Bianchi, Susana
Historia social del mundo occidental : del
feudalismo a la sociedad contemporánea -
El curso de Historia social general se propone
como inicio en el conocimiento histórico, a partir del análisis de los mismos
procesos históricos, dando una clave para su interpretación, de modo de
otorgarles los marcos generales apropiados para comprender los procesos
específicos. Para ello, el curso se centra en el ámbito de lo que José Luis
Romero llamó la cultura occidental, es decir, la peculiar sociedad que
se constituye en Europa a partir de la disolución del Imperio Romano.
La fusión de los
legados romano, germánico y cristiano, la constitución de la sociedad feudal y
la inserción en dicha sociedad del mundo burgués, los procesos de transición al
capitalismo y su emergencia a través de las revoluciones burguesas, el apogeo
de la sociedad burguesa y liberal, las distintas expansiones del núcleo europeo,
la crisis del mundo burgués, el desarrollo del mundo socialista y del
"tercer" mundo, y los principales desarrollos contemporáneos -como el
neoliberalismo y la disolución de la Unión Soviética— son las principales
etapas del proceso a analizar. Sobre este proceso histórico, en el que
consideramos pueden encontrarse las claves de nuestro pasado, aspiramos a
iniciar a los estudiantes en la perspectiva de la historia social,
entendida, según señala EricJ. Hobsbawm, como "historia de la
sociedad".1
Se trata de
alcanzar, desde la perspectiva de sus actores, la percepción de la realidad
histórica entendida como un proceso único, complejo y a la vez coherente y
contradictorio. Para ello consideramos fundamental partir del análisis
específico de los distintos niveles que -como veremos- lo constituyen: el de
las estructuras socioeconómicas, el de los sujetos sociales y sus conflictos,
el de los procesos políticos, el de las mentalidades e ideologías. A partir de
este análisis se establecerán las relaciones específicas que vinculan a estos
niveles y que permiten su integración dentro de un proceso general. 1
1 Véase
Hobsbawm, Eric J. (1976), "De la historia social a la historia de las
sociedades", en Tendencias actuales de la
historia socialy demográfíca, México, Secretaría de
Educación Pública (SepSetentas).
Acerca de la historia social El concepto de
historia social
¿Qué entendemos por historia social? En 1941,
el historiador francés Luden Febvre señalaba:
No hay historia económica y social. Hay
historia sin más, en su unidad. La historia es por definición absolutamente social.
En mi opinión, la historia es el estudio científicamente elaborado de hs
diversas actividades y de las diversas creaciones de los hombres de otros
tiempos, captadas en su fecha, en el marco
En síntesis, para los fundadores de la escuela
de los Armales, el eje de la preocupación de los historiadores, el
objetivo de la historia, estaba dado por el hombre y sus actividades creadoras.
Sin embargo, como aclaran Car- doso y Pérez Brignoli, es preciso evitar las
confusiones de vocabulario.2 3 El término hombre no
significaba personaje, en el sentido que lo empleaban los historiadores
del siglo XIX, que consideraban a la historia como el resultado de las acciones
de individuos destacados en el campo de la guerra y la política. El término
hombre incluía un sentido colectivo. En esta dirección, el mismo Lucien Febvre
agregaba: "[...] el objeto de nuestros estudios no es un fragmento de lo
real, uno de los aspectos aislados de la actividad humana, sino el hombre
mismo, considerado en el seno de los grupos de que es miembro".
En otras palabras,
la historia social, en sus orígenes, intentaba ser no una especialización (como
la historia económica, la historia política o la historia demográfica), sino
una historia global de la "sociedad en movimiento".
En
rigor, también existe una concepción de la historia social como una
especialidad, junto con la historia económica, la demográfica, la política,
etc. Su objeto está delimitado al estudio de los grandes conjuntos: los grupos,
las clases sociales, los sectores socioprofesionales. Como lo expresaba Albert
Soboul: "La historia social quiere ser también una disciplina particular
dentro del conjunto de las ciencias históricas. En este sentido más preciso,
aparece vinculada al estudio de la sociedad y de los grupos que la constituyen Sin embargo, desde la visión de los
fundadores deAnnales, la his
2 Febvre,
Lucien (1970), Combates por la historia, Barcelona, Ariel.
* Cardoso, Ciro
F. S. y Pérez Brignoli, Héctor (1984), Los
métodos de la historia, Barcelona, Crítica, pp. 289-336.
toria social debía
constituirse en una síntesis de los diferentes aspectos de la vida de la
sociedad. Para ello, para cumplir con esta vocación de síntesis, se consideraba
necesario además recurrir a la colaboración de las distintas ciencias sociales,
fundamentalmente de la geografía, de la sociología y de la economía.
¿Cuáles son los
requisitos metodológicos necesarios para poder alcanzar esta "vocación de
síntesis"? ¿Cómo encarar una historia que debe integrar los resultados
obtenidos por la historia demográfica, la historia económica, la historia
política, la historia de las ideas? Según George Duby, la historia social debe
construir un camino de convergencia entre una historia de la civilización
material y una historia de las mentalidades colectivas. Y para alcanzar este
objetivo fija tres principios metodológicos. En primer lugar, como ya
analizamos, destaca que "el hombre en sociedad constituye el objeto final
de la investigación histórica". La necesidad del análisis es lo que lleva,
en la totalidad del conjunto, a disociar diferentes niveles de análisis,
a disociar los factores económicos de los políticos o de los mentales: "Su
vocación propia es la síntesis. Le toca recoger los resultados de
investigaciones llevadas a cabo simultáneamente en todos esos dominios, y
reunirlos en la unidad de una visión global."4
El segundo
principio que plantea Duby es "ocuparse de descubrir, en el seno de una
globalidad, las articulaciones verdaderas". Y tratar de descubrir las
"articulaciones verdaderas" significa establecer las vinculaciones
relevantes, las relaciones significativas entre los diferentes niveles de
análisis que hacen comprensible la totalidad de la sociedad. En síntesis, en
este principio se plantea la necesidad de establecer los complejos nexos entre
lo económico, lo político y lo mental.
El tercer principio
se refiere a otro problema de gran complejidad: el tiempo histórico. "La
investigación de las articulaciones evidencia, desde un principio, que cada
fuerza en acción, aunque dependiente del movimiento de todas las otras, se
halla animada sin embargo de un impulso que le es propio, [...] cada una se
desarrolla en el interior de una duración relativamente autónoma." En
síntesis, se trata del problema de la duración, de los ritmos diferentes que
afectan a cada nivel de la vida social. De este modo, Duby remarca la necesidad
de estudiar, dentro de la globalidad, la evolución de los distintos niveles,
tanto en sus sincronías como en sus diacronías.
4 Véase Duby, George (1977), Hombres y
estructuras de la EdadMedia, Madrid, Siglo XXI, pp. 250-271.
Los niveles de análisis
Indudablemente, la historia social encuentra
en la economía un punto de referencia imprescindible. Como señalan Cardoso y
Pérez Brignoli: "Ningún historiador podría negar hoy que la
estratificación social, la constitución de los grupos humanos, la
estructuración de las relaciones sociales entre grupos e individuos, puedan
estudiarse, siquiera comprenderse, sin tener en cuenta las bases materiales de
la producción y distribución del excedente económico". Resulta indudable
que cada sociedad distribuye socialmente su excedente económico según reglas
específicas y en esta distribución se fundamentan las jerarquías sociales.
Además, en esta distribución se fundamentan las relaciones de fuerza entre los
distintos grupos sociales y en ella se encuentran, muchas veces, las
motivaciones de los conflictos sociales. También es necesario advertir contra
un excesivo "economi- cismo": en los comportamientos de los grupos
sociales, en sus relaciones de fuerzas, en las bases de sus conflictos se
encuentran muchos otros elementos además del interés económico. Es imposible
reducir el estudio de las jerarquías sociales a su sola base económica sin tener
en cuenta otros elementos como la distribución del poder y la configuración de
las mentalidades. No obstante, el estudio del fundamento económico de la
sociedad constituye un punto de partida indispensable.
El segundo nivel de
análisis se refiere a la misma sociedad. Desde la perspectiva de la historia
social, se trata de un nivel particularmente relevante, porque allí se ubican
los sujetos del proceso histórico, entendiendo por sujeto a "aquel al que
se refieren las acciones". Desde la antigüedad se reconoció la diferencia
social. Textos tan disímiles como la Odisea o el Antiguo Testamento
se refieren a "ricos" y "pobres", a "libres" y
"esclavos". Pero sólo el racionalismo de los siglos XVlLL y XIX
comenzó a explicar esta diferenciación en términos de clases sociales. En
este sentido, el mismo Karl Marx reconoció su deuda con la obra de
historiadores como Guizot.
Desde la
perspectiva marxista, las clases sociales se configuran a partir de la
propiedad (o no) de los medios de producción. En este sentido, las relaciones
sociales (definidas como relaciones de producción) aparecen también vinculadas
a un cierto tipo de división del trabajo y a un cierto grado de evolución de
las fuerzas productivas. En síntesis, el concepto de clase social se comprende
en el contexto de un modo de producción (escla- vismo, feudalismo, capitalismo)
determinado. Es el modo de producción el que determina la estructura de clases.
A partir de allí, la relación se presenta como relación de dependencia: las
clases poseedoras son las clases dominantes, y las clases desposeídas, las
dominadas. También para el
marxismo tiene una importancia fundamental el
problema de la conciencia de clase, es decir, la percepción que cada clase
tiene de su situación en una estructura social determinada. Puede diferenciarse
entre una clase sin conciencia de sus intereses (clase en sí) de una clase con
conciencia de ellos (clase para sí) y se considera que una clase plenamente
constituida es la que ha alcanzado esta última situación. (Cabe agregar que
Marx no escribió ningún texto específico sobre las clases sociales, aunque hay
numerosas referencias a lo largo de su obra.)
Resultan indudables
los aportes del marxismo para la comprensión de la estructura social. Sin
embargo, también es cierto que en el análisis de los procesos históricos
concretos (la Revolución Francesa o la Revolución Industrial, por ejemplo)
muchas veces los sujetos no corresponden estrictamente a la división de clases.
Se trata de sujetos que aún no han constituido una "clase" -se trata
de clases en formación- o que amalgaman a diferentes sectores. Muchas veces son
sujetos que no es posible definirlos exclusivamente en términos clasistas (el
Ejército, la Iglesia). O son sujetos (el "pueblo") que incluyen a
diversas extracciones según el análisis de clase. En síntesis, en el análisis
de los sujetos reales toda una serie de grupos o categorías escapa de la
clasificación en clases. De allí la preferencia de algunos historiadores de
elegir para el análisis de la sociedad conceptos como sectores o grupos
sociales, que hacen referencia a la complejidad de la constitución de los
sujetos históricos.
Otra manera de
enfocar el problema es el análisis en términos de estratificación social. En
este sentido, la primera teoría importante fue la de Max Weber quien distinguió
en la jerarquización social tres dimensiones analíticas: el poder económico
(estratificación en "clases"), el poder político (estratificación en
"partidos") y el honor social (estratificación en "estamentos").5
Pero fue
fundamentalmente la sociología funcionalista norteamericana la que definió el
concepto de estratificación social a partir de la necesidad de la sociedad de
una distribución interna de sus actividades y funciones. A diferencia del
análisis marxista, el funcionalismo presenta la estratificación social no como
un corte tajante del cuerpo social sino como la gradación, dentro de un contdnuum,
entre quienes tienen mayor o menor prestigio social, entre quienes tienen
mayores o menores ingresos.
Dentro de este
nivel, el de la sociedad, también se incluye el estudio de los movimientos
sociales, indisoluble, muchas veces, del nivel de la política.
s Véase Weber, Max (1984), Economía y
sociedad, México, Fondo de Cultura Económica, pp.
244-248.
Como señalan Cardoso y Pérez Brignoli, nos
enfrentamos aquí con una historia de masas: campesinos, esclavos, obreros,
bandoleros sociales. Al decir de George Rude, es la multitud la que irrumpe en
la historia. Diseñar una clasificación de los movimientos, los conflictos y las
luchas sociales no es una tarea simple: su explicación se refiere
necesariamente a los distintos tipos de estructura económica y social en los
que se desarrollan (movimientos campesinos, preindustriales, industriales,
etc.) y con un tipo de mentalidad específica.
De este modo, es
válido preguntarse: ¿cuáles son las principales cuestiones a plantear en el
estudio de un movimiento social? Rude, en este sentido, proporciona una guía
valiosa: se trata, en primer lugar, de ubicar el estallido de violencia en su
momento histórico; de delimitar la composición y la dimensión de la multitud en
acción; de establecer los blancos de sus ataques. Esto permitirá establecer la
identidad del pueblo llano que participa del curso de la historia. Permitirá
responder a la cuestión de ¿quiénes? Pero, según Rude, esto no es
suficiente y es necesario también responder a la pregunta: ¿por qué0
Es necesario
establecer, dentro de los diferentes movimientos sociales, los objetivos a
corto y a largo plazo, distinguir la línea entre las motivaciones socioeconómicas
y las políticas. Y fundamentalmente, es necesario rastrear el conjunto de ideas
subyacentes, toda la gama de convicciones y creencias que hay debajo de la
acción social o política.
Y esta cuestión nos
remite a otro nivel de análisis fundamental para la constitución de la historia
social: el de las mentalidades. La introducción del estudio de las mentalidades
implicó un doble cambio. Por un lado, las explicaciones basadas exclusivamente
en las motivaciones mentales de los "grandes hombres" (sus intereses
o sus desintereses, su egoísmo o su altruismo) fueron dejadas de lado a favor
de lo colectivo, que en todos sus matices y manifestaciones hicieron su ingreso
en el campo de la investigación historiográfica. Por otro lado, dejó de
considerarse a la psicología humana como un dato invariable y fue considerada
como algo cambiante dentro del contexto histórico-social. Sin embargo, tampoco
puede plantearse una vinculación demasiado mecanicista entre las estructuras
económico-sociales y las mentalidades. Ellas evolucionan con un ritmo
particular, tal vez más lentamente que el de la sociedad global. De allí que
Braudel haya podido definir las mentalidades como "cárceles de larga
duración".
* Rude, George (1981), Revuelta popular y conciencia de clase, Barcelona,
Crítica, pp. 15-48.
¿Cómo abordar un
campo tan amplio que incluye desde creencias, actitudes y valores hasta los
aspectos más prosaicos de la vida cotidiana?7
Según Robert
Mandrou, es posible encarar la cuestión desde una doble perspectiva. En primer
lugar, es necesario reconstruir las herramientas mentales propias de los
distintos grupos o las distintas clases sociales: hábitos de pensamiento, ideas
socialmente trasmitidas y admitidas, concepciones del mundo. Estos son, en
síntesis, los instrumentos mentales de que disponen los hombres en una época y
en una sociedad determinada. Entre estos instrumentos mentales, el problema del
lenguaje, con sus mutaciones no constituye una cuestión menor. En segundo
lugar, es necesario definir los climas de sensibilidad, las influencias, los
contactos, la propagación de ideas y de corrientes de pensamiento.
Es necesario
también conocer cómo se forman, se difunden, se transforman y se perpetúan esos
instrumentos mentales: en este sentido, la educación, entendida en el sentido
más amplio de los intercambios entre los individuos y su grupo, y la
información resultan áreas claves para el análisis. A esto se suma la
indagación de creencias, mitos y rituales, representaciones colectivas a las
que se puede acceder a través de los símbolos y formas de expresión. Dentro del
nivel de las mentalidades podrían sumarse muchas otras cuestiones, lo
importante es destacar el desplazamiento del centro de interés de los
historiadores desde lo individual a lo colectivo.
En resumen, la
aspiración a la síntesis entre los distintos niveles de análisis (la economía,
la sociedad, la política, las mentalidades), propia de la historia social,
sobre todo a partir de 1960, mostró un pronunciado dinamismo y dio resultados
de indudable calidad.
Historia social / historia narrativa /
"microhistoria": los cambios en las perspectivas historiográficas
A partir del desarrollo de la historia social,
los historiadores consideraron desprestigiada la forma tradicional de relatar
la historia según una descripción ordenada cronológicamente de los
acontecimientos. Esta actividad fue calificada, despectivamente, por los
seguidores de Anuales, como "Vhistoi- re événementielle”.
Sin embargo, desde fines de la década de 1970, como señala Lawrence Stone,
parece registrarse entre algunos historiadores una
7 Le Go£F, Jacques (1980), "Las mentalidades. Una historia
ambigua", en Le Goff, Jacques y Fierre Nora (din), Hacer la historia. Vol. III. Nuevos temas,
Barcelona, Laia, pp. 81-97.
vuelta a la narrativa. ¿Qué significa narrativa
en este nuevo contexto? El término se refiere a la organización del material
historiografía) en un relato único y coherente, y con una ordenación que
acentúa la descripción antes que el análisis. Se ocupa además de lo particular
y específico antes que de lo colectivo y lo estadístico. En síntesis, según
Stone, la historia narrativa es un nuevo modo de escritura histórica, pero que
afecta y es afectado por el contenido y el método.8
¿Cuáles fueron las
causas de esta vuelta a la narrativa? Según Stone, concurrieron varios
factores. Un determinismo mecanicista en las explicaciones socioeconómicas
había dejado de lado el papel de los hombres -individuos y grupos- en la toma
de decisiones. Esto había minimizado el papel de la política -incluidas las
acciones militares- dentro de la historia. También el resultado de los métodos
cuantitativos fue modesto en relación con las expectativas, sobre todo por la
falta de confiabilidad de los datos para determinados períodos históricos. Y
estos desencantos llevaron a algunos historiadores a reformular las
características de su oficio.
¿Qué
características asume entonces esta historia narrativa? En primer lugar, su
modo de escritura es el relato. Frente a una historia de
"especialistas", la historia narrativa procura llegar a un público
más amplio: intenta que sus hallazgos resulten accesibles a un círculo de
lectores, que sin ser expertos en la materia, estén deseosos de conocer estos
nuevos e innovadores planteos. En segundo lugar, el interés por las normas de
comportamiento, por las emociones, los valores, los estados mentales de los
hombres y las mujeres llevaron a que, dentro del análisis historiografía), la
economía y la sociología fueran sustituidas por la antropología.
En efecto, la
antropología enseñó a los historiadores cómo un sistema social puede ser
iluminado por un registro minucioso y elaborado de un suceso particular,
ubicado en la totalidad de su contexto. En este sentido, el modelo arquetípico
fue la "descripción densa" efectuada por el antropólogo norteamericano
Clifford Geertz.’
Como señala Stone,
es cierto que los historiadores no pueden hacer, como los antropólogos, acto de
presencia ante los sucesos que describen, pero también es cierto que, en las
fuentes, es posible encontrar un sinnúmero de testimonios que pueden indicarle
cómo fue haber estado en el lugar de los hechos.
* Véase Stone, Lawrence (1986), El pasado y el presente, México, Fondo de
Cultura Económica, pp. 95-129.
* Véase Geertz, Clifford (1987), La interpretación de las culturas, México,
Gedisa, "Juego profundo: notas sobre la riña de gallos en Bali", pp.
339-372.
Y esta tendencia
también llevó entonces a la narración de un suceso único, al desarrollo de una
historia, la micro historia que se desarrollaba a una escala menor,
cronológica y espacial. Los ejemplos son muchos. Entre otros, puede citarse el
caso de George Duby, quien tras haber investigado durante muchos años a la
sociedad feudal francesa según las pautas de la historia social, escribió un
libro, Le dimanche de Bouvines, sobre un suceso único, la batalla de
Bouvines, y a través de esto buscó esclarecer las características del
feudalismo de comienzos del siglo XIII. Es también la línea trabajada por Cario
Ginzburg quien, en El queso y los gusanos, realizó una minuciosa descripción
de la visión de la cosmología de un oscuro molinero italiano del siglo XVI para
mostrar el impacto de las ideas de la reforma religiosa. Emanuel Le Roy
Ladurie, en Le carnaval de Romans, narró un único y sangriento episodio
ocurrido en un pequeño pueblo del sur de Francia para revelar las tendencias
antagónicas que desgarraban a la sociedad. Y los ejemplos podrían
multiplicarse.
Sin embargo, Stone
señala las diferencias que se establecen entre esta nueva historia y la
narrativa tradicional. En primer lugar, esta nueva narrativa se interesa por la
vida, las actitudes y los valores de los pobres y anónimos y no tanto por los
poderosos y por los "grandes hombres". En segundo lugar, la
descripción que presenta es indisociable del análisis: pretende responder no
sólo a la pregunta ¿cómo?, sino también al ¿por qué? En tercer lugar, es una
historia que se abre a nuevas fuentes, que busca nuevos métodos y formas
innovadoras no sólo de exposición sino también de acceso al conocimiento. Y por
último, su diferencia fundamental: el relato sobre una persona o sobre un hecho
único no indica que el interés esté centrado sobre los mismos, interesan en
tanto arrojen una nueva luz sobre las culturas y las sociedades del pasado.
Para Stone, el
surgimiento de la historia narrativa implicaba el fin de una era, el de las
explicaciones coherentes y globalizadoras de la historia social. Sin embargo,
¿es válido establecer esta oposición entre historia social y microhistoria? Y
sobre este interrogante reflexionó Eric J. Hobsbawm en su réplica al trabajo de
Stone.
Desde la
perspectiva de Hobsbawm no es válida la afirmación de Law- rence Stone acerca
de que los historiadores hayan dejado de tener interés en responder a los
grandes "¿por qué?", de que se hayan desentendido de encontrar las
explicaciones globales de los procesos históricos.10 Si bien
reconoce que ha ganado terreno -sobre todo en Inglaterra- una historia
* Hobsbawm, Eric
J. (1986), "El renacimiento de la historia narrativa: algunos
comentarios", en Historias, núm. 14, julio-septiembre, México.
"neoconservadora", dedicada a una
descripción minuciosa de hechos políticos que niega la existencia de algún
significado histórico profundo, más allá de vaivenes accidentales, Hobsbawm
considera que esta forma de hacer historia no indica cómo se constituyen las
tendencias generales:
Casi para la mayor parte de ellas el
acontecimiento, el individuo, hasta la recuperación de cierta atmósfera o de
cierta manera de pensar él pasado, no son fines en sí mismos, sino medios para iluminar
algún asunto más amplio, lo cual rebasa a la historia particular y a sus
personajes.
En pocas
palabras, los historiadores que aún creen en la posibilidad de generalizar
sobre las sociedades humanas y sus desarrollos, siguen interesados en las grandes
preguntas del porqué,
aunque alguna« veces puedan enfocar en interrogantes diferentes a
aquéllos en los que se concentraron hace veinte o treinta años.
Es cierto que el rechazo a un excesivo y
mecanicista determinismo económico llevó a abrirse a nuevas cuestiones, a
nuevas áreas del conocimiento, pero la ampliación del campo de la historia no
está en conflicto con el esfuerzo de producir una síntesis, entendida
como una explicación coherente del pasado. La nueva historia de hombres,
mentalidades y acontecimientos puede ser vista, por lo tanto, como algo que
complementa pero que no suplanta el análisis de los procesos socioeconómicos.
En este sentido no hay contradicción entre la obra general realizada por George
Duby y su estudio sobre la batalla de Bouvines: ambos trabajos apuntan a la
mejor comprensión de la sociedad feudal francesa. Como señala Hobsbawm:
No tiene nada de nuevo elegir ver el mundo
a través de un microscopio y no con un telescopio. En la medida en que
aceptemos que estamos estudiando el mismo cosmos, la elección entre microcosmos
y macrocosmos es asunto de seleccionar la técnica apropiada. Resulta
significativo que en la actualidad sean más historiadores los que encuentran
útil al microscopio, pero esto no significa necesariamente que rechacen los
telescopios porque éstos estén pasados de moda.
En síntesis, la oposición entre historia
social y microhistoria no parece ser insuperable.
1. De la antigüedad al feudalismo: los tres
legados
A partir del siglo IX comenzaba a organizarse
en Europa occidental una nueva sociedad, la sociedad feudal, que alcanzó su
punto de mayor madurez en el siglo XI. Sus antecedentes fueron remotos y
complejos y se enraizaron en distintas tradiciones culturales. Por lo tanto, el
problema que vamos a analizar es cómo a partir de una serie de elementos
provenientes de la antigüedad se constituyó esa nueva sociedad.
¿De dónde
procedieron esos elementos? Por un lado, del Imperio Romano; por otro, del
mundo germánico, y por último, del cristianismo. Sin duda, son legados de
distinta naturaleza: tanto el legado romano como el germánico constituían
sólidas realidades -estructuras económicas y sociales— además de visiones del
mundo; el legado hebreocristiano, en cambio, consistía en una opinión acerca de
los problemas de la trascendencia que condicionaba los modos de vida. Este
último legado se encarnaba en gentes diversas pertenecientes a los otros
legados materiales y culturales, acomodándose a las distintas realidades; sin
embargo, su importancia radicó en que pronto se transformó en un importante
elemento de fusión.
El legado romano
El legado romano procedía de ese enorme
imperio que, a partir del siglo III a.C, se constituyó en torno al mar
Mediterráneo con centro en la ciudad de Roma.
Era un ámbito vasto
y heterogéneo en el que las tradiciones locales habían quedado sumergidas bajo
el peso del orden impuesto por los conquistadores, y cuya unidad estaba dada
por un extenso sistema de vías y caminos que unían a distintas ciudades que, en
mayor o menor medida, copiaban el modelo que proporcionaba Roma, con sus foros,
sus termas, su plaza, su anfiteatro, su circo. El mundo urbano era el principal
elemento que tenía en común el Imperio Romano.
Ese mundo urbano
estaba habitado por los ciudadanos, término que tenía una doble acepción. Los
ciudadanos eran quienes vivían en las ciudades pero también quienes pertenecían
a la misma sociedad política rigiéndose por el mismo derecho. Además de
compartir un derecho y una lengua -el latín-, los ciudadanos compartían un
estilo de vida civilizado, es decir, propio de las ciudades (ciudad en latín, civis).
Esto implicaba organizaciones familiares semejantes, creencias comunes y un
mismo tipo de sociabilidad que se desarrollaba en esos espacios que marcaban
las comodidades que ofrecía la ciudad: teatros y anfiteatros, gimnasios, plazas
de mercado, columnatas, arcos de triunfo, templos.
Los ciudadanos
compartían también una misma visión del mundo. Como señala José Luis Romero,
esta visión del mundo estaba impregnada de un vigoroso realismo: lo importante
era el aquí y el ahora, con ideas muy vagas y difusas acerca del trasmundo.'
Esta cosmovisión erigía en valores absolutos la idea del bien común, de la
colectividad y del Estado. La misma religión pública llevaba al mismo fin al
otorgar un carácter sagrado al Estado y al asignarle una radical trascendencia
a los deberes del individuo frente a la comunidad. Dentro de esta visión del
mundo, el ideal de vida era el del ciudadano que sirve al Estado y a la
comunidad.
Los últimos tiempos
de la República y los primeros del Imperio -el "principado" como
suele llamárselo—, del siglo II a.C. alIId.C, constituyeron el período de
florecimiento de ese ideal de vida. Posteriormente -como ya analizaremos-, el
resquebrajamiento del orden político, en el que la vida pública dejaba de ser
la expresión de los intereses de la comunidad, la degradación de la concepción
de ciudadanía y un Estado autocràtico que
destruía la noción de la dignidad del ciudadano transformándolo en un subdito,
hicieron que esta cosmovisión y esos ideales decayeran. Fue entonces cuando el
realismo adoptó otra forma, el hedonismo. El individuo se realizaba a través
del goce, a través del disfrute de la vida. En esta visión he- donista, lo
importante era el placer sensorial. Ambos ideales parecen contradictorios, sin
embargo compartían el mismo realismo: lo importante era el aquí y el ahora,
minimizando la idea de trasmundo.
Esos ciudadanos que
compartían el mismo derecho, los mismos modos de vida, la misma concepción del
mundo constituían dentro del Imperio Romano una absoluta minoría. Por debajo de
esa delgada capa que conformaba el mundo urbano, se extendía el mundo rural que
incluía la parte más numerosa de la sociedad. Ese mundo rural estaba habitado,
en parte, por campesinos libres que cultivaban sus parcelas, pero la organiza-
Véase Romero, José Luis (1984), pp. 7-25.
ción predominante del trabajo difundida por
los romanos se basaba en la esclavitud: propiedades de distinta extensión eran
trabajadas por esclavos. De allí que podamos definir a la sociedad romana,
entre los siglos m a.C. y el III d. C, como una sociedad esclavista.
Gran parte de la
mano de obra esclava había sido obtenida en esas guerras de conquista que
habían permitido a Roma, desde su ubicación en el Lacio, controlar ese enorme
territorio que rodeaba el Mediterráneo. En efecto, las campañas militares
habían provisto una gran cantidad de cautivos de guerra que fueron sometidos a
la esclavitud. De ellos dependía la producción agrícola y también la producción
manufacturera. En síntesis, los esclavos eran la gran maquinaria que impulsaba
a toda la economía romana.
¿Por qué esta
compleja estructura, que durante mucho tiempo pareció ser la base de la
magnificencia romana, dejó de funcionar?
Las razones fueron
indudablemente múltiples y complejas. Pero lo importante es desentrañar las
tendencias que venían desarrollándose tras el velo de la prosperidad.
Lapaxaugusta,
la estabilización de los límites del Imperio a fines del siglo I a.C, los pasos
que dieron los emperadores para terminar con las guerras y la piratería
trajeron prosperidad, pero también perjudicaron a la esclavitud como
institución, ya que agotaron la principal fuente de suministros de esclavos. El
número de esclavos que nacían en la casa del amo era bastante alto, pero
resultaba escaso para satisfacer las necesidades de mano de obra; se debía
recurrir por lo tanto a la compra, en un pequeño goteo, de esclavos en la
frontera. Esto también resultaba insuficiente.
El debilitamiento
de la esclavitud trajo pronto sus consecuencias. Los antiguos centros
manufactureros entraron en decadencia y se registró un traslado de la
producción hacia zonas periféricas donde, como en la Galia, la manufactura
disponía, si no de esclavos, sí de una abundante mano de obra libre dispuesta a
dedicarse al trabajo manual. De este modo, ese traslado gradual de los
talleres, de las ciudades a las aldeas, confirmó el carácter esencialmente
agrario del Imperio Romano sobre los elementos urbanos que habían producido sus
desarrollos más significativos.
En el ámbito rural,
el agotamiento progresivo de las fuentes de mano de obra esclava obligó también
a los terratenientes a buscar otros trabajadores. Se recurrió entonces en forma
creciente a los colonos, es decir, a labradores-arrendatarios que recibían una
parcela de tierra, e incluso las herramientas, del propietario y, a cambio,
pagaban con parte de la cosecha. Pero esto también parecía insuficiente.
Además, la contracción de los recursos era acompañada por el constante aumento
del costo de la administración imperial que debía recaudar los crecientes
impuestos, poner
guarniciones en fronteras cada vez más
débiles, reclutar ejércitos -incluso entre los soldados germanos-, limpiar las
aguas de la piratería, mantener en orden los caminos.
En el siglo DI la
crisis se hizo abierta y catastrófica. La caída de la productividad agrícola se
reflejó en una caída demográfica. También estallaron los conflictos sociales:
sublevaciones populares y fundamentalmente campesinas, como las bagaudas—palabra
de origen celta que posiblemente signifique "hombres en rebeldía"-
que desde el año 284 sacudieron la Galia. Al mismo tiempo, los pueblos germanos
presionaban sobre la frontera. Los ejércitos que ocupaban las provincias,
prontos a rebelarse al mando de un general ambicioso, desbarataron la
maquinaria de gobierno, y la guerra civil dio origen al caos.
De la crisis del
siglo El el Imperio Romano salió profundamente transformado. La base del Estado
ya no estuvo en el conjunto de los ciudadanos, sino en la fuerza militar. Pero
además el Estado asumió rasgos cada vez más autoritarios, en manos de
emperadores autócratas que, según el modelo que proporcionaban los déspotas
orientales, eran revestidos con rasgos de divinidad. El brillo de la
civilización y la estructura del derecho romano se encontraban en retirada ante
las exigencias de su propia creación, el Estado imperial.
Pero todo esto
también implicó un cambio en la sociedad. Las guerras, la inseguridad creciente
y la carga de los impuestos habían llevado a muchos campesinos libres a
escapar, pero sólo había un refugio: un terrateniente poderoso. Esto, junto con
la difusión del sistema de colonato, fue transformando las relaciones sociales.
Lazos de dependencia personal comenzaron a vincular a los productores con un
señor. La tendencia se acentuó cuando el Estado, cada vez con menos recursos,
empezó a transferir sus funciones a los terratenientes. Un decreto del
emperador Valente (364-378), por ejemplo, los hizo responsables de la
recaudación de los impuestos a que estaban obligados sus colonos. De este modo,
la idea de derecho y la idea de Estado comenzaron a diluirse, el campesino
debía obediencia a un señor que paulatinamente se fue transformando en un amo.
Bajo este sistema, el legado del mundo romano se transmitió a tiempos
posteriores.
El crecimiento del
poder de los terratenientes era también un síntoma de la descomposición del
Estado. Pero al debilitarse la autoridad central, también se debilitaban las
defensas. Así las invasiones encontraron poca resistencia efectiva en un mundo
desgarrado, con una sociedad fracturada y una economía irreparablemente
debilitada.
El cristianismo
Todo ese proceso había entrado en conflicto
con los ideales romanos de vida. En un Estado autocràtico
no había posibilidad de carrera política, anulándose
definitivamente ese viejo ideal romano del individuo que se realizaba al
servicio del Estado y de la comunidad. De este modo, cuando a comienzos del
siglo m la ciudadanía se extendió a todos los hombres libres del Imperio, la
concepción republicana del ciudadano ya estaba profundamente degradada. Pero
las múltiples dificultades también habían hecho entrar en crisis al hedonismo,
esa idea de que el hombre estaba en el mundo para gozarlo. De este modo, la
crisis de esos ideales fuertemente realistas permite comprender el éxito que
comenzaron a tener diversas religiones orientales que entraron en el Imperio
poniendo su acento en el sal- vacionismo. Según estas creencias, los hombres no
se realizaban en esta tierra sino en una trascendencia que ubicaban en el
trasmundo.
Entre esa serie de
religiones orientales, hubo una que alcanzó un particular éxito: el
cristianismo. Originado en algunos movimientos de renovación del judaismo, en
sus primeros tiempo, el cristianismo fue considerado por los romanos como una
superstición cuyos practicantes se caracterizaban por su cerrada intolerancia.
Fueron perseguidos entonces, repetidas veces, por la práctica de un culto no
autorizado y por asociación ilícita, dos delitos ya previstos por las leyes
romanas. Sin embargo, en el siglo DI, el número de quienes se autodesignaban
“cristianos" había crecido tanto que el Estado podía considerarlos como un
peligro público.
En efecto, los
ideales romanos y el cristianismo representaban dos concepciones antitéticas de
la vida. Principios como "dar al César lo que es del César y a Dios lo que
es de Dios" resultaban inadmisibles en un Estado autocràtico
donde el emperador estaba revestido de divinidad. Para los
ideales romanos, la vida se realizaba sobre el mundo terreno y el más allá
después de la muerte era sólo ese vago reino de sombras que Virgilio había
descripto en la Eneida. Pero el cristianismo condenaba esta concepción:
desde su perspectiva, vanidad era la riqueza y la gloria de la "ciudad
terrestre", contrapuesta a la "ciudad celeste", la verdadera
"ciudad de Dios". Y esta concepción pudo prender en la conciencia
romana, quizá por el escepticismo acerca de las posibilidades que se abrían en
un mundo en crisis. Dado el crecimiento del número de cristianos, que
comenzaban a transformar las viejas visiones del mundo romanas, el emperador
Constantino —manteniendo la idea de la necesidad de un fundamento religioso
para el Estado- lo admitió (313), poniendo fin a las persecuciones. Finalmente,
Teodosio (379-395) dio un paso más:
declaró al cristianismo la única religión oficial del Imperio.
De este modo, al
transformarse el cristianismo en religión de Estado, la Iglesia se organizó
según el esquema que le proporcionaba el Imperio, con su centro en Roma y sus
subdivisiones en provincias y diócesis. Pero no fue sólo esto, sino que la
Iglesia asumió en alto grado una cultura romana -el latín hasta avanzado el
siglo XX se mantuvo como lengua eclesiástica- que, en gran parte, llegó a
nosotros a través del cristianismo. Fundamentalmente conservó la tradición
ecuménica del Imperio, la idea de que debía existir un orden universal.
