martes, 14 de marzo de 2017

La ocupación de Oceanía - Bejar

Oceanía fue la última porción del planeta en entrar en contacto con Europa. Australia y Nueva Zelanda, que llegaron a ser los principales países de la región, fueron ocupadas por los británicos. El resto de los archipiélagos distribuidos por el océano Pacífico se hallan divididos en tres áreas culturales: Micronesia, Melanesia y Polinesia, que entre 1880 y principios de siglo quedó repartida entre británicos, franceses, holandeses, alemanes, japoneses y, por último, los estadounidenses, que desalojaron a los españoles. Las fronteras políticas no siguieron las divisiones culturales, de por sí poco precisas.
La población originaria de Nueva Zelanda son los maoríes, de raíz polinesia, y en Australia hay dos grupos étnica, racial y culturalmente diferentes: los aborígenes australianos y los isleños del estrecho de Torres. En la década de 1780 Gran Bretaña ocupó el territorio australiano con el establecimiento de una colonia penal en la costa oriental. En el siglo XIX la población europea se fue asentando en diversos núcleos del litoral y desarrolló inicialmente una actividad agraria de subsistencia que rápidamente evolucionó hacia una especialización ganadera. Hasta mediados de siglo, los squatters -ganaderos con un alto número de de cabezas, la mayoría sin derecho de tránsito por las tierras- fueron los verdaderos dueños de la economía del país.
La consolidación del asentamiento europeo tuvo lugar desde mediados de siglo con el descubrimiento de oro. La reforma agraria de 1861 redujo la hegemonía de los ganaderos, y junto con el desarrollo de la minería se impulsó la agricultura. La demanda de alimentos en el
mercado mundial y el bajo costo de la tierra alentaron el masivo arribo de inmigrantes, principalmente británicos. La urbanización de la isla acompañó el desarrollo industrial. Sydney y Melbourne devinieron grandes centros urbanos.
La aprobación de la Constitución -redactada entre 1897 y 1898- por el Parlamento británico, estableció una confederación de colonias australianas autónomas. En 1901, las seis colonias (Nueva Gales del Sur, Victoria, Australia Meridional, Australia Occidental, Queensland y Tasmania), como Estados independientes, conformaron la Mancomunidad de Australia, regida por un Parlamento federal. El Territorio del Norte y la capital federal se integraron en 1911.
En Nueva Zelanda, colonia británica desde 1840, el poblamiento fue más lento y, también aquí, la consolidación definitiva de los europeos se produjo a mediados del siglo XIX, con el descubrimiento de oro. El ingreso de los inmigrantes fue acompañado por la violenta expropiación de las tierras a los maoríes. En 1907 el país se transformó en un dominio independiente.
La expansión de Occidente trastocó radicalmente el escenario mundial. Toda África y gran parte de Asia pasaron a ser, en la mayoría de los casos, colonias europeas. Aunque tempranamente gran parte de las poblaciones autóctonas resistieron el avance de los europeos, estos movimientos no pueden calificarse de nacionalistas. En la mayoría de los casos, las antiguas clases dirigentes tuvieron un papel preponderante y las resistencias expresaron tanto la reacción frente a la destrucción de formas de vida como el afán de los grupos gobernantes de conservar su autoridad y prestigio. Tanto en Egipto en los años ochenta, como en la India con la creación del Congreso, coexistieron fuerzas heterogéneas.
Los tres imperios de mayor antigüedad, el persa, el chino y el otomano, con sus vastos territorios y añejas culturas, no cayeron bajo la dominación colonial, pero también fueron profundamente impactados por la expansión imperialista. En el seno de los mismos se gestaron diferentes respuestas. Mientras unos sectores explotaron los sentimientos antiextranjeros para restaurar el orden tradicional, otros impulsaron las reformas siguiendo la huella de Occidente, y algunos plantearon la modernización económica, pero evitando la occidentalización cultural.
En el antiguo Imperio persa, antes de la Primera Guerra Mundial, hubo dos movimientos: la Protesta del Tabaco (1891-1892) y la Revolución constitucional (1905-1911). Estas expresaron el rechazo al nuevo rumbo de la economía y al mismo tiempo evidenciaron el peso del ideario político liberal en distintos grupos de la sociedad, especialmente sectores medios y parte del clero chiíta.
