reorganización de las fuerzas militares y la incorporación de la tecnología
occidental, dieron un golpe y obligaron al sultán a reconocer la Constitución
de 1876. La revolución estuvo muy lejos de resolver los problemas de la unidad
del imperio y de su organización política. Las tensiones entre las
reivindicaciones de las nacionalidades no turcas y el proyecto nacionalista de
los militares turcos se hicieron evidentes desde que se reunió el Parlamento a
fines de 1908. Además, los Jóvenes Turcos estaban divididos en fracciones con
distintas orientaciones y, a la vez, en grupos facciosos que competían por el
poder.
Ante la impotencia
para impedir la desintegración del imperio, los Jóvenes Turcos fueron
abandonando los ideales de 1908 y refugiándose en políticas cada vez más
abiertamente xenófobas y autoritarias. Asociaron la salvación del imperio con
la imposición de la identidad turca al conjunto de las comunidades que lo
habitaban.
El avance de
Occidente debilitó al Imperio otomano, pero también trajo aparejadas angustias
e incertidumbres y la revisión de los pilares de la cultura y la religión
musulmana. En Estambul ganó terreno el nacionalismo turco, mientras que en
otras áreas del mundo musulmán algunas figuras del campo intelectual proponían
la revisión y revitalización del islam.
La expansión
europea no solo profundizaba la crisis económica y política del imperio:
también cuestionaba la identidad musulmana en el plano cultural y religioso,
poniendo en evidencia las debilidades de una civilización que había competido
exitosamente con Europa. Los intelectuales del mundo islámico reflexionaron
sobre las posibilidades y las desventajas del modelo occidental y en torno a
las razones de la decadencia de su propia cultura.
Un sector se
inclinó a favor de la modernización, pero alertando contra la mera imitación;
los logros de Occidente debían reelaborarse teniendo en cuenta la identidad
islámica. Admiraban los éxitos económicos y tecnológicos de Europa, pero
rechazaban sus políticas imperialistas.
En este grupo se destacaron Jamal al-Din
al-Afghani (1838-1897), pensador y activista político, y su discípulo Muhammad
‘Abduh (1849-1905), abocado a la reforma intelectual y religiosa.
Afghani nació en
Irán en un contexto familiar relacionado con el clero chuta persa. Viajó por el
mundo musulmán, desde Egipto a la India. El estado de descomposición social que
percibió en todas las regiones lo condujo a proponer un programa cuyo punto de
partida era la reforma interna. Los males del mundo musulmán eran causados por
el expansionismo europeo, pero también por los gobernantes autocráticos y los
ulemas aferrados a una interpretación retrógrada de la doctrina:
[...] hoy las ciudades musulmanas son
saqueadas y despojadas de sus bienes, los países del islam, dominados por los
extranjeros y sus riquezas, explotadas por otros. No transcurre un día sin que
los occidentales pongan la mano sobre una parcela de estas tierras. No pasa una
noche sin que pongan bajo su dominio una parte de estas poblaciones que ellos
ultrajan y deshonran.
Los musulmanes no son ni obedecidos ni
escuchados. Se los ata con las cadenas de la esclavitud. Se les impone el yugo
de la servidumbre. Son tratados con desprecio, sufren humillaciones. Se quema
sus hogares con el fuego de la violencia. Se habla de ellos con repugnancia. Se
citan sus nombres con términos groseros. A veces se los trata de salvajes
[...].
¡Qué desastre! ¡Qué desgracia! ¿Y eso por qué?
¿Por qué tal miseria?
Inglaterra ha tomado posesión de Egipto, del
Sudán y de la península de la India apoderándose así de una parte importante
del territorio musulmán. Holanda se ha convertido en propietaria omnipotente de
Java y de las islas del océano Pacífico. Francia posee Argelia, Túnez y
Marruecos. Rusia tomó bajo su dominio el Turquestán occidental, el Cáucaso, la
Transoxiana y el Daguestán. China ha ocupado el Turquestán oriental. Solo un
pequeño número de países musulmanes han quedado independientes, pero en el
miedo y el peligro [...]. En su propia casa son dominados y sometidos por los
extranjeros que los atormentan a todas horas mediante nuevas artimañas y
oscurecen sus días a cada instante con nuevas perfidias. Los musulmanes no
encuentran ni un camino para huir ni un medio para combatir [...].
¡Oh, qué gran calamidad! ¿De dónde viene esta
desgracia? ¿Cómo han llegado a este punto las cosas? ¿Dónde la majestad y la
gloria de antaño? ¿Qué fue de esta grandeza y este poderío? ¿Cómo han desaparecido
este lujo y esta nobleza? ¿Cuáles son las razones de tal decadencia? ¿Cuáles
son las causas de tal miseria y de tal humillación? ¿Se puede dudar de la
veracidad de la promesa divina? ‘¡Que Dios nos preserve!' ¿Se puede desesperar
de su gracia?
‘¡Que Dios nos proteja!'.
¿Qué hacer, pues? ¿Dónde encontrar las causas
de tal situación? Dónde buscar los móviles y a quién preguntar, si no afirmar:
“Dios no cambiará la condición de un pueblo mientras este no cambie lo que en
sí tiene” (En Homa Packdamar, Djamal al-Din Assad dit al-Afghani, París,
1996. Traducción Luis César Bou).
Reconoció la
conveniencia de aprender de Occidente en el plano científico y en el de las
ideas políticas, pero evitando su materialismo y laicismo. Afghani no era nacionalista,
ya que la reforma interna y la expulsión de los europeos debían plasmarse a
través de una unión islámica supranacional.
Este modernismo
islámico fue esencialmente un movimiento intelectual y no dio lugar a
organizaciones duraderas, pero perduró como corriente de pensamiento interesada
en compatibilizar la interpretación del islam con la reforma sociopolítica del
mundo musulmán.
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