Los germanos
El emperador Teodosio había legado el Imperio
a sus dos hijos, entonces quedó dividido en los Imperios de Oriente y Occidente
(395). Pero la suerte del Imperio Romano de Occidente fue efímera. A comienzos
del siglo V, tribus germánicas cruzaban la frontera del Rin e iniciaban la
invasión. En poco tiempo, el territorio se vio cubierto por pueblos que
buscaban dónde instalarse y reducían al poder imperial a una total impotencia.
Los intentos de controlar y canalizar esta invasión fracasaron rotundamente: el
Imperio de Occidente no era más que una sombra. En 476, fue depuesto el
emperador Rómulo Augústulo y ya nadie pensó en designarle un sucesor.
Los invasores
incorporaron al Imperio el legado germánico. Estos pueblos, que habían estado
ubicados en las fronteras del Imperio, en la región central de Europa desde el
Báltico hasta el Mar Negro, hablaban distintos dialectos de una lengua de
origen indoeuropeo, y aunque no formaban un Estado unificado -por el contrario,
se agrupaban en poblaciones independientes que con frecuencia luchaban entre
sí-, poseían una organización socioeconómica y una cultura semejantes.
Los germanos eran
agricultores organizados en aldeas o comunidades campesinas, que reconocían
vínculos de parentesco o, por lo menos, un mítico tronco común. La tierra era
de la comunidad y todos los años los jefes de aldea decidían la parte del suelo
que iba a ser cultivada y la distribuían entre los clanes y familias que
cultivaban de manera colectiva. En tiempos de paz no había jefaturas sobre todo
un pueblo; sólo en épocas de guerra se elegía a un jefe militar. Sin embargo,
los germanos mantenían una peculiar concepción de la guerra, que era
considerada como una actividad estacional. Durante aquellos meses en que la
agricultura no exigía demasiados brazos, hacían la guerra, saqueaban y obtenían
el botín que repartían entre los guerreros. Esto lleva entonces a destacar,
dentro de la sociedad germánica, la importancia del varón adulto, a la vez
campesino y
guerrero, hombre libre que participaba en la
asamblea de guerreros, órgano supremo para decidir los asuntos de la comunidad.
Pero también la
concepción de vida germánica se encontraba estrechamente vinculada a la guerra.
Su ideal de vida, como lo demuestra su mitología, era el ideal heroico en el
que el hombre se realizaba mediante una hazaña. El respeto se ganaba siendo un
buen guerrero y los actos heroicos eran los que daban la fama. No había bien
más legítimamente ganado que el botín de guerra, ni mejor muerte que la
obtenida en el campo de batalla.
Hacia el siglo V»
cuando los germanos invadieron el Imperio, ya habían sufrido importantes
transformaciones, que se dieron precisamente por los contactos que habían
tenido con los romanos. En efecto, uno de los objetivos de la guerra era
obtener esclavos que se vendían en la frontera del Imperio Romano. La guerra se
transformó entonces en un negocio lucrativo y comenzó a generar diferencias.
Hubo quienes abandonaron la agricultura dedicándose exclusivamente a la guerra
y surgieron linajes más ricos y poderosos. Estos guerreros profesionales
comenzaron a rodearse de pequeños ejércitos privados, su séquito armado, que
será un elemento importante para comprender la organización de la sociedad
feudal.
La lenta fusión de los legados (siglo
VI-VIB)
Sobre la base de estos tres legados, a partir
del siglo V, cuando quedaron constituidos los llamados reinos
romano-germánicos, comenzó un lentísimo proceso de fusión.
Dentro de esos
nuevos reinos, mientras se profundizaban los rasgos de la crisis del Imperio
con la decadencia urbana y mercantil, se evolucionaba hacia una economía
predominantemente rural. En esa economía agraria, sobre la base de la sociedad
romana —los campesinos dependientes de un terrateniente-, los germanos
incorporaron un gran número de hombres libres. Sin embargo, en una situación de
gran inestabilidad, sin un Estado organizado, no había quién defendiera a los
más débiles de la inseguridad y de las presiones de los poderosos. La búsqueda
de protección significaba someter la persona, pagar contribuciones o incluso
entregar la parcela que se tiene en propiedad a un señor, para recibirla en
usufructo y pagarla con parte de la cosecha. En síntesis, la línea de
homologación que comenzó a darse fue la de situación de dependencia.2
Las aristocracias
terratenientes se conformaron por la confluencia de
Véase Duby, G.
(1985), pp. 39-60.
los terratenientes romanos y los guerreros
germanos que ocuparon tierras. Entre ellos, sobre todo al principio, no hubo
una política de exterminio sino de convivencia, que se acentuó después de la
conversión de los germanos al cristianismo. En la conformación de estas
aristocracias, las monarquías cumplieron un papel importante. Cuando los reyes
organizaron la administración de sus territorios enviaron a los miembros de su
séquito a gobernar o controlar algunas regiones del reino (condados o marcas)
consolidando una nueva nobleza. Pero esto también fue una inagotable fuente de
conflictos ya que muchos no consideraron tener un poder delegado del rey, sino
que trataron a esas regiones como propias.
El problema
radicaba en la inexistencia de normas que regularan el poder, que permitía que
cada uno se impusiera al otro según su fuerza relativa. Pero también el
problema estaba en la persistencia de esa concepción heroica de la vida que
consideraba al botín de guerra, a las tierras obtenidas en batalla, los bienes
más legítimamente ganados: el hombre mostraba su superioridad en la hazaña. Fue
una concepción de vida de larga permanencia y que aún perduraba en el Poema
de Mío Cid, cantar de gesta compuesto a mediados del siglo XII. En efecto,
el rey había despojado de su patrimonio al Cid, que debía entonces ir a tierra
de moros, a luchar para hacerse de un nuevo patrimonio. Pero esto no era todo,
fundamentalmente debía realizar una hazaña, para demostrar que era un héroe.
Ante la violencia
que reiteraba los conflictos, la Iglesia emergió como un elemento de
moderación, imponiendo ciertas normas de convivencia. Los monarcas encontraron
en la Iglesia una tradición en la que apoyarse -la tradición bíblica de la
realeza- que podía combinarse con la tradición del Estado romano. De allí la
búsqueda de que fuese la Iglesia, a través de los obispos o del papa, la
responsable de coronar a los reyes y al emperador para reafirmar la idea de que
el poder venía de Dios. Pero frente a una monarquía que se apoyaba en los
legados romano y cristiano, la nobleza afirmaba las tradiciones del legado
germano: la asamblea de guerreros como órgano supremo. Ésta debía elegir al
jefe (en este caso al monarca) entre uno de ellos; el rey sólo era el primus
ínterpares, el primero entre sus iguales, y por lo tanto debía acatar las
decisiones de la asamblea. Y el conflicto entre ambas tradiciones hubo de
marcar un largo período. 2
2. La sociedad feudal
En el año 771, Carlos -conocido posteriormente
como Carlomagno- había sido consagrado rey de los francos. Pronto emprendió una
serie de campa-
ñas militares que le permitieron extender
considerablemente sus dominios. Después de la conquista de Italia, se proclamó
Emperador de Roma, en una ceremonia en la que el papa le impuso la corona
imperial (800). De este modo, con apoyo de la Iglesia, Carlomagno se proponía
restaurar el Imperio, reconstituir el orden ecuménico. Sin embargo, a pesar de
la vasta tarea organizativa, este Imperio tuvo corta vida. A la muerte de
Carlomagno lo sucedió su hijo Ludovico, pero fue entre sus nietos que se
desencadenó una larga lucha por el poder cuyo resultado fue la división del
Imperio (Tratado de Verdún, 843).
A partir de la
disgregación del Imperio carolingio, las guerras civiles y la oleada de
invasiones del siglo IX (musulmanes, eslavos y magiares, y normandos) crearon
graves condiciones de inseguridad que debilitaron las monarquías y aumentaron
el poder de la nobleza. En efecto, primero los príncipes, luego los condes, por
último los señores locales se autonomiza- ron respecto del poder central: se
apropiaron de las prerrogativas que les habían sido delegadas, les otorgaron
carácter hereditario y las incorporaron a dinastías que quedaron confirmadas de
hecho. Esta fragmentación llevó a que los marcos territoriales fueran cada vez
más reducidos, ajustados a las posibilidades de ejercer una autoridad efectiva.
Pero esta fragmentación, fundamentalmente, implicaba una adaptación de la
organización política a las estructuras de la vida económica. De este modo, se
afianzaron las condiciones que permitieron el establecimiento de relaciones
feudales que alcanzaron su punto de madurez en el siglo XI.
El feudalismo no se
dio en forma totalmente semejante en toda Europa. La parte central del
feudalismo europeo -donde se dio en su forma más clásica- se puede encontrar en
aquellas regiones donde hubo una síntesis equilibrada de elementos romanos y
elementos germánicos, especialmente en el norte de Francia y algunas de sus
zonas limítrofes. Al sur, sobre todo en la Provenza y en Italia, hubo un
predominio del legado romano. Allí, por ejemplo, la vida urbana nunca declinó
completamente y se mantuvieron normas del derecho romano. En el este y en el
norte (Inglaterra, Alemania, Escandinavia), donde los elementos romanos habían
echado raíces muy débiles, hubo un predominio del legado germánico: se puede
señalar, por ejemplo, la permanencia de agricultores libres organizados en
aldeas. Incluso, en Alemania, el feudalismo se consolidó sólo en el siglo XII.
De un modo u otro, a pesar de diferencias de matices o de desfasajes
cronológicos, es indudable que el feudalismo apareció en Europa como la
organización social predominante.
¿Qué es el feudalismo? Es la organización de
la sociedad basada en dos grupos sociales fundamentales: señores y campesinos.
Los campesinos eran
los productores directos. A ellos pertenecían los medios de producción (arados,
hoces y animales de tiro) con los que trabajaban la tierra a partir de la mano
de obra familiar. El objetivo principal de esta economía campesina era la
subsistencia. Sin embargo, tenían que producir un volumen superior al requerido
ya que también tenían que proveer el sustento de la nobleza, el clero y otros
sectores que no trabajaban directamente la tierra, pasando el excedente a esos
otros grupos sociales directamente o a través del mercado. Aunque también hubo
asentamientos dispersos, una característica de la vida campesina, en la mayor
parte de Europa, era la asociación de familias en comunidades mayores, villas o
aldeas, remontándose a siglos las bases de esa convivencia.
Dentro de la
comunidad campesina se desarrollaron formas de cooperación práctica que, según
Rodney Hilton, formaron la base de una identidad común. Esta cooperación
práctica era exigida por el mismo sistema agrícola. En los campos abiertos que
rodeaban las villas de tipo nuclear se entremezclaban las fajas de terreno de
las distintas explotaciones familiares y allí se trabajaba sin distinción
alguna entre las tierras de uno u otro campesino. Además, para evitar el
desgaste del suelo, sobre todo en la zona norte de Europa, se aplicó el sistema
de rotación trienal, donde las parcelas se agrupaban en tres sectores: mientras
uno se cultivaba con cereales -base de la alimentación- los otros se dejaban en
barbecho. Más allá de los campos de labranza, se extendían los bosques y
baldíos, que podían ser utilizados por la comunidad aldeana para la recolección
y para la pastura de su ganado.3
Dentro de la aldea
se desarrollaban también otras actividades. En estas economías de
autoabastecimiento, el hilado y el telar eran una ocupación accesoria corriente
entre las mujeres campesinas. Pero además había artesanos más especializados en
trabajar la madera, el cuero y los metales. Si bien la mayoría de los
campesinos eran capaces de reparar e incluso fabricar sus herramientas, en algunos
casos se requería el concurso de especialistas. El más importante era el
herrero, que fabricaba las piezas para arados y carretas, herraba caballos y
bueyes, forjaba hoces, guadañas y cuchillos, y proporcionaba los ganchos y
clavos para las construcciones. Como señala Hilton, la forja del herrero era
uno de los centros de la vida rural y los misterios de su oficio le otorgaban
un prestigio casi mágico.
s Véase Hilton, Rodney (1984), pp. 7-78.
La comunidad
campesina no era una comunidad de iguales. La estratificación surgía de la
polarización de fortunas entre un aldeano más pobre y otro más rico, entre
quien sólo contaba con sus manos y rústicos instrumentos para trabajar la
tierra y quien contaba con una o dos yunta de bueyes, o entre quienes tenían
una parcela más extensa y los minifundistas que debían completar su sustento
trabajando en la tierra de los más ricos. Sin embargo, nadie dudaba de que
pertenecían a un mismo grupo social. Las barreras sociales que los separaban de
los señores resultaban infranqueables y habían sido construidas para tal fin:
evitar el ascenso social aun en los niveles inferiores de la aristocracia.
Otro de los grupos
que formaban parte de las comunidades rurales era el de los asalariados
carentes de tierra. Eran una pequeña minoría -su carácter mayoritario hubiera
puesto fin al campesinado, caracterizado por la explotación de tipo familiar-,
pero constituían un elemento importante. Una parte significativa de ellos
estaba formada por quienes estaban ocupados en el dominio o reserva señorial
como aradores, carreteros, boyeros o pastores. Muchos de los que trabajaban
directamente las tierras del señor vivían en barracas, trabajaban a cambio de
la comida y su situación era próxima a la de la esclavitud.
La situación de los
campesinos variaba mucho: desde la de campesino libre hasta la de siervo,
pasando por distintos tipos de condición semiser- vil. Sin embargo, a partir
del siglo IX, en toda Europa hubo una tendencia a absorber al campesinado libre
sometiéndolo al poder señorial, generalizando los lazos de servidumbre. Esto
implicaba para los campesinos una serie de obligaciones a cambio, teóricamente,
de la protección que brindaba el señor. La principal obligación y la más pesada
era el pago del censo, una parte importante de la cosecha que podía variar
según las regiones y la codicia señorial. Además, los campesinos debían
realizar prestaciones personales en las tierras del señor, algunos días de la
semana o en algunas épocas del año, cuando la cosecha o la vendimia exigían más
mano de obra. A esto se sumaba el pago de distintos derechos que tenían que ser
pagados con moneda o con la mejor res, por ejemplo, el de contraer matrimonio o
aun el de "heredar la condición servil".
Una pregunta queda
en pie: ¿de dónde provenía el poder que los señores ejercían sobre los
campesinos? Los señores fundaban sus derechos, en parte, en el dominio sobre
tierras que habían obtenido por derecho de conquista o por otorgamiento del
rey. Pero fundamentalmente se consideraba que esos derechos se basaban en la
protección que, mediante las armas, los señores ofrecían a los campesinos,
principio que -como veremos- fue sistematizado por la Iglesia en un modelo de
orden ecuménico.
Otros factores
también concurrieron para afirmar el dominio señorial y derivaron del proceso
de fragmentación del poder real. En rigor, la admi - nistración de la justicia
constituía la característica esencial de la monarquía: el poder del rey se
expresaba en su capacidad para otorgar justicia, en función de la
interpretación de los textos sagrados o de la costumbre, es decir, el derecho
consuetudinario. Por lo tanto, cuando se fragmentó el poder monárquico, lo que
se fragmentó fue precisamente esa capacidad para administrar la justicia. Y ese
poder que pasó a los señores bajo la forma del derecho de ban.A
La costumbre
establecía que el derecho de ban se ejercía sobre un territorio que se podía
recorrer en una jornada de cabalgata: allí el ejercicio de la justicia adquiría
la forma del cobro de multas y peajes e incluso de saqueos sistemáticos sobre
las posesiones de los campesinos. Para poder ejercer este derecho, los señores
del ban tuvieron que recurrir a numerosos auxiliares, los ministeriales, que
participaban de los beneficios y que por lo tanto fueron los agentes más
activos de este derecho. Sin embargo, había un límite para a las exacciones: el
límite estaba fijado por la costumbre y la memoria colectiva. Si los señores
intentaban sobrepasar ese límite podían surgir las formas de solidaridad
campesina y fundamentalmente las formas de resistencia que, como ocurrió en el
siglo XIV, podían desembocar en abiertas rebeliones contra el poder señorial.
La nobleza
terrateniente también era una clase profundamente estratificada. Los miembros
de los niveles superiores de esa jerarquía nobiliaria, relacionados por
vínculos familiares y que controlaban grandes extensiones de tierra, dominaban
toda la sociedad incluido el resto de la nobleza. Por debajo de esa pequeña
minoría, se encontraban tanto familias nobles que contaban con cuantiosas riquezas
y capacidad de influencia como pequeños terratenientes cuyos recursos no
superaban a los de los campesinos más ricos. Pero esa jerarquía nobiliaria no
mostraba una moderada graduación: las distancias entre los escasos nobles
realmente poderosos y la masa de notables locales era muy grande. Sin embargo,
esta distancia procedía de la disparidad de riquezas y de poder, pero no una
disociación en diferentes rangos nobiliarios. Todos ellos pertenecían a la
clase señorial y la distancia que los separaba de los otros grupos sociales era
abismal.
* El término ban
deriva del gótico bandwóqoe significa signo o bandera, de ahí se desprenden dos acepciones que
tienen cierta relación con el nombre de este derecho: 1. grupo de gente armada
y 2. parcialidad o número de gente que favorece y sigue el partido de alguno.
La traducción de este término en español es banda
{Diccionario de la Real Academia, 1992).
Monarquías y nobleza feudal
Otra de las características de esa jerarquía
nobiliaria era el hecho de que sus miembros estaban ligados verticalmente por
lazos de fidelidad y dependencia. En efecto, la fragmentación del poder era una
situación de hecho que los reyes reconocieron y formalizaron mediante
relaciones de vasallaje, es decir, por vínculos voluntarios directos de persona
a persona. A través de este sistema, el monarca entregaba un feudo, normalmente
en forma de dominio territorial, a un señor a cambio de un juramento de
fidelidad, juramento que transformaba al beneficiario en vasallo del rey. Pero
el procedimiento podía repetirse: los grandes vasallos del rey podían entregar
feudos a cambio de juramentos de fidelidad a otros señores, teniendo así a sus
propios vasallos, y así sucesivamente. De este modo, se conformaba una sociedad
jerarquizada, en cuya cúspide estaba el rey, pero cuyo poder efectivo quedaba
reducido al que podía ejercer sobre esos vasallos directos que le debían
fidelidad.
Los vasallos tenían
a su vez obligaciones con su señor. Las principales eran dos: consejo y ayuda.
Para prestar "consejo", los vasallos debían acudir cuando el señor
los convocaba para dar su opinión sobre temas que iban desde la administración
del señorío hasta cuestiones de paz y de guerra. Esas reuniones indudablemente
recreaban la asamblea de guerreros de la tradición germánica y resultaban la
ocasión propicia para que el señor homenajeara a sus vasallos con torneos y
banquetes. De este modo, la importancia efectiva de estas reuniones radicaba en
constituir una verdadera demostración de la influencia, de la riqueza y del poder
señorial.
La segunda
obligación era más pesada. Podía incluir distintos tipos de "ayuda",
pero fundamentalmente implicaba el auxilio militar: el vasallo debía participar
con su señor en la guerra. Para ello, debían mantener un número, a veces muy
elevado, de caballeros y escuderos que vivían en el castillo con el señor y que
constituían su hueste. En castellano antiguo, esta hueste se denominaba
"criazón", porque los jóvenes destinados a la caballería se criaban
junto con el señor y junto a él aprendían el oficio de las armas. Estos
caballeros también estaban ligados al señor por un juramento de fidelidad y
debían acompañarlo en sus empresas de guerra: los enemigos de su señor eran sus
enemigos.
De este modo, el
ejército feudal estaba formado por los aportes de las huestes señoriales, según
vínculos de fidelidad establecidos por juramento. Si el rey quería hacer la
guerra, dependía básicamente de la fidelidad de sus vasallos. Es cierto que el
rey tenía la posibilidad de quitar las tierras y desterrar del reino a los que
no cumplían con su juramento. Así, por ejemplo,
a fines del siglo XI, el rey Alfonso VI de
Castilla proclamó contra el Cid la "ira regia", y lo expulsó del
reino después de retirarle el señorío de Vivar. Pero esto sucedió en España,
cuyas fronteras lindaban con tierras ocupadas por los musulmanes. En este caso,
los reyes conservaron más poder por ser los jefes directos de los ejércitos y
por poseer -cuando la suerte de las armas los favorecía— más tierras para
repartir entre sus vasallos.
En cambio, en otras
regiones de Europa (sobre todo en las actuales Francia y Alemania), los reyes
fueron perdiendo cada vez más un poder político y militar que quedó en manos de
la clase feudal. A partir del siglo XI, en una amplia zona de Europa los señores
dejaron de reconocer a los reyes su derecho a retirarle las tierras que, de
este modo, se transformaron en propiedad de las grandes familias señoriales.
Fue entonces cuando se consolidó el poder de la nobleza feudal que, además del
poder militar, detentaba de manera inalienable el poder económico a través de
la tierra. Al mismo tiempo comenzó a desarrollarse un nuevo concepto de la
libertad: si anteriormente se consideraba que todos los hombres libres debían
estar sometidos a la autoridad real, a partir de la consolidación del
feudalismo, la libertad fue concebida como un privilegio -el de escapar a las
obligaciones deshonrosas y especialmente a las fiscales- que sustrajo
enteramente al clero y a la nobleza de las presiones del poder.
Propiedad y familia señorial
La Iglesia también participaba del poder
feudal. En efecto, durante mucho tiempo reyes y señores le habían entregado
tierras en calidad de donaciones con el objetivo de salvar sus almas. De este
modo, los altos dignatarios eclesiásticos, como los obispos o los abades de los
monasterios, poseían señoríos eclesiásticos que incluso, en algunos casos,
gozaban de inmunidades, es decir, estaban exentos de la administración de la
justicia real. En síntesis, estos grandes dignatarios formaban parte de la nobleza
feudal. Esto no quiere decir que todo el clero formara parte de la clase
señorial. Dentro del señorío podía haber clérigos que prestaban sus servicios
profesionales análogos a los del molinero o del encargado del horno. Dentro de
la aldea podía haber algún sacerdote que a cambio de sus servicios recibiera
una parcela para cultivar con su familia. Este sector del clero estaba mucho
más cerca de los campesinos que de los señores, pero es indudable que la
Iglesia como institución y sus altos dignatarios integraban el poder feudal.
Los señores laicos y los señores eclesiásticos
además de formar parte de la misma clase social también estaban relacionados
por estrechos vínculos de
parentesco. Según la tradición germana, a la
muerte del padre la tierra se dividía entre todos sus hijos. Pero en la
sociedad feudal, para evitar una excesiva fragmentación se instauró el
mayorazgo, por el que heredaba únicamente el hijo mayor. De este modo, los
hijos segundones entraban al servicio de la Iglesia donde, dado su origen
social, pronto alcanzaban altas posiciones. También las hijas solteras menores
de las familias señoriales debían entrar en la Iglesia: ingresaban a algún
convento en el que, por su carácter de nobles y por la dote que aportaban,
ocupaban cargos importantes. Sin embargo, estas jóvenes profesaban -es decir,
hacían sus votos perpetuos- a edad consideradas avanzadas en la época,
previendo que, ante la muerte de sus hermanas mayores, tuvieran que casarse
para perpetuar los linajes.
Los varones
tercerones o que se negaban a entrar en la Iglesia podían quedar en el castillo
formando parte de la hueste de su hermano mayor. Pero los que se negaban a esta
suerte generalmente partían en aventura con el objetivo de hacerse un nuevo
patrimonio. Podían hacerse mercenarios bajo el mando de algún caudillo o
simplemente deambular por el mundo en busca de una fortuna, que podía
concretarse en el matrimonio con alguna rica heredera. La literatura recogió
las aventuras y los amores de esta juventus, que cantaron los trovadores
provenzales del siglo XII y, posteriormente, las novelas de caballería. En
cierto sentido —como veremos más adelante- estos jóvenes fueron parte del
"motor" que impulsó la expansión europea. A ellos los encontraremos,
a partir del siglo XI, engrosando los contingentes de las Cruzadas que partían
hacia Tierra Santa e incluso, a partir del siglo XVI, participando de la
conquista de América.
La Iglesia y el orden ecuménico
Un rasgo de la sociedad feudal fue el alto
nivel de sus conflictos. En primer lugar, éstos se dieron entre la Iglesia y
los poderes seculares. Como muchos obispados eran también feudos tenían una
doble dependencia: por un lado, en tanto sedes eclesiásticas, dependían del
papado, y por otro, en tanto feudos dependían de un rey o del Emperador del
Sacro Imperio Romano Germánico a quien debían vasallaje.
Esta situación,
desde fines del siglo XI, se constituyó en la fuente de un prolongado conflicto
conocido como la Querella de las Investiduras. Pero también, entre los señores,
el ejercicio del derecho de ban, el establecimiento de los límites entre los
distintos dominios y la permanencia de una mentalidad heroica que consideraba
al botín como el bien más legítimamente ganado se encontraban en las bases de
interminables combates. La guerra
era considerada una actividad normal de las
clases señoriales. Y los saqueos y depredaciones afectaban sobre todo a la
economía campesina, imponiendo una economía que se basaba en el pillaje.
Sin embargo, desde
las últimas etapas de la feudalización, la Iglesia intervino como factor de
moderación, imponiendo lo que se conoció como la Paz de Dios. El fenómeno
comenzó al sur de la Galia, pero a lo largo del siglo XI se extendió por toda
Europa occidental. Como señala George Duby, los principios de la Paz de Dios eran
muy simples: Dios había delegado en los reyes la misión de la paz y la
justicia, pero como éstos eran incapaces de cumplirla, Dios había reasumido
estos poderes y los había entregado a sus servidores los obispos, auxiliados
por los señores locales.5
Para ejecutar este
principio, los obispos reunían a los grandes nobles en Concilios donde se
impusieron ciertas normas sobre la guerra y se estableció que quien las violara
caería en la excomunión. Esas reglas fueron muy sencillas: no se podía combatir
ciertos días de la semana, en fiestas religiosas o en los días de mercado; no
se podía luchar en ciertos lugares como en los atrios de las iglesias o en los
cruces de los caminos; no se podía atacar a los sectores considerados más
vulnérales como los clérigos y los pobres. Es cierto que la eficacia de la Paz
de Dios fue relativa y que Europa no dejó de estar libre de tumultos
señoriales. Sin embargo, al imponerse algunas normas se pudieron registrar
ciertos cambios en los comportamientos.
Sin duda tuvo
influencia en las estructuras más profundas de la vida económica: al evitar que
se impusiera una economía basada en el pillaje, favoreció la consolidación del
feudalismo. Pero fundamentalmente, la Paz de Dios creó una nueva moral acerca
de la guerra, una nueva moral que desvió los poderes de agresión que contenía
la sociedad feudal fuera de los límites de la cristiandad. Si contra los
cristianos no se podía luchar, contra los "infieles", contra los
enemigos de Dios no sólo era lícito sino deseable combatirlos. En síntesis, de
la Paz de Dios derivó el "espíritu de cruzada" de esos señores que se
dirigieron a Tierra Santa en defensa de la religión. Pero hay algo más: al
bendecir a los cruzados y sus espadas, la Iglesia legitimó la función guerrera
de la nobleza feudal, transformándola en el brazo armado de la cristiandad.
Esta moral
desembocó en una peculiar imagen de la sociedad que contribuyó a la
consolidación de sus estructuras. En efecto, hacia el año 1000 llegó a su
madurez el modelo de los tres órdenes, teoría lentamente elaborada entre los
intelectuales eclesiásticos. Esta teoría, que incluía sin dificultad las
relaciones de subordinación y dependencia, presentaba las
5 Véase Duby, G. (1985), pp. 199-342.
desigualdades sociales formando parte de un
plan divino. Según su formulación, desde la creación Dios había otorgado a los
hombres tareas específicas que determinaban una particular y jerarquizada
organización de la sociedad. En la cúspide se colocaba el primer orden, el de
los oratores, el clero que tenía la misión de orar por la salvación de
todos; en segundo lugar, estaban los bellatores (del latín, bella
= guerra), es decir, la nobleza guerrera que combatía para defender al resto de
sociedad; por último, los laboratores, es decir, los campesinos que
debían trabajar la tierra para mantener con su trabajo a la gente de oración y
a la gente de guerra.
Este esquema se
impuso muy rápidamente en la conciencia colectiva sosteniendo un profundo
consenso acerca de cómo debía funcionar el cuerpo social: presentaba una visión
organicista de la sociedad percibida como un todo armónico, en el que cada una
de sus partes desempeñaba una función designada por Dios. De este modo, este
modelo de sociedad, que se consideraba ecuménico, se impuso con la misma fuerza
de la naturaleza: era un orden sagrado y, por lo tanto, inmutable. Permitía
fundamentalmente legitimar la explotación señorial considerada el precio de la
seguridad que los señores ofrecían. 3
3. Las transformaciones de la sociedad feudal El
proceso de expansión
Hacia el siglo XI comenzó a registrarse una
serie de síntomas: las fuentes señalan que las iglesias eran más grandes y
lujosas, que había más animación en los caminos, que los mercados eran más
activos. Eran signos de una expansión económica e incluso demográfica,
expansión estrechamente vinculada con la consolidación del feudalismo y con un
mayor desarrollo de las fuerzas productivas.
La expansión demográñca y agrícola
El aumento de la productividad se vinculó con
la introducción de una serie de perfeccionamientos técnicos. El proceso no fue
simple ni lineal. Es cierto que aún influía una mentalidad que consideraba que
el trabajo no era cuestión de señores. Pero también es cierto que la
revalorización del trabajo que hizo la Iglesia —a través de las órdenes religiosas,
como la de San Benito de Nursia que consideraba que "labrar es orar"-
junto con la necesidad de aumentar el excedente permitieron introducir nuevas
técnicas: los
molinos hidráulicos, que exigieron obras de
desagüe o endicamiento; el empleo de arados de hierro, el uso de la tracción
animal con un collar de estructura rígida que permitía un aprovechamiento
intensivo de la fuerza de los animales; el herrado y un paulatino reemplazo de
los bueyes por los caballos. Algunos señores fueron activos difusores de estas
técnicas. Los condes de Flandes, por ejemplo, en los Países Bajos alentaron y
sostuvieron la construcción de diques para ganar tierras al mar y contener los
ríos. Más tarde, los príncipes alemanes llamaron a estos técnicos flamencos
para desecar las márgenes del Elba inferior.
El aumento de la
producción agrícola permitía alimentar a más gente. De allí que pronto se
reflejara en un aumento de la población. Pero esta expansión demográfica
también creó problemas. La ocupación humana se hizo excesivamente densa en las
zonas más antiguamente pobladas del área romanogermánica y las tierras se
volvieron escasas: era necesario incorporar nuevas tierras a la actividad
productiva. A partir de las últimas décadas del siglo XI se comenzó entonces
llevar a cabo un amplio movimiento de roturación, es decir, crear campos de
cultivo a expensas de las extensiones incultas. Esto fue posible por el empuje
demográfico, pero también por los perfeccionamientos técnicos que permitieron
desecar pantanos, endicar ríos y, con la aparición de la sierra hidráulica,
atacar bosque de maderas duras.
Los primeros
movimientos de roturación fueron de iniciativa campesina. Los campesinos
ampliaron el claro aldeano, ganando las tierras incultas que rodeaban a la
aldea. Estas nuevas tierras se dedicaban en los primeros tiempos a las pasturas
-lo que benefició la cría de animales de tiro y mejoró el equipo de arar- y
luego al cultivo de cereales, lo que aumentó la producción de alimentos. Pero
además de esta ampliación del claro aldeano, los campesinos iniciaron
movimientos más audaces como la creación de nuevos núcleos de poblamiento. El
motor de este movimiento fueron los más pobres, los hijos de familias
campesinas demasiado numerosas que no podían hallar alimento en las tierras
familiares. Esto implicaba trasladarse al corazón de los espacios incultos, en
los que nadie o muy pocos habían penetrado anteriormente, para atacarlos desde
su interior: allí los campesinos, roturando y desecando tierras, creaban nuevos
núcleos de poblamiento y nuevos espacios para el cultivo.
Pero los señores
más sensibles al espíritu de lucro también advirtieron las ventajas del
procedimiento. De este modo, las roturaciones se transformaron en una empresa
señorial, en un movimiento que cubrió el siglo XII. Esto consistió muchas veces
en la apertura de nuevas tierras, muchas veces muy distantes del núcleo
originario, generalmente, en las zonas fronterizas. Uno de los casos más
notables lo constituyó el de los señores alemanes que
conquistaron las tierras de los eslavos. Estos
señores impulsaron una vigorosa colonización en los territorios ubicados en las
márgenes derechas de los ríos Elba y Saale, que fueron ocupados por campesinos
de Sajonia y de Tu- ringia y que permitió un avance posterior de la
colonización que en el siglo XIII alcanzó hasta Lituania y el golfo de
Finlandia.
Este tipo de
colonización implicaba el trasvasamiento de poblaciones a distancias muy largas
y adquirió la forma de una verdadera empresa en la que el señor debía adelantar
fondos para instalar colonos, roturar, desecar pantanos, talar bosques. Además,
para alentar a los campesinos a trasladarse se les prometían ciertas ventajas:
por acuerdos orales o escriros, los pobladores de estas villasnuevas
quedaban liberados de algunas cargas. Dada la magnitud de la empresa, los
señores debieron incluso contratar a locutores, verdaderos agentes de
colonización, encargados de dar a conocer a los campesinos las condiciones de
la empresa, de trasladarlos y de distribuir las tierras. De este modo, el primitivo
núcleo europeo comenzaba a expandir sus fronteras.
La expansión hacia la periferia
La expansión hacia la periferia se encontraba
estrechamente vinculada con la oleada de invasiones que desde el siglo VIII en
el caso de los musulmanes, en el Mediterráneo, y desde el siglo IX en el caso
de los normandos, en el norte, y de magiares y eslavos, en el este, habían
asolado a Europa. Gomo ya señalamos, estas invasiones habían demostrado la
impotencia de los poderes centrales frente a las amenazas sobre sus extensas
fronteras y consolidó el poder de los señores a quienes correspondió la
protección de sus tierras. Pero estas invasiones también atrajeron la atención
hacia las ni *vaS> zonas de las que provenía el ataque y hacia las que se
dirigió, más tarde, i|j|- enérgica contraofensiva.
En efecto, en la
defensa primero, y en el ataque después, el prirr^ núcleo europeo estableció
contactos con regiones con las que hasta < ees había tenido muy escasa
comunicación. Es cierto que, en u momento, los invasores habían producido un
fuerte retroceso itcp^ las costas del Mediterráneo, del mar del Norte y del
Báltico y ir del Elba y del Danubio. Pero a mediados del siglo X, la cory los
agresores disminuyó, mientras aumentaba la capacidad señores: de este modo, en
el siglo XI comenzó una enérgic/
La Paz de Dios además había confirmado a la
nobleza ep fensora de la cristiandad: era necesario combatir a los * migos
de Dios.
Donde primero se
manifestó la capacidad contraofensiva fue sobre las fronteras del Elba y del Danubio
donde se movían eslavos y magiares, contraofensiva que permitió una expansión
hacia el este, en donde los señores alemanes iniciaron el proceso de
colonización agrícola al que ya nos referimos. El movimiento de expansión hacia
el norte adquirió características diferentes. Durante los siglos IX y X, los
normandos habían lanzado una serie de ataques desde las costas del Báltico y
del Mar del Norte y habían hecho pie en el continente: en el año 911, el rey de
Francia, Carlos el Simple, debe cederles un territorio, la Normandía, donde se
estableció un señorío normando. En Italia, a lo largo del siglo XI, los señores
de Lombardía habían llamado a grupos normandos para luchar contra los
musulmanes y a cambio de estos servicios habían entregado tierras a los principales
jefes de estas bandas. En síntesis, aparecieron enclaves normandos que se
convirtieron en puntos de contacto con el área del Báltico y del Mar del Norte.
Además, la conversión del mundo nórdico al cristianismo permitió que la
organización eclesiástica se transformara en una importante vía de conexión. De
este modo se establecieron con zonas periféricas lazos económicos, políticos y
culturales que transformaron al primitivo núcleo europeo en el centro de un
ámbito mucho más vasto.