La concesión por parte del Sah del monopolio de la venta y exportación de tabaco a una compañía inglesa desató el boicot y una oleada de huelgas dirigidas, en gran medida, por comerciantes y líderes religiosos musulmanes. Uno de los principales ayatolás dictó un decreto islámico (fatwa) que prohibía fumar, y las mezquitas se abrieron para dar asilo a quienes
protestaban. El Sah tuvo que revocar la medida. Los ulemas persas estaban en una posición mucho más fuerte que los de Egipto. Tenían una base financiera sólida y se concentraban en las ciudades sagradas de Nayaf y Kerbala, en el Irak otomano. Los monarcas carecían de un ejército moderno y de una burocracia central capaz de imponer su voluntad en materia de educación, leyes y administración de parte de los territorios. A medida que crecía la influencia económica de los europeos, los comerciantes y artesanos nativos recurrieron al consejo de los ulemas, con quienes compartían similar procedencia familiar y los mismos ideales religiosos. Los ulemas legitimaron sus reivindicaciones: Persia dejaría de ser una nación musulmana si los soberanos seguían cediendo poder a los infieles.
La idea de que una constitución era un recurso importante para la seguridad y la prosperidad de la nación concitaba importantes adhesiones, aun entre algunos clérigos. El ejemplo de Japón le confería consistencia. En 1906, el Sah, frente a las movilizaciones que rechazaban su política, aceptó la convocatoria a una asamblea que al año siguiente aprobó una constitución inspirada en la de Bélgica, de decidido corte parlamentario. Sin embargo, en poco tiempo pasaron a primer plano divergencias claves entre la mayoría del clero y los laicos liberales acompañados por una minoría de ulemas, especialmente en el campo educativo y respecto de los alcances de la sharia. Finalmente el texto constitucional enmendado reconoció a un comité de ulemas el poder de vetar aquellas leyes que contradijeran la sagrada ley del islam. En 1908 el Sah, apoyado por una brigada de cosacos rusos, dio un golpe de Estado que clausuró la asamblea y ejecutó a los reformadores más radicales. Un contragolpe destituyó al Sah, y se nombró una segunda asamblea. El avance de las tropas zaristas en 1911 condujo a la clausura del nuevo órgano legislativo.
En el caso de China, las derrotas en las llamadas “Guerras del opio” de 1839 a 1842, y posteriormente de 1856 a 1860, significó el principio del fin del Imperio manchú.
Inicialmente, el comercio británico con China fue deficitario. Los chinos apenas estaban interesados en la lana inglesa y algunos productos de metal. En cambio, la Compañía de las Indias Orientales incrementaba continuamente sus compras de té. Dado que no era posible establecer unos intercambios equiparables, el desembolso británico de plata creció proporcionalmente. En 1800, la Compañía de las Indias Orientales compraba anualmente 10 millones de kilos de té chino, con un coste de 3,6 millones de libras. Frente a esta situación los británicos recurrieran a un producto: el opio que iba a darles importantes márgenes de beneficio, contrarrestando así el déficit con los chinos.
La producción se estableció en la India, al calor de las conquistas realizadas por los británicos entre 1750-1800. Allí había terrenos apropiados, clima conveniente y mano de obra barata y abundante, tanto para recoger la savia de la planta como para el proceso de laboratorio (hervido) que debía convertirla en una pasta espesa, susceptible de ser fumada.
La Compañía de las Indias Orientales, que gozaba del monopolio de la manufactura del opio en la India, organizó el ingreso del opio en China. El opio se vendía en subasta pública y era posteriormente transportado a China por comerciantes privados británicos e indios autorizados
por dicha compañía. Las ventas en Cantón pagaban los envíos de té chino a Londres, en un próspero comercio triangular entre India, China y Gran Bretaña.
Según el historiador británico David Fieldhouse, el tráfico de opio hacia China llegó a convertirse, durante un tiempo, en piedra angular del sistema colonial inglés. La producción en la India se convirtió en la segunda fuente de ingresos de la corona británica gracias a la explotación del monopolio que poseía la Compañía de las Indias Orientales. Las cifras oficiales indican que para 1793 estos ascendían a 250.000 libras esterlinas, pero para mediados de la primera mitad del siglo XIX, cuando Inglaterra no dispone ya de los ingresos del negocio de los esclavos de África, sus ventas superan al millón de libras esterlinas, lo que convierte al opio en el medio comercial fundamental del avance inglés en el sudeste asiático y en el interior de China.
Los edictos imperiales contra la venta de opio, a pesar de los drásticos castigos a los negociantes, fueron burlados por el contrabando. En los años 30, el emperador dictó la pena de muerte para los traficantes de opio y envió a la región de Guangzhou, como comisionado imperial, a Lin Zexu, quien dirigió una carta a la reina Victoria: Supongamos que hubiera un pueblo de otro país que llevara opio para venderlo en Inglaterra y sedujera a vuestro pueblo para comprarlo y fumarlo. Seguramente, vuestro honorable gobernante aborrecería profundamente esto. [....] Naturalmente, ustedes no pueden desear dar a otros lo que no quieren para sí mismos.
La Corona británica recogió las quejas de los comerciantes enviando una flota de guerra a China, que derrotó a las fuerzas imperiales. El tratado de Nanking firmado en 1842 reconoció casi todas las exigencias de Gran Bretaña. Se abrieron nuevos puertos al comercio británico y los ingleses, en caso de ser acusados de algún delito, serían juzgados por sus propios tribunales consulares. Las atribuciones del gobierno chino en el plano comercial fueron limitadas y, además, la isla de Hong Kong pasó a manos de Londres por un lapso de 150 años, con la doble función de centro comercial y base naval.
Este resultado alentó la irrupción de otras potencias: Estados Unidos, Francia y Rusia forzaron a China a la firma de los llamados Tratados Desiguales. En 1860 China se vio obligada a abrir otros once puertos al comercio exterior, los extranjeros gozaron de inmunidad frente a la legislación china y se autorizó a los misioneros a propagar la religión cristiana. Simultáneamente, el imperio estuvo a punto de ser aniquilado por movimientos revolucionarios; el más importante fue la insurrección Taiping (1851-1864), que estableció una dinastía rival a la manchú y se adueñó de buena parte de China Central y Meridional. La rebelión presentó varios aspectos de movimiento milenarista: una aguda conciencia de los males que afectaban a la sociedad, la ausencia de propuestas precisas y la fuerte esperanza de un futuro promisorio generadora de actitudes heroicas, como así también de un alto grado de fanatismo. Frente a esta amenaza, el gobierno encaró una serie de reformas que le permitieron sofocar los focos de insurrección. En esta empresa la elite china combinó la revitalización de los valores tradicionales (la ideología confuciana puesta en duda por Occidente y rechazada por los revolucionarios) con la adopción de elementos occidentales en el campo tecnológico, militar y educativo. Durante treinta años el imperio gozó de relativa tranquilidad, pero con las potencias
incrementando su poder. Las concesiones obtenidas en algunas ciudades -los casos de Shangai y Cantón, entre otros- las convirtieron en ciudades-Estado independientes donde las autoridades chinas no tenían potestad y no se aplicaba la legislación nacional.
La guerra con Japón (1894-1895) le imprimió un nuevo giro a la historia de China: dio paso a una gravísima crisis nacional que desembocaría en la caída del imperio en 1911. En virtud de su derrota, China reconoció la independencia de Corea y cedió Formosa a Japón, las Islas Pescadores y la península de Liaotung (esta le fue devuelta debido a la presión de Rusia, que buscó frenar la expansión japonesa) y aceptó pagar fuertes indemnizaciones. La injerencia económica de los imperialismos rivales progresó rápidamente, especialmente en los sectores modernos: explotación de yacimientos mineros, inversión de capitales y préstamos para el pago de la deuda con Japón. En los años siguientes al tratado de paz, el loteo de China entre las potencias avanzó rápidamente. Con la adquisición de Filipinas en 1898, Estados Unidos ganó presencia en el Pacífico y en defensa de sus intereses comerciales se opuso a la existencia de esferas de influencia exclusiva de otras potencias en el territorio. Indirectamente contribuyó a mantener la unidad de China, especialmente por la cláusula que dejaba en manos del gobierno central la recaudación aduanera en todas las regiones.