Pero también la
expansión a la periferia se dirigió hacia el área del Mediterráneo oriental a
través de una enérgica ofensiva de los señores —en su calidad de defensores de
la fe— contra los musulmanes de Levante. La noticia de la caída de Jerusalén en
manos de los "infieles" movió, desde el siglo XI y con el objetivo de
rescatar el Santo Sepulcro, a organizar esas empresas militares que se conocen
como las Cruzadas. Como resultado de la primera Cruzada (1095) -a la que
marcharon señores franceses, alemanes, flamencos y los normandos del sur de
Italia- se establecieron algunos señoríos cristianos en Antioquía, Trípoli y
Jerusalén. Esos señoríos tuvieron una existencia efímera pero ejercieron una
influencia fundamental, no sólo en la región donde estaban enclavados, sino en
toda el área del Mediterráneo, al intensificar las comunicaciones, sobre todo
cuando esos enclaves cristianos se transformaron en importantes emporios
marítimos.
El movimiento de las Cruzadas quedó
estrechamente vinculado a una intensa corriente mercantil. En efecto, la
"defensa de la fe" y las actividades comerciales muy pronto quedaron
confundidas. Raymond D'Agiles, capellán del Conde de Toulouse, era explícito al
respecto:
No debo omitir hablar de aquellos que, llgnn»
de celo por nuestra muy «anta expedición, no temían navegar a través de
los vastos y desconocidos espacios del mar Mediterráneo y del Océano. Los ínglMPs,
informados de la empresa que tenía por objeto vengar a Nuestro Señor Jesucristo
de aquellos que se habían apoderado indignamente de la tierra natal del
Señor y de sus apóstoles, entraron en él mar de Inglaterra, hicieron la vuelta
de España después de haber at ravesado el Océano, y surcando enseguida
el mar Mediterráneo llegaron después de grandes esfuerzos al puerto de
Antioquía. Los navios de esos ingles« nos fueron entonces infinitamente
útiles. Gracias a ellos tuvimos los medios para llevar a cabo las operaciones
de sitio y para comerciar con la isla de Chipre y otras i«la« (Ray- mond
D'Agiles, Historia Francomm qui cepenm t
Hierusalem).
A esos enclaves cristianos transformados en
emporios marítimos llegaron písanos, venecianos, genoveses, ingleses y
normandos que abrieron una importante corriente mercantil y muy rápidamente la
posibilidad de importar mercaderías de Oriente quedó en manos de navegantes y
mercaderes cristianos. Este comercio marítimo se complementaba con el comercio
por tierra que benefició sobre todo a las ciudades-puertos del Mediterráneo
como Genova, Venecia, Marsella, Barcelona. Estas ciudades se tranformaron en
importantes centros mercantiles donde se concentraban los productos orientales
de lujo: especias, tinturas, orfebrería y, sobre todo, telas de fabricación
oriental, los damascos provenientes de Damasco, las gasas de Gaza y las
muselinas de Mousul.
También en el norte
se estableció una fuerte corriente comercial, sobre todo en las ciudades
alemanas que, a través de los pasos alpinos, se conectaban con Venecia y otras
ciudades italianas. Aparecieron así importantes núcleos como Colonia, Brujas,
Hamburgo, Lübeck que controlaban el comercio de telas, pieles, sal y maderas
duras que se extendía por el Báltico, el Mar del Norte y el Atlántico. Incluso
estas ciudades formalizaron sus relaciones para proteger la navegación,
unificar los esfuerzos y llegar a acuerdos comerciales. Así surgió esa liga de
ciudades conocida como la Liga Hanseática o Hansa Germánica.
De este modo, la
expansión a la periferia permitió el surgimiento de dos grandes áreas
comerciales marítimas, el Mediterráneo y el área del Bál- tico-Mar del Norte,
que a su vez se comunicaron entre sí por vías fluviales y terrestres dando
origen a una vasta red mercantil. Esta red tenía como uno de sus principales
centros la zona de Champagne, en Francia, en donde se desarrollaban ferias
anuales que pronto se transformaron en el principal centro del comercio
internacional.
blaron los antiguos centros urbanos, pero
también surgieron nuevos. Esto fue posible además por otros factores: por el
crecimiento demográfico que caracterizó al largo período que se extiende entre
los siglos XI y XIII y por el aumento de la producción agrícola
que permitía alimentar a un creciente número de personas dedicadas a tareas no
agrarias. En síntesis, a partir del siglo XI también se registró un
movimiento de expansión de la vida urbana.
En Italia, el
comercio internacional permitió el crecimiento de ciudades-puertos como
Venecia, Genova, Pisa, Amalfi. Además, crecieron otras en la medida que el
desarrollo del comercio favorecía la producción de manufacturas: fue el caso de
Florencia, donde se desarrollaron las artesanías de paños finos, de seda, de
perfumes y pieles, o de las ciudades flamencas como Gantes, Ypres y Bruselas
especializadas en tejidos finos, encajes y tapices. Pero también la misma
animación que comenzaba a suceder en los caminos fue un factor de crecimiento
urbano: fue el caso de París, situada en el punto estratégico de cruce de
varias rutas, y fue el caso de aquellas que jalonaban los caminos hacia Roma o
hacia Santiago de Compostela convertidas en centros de peregrinación. Y las
ciudades se transformaron en centros de actividades estrechamente vinculadas al
surgimiento de nuevos grupos sociales.
Las transformaciones de la sociedad Los
burgueses en el mundo feudal
En el primer tercio del siglo XI, conforme
avanzaba el desarrollo mercantil, apareció y se difundió un nuevo tipo social:
el mercader profesional.6
Muchas veces, los
mercaderes habían surgido de los más humildes inicios. El crecimiento
demográfico y la escasez de tierras habían empujado a muchos, casi
menesterosos, al vagabundeo y a ocuparse de actividades muy marginales como,
por ejemplo, recoger en las playas restos de naufragios. Como resultado de
algunos encuentros afortunados, algunos podían transformarse en buhoneros
-vendedores ambulantes de baratijas-, amasar algunas monedas y unirse a las
caravanas que se dirigían a Oriente o al Báltico. Podían entonces comprar
algunos productos y trasladarse de feria en feria transformándose en mercaderes
profesionales. En síntesis, de la masa de menesterosos pudieron salir algunos
nuevos ricos.
‘ Véase Gurevic, Aron J. (1990), pp. 255-294.
Aventureros y
siempre ambulantes, estos mercaderes realizaban viajes a lugares muy lejanos ya
que la escasez de los productos aumentaba su valor y les permitía poner a sus
mercancías precios altos. Pero luego también iban en busca de sus clientes:
desembalaban sus existencias en los castillos, en donde se habían reunido los
vasallos para prestar consejo; en las entradas de las iglesias de centros de
peregrinación duranre los grandes festejos que atraían a los nobles. Esto
constituía una novedad: antes aprovisionarse era para los señores una empresa
aventurada en la que debían enviar a sus servidores en búsqueda de los objetos
exóticos. Ahora, en cambio, el mercader se adelantaba a sus deseos, los tentaba
a comprar.
Para comprar, los
señores entonces debieron recurrir a sus reservas de metales preciosos: se
acuñaron nuevas monedas con la plata de las copas, los brazaletes y los
ornamentos del altar. Aunque también la pimienta en saco y las pepitas de oro
se utilizaban como instrumentos de cambio, fueron las monedas las que
comenzaron a circular más rápidamente. Al ser más comunes, las monedas tuvieron
menos valor y en los últimos años del siglo XI se registró un alza de precios,
imposible de evaluar, pero que continuó regularmente. Pero los hombres rambién
advirtieron que las monedas salidas de los numerosos talleres de acuñación no
eran todas idénticas. De allí el surgimiento de una nueva noción, la de la cotización
de las monedas, y el surgimiento de nuevos oficios, como cambistas, pesadores,
recortadores y, por último, prestamistas de dinero.
Los comerciantes de
los siglos XI y XII eran vagabundos que llevaban sus géneros sobre sus espaldas
o, más a menudo, sobre los lomos de los animales de carga. Salvo los meses más
crudos del invierno, en los que la nieve cerraba los caminos, se encontraban
siempre de viaje; de allí el nombre de "polvorientos" que recibieron
en los países anglo-normandos. El mercader era entonces un forastero objeto de
desconfianza y de escándalo, pues se enriquecía de modo visible vendiendo con
ganancia lo que sus prójimos necesitaban, pero su paso también despertaba la
codicia. Las dificultades y los peligros hicieron que los comerciantes formaran
asociaciones -llamadas Guüdas en los Países Bajos—, es decir, compañías
de mercaderes que poco a poco fueron logrando establecer una mayor seguridad en
los caminos, negociar con los señores para que les redujeran razonablemente los
peajes o los derechos de mercado en los territorios de su jurisdicción, ya que
el paso de las caravanas de mercaderes despertaba la avidez señorial.
En efecro, en sus
viajes de largas distancias, para velar por la propia seguridad, los mercaderes
por lo común viajaban en grupos, caravanas disciplinadas y armadas -semejantes
a una expedición militar- que reunían a los comerciantes de una misma ciudad o
que debían recorrer un mismo ca-
mino. Pero esto muchas veces no era suficiente
contra los peligros de un mundo en el que cada señor local tenía toda suerte de
derechos sobre los forasteros que atravesaban sus dominios. Es cierto que la
Paz de Dios obligaba a no dañar a los mercaderes, pero la salvaguardia de las
caravanas quedó verdaderamente asegurada mediante una institución nueva, el conducto:
al ingresar en un territorio señorial, los mercaderes quedaban bajo la
protección del señor a cambio de un impuesto especial, el "peaje,"
que se convirtió en una especie de un seguro contra la expoliación.
Pero también era
necesario asegurar la paz de las ferias, esas grandes reuniones de negocios,
que permitían a los mercaderes entrar en contacto. Algunos grandes señores,
como los de Champagne, los de Flandes o los abades de Saint Denis, deseosos de
fomentar estas actividades por los recursos que obtenían, fueron eficaces en
otorgar protección a los mercaderes de modo tal que esos centros se
convirtieron, en fechas fijas durante algunos días del año, en el siglo XII, en
los focos más animados de la renovación comercial. Sobre todo, como ya
señalamos, fueron las ferias de Champagne las que se transformaron en el centro
del comercio internacional. Allí los comerciantes que llegaban desde las costas
del mar del Norte, o desde Italia se reunían, intercambiaban sus productos,
ajustaban sus cuentas y se separaban después para distribuir las mercaderías
por sus distintas zonas de acción. Pero las ferias de Champagne no fueron sólo
un lugar de intercambio de mercancías, sino que allí comenzaron a desarrollarse
los primeros sistemas de crédito y a circular las letras de cambio. De este
modo, muchos mercaderes se transformaron también en banqueros -llamados así
porque ajustaban sus cuentas en los bancos de la feria- y financistas.
Como ya dijimos, la
reactivación del comercio y la intensificación de la circulación monetaria
favorecieron el desarrollo de la producción manufacturera, fundamentalmente de
artículos suntuarios, es decir, productos de alto precio y calidad y bajo
volumen que se destinaban a mercados muy restringidos (a la nobleza feudal, a
señores eclesiásticos, a iglesias, a cortes señoriales). Esta producción
manufacturera se desarrollaba en talleres artesanales muchas veces sobre la
base de la mano de obra familiar.
Pero la
organización de los talleres también presentaba una mayor complejidad: estaban
integrados por un maestro, el más experto en el oficio, acompañado de varios
oficiales y “aprendices." Estos últimos eran jóvenes que deseaban aprender
el oficio, que convivían con el maestro y su familia y que, a cambio de su trabajo,
obtenían su manutención.
En teoría, los
aprendices podían llegar a ser oficiales, y los oficiales, maestros cuando
dominaran perfectamente el oficio. Pero en la práctica, para los oficiales
resultó muy difícil poder instalar un taller para llegar a ser
maestros. Y esto ocurrió porque los viejos
maestros pronto controlaron las corporaciones gremiales -llamadas Artes en
Italia- que monopolizaban los oficios. Las corporaciones, cuyo origen databa
del siglo XI, habían surgido como sociedades de "ayuda mutua", destinadas
a proteger a sus miembros de diversas dificultades, sobre todo, la inseguridad
de los caminos. Pero, al mismo ritmo de la expansión económica y la circulación
monetaria, sus objetivos cambiaron: regularon la producción -tanto en calidad
como en cantidad-, fijaron los precios, controlaron los mercados. En síntesis,
ejercieron un firme monopolio sobre cada actividad. El monopolio fue así un
rasgo distintivo de las corporaciones gremiales que, desde fines de siglo XII y
sobre todo en el siglo XIII, quedaron controladas por maestros que impusieron
una rígida organización estamentaria. En este sentido, por su carácter
jerárquico, las corporaciones reflejaban el carácter mismo de la sociedad
feudal.
El paso de los
viajantes durante el verano, la residencia en invierno de estos profesionales
de los negocios, y el desarrollo de actividades financieras y de las
manufacturas, como señalamos, animó la función de las ciudades. En las
proximidades de las antiguas ciudades romanas, de algunos castillos importantes,
y de monasterios poderosos se formaron barrios nuevos, los burgos, muchas veces
situados en antiguas fortalezas destinadas a la protección de la población
circundanre. Algunas veces eran sólo una línea de cabanas, de aspecto muy
rústico, alrededor de la plaza donde se disponía el mercado.
El burgo era, sin
embargo, el centro de las nuevas actividades y otorgó su nombre, burgueses, a
aquellos que lo habitaban. Al principio, el burgo no estaba demasiado separado
del medio rural, ni los burgueses parecían en sus hábitos y en su mentalidad
demasiado diferentes de los campesinos. Incluso, estos burgueses como los
campesinos se encontraban sometidos al derecho de ban de un señor que los
sometía a su justicia y les arrancaba contribuciones.
Pero pronto se estableció
la diferencia. Los jefes de las familias burguesas desempeñaban un
"oficio", es decir, un trabajo especializado, diferente del trabajo
común que era la tierra. Además sus actividades dejaban una ganancia directa en
dinero. Y esto señalaba la principal característica de la burguesía: la
naturaleza de su fortuna. Y otra gran diferencia: los habitantes de los burgos
por su misma riqueza en dinero eran más libres, estaban mejor protegidos de las
exacciones arbitrarias del señor. En síntesis, los burgueses comenzaban a
perfilarse como un grupo social claramente diferenciado.
La sociedad urbana
se había conformado a partir de diferentes elementos sociales: mercaderes y
artesanos; siervos que huían de los campos buscando mejores condiciones de
vida; pequeña nobleza, muchas veces sin
tierras que había logrado juntar un capital y
asociarse a algún comerciante, y también extranjeros. ¿Por qué extranjeros? Los
señores muchas veces habían querido fomentar las nuevas actividades económicas
-el cobro de peajes y de derechos de mercado eran importantes fuentes de
recursos- y para ello estimularon su desarrollo trayendo desde otros lugares a
grupos especializados. En las fuentes es frecuente encontrar menciones a
comerciantes alemanes en las ciudades del Báltico, a franceses en el norte de
España, a lombardos en Inglaterra. Sin embargo, pese a sus orígenes
heterogéneos, pronto se conformó una sociedad urbana relativamente homogénea.
Homogénea en su interior, pero esencialmente diferente al contexto de la
sociedad feudal.
Los burgueses constituían un grupo social
extraño al orden tradicional, estaban fuera de ese modelo de los tres órdenes
(los oradores, los guerreros y los labradores) al que la Iglesia había atribuido
un carácter sagrado y ecuménico. En síntesis, no tenían una existencia
reconocida. De allí que las fuentes, cuando se refieren a ellos como
"extranjeros" (en latín, advenae) no sólo indican las comarcas
de procedencia de muchos, sino fundamentalmente su carácter de
"advenedizos", de gente que es diferente a la del contexto.
Pero, como señala
José Luis Romero, los nuevos sectores sociales, a partir de su experiencia
común, a través de las distintas formas de vida social -en el mercado, en la
plaza del burgo, en el seno de sus propias asociaciones- fueron tomando cierta
conciencia de grupo. Se sabían excluidos de la comunidad Tradicional y
fundamentalmente, se sentían expoliados por la clase señorial. Incluso
descubrían las normas en común que poseían y la coincidencia en ciertos
valores. Surgidos del cambio mismo, los grupos burgueses descubrían lo que les
era hostil y lo que constituía un obstáculo para el desarrollo de sus
actividades y para su propio ascenso y pronto parecieron dispuestos a modificar
esas condiciones.7
Entre los burgueses
se reforzaron entonces los vínculos a través de la conjura, expresada en la
práctica de la "amistad", un juramento de fraternidad destinado a
consolidar la propia seguridad. La carta de Aire-sur-la- Lys, en la Francia del
siglo XII, resulta explícita del carácter de estas conjuras: "Todos los
que pertenecen a la amistad de la ciudad han firmado por la fe y el juramento
que cada uno ayudará al otro como a un hermano
’ Véase Romero,
José Luis (1967), tercera parte, cap. 1 "Los gnfrgntaTnientns sociales".
en lo útil y lo honesto". Pero muy pronto
esta asociación para protección mutua -o Comuna, como se la llamaba en la
época- fue cubriendo otros objetivos. Por "protección" se entendía
también negociar con los señores del burgo algunas exigencias que molestaban
particularmente a estos hombres de negocios: los impuestos arbitrarios e
imprevisibles, peajes demasiado pesados que alejaban a los viandantes,
procedimientos judiciales demasiado primitivos que se ajustaban mal a las
nuevas actividades mercantiles, requisas militares que cerraban los caminos. E
incluso se fue más allá: cuando el grupo adquirió más fuerza reclamó que la
Comuna fuera la responsable de administrar los asuntos de la ciudad.
Muchas veces, los
acuerdos con el señor fueron pacíficos. Los burgueses tenían el dinero que
tanto tentaba a la nobleza y, a cambio de cuantiosos donativos y de impuestos
regulares, algunos señores concedieron las "franquicias" o
"cartas francas" que, sin suprimirlo totalmente, limitaban dentro de
la ciudad el poder señorial. Pero otras veces, frente a la disidencia, los
señores acudieron al principio de autoridad. Fue el caso, sobre todo, de los
señoríos eclesiásticos, allí donde el señor era un obispo o el abad de un
monasterio. En efecto, estos hombres de Iglesia -menos necesitados de dinero,
ya que contaban con las ricas limosnas burguesas y nobiliarias, y celosos
custodios del orden constituido— fueron los primeros en denunciar la naturaleza
de estos movimientos, en denunciar "esas execrables instituciones de la
Comuna en la que se ve a los siervos, contra toda justicia y todo derecho,
sustraerse violentamente a la legítima autoridad de los señores" (Guibert
de Noguent, De vita sua, 1112).
Frente a la
aspiración señorial de considerar a los burgueses como sus siervos, los
burgueses aspiraban al reconocimiento de sus libertades, entendidas como
"libertades" concretas frente a prohibiciones taxativas, franquicias
para transitar, para contar con seguridad en las ferias, para explotar los
molinos y los lagares. De allí que los conflictos no tardaran en esrallar, con
una violencia cuya magnitud estaba dada por los intereses en juego. Muchas
veces los motivos de la insurrección podían ser ocasionales: un nuevo impuesto,
un nuevo peaje que el señor quería cobrar podía ser la chispa que encendía el
movimiento. La confiscación de un barco de un rico negociante por el arzobispo
suscitó en Colonia una vigorosa rebelión (1074). El uso de las aguas de un río
cuyo derecho reivindicaban los tintoreros de Beauvais fue el origen de un
difícil conflicto (1099). La prohibición de viajar establecida por el conde de
Flandes movió a los mercaderes de Brujas a rebelarse contra él (1127). En
general, en los siglos XI y XII, en Francia, Alemania e Italia estos movimientos
parecían difundirse cada vez con más intensidad.
Muchas veces los
insurrectos podían ver en la sublevación sólo una oportunidad para el saqueo,
para satisfacer venganzas personales, para asesinar al señor o al ejecutor
visible de los actos de expoliación. Pero también en el seno de la insurrección
las aspiraciones se definían y adquirían mayor precisión. Y desafiando la misma
excomunión con que la Iglesia los castigaba, los movimientos desembocaban en la
aspiración al ejercicio del poder: al establecimiento de la Comuna en el
gobierno de la ciudad. Cuando estos movimientos triunfaban, quedaba claro que
estos nuevos grupos sociales escapaban poco a poco -aunque con dificultades e
intermitencias— al poder de los señores, al mismo tiempo que se ponían en tela
de juicio los fundamentos de ese orden tradicional considerado eterno e
inmutable.
Oligarquías urbanas e insurrecciones
populares
La burguesía que podía acceder al gobierno de
la ciudad ya no constituía un grupo homogéneo. Un grupo, generalmente conocido
como el patricia- do, se desprendió del conjunto y adquirió desde el siglo XII
una singular posición de predominio en todas las ciudades. Eran indudablemente
los sectores burgueses más ricos y poderosos. En algunas viejas ciudades de los
Países Bajos o de Italia, se confundían con una baja nobleza que no dudó en
emprender negocios lucrativos, se instaló en las ciudades y pronto estableció
vínculos con los prósperos grupos de comerciantes. En otras ciudades, el
patriciado se constituyó por el libre juego de la fortuna que les permitió a
algunos el acceso a ciertos símbolos de diferenciación social, como el uso de
armas y de caballo, y a afortunados matrimonios nobiliarios. Así por ejemplo,
en Parma (Italia), las damas nobles solían casarse con los ricos burgueses de
San Do ni no; mientras que en los Países Bajos, la familia burguesa de
Erembauld, de Brujas, había logrado casar a sus hijas con caballeros de alta
posición. Lo cierto es que la memoria de los orígenes serviles se borraba,
mientras se conformaban linajes de familias cuyo poder, riqueza e influencia
dominaban la ciudad.
Fuera de esas
oligarquías urbanas, que cerraron sus filas creando una verdadera barrera para
el ascenso, quedaban muchos otros grupos. Comerciantes, grandes empresarios y
banqueros de gran poder económico aunque sin una influencia decisiva; grupos
marginales dedicados al préstamo de dinero, como judíos y lombardos; clérigos y
frailes mendicantes, burócratas del gobierno urbano, e incluso profesionales
como notarios, médicos y farmacéuticos, formaban parte de una sociedad urbana
cada vez más diversificada. Por debajo, había también otros grupos que se
abarcaban en una designación generalizada, plebe, popólo minuto, cuya
misma vaguedad
señalaba su falta de prestigio y significación.
Eran pequeños comerciantes y artesanos y quienes ejercían profesiones
consideradas menores, como carniceros y taberneros, que se confundían en un
amplio abanico con una indefinida masa de gente sin oficio y un sector de
asalariados. Estos últimos, ubicados en los estratos más bajos de la sociedad
urbana, sin embargo adquirieron una considerable gravitación que les permitió
imponer, en alguna medida, sus puntos de vista sociales y políticos.
En efecto, las
manufacturas textiles, la metalúrgica e incluso la industria naviera habían
creado en algunas ciudades un grupo de asalariados bien diferenciados del
resto, que constituyeron el núcleo en la lucha contra las oligarquías urbanas:
los nuevos conflictos se relacionaban con las reivindicaciones económicas de
los más pobres confundidas con las aspiraciones de aquellos más ricos que
habían quedado excluidos del poder urbano. A mediados del siglo XII, las
insurrecciones se hicieron graves y tumultuosas. El movimiento se aceleró
particularmente allí donde los grupos populares encontraron un jefe resuelto
como ocurrió en Lieja en 1253. Además, la agitación no tardó en extenderse por
todos los Países Bajos y en Francia. Movimientos análogos se registraban en
diversas ciudades italianas, como Parma, Siena, Novara, Pistoia, Brescia y Pisa
en la última década del siglo X1IL.
Los enfrentamientos
de los sectores populares con las oligarquías urbanas, si bien tuvieron en cada
caso una fisonomía local, fueron un fenómeno general europeo que reflejaba el
aumento de las tensiones sociales. La novedad más significativa apareció en las
estrategias de lucha. Además de los actos violentos y de los motines, se
encontró un método que afectaba los intereses más caros de la burguesía: el
abandono del trabajo cuando la jornada se hacía insoportable o los salarios
eran insuficientes comenzaron a conformar la huelga como una nueva forma de
acción. El método fue particularmente significativo en aquellas ciudades como
Arras y Gantes que concentraban grandes sectores de asalariados (1274).
Estos movimientos
no aspiraban a soluciones generales abiertas al futuro -como transformar el
orden social y político— sino respuestas ante problemas concretos. El objetivo
inmediato de muchos fue la revisión de la política económica y fiscal de las
oligarquías urbanas. Para otros, el objetivo era participar del poder político
y del poder económico por el privilegio que esto significaba. De este modo,
allí donde los movimientos se impusieron debieron introducirse algunas
modificaciones en la constitución de la Comuna, creando nuevas magistraturas
que representaban los intereses de los nuevos sectores en ascenso o, como en el
caso de Florencia, garantizando la participación de los gremios, las Artes, en
el gobierno de la ciudad.
Sin embargo, estos
movimientos tuvieron también algunas repercusiones de más largo alcance. Las
oligarquías urbanas, hostigadas por el ascenso de las nuevas burguesías y la
inestabilidad política que frecuentemente siguió a las insurrecciones,
necesitaban un poder fuerte que restaurara la paz y el orden en la vida pública
y restringiera las aspiraciones de los grupos en ascenso. En este sentido, en
algunas regiones, donde los reinos habían comenzado a constituirse con fuerza
progresiva, como en Francia, en Castilla y en Inglaterra, recurrieron al
auxilio del poder real. Esto implicaba la pérdida de algunas de las viejas
autonomías urbanas, pero la integración en esos ámbitos mayores que eran los
reinos permitía regularizar la situación de muchas ciudades. En este sentido,
el patriciado favoreció la expansión de las monarquías.
Pero también hubo
otra salida. En las ciudades italianas, cuando el orden fundado en el
equilibrio de los distintos grupos pareció difícil de sostener, las comunas
ensayaron otro tipo de autoridad, encarnada en el podestá. Se trataba de
una autoridad unipersonal y ajena a las facciones, con la que se ensayaba una
nueva concepción del Estado entendido como un poder equidistante que se apoyaba
en normas objetivas. Sin embargo, con la agudización de la lucha de facciones,
el poder personal comenzó a adquirir rasgos definidos. Quien lo alcanzaba, con
el apoyo de la fuerza militar o de un grupo suficientemente fuerte, procuraba
conservarlo y muchos pudieron trasmitir el poder a sus hijos, fundando
dinastías que tuvieron un nuevo principio de legitimidad. Surgía así, donde los
conflictos sociales y políticos habían sido más agudos y más largos, la señoría
italiana.
Los cambios de Las mentalidades Las formas
de mentalidad señorial
¿Cuáles fueron las concepciones del mundo y las
formas de vida que se organizaron e impusieron en la sociedad feudal? Como
señala José Luis Romero, es posible advertirlas a través de los ideales de vida
que se fueron formulando, elaborados como respuestas a las exigencias que
planteaba el entorno.8 Eran ideales que correspondían a aquellos,
los señores, que buscaban incidir sobre el conjunto de la sociedad imponiendo
sus normas y sus valores. Por debajo de ellos, quedaban vastos grupos sociales
faltos de autonomía para
• Véase Romero, José Luis (1967), primera parte, cap. m, punto I "Las
formas de mentalidad señorial".
elaborar e imponer sus propias tendencias,
pero que también poseían aspiraciones definidas que irrumpirían cuando se
agrietase el orden feudal.
Mientras perduró la
situación de inseguridad (tras la disolución del Imperio de Carlomagno, las
guerras civiles, las invasiones), las actitudes dominantes mantuvieron rasgos
semejantes a los de la época de la conquista: se luchaba por la tierra, por el
prestigio, por el poder. La mentalidad ba- ronial nacía de las exigencias de la
acción, en un medio donde se había quebrado todo ordenamiento jurídico y que,
al mismo tiempo, abría infinitas posibilidades a la acción individual. Con una
fuerte perduración del viejo legado cultural germánico, en un mundo donde se
imponía el más fuerte, el ideal de vida era el del señor que se realizaba en
una hazaña, defendiendo su tierra o arrebatándosela a los invasores o a sus
vecinos, en esas interminables guerras señoriales. Primaban así actitudes
fuertemente individualistas que dificultaban el ordenamiento social.
Sin embargo, la
certeza de haber alcanzado una situación de hegemonía modificó las actitudes,
los sentimientos y los valores. Los señores, junto con los miembros de su
entorno -anteriormente nómades, movilizados cada primavera por las expediciones
militares o, en los inrervalos, por las partidas de caza en las zonas
incultas-, comenzaron a instalarse. Ya era posible abandonar las armas para
gozar, en el ámbito de la corte, las riquezas y la posición adquiridas. De este
modo, las primeras manifestaciones de la mentalidad cortés, se esbozaron en el
siglo XI, en el Mediodía francés, donde nunca había desaparecido totalmente ese
legado romano que señalaba al hedonismo como ideal de vida y a donde pronto llegaron
las influencias musulmanas. Pero desde allí, los rasgos de esta mentalidad se
difundieron sobre Europa en una tendencia que los cronistas -hombres de la
Iglesia— juzgaban alarmante.
La felicidad
terrenal, hecha fundamentalmente de sensualidad, se transformaba en la
aspiración suprema. La nobleza descubría la posibilidad de múltiples ocios
refinados. La corte, en el ámbito del castillo señorial, fue el escenario de
estas nuevas formas de convivencia.
Distintas ocasiones
permitían la celebración de fiestas: la coronación de un rey, la consagración
como caballero del hijo de un noble, las bodas de una hija. En este sentido, se
pueden recordar los quince días que duraron los festejos de las bodas de las
hijas del Cid con los infantes de Carrión. La corte era también el ámbito de
justas y torneos, de banquetes y de diversos entretenimientos. En estas formas
de vida cortesana, tuvieron un papel central los juglares y trovadores que con
versos y cantos no sólo alegraban la vida de los nobles, sino que al ir de
corte en corte, relatando las maravillas vistas, despertaron el espíritu de
emulación de los señores. De este modo, difundieron y dieron homogeneidad a la
vida cortesana.
El legendario
ejemplo de la corte del rey Arturo, de los caballeros de la Tabla Redonda,
excitaba la fantasía y crecía enriquecido por la imaginación y el artificio de
los juglares. Los poetas relataban las reglas a las que se sometían huéspedes y
anfitriones, los objetos que ornaban los castillos, las vestimentas de damas y
señores, y los espléndidos obsequios que se prodigaban. De este modo, pronto se
esbozó un nuevo ideal de vida: que se difundiera la fama, la riqueza, la
generosidad y la cortesía de un señor. La exhibición del lujo era la prueba de
la superioridad social de aquellos que podían desplegarlo.
Estas nuevas formas
de sociabilidad también incorporaron a las mujeres. Cobraba mayor importancia
el amor, cantado por los trovadores que dieron origen a la poesía lírica
medieval.
De esta manera, el
ideal del señor también podía ser el de realizarse en una hazaña, pero ya no en
el combate por tierras, sino en una justa o torneo, con el objetivo de ganar el
amor de su dama. De esre modo, el erotismo se enmascaraba en el ennoblecimiento
de la figura femenina. La cortesía -transformada en una verdadera filosofía de
vida- recubría los impulsos y llevaba a obrar según las reglas de convivencia
que imponían los nuevos ideales de vida.
En rigor, el
prestigio de los antiguos valores guerreros no había decaído totalmente. Muchos
de estos valores se transformaron en aventuras lú- dicas sometidas a reglas,
como las justas, los torneos y las cacerías; pero fundamentalmente la guerra
continuaba siendo una necesidad. No sólo era necesario luchar en esas
interminables guerras señoriales para mantener o acrecentar lo adquirido, sino
que los señores debían ser fundamentalmente el brazo armado de la cristiandad
según las normas impuestas por la Iglesia. De este modo, si la consolidación
del privilegio y la seguridad adquiridos por la nobleza estimularon el ideal
del goce, también favorecieron la aceptación de una nueva moral que implicaba
la aceptación de los ideales cristianos de vida.
De este modo,
también comenzaba a esbozarse la mentalidad caballeresca. El ideal del
caballero era la guerra, pero ahora se hacía la guerra en nombre de Dios: se
luchaba para defender la fe. Su legitimidad radicaba en la función que la
Iglesia había otorgado a los señores. Así, la nobleza terrateniente y militar,
cuyo poder había estado basado en el derecho de conquista, se veía justificada
por una misión trascendental. Pero esto implicaba también la aceptación de
ideales cristianos de vida. De este modo, se configuró una mentalidad que ya no
era individualista, sino que se imponían normas de convivencia expresadas bajo
la forma de virtudes morales: el honor, la verdad, la generosidad, la modestia
eran las virtudes del caballero.
Estos ideales
desembocaron en una doctrina de perfección espiritual y una concepción monacal
de la vida seglar que se plasmaron en reducidísimos sectores de la nobleza y
que condujeron, en el siglo XII, a la formación de las Órdenes de
Caballería, como la de los Caballeros del Templo. Órdenes religiosas integradas
por guerreros, sus miembros eran a la vez caballeros y sacerdotes consagrados
al servicio de Dios. La novedad de la "nueva milicia", entusiasmó, a
comienzos del siglo XII, a muchos de sus contemporáneos:
Lo que para mí es tan admirable como
evidentemente raro es ver las dos cosas reunidas, ver a un mismo hombre ceñir
con coraje a un mismo tiempo la doble espada y el doble tahalí. El guerrero que
reviste al mismo tiempo su alma con la coraza de la fe y su cuerpo con la
coraza de hierro, no puede sino ser intrépido, porque bajo su doble armadura no
teme al hombre ni al diablo (San Bernardo, Líber de
laude novoa militda ad milites templi).
La "nueva milicia" de
sacerdotes-guerreros, si bien no podía dejar de estar reducida a esos pequeños
núcleos de señores dispuestos a "abandonar el mundo", constituyó un
importante fermento para difundir los nuevos ideales de vida. Pero también se
transformó en una nueva fuente de problemas. En efecto, estas Órdenes de
Caballería quedaron como poseedoras de la mayor parte de las tierras que
conquistaron, a las que se agregaron importantes donaciones de reyes y señores.
Se constituyeron así en una vanante de poder feudal que por la influencia y el
poderío que alcanzaron pronto entraron en conflicto con reyes y con las mismas
autoridades eclesiásticas. Fue el caso, por ejemplo, de los Templarios, cuya
orden fue disuelta en 1312 por el papa Clemente V.
La expansión económica, el surgimiento de
nuevas actividades y de nuevos grupos sociales, y la expansión hacia la
periferia fueron factores que incidieron profundamente en las mentalidades.
Mercaderes trashumantes, pero también escolares y monjes de las grandes órdenes
internacionales, peregrinos y juglares, dentro de la misma área
romano-germánica, contribuyeron a establecer un nuevo sistema de comunicación
entre diversas regiones y a difundir formas de vida antes desconocidas, que
permitían confrontar las propias actitudes con otras semejantes o diferentes.
Más decisivos aún que la trashumancia dentro
de la antigua área romano-germánica fueron los contactos establecidos con el
mundo musul-
man y el bizantino. Se descubrían nuevas
culturas, cuyos fundamentos podían parecer condenables, pero que indudablemente
poseían un fuerte atractivo: el refinamiento y el lujo, la abundancia de
ciertos bienes, la fisonomía de las ciudades constituían insospechadas
revelaciones. No sólo se conmovían los fundamentos de la visión ecuménica e
inmutable que difundía la Iglesia, sino que los contactos favorecieron el
intercambio de ideas. Desde el siglo XII, en los reinos hispánicos y en las Dos
Sicilias surgieron centros intelectuales en los que se comenzó a traducir al
hebreo y al latín obras filosóficas y científicas de origen musulmán y griego.
De este modo, la vida intelectual se abría a nuevos problemas vivificando la
enseñanza en las escuelas conventuales y en las universidades.
Dos cambios de
mentalidades afectaron a toda la sociedad feudal. En el seno de la nobleza, se
promovió un cambio de actitud económica. Algunos eligieron un estilo de vida
distinto al tradicional, abandonaron sus castillos y se instalaron en esas
renovadas ciudades que comenzaban a dominar el entorno rural. Otros, como
vimos, prefirieron quedarse en sus castillos pero modificando sus costumbres
según el modo de vida cortés. Incluso, el cambio también pareció reflejarse en
las clases rurales que comenzaron a retirar paulatinamente el consenso que
antes habían otorgado al orden feudal.
Sin embargo, los
cambios más notables de mentalidad se registraron en los nuevos grupos
sociales, las burguesías, que surgían al calor de las nuevas actividades económicas.
Estos grupos se habían caracterizado por un rápido ascenso social y por estar
fuera del orden tradicional. Habían afrontado situaciones nuevas, situaciones
de riesgo y, como respuesta, habían generado nuevas actitudes y nuevos valores,
de un modo espontáneo y casi tumultuoso, sin ningún tipo de sistematización. En
este sentido, importa marcar el carácrer inestable y heterogéneo de estas
nuevas mentalidades que estaban lejos de ser algo acabado y más bien se
encontraban en un proceso de gestación: estaban naciendo de la misma
experiencia.
El principal rasgo
de la experiencia de los nuevos grupos sociales fue el haber escapado de los
vínculos de dependencia, el haberse colocado fuera del orden tradicional en una
situación insegura pero que se abría a múltiples posibilidades. Librado a sus
propias fuerzas, el hombre, como dice José Luis Romero, tomaba conciencia de
ser "ni criatura de Dios ni hombre de su señor, sino, simplemente
individuo lanzado a una aventura desconocida". Y la idea de ser un individuo
modificó profundamente la concepción que el hombre tenía de sí mismo.9 1
1 Véase Romero, José Luis (1967), cuarta parte "La formación del
orden feudo- burgués. Los cambios de mentalidad", caps. 1, 2, y 3.
En esa nueva imagen
del hombre, el individuo no estaba predestinado, sino que era el dueño de su
propio destino. Poseía "bienes interiores" (su libertad, su capacidad
para trabajar, para pensar, para elegir) que le permitían emprender la aventura
individual. Es cierto que la experiencia de sentirse solo frente a innumerables
perspectivas posibles hizo también que surgiera la idea del azar, de la fortuna
ciega; sin embargo, la confianza en los propios "bienes interiores"
otorgaron la certeza de que gran parte del propio destino podía ser encaminado
según los propios designios. De allí, el orgullo —Jas fuentes siempre se
refieren a la vanidad y soberbia de los ricos burgueses- de sentir el propio
triunfo, el orgullo del hombre que se ha hecho a sí mismo.
Pero el hombre
también descubría que era un ser de la naturaleza, que poseía un cuerpo dotado
de pasiones. La novedad radicaba tal vez, no en su negación, sino en su
reconocimiento. Los eclesiásticos denunciaban que este "nuevo" hombre
"es esclavo de todos los vicios y a todos aloja en sí", denunciando
el triunfo del hedonismo. Lo importante era la alegría de vivir, el disfrute
del ocio en esos espacio de sociabilidad que contenía la ciudad y que
proporcionaba esparcimientos antes reservados a los señores. La conversación
misma era un hecho nuevo en los ambientes abiertos urbanos -plazas, mercados,
atrios de iglesias- donde se cambiaban opiniones, donde se escuchaban relatos
inocentes o desvengonzados, donde se recibían noticias de lugares remotos. Pero
fue sobre todo la taberna —contracara de la corte— el lugar por excelencia de
la nueva sociabilidad: la conversación, la música, el juego y la bebida daban
las nuevas satisfacciones vitales.
Reconocerse como un
ser de la naturaleza implicaba evadirse de las normas impuestas por la vida
social. De allí, la exaltación de la embriaguez y del erotismo que aparecían
expresadas en ese conjunto de canciones que conformaron el Carmina
Burana. Pero el hombre descubría también, entre sus "bienes
interiores", que estaba dotado de razón. Y la razón le permitía no sólo
moderar sus pasiones, sino que también era un instrumento para actuar y
conocer. Y un nuevo tipo de conocimiento fue ejercitado también para comprender
la naturaleza.
La ciudad, las
actividades manufactureras o mercantiles implicaban para el hombre un alejamiento,
que permitió precisamente modificar la imagen de la naturaleza. Era la
distancia la que permitía observar la naturaleza y descubrir en ella un objeto
de placer estético; pero también la distancia hizo posible conocerla,
preguntarse por sus causas e incluso operar y experimentar sobre ella. Se
abrían así múltiples posibilidades: instrumen- talizar la naturaleza a través
de nuevas actitudes técnicas, obtener resultados útiles para los hombres, pero
también tener acceso a un conocimiento
metódico que encerraba los gérmenes de lo que
posteriormente se organizaría como pensamiento científico.
En estas nuevas
mentalidades también se transformaba la idea de Dios y, sobre todo, de la
trascendencia. Según las nuevas concepciones, Dios había colocado a los hombres
en el mundo, no sólo para que ganaran su salvación eterna, sino también para
disfrutarlo y para realizar allí esa aventura del ascenso individual. De este
modo, la naturaleza y la sociedad se transformaban en intermediarios entre el
hombre y un Dios que se tornaba más distante. La exaltación de la vida no borró
la esperanza en la vida eterna ni la esperanza de salvación, pero esta
mentalidad burguesa postergó esas preocupaciones: no pareció necesario vivir
para la muerte, sino vivir la vida y confiar en el valor de un oportuno acto de
contrición.
Esta concepción
inmanente de la vida ofreció a los hombres un nuevo tipo de trascendencia
diferente a la religiosa, la trascendencia profana. Se buscó así permanecer,
aun después de la muerte, en la memoria de los hombres. Se buscaba permanecer
pero no en un mundo incógnito, sino en el recuerdo, en la continuidad de la
vida. Esta trascendencia profana podía adquirir múltiples formas. Se podía
acuñar una fortuna que heredarían los hijos y los hijos de los hijos. Se podía
crear belleza en una obra de arte o adquirir nuevos conocimientos que darían la
fama de sabio. Pero también los retratos, las ricas tumbas, los epitafios
laudatorios fueron instrumentos eficaces para perdurar en la memoria.
Y a tono con las
nuevas situaciones, la elaboración de esta nueva mentalidad constituyó a los
ojos de muchos el testimonio más inequívoco e inquietante de las
transformaciones de la sociedad. 4
4. La crisis del siglo XIV La crisis del
feudalismo
Tras la expansión de los siglos XI y XII, en
las últimas décadas del siglo XIH comenzaron a registrarse los primeros signos
de estancamiento. Se frenaba el movimiento de roturaciones y se observaban
retrocesos: suelos periféricos, agotados por los cultivos, paulatinamente
fueron abandonados. El retroceso de la agricultura se puede explicar, en parte,
por razones climáticas -la "pequeña edad del hielo", es decir, el
enfriamiento del hemisferio norte- pero sobre todo por el estado de las
técnicas que no lograban salvar ciertos obstáculos.
La rotación trienal no permitía, en zonas
menos fértiles, que los suelos descansaran lo suficiente; para aumentar el
rendimiento hubiera sido nece-
sario abonar la tierra, pero el abono -el
estiércol- resultaba insuficiente. Para obtener mayor cantidad de abono hubiera
sido necesario aumentar el número de animales. Pero esto resultaba muy difícil
para las comunidades rurales pequeñas, por la imposibilidad de alimentarlo:
aumentar los campos de pastura significaba reducir los campos de cereales.
Dicho de otra manera, la alimentación del ganado era incompatible con la
alimentación humana. A esto se sumaban otros problemas, el desmonte intensivo
(sobre todo después que se comenzó a aplicar la sierra hidráulica) determinó la
falta de madera, pero además el agua no contenida por los bosques destruyó las
capas arables superficiales. En síntesis, los cultivos disminuyeron.
Dentro de las
manufacturas, básicamente en la textil, también comenzaron a registrarse
dificultades. Es cierto que en este sector las técnicas habían continuado
desarrollándose, pero las prescripciones de los gremios muchas veces prohibían
emplearlas. Fue el caso, por ejemplo, del torno de hilar. Estas medidas no eran
sólo producto de una mentalidad conservadora, deseosa de mantener la calidad
del producto, sino que atendían al carácter limitado de sus mercados. La
introducción de técnicas podía aumentar la producción generando una crisis de
sobreproducción, con la consiguiente caída de los precios.
También se detuvo
la expansión a la periferia. Por ejemplo, los señores alemanes detuvieron su
expansión en Lituania; en los reinos españoles, la frontera con los musulmanes
se mantuvo durante dos siglos en el reino de Granada. También el movimiento de
las Cruzadas llegó a su fin después del fracaso del efímero Imperio latino en
Oriente, y la caída de San Juan de Acre (1291) puso fin a la aventura. Se había
cerrado la etapa de los largos viajes: el mismo título de la obra de Marco
Polo, el Libro de las Maravillas, era explícito del carácrer excepcional
de su expedición (1271-1295). Junto con los viajes, se redujo la actividad
comercial: las ciudades del Hansa redujeron su área de influencia y las ferias
de Champagne entraban en decadencia (1300) mientras eran reemplazadas por otras
vías secundarias.
Esta reducción
comercial también se vinculó con la escasez de moneda, con la falta de
metálico. En efecto, los monarcas comenzaban -como veremos- a recuperar su
poder e intentaban levantar sus reinos. Pero para ello necesitaban metálico:
necesitaban pagar ejércitos que se impusiesen a las autonomías feudales,
necesitaban pagar una burocracia que organizara el Estado. Para esto
recurrieron en gran escala a los préstamos, lo que provocó la crisis de varios
banqueros -como el caso de los Bousignori en 1297-; pero también, para aumentar
la masa monetaria, los reyes comenzaron a acuñar moneda con distintas
aleaciones, lo que produjo devaluación y problemas de inflación que
repercutieron en la inseguridad de las transacciones comerciales.
Todos estos
síntomas se acentuaron en el curso del siglo XIV. Sin duda, el más grave fue la
disminución de la superficie cultivada (que obligó a algunas ciudades italianas
a importar cereales de Danzig), que demostraba la fragilidad de la economía.
Entre 1313 y 1317 se produjo la primera de las muchas crisis que se dieron a lo
largo del siglo. Una mala cosecha pronto se traducía en falta de alimentos y
hambrunas, y una población mal alimentada resultaba presa fácil de pestes y
epidemias. Pero el problema radicaba en que el ciclo carestía-hambruna-epidemia
se reproducía a sí mismo. En efecto, la hambruna y la peste despoblaban los
campos, no sólo por el aumento de la mortandad sino por la huida de los
campesinos hacia las ciudades, generalmente mejor abastecidas por las políticas
comunales. El resultado era la falta de mano de obra para las tareas rurales,
una nueva mala cosecha, carestía, hambruna y epidemias. A mediados de
siglo, la Guerra de los Cien Años —conflicto en el que participaron varios
países europeos pero fundamentalmente Inglaterra y Francia (1339-1453)—
acentuó la crisis agrícola, sobre todo, en los campos franceses. Los incendios y
las depredaciones que las caballadas inglesas infligían a los campesinos y
sus sembrados provocaron más muertes que las mismas acciones bélicas. En
síntesis, a las malas cosechas, las hambrunas y las epidemias se sumaban los
efectos de la guerra.'0
En 1348, llegaba a
Europa la Peste Negra. Era la peste bubónica, de origen asiático, trasmitida
por las pulgas de las ratas que comenzó a propagarse desde los puertos del
Mediterráneo, y que al caer sobre una población profundamente debilitada por
hambrunas y epidemias causó verdaderos estragos. En 1348, la Peste Negra
llegaba a Italia y a Francia; en 1349, alcanzaba a Inglaterra y a Alemania; en
1350, a los países escandinavos. De este modo, la población europea quedaba
reducida a sus dos terceras partes. La caída demográfica sólo pudo recuperarse
en el siglo XVI.
Pero la crisis del
siglo XIV fue fundamentalmente una crisis social: la crisis de las estructuras
feudales. En el transcurso de la Guerra de los Cien Años, los cambios en las
tácticas militares, con mayor peso de la infantería y la arquería (incluso la
artillería en las primeras décadas del siglo XV) conmovieron la función
guerrera de la nobleza feudal, a caballo y con pesadas armaduras.
Incluso, la
importancia que comenzaba a adquirir la arquería quedaba reflejada en las
leyendas que comenzaron a madurar en el siglo XIV, como las de Robin Hood y
Guillermo Tell. Pero el poder de la nobleza se vio debilitado fundamentalmente
por la crisis de la agricultura y la huida de los
“ Véase Romano, Ruggiero (1972), 'La crisis
del siglo XIV...", pp. 3-39.
campesinos: la caída de la producción
significaba la disminución de las rentas. Es cierto que los señores intentaron
solucionar el problema aumentando las cargas sobre los siervos, es decir
reforzando la servidumbre, como ocurrió por ejemplo en Europa oriental. Pero en
otras regiones esto sólo sirvió para acentuar los problemas de alimentación y
la huida de los campos.
El abandono de los
campos de cultivo posibilitó la extensión de las pasturas y de la ganadería,
sobre todo ovina, que transformaron a España y a Inglaterra en los grandes
productores de lana para las manufacturas europeas. Pero también la existencia
de tierras que habían quedado vacantes permitió apropiarse de ellas a algunos
campesinos que vieron mejorar su situación. Esto condujo a la formación de una
clase de medianos y pequeños propietarios libres —que en Inglaterra fueron
llamados yeomen— que ya no dependían de ningún señor, sino que se
vinculaban directamente con el mercado. Algunos de ellos acuñaron fortuna,
campesinos ricos —como los squire en Inglaterra o los junker en
Alemania- que aspiraron a formas de ennoblecimiento y, sobre todo, a tener
alguna participación en la administración política.
Estos nuevos
propietarios ya no podían invocar antiguos derechos consuetudinarios sobre los
campesinos, por lo tanto, para explotar la tierra debieron -dada la extensión
de su propiedad y una mayor complejidad de los cultivos- contratar mano de obra
asalariada. También los señores debieron contratar trabajadores asalariados o,
más frecuentemente, arrendar sus tierras a campesinos libres. De un modo u
otro, esto significaba la disminución de la servidumbre y, por lo tanto, de la
base del orden feudal. Al mismo tiempo, comenzaba a conformarse un mercado de
mano de obra asalariada rural.
La crisis también
se sintió dentro de las manufacturas. Afectó, sobre todo, la producción
suntuaria, de alto costo y de alta calidad, controlada por los gremios, que
entró en crisis por la falta de moneda y por la restricción de sus reducidos
mercados. Sin embargo, esto también abrió la posibilidad de otras
transformaciones. Algunos comerciantes, para escapar de la rigidez de las
corporaciones urbanas, comenzaron a aprovechar la larga tradición textil
campesina. Estos comerciantes compraban la materia prima y la entregaban a los
campesinos que realizaban el tejido con sus propios instrumentos, luego el
comerciante recogía el producto terminado, pagando por la cantidad producida, y
se encargaba de su comercialización. Comenzaban a desarrollarse así las
manufacturas domésticas rurales.
Si bien el acabado
y el teñido de los tejidos se efectuaba en las ciudades, dentro del ámbito de
las corporaciones, muchas veces los gremios de tejedores urbanos vieron en las
manufacturas domésticas una fuerte com-
petencia. En algunas ciudades, como en Gantes,
los gremios urbanos organizaron expediciones armadas para destruir los telares
campesinos. A pesar de esto, la nueva forma de producción manufacturera se
extendió ampliamente, sobre todo en las zonas de actividad ganadera, como un
complemento de las tareas rurales. Esto ocurrió en Inglaterra, pero también en
los Países Bajos, Alemania, Italia y Francia. Esta nueva producción textil era
de más baja calidad que los antiguos paños —incluso la producción de extendió
al lino y al cáñamo—, sin embargo, tuvo amplia acogida entre la burguesía y los
sectores campesinos más ricos que ya dejaban de hilar y tejer. Además de
textiles, con el mismo sistema comenzaron a producirse cuchillos, clavos y
objetos de madera. En síntesis, como consecuencia de la crisis tanto la
agricultura como las manufacruras sufrieron importantes transformaciones que
pusieron en jaque los pilares del antiguo orden social.
La crisis del
antiguo orden implicó también profundos conflictos sociales. En primer lugar,
movimientos campesinos. La inquietud social en el ámbito rural se había
expresado en la huida de los campos, y muchas veces esta inquietud tomó la
forma de la marginalidad y el vagabundeo, o incluso de estallidos desesperados,
violentos y cortos. Pero hubo también movimientos de mayor envergadura que
expresaron las dificultades de reacomodamiento, derivadas de los cambios que se
estaban viviendo, como la Jacquerie francesa de 1358 y el levantamiento
inglés de 1381. Como señala Fossier, estos movimientos no fueron el resultado
de una miseria exacerbada sino la reacción de campesinos que habían comenzado a
mejorar y temían perder su situación.11 Los motivos que estaban
atrás de los levantamientos -la falta de consideración de los nobles, el
desorden de la hacienda real, las fluctuaciones monetarias- dejaban
indiferentes a los más miserables pero eran asuntos de importancia para los
campesinos medios en la medida que constituían el marco de su vida social. En
este sentido, estos movimientos, aún sin demasiada organización ni objetivos
precisos, reflejaban las transformaciones que se estaban produciendo en la
esrructura de la sociedad.
También la época
fue propicia para los movimientos urbanos. Desde fines del siglo XIII y a lo
largo del siglo XIV, se ampliaron los movimientos en contra del poder político
de las oligarquías urbanas: hubo agitación social en las ciudades flamencas
(1280); se levantaron Gantes, Lieja y Brujas por nuevos impuestos (1292); hubo
estallidos en Florencia y otras ciudades italianas (1300); se amotinaron los
artesanos de París (1306). Pero también apareció un nuevo tipo de movimiento
que marcaba la crisis de las antiguas corporaciones. Se comenzaban a invocar el
derecho al trabajo -en 11
11 Véase
Fossier, Roberc (1996), pp. 371-477.
1337, al grito de "Libertad y
trabajo" se amotinaron los bataneros de Gantes— y problemas vinculados a
contratos y salarios, como en los levantamientos de tejedores en los Países
Bajos entre 1320 y 1332; en la rebelión de los dompi (tejedores) en
Florencia en 1378, y en los disturbios en varias ciudades de Francia entre 1379
y 1383. Los movimientos urbanos -como los rurales- fueron duramente reprimidos
pero también permitían percibir la quiebra de las antiguas formas corporativas.
Muchos de estos
movimientos estuvieron revestidos de ideas religiosas. Si la religión era el
sistema cultural e ideológico de toda la sociedad, también la protesta asumía
lenguaje y formas religiosas. La protesta religiosa asumió varias formas. En
Francia, ya desde 1256, jóvenes de ambos sexos, dedicados al vagabundeo y la
mendicidad, engrosaron las bandas de místicos {beguines) que llevaban
una vida de pobreza dedicados al trabajo manual. En Inglaterra, pese a la
represión, durante mucho tiempo persistió el movimiento de los
"lolardos", cuyas ideas resonaron en la rebelión campesina de 1381.
En efecto, los lolardos habían recogido y llevado hasta sus últimas
consecuencias algunos de los principios de John Wyclyff (1320-1384) -monje de
Oxford considerado herético—, quien pretendía demoler el funcionamiento de las
estructuras clericales de su época a través del mito del retorno al
cristianismo primitivo. Los lolardos condenaron la corrupción, la molicie, la
riqueza y el lujo desmesurado que corroían a la Iglesia en una crítica
religiosa que se confundía con la crítica social. En toda Europa, aparecieron
también los "flagelantes", bandas de hombres que recorrían las
ciudades autocastigándose con correas con puntas de hierro (1349). Movimiento
milenarista, ellos se preparaban para el fin del mundo y el advenimiento de la
"edad de oro", edad que caracterizaban como un mundo más justo sin
ricos ni pobres.
En síntesis, los
movimientos religiosos que estallaron en el siglo XIV fueron movimientos
heréticos e igualitarios y estaban señalando la crisis de la conciencia
cristiana colectiva. Y esto se vinculaba también con el profundo impacto que la
crisis producía sobre las mentalidades. La presencia constante de la muerte,
sobre todo durante los años de la Peste Negra que diezmó a la población
europea, transformaba la imagen de Dios: el Dios paternal era reemplazado por
la imagen de un Dios vengativo, el Dios de la ira. Pero se transformaba también
la misma idea de la muerte. Si antes la muerte era representada como un ángel,
como un tránsito indoloro, a partir de 1350, comenzó a representarse como un
ser cadavérico armado que causaba estragos a su alrededor. La muerte fue
personificada como un poder autónomo, independiente de Dios, que podía actuar
arbitrariamente por propia iniciativa.
Ante la idea de la
arbitrariedad de la muerte surgieron entonces actitudes polarizadas. Unos
procuraron salvar el alma, asumiendo una religiosidad más pura que permitía
prepararse para la muerte. Y esta idea de purificación alimentó a los
movimientos heréticos. Pero también, la cercanía de la muerte reforzó las
actitudes hedonistas. Ante lo efímero de la vida, se valoró el goce, el erotismo
y los placeres sensoriales. Esta fue la actitud que quedó plasmada en dos
importantes textos literarios de la época, el Decamerón de Boccaccio
(1313-1375) y los Cuentos de Canterbury, de Chaucer (¿1340Í-1400).
Pero la literatura
también comenzó recoger y registrar manifestaciones -antes desechadas- de la
cultura popular de tono fuertemente satírico. La "cencerrada", por
ejemplo, era un alborotador y ruidoso ritual -apostrofes, clamores, gestos
obscenos y de burla- que los jóvenes dedicaban a las personas de mayor edad que
habían cometido algún acto de transgresión: el más frecuente era el matrimonio
que violaba los límites habituales de la edad. Pero muchas veces, también la
"cencerrada," en sus burlas mostraba elementos de crítica social, al mismo
tiempo que con la música, el ruido, los bailes, los gestos proclamaban el
triunfo del placer de sensorial. La Iglesia era hostil a estos rituales por su
carácter licenciosos y por las máscaras que deformaban la figura natural del
hombre hecha por Dios a su semejanza. De allí que en 1329 se amenazó,
vanamente, con la excomunión a sus participantes. Pero esto tampoco impidió que
la "cencerrada" fuera recogida por otros sectores sociales: como el
culto autor de la Román de Fauvel.12
En síntesis, si
bien la cristiandad continuaba siendo presenrada como un todo armónico y el
cristianismo seguía siendo el sistema cultural e ideológico de toda la
sociedad, la crisis del siglo XIV comenzó a manifestar las rupturas. En primer
lugar, la crítica al sistema eclesiástico y a lo que se consideraban
"falsos" valores religiosos anunciaba la ruptura que implicó la
Reforma en el siglo XVI. Además, como veremos, comenzaba a conformarse 11
11 Obra blasfematoria y crítica, él Román de Fauvel satirizaba el
estado deplorable de la corte de los reyes Felipe IV y Felipe V y enunciaba una
profecía sobre él siniestro fin de ese mundo. Según él argumento, Fauvel -que
vivía en un establo- es conducido por la Fortuna al palacio real donde
rápidamente -en medio de los halagos cortesanos- se transforma en el señor más
poderoso de mundo. En su espléndida corte, contrae matrimonio con la Dama
Vana Gloria, unión de la que nacerán innumerables pequeños "Fauveles"
que se esparcirán como «na plaga por el mundo entero. En 1316, un amigo
del autor, también magistrado de la Corte de París, puso música a la obra a
partir de partituras originales (compuestas por Philippe de Vitry para tal fin)
o adaptando otras composiciones anteriores (algunas de las cuales se remontan a
fines del siglo XII).
cada vez con más vigor una cultura laica que
ponía su acento en la razón. Es cierto que los herejes fueron condenados a la
hoguera y que muchos intelectuales fueron perseguidos y enviados a prisión.
Incluso, el Obispo de París llegó a condenar una serie de proposiciones de
Tomás de Aquino —a pesar de que había sido canonizado en 1323- donde se
distinguía la fe de la razón para unirlas después en una relación necesaria.
Sin embargo, el movimiento continuó para culminar en la constitución de una
cultura laica que tendrá su primera expresión en el Humanismo de los siglos XV
y XVI.
Ciudades y monarquías
El efecto más notable de la crisis del siglo
XIV fue el crecimiento de las ciudades. La multiplicación de barrios nuevos,
adosados a las ciudades, provocó una brusca dilatación del espacio urbano. Esta
ampliación quedó registrada en la construcción de nuevas murallas: la mayoría
de ellas se levantaron entre 1300 y 1380. El caso de París es paradigmático: si
las murallas del siglo XII rodeaban 275 hectáreas, las construidas en 1360
contenían 450 hectáreas. Eran ciudades también donde la preocupación por la
apariencia resultaba más notable. Las disposiciones municipales buscaban el
decoro —ordenaban la limpieza de las inmundicias, procuraban que los carniceros
establecieran los mataderos fuera de las murallas— al mismo tiempo que las
casas burguesas aparecían con nuevos adornos. Era una ciudad -de una gran
heterogeneidad social- donde claramente los más ricos imponían un "orden
burgués".
Era también una
ciudad que se vinculaba cada vez más con el campo. En efecto, la quiebra de los
marcos señoriales permitió a la ciudad extender el dominio sobre su entorno.
Los burgueses ricos acentuaron las inversiones rurales, pero eran hombres que
no estaban acostumbrados a las tareas agrícolas, por lo tanto, arrendaban las
tierras o las explotaban con la ayuda de un administrador. Lo significativo era
tal vez el cambio de actitud: la búsqueda permanente y consciente de la
ganancia, expresada en el dinero que se transformaba en la medida del poder. En
síntesis, la crisis nobiliaria abría las puertas del comercio de la tierra a
nuevos inversores urbanos.
Junto con esta
poderosa burguesía urbana, también se recortaron cada vez con mayor claridad
nuevos grupos sociales, reclutados de las filas burguesas: los juristas
-hombres de leyes-, o los nuevos funcionarios al servicio de la administración.
La presencia de éstos, como la de los jefes de las bandas de guerreros
mercenarios que actuaban mediante un contrato o condona -de allí la
figura del condottiero-, se vinculaba estrechamente con las
modificaciones que se estaban produciendo dentro de las monarquías.
Indudablemente, la debilidad de los señores
feudales permitía el mayor fortalecimiento de las monarquías, la consolidación
de esas entidades territoriales que constituían los reinos. La prueba más
notable la constituyó tal vez la Guerra de los Cien Años que iniciada en 1339
como una lucha feudal culminó a mediados del siglo XV como una lucha entre
monarquías. En síntesis, la profesionalización de la guerra, la aparición de
sistemas fiscales para mantenerla, la validación de la política y la
administración como una ocupación sentó las bases del poder de los reyes y de
la formación de los nuevos estados.
Cronología13
395 Muere Teodosio, quien divide el Imperio Romano entre sus hijos
Honorio, emperador de Occidente, y Arcadio, de Oriente.
406 Grupos germánicos invaden el Imperio Romano de Occidente. Se
establecen en distintas regiones y comienzan a operar la disgregación
política de la antigua unidad imperial.
466 Se establece el reino visigodo en España.
476 Es depuesto el último emperador romano de Occidente, Rómulo Au-
gústulo.
486 Clovis establece el reino franco en la Galia; se inicia la dinastía
de los me-
rovingios.
493 Teodorico funda el reino ostrogodo en Italia.
518 Justino,
quien establece las bases del Estado bizantino, asume el trono del
Imperio Romano de Oriente.
632 Muere Mahoma después de haber dado unidad en el islamismo al mundo
árabe. Lo sucede el califa Abu Beker, quien comienza la política de expansión.
713 Los
musulmanes triunfan en la batalla de Guadalete y ocupan el territo
rio visigodo, excepto algunos valles del
Cantábrico.
732 El mayordomo del reino franco, el duque Carlos Martel, impide el
avance de los musulmanes al derrotarlos en la batalla de Poitiers.
750 En España
se constituye un emirato bajo dependencia del Califa de Damasco con capital en
Córdoba.
751 Pipino el
Breve, que había heredado de su padre Carlos Martel el cargo de mayordomo del
reino, despoja del trono franco a Childerico, inaugurando así la dinastía
carolingia.
771 Carlos, hijo y heredero de Pipino el Breve, inicia la política de
conquis-
'3 Kinder, Hermann
y Hilgemann, Werner (1974), pp. 108-211.
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1059
"66
ta con la que intenta reconstituir el
antiguo Imperio Romano de Occidente y que le valió el nombre de Carlomagno.
El papa León m corona Emperador a
Carlomagno, en Roma.
Tras la muerte de Carlomagno, el trono pasa
a su hijo Ludovico Pío. Después de la muerte de Ludovico Pío, comienza la
guerra civil entre sus hijos por el título imperial.
Se intensifican los ataques normandos sobre
Europa occidental.
Por el Tratado de Verdún se desmembra el
Imperio Carolingio. Lotario recibe él título de emperador, meramente
honorífico, y territorios en Italia; Luis, la Germania, y Carlos II el Calvo,
la actual Francia.
El rey Carlos II el Calvo establece la
obligatoriedad del juramento de fidelidad a los vasallos.
Comienzan los ataques magiares sobre la
frontera este de Europa occidental.
En Alemania, tías la muerte del carolingio
Luis él Germánico, los grandes señores de Sajorna, Franconia, Suavia y Baviera
establecen una monarquía electiva.
En Francia, Carlos el Simple otorga a los
normandos el ducado de la Normandía
Adberramán HI inicia el período de mayor
desarrollo del Emirato de Córdoba.
El duque de Sajorna, Otón I el Grande,
ocupa el trono de Germania (Alemania), y hace prestar juramento de fidelidad a
los duques alemanes. Tras rechazar a los invasores que asolaban las fronteras y
conquistar Italia, Otón I el Grande se corona emperador, creando el Sacro
Imperio Romano Germánico.
Los daneses comienzan la conquista de
Inglaterra.
Hugo Capero es coronado rey de Francia, reemplazando a la dinastía ca-
rolingia.
Tras completar la conquista del territorio, el danés Canuto el Grande
es rey de Dinamarca e Inglaterra.
Canuto el Grande conquista Noruega,
estableciendo un poderoso reino anglodanés.
Femando 1, rey de Castilla, obtiene León.
Es electo en el trono del Sacro Imperio Romano Germánico, Enrique IV,
de la casa de Franconia.
Los normandos se instalan en el sur
de Italia y comienzan la conquista de Sicilia.
Un sínodo establece la elección del Papa
por voto secreto, para evitar las influencias de los poderes políticos.
El duque de Normandía, Guillermo el
Conquistador, tras triunfar en la batalla de Hasting, conquista Inglaterra.
Gregorio VII es designado Papa; su
objetivo es consolidar el poder de la iglesia y la autoridad papal.
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Comienza la Querella de las Investiduras,
sobre a quién le corresponde investir a los obispos, entre el papado y el
emperador Enrique IV.
Como el Papa había excomulgado al Emperador
y, en consecuencia, liberado a los nobles del juramento de fidelidad, en la
"humillación de Canosa" el emperador Enrique IV se somete a Gregorio
VII. Sin embargo, poco después se reiniciaron las hostilidades.
En la guerra contra los musulmanes, Alfonso
VI de Castilla y León toma Toledo que se transforma en la capital del reino.
El papa Urbano II convoca en Clemont un
Concilio que decide la organización de las Cruzadas.
La primera Cruzada es organizada por
señores normandos, franceses, alemanes y flamencos.
Los cruzados toman Jerusalén. Se establece
un señorío cristiano, bajo la autoridad de Godofredo de Bouillon que roma el
título de Protector del Santo Sepulcro.
El rey de Aragón, Alfonso I, conquista
Zaragoza.
Se funda la Orden de los Caballeros de
Templo.
El Concordato de Worms, entre el papa
Calixto II y el emperador Enrique V, pone fin a la Querella de las
Investiduras, aunque los conflictos entre el papado y el Emperador por la
supremacía del poder continuarán.
Ciudades flamencas obtienen cartas de
franquicias.
Comienzan los conflictos entre dos grandes
partidos que se forman en Alemania e Italia: güelfos, partidarios del Papa, y
gibelinos, partidarios del Emperador.
Se organiza la segunda Cruzada bajo el
liderazgo de los Hohenstaufen, con la alianza del rey de Francia Luis VII.
Federico I Barbarroja» de la casa de
Suavia, de la familia de los Hohenstaufen, es electo Emperador. Sus intenciones
de afirmar el poder imperial intensifican el enfrentamiento con el papado.
En Francia, Enrique de Plantagenet, duque
de Normandía y conde de Anjou, se subleva contra Luis VIL
Enrique de Plantagenet es coronado rey de
Inglaterra, como Enrique II. La guerra feudal se convierte en la guerra entre
dos reinos, Francia e Inglaterra.
Federico Barbarroja es derrotado en la
batalla de Legnano por la Liga Lombarda, formada por las ciudades italianas
por inspiración del papado. El sultán Saladino toma Jerusalén.
Se inicia la tercera Cruzada encabezada por
el emperador Federico Barbarroja, el rey de Inglaterra, Ricardo Corazón de
León, y el rey de Francia, Felipe Augusto.
Los cruzados toman San Juan de Acre.
Federico II Hohenstaufen es electo
emperador. Continúan las luchas con el papado.
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El papa Inocencio m convoca la cuarta
Cruzada.
Se funda el efímero Imperio Latino de
Oriente del que Balduino de Flan- des es el primer emperador.
Alfonso VIII de Castilla derrota a
los musulmanes en las Navas de Tolo- sa, encerrándolos en Andalucía.
El rey de Francia, Felipe Augusto, derrota
a los ingleses en la batalla de Boivines.
En Inglaterra, los nobles imponen al rey
Juan Sin Tierras la Carta Magna, que establece garantías contra la autoridad de
los reyes.
El emperador Federico II organiza la quinta
Cruzada, sin el concurso de la Iglesia, por sus conflicros con el papado.
Realiza negociaciones con los musulmanes por las que obtiene Jerusalén y
ventajas que favorecieron el movimiento comercial.
El rey de Castilla, Femando m el Santo,
conquista Córdoba.
Los musulmanes reconquistan
definitivamente Jerusalén.
El rey de Francia, Luis IX -más tarde San
Luis- organiza la sexta Cruzada, que riene como objetivo Egipto, la base más
fuerte del poder musulmán. Tras la muerte de Federico n, por presión del
papado, la corona imperial queda vacante por un largo período. El "gran
interregno alemán" favorece el desarrollo de las ciudades libres en Italia
y Alemania. El Reino de las Dos Sicilias es entregado a Carlos de Anjou,
hermano del rey de Francia, Luis IX que llega a ser el más poderoso arbitro de
los asuntos europeos.
El rey de Castilla, Alfonso X el Sabio,
dicta las Siete Partidas por las que reorganiza el orden político y jurídico
del reino de acuerdo a los principios del derecho romano.
En Inglaterra, los señores hacen suscribir
al rey Enrique DI los Estatutos de Oxford, que establecen la obligación del rey
de gobernar asistido por un consejo de nobles.
Inglaterra y Francia firman el Tratado de
París que pone fin a los conflictos entre ambos reinos. Sin embargo, las
relaciones no fueron cordiales ya que la posesión de la Guyena (Aquitania)
ponía al rey de Inglaterra en condición de vasallo del de Francia y ambos
reinos tenían intereses encontrados en Flandes.
Luis IX organiza la última Cruzada que
fracasa en parte por la muerte del rey frente a Túnez.
Finaliza el "interregno alemán" y
Rodolfo de Habsburgo es electo emperador.
En las "vísperas sicilianas".,
los fianceses son expulsados de Sicilia que es ocupada por los aragoneses.
Comienza en Europa la crisis agrícola con
hambrunas generalizadas.
Sube al trono de Inglaterra Eduardo
DI, a quien se debe la división del parlamento en dos cámaras, la de los lores
y la de los comunes.
Comienza la Guerra de los Cien Años. Ante
la falta de descendencia de los últimos reyes franceses, Eduardo ID de
Inglaterra, alegando sus dere-
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chos como nieto de Felipe el Hermoso,
reclamó el trono de Francia. La elección recayó, sin embargo, en Felipe de
Valois, que fue coronado como Felipe VI. Se iniciaron entonces las
hostilidades.
Los ingleses derrotan a Felipe VI en la
batalla de Crecy y se apoderan del puerto de Calais.
Comienza la
Peste Negra que obligó a los beligerantes a una tregua. Reanudada la lucha, el
hijo del rey de Inglaterra, el Príncipe Negro, derrota y toma prisionero al rey
francés Juan el Bueno, sucesor de Felipe VI. La Bula de Oro establece el
sistema de designación de los emperadores que queda a cargo de siete electores.
También se establece una Dieta que se reserva la resolución de los asuntos más
importantes del imperio. Levantamientos urbanos y campesinos (la jacquerie) en Francia.
Se forma la paz de Bretigny, por la que
Francia estipula el retomo del rey y la
compensación a los ingleses en dinero y territorios.
La ofensiva francesa, a cargo de Bertrand
du Guesclin, reduce a los invasores ingleses al puerto de Calais.
Levantamiento campesino en Inglaterra.
Inglaterra y Francia pactan una tregua.
En Inglaterra, los nobles se sublevan
contra el rey Ricardo II que es depuesto por el Parlamento. El jefe de los
insurrectos, Enrique de Lancas- ter, es coronado como Enrique IV.
En Francia, se entabla la lucha por el
poder entre el Duque de Orleans, que ejercía la regencia por la incapacidad del
rey Carlos VI, y Juan Sin Miedo, duque de Borgoña.
Enrique V de Inglaterra reinicia las
hostilidades contra Francia y triunfa en la batalla de Azincourt, apoderándose
de la Normandía. El duque de Borgofla, que se habia apoderado de Flandes y los
Países Bajos, rompe con el rey de Francia y formaliza su alianza con el monarca
inglés.
Se firma el Tratado de Troyes por el que se
establece la futura unión de los reinos de Francia e Inglaterra. Para ello se
deshereda al delfín Carlos y se da en matrimonio a Enrique V una hija de Carlos
vi para que el descendiente pueda asumir la doble corona.
A la muerte de los reyes de Francia e
Inglaterra, Enrique, de un año de edad, es coronado en ambos reinos. Comienzan
los conflictos con quienes reconocen al delfín como Carlos VII, rey de Francia.
Juana de Arco encabeza la lucha francesa.
Cae el sitio de Orleans y Carlos VII es coronado en Reims.
Juana de Arco es condenada a morir en la
hoguera tras ser apresada por los partidarios del duque de Borgoña y entregada
a los ingleses.
Por medio del Tratado de Arras se firma la
paz entre los borgoñeses y Carlos VIL
Carlos VII toma París.
Se inicia la
campaña francesa para desalojar a los ingleses de Normandía y Guyena.
1453 La victoria francesa de Castillon pone fin a la Guerra de los Cien
Años. Los turcos toman Constantinopla.
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Fossier, Robert (1996), La sociedad
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Gurevic, Aron J. (1990), "El mercader", en Jacques Le GofF
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Siglo XXI, vol. 12, Madrid, Siglo XXI, cap. 1 "La'crisis' del siglo
XIV", pp. 3-39.
Romero, José Luis (1967), La Revolución
burguesa en el mundo feudal, Buenos Aires,
Sudamericana, tercera parte, cap. 1 "Los enfrentamientos sociales";
primera parte, cap. 3, punto I "Las formas de mentalidad señorial";
cuarta parte "La formación del orden feudoburgués. Los cambios de
mentalidad",
caps. 1, 2, y 3.
------ (1984), La cultura occidental, Buenos Aires,
Legasa, cap. I "Introducción*
y cap. II "Los legados".
CAPÍTULO II
LA ÉPOCA DE LA TRANSICIÓN: DE LA SOCIEDAD
FEUDAL A LA SOCIEDAD BURGUESA (SIGLOS XV-XVIII)
Comprender el tránsito, en Europa occidental,
de la sociedad feudal (caracterizada por el predominio del trabajo servil) a la
sociedad burguesa, donde dominan relaciones de tipo capitalista (caracterizadas
por la separación entre trabajo y medios de producción y por la conformación de
un mercado libre de trabajo asalariado) implica el análisis de una serie de
etapas, marcadas por profundas transformaciones económicas y sociales.
1. La expansión del siglo XVI
Como ya señalamos en el capítulo I, a partir
de 1317 comenzaron a registrarse en Europa las primeras crisis cíclicas que
sacudieron las bases del sistema feudal. Malas cosechas -por problemas
climáticos y fundamentalmente por tierras desgastadas— se tradujeron en
hambrunas y epidemias. La mortandad fue acompañada por la huida de los
campesinos que abandonaban los campos. De este modo, en 1348, la peste negra
cayó sobre una población ya profundamente debilitada y creó verdaderos vacíos
demográficos. El problema principal fue la falta de mano de obra, de brazos que
trabajasen la tierra.
La crisis del siglo
XIV fue una crisis económica (llamada por algunos autores, como Eric Hobsbawm,
la crisis de la "agricultura feudal"), pero fundamentalmente fue una
crisis social: el debilitamiento de los vínculos de servidumbre puso en jaque
las bases del poder de los señores feudales.'
Los movimientos
campesinos (\ajacquerie, en Francia en 1358, y los levantamientos
ingleses de 1381, entre otros menores) fueron expresión de esta crisis. Pero
también el ascenso de las burguesías urbanas con la imposición de nuevas formas
económicas y el predominio del dinero constituyó otra amenaza para el poder de
los señores feudales.
A pesar del fuerte
impacto que para las sociedades europeas significó la crisis del siglo XIV» sin
embargo, ésta trajo los gérmenes del posterior desarrollo: las transformaciones
de la producción agropecuaria y de las manufacturas, la aparición de nuevas
áreas comerciales y el desarrollo de los mercados locales. Incluso, el
debilitamiento del poder feudal implicó la consolidación de las monarquías que
se transformaron en importantes agentes económicos.
A fines del siglo XV —tras un largo período de
estancamiento- comenzaron a detectarse los primeros síntomas de reactivación
que dieron origen a un proceso de expansión económica a lo largo del siglo XVI.
El fenómeno más notable fue el proceso de expansión hacia la periferia iniciado
por España y Portugal que culminó con la creación de dos inmensos imperios
coloniales. La economía europea se transformaba en una economía mundial.
Tanto España como
Portugal contaban -por distintas razones, fundamentalmente, la guerra contra
los musulmanes- con poderes monárquicos tempranamente consolidados. Eran además
poderes dispuestos a apoyar empresas de gran envergadura que ampliaran el
horizonte económico: búsqueda de nuevas rutas y áreas de influencia, control de
circuitos económicos cada vez más amplios. Los motivos pueden encontrarse tal
vez en la necesidad de encontrar una salida a la tensión social, a conflictivas
situaciones internas: en Castilla, por ejemplo, una nobleza de hidalgos
empobrecidos esperaba que la corona les abriera la posibilidad de conseguir las
tierras que no tenían. A esto se unían otros factores que posibilitaron las
empresas: una buena tradición marinera, desarrolladas técnicas de navegación
(la carabela se conocía desde 1440), un adecuado desarrollo en astronomía y
cartografía, una favorable posición geográfica sobre el océano Atlántico.
Esta expansión
hacia la periferia culminó, entre fines del siglo XV y las primeras décadas del
siglo XVI, de un modo notable: en 1488, Bartolomé Díaz llegaba al sur de
Africa, al Cabo de Buena Esperanza; en 1492, Colón a América; en 1498 Vasco de
Gama a Calcuta; entre 1519 y 1520 la expedición de Magallanes realizaba el
primer viaje de circunnavegación.
Tras una etapa de
exploración, comenzaron los asentamientos que dieron origen a dos imperios
coloniales que prácticamente se dividieron el mundo.J Metales
americanos, pimienta desde Oriente, esclavos desde Afri-
ca se transformaron en el trípode que permitieron
a la economía europea transformarse en una economía mundial.
Los dos imperios
tuvieron características diferentes. El portugués fue una extensa línea de
puntos en la costa (puertos, depósitos, factorías) destinada a controlar el
tráfico marítimo. El español, en cambio, se apoyó en la conquista de
territorios y poblaciones. Sin embargo, ambos compartieron una misma concepción
de la economía: se consideraba que la riqueza no se creaba, sino que se
acumulaba. Era una concepción estática de la riqueza que la consideraba (como
la tierra) un bien inmóvil. Era aún una concepción medieval de la economía que
se expresaba en la necesidad de reservarse para sí todos los mercados y que
consideraba el monopolio como la garantía para una mayor acumulación.
También en Europa comenzaron a detectarse los
síntomas de reanimación: aumento demográfico, desarrollo de la agricultura y de
la producción manufacturera. Gomo señala Peter Kriedte, el primer indicio lo
constituyó el
crecimiento de la población.3
Ya a partir de
mediados del siglo XV comenzaron a aflojarse los controles demográficos. Si
durante la crisis, una de las formas de mantener una adecuada proporción entre
población y alimentos había sido mantener alta la edad de los casamientos y
favorecer el celibato, estos mecanismos comenzaron a aligerarse: decrecía la
edad de los matrimonios -lo que era signo de tierras disponibles, de que las
nuevas familias podían tener una fuente de ingresos- y esto se traducía en un
aumento de la tasa de natalidad. Hacia el siglo XVI, la población europea había
alcanzado nuevamente los niveles anteriores a la crisis del siglo XIV; sin
embargo, había cambios: el mayor crecimiento de la población se concentraba en
las regiones del oeste y norte de Europa, en detrimento de las regiones del
Mediterráneo. Es un dato que el eje económico europeo estaba comenzando a
cambiar.
El crecimiento
demográfico exigía una mayor producción de alimentos, fundamentalmente cereales.
Como consecuencia, otra vez se roturaron tierras que habían sido abandonadas y
se expandió la superficie cultivada. Pero los cambios también se registraron en
las formas que asumía la organización de producción. Como señala Kriedte, la
organización de la pro-
ducción comenzó a desarrollarse en formas
divergentes en Europa occidental y en Europa oriental. Los polos más extremos
fueron, por un lado, Inglaterra, donde se desarrolló una agricultura comercial
con incipientes relaciones capitalistas; por otro, Polonia y el oriente de los
territorios alemanes en donde la expansión agrícola se realizó sobre el
reforzamiento de la servidumbre feudal.
En algunas
regiones, la necesidad de expandir los campos de cultivo entró en contradicción
con las características que la producción agropecuaria había adquirido tras la
crisis del siglo XIV: los campos de labranza que habían quedado vacíos se
habían convertido en tierras de pastoreo. En Inglaterra, las tierras se
transformaron en pasturas dedicadas a enormes rebaños de ovejas cuya lana era
el principal abastecimiento de las manufacturas del continente. Como Tomás Moro
denunciaba en Utopía, "las ovejas se comían a los hombres". La
necesidad de conciliar la alimentación de los hombres con la alimentación de
los animales reforzó el sistema de explotación agropecuaria rotativa. Las
tierras de labranza eran transformadas periódicamente en praderas, para
convertirlas después en campos de labor. La roturación periódica y el estiércol
mejoraron además la calidad de la tierra.
Este sistema tuvo
un profundo impacto en el mundo rural: comenzó a transformar la antigua
estructura de la aldea campesina, con su antigua organización basada en campos
abiertos (openñeld) y trabajo comunitario.
En efecto, la
rotación agropecuaria, es decir la combinación de agricultura y pastoreo, era
sólo posible en campos aislados o cercados. Era necesario entonces dar un nuevo
diseño a las tenencias: concentrar y unificar las pequeñas parcelas para
aumentar su eficiencia económica. Los promotores de los cercamientos fueron
principalmente los grandes terratenientes que podían exigir precios de
arrendamientos más altos en las tierras cercadas. A pesar de que en la nueva
redistribución de la tierra se debían respetar los derechos proporcionales
anteriores, para los campesinos la suerte fue dispar. Algunos pudieron
aprovechar la situación y transformarse en arrendatarios, incluso,
arrendatarios ricos. Pero para la mayor parte la única salida, ante la pérdida
de la tierra, fue transformarse en trabajadores asalariados. En síntesis, las
leyes del mercado comenzaban a modificar la sociedad agraria inglesa.
En la zona
centro-oriental de Europa, en particular en Polonia, también hubo una
importante expansión del cultivo de cereales, que se destinaban a la exportación.
Para ello, los cereales eran trasladados en balsa por el río Vístula hasta
Danzig, el principal puerto del Báltico. Los grandes señores eran quienes
impulsaban esta agriculrura con destino al mercado: para aumentar la producción
y obtener el excedente exportable multiplica-
ron entonces los censos e intensificaron las
cargas serviles sobre los campesinos. Sin embargo, esto no fue una simple
vuelta al pasado. Este reforzamiento de la servidumbre se dio dentro de un tipo
de economía que se organizaba ya no en función del señorío sino en función del
mercado de exportación.
Entre ambos polos
-agricultura comercial y refeudalización- se registraba una gran variedad de
situaciones intermedias donde se combinaban viejos y nuevos elementos. En el
sur de Francia, por ejemplo, se difundió el sistema de aparcería, en donde el
terrateniente le entregaba tierras a un campesino, le adelantaba la semilla, el
costo de los útiles de labranza e incluso lo necesario para la manutención de
la familia a cambio de la mitad de la producción en bruto. Era un sistema donde
elementos nuevos como el arrendamiento se confundía con antiguos vínculos
sociales y que fácilmente -tal como en muchos casos ocurrió- podía deslizarse a
un tipo de relación feudal.
A pesar de la
existencia de situaciones diversas, la organización de la expansión agrícola en
dos polos divergentes fue la principal característica de la expansión del siglo
XVI. En sus contradicciones -como veremos más adelante-, algunos autores
encuentran alguna de las claves de la "crisis" del siglo XVII.
La crisis del siglo XIV había afectado menos a
la economía manufacturera que a la agricultura. Se habían visto trastocadas las
industrias de lujo, organizada en rígidas corporaciones, dedicadas a elaborar
-como los paños de Florencia- productos de alto precio y calidad, dirigidos a
un mercado restringido, pero no había perjudicado a la industria domiciliaria
rural, que se basaba en la capacidad para tejer de la familia campesina.
Y este tipo de
industria domiciliaria habrá de sentar las bases de la expansión manufacturera
del siglo X VI.
Las manufacturas
fueron reactivadas por el aumento de una demanda que surgía del crecimiento de
la población y de los mercados que nacían con la expansión de ultramar. La
principal manufactura continuó siendo -con excepción de algunos casos
regionales- la producción textil, que llena una necesidad humana básica después
de la alimentación. Sin duda el autoabastecimiento era aún muy alto en una
sociedad donde el mundo rural seguía siendo dominante, pero el aumento de la
demanda y la diversi-
ficación de la sociedad permitió el desarrollo
de las new draperies, géneros relativamente baratos hechos con lana
cardada. Estos desarrollos permitieron, además, consolidar y colocar en un
primer plano formas organizativas de la producción que ya se ubicaban
claramente fuera de las antiguas corporaciones medievales.
En efecto, en las
pequeñas ciudades y en el campo se afianzó el sistema de trabajo a domicilio.
Eran pequeños productores que dependían de un comerciante que los abastecía de
materia prima, les otorgaba crédito y luego recogía el producto para
distribuirlo muchas veces en mercados muy distantes. En síntesis, era el
capital mercantil el que organizaba y dominaba la producción.
La expansión del
comercio fue otra de las características de este período. El mercado de
ultramar transformó, como ya señalamos, al mercado europeo en un mercado
mundial, en el cual holandeses e ingleses comenzaron a disputar a Portugal su
predominio en Oriente. Se trataba todavía de un comercio que mantenía
caracrerísticas tradicionales: especias y metales preciosos, es decir,
productos de precio alto, dirigidos a una demanda restringida. Sin embargo, en
algunas regiones, como en el Báltico y en el Mar del Norte, el comercio
comenzaba a adquirir características modernas: ganado, cereales, textiles, es
decir, productos de mayor volumen y bajo precio, dirigidos a una demanda masiva.
El intercambio también reflejaba los cambios más profundos de la esfera
económica.
La expansión del
siglo XVI se daba, sin embargo, dentro de marcos que aún eran predominantemente
rurales. La imposibilidad de romper con estos marcos llevó a este proceso expansivo
a encontrar sus propios límites. Como veremos, la "crisis" del siglo
XVII, al borrar estos obstáculos creó las condiciones para el advenimiento del
capitalismo.
2. El Estado absolutista y la sociedad La
formación del Estado absolutista
La crisis del siglo XIV, al debilitar el poder
feudal, favoreció no sólo la consolidación territorial de los reinos, sino
también el fortalecimiento del poder de los reyes, poder que tendió cada vez
más hacia el modelo de la Monarquía absoluta.'' Según este modelo, que
se afianzó en los siglos XVI y
XVII, el poder del rey debía situarse en la
cúspide de la sociedad, sin ninguna otra instancia a la que se pudiera apelar.
Dentro de las monarquías feudales -pese a la fragmentación del poder- siempre
había permanecido la ¡dea de una última instancia un poco imprecisa, el Papa o
el Emperador, que además controlaba y legitimaba ese poder real. Dentro de la
nueva concepción de la monarquía, la idea de esta instancia superior
desaparecía: por encima del rey sólo se encontraba Dios. Los límites al poder
monárquico solo podían ser puestos por las leyes de la naturaleza o por las
leyes divinas. El modelo finalmente fue organizado en su forma más precisa por
Jacques Bossuet (1627-1704), quien formuló la teoría del origen divino del
poder real.
Este aumento del
poder de los reyes había surgido de una situación de hecho; era necesario, por
lo tanto, consolidarlo y legitimarlo. Para ello, las monarquías encontraron un
formidable instrumento en el viejo derecho romano. Este derecho que regía las
relaciones entre el Estado y sus subditos otorgaba a los reyes la base de su
soberanía: la lex. Tal como formuló este principio, otro de los teóricos
del absolutismo, Jean Bodin, a fines del siglo XVI, el rey era soberano por su
facultad para hacer leyes y hacerlas cumplir. Mediante la legislación, los
reyes podían modificar costumbres y tradiciones, borrar el viejo derecho
consuetudinario que regía a la sociedad e imponer nuevas condiciones.
Al mismo tiempo que
la soberanía se fundamentaba en la capacidad para legislar, el poder real
perdía sus atributos personales: el rey personificaba al Estado. Sus acciones
debían encaminarse de acuerdo con criterios y normas de comportamiento político
según el principio de la "razón de Estado" que había formulado el
florentino Nicolás Maquiavelo (1469-1527) en ElPríncipe. El objetivo era
alcanzar "la felicidad del reino" entendida como la prosperidad y la
seguridad de todos los subditos.5
El funcionamiento
del Estado absoluto necesitaba también de instrumentos adecuados: organizar los
impuestos, el aparato burocrático, los ejércitos y la diplomacia. De allí las
innovaciones institucionales que comenzaron a registrarse desde comienzos del
siglo XVI. En primer lugar, se organizó un nuevo sistema fiscal y, fundamentalmente,
la recaudación de impuestos: la talla (dedicada al mantenimiento de los
ejércitos) y los impuestos indirectos que gravaban el tabaco, el vino y la sal.
La cuestión no fue simple. Las necesidades crecientes del Estado llevaron a que
los impuestos aumentaran constantemente a lo largo de este período. La
situación más difícil fue para
’ Anderson, Perry (1985),
pp. 9-37.
los campesinos ya que, muchas veces, los
impuestos reales se sumaban a los censos señoriales. De allí las constantes
sublevaciones que tuvieron como objeto de su ira al recaudador real.
También fue
necesario organizar un aparato burocrático. Pero el Estado, con necesidad
creciente de recursos, lo organizó a través de la venta de cargos. Los cargos
eran comprados tanto por la pequeña nobleza, que aspiraba a las compensaciones
monetarias, como por la burguesía, que encontró en la compra de cargos una
forma de ascenso social: fue una vía para acceder al ennoblecimiento, para
integrar la nobleza de toga, responsable de la burocracia estatal. Esta
mercantilización de la función pública implicó para la monarquía un beneficio
doble: obtener recursos, pero además, romper las viejas alianzas, alejar del
manejo del Estado a la conflictiva nobleza de sangre o de espada y asegurarse
la lealtad de funcionarios que debían al rey -y sólo al rey- las posibilidades
del ascenso social.
La necesidad
permanente de recursos se debía fundamentalmente a la necesidad de mantener los
ejércitos, integrados en su gran mayoría por soldados mercenarios extranjeros, que
preferentemente ni la lengua del país conocieran. Se consideraba que esto -la
imposibilidad de comunicación- ayudaba a una de las funciones que estos
ejércitos debían desempeñar: aplastar las sublevaciones campesinas. Además de
mantener el orden interno, la función de estos ejércitos era sostener las
guerras externas. Los siglos XVI y XVII fueron épocas de constantes conflictos
entre los distintos estados. Esto encuentra su fundamento en esa concepción
estática de la riqueza, expresada en el mercantilismo, que consideraba que ésta
-como ya señalamos- no se producía, sino que se acumulaba. Esta concepción se
traducía en políticas belicistas: la forma más rápida y legítima de obtener
recursos era conquistar territorios y poblaciones sobre las que aplicar el
fisco. Tales son, por ejemplo, los objetivos de las interminables guerras que
sostuvieron en Italia, el emperador Carlos V y Francisco I de Francia y que
continuaron sus herederos (1522-1559); la anexión de Portugal hecha por Felipe
II de España, y las guerras mantenidas por Luis XIV en función del principio de
las "fronteras naturales" (1667-1697). Como señala Perry Anderson, los estados
absolutistas eran "maquinarias construidas para el campo de batalla".
La diplomacia, que
adquirió estabilidad en este período, se constituyó en el complemento pacífico
de la guerra. Pero su objetivo continuaba siendo el mismo: la anexión de
territorios. Este objetivo se alcanzaba a través de alianzas que asumían
principalmente la forma de alianzas matrimoniales. A partir de una concepción
que consideraba aún al territorio como patrimonio de una dinastía era posible
mediante adecuados matrimonios
incorporar nuevas tierras a la corona. En este
sentido, el imperio de Carlos V fue el producto más notable del sistema de
alianzas matrimoniales.
¿Qué papel cumplió
el absolutismo en este proceso de tránsito hacia el capitalismo? Como
señala Perry Anderson, tras una aparente modernidad, el Estado absoluto se
organizó según una racionalidad arcaica. En última instancia, su función fue
proteger a una nobleza amenazada por la sublevación campesina y el ascenso de
la burguesía. Es cierto que, dentro de los marcos del Estado absoluto, la
nobleza perdió su vieja función política, pero pudo mantener intacta su
posición económica y sus privilegios sociales. Si una nobleza debilitada no
podía contener la liberación campesina ni obtener nuevas tierras, estas
funciones corrieron por cuenta del Estado. Dicho de otra manera, el
Estado absoluto fue la última forma política que adquirió el feudalismo, sólo
que el punto de referencia ya no fue el señorío sino que se amplió a los marcos
territoriales del reino. Según Anderson: "La dominación del Estado
absolutista fue la dominación de la nobleza feudal en la época de la transición
al capitalismo. Su final señalaría la crisis del poder de esa clase: la llegada
de las revoluciones burguesas y la aparición del Estado capitalista."
El Estado absolutista constituyó básicamente
un modelo al que las distintas monarquías intentaban acercarse lográndolo con
distintos grados de éxito. En rigor, la coincidencia con el modelo nunca fue
total por la existencia de poderosos obstáculos. Cuerpos como los Estados
Generales (que representaban a los tres órdenes: el clero, la nobleza y el
estado llano), en Francia; las Cortes, en España; el Parlamento, en Inglaterra,
constituían límites al poder real. Estos cuerpos estaban todavía muy lejos de
ser instituciones representativas de carácter moderno; por el contrario, tenían
aún un fuerte espíritu medieval: constituían, en última instancia, la
institucionali- zación del "consejo" que los vasallos debían prestar
al señor. Aun la designación de Pares dada a la alta nobleza guardaba la
memoria de la imagen del rey como el "primero entre los iguales". En
este sentido, constituían un fuerte obstáculo a la consolidación del
absolutismo.
Es cierto que, a lo largo del siglo XVI, las
monarquías se impusieron sore esos cuerpos: en Francia, los últimos Estados
Generales, antes de la Revolución Francesa (1789), se reunieron en 1615; en
España, antes de las guerras napoleónica, las últimas cortes se reunieron en
1665; en Inglaterra,
la corona disolvió al Parlamento en 1629. Pero
no podía borrarse fácilmente la larga tradición que señalaba que el monarca debía
gobernar con el consejo de los grandes nobles, de los pares del reino. Esta
cuestión de la participación de la nobleza en el poder se hacía evidente, sobre
todo, en los períodos de minoridad del rey: el reino quedaba a cargo de un
Regente, muchas veces tío del monarca, asesorado por un Consejo Real. Cuando el
rey alcanzaba su mayoría de edad, resultaba muy difícil quitar a los nobles esa
participación que habían tenido en el poder.
Pero los límites al
Estado absolutista también se debieron a las resistencias que partían de la
sociedad: nobles que pugnaban ante la pérdida de su poder político, pero
fundamentalmente campesinos sublevados y burguesías que resistían a favor de
las autonomías urbanas. En 1548, por ejemplo, estalló la "gran sublevación"
de la Guyena que unió a 10.000 campesinos. Ante un nuevo impuesto que cargaba
la sal, elemento vital para la economía doméstica, los sublevados pusieron en
fuga a los recaudadores reales y sitiaron las ciudades en las que se
refugiaron; algunas de estas ciudades, como Burdeos, incluso fueron tomadas y
los cuerpos destrozados de los recaudadores arrojados al río. La represión no
se hizo esperar: se apresó a los cabecillas, se los juzgó y ajustició, y se
quitaron las campanas de las aldeas.
Como señala Oscar
Di Simplicio, esta sublevación campesina puede considerarse un
"modelo" ya que presentó todos los elementos que caracterizaron las
revueltas posreriores, incluso fuera de Francia: malestar social, fiscalidad en
aumento, frente unido de aldeas en lucha, cabecillas de diferente extracción
social, hostilidad a la burguesía y a la ciudad en su conjunto, y por último,
represión de la corona.6
También las
burguesías resistieron. Dentro de ese "feudalismo reorganizado" que
fue el Estado absoluto, la burguesía también pudo consolidar sus posiciones,
dentro de los límites que imponía una sociedad mayorita- riamente rural. El
crecimiento del comercio a través de las empresas coloniales y las compañías
mercantiles, el desarrollo de las manufacturas, las nuevas formas de inversión
creadas por el mismo Estado fueron los medios por los que la burguesía pudo
imponer al dinero, cada vez más, como medida de la riqueza. En este sentido, el
resurgimiento del derecho romano también puede vincularse con el ascenso de la
burguesía. En efecto, ésta había puesto en marcha un tipo de economía que
difícilmente se ajustaba al viejo derecho consuetudinario. En cambio, el
derecho romano proporcionaba principios, como el de propiedad privada absoluta,
que se ajustaba más adecuadamente a sus actividades.
Pero el Estado
absolutista también imponía límites. Dentro de una concepción centralizada del
poder no había márgenes para ningún tipo de autonomía, ni para los señoríos, ni
para las ciudades. De allí, las sublevaciones burguesas en defensa de los
privilegios urbanos. Pero también dentro de las ciudades, el abuso de poder de
las oligarquías urbanas era factor de conflicto: artesanos y pequeños
comerciantes exigían una mayor participación. De este modo las revueltas
urbanas -como la de Bourdeos en 1635, Rouen y Caen en 1639 o de Moulins en
1640— tuvieron una composición diversificada. El dominio numérico era, sin
duda, de los sectores populares urbanos, pero también participaban miembros del
clero, intelectuales, burgueses acaudalados e incluso algunos miembros de la
pequeña nobleza. En estas revueltas, como en el caso de las sublevaciones
campesinas, el conflicto social estaba presente, pero el componente político
constituía su signo distintivo.
Los resultados de
estas resistencias sociales señalaron caminos divergentes para las monarquías
en Francia y en Inglaterra. En Francia, el movimiento conocido como "La
Fronda", que estalló en París a partir de 1648, y que pronto se extendió a
otras provincias, sumó distintas protestas: desde las resistencias de la
nobleza ante el aumento del poder monárquico hasta el descontento generalizado
de campesinos, burguesía y sectores populares urbanos por los altos impuestos
destinados a saldar las deudas contraídas durante la Guerra de los Treinta
Años. El movimiento, que creció alentado por los sucesos que estaban ocurriendo
en Inglaterra, alcanzó una magnitud sin precedentes hasta que finalmente fue
sofocado por los ejércitos reales. Como resultado, el poder del rey quedó
indudablemente fortalecido.
En Inglaterra, en
cambio, el proceso fue inverso. Los intentos de implantar una monarquía
absoluta durante los reinados de Jacobo I y de Carlos I -sumados a los
conflictos religiosos- provocaron una agitación social que desembocó en una
guerra civil, en la que Carlos I fue derrotado, tomado prisionero y ejecutado
(1648). Durante un período, gobernó Olive- no Cromwell como Lord Protector y se
instauró la República, iniciando un período que asentó la futura supremacía
marítima y comercial de Gran Bretaña al firmarse las Leyes de Navegación (1651)
que protegía los intereses navales ingleses.7
Si bien
posteriormente se restauró la monarquía con Carlos II, durante el gobierno de
su sucesor, Jacobo II, volvieron a reanudarse los conflictos entre el monarca y
el Parlamento. Tras la "gloriosa revolución" (1688),
los nuevos monarcas, Guillermo y María,
debieron aceptar la Declaración de Derechos. Allí se establecía que el rey
debía pertenecer a la Iglesia anglicana y que no podía convocar ejércitos, ni
establecer o suspender leyes o cobrar nuevos impuestos sin autorización del
Parlamento. En síntesis, se establecieron los principios de la monarquía
limitada, sobre la que construyó su teoría política el filósofo inglés John
Locke (1632-1702), y que se transformó en modelo para aquellos que lucharon
contra el poder absoluto de los reyes.
Y en estos caminos
divergentes que recorrieron Francia e Inglaterra puede encontrarse una de las
claves de la evolución posterior que configurará el carácter de las
"revoluciones burguesas".
Aristocracias y burguesías. La corte y la
ciudad
En donde pudieron controlarse las
resistencias, como en el caso de Francia, la monarquía quedó fortalecida y el
poder del rey consolidado. La nobleza mantuvo su dominio económico y su
prestigio social pero perdió, como señalamos, poder político. Fue alejada de
las regiones donde tenía peso e influencia: en las provincias habían sido
reemplazados por los intendentes, funcionarios que hacían sentir la
autoridad monárquica. Sin sus viejas funciones, la nobleza fue reducida a
cumplir un papel ornamental en la corte del rey. En efecto, desde 1664,
en Francia, la corte de Luis XIV se había instalado en Versalles, donde culminó
la representación del poder absoluto. La otrora turbulenta nobleza francesa
aparecía allí encerrada -como señala Robert Mandrou- en una jaula de oro pero
encerrada al fin, girando alrededor de la persona del rey en una serie de
ceremonias que regían la vida cotidiana.8
Todas ellas estaban
regladas por la etiqueta hasta en sus más mínimos detalles. El rey, en el
centro de la corte, ofrecía un espectáculo con los mayores nombres de la
nobleza de Francia atento a sus gestos, a sus menores deseos.
También los días
transcurrían entre fiestas, llamadas los Placeres de la Isla Encantada,
funciones de ballet, y representaciones teatrales. Porque la corte era también
el mundo de Lully, nombrado intendente de música real, de Racine y de Moliere.
Y todo este
espectáculo cumplía un importante papel: la vida de la corte debía dar una
imagen de ocio y felicidad permanente, debía mostrar un mundo atemporal, no
alterado por el cambio.
¿Qué función
cumplía entonces la corte? En primer lugar, dotaba a la monarquía del brillo
necesario para reforzar la idea de absolutismo. En segundo lugar, alejaba a la
nobleza de la función política, pero al mismo tiempo mostraba su superioridad
colocándola en un mundo inaccesible para el resto de la sociedad. Por eso la
vida en la corte era un espectáculo que se desarrollaba como en un escenario:
el público estaba constituido por el resto de la sociedad.
En rigor, la corte
constituía el símbolo más claro de la sociedad estamental, en la que cada
persona -por nacimiento o por privilegio— ocupaba un lugar determinado por sus
vínculos con el poder, los fundamentos materiales de su existencia, y por el
honor, es decir, un prestigio específico.9
Indudablemente,
cada estamento (nobles, burgueses, campesinos) conocía una profunda
diferenciación interna; sin embargo, a cada estamento le correspondían símbolos
sociales propios -expresados en costumbres, moral, indumentaria, sociabilidad-
que mantenían su cohesión y los separaba de los demás.
Los nobles
integraban el estamento dominante, caracterizado por el privilegio. Pero la
nobleza cortesana, la alta nobleza, constituía una minoría estrictamente delimitada.
Por debajo, podía situarse la nueva nobleza togada -que si bien ascendía
política y socialmente no era aún reconocida plenamente por la vieja nobleza de
sangre- y, fundamentalmente, la amplia capa de la baja nobleza o nobleza rural.
Y en este último grupo se expresó con claridad lo que algunos autores
definieron como "la crisis de la aristocracia". En efecto, muchas
familias nobles se encontraban empobrecidas y endeudadas. Sin embargo, esto no
significaba que no pudieran sustentarse con las rentas de sus tierras. Sus
problemas radicaban en el imperativo de la ostentación, imperativo que surgía
de las reglas estamentales y que frecuentemente excedía sus posibilidades
materiales. En este sentido, la racionalidad de la vida nobiliaria era
radicalmente diferente a la de la burguesía: el honor era para el noble más
importante que la acumulación de riqueza.
En Europa occidental, Francia constituyó tal
vez el modelo más acabado de sociedad estamental. Sin embargo, el fenómeno no
fue exclusivamente francés. En España, por ejemplo, la capa más alta de la
nobleza, los grandes" constituían una poderosa minoría; por debajo, los
caballeros e hidalgos constituían una baja nobleza, muchas veces, empobrecida.
Los hidalgos tuvieron un papel importante en la creación del imperio colonial,
para tratar de conseguir en ultramar lo que en España les era negado: re
de diferentes maneras. Y sobre todo convivía
con la pobreza, la criminalidad y la discriminación social. Las
transformaciones de la agricultura habían empujado a muchos a la vagancia,
mientras el número de pobres aumentaba notablemente. En todos las regiones
existían mendigos y vagabundos, en particular, en Inglaterra, a causa de los
cercamientos y en Francia, a causa de las guerras. Sin embargo, fue España el
país de la vagancia por antonomasia y donde se le mostraría además el más alto
grado de tolerancia. Donde el trabajo físico se consideraba denigrante, los
mendigos trataban de vivir de la abundancia de los ricos que a su vez
necesitaban de la mendicidad para demostrar su rango social, ya que dar limosna
era consustancial a la ostentación. De este modo, parece conformarse una
sociedad parasitaria -favorecida en el siglo XVI por la afluencia del
oro americano- en donde hasta los mendigos podían tener un sirviente. ¿Acaso el
Lazarillo de Tormes era algo diferente de la situación que se retrata?
De este modo, en
Europa occidental, la vagancia y la marginalidad se transformaron en fenómenos
absolutamente normales. Y de allí surgió un grupo abigarrado y de ningún modo homogéneo
de aventureros, artistas, saltimbanquis, soldados mercenarios licenciados,
peregrinos, buhoneros, gitanos y mendigos provenientes de las clases más
empobrecidas e incluso de marginales proscriptos que constituían un mundo
particular con sus propios códigos, su lengua y su cultura. Los hombres eran en
él mayorita- rios, aunque el número de mujeres tampoco era despreciable. Y la
frontera entre la pobreza y la vagancia y entre la vagancia y el delito se
volvía cada vez más tenue. Algunos grupos alcanzaban un alto grado de cohesión
como las bandas de ladrones o las "hermandades" de mendigos
especializadas en diferentes tipos de delitos. Era el mundo que Cervantes
describió magistralmente en Rinconetey Cortadillo, una de sus Novelas
ejemplares, en que muestra este submundo como la contracara del brillo de
las cortes.
También los piratas
y los corsarios -importante elemento de lucha para los estados— se reclutaban
de estos grupos socialmente desclasados, pero no era extraño que entre ellos
hubiera algunos representantes de la nobleza empobrecida que esperaban hallar
en el mar la suerte que no habían tenido en la tierra. Estos formaban un mundo
propio, ya que habían quemado todas las naves de regreso a la sociedad
burguesa, y vivían exclusivamente del robo y el saqueo no perdonando ni a los
barcos de guerra ni a los mercantes.
Para impedir estas
situaciones sería necesario definir la contravención de las normas del nuevo
orden estatal, con lo que se penalizaría por primera vez toda una gama de
comportamientos populares.
3. Las transformaciones del pensamiento La
división de la cristiandad
Durante la época feudal, a pesar de la
fragmentación del poder político, siempre se había aceptado la idea de que
existía -o pot lo menos, debía existir- una instancia superior que unificaba a
la cristiandad. Era una concepción heredada del Imperio Romano, representada en
el ideal de un orden ecuménico. De esta manera se consideraba que esa unidad se
encontraba representada por el Emperador, en el plano político, y por el Papa,
en el plano religioso.
Pero ese ideal de
una unidad ecuménica comenzó a perderse con el ascenso de las monarquías
absolutas: cada rey en su reino era la autoridad suprema, no se reconocía
ninguna otra instancia superior a la que se pudiera apelar. Pero esta ruptura
de la idea de unidad no se dio solamente en el plano político, sino también en
el plano religioso. Desde el siglo XIV, muchos movimientos considerados
heréticos por la Iglesia habían reclamado una espiritualidad más pura y habían
condenado la conducta corrupta de los eclesiásticos. En el siglo XVI estos
movimientos adquirieron la coherencia necesaria para dividir a Europa en dos
áreas: la católica y la reformada.12
En 1515, el monje
alemán Martín Lutero había colocado en las puertas del castillo de Wittenberg
sus célebres 95 tesis oponiéndose a la venta de las indulgencias. Lutero no
aspiraba a dar origen a un movimiento reformista pero, en la medida que sus
críticas se difundieron rápidamente, fue definiendo con mayor precisión su
doctrina: la libre interpretación de la Biblia, la fe como el único medio de
salvación, y el diálogo con Dios como un acto directo e individual. La condena
de su doctrina por el Papado (1519) y su posterior excomunión tuvieron efectos
distintos a los buscados por Roma: a partir de allí se inició el movimiento
conocido como la Reforma» que se difundió por el norte y centro de
Europa, dando origen a numerosas interpretaciones locales.
Entre estas
interpretaciones locales, la más importante fue la desarrollada en Suiza por
Juan Calvino (1509-1564). En efecto, el calvinismo generó una dinámica que a
largo plazo contribuyó a transformar a la sociedad influenciando sobre todo el
protestantismo e incluso sobre el mismo catolicismo. Excluyendo cualquier
práctica religiosa de carácter mágico-católica, a partir de una severa
disciplina eclesiástica, consideraba a la fe no como un mero reconocimiento
intelectual sino como una conducta que se refle-
'Tenenti, Alberto (1985), pp. 188-217.
jaba en la vida cotidiana, tanto en la esfera familiar
como en la praxis estatal. En síntesis, el calvinismo impulsó una vida
comunitaria activa que impregnó todos los ámbitos de la existencia.
La influencia del
calvinismo sobre el catolicismo se advierte en el jansenismo, movimiento
que se formó en Francia por oposición a la influencia que los jesuítas ejercían
dentro de la Iglesia romana. Contrarios a toda manifestación religiosa externa
de pompa y lujo, los jansenistas abogaban por un rigorismo ético. Si bien el
movimiento, indudablemente elitista, había surgido en círculos clericales
pronto se extendió a capas de la nobleza y de la burguesía letrada. Incluso, su
relación con círculos literarios y científicos -Racine y Pascal fueron
jansenistas— aumentó su prestigio social. A pesar de la condena papal a
comienzos del siglo XVIII, la influencia del jansenismo, fuera y dentro de
Francia, se extendió hasta entrado el siglo XIX.
La rebelión contra
Roma llegó también a Inglaterra. En un primer momento, el rey Enrique VIII
(1509-1547) se había opuesto al movimiento reformista e incluso escribió un
manifiesto en contra de Lutero que le valió el título de "defensor de la
fe". Sin embargo, pronto se iniciaron los conflictos religiosos. La
Iglesia católica en Inglaterra poseía grandes bienes, fundamentalmente tierras,
y privilegios políticos que eran considerados por la corona un obstáculo para
la consolidación de un poder monárquico fuerte y centralizado. El conflicto
estalló en 1527 a raíz del pedido que hizo Enrique VIII al Papa sobre la
anulación de su matrimonio. La negativa del Papa le dio a Enrique VIII la
oportunidad de romper con Roma y controlar los bienes eclesiásticos. El rey se
proclamó jefe de la Iglesia dando origen a la Iglesia Anglicana, que se
consolidó durante el reinado de su hija Isabel I.
El protestantismo,
en particular el calvinismo, era la confesión de los sectores altos de la
sociedad, fundamentalmente, urbanos. En efecro, el rigor intelectual y moral
que se exigía, la necesidad de la lectura para la libre interpretación de la
Biblia, ofrecían escasas posibilidades de participación a los campesinos cuyo
apego, además, a los ritos católico-mágicos era difícil de desarraigar. Sin
embargo, en algunas regiones, algunos seguidores de la Reforma también
orientaron el movimiento hacia la esfera social: los predicadores llamados
"evangelistas" partieron de la región de Turingia y Sajonia y
difundieron una doctrina que pronto se confundió con los conflictos sociales.
En 1524, en el sudeste de Alemania se inició un movimiento campesino que
reclamaba, en nombre de la religión reivindicaciones como la abolición de los
censos y de las prestaciones personales. Al año siguiente sus demandas se
ampliaron e incluían reformas políticas: querían la instauración de la Ciudad
de Dios en la Tierra. De esta manera, en Fran- conia se intentó poner en
práctica una reforma que incluyera a toda la so
ciedad y a sus bienes buscando formas de vida
más igualitarias. El movimiento se extendió y alcanzó regiones de Austria y del
Tirol, adoptando distintas expresiones. En Turingia, Thomas Müntzer (1489-1525)
predicaba entre los campesinos no sólo la comunidad de bienes sino también la
necesidad de la muerte de los "enemigos de Dios" que para él eran los
nobles y el clero. Sin embargo, estas expresiones igualitarias no entraban
dentro de la reforma propuesta por Lutero, que no dudó en alentar a la nobleza
para que reprimiera a los campesinos y restaurara la autoridad política.
En Suiza, las ideas
de Lutero fueron reelaboradas también por Ulrico Zwinglio a partir de la
exclusiva aceptación de la Ley de Dios revelada en las Escrituras. A partir de
este principio, Zwinglio estableció en Zurich un gobierno teocrático, donde él,
llamado El Profeta, era quien dirigía las decisiones de la comuna. Sin embargo,
esto no fue totalmente aceptado. Los cantones suizos se dividieron en
protestantes y católicos y comenzó una guerra civil que concluyó con la muerte
de Zwinglio (1531) y el acuerdo de que la elección de religión y la
organización de la Iglesia deberían ser decididas por cada cantón.
Al mismo tiempo, en
Suiza comenzó a difundirse otro movimiento religioso de gran aceptación entre
los sectores populares, tanto rurales como urbanos. Llamados anabaptistas,
sostenían que nadie debía ser bautizado hasta no comprender el contenido de la
fe. Proponían entonces un segundo bautismo para los adultos. La difusión del
anabaptismo —que organizó comunidades en Alemania y los Países Bajos- también
provocó conflictos. El más grave ocurrió en la ciudad de Munster, al norte de
Alemania en donde los anabaptistas expulsaron a todos los que no aceptaban el
segundo bautismo y durante un año organizaron una comunidad llamada "Jeru-
salem Celeste" en donde impusieron la comunidad de bienes y la abolición
del matrimonio para prepararse para el Apocalipsis considerado como el fin del
mundo. La sublevación de Munster fue reprimida por un ejército de nobles y sus
principales cabecillas fueron ejecutados (1535). Sin embargo, a pesar de la
represión a la que fueron sometidos, muchos de ellos mantuvieron sus creencias
y se difundieron por distintas ciudades de Europa.
Ante el avance de
estos movimientos, la Iglesia romana decidió tomar una serie de medidas que se
conocen como Contrarreforma o Reforma católica. Una de las principales medidas
fue la convocatoria del Concilio de Trento (1545-1563) que fijó el dogma y
estableció un estricto control sobre el clero y las órdenes religiosas. Pero
era además necesario reforzar la debilitada autoridad papal. Para ello, la
Iglesia se apoyó en la Compañía de Jesús, recientemente fundada por Ignacio de
Loyola (1534), caracterizada por su disciplina y su obediencia al Papa, cuyo
objetivo era la enseñanza
para robustecer las creencias católicas.
Además, para la vigilancia de los fieles, evitar desviaciones y controlar los
avances protestantes se reorganizó el Tribunal de la Inquisición.
En rigor, la
Iglesia católica procuraba cambiar la actitud frente a la religión: la
"salvación" no podía ser una cuestión individual, sino que debía
involucrar a toda la sociedad. Se trataba de reemplazar una actitud
contemplativa por una acción militante definida como "apostolado".
Con este fin organizaron misiones para la conversión de los
"infieles" en Asia y América. Pero esto no significa desconocer ni
minimizar las acciones que se desarrollaron dentro de la misma Europa, en
particular entre los campesinos. Las antiguas fiestas populares, muchas de
viejo carácter pagano que persistían fuertemente, fueron transformadas
adoptando un carácter religioso. Algunos cultos campesinos, sospechosos de
escasa ortodoxia como el culto a los santos y a la Virgen María, fueron
reorganizados y autorizados, e incluso, el "marianismo" fue
firmemente estimulado. Se trataba de difundir entre los pobres una religión que
fundamentalmente apelara a los "sentimientos," en contraposición al
frío rigorismo protestante.
Entre los
campesinos, era necesario además desterrar viejas creencias populares,
consideradas supersticiosas, y sobre todo los sueños de una vida sin
opresiones. Se trataba también de hacer desaparecer prácticas como la brujería,
estrechamente ligada a usos tradicionales. En efecto, la "creencia en las
brujas" junto con la astrología y la magia estaban ampliamente difundidas
en las sociedades agrarias, como expresión de sentimientos de dependencia
directa de la naturaleza dentro de la vida cotidiana. Sin embargo, a partir del
siglo XVI y durante el siglo XVII comenzó a perseguírsela con particular
ensañamiento: muchos -y sobre todo, muchas mujeres- fueron condenados a morir
en la hoguera acusados de brujería. Y al mismo tiempo que se la combatía surgía
la imagen de la brujería como una conspiración coherente inspirada por el
demonio -es decir, una contrarreli- gión- con su propia organización expresada
en el sabbat (o en vasco, aquelarre, es decir, la reunión de brujas).
De la lectura de
los procesos de brujería, puede afirmarse que todos los condenados eran
inocentes y los delitos de los que los acusaban inexistentes (a menos que
estemos convencidos de la posibilidad de trasladarse por los aires, reunirse en
el sabbat, tener relaciones sexuales con el demonio, etc.). Sin embargo,
para esa época, la brujería constituía una realidad. Entre los condenados había
confesiones espontáneas, por histeria o autosugestión -no podemos olvidar el
uso de alucinógenos en algunas prácticas populares- y también arrancadas por el
tormento. Pero tal vez, para comprender la extensión del fenómeno, la clave
esté en preguntarse quiénes
eran los condenados. Aunque también hubo
procesos resonantes, como el caso de Loundun, en general, los principales
afectados provenían de los estratos más pobres y marginales de la sociedad:
hombres y sobre todo mujeres —como Eva, símbolo de la naturaleza y la
sexualidad-, niños, viejos, deformes y proscriptos sociales.13
Si la creencia
generalizada era que los marginados sociales podían enfrentar la discriminación
por un pacto con el demonio, y desarrollaban formas de conducta que, de hecho,
producían un efecto amenazador sobre las clases amantes del orden, también era
creencia generalizada la necesidad de su exterminio. Entre los campesinos, la
misma persecución permitía además consolidar la imagen de las brujas como las
responsables de sus catástrofes: no eran víctimas de reyes y señores, sino de
algún vecino o vecina que practicaba sus malas artes... De este modo, el Estado
y la Iglesia, como responsables de las campañas contra estos enemigos
imaginarios de la sociedad, no sólo desplazaban responsabilidades sino que
podían consolidar su posición y transformarse en elementos insoslayables para
asegurar el orden y la paz social.
En síntesis, tras
la Reforma, Europa había quedado dividida en dos grandes áreas religiosas. Sin
embargo, la ruptura de la unidad también se aceleró por una
"nacionalización" de las iglesias locales que quedaron cada vez más
subordinadas a la autoridad del Estado. La situación fue muy clara en el área
reformada donde, como en el caso de Inglaterra, el rey era la cabeza de la
Iglesia; o en Alemania, donde la difusión del luteranismo estuvo estrechamente
relacionada con la acción de los príncipes alemanes. Pero también el fenómeno
se dio en el área católica. En muchos países, la Inquisición fue una
institución religiosa, pero fundamentalmente un instrumento de la monarquía
para mantener el orden social y político. En Francia, las doctrinas galicanas
en el siglo XVII consideraron a la Iglesia un aparato de la estructura del
Estado. El Estado absolutista también incluía la esfera religiosa, al mismo
tiempo que la pérdida del ideal ecuménico permitía también construir una
incipiente idea de "nacionalidad".
Desde el mundo urbano, el distanciamiento de
la naturaleza había permitido transformarla en una fuente de placer estético,
en una actitud que cul-
» Véase Kamen, Henry (1990), pp. 182-213 y 259-285.
minó en el llamado Renacimiento. Pero el
distanciamiento también permitía observarla, preguntarse sobre sus causas, y
actuar sobre ella. De este modo, esas actitudes frente al conocimiento, que habían
comenzado a esbozarse desde el siglo XI, también culminaron en este período, en
lo que puede considerarse la conformación del pensamiento científico.
La expansión
geográfica y del descubrimiento de América habían causado un profundo impacto
sobre el conocimiento. En primer lugar, sobre los conocimientos prácticos
(astronomía náutica, técnicas de navegación, cartografía). Pero además produjo
un fuerte impacto sobre muchas concepciones admitidas. Ideas anteriormente
aceptadas -sobre las dimensiones de la Tierra, sobre los continentes que la
conformaban- debieron ser abandonadas. Ya no era suficiente la aceptación
dogmática de la verdad, según las afirmaciones de los Sagradas Escrituras,
Aristóteles o Ptolomeo. Para conocer se hacía necesario observar reiteradamente,
corregir, comparar. Se podía conocer y operar sobre la naturaleza.
La nueva actitud
ante el conocimiento resultó evidente en el desarrollo de la astronomía. El
primer paso fue dado por Nicolás Copérnico (1473-1543). Tras comparar las
teorías de Aristóteles y Ptolomeo con las observaciones hechas por los árabes
pronto advirtió sus contradicciones. De esta manera, llegó a formular una
teoría que -si bien conservaba todavía rasgos de la astronomía antigua-
introducía una novedad sustancial: el doble movimiento de los planetas sobre sí
mismos y alrededor del Sol. Con Juan Kepler (1571-1630) acabó por derrumbarse
la astronomía antigua: sus leyes afirmaron que las órbitas planetarias son
elipses. Pero si Copérnico y Kepler revolucionaron la astronomía teórica, fue
Galileo Galilei (1564-1642), con el telescopio, quien transformó la astronomía
de observación. Pero estas audacias tuvieron también sus límites. Por su
defensa del sistema de Copérnico -que contradecía la opinión de los teólogos
que consideraban la idea sobre el movimiento de la tierra opuesta a las
Sagradas Escrituras-, Galileo debió retractarse ante la Inquisición (1633).
El conflicto
radicaba en que comenzaba a derribarse el edificio de la sabiduría heredada, se
ponían en tela de juicio los conocimientos admitidos y el principio de
autoridad. Comenzaba a caer un sistema jerárquico y eran válidas todas las
preguntas. Los interrogantes planteaban cuestiones que ponían en tela de juicio
el saber dogmático: cuál era el lugar del hombre en el Universo y,
fundamentalmente, cuál era el lugar de Dios. Giorda- no Bruno (1548-1600), uno
de los filósofos más originales del siglo XVI, ya había intentado dar una
respuesta: toda la naturaleza es la manifestación infinita de Dios. Pero, por
eso mismo, acabó en la hoguera, condenado por hereje. En efecto, ante la
quiebra de una concepción jerárquica del Univer-
so la primera reacción provino de las
iglesias: no sólo la Inquisición católica condenó a los que impugnaban el saber
heredado, también Calvino condenó a morir en la hoguera al médico Miguel Servet
(1511-1553), quien había descubierto la circulación pulmonar de la sangre.
Pero la represión
no pudo impedir la principal característica de las nuevas actitudes mentales.
Como señala José Luis Romero, se había operado la distinción entre realidad e
irrealidad: se desglosaba la realidad natural o sensible como cognocible, de la
irrealidad (o realidad sobrenatural, si se prefiere) admitiendo que ésta no era
cognocible por las mismas vías que la anterior. De esta manera, la filosofía
comenzó a interrogarse sobre la posibilidad del conocimiento, por la relación
entre la realidad natural como objeto del conocimiento, y el individuo como
sujeto de ese conocimiento. También comenzaron entonces a plantearse los problemas
de método: era importante qué se conocía, pero también cómo se lo conocía.
Estos eran los típicos problemas de la filosofía moderna, de Descartes
(1596-1650), quien formuló las reglas del método, y de Francis Bacon
(1561-1626), quien estableció las bases del método experimental.14
Finalmente, la
construcción del pensamiento científico moderno -es decir, el de las vías para
el conocimiento de la realidad- culminó con Isaac Newton (1642-1727), quien
formuló las leyes de la gravitación: el Universo podía ser tratado como un
enorme mecanismo que funcionaba de acuerdo con leyes físicas. Dios lo había
creado -aún no se ponía en duda-, pero funcionaba de acuerdo con sus propias
leyes como un sistema mecánico desligado de cualquier ¡dea moral o
trascendente. La física podía transformarse entonces en el instrumento del
hombre culto contra la superstición.
Las
transformaciones del pensamiento culminaron en el siglo XVIII -el Siglo de las
Luces- en el desarrollo de un movimiento intelectual conocido como la Ilustración,
que abarcó distintas ramas del conocimiento: la filosofía, las ciencias
naturales, la física, la economía, la educación, la política. Los intelectuales
de la Ilustración fueron llamados "filósofos", término que se originó
en Francia, donde éstos eran más activos e influyentes (Montesquieu, Diderot,
Voltaire, Rousseau, D'Alembert, BufTon, Turgor, Condorcet, entre otros). Además
fueron quienes condensaron su pensamiento en la Enciclopedia, publicada
por Diderot y D'Alembert, en los 17 volúmenes que se editaron entre 1751 y
1772.15
La Enciclopedia
fue el intento de coordinar todo el saber adquirido en la época: un balance o
una suma que se consideró necesaria en un tiempo
14 Véase
Romero, José Luis (1987), pp. 26-137.
11 Véase
Rudé, George (1982), pp. 184-215.
en el que se reconoció la imposibilidad de
dominar todas las ciencias en un solo pensamiento. Pero era también el deseo de
abrir perspectivas, de dominar los descubrimientos y de buscar un orden para el
mundo. Era una ventana a un porvenir que los filósofos querían y creían mejor.
La Enciclopedia no aportó una doctrina ya que, ante los grandes
problemas de la época que cotidianamente se discutían, los filósofos no tenían
una postura común. Entre ellos había divergencias, pero también es cierto que
compartían ciertas actitudes básicas.
¿Cuáles fueron
estas actitudes? Todos ellos pusieron en tela de juicio los conocimientos
heredados del pasado y rechazaron la religión revelada -aunque algunos de
ellos, como Voltaire, no dejaron de reconocer su utilidad como instrumento de
control social para las clases populares proclives al desorden-.
Fundamentalmente se oponían al dogma; su confianza radicaba en la razón, a la
que consideraban capaz de comprender el sistema del mundo sin necesidad de
recurrir a explicaciones teológicas. Todos ellos consideraron que sus
conocimientos no eran especulativos, sino que aspiraban a construir una
"filosofía práctica" capaz de introducir transformaciones sociales y
políticas. Compartían además una confianza básica, un optimismo profundo en dos
cosas: en primer lugar, en la capacidad de los hombres para dominar y
comprender la naturaleza; en segundo lugar, en el futuro de los hombres, en su
capacidad de perfeccionamiento y en la posibilidad de alcanzar la felicidad.
Además de compartir estos principios, los filósofos compartían la conciencia de
formar una élite, un pequeño grupo de hombres ilustrados capaces de influir en
la sociedad y en la política mediante la difusión de sus ideas.
Los filósofos
habían recibido la influencia de los pensadores del siglo XVII, como Descartes
o Francis Bacon, respecto a las posibilidades de alcanzar el conocimiento, e
incluso de Newton. Entre ellos cobraba fuerza la idea de que si era posible
conocer las leyes de funcionamiento del mundo físico, también era posible
conocer las leyes de funcionamiento de la sociedad y la política. Lo importante
era alcanzar saberes que permitieran su transformación. En este sentido, habían
sido fuertemente impactados por John Locke y su Tratado sobre elgobiemo
civil (1690): la idea de la monarquía limitada, la idea de que entre
los monarcas y los subditos se establece un "contrato", y que si el
rey no lo cumple el pueblo tiene derecho a romper (tal como había ocurrido en
las "revoluciones inglesas" de 1640 y 1688).
Montesquieu
(1687-1755), en 1721, había escrito Cartas persas, donde bajo la
máscara de un visitante persa, hizo el comentario crítico de las costumbres e
instituciones políticas de Francia. Pero su obra fundamental fue El espíritu
de las leyes (1748), donde teniendo como modelo la organi-
zación política inglesa, planteó limitar el
poder de la monarquía, para evitar que el poder absoluto se transformase en
despotismo, mediante la división de poderes. Para ello propuso la creación de
cuerpos intermedios que sirvieran de control y de contrapeso al absolutismo de
la corona, cuerpos que debían estar formados por la aristocracia. En síntesis,
a pesar de que Montesquieu puede considerarse como uno de los teóricos del
parlamentarismo moderno, su intención fue la defensa de los derechos de las
aristocracias frente a la monarquía.
Voltaire
(1694-1778), a diferencia de Montesquieu, se oponía a los privilegios de la
aristocracia. Los límites al poder de la corona no estaban, desde su
perspectiva, en la creación de cuerpos intermedios sino en la formación de
monarquías ilustradas. Los filósofos debía transformarse en
"asesores" de los monarcas para que éstos pudieran desarrollar
políticas racionales que condujeran a la "felicidad del reino".
Conocido como poeta y dramaturgo, Voltaire debió huir de París tras la
publicación de Cartas filosóficas (1734), pero esto no le impidió
continuar difundiendo sus ideas en poemas {Discurso sobre el hombre),
novelas (Cándido), ensayos {Ensayo sobre las costumbres),
obras históricas, cartas, libelos y fundamentalmente, desde 1760, en su Diccionario
filosófico.
Una perspectiva de
análisis diferente se perfiló en Jean Jacques Rousseau (1712-1778). Rousseau
había publicado en 1755 el Discurso sobre la desigualdad. Desde
su perspectiva, la igualdad se encontraba en el estado primitivo de la
naturaleza; la pérdida de la igualdad y la libertad - lo mismo que la pérdida
de la inocencia primitiva de los hombres- se producía por la influencia
corruptora de la sociedad. En síntesis, Rousseau sostenía una visión negativa
de la sociedad, tal como también aparece reflejada en Emilio (1762),
su libro sobre educación.
Pero la pregunta a
la que Rousseau buscaba responder era: ¿cómo los hombres pueden recuperar su
libertad y su igualdad? La respuesta la formuló en el Contrato social
(1762). Sólo mediante un "contrato", a través del cual los
hombres se unan para vivir en sociedad puede conseguirse una mayor libertad y
dignidad humana. Ese "contrato social" debía expresarse en leyes que
emanen no sólo del rey sino de la "voluntad general", es decir, de la
voluntad de los hombres reunidos en sociedad por medio del contrato. Las leyes
debían representar esa "voluntad general" y todos debían cumplirlas,
tanto los monarcas como los subditos.
Estas ideas tuvieron una amplia acogida entre
algunos monarcas europeos que buscaban dar una base racional a sus gobiernos:
Francisco II de rusia invitó a Voltaire a su corte; José II de Austria se apoyó
en Montesquieu y en Rousseau para dar una base científica a su gobierno; Catalina
de Rusia, también invitó a Voltaire y a
Diderot. Pero también tuvieron fuertes opositores. La principal oposición
provino de la Iglesia católica, no sólo por la ruptura con las concepciones
jerárquicas del Universo y la sociedad que implicaba el pensamiento ilustrado,
sino sobre todo, por su carácter antirreligioso. De este modo, la Enciclopedia,
la obra de Voltaire y de Rousseau, entre otros, figuró en el Index de
libros condenados y prohibidos por la Iglesia. Esto no impidió, sin embargo,
que algunos miembros del clero leyeran a los pensadores ilustrados y se
transformaran incluso en sus difusores.
¿Entre quiénes se
difundieron las ideas de la Ilustración? En primer lugar, se difundieron en las
cortes y entre las aristocracias; y entre las burguesías adineradas -hay que
pensar en el alto costo de los libros—. Pero fundamentalmente se propagaron
entre cierta burguesía letrada que comenzaba a crecer: funcionarios, abogados,
profesores, periodistas. Se difundieron a través de la lectura de libros, pero también
de periódicos y folletos publicados deliberadamente para la difusión de estas
¡deas. Los ámbitos fueron las academias científicas, las sociedades literarias,
salas de lectura y los salones, una de las formas de sociabilidad más
característica de la época. En los salones, las mujeres de la aristocracia o de
la burguesía eran quienes convocaban a veladas científicas o literarias que
paulatinamente adquirieron un sesgo más político: eran lugares de cita de
académicos y de filósofos donde se leían y discutían las nuevas ideas en ese
"aire de libertad” que, a juicio de Diderot, caracterizaba el siglo. Pero
también había una difusión "boca a boca", en esos otros ámbitos de
sociabilidad que comienzan a difundirse en las grandes ciudades como París y
Londres: las "casas de consumo de café", que pronto se transformaron
en centros privilegiados para la reunión y las largas conversaciones de un
público masculino.
Un lugar clave para
la difusión de las nuevas ideas lo constituyó la masonería, una sociedad
secreta —que se remontaba a orígenes corporativos medievales- caracterizada por
ritos iniciáticos y ceremonias estrictamente reservadas a sus miembros; se
difundió rápidamente en Francia a medida que transcurría el Siglo de las Luces.
En 1771, por ejemplo, ya había 154 logias en París y más de trescientas en las
ciudades de provincia.
Pero los ideales
masónicos de renovación estuvieron lejos de quedar circunscriptos a Francia. A
través de la sublime inocencia de La flauta mágica (1791), de sus
personajes ingenuos y mágicos, Mozart—que también podía pensar en términos
ideológicos cuando escribía su música- transmitió muchos de los símbolos y de
los principios de la masonería: los principios de amor por la humanidad, la
idea del triunfo de la luz y la razón sobre el odio y la oscuridad. Y no dudó
en mantener el libreto en alemán -cuando
la ópera "culta" exigía el
italiano-, para realizar una de las primeras grandes obras de arte dedicadas a
la propaganda.
A través de sus
formas de difusión, resulta claro que las ideas de la Ilustración fueron
primordialmente un fenómeno urbano, del que los sectores populares habían
quedado excluidos. En primer lugar, porque si bien la alfabetización creció —el
maestro de escuela aparecía como un nuevo tipo social-, los progresos aún no
fueron notables. En segundo lugar, por el temor de los mismos ilustrados, ante
los potenciales efectos de estas ideas sobre los pobres. En el campo, como
señala Mandrou, si Rousseau o Voltaire tuvieron un lector, ése era el cura de
la aldea. En su inmensa mayoría, si los campesinos ocuparon su lugar en la
Revolución —después de haber reclamado la abolición de diezmos y de cargas- fue
en función de antagonismos sociales y no por la propaganda filosófica.
4. La "crisis" del siglo XVII
Hacia fines del siglo XVI nuevamente se
registraron signos de contracción: malas cosechas seguidas de hambrunas y
pestes, caída demográfica, crisis en las manufacturas. Fue además, como ya
señalamos, una época de guerras y levantamientos campesinos. Sin embargo, el
proceso parece contradictorio. Algunas regiones, como la Europa mediterránea,
fueron más afectadas: descendieron las importaciones y las exportaciones, la
producción agrícola y manufacturera disminuyó. En cambio, otras regiones, como
Inglaterra y los Países Bajos, aunque más lentamente hacia mediados del siglo,
mantenían los signos de expansión. Esto llevó a que entre los historiadores (E.
Hobsbawm, 1954; R. Mousnier, 1954;Trevor Roper, 1959; G. Parker, 1978; M.
Morineau, 1980) se iniciara un debate -todavía no cerrado- acerca de la
adecuación del concepto de crisis para definir las transformaciones del siglo
XVII y sobre la naturaleza de los cambios. En general, puede decirse que el
siglo XVII no conoció una depresión generalizada, pero bien puede aplicarse el
término "crisis" si con él nos referimos a los desajustes que
caracterizaron la economía europea de la época.
Una interpretación
ya clásica de la crisis -la de Eric Hobsbawm— considera que el problema básico
lo constituyeron los límites de la expansión del siglo XVI.16
El comercio y las
manufacturas habían permitido acumular capitales que no pudieron ser
reinvertidos de manera productiva. Con sus grandes
14 Véase
Hobsbawm, Eric J. (1983).
ganancias, la burguesía adquiría tierras -lo
que constituía una vía para el ennoblecimiento- o gastaba en bienes suntuarios.
En rigor, los palacios y las obras de arte renacentistas pueden considerarse
efectivamente desde el punto de vista económico como una gran inversión
improductiva. Sin embargo, los "hombres de negocios" habían actuado
con plena sensatez: no tenían muchas otras posibilidades de inversión.
El obstáculo para
invertir productivamente estaba dado por la falta de un mercado extenso, por
los límites que imponía una sociedad que continuaba siendo mayoritariamente
rural. Las formas de autoabastecimiento, el poco consumo y bajo nivel
adquisitivo constituían una poderosa barrera para encontrar nuevas formas de
inversión. En esta contradicción de la expansión del siglo XVI -que no alcanzó a
romper con los marcos que le imponía la estructura de la sociedad rural-
Hobsbawm encuentra la clave de la "crisis". Pero el problema no era
sólo de los mercados internos. En cierta medida, la especialización de Europa
oriental en la producción de cereales para la exportación había permitido la
relativa especialización de las ciudades de Europa occidental en el comercio y
las manufacturas. Pero, como ya señalamos, la expansión de la producción
cerealera, por ejemplo en el caso de Polonia, había intensificado la
servidumbre (es decir, la falta de capacidad de pago y refuerzo de las formas
de autoabastecimiento) y había beneficiado a un pequeño grupo de grandes
señores. En síntesis, Europa oriental no pudo constituirse en un amplio
mercado, limitando las posibilidades del desarrollo de las manufacturas en
Europa occidental. De este modo, al darse dentro de las estructuras rurales que
aún dominaban en Europa, al no poder hacer "estallar" esas
estructuras, la expansión encontró sus límites. De allí, la llegada de la
crisis.
Sin embargo, hubo
regiones que estaban resguardadas. Era el caso de Inglaterra, donde los cambios
cualitativos en la economía -paralelos a procesos de cambio social y a
transformaciones políticas (las revoluciones inglesas del siglo XVII)- permitieron
aprovechar los efectos de la crisis, en particular la concentración de la
riqueza (tierras, capitales y mercados). La crisis permitió que los grandes
terratenientes prosperaran a expensas de los campesinos y pequeños propietarios
en un proceso que culminó en la "revolución agraria" del siglo XVIII.
La crisis de los
gremios urbanos -que fueron eliminados de la producción a gran escala- permitió
la concentración de las manufacturas bajo el control del capital mercantil.
Asimismo, la concentración del poder económico en las economías marítimas, y el
flujo creciente del comercio colonial, estimuló el crecimiento de las
industrias de la metrópoli.
En este sentido, la
"crisis" barrió con los obstáculos y creó las condicio
nes para el advenimiento del capitalismo. Se
pudo, de esta manera, ingresar en la última etapa: la del triunfo del sistema
capitalista, en la segunda mitad del siglo XVIII. Se entraba en el período de
las "revoluciones burguesas".
Cronología17
1455 En
Inglaterra comienza la Guerra de las Dos Rosas, por la que se impone la
dinastía de los Tudor en el trono inglés.
1456 Gutenberg,
en Maguncia, imprime el primer libro.
1468 Sube al trono Isabel de Castilla.
1473 Nace en Polonia Nicolás Copérnico, quien enuncia en su obra Las revoluciones del mundo celeste, la
posición heliocéntrica.
1488 El marino portugués Bartolomé Díaz alcanza el extremo meridional
de África.
1492 En España, los Reyes Católicos toman Granada. Cristóbal Colón
llega a
América.
1494 El Trarado de Tordesillas ratifica la división territorial de un
hemisferio occidental español y otro oriental, portugués.
1497 Vasco de Gama inicia el viaje que le permitirá alcanzar Calcuta.
1502 Primer
envío de esclavos negros a América. Comienzan a difundirse las cartas de
Américo Vespucio sobre la existencia de un continente nuevo.
1503 Comienza el
reinado del papa Julio II, uno de los grandes mecenas del Renacimiento.
1515 El Papado
inicia la venta de las indulgencias, es decir, la remisión de los pecados, con
el objetivo de obtener recursos para terminar la construcción de la Basílica de
San Pedro. En Alemania, comienza la protesta de Lutero.
Francisco I es rey de Francia.
1516 Carlos de
Habsburgo sube al trono de España como Carlos L Ha heredado del trono de sus
abuelos matemos, Isabel de Castilla y Femando de Aragón.
Solís llega al Río de la Plata.
'519 Carlos de Habsburgo, nieto por rama paterna de Maximiliano
de Austria y María de Borgoña, es consagrado emperador de Alemania como Carlos
V.
Magallanes comienza el viaje de
circunnavegación.
520 El Papado condena a Lutero como hereje. La reforma se extiende de
Alemania a los Países Bajos.
Se desata la guerra entre el
emperador Carlos V y Francisco I, rey de Francia por el control de territorios
en Italia.
Kinder, Hermann
y Hilgemann, Werner (1974),
pp. 212-287.
1527 La Reforma llega a Suecia y Dinamarca.
1531 En Inglaterra, por iniciativa de Enrique VIII, la Iglesia se
separa de Roma.
Tras la decisión del emperador Carlos V de
defender la Iglesia romana, los príncipes alemanes forman la Liga de Esmalcalda
para preparase para la lucha.
1536 Calvino da a conocer los fundamentos de su doctrina reformista,
expuesta en su obra La institución cristiana.
1540 Se constituye la Compañía de Jesús,
fundada por Ignacio de Loyola. 1542 El papa Pablo m confirma el Tribunal de la
Inquisición para perseguir
las herejías.
María Estuardo es reina de Escocia.
1545 En el marco de la contrarreforma
católica, se reúne el Concilio de Trento. 1547 Nace Miguel de Cervantes uno de
los más grandes prosistas españoles. 1553 Los franceses derrotan a Carlos V en
la batalla de Metz.
1555 En Alemania,
tras la derrota de Carlos V, se firma la paz de Ausburgo.
1556. Carlos V
abdica el trono. Su hijo, Felipe n, hereda el trono de España y
su hermano, Fernando, es consagrado
Emperador.
1557 Los intentos
del emperador Fernando I de restaurar el catolicismo en Alemania choca contra
la oposición de los príncipes alemanes.
1558 Isabel I,
hija de Enrique VIII, es reina de Inglaterra.
1559 Se firma el
tratado de Cateau-Cambresis entre España y Francia.
1562 Comienzan en
Francia las Guerras de Religión. Los católicos encabezados por Enrique de Guisa
forman la Santa Liga para combatir contra la Unión Protestante.
1563 Fin del
Concilio de Trenro. Establecimiento definitivo de la Iglesia anglicana en
Inglaterra.
1567 Felipe II envía al Duque de Alba a somerer la sublevación de los
Países Bajos.
1570 Los turcos
toman Chipre.
1571 La baralla
de Lepanto termina con la dominación turca en el Mediterráneo. Durante la
guerra de corsarios, Francis Drake araca las posiciones españolas en América.
1580 Felipe II de
España anexa el reino de Portugal.
Juan de Garay funda Buenos Aires.
1581 Los rusos
comienzan la conquista de Siberia.
La región norte de los Países Bajos adopta
el nombre de Provincias Unidas y declara su independencia.
1582 El papa
Gregorio XIII reforma el calendario.
1588 Para acabar con la hostilidad de Inglaterra, Felipe n de España
organiza la Armada Invencible, que es derrotada por los ingleses. Comienza el
período de la hegemonía comercial de Inglaterra.
1591 Primera expedición de Inglaterra a la India.
1593 Tras abjurar del protestantismo ("París bien vale una
misa"), Enrique IV, de la dinastía Borbón, asume el trono de Francia.
1598
1600
1603
1604
1609
1610
1613
1614
1618
1620
1621
1624
1625 1629 1635 1640 1642
1643
1648
1649
1653
1659
1660 1661
En Francia, el Edicto de Nantes garantiza a
los hugonotes (protesrantes) una limitada libertad de culto e igualdad
política.
En España, hereda el trono Felipe m.
Fundación de la Compañía holandesa de las
Indias orientales.
Al morir Isabel I sin herederos directos,
el trono pasa a Jacobo I, de la dinastía Estuardo, también rey de Escocia.
Primeros intentos franceses de colonización
de Canadá.
Fundación de la Compañía francesa de las
Indias orientales.
Comienza la última expulsión de los moros
en Espafia. Se funda el Banco de Amsterdam.
Tras el asesinato de Enrique IV, Luis XIII
es rey de Francia. Durante el período de minoridad es regente su madre, María
de Médicis.
La dinastía de los Romanov llega al trono
de Rusia.
Los holandeses fundan Nueva Amsterdam
(actualmente Nueva York), en la isla de Manhattan.
Comienza la Guerra de los Treinta Años como
un conflicto religioso que culmina en una lucha por la hegemonía europea.
Los "Padres Peregrinos" llegan a
América del Norte.
En España llega al trono Felipe IV; el
gobierno queda a cargo de su favorito, el conde-duque de Olivares. Comienza la
decadencia del comercio de Sevilla.
Se funda la Compañía holandesa de las
Indias occidentales.
En Francia, durante el reinado de Luis
XIII, el cardenal Richelieu sienta las bases del Estado absolutista.
Comienza la construccióndel palacio de
Versalles,símbolodel absolutismo francés.
Carlos I hereda el trono de Inglaterra.
Carlos I de Inglaterra disuelve el
Parlamento.
Francia declara la guerra a España.
Los ingleses se asientan en la India.
Contra los intentos absolutistas de Carlos
I estalla la guerra civil en Inglaterra. En Francia, llega al trono Luis XIV,
durante su minoridad gobierna su madre Ana de Ausrria.
El cardenal Mazarino se hace cargo de los
negocios públicos en Francia. Fin de la Guerra de los Treinta Años.
En Francia estalla La Fronda.
Tras el Trarado de Westfalia, Holanda se
independiza del poder español. Carlos I es ejecutado en Inglaterra; Cromwell
establece el Common- wealth.
Cromwell es designado Lord Protector de
Inglaterra, instaurando una dictadura.
Se firma la Paz de los Pirineos entre
España y Francia.
En Inglaterra se restaura la monarquía,
Carlos II en el trono.
Comienza el reinado absoluto de Luis XIV.
1664 Fundación
de la Compañía francesa de las Indias orientales.
1665 Carlos II
es rey de España, bajo la regencia de su madre Ana María de Ausrria.
1667 Luis XIV inicia operaciones para tomar posesión de Flandes.
Se desata la llamada Guerra de Devolución.
1670 Francia
ocupa Lorraine.
1672 Comienza la guerra entre Francia y Holanda, auxiliada por
España y el Emperador de Alemania.
1680 Se
establece el imperio colonial francés en América del Norte.
1681 Francia
anexa Esrrasburgo.
1685 Jacobo II llega al trono de Inglaterra intensificándose los
problemas religiosos y políticos.
1688 La "gloriosa revolución* establece los principios de la
monarquía limira- da, Guillermo de Orange desembarca en Inglaterra y ocupa el
trono.
1694 Se crea el
Banco de Inglaterra.
1697 Paz de
Ryswick entre Francia y España, Inglaterra y Holanda.
1698 Comienzan
los conflictos por la sucesión del trono de España.
1701 Tras la
muerte de Carlos II, último rey de la dinastía Habsburgo, comienza la Guerra de
Sucesión en España.
1702 Ana es
reina de Inglaterra.
1707 Unión de Escocia con Inglaterra.
1713 Por el
Tratado de Utrech se reconoce a Felipe V, rey de España a cambio de su renuncia
a la corona francesa. Se inicia la dinastía de los Borbones. Diderot comienza a
publicar la Enciclopedia.
1714 Jorge I, de
la casa Hannover, es rey de Inglaterra.
1715 Luis XV es
rey de Francia bajo la regencia de Felipe de Orleans.
1718 Se forma la
Cuádruple Alianza (Austria, Holanda, Francia e Inglaterra)
contra España.
1727 Jorge II es
rey de Inglaterra; Pedro II, zar de Rusia.
1733 España
participa junto con Francia en la Guerra de Sucesión de Polonia.
1746 Fernando VI es rey de España.
1759 Carlos HI sucede en él trono de España; comienzan a aplicarse las
políticas "ilustradas".
1762 Sube al trono Caralina la Grande, con el proyecto de
occidentalizar Rusia.
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En este capítulo
analizaremos el proceso que culminó con el triunfo de una sociedad burguesa y
capitalista. Para evaluar la magnitud del cambio podemos considerar algunos de
los términos que durante estos años fueron inventados o adquirieron su
significado contemporáneo: "industria",
"fábrica", "clase media",
"proletariado", "capitalismo", "socialismo",
"ferrocarril", "liberal", "conservador",
"ingeniero", "nacionalismo", "estadística" y
muchos otros más. Imaginar un mundo sin esos términos, y los conceptos y las
realidades a las que hacen referencia, nos permiten medir la profundidad de las
transformaciones. 1
1. La época de la "doble revolución"
Dentro de una sociedad predominantemente
rural, con sociedades profundamente jerarquizadas, en una Europa donde aún la
mayoría de las naciones estaba dominada por monarquías absolutas, las
transformaciones comenzaron en dos países rivales, pero de los que ningún
contemporáneo negaría su carácter dominante en el occidente europeo: Inglaterra
y Francia. Constituyeron, como veremos, dos procesos diferentes, pero, por su
carácter paralelo y por sentar las bases del mundo contemporáneo, fueron
definidos por el historiador inglés Eric Hobsbawm como la "doble
revolución".
Es cierto que la
"doble revolución" ocurrió en regiones muy restringidas de Europa —en
parte de Francia, en algunas zonas de Inglaterra—, sin embargo sus resultados
alcanzaron dimensiones mundiales. La división, por ejemplo, entre países
"avanzados" y países "atrasados" encontró allí sus
antecedentes más inmediatos. Es cierto que estas revoluciones permitieron el
ascenso de la sociedad burguesa, pero también dieron origen a otros grupos
sociales que pondrían en tela de juicio los fundamentos de su dominación. En
este sentido, es útil recordar que el ciclo se cierra en 1848, el año
de la última "revolución burguesa",
y en el que Karl Marx publicaba el Manifiesto Comunista.
La Revolución Industrial en Inglaterra
¿Qué significa decir que "estalló"
la Revolución Industrial? Significa que en algún momento, entre 1780 y 1790, en
algunas regiones de Inglaterra -como el caso de Manchester- comenzó a
registrarse un aceleramiento del crecimiento económico. El fenómeno que
actualmente los economistas llaman el "despegue" {take-off)
mostraba que la capacidad productiva superaba límites y obstáculos y parecía
capaz de una ilimitada multiplicación de hombres, bienes y servicios. Pero no
se trataba de una simple aceleración del crecimiento económico, sino que
implicaba cambios cualitativos: las transformaciones se producían en y a través
de una economía capitalista.
Ha habido varias
definiciones de capitalismo. Algunos, como Werner Sombart (1928), lo
consideraron como un "espíritu" que impregnaba la vida de una época.
Ese espíritu era una síntesis del espíritu de empresa o de aventura con la
actitud burguesa de cálculo y racionalidad. Para otros, como Pirenne (1914), el
capitalismo consistía en la organización de la producción para un mercado
distante. Dadas las dificultades temporales de estas conceptualizaciones,
consideraremos el capitalismo como un sistema de producción pero también de
relaciones sociales. En este sentido, la principal caracrerística del
capitalismo es el trabajo proletario, es decir, de quienes venden su fuerza de
trabajo a cambio de un salario. Para que esto ocurra debe haber un presupuesto:
quienes venden su fuerza de trabajo no tienen otra forma de susbsistencia
porque han perdido -a diferencia de los artesanos o de los campesinos— la
propiedad de los medios de producción. Por lo tanto, la principal
característica del capitalismo es la separación entre los productores directos,
la fuerza de trabajo, y la concentración de los medios de producción en manos
de otra clase social, la burguesía.
Indudablemente el
proceso de constitución del capitalismo tuvo varios hitos. En el siglo XIV, la crisis
feudal; en el siglo XVI, el desarrollo del sistema domiciliario rural; en el
siglo XVII, la crisis que desintegró las antiguas formas de producción y, en
Inglaterra, las revoluciones que introdujeron reformas políticas. Pero fue en
el siglo XVIII que la Revolución Industrial afirmó el desarrollo de las
relaciones capitalistas, en la medida en que la aparición de la fábrica terminó
por afirmar la separación entre trabajo y medios de producción.
Los orígenes de la Revolución Industrial
¿Por qué esta revolución "estalló"
en Inglaterra a fines del siglo XVHI? O, planteado de otro modo, ¿cuáles fueron
las condiciones específicamente inglesas que posibilitaron a los hombres de
negocios "revolucionar" la producción?1
En Inglaterra, a
partir del desarrollo de una agricultura comercial -con las transformaciones en
la organización del trabajo y en las formas de producción-, la economía agraria
se encontraba profundamente transformada.
Los cercamientos,
desde el siglo XVI, habían llevado a un puñado de terratenientes con mentalidad
mercantil casi a monopolizar la tierra, cultivada por arrendatarios que
empleaban mano de obra asalariada. En síntesis, a mediados del siglo XVIII, el
área capitalista de la agricultura inglesa se encontraba extendida y en vías de
una posterior ampliación. Es cierto que aún quedaban importantes residuos de la
economía aldeana, pero eficaces políticas gubernamentales estaban dispuestas a
barrerlos a través de las Leyes de Cercamientos (1760-1830). El proceso era
acompañado por métodos de labranza más eficientes, abono sistemático de la
tierra, perfeccionamientos técnicos e introducción de nuevos cultivos (como
papa, maíz, centeno), que configuraban una "revolución agrícola" que
permitía sobrepasar por primera vez el límite del problema del hambre. Los
productos del campo, tanto los agrícolas como las manufacturas —a través del
sistema doméstico—, dominaban los mercados.
De este modo, la
agricultura se encontraba preparada para cumplir con sus funciones básicas en
un proceso de industrialización. En primer lugar, en la medida en que la
"revolución agrícola" implicaba un aumento de la productividad,
permitía alimentar a más gente. Pero no sólo esto, sino que -más importante
aún- permitía alimentar a gente que ya no trabajaba la tierra, a una creciente
población no agraria. En este sentido, muchos historiadores consideran que los
cambios de la agricultura fueron el motor fundamental para el nacimiento de la
sociedad industrial. En segundo lugar, al modernizar la agricultura y al destruir
las antiguas formas de producción campesinas -basadas en el trabajo familiar y
comunal-, la revolución agrícola" acabó con las posibilidades de
subsistencia de muchos campesinos que debieron trabajar como arrendatarios -los
que corrieron mejor suerte pudieron llegar a ser arrendatarios ricos-, o más
frecuentemente como jornaleros. Y muchos también debieron emigrar a las ciuda-
des en busca de mejor suerte: se creaba así un
cupo de potenciales reclutas para el trabajo industrial.
Pero la destrucción
de las antiguas formas de trabajo no sólo liberaba mano de obra, sino que al
destruir las formas de autoabastecimiento que caracterizaban a la economía
campesina, creaba consumidores, gente que recibía ingresos monetarios y que
para satisfacer sus necesidades básicas debían dirigirse al mercado. Todo el
mundo, por pobre que fuese, debía vestirse y alimentarse. De allí, la
constitución de un mercado interno estable y extenso, que proporcionó una
importante salida para los productos básicos. A partir de ese mercado interno,
recibieron un importante estímulo las industrias textiles, de alimentos
(molinos harineros y fábricas de cervezas), y la producción de carbón,
principal combustible de gran número de hogares urbanos. Incluso la producción
de hierro -aunque en muy menor medida- se reflejó en la demanda de enseres
domésticos como cacerolas y estufas.
Pero también
Inglaterra contaba con un mercado exterior. Las plantaciones de las Indias
occidentales —salida también para la venta de esclavos- proporcionaban cantidad
suficiente de algodón para proveer a la indusrria británica. Pero las colonias,
formales e informales, ofrecían también un mercado en constante crecimiento, y
aparentemente ilimitado, para los textiles ingleses. Y era además un mercado
sostenido por la agresiva política exterior del gobierno británico que no sólo
consolidaba un inmenso imperio colonial, donde se monopolizó el comercio de los
textiles, sino que estaba dispuesto destruir toda competencia. El caso de la
India resulta ejemplar. Si bien las Indias orientales habían sido las grandes
exportadoras de mercancías de algodón, comercio que había quedado en manos
británicas a través de la Compañía de las Indias orientales, cuando los nuevos
intereses comenzaron a prevalecer, la India fue sisremáticamente
desindustrializada y se transformó a su vez en receptora de los textiles
ingleses.
Y esto nos lleva al
tercer factor que explica la peculiar posición de Inglaterra en el siglo XVIII:
el gobierno. La "gloriosa revolución" de 1688, había
instaurado una monarquía limitada por el Parlamento integrado por la Cámara de
los Lores -representativa de las antiguas aristocracias-, pero también por la
Cámara de los Comunes, donde participaban hombres de negocios, dispuestos a
desarrollar políticas sistemáticas de conquista de mercados y de protección a
comerciantes y armadores británicos. A diferencia de otros países, como
Francia, Inglaterra estaba dispuesta a subordinar su política a los fines
económicos.
El desarrollo de la Revolución Industrial
La etapa del algodón
Los papeles jugados por el mercado interno y
por el mercado externo en el desarrollo de la Revolución Industrial británica
fue tema de debate entre los historiadores. Según Eric J. Hobsbawm, el mercado
exterior fue la "chispa" que encendió la Revolución Industrial, ya
que mientras la demanda interior se extendía, la exterior se multiplicaba.
Además considera que la primera manufactura que se industrializó -el algodón-
estaba vinculada esencialmente al comercio ultramarino. Esto no implica para
Hobsbawm negar la importancia del mercado interno -lo considera como la base
para la generalización de una economía industrializada-, pero lo coloca en una
posición subordinada al mercado exterior. Para Hobsbawm, el mercado interior
desempeñó el papel de "amortiguador" para las industrias de
exportación frente a las fluctuaciones del mercado.
Otros
historiadores, como el italiano Giorgio Mori, ponen, en cambio, el acento en el
mercado interno. Consideran que el papel del comercio exterior fue esporádico e
irregular, mientras que el impulso para la industrialización provino
fundamentalmente de la demanda interna. Para Mori, el impulso provino de la
existencia de una masa de consumidores -incluso "pobres"— en
constante expansión por los precios bajos de los nuevos productos, sobre todo,
textiles.2
Sin embargo, no hay
dudas de que la constante ampliación de la demanda -interna, externa o ambas-
de textiles ingleses fue el impulso que llevó los empresarios a mecanizar la
producción: para responder a esa creciente demanda era necesario introducir una
tecnología que permitiera ampliar esa producción. De este modo, la primera
industria "en revolución" fue la industria de los textiles de
algodón.2
La introducción de
nuevas técnicas se desarrolló paso a paso. Para aumentar la producción, en
primer lugar, fue necesario superar el desequilibrio entre el hilado y el
tejido. El torno de hilar, lento y poco productivo, no era suficiente para
abastecer a los telares manuales que no sólo se multiplicaban sino que se
aceleraban por la introducción de la "lanzadera volante". De allí la
necesidad de introducir innovaciones tecnológicas que aceleraron el proceso del
hilado y que, desde 1780, exigieron la producción en fábricas. De este modo,
las primeras fábricas de la Revolución Industrial
fueron establecimientos donde se cardaba el
algodón para hilarlo y, fundamentalmente, hilanderías.
En un primer
momento, el aumento del hilado multiplicó el número de telares y tejedores
manuales, tanto de los que trabajaban de acuerdo con el antiguo sistema
domiciliario como de los que comenzaban a ser concentrados en grandes talleres.
Es cierto que los bajos salarios y la abundancia de trabajadores conspiraron en
contra de la tecnificación de los telares; sin embargo, la abundancia de hilado
y la apertura de mercados en el continente europeo —después de las guerras
napoleónicas, en 1815- llevaron también a la introducción del telar mecánico.
En rigor, la
Revolución Industrial requirió pocos refinamientos intelectuales. Sus inventos
técnicos fueron sumamente modestos, ninguno de ellos —como la lanzadera
volante, la máquina para hilar o el huso mecánico— estaban fuera del alcance de
artesanos experimentados o de la capacidad constructiva de los carpinteros. La
máquina más científica que se produjo, la giratoria de vapor (James Watt,
1784), no estaba más allá de los conocimientos físicos difundidos en la época
-incluso, la teoría de la máquina de vapor fue desarrollada posteriormente por
el francés Carnot, en 1820— y su
aplicación requirió de una práctica que postergó su empleo, con excepción del
caso de la minería.
En síntesis, las
máquinas de hilar, los husos y, posteriormente, los telares mecánicos eran
innovaciones tecnológicas sencillas y, fundamentalmente, baratas. Estaban al
alcance de pequeños empresarios -los hombres del siglo XVIII, que habían
acumulado las grandes fortunas de origen mercantil o agropecuario, no parecían
demasiado dispuestos invertir en la nueva forma de producción— y rápidamente
compensaban los bajos gastos de inversión. Además, la expansión de la actividad
industrial se financiaba fácilmente por los fantásticos beneficios que producía
a partir del crecimiento de los mercados. De este modo, la industria algodonera
por su tipo de mecanización y el uso masivo de mano de obra barata permitió una
rápida transferencia de ingresos del trabajo al capital y contribuyó -más que
ninguna otra industria- al proceso de acumulación. El nuevo sistema, que los
contemporáneos veían ejemplificado sobre todo en la región de Lancashire donde se habían dado estas
nuevas formas productivas, revolucionaba la industria.
La etapa del
ferrocarril
A pesar de su éxito, una industrialización
limitada y basada en un sector de la industria textil no podía ser estable ni
duradera. Las primeras dificulta-
des se constataron a mediados de la década de
1830, cuando la industria textil atravesó su primera crisis. Con la
tecnificación la producción se había multiplicado, pero los mercados no crecían
con la rapidez necesaria; de este modo, los precios cayeron al mismo tiempo que
los costos de producción no se reducían en la misma proporción. Y una prueba de
la crisis fue la marea de descontento social que durante estos años se extendió
sobre Gran Bretaña.
Pero había algo
más. Indudablemente, la industria textil estimuló el desarrollo tecnológico.
Pero también es cierto que ninguna economía industrial puede desarrollarse más
allá de cierto punto hasta poseer una adecuada capacidad de bienes de
producción. Y en este sentido, la industrialización basada en el algodón
ofrecía límites: la industria textil no demandaba —o demandaba en mínimas
proporciones- carbón, hierro o acero. En síntesis, carecía de capacidad directa
para estimular el desarrollo de las industrias pesadas de base.
La
demanda de hierro para la producción de armamentos había conocido un importante
incremento durante el período de las guerras napoleónicas, pero después de 1815
la disminución de lo requerido también había sido notable. En síntesis, las
demandas militares tampoco eran la vía para transformar a Gran Bretaña en un
país descollante en la producción de hierro. Sin embargo, el estímulo provino
de los mismos cambios que se estaban viviendo: el
crecimiento de las ciudades generaba un constante
aumento de la demanda de carbón, principal
combustible doméstico.
El
crecimiento urbano había extendido la explotación de las minas de carbón que,
ya desde mediados del siglo XVIII, empleaba las más antiguas máquinas de vapor
para sondeos y extracciones. Y la producción fue lo suficientemente amplia como
para estimular el invento que transformó radicalmente la industria: el ferrocarril. En efecto, las minas no
sólo
necesitaban máquinas de vapor de gran potencia
para la explotación, sino también un eficiente medio de transporte para
trasladar el carbón desde la galería a la bocamina y fundamentalmente desde
ésta hasta el punto de embarque. De acuerdo con esto, la primera línea de
ferrocarril "moderna" unió la zona minera de Durham con la costa
(1825). De este modo, el ferrocarril fue un resultado directo de las necesidades
de la minería, especialmente en el norte de Inglaterra.
La construcción de ferrocarriles, de vagones,
vagonetas y locomotoras, y el extendido de vías férreas, desde 1830 hasta 1850,
generaron una demanda que triplicaron la producción de hierro y carbón, permitiendo
ingresar en una fase de industrialización más avanzada. Hacia 1850, en Gran
Bretaña, la red ferroviaria básica ya estaba instalada: alcanzaba lejanos pun-
tos rurales y los centros de las principales
ciudades, en un complejo gigantesco a escala nacional. Además, su organización
y sus métodos de trabajo mostraban una escala no igualada por ninguna otra
industria y su recurso a las nuevas tecnologías carecía de precedentes. De este
modo, ya en la década de 1840, el ferrocarril se había transformado en sinónimo
de lo ultramoderno.
También la
construcción de ferrocarriles presentaba un problema: su alto costo. Pero este
problema se transformó en su principal ventaja. ¿Por qué? Las primeras
generaciones de industriales habían acumulado riqueza en tal cantidad que
excedía la posibilidad de invertirla o de gastarla. Hombres ahorrativos más que
derrochadores -volveremos sobre esto- veían cómo sus fortunas se acrecentaban
día a día sin posibilidades de reinvertir: suponiendo que el volumen de la
industria algodonera se multiplicase, el capital necesario absorbería sólo una
fracción del superávit. Y estos hombres encontraron en el ferrocarril una nueva
forma de inversión. De este modo, las construcciones ferroviarias movilizaron
acumulaciones de capital con fines industriales, generaron nuevas fuentes de
empleo y se transformaron en el estímulo para la industria de productos de
base. En síntesis, el ferrocarril fue la solución para la crisis de la primera
fase de la industria capitalista.
La expresión Revolución Industrial fue
empleada por primera vez por escritores franceses en la década de 1820. Y fue
acuñada en explícita analogía con la Revolución Francesa de 1789. Se
consideraba que si ésta había transformado a Francia, la Revolución Industrial
había transformado a Inglaterra. Los cambios podían ser diferentes pero eran
comparables en un aspecto: habían producido una nueva sociedad.
Y esto es
importante de señalar, porque significa que desde sus comienzos la expresión
Revolución Industrial, implicó la idea de profundas transformaciones sociales.
La sociedad se
volvía irreconocible para sus mismos contemporáneos. Desde Lord Byron hasta
Robert Owen, desde distintas perspectivas, dejaron testimonios disímiles pero
que coincidían en describir a esa sociedad en términos pesimistas: el trabajo
infantil, el humo de las fábricas, el deterioro de las condiciones de vida, las
largas jornadas laborales, el hacinamiento en las ciudades, las epidemias, la
desmoralización, el descontento generalizado. Sin embargo, también es cierto
que no para todos los resultados de la Revolución Industrial resultaron
sombríos.
¿Qué tipo de
sociedad se configuró a partir de la Revolución Industrial? Las antiguas
aristocracias no sufrieron cambios demasiado notables. Por el contrario, con
las transformaciones económicas pudieron engrosar sus rentas. La modernización
de la agricultura dejaba pingües beneficios, y a éstos se agregaron los que
proporcionaban los ferrocarriles que atravesaban sus posesiones. Eran propietarios
del suelo y también del subsuelo, por lo tanto la expansión de la minería y la
explotación del carbón concurría en su beneficio. Como señala Hobsbawm, los
nobles ingleses no tuvieron que dejar de ser feudales porque hacía ya mucho
tiempo que habían dejado de serlo y no tuvieron grandes problemas de adaptación
frente a los nuevos métodos comerciales ni frente a la economía que se abría en
la "época del vapor".'4
También para las
antiguas burguesías mercantiles -sobre todo las vinculadas al comercio colonial-
y financieras, los cambios implicaron sólidos beneficios. Ya se
encontraban sólidamente instaladas en la poderosa y extensa red mercantil, que
desde el siglo XVIII había sido una de las bases de la prosperidad inglesa, y
las transformaciones económicas les posibilitaron ampliar su radio de acción.
Muchos de ellos se habían beneficiado por un proceso de asimilación: eran considerados
"caballeros" (gentlemen), con su correspondiente casa de
campo, con una esposa tratada como "dama" (lady), y c on hijos
que estudiaban en Oxford o Cambridge dispuestos a emprender carreras en la
política. A estas antiguas burguesías, el éxito podía incluso permitirles
ingresar en las filas de la nobleza.
La posibilidad de
asimilación en las clases más altas también se dio para los primeros
industriales textiles del siglo XVIII: para algunos millonarios del algodón, el
ascenso social corría paralelo al económico. Es el caso, por ejemplo, de sir Robert Peel (1750-1839), que
iniciado como uno de los primeros industriales textiles, llegó a ser miembro
del Parlamento. A su muerte no sólo dejaba una cuantiosa fortuna, sino también
un hijo a punto de ser designado Primer Ministro (aunque también es cierto que
ese Primer Ministro, en algunos medios cerradamente aristocráticos, muchas
veces no lograba hacer olvidar que era hijo de un fabricante ennoblecido de Lancashire que empleaba a 15.000
obreros).
En síntesis, con
límites, algunos pudieron ser asimilados. Sin embargo, el proceso de
industrialización generaba a muchos "hombres de negocios , que aunque
habían acumulado fortuna, eran demasiados para ser absorbidos por las clases
más altas. Muchos habían salido de modestos orí-
de la última "revolución burguesa",
y en el que Karl Marx publicaba el Ma- nifíesto Comunista.
La Revolución Industrial en Inglaterra
¿Qué significa decir que "estalló"
la Revolución Industrial? Significa que en algún momento, entre 1780 y 1790, en
algunas regiones de Inglaterra -como el caso de Manchester— comenzó a
registrarse un aceleramiento del crecimiento económico. El fenómeno que
actualmente los economistas llaman el "despegue" (take-ofíí)
mostraba que la capacidad productiva superaba límites y obstáculos y parecía
capaz de una ilimitada multiplicación de hombres, bienes y servicios. Pero no
se trataba de una simple aceleración del crecimiento económico, sino que
implicaba cambios cualitativos: las transformaciones se producían en y a través
de una economía capitalista.
Ha habido varias
definiciones de capitalismo. Algunos, como Werner Sombart (1928), lo
consideraron como un "espíritu" que impregnaba la vida de una época.
Ese espíritu era una síntesis del espíritu de empresa o de aventura con la
actitud burguesa de cálculo y racionalidad. Para otros, como Pirenne (1914), el
capitalismo consistía en la organización de la producción para un mercado
distante. Dadas las dificultades temporales de estas conceptualizaciones,
consideraremos el capitalismo como un sistema de producción pero también de
relaciones sociales. En este sentido, la principal característica del
capitalismo es el trabajo proletario, es decir, de quienes venden su fuerza de
trabajo a cambio de un salario. Para que esto ocurra debe haber un presupuesto:
quienes venden su fuerza de trabajo no tienen otra forma de susbsistencia
porque han perdido —a diferencia de los artesanos o de los campesinos- la
propiedad de los medios de producción. Por lo tanto, la principal característica
del capitalismo es la separación entre los productores directos, la fuerza de
trabajo, y la concentración de los medios de producción en manos de otra clase
social, la burguesía.
Indudablemente el
proceso de constitución del capitalismo tuvo varios hitos. En el siglo XIV, la
crisis feudal; en el siglo XVI, el desarrollo del sistema domiciliario rural;
en el siglo XVII, la crisis que desintegró las antiguas formas de producción y,
en Inglaterra, las revoluciones que introdujeron reformas políticas. Pero fue
en el siglo XVIII que la Revolución Industrial afirmó el desarrollo de las
relaciones capitalistas, en la medida en que la aparición de la fábrica terminó
por afirmar la separación entre trabajo y medios de producción.
Los orígenes de la Revolución Industrial
¿Por qué esta revolución "estalló"
en Inglaterra a fines del siglo XVIII? O , planteado de otro modo, ¿cuáles
fueron las condiciones específicamente inglesas que posibilitaron a los hombres
de negocios "revolucionar" la producción?1
En Inglaterra, a
partir del desarrollo de una agricultura comercial -con las transformaciones en
la organización del trabajo y en las formas de producción-, la economía agraria
se encontraba profundamente transformada.
Los cercamientos,
desde el siglo XVI, habían llevado a un puñado de terratenientes con mentalidad
mercantil casi a monopolizar la tierra, cultivada por arrendatarios que
empleaban mano de obra asalariada. En síntesis, a mediados del siglo XVIII, el
área capitalista de la agricultura inglesa se encontraba extendida y en vías de
una posterior ampliación. Es cierto que aún quedaban importantes residuos de la
economía aldeana, pero eficaces políticas gubernamentales estaban dispuestas a
barrerlos a través de las Leyes de Cercamientos (1760-1830). El proceso era
acompañado por métodos de labranza más eficientes, abono sistemático de la
tierra, perfeccionamientos técnicos e introducción de nuevos cultivos (como
papa, maíz, centeno), que configuraban una "revolución agrícola" que
permitía sobrepasar por primera vez el límite del problema del hambre. Los
productos del campo, tanto los agrícolas como las manufacturas -a través del
sistema doméstico-, dominaban los mercados.
De este modo, la
agricultura se encontraba preparada para cumplir con sus funciones básicas en
un proceso de industrialización. En primer lugar, en la medida en que la
"revolución agrícola" implicaba un aumento de la productividad,
permitía alimentar a más gente. Pero no sólo esto, sino que -más importante
aún- permitía alimentar a gente que ya no trabajaba la tierra, a una creciente
población no agraria. En este sentido, muchos historiadores consideran que los
cambios de la agricultura fueron el motor fundamental para el nacimiento de la
sociedad industrial. En segundo lugar, al modernizar la agricultura y al
destruir las antiguas formas de producción campesinas -basadas en el trabajo
familiar y comunal-, la revolución agrícola" acabó con las posibilidades
de subsistencia de muchos campesinos que debieron trabajar como arrendatarios
-los que corrieron mejor suerte pudieron llegar a ser arrendatarios ricos-, o
más frecuentemente como jornaleros. Y muchos también debieron emigrar a las
ciuda-
des en busca de mejor suerte: se creaba así un
cupo de potenciales reclutas para el trabajo industrial.
Pero la destrucción
de las antiguas formas de trabajo no sólo liberaba mano de obra, sino que al
destruir las formas de autoabastecimiento que caracterizaban a la economía
campesina, creaba consumidores, gente que recibía ingresos monetarios y que para
satisfacer sus necesidades básicas debían dirigirse al mercado. Todo el mundo,
por pobre que fuese, debía vestirse y alimentarse. De allí, la constitución de
un mercado interno estable y extenso, que proporcionó una importante salida
para los productos básicos. A partir de ese mercado interno, recibieron un
importante estímulo las industrias textiles, de alimentos (molinos harineros y
fábricas de cervezas), y la producción de carbón, principal combustible de gran
número de hogares urbanos. Incluso la producción de hierro -aunque en muy menor
medida- se reflejó en la demanda de enseres domésticos como cacerolas y
estufas.
Pero también
Inglaterra contaba con un mercado exterior. Las plantaciones de las Indias
occidentales -salida también para la venta de esclavos- proporcionaban cantidad
suficiente de algodón para proveer a la industria británica. Pero las colonias,
formales e informales, ofrecían también un mercado en constante crecimiento, y
aparentemente ilimitado, para los textiles ingleses. Y era además un mercado
sostenido por la agresiva política exterior del gobierno británico que no sólo
consolidaba un inmenso imperio colonial, donde se monopolizó el comercio de los
textiles, sino que estaba dispuesto destruir toda competencia. El caso de la
India resulta ejemplar. Si bien las Indias orientales habían sido las grandes
exportadoras de mercancías de algodón, comercio que había quedado en manos
británicas a través de la Compañía de las Indias orientales, cuando los nuevos
intereses comenzaron a prevalecer, la India fue sistemáticamente
desindustrializada y se transformó a su vez en receptora de los textiles
ingleses.
Y esto nos lleva al
tercer factor que explica la peculiar posición de Inglaterra en el siglo XVIII:
el gobierno. La "gloriosa revolución" de 1688, había instaurado una
monarquía limitada por el Parlamento integrado por la Cámara de los Lores
-representativa de las antiguas aristocracias-, pero también por la Cámara de
los Comunes, donde participaban hombres de negocios, dispuestos a desarrollar
políticas sistemáticas de conquista de mercados y de protección a comerciantes
y armadores británicos. A diferencia de otros países, como Francia, Inglaterra
estaba dispuesta a subordinar su política a los fines económicos.
El desarrollo de la Revolución Industrial
La etapa del algodón
Los papeles jugados por el mercado interno y
por el mercado externo en el desarrollo de la Revolución Industrial británica
fue tema de debate entre los historiadores. Según Eric J. Hobsbawm, el mercado
exterior fue la "chispa" que encendió la Revolución Industrial, ya
que mientras la demanda interior se extendía, la exterior se multiplicaba.
Además considera que la primera manufactura que se industrializó —el algodón-
estaba vinculada esencialmente al comercio ultramarino. Esto no implica para
Hobsbawm negar la importancia del mercado interno -lo considera como la base
para la generalización de una economía industrializada-, pero lo coloca en una
posición subordinada al mercado exterior. Para Hobsbawm, el mercado interior desempeñó
el papel de "amortiguador" para las industrias de exportación frente
a las fluctuaciones del mercado.
Otros
historiadores, como el italiano Giorgio Mori, ponen, en cambio, el acento en el
mercado interno. Consideran que el papel del comercio exterior fue esporádico e
irregular, mientras que el impulso para la industrialización provino
fundamentalmente de la demanda interna. Para Mori, el impulso provino de la
existencia de una masa de consumidores —incluso "pobres"— en
constante expansión por los precios bajos de los nuevos productos, sobre todo,
textiles.2
Sin embargo, no hay
dudas de que la constante ampliación de la demanda —interna, externa o ambas—
de textiles ingleses fue el impulso que llevó los empresarios a mecanizar la
producción: para responder a esa creciente demanda era necesario introducir una
tecnología que permitiera ampliar esa producción. De este modo, la primera
industria "en revolución" fue la industria de los textiles de
algodón.3
La introducción de
nuevas técnicas se desarrolló paso a paso. Para aumentar la producción, en
primer lugar, fue necesario superar el desequilibrio entre el hilado y el
tejido. El torno de hilar, lento y poco productivo, no era suficiente para
abastecer a los telares manuales que no sólo se multiplicaban sino que se
aceleraban por la introducción de la "lanzadera volante". De allí la
necesidad de introducir innovaciones tecnológicas que aceleraron el proceso del
hilado y que, desde 1780, exigieron la producción en fábricas. De este modo,
las primeras fábricas de la Revolución Industrial
2 Véase Mori, Giorgio (1983),
pp. 20-43.
5 Véase Hobsbawm,
Eric J. (1982), pp. 55-74.
fueron establecimientos donde se cardaba el
algodón para hilarlo y, fundamentalmente, hilanderías.
En un primer
momento, el aumento del hilado multiplicó el número de telares y tejedores
manuales, tanto de los que trabajaban de acuerdo con el antiguo sistema
domiciliario como de los que comenzaban a ser concentrados en grandes talleres.
Es cierto que los bajos salarios y la abundancia de trabajadores conspiraron en
contra de la tecnificación de los telares; sin embargo, la abundancia de hilado
y la apertura de mercados en el continente europeo —después de las guerras
napoleónicas, en 1815— llevaron también a la introducción del telar mecánico.
En rigor, la
Revolución Industrial requirió pocos refinamientos intelectuales. Sus inventos
técnicos fueron sumamente modestos, ninguno de ellos -como la lanzadera
volante, la máquina para hilar o el huso mecánico- estaban fuera del alcance de
artesanos experimentados o de la capacidad constructiva de los carpinteros. La
máquina más científica que se produjo, la giratoria de vapor (James Watt,
1784), no estaba más allá de los conocimientos físicos difundidos en la época
-incluso, la teoría de la máquina de vapor fue desarrollada posteriormente por
el francés Carnot, en 1820- y su
aplicación requirió de una práctica que postergó su empleo, con excepción del
caso de la minería.
En síntesis, las
máquinas de hilar, los husos y, posteriormente, los telares mecánicos eran
innovaciones tecnológicas sencillas y, fundamentalmente, baratas. Estaban al
alcance de pequeños empresarios -los hombres del siglo XVIII, que habían
acumulado las grandes fortunas de origen mercantil o agropecuario, no parecían
demasiado dispuestos invertir en la nueva forma de producción- y rápidamente
compensaban los bajos gastos de inversión. Además, la expansión de la actividad
industrial se financiaba fácilmente por los fantásticos beneficios que producía
a partir del crecimiento de los mercados. De este modo, la industria algodonera
por su tipo de mecanización y el uso masivo de mano de obra barata permitió una
rápida transferencia de ingresos del trabajo al capital y contribuyó —más que
ninguna otra industria- al proceso de acumulación. El nuevo sistema, que los
contemporáneos veían ejemplificado sobre todo en la región de Lancashire donde se habían dado
estas nuevas formas productivas, revolucionaba la industria.
A pesar de su éxito, una industrialización
limitada y basada en un sector de la industria textil no podía ser estable ni
duradera. Las primeras dificulta
des se constataron a mediados de la década de
1830, cuando la industria textil atravesó su primera crisis. Con la
tecnificación la producción se había multiplicado, pero los mercados no crecían
con la rapidez necesaria; de este modo, los precios cayeron al mismo tiempo que
los costos de producción no se reducían en la misma proporción. Y una prueba de
la crisis fue la marea de descontento social que durante estos años se extendió
sobre Gran Bretaña.
Pero había algo
más. Indudablemente, la industria textil estimuló el desarrollo tecnológico.
Pero también es cierto que ninguna economía industrial puede desarrollarse más
allá de cierto punto hasta poseer una adecuada capacidad de bienes de
producción. Y en este sentido, la industrialización basada en el algodón
ofrecía límites: la industria textil no demandaba —o demandaba en mínimas
proporciones— carbón, hierro o acero. En síntesis, carecía de capacidad directa
para estimular el desarrollo de las industrias pesadas de base.
La
demanda de hierro para la producción de armamentos había conocido un importante
incremento durante el período de las guerras napoleónicas, pero después de 1815
la disminución de lo requerido también había sido notable. En síntesis, las
demandas militares tampoco eran la vía para transformar a Gran Bretaña en un
país descollante en la producción de hierro. Sin embargo, el estímulo provino
de los mismos cambios que se estaban viviendo: el
crecimiento de las ciudades generaba un constante
aumento de la demanda de carbón, principal
combustible doméstico.
El crecimiento
urbano había extendido la explotación de las minas de carbón que, ya desde
mediados del siglo XVIII, empleaba las más antiguas máquinas de vapor para
sondeos y extracciones. Y la producción fue lo suficientemente amplia como para
estimular el invento que transformó radicalmente la industria: el ferrocarril.
En efecto, las minas no sólo necesitaban máquinas de vapor de gran potencia
para la explotación, sino también un eficiente medio de transporte para
trasladar el carbón desde la galería a la bocamina y fundamentalmente desde
ésta hasta el punto de embarque. De acuerdo con esto, la primera línea de
ferrocarril "moderna" unió la zona minera de Durham con la costa
(1825). De este modo, el ferrocarril fue un resultado directo de las
necesidades de la minería, especialmente en el norte de Inglaterra.
La construcción de
ferrocarriles, de vagones, vagonetas y locomotoras, y el extendido de vías
férreas, desde 1830 hasta 1850, generaron una demanda que triplicaron la
producción de hierro y carbón, permitiendo ingresar en una fase de
industrialización más avanzada. Hacia 1850, en Gran Bretaña, la red ferroviaria
básica ya estaba instalada: alcanzaba lejanos pun-
tos rurales y los centros de las principales
ciudades, en un complejo gigantesco a escala nacional. Además, su organización
y sus métodos de trabajo mostraban una escala no igualada por ninguna otra
industria y su recurso a las nuevas tecnologías carecía de precedentes. De este
modo, ya en la década de 1840, el ferrocarril se había transformado en sinónimo
de lo ultramoderno.
También la
construcción de ferrocarriles presentaba un problema: su alto costo. Pero este
problema se transformó en su principal ventaja. ¿Por qué? Las primeras
generaciones de industriales habían acumulado riqueza en tal cantidad que
excedía la posibilidad de invertirla o de gastarla. Hombres ahorrativos más que
derrochadores -volveremos sobre esto- veían cómo sus fortunas se acrecentaban
día a día sin posibilidades de reinvertir: suponiendo que el volumen de la
industria algodonera se multiplicase, el capital necesario absorbería sólo una
fracción del superávit. Y estos hombres encontraron en el ferrocarril una nueva
forma de inversión. De este modo, las construcciones ferroviarias movilizaron
acumulaciones de capital con fines industriales, generaron nuevas fuentes de
empleo y se transformaron en el estímulo para la industria de productos de
base. En síntesis, el ferrocarril fue la solución para la crisis de la primera
fase de la industria capitalista.
La expresión Revolución Industrial fue
empleada por primera vez por escritores franceses en la década de 1820. Y fue
acuñada en explícita analogía con la Revolución Francesa de 1789. Se
consideraba que si ésta había transformado a Francia, la Revolución Industrial
había transformado a Inglaterra. Los cambios podían ser diferentes pero eran
comparables en un aspecto: habían producido una nueva sociedad.
Y esto es
importante de señalar, porque significa que desde sus comienzos la expresión
Revolución Industrial, implicó la idea de profundas transformaciones sociales.
La sociedad se
volvía irreconocible para sus mismos contemporáneos. Desde Lord Byron hasta
Robert Owen, desde distintas perspectivas, dejaron testimonios disímiles pero
que coincidían en describir a esa sociedad en términos pesimistas: el trabajo
infantil, el humo de las fábricas, el deterioro de las condiciones de vida, las
largas jornadas laborales, el hacinamiento en las ciudades, las epidemias, la
desmoralización, el descontento generalizado. Sin embargo, también es cierto
que no para todos los resultados de la Revolución Industrial resultaron
sombríos.
¿Qué tipo de sociedad
se configuró a partir de la Revolución Industrial? Las antiguas aristocracias
no sufrieron cambios demasiado notables. Por el contrario, con las
transformaciones económicas pudieron engrosar sus rentas. La modernización de
la agricultura dejaba pingües beneficios, y a éstos se agregaron los que
proporcionaban los ferrocarriles que atravesaban sus posesiones. Eran
propietarios del suelo y también del subsuelo, por lo tanto la expansión de la
minería y la explotación del carbón concurría en su beneficio. Como señala
Hobsbawm, los nobles ingleses no tuvieron que dejar de ser feudales porque
hacía ya mucho tiempo que habían dejado de serlo y no tuvieron grandes
problemas de adaptación frente a los nuevos métodos comerciales ni frente a la
economía que se abría en la "época del vapor".4
También para las
antiguas burguesías mercantiles -sobre todo las vinculadas al comercio
colonial- y financieras, los cambios implicaron sólidos beneficios. Ya se
encontraban sólidamente instaladas en la poderosa y extensa red mercantil, que
desde el siglo XVO había sido una de las bases de la prosperidad inglesa, y las
transformaciones económicas les posibilitaron ampliar su radio de acción.
Muchos de ellos se habían beneficiado por un proceso de asimilación: eran
considerados "caballeros" (gentlemen), con
su correspondiente casa de campo, con una esposa tratada como "dama" (lady),
y con hijos que estudiaban en Oxford o Cambridge dispuestos a emprender
carreras en la política. A estas antiguas burguesías, el éxito podía incluso
permitirles ingresar en las filas de la nobleza.
La posibilidad de
asimilación en las clases más altas también se dio para los primeros
industriales textiles del siglo XVIII: para algunos millonarios del algodón, el
ascenso social corría paralelo al económico. Es el caso, por ejemplo, de sir Robert Peel (1750-1839), que
iniciado como uno de los primeros industriales textiles, llegó a ser miembro
del Parlamento. A su muerte no sólo dejaba una cuantiosa fortuna, sino también
un hijo a punto de ser designado Primer Ministro (aunque también es cierto que
ese Primer Ministro, en algunos medios cerradamente aristocráticos, muchas
veces no lograba hacer olvidar que era hijo de un fabricante ennoblecido de Lancashire que empleaba a 15-000
obreros).
En síntesis, con
límites, algunos pudieron ser asimilados. Sin embargo, el proceso de
industrialización generaba a muchos "hombres de negocios , que aunque
habían acumulado fortuna, eran demasiados para ser absorbidos por las clases
más altas. Muchos habían salido de modestos orí-
4 Véase
Hobsbawm, Eric J. (1982), pp. 77-93.
genes -aunque nunca de la más estricta
pobreza-, habían consolidado sus posiciones, y a partir de 1812, comenzaron a
definirse a sí mismos como "clase media". Como tal reclamaban
derechos y poder. Eran hombres que se habían hecho "a sí mismos", que
debían muy poco a su nacimiento, a su familia o a su educación. Estaban
imbuidos del orgullo del triunfo y dispuestos a batallar contra los obstáculos
que se pusieran en su camino. Estaban dispuestos a derribar los privilegios que
aún mantenían los "inútiles" aristócratas -por los que esta
"clase media" sentía un profundo desprecio- y fundamentalmente a
combatir contra las demandas de los trabajadores que, en su opinión, no se
esforzaban lo suficiente ni estaban dispuestos totalmente a aceptar su
dirección.
Para estos hombres,
al cabo de una o dos generaciones, la vida se había transformado radicalmente.
Pero el cambio no los desorganizó. Contaban con las normas que les
proporcionaba los principios de la economía liberal -difundidos por periódicos
y folletos- y la guía de la religión. Sus fortunas crecían día a día, y para
ellos era la prueba más contundente de que la Providencia los premiaba por sus
vidas austeras y laboriosas. Indudablemente eran hombres que trabajaban duro.
Vestidos siempre de levitas negras, vivían en casas confortables distantes de
sus fábricas en las que ingresaban muy temprano y permanecían hasta la noche
controlando y dirigiendo los procesos productivos. Su austeridad -que les impedía
pensar en el derroche o en tiempos improductivos dedicados al ocio- era
resultado de la ética religiosa, pero también constituía un elemento funcional
para esas primeras épocas de la industrialización, donde las ganancias debían
reinvertirse. Sólo el temor frente a un futuro incierto los atormentaba: la
pesadilla de las deudas y de la bancarrota que dejaron a muchos en el camino.
Pero estas amenazas no impidieron que estos nuevos hombres de negocios, esta
nueva burguesía industrial fuera la clase triunfante de la Revolución
Industrial.
Los nuevos métodos
de producción modificaron profundamente el mundo de los trabajadores.
Evidentemente, para lograr esas transformaciones en la estructura y el ritmo de
la producción debieron introducirse importantes cambios en la cantidad y la
calidad del trabajo. Y esos cambios constituyeron una ruptura que se transforma
en la cuestión central cuando se toman en cuenta los "resultados
humanos" de la Revolución Industrial.
Es indudable que,
con la producción en la fábrica, surgió una nueva clase social: el proletariado
o clase obrera. Sin embargo, el proceso de formación de esta clase no fue
simple ni lineal. De allí que Eric J. Hobsbawm prefiera emplear para este
período -por lo menos hasta 1830- el término "trabajadores pobres"
para referirse a aquellos que constituyeron la fuerza
laboral. Esto es debido a que el proletariado
aún estaba emergiendo de la multitud de antiguos artesanos, trabajadores
domiciliarios y campesinos de la sociedad pre-industrial. Se trataba de una clase
"en formación", que aún no había adquirido un perfil definido.
Además, la
Revolución Industrial, en sus primeras etapas, lejos de desaparecerlas, reforzó
formas pre-industriales de producción como el sistema de trabajo domiciliario.
El éxito de las hilanderías multiplicó entre 1790 y 1830 el número de tejedores
y calceteros en las unidades domésticas. Posteriormente cuando la tejeduría se
mecanizó, en ciudades como Londres, aumentó notablemente el número de
costurerías y sastrerías domésticas. Sin embargo, ya no se trataba del mismo
trabajo, profundamente transformado por la Revolución Industrial. De una
ocupación complementaria, con las tareas del ama de casa o con el cultivo de
una parcela o con el ciclo de la cosecha, se transformó en una ocupación de tiempo
completo cada vez más dependiente de una fábrica o de un taller. El sistema
domiciliario comenzaba a transformarse en un trabajo "asalariado".
En estas primeras
etapas, resultó clave el aporte de la mano de obra femenina e infantil. Con una
remuneración menor que los varones, las mujeres constituyeron la base de la
intensificación del trabajo y muchas veces fueron la alternativa (por ejemplo
en la tejeduría) a los costos de la mecanización. Como señala Maxine Berg, los
niños y las mujeres constituyeron la gran reserva de mano de obra de los nuevos
empresarios.5
Dentro de la unidad
doméstica, eran las mujeres las que trabajaban, pero también enseñaban y
supervisaban el trabajo de los más jóvenes; al mismo tiempo que se ocupaban de
sus hijos, trasmitían las "habilidades” a las nuevas generaciones de la
fuerza de trabajo industrial.
De la
heterogeneidad de formas productivas con la que se inició la Revolución
Industrial dependió la pluralidad de grupos sociales que conformaban a los
"trabajadores pobres." Sin embargo, con la expansión del sistema
fabril, sobre todo en la década de 1820, con el avance poderoso de la
maquinación, el proletariado industrial -en algunas regiones y en algunas ramas
de la industria- comenzó a adquirir un perfil más definido: ya era la clase
obrera fabril. ¿Cuáles son sus características? En primer lugar, se trata de
"proletarios", es decir, de quienes no tienen otra fuente de ingresos
digna de mención más que vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario. En
segundo lugar, el proceso de mecanización les exigió concentrarse en un único
lugar de trabajo, la fábrica, que impuso al proceso de
producción un carácter colectivo, como
actividad de un equipo en parte humano y en parte mecánico. El resultado fue un
incremento de la división del trabajo a un grado de complejidad desconocido
hasta entonces.
Y esto modificó
profundamente las conductas laborales: las actividades del trabajador debían
adecuarse cada vez más al ritmo y regularidad de un proceso mecánico. Dicho de
otro modo, el trabajo mecanizado de la fábrica impuso una regularidad y una
rutina completamente diferente a la del trabajo pre-industrial. Era un tipo de
trabajo que entraba en conflicto no sólo con las tradiciones, sino con todas
las inclinaciones de hombres y mujeres aún no condicionados. De allí, las
quejas de los patronos por la "indolencia" de los trabajadores que se
negaban, por ejemplo, a trabajar los lunes. En efecto, para los empresarios
constituyó una ardua tarea desterrar la costumbre del "lunes santo,"
día reservado por los jornaleros artesanales para reponerse de la resaca
dominguera.
El conflicto se
planteaba entre las distintas medidas del tiempo. El trabajo pre-industrial se
medía por los ciclos de las cosechas, en meses y en semanas; se medía por la necesidad
y por las ganas de trabajar. En cambio, el trabajo fabril se medía en días,
horas y minutos. Dicho de otro modo, la industria trajo la tiranía del reloj
-que para los trabajadores culminó con la invención de Benjamín Franklin, el "reloj
registrador", hacia fines del siglo XVni—. Es cierto que, a la larga, los
trabajadores incorporaron e internalizaron la nueva medida de tiempo del
trabajo industrial. Y con esto comenzará la lucha por la reducción de la
jornada laboral. Pero también es cierto que, en los comienzos, fueron también
notables las resistencias frente a este tipo de trabajo.
Frente a las
resistencias, ante las dificultades de acondicionamiento al nuevo tipo de
trabajo, se forzó a los trabajadores mediante un sistema de coacciones que
organizaba el mercado de trabajo y garantizaba la disciplina. Para esto
concurrieron leyes, como la de 1823 que castigaba con la cárcel a los obreros
que no cumplieran con su trabajo o la Ley de Pobres de 1834 que recluía a los
indigentes en asilos transformados en casas de trabajo. También se obligaba a
trabajar manteniendo bajos los salarios y a través del pago por pieza
producida, lo que obligaba al trabajador a la concurrencia cotidiana.
Pero también se
disciplinó mediante formas más sutiles. Y en ese sentido hay que destacar el
papel que jugó la religión. El metodismo, de gran difusión entre los sectores
populares, insistía particularmente en las virtudes disciplinadoras y el
carácter sagrado del trabajo duro y la pobreza. En las escuelas dominicales se
daba particular importancia a enseñar a los niños el valor del tiempo. Sin
embargo, el papel jugado por el metodismo fue
ambivalente. Es cierto que, por un lado,
disciplinó al trabajo. Pero, por otro lado, proveyó de formas de asistencia a
los que por enfermedad o diversos problemas no podían trabajar. Además proveyó
a los trabajadores de ejemplos de acción: sus primeras agrupaciones se
organizaron sobre la base que proporcionaba el modelo de la asamblea metodista.
Para los
trabajadores, las condiciones de vida se deterioraron. Hasta mediados del siglo
XIX, mantuvo su vigencia la teoría del "fondo salarial" que
consideraba que cuanto más bajos fueran los salarios de los obreros más altas
serían los beneficios patronales. Los bajos salarios se combinaban con las condiciones
materiales en las que se desarrollaba la vida cotidiana. Sobre todo después de
1820, el trabajo industrial se concentró en las ciudades del oeste de Yorkshire y del sur de Lancashire, como Manchester, Leeds, Bradford y
otras concentraciones menores que prácricamente eran barrios obreros
interrumpidos sólo por las fábricas. En este sentido, el desarrollo urbano de
la primera mitad del siglo XIX fue un gran proceso de segregación que empujaba
a los trabajadores pobres a grandes concentraciones de miseria alejadas de las
nuevas zonas residenciales de la burguesía. Las condiciones de vida en estas
concentraciones obreras, el hacinamiento, la falta de servicios públicos
favoreció la reaparición de epidemias, como el cólera y el tifus que afectaron
a Glasgow en la década de 1830.
Y estos problemas
urbanos no sólo afectaban las condiciones materiales de vida, sino que
fundamentalmente la ciudad destruía las antiguas formas de convivencia. La
experiencia, la tradición, la moralidad pre-indus- trial no ofrecían una guía
adecuada para un comportamiento idóneo en una sociedad industrial y
capitalista. De allí, la desmoralización y el incremento de problemas como la
prostitución y el alcoholismo.
Uno de los ámbitos
donde más se advertía la incompatibilidad entre la tradición y la nueva
racionalidad burguesa era el ámbito de la "seguridad social." Dentro
de la moralidad pre-industrial se consideraba que el hombre tenía derecho a
trabajar, pero que si no podía hacerlo tenía el derecho a que la comunidad se
hiciese cargo de él. Esta tradición se continuaba en muchas zonas rurales, en
algunas organizaciones de artesanos y trabajadores calificados, e incluso entre
aquellos que participaban de la Iglesia metodista. Pero esta tradición era algo
completamente incompatible con la lógica burguesa que basaba su triunfo en el
"esfuerzo individual". Además, como ya señalamos, si la burguesía
consideraba su riqueza como el premio de la Providencia a sus virtudes,
resultaba lógica la asociación entre pobreza y pecado (asociación que hubo de
tener una larga permanencia). De allí que la "caridad" burguesa
funcionara como motor de degradación más que de ayuda material.
Frente a la nueva
sociedad que conformaba el capitalismo industrial, los trabajadores podían
dificultosamente adaptarse al sistema e incluso intentar "mejorar":
sobre todo, los calificados podían hacer esfuerzos para ingresar a la
"clase media" o, por lo menos, seguir los preceptos de austeridad y
de ayuda a "sí mismos" que proponía la sociedad burguesa. También
podían, empobrecidos y enfrentados a una sociedad cuya lógica les resultaba
incomprensible, desmoralizarse. Pero aún les quedaba otra salida: la rebelión.
Y para esto la experiencia no era desdeñable. Por un lado, estaban los primeros
movimientos de resistencia del siglo XVIII pocos articulados pero de acción
específica y directa que brindaban modelos para actuar. Por otro lado, las
tradiciones jacobinas -del ala radical de la Revolución Francesa- que habían
sido asumidas por artesanos que pronto se transformaron en los líderes de los
trabajadores pobres y de la incipiente clase obrera. De este modo, pronto
surgió la organización y la protesta. Como lo señala Edward P. Thompson, la
clase obrera fue "hecha" por la industria, pero también se hizo a sí
misma en el proceso que permitió el pasaje de la "conciencia de
oficio" a la "conciencia de clase".6
En las últimas
décadas del siglo XVIII, la primera forma de lucha en contra de los
nuevos métodos de producción, el ludismo, fue la destrucción de las máquinas
que competían con los trabajadores en la medida que suplantaban a los
operarios. Cuando ya fue claro que la tecnología era un proceso irreversible y
que la destrucción de máquinas no iba a contener la tendencia a la
industrialización, esta forma de lucha continuó sin embargo empleándose como
forma de expresión para obtener aumentos salariales y disminución de la jornada
de trabajo. Y hacia 1811 y 1812 el movimiento ludista adquirió tal extensión
que las leyes implantaron la pena de muerte para los destructores de máquinas.
Pero las demandas
no se restringieron a la mejora de las condiciones de trabajo ni al aumento de
los salarios, sino que también aparecieron reivindicaciones vinculadas con la
política. En este sentido, la influencia de la Revolución Francesa fue significativa:
el jacobinismo había dotado a los viejos artesanos de una nueva ideología, la
lucha por la democracia y por los derechos del hombre y del ciudadano. No fue
una simple coincidencia que en 1792 se publicara la obra deThomas Paine, Los
derechos del hombre y que el zapatero Thomas Hardy fundara la primera
Sociedad de Correspondencia, asociación secreta que agrupaba a los
trabajadores. De esta manera, a pesar de una legislación represiva -en 1799 se
anularon los derechos
de crear asociaciones-, comenzaron los
movimientos que configuraban las primeras formas de lucha obrera.
En las primeras
décadas del siglo XIX, las demandas de los trabajadores de una democracia
política coincidieron con las aspiraciones de las nuevas "clases
medias" a una mayor participación en el poder político. Frente a un
sistema en que el sufragio era privilegio de las clases propietarias que
contaban con un determinado nivel de renta, la lucha se centró en la ampliación
del sistema electoral. El problema radicaba en que antiguos condados
anteriormente densamente habitados habían disminuido su población -eran los
llamados "burgos podridos"-, pero, a pesar de esto, conservaban la
mayoría en la representación parlamentaria de modo tal que a veces un solo
propietario podía llegar a tener dos bancas en el Parlamento. Por el contrario,
centros densamente poblados, como las nuevas regiones industriales, carecían de
representación.
Durante estos años,
la intensa movilización permitió a los trabajadores, sobre todo a los
calificados, avanzar en el derecho de asociación. En 1824, se anuló la
legislación que prohibía asociarse y comenzaron a surgir los sindicatos (Tmde
Unions), culminando en 1830 con la formación de la Unión General de
Protección al Trabajo. Pero si avanzaron en organización, los trabajadores
perdieron en la lucha por los derechos políticos. En efecto, la lucha por la
ampliación del sistema político culminó con la reforma electoral de 1832. Por
esta reforma se suprimían los "burgos podridos", se otorgaba
representación a los nuevos centros industriales y acrecentó el número de
electores (de 500.000 a 800.000) al disminuir la renta requerida para votar.
Esto indudablemente favorecía a la "clase media", pero excluía a la
clase obrera de los derechos políticos.
El fracaso de 1832 constituyó
un hito en la conformación del movimiento laboral: estaba claro que los
intereses de los trabajadores no podían coincidir con los de la burguesía. Era
necesario plantearse nuevas formas de lucha. Esto coincidía además con una
ofensiva de los patronos contra los sindicatos —los empresarios se negaban
emplear a trabajadores sindicalizados—, que los obligó a transformarse en
asociaciones prácticamente clandestinas. Sin embargo, la cuestión de los
derechos políticos continuó ocupando el centro del movimiento de trabajadores.
En esta línea, en 1838, la Asociación de Trabajadores de Londres confeccionó un
programa que se llamó la Carta del Pueblo: se exigía el derecho al sufragio
universal, idéntica división de los distritos electorales, dietas para los
diputados, entre otras peticiones.
La Carta del Pueblo
dio origen a un vasto movimiento, el carlismo, que se extendió por toda Gran
Bretaña alcanzando, sobre todo hacia 1842, una amplia resonancia. Sin embargo,
el cartismo terminó disgregándose.
En parte, porque sus dirigentes, por sus
posiciones divididas -algunos buscaban una alianza con los sectores más
liberales de la burguesía, mientras otros consideraban la huelga como única
forma de lucha-, no lograban unificar acciones conjuntas. Pero en gran parte
también, por la repercusión que alcanzó en Inglaterra el fracaso, como veremos,
de las revoluciones del 48 en el continente.
La Revolución Francesa
Si la economía del mundo del siglo XIX se
transformó bajo la influencia de la Revolución Industrial inglesa, no cabe duda
que la política y la ideología se formaron bajo el modelo de la Revolución
Francesa. Francia proporcionó el vocabulario y los programas de los partidos
liberales y democráticos de la mayor parte del mundo, y ofreció el concepto y
los contenidos del nacionalismo. Fue una revolución, además, de repercusiones
mundiales: no sólo significó un hito en la historia europea sino que sus
efectos alcanzaron zonas muy alejadas como Hispanoamérica. Hasta la Revolución
Rusa de 1917, la Francesa se transformó en el modelo revolucionario.
Los orígenes de la Revolución
¿Por qué esta revolución ocurrió en la Francia
del siglo XVIII? En primer lugar -si bien no es algo exclusivo de Francia, allí
se registró con mayor intensidad- desde mediados del siglo XVIII, se habían
producido profundos cambios en el ámbito de las ideas y de las concepciones del
mundo.
Los
"filósofos" de la Ilustración, al fijar las fronteras del
conocimiento, habían destronado a la teología: la religión, al integrar el
terreno de las "creencias," estaba fuera de lo racionalmenre
verificable, es decir, del conocimiento científico. El pensamiento se alejaba
de lo sagrado para afirmar sus contenidos laicos. Pero esta separación ponía en
tela de juicio las bases de la monarquía absoluta. La naturaleza divina del
poder real, fundamento de su legitimidad, no era aceptada por los filósofos que
propusieron una nueva instancia de legitimación, la opinión pública.
Como señala Roger
Chartier, los cafés, los salones, los periódicos habían creado la esfera pública
de la política -llamada también por Jürgen Habermas "esfera pública
burguesa"-, es decir, espacios donde los individuos hacían un uso público
de la razón.7 Era un espacio de discusión, de
comunicación y de intercambio de las ideas,
sustraído del Estado -es decir, de la "esfera del poder político"—
donde se criticaban sus actos y fundamentos. Además, en esa nueva esfera
pública, las personas que hacían uso de la razón podían ser consideradas
"iguales": ellas no se distinguían por su nacimiento, sino por la
calidad de sus argumentaciones, es decir, por su capacidad. La esfera pública
no reconocía, por lo tanto, las jerarquías sociales y las distinciones de
órdenes sostenidas por el Estado absoluto.
Esto no significa,
sin embargo, que la "opinión pública" fuese considerada la opinión de
la mayoría: "público" no significaba "pueblo". Por el
contrario, la "opinión pública" era la opinión de los hombres
ilustrados, era incluso la "opinión de los hombres de letras"
opuestos al "populacho" de opiniones múltiples y versátiles, plagadas
de prejuicios y pasiones. La frontera estaba dada entre los que podían leer y
escribir y entre quienes no podían hacerlo. Desde esta perspectiva, los hombres
ilustrados, que encarnaban la opinión pública, eran quienes debían erigirse en
"representantes" del pueblo. En síntesis, dentro de la esfera pública
se conformaba una nueva cultura política, con una nueva teoría de la
representación, que colocaba el centro de la autoridad, no en las decisiones
del monarca, sino en una opinión pública, que a fines del siglo XVIII se
transformaba en un tribunal al que era necesario escuchar y convencer.
La nueva cultura
política reflejaba la crisis de legitimidad de la monarquía absoluta que
alcanzaba a amplios sectores sociales, a los campesinos, a las clases populares
urbanas.
En los Cuadernos de
Quejas de 1789 -que se redactaron ante la convocatoria de los Estados Generales
y que recogían los petitorios de los distintos grupos sociales en todo el
territorio de Francia— quedaron explícitos los cambios en las imágenes del rey:
se había producido la desacralización de la monarquía. Es cierto que aún el
término "sagrado" aparece unido al nombre del monarca, pero también
eran "sagradas" muchas otras cosas: los diputados, los derechos de
las personas. Era además una sacralidad que había cambiado su naturaleza, no
estaba otorgada por Dios sino por la misma nación. Y según algunos autores,
como Roger Chartier, esta desacralización fue lo que hizo posibles las
profanaciones revolucionarias.
La crisis política
se conjugaba con una peculiar situación social y económica. Durante el siglo XVIII,
Francia fue la principal rival económica de Inglaterra en el plano
internacional: había cuadruplicado su comercio exterior y contaba con un
dinámico imperio colonial. Pero, a diferencia de Inglaterra, Francia era la más
poderosa monarquía absoluta de Europa, y no estaba dispuesta a subordinar la
política a la expansión económica. Por el contrario, esta expansión encontraba
sus límites en la rígida organización
mercantilista del antiguo régimen, los
reglamentos, los altos impuestos, los aranceles aduaneros.
Los economistas de
la Ilustración, los fisiócratas, habían planteado soluciones. Consideraban que
era necesario una eficaz explotación de la tierra, la abolición de las
restricciones y una equitativa y racional tributación que anulara los viejos
privilegios. Criticando las bases del mercantilismo, consideraban que la
riqueza no estaba en la acumulación sino en la producción -fundamentalmente
agrícola-, por lo tanto, para que prosperara, era necesario levantar las
trabas, "dejar hacer" (laissez-faire), dar libertad a los
productores, a las empresas, al comercio. Pero los intentos de llevar a cabo
estas reformas en Francia fracasaron totalmente. El fisiócrata Turgor, ministro
de Luis XVI entre 1774 y 1776, chocó contra una inconmovible aristocracia
opuesta a un sistema impositivo que tocara sus privilegios. En síntesis, el
conflicto entre los intereses del antiguo régimen y el ascenso de nuevas
fuerzas sociales era más agudo en Francia que en cualquier otra parte de
Europa. La "reacción feudal" fue la chispa que encendió la
revolución.8
Para algunos
historiadores, como Vovelle, la revolución fue el producto del conflicto entre
la aristocracia feudal y las burguesías vinculadas a las nuevas actividades
económicas y, por lo tanto, la consideran el paso necesario para el traspaso
del poder de una clase social a la otra y el establecimiento de la sociedad
moderna. Pero esta posición es enfrentada por las corrientes "revisionistas"
que niegan la existencia tanto de una reacción nobiliaria como de una verdadera
burguesía en la Francia del siglo XVIII.9
Niegan por lo
tanto, el carácter de revolución "burguesa" a los acontecimientos que
se desencadenaron a partir de 1789. Por el contrario, consideran que entre
algunos sectores de la burguesía y de una nobleza "liberal" había
amplio consenso respecto a la necesidad de reformas. De allí que la revolución
fuese una "revolución de las élites" que el derapage
(resbalón) que sufrió entre 1790 y 1794 fue por la intromisión de las masas
campesinas y urbanas que se movilizaron en función de sus propias
reivindicaciones. Ante las posiciones "revisionistas", Hobsbawm
rescata nuevamente el carácter de "revolución burguesa".10
Para Hobsbawm el
punto de partida está en el papel jugado por periodistas, profesores, abogados,
notarios que defendían un sistema que se basaba no en el privilegio y el
nacimiento, sino en el talento. Al defender un
« Véase Vovelle,
Michel (1984), pp. 11-78.
9 Véase
Furet, Francois (1980).
10 Véase
Hobsbawm, EricJ. (1992), pp. 17-56.
nuevo orden social, estos burgueses -que no
son exclusivamente los hombres de negocios- sentaron las bases para las
posteriores transformaciones.
La participación de Francia en la guerra de
independencia de los Estados Unidos había agravado los problemas financieros.
Para sanear el défict fiscal, los ministros de Luis XVI habían intentado el
cobro de un impuesto general a todas las clases propietarias, medida que afectaba
el tradicional privilegio de la nobleza. Ante esto, la Asamblea de Notables,
que reunía a la aristocracia, en una cerrada oposición a la medida, exigió a la
corona la convocatoria de los Estados Generales (1788). Estos Estados
representaban a los estamentos de la sociedad -el clero, la nobleza y el estado
llano— y, ante los avances de la monarquía absoluta no se reunían desde 1615.
En síntesis, la
revolución comenzó con la rebelión de la nobleza que intentaba afirmar sus
privilegios frente a la monarquía. Pero, los efectos fueron distintos a los
esperados. La convocatoria de los Estados Generales, la elección de los
dipurados, la redacción de los Cuadernos de Quejas provocaron una profunda
movilización que ponía en tela de juicio todo el andamiaje del antiguo régimen.
Los Estados
Generales aún recogían la visión de la sociedad expresada en el modelo de los
"tres órdenes": los que rezan (el clero), los que guerrean (la
nobleza) y los que trabajan la tierra (los campesinos).
Los dos primeros
Estados, el clero y la nobleza, reunían a los órdenes privilegiados; como
resultado del cambio social, el Tercer Estado o Estado Llano incluía no sólo a
los campesinos sino a todos los grupos —la mayor parte de la sociedad- que
carecían de privilegios: burguesía mercantil y fi- nanciera, artesanos,
manufactureros, profesionales, pequeños comerciantes, ricos arrendatarios,
jornaleros, etc. Si bien la representación estaba ejercida por los personajes
más influyentes de las ciudades, los sectores populares intervinieron activamente
haciendo incluir sus reivindicaciones en los Cuadernos de Quejas, que
constituían el mandato que debían asumir los diputados.
En mayo de 1789 los
Estados Generales se reunieron en París. Inmediatamente comenzaron los debates
sobre las formas de funcionamiento. Ante la falta de acuerdos, ante la negativa
de la corona de aceptar la reunión conjunta de los tres Estados, el Estado
Llano o Tercer Estado se auto- convocó en una Asamblea Nacional. Pero, en la
coyuntura, los objetivos de sus integrantes cambiaron: se propusieron redactar
una Constitución que, según el modelo que proporcionaba Inglaterra, limitara el
poder real.
La primera etapa de la revolución
(1789-1791)
Las intenciones de Luis XVI de disolver la
Asamblea Nacional por la fuerza provocaron el levantamiento popular que agudizó
el proceso: el 14 de julio de 1789, la toma de la fortaleza de La Bastilla
simbolizó la caída del absolutismo y el comienzo de un período de liberación.
Pronto la revolución se extendió en ciudades y, fundamentalmente, en el campo.
Oleadas de levantamientos campesinos, el llamado "Gran Miedo" -saqueo
de castillos, quema de los títulos de los derechos señoriales-, en sólo dos
semanas quebraron la estructura institucional de Francia. El establecimiento de
órganos de gobierno autónomos prácticamente hacía desaparecer toda forma de
poder descentralizado.
En agosto de 1789,
la revolución obtuvo su manifiesto formal: la Asamblea aprobó la Declaración
de los Derechos del Hombrey el Ciudadano. La Declaración se basaba en los
principios de libertad, igualdad y fraternidad, considerado el gran
legado de la Revolución Francesa. La libertad se entendía fundamentalmente como
la libertad personal de los individuos frente a las arbitrariedades del Estado,
pero también libertad de empresa y libertad de comercio; la igualdad significaba
que todos los individuos eran iguales ante la ley aboliendo de este modo los
privilegios de sangre y de nacimiento; la fraternidad conformaba a la nación,
todos eran franceses, con una sola patria y en tal sentido podían considerarse
"hermanos".
Art. 1° Los hombres nacen y permanecen
libres e iguales en derechos. Tas distinciones sociales no pueden estar
fundadas más que sobre la utilidad común. Art. 2* El fin de toda asociación
política es la conservación de los derechas naturales e imprescriptibles