Desde la corte hubo un intento de reforma radical impulsado por un grupo minoritario de letrados, quienes pretendieron revertir la situación mediante la aprobación, en 1898, de un abultado número de decretos que incluían: la abolición del sistema tradicional de exámenes para funcionarios imperiales, la adopción de instituciones y métodos occidentales de educación, la creación de una administración financiera moderna, la autorización para la fundación de periódicos y asociaciones culturales y políticas, la formación de un ejército nacional e incluso la concesión al pueblo del derecho de petición ante el gobierno. Un golpe de Estado puso fin a la experiencia de los Cien Días. La “revolución desde arriba” no contó en China con las condiciones sociales ni con la suficiente convicción de la elite dirigente para que pudiera prosperar.
Al fracaso de la reforma le sucedió el levantamiento de los bóxers, en el que prevaleció el rechazo violento de todo lo extranjero: centenares de misioneros y de chinos cristianos fueron asesinados, numerosas iglesias quemadas, en tanto líneas de ferrocarril y teléfono destruidas. El movimiento atrajo a campesinos pobres, a quienes malas cosechas e inundaciones obligaron a emigrar, así como también a sectores marginales o desclasados en virtud de la competencia de los nuevos medios de transporte, comunicación y los productos europeos. Los letrados y funcionarios más conservadores apoyaron la insurrección que a mediados de 1900 desembocó en el sitio a las legaciones extranjeras en Pekín y el asesinato del embajador alemán. Frente a los reclamos de las potencias extranjeras, la corte aceptó reprimir la sublevación. Finalmente, una fuerza militar con tropas de varios países puso fin al conflicto. Pekín fue ocupada militarmente y saqueada con saña por las tropas expedicionarias. El imperio subsistió hasta 1911, cuando una revolución en la que intervinieron fuerzas heterogéneas proclamó la República.
El Imperio otomano volvió a reunir bajo su autoridad gran parte de los territorios que habían unificado los árabes. A fines del siglo XIII, los turcos otomanos se hicieron fuertes en Anatolia. Desde allí se extendieron hacia el sudeste de Europa y tomaron Constantinopla (Estambul) a mediados del siglo XV. A principios del siglo XVI derrotaron a los mamelucos anexionando Siria y Egipto, y asumieron la defensa de la costa de Magreb contra España. En su período de máxima expansión se extendió por el norte de África, la zona de los Balcanes y Medio Oriente, desde Yemen hasta Irán.
En la segunda mitad del siglo XIX, con el avance de los gobiernos europeos, sobre todo Inglaterra y Francia, y a través de la penetración del comercio y de las inversiones extranjeras, el norte de África quedó desvinculado de la autoridad del sultán. En este proceso también jugó un papel significativo el afán de los gobernantes locales por alcanzar un mayor grado de autonomía respecto de Estambul. El imperio otomano también retrocedió en los Balcanes.
Ante el desmoronamiento del imperio, sectores de la corte se inclinaron a favor de un amplio plan de reformas inspiradas en las experiencias occidentales. En 1876 lograron que fuera aprobada una constitución de sesgo liberal. Pero las fuerzas tradicionales demostraron una notable capacidad para resistir el cambio, y en poco tiempo el sultán revocó el texto constitucional y restauró la autocracia. En 1908, los Jóvenes Turcos, un grupo de oficiales de carrera interesados en la reorganización de las fuerzas militares y la incorporación de la tecnología occidental, dieron un golpe y obligaron al sultán a reconocer la Constitución de 1876. La revolución estuvo muy lejos de resolver los problemas de la unidad del imperio y de su organización política. Las tensiones entre las reivindicaciones de las nacionalidades no turcas y el proyecto nacionalista de los militares turcos se hicieron evidentes desde que se reunió el Parlamento a fines de 1908. Además, los Jóvenes Turcos estaban divididos en fracciones con distintas orientaciones y, a la vez, en grupos facciosos que competían por el poder.
Ante la impotencia para impedir la desintegración del imperio, los Jóvenes Turcos fueron abandonando los ideales de 1908 y refugiándose en políticas cada vez más abiertamente xenófobas y autoritarias. Asociaron la salvación del imperio con la imposición de la identidad turca al conjunto de las comunidades que lo habitaban.
El avance de Occidente debilitó al Imperio otomano, pero también trajo aparejadas angustias e incertidumbres y la revisión de los pilares de la cultura y la religión musulmana. En Estambul ganó terreno el nacionalismo turco, mientras que en otras áreas del mundo musulmán algunas figuras del campo intelectual proponían la revisión y revitalización del islam.
La expansión europea no solo profundizaba la crisis económica y política del imperio: también cuestionaba la identidad musulmana en el plano cultural y religioso, poniendo en evidencia las debilidades de una civilización que había competido exitosamente con Europa. Los intelectuales del mundo islámico reflexionaron sobre las posibilidades y las desventajas del modelo occidental y en torno a las razones de la decadencia de su propia cultura.
Un sector se inclinó a favor de la modernización, pero alertando contra la mera imitación; los logros de Occidente debían reelaborarse teniendo en cuenta la identidad islámica. Admiraban los éxitos económicos y tecnológicos de Europa, pero rechazaban sus políticas imperialistas.
En este grupo se destacaron Jamal al-Din al-Afghani (1838-1897), pensador y activista político, y su discípulo Muhammad ‘Abduh (1849-1905), abocado a la reforma intelectual y religiosa.
Afghani nació en Irán en un contexto familiar relacionado con el clero chuta persa. Viajó por el mundo musulmán, desde Egipto a la India. El estado de descomposición social que percibió en todas las regiones lo condujo a proponer un programa cuyo punto de partida era la reforma interna. Los males del mundo musulmán eran causados por el expansionismo europeo, pero también por los gobernantes autocráticos y los ulemas aferrados a una interpretación retrógrada de la doctrina:
[...] hoy las ciudades musulmanas son saqueadas y despojadas de sus bienes, los países del islam, dominados por los extranjeros y sus riquezas, explotadas por otros. No transcurre un día sin que los occidentales pongan la mano sobre una parcela de estas tierras. No pasa una noche sin que pongan bajo su dominio una parte de estas poblaciones que ellos ultrajan y deshonran.
Los musulmanes no son ni obedecidos ni escuchados. Se los ata con las cadenas de la esclavitud. Se les impone el yugo de la servidumbre. Son tratados con desprecio, sufren humillaciones. Se quema sus hogares con el fuego de la violencia. Se habla de ellos con repugnancia. Se citan sus nombres con términos groseros. A veces se los trata de salvajes [...].
¡Qué desastre! ¡Qué desgracia! ¿Y eso por qué? ¿Por qué tal miseria?
Inglaterra ha tomado posesión de Egipto, del Sudán y de la península de la India apoderándose así de una parte importante del territorio musulmán. Holanda se ha convertido en propietaria omnipotente de Java y de las islas del océano Pacífico. Francia posee Argelia, Túnez y Marruecos. Rusia tomó bajo su dominio el Turquestán occidental, el Cáucaso, la Transoxiana y el Daguestán. China ha ocupado el Turquestán oriental. Solo un pequeño número de países musulmanes han quedado independientes, pero en el miedo y el peligro [...]. En su propia casa son dominados y sometidos por los extranjeros que los atormentan a todas horas mediante nuevas artimañas y oscurecen sus días a cada instante con nuevas perfidias. Los musulmanes no encuentran ni un camino para huir ni un medio para combatir [...].
¡Oh, qué gran calamidad! ¿De dónde viene esta desgracia? ¿Cómo han llegado a este punto las cosas? ¿Dónde la majestad y la gloria de antaño? ¿Qué fue de esta grandeza y este poderío? ¿Cómo han desaparecido este lujo y esta nobleza? ¿Cuáles son las razones de tal decadencia? ¿Cuáles son las causas de tal miseria y de tal humillación? ¿Se puede dudar de la veracidad de la promesa divina? ‘¡Que Dios nos preserve!' ¿Se puede desesperar de su gracia?
‘¡Que Dios nos proteja!'.
¿Qué hacer, pues? ¿Dónde encontrar las causas de tal situación? Dónde buscar los móviles y a quién preguntar, si no afirmar: “Dios no cambiará la condición de un pueblo mientras este no cambie lo que en sí tiene” (En Homa Packdamar, Djamal al-Din Assad dit al-Afghani, París, 1996. Traducción Luis César Bou).
Reconoció la conveniencia de aprender de Occidente en el plano científico y en el de las ideas políticas, pero evitando su materialismo y laicismo. Afghani no era nacionalista, ya que la reforma interna y la expulsión de los europeos debían plasmarse a través de una unión islámica supranacional.

Este modernismo islámico fue esencialmente un movimiento intelectual y no dio lugar a organizaciones duraderas, pero perduró como corriente de pensamiento interesada en compatibilizar la interpretación del islam con la reforma sociopolítica del mundo musulmán.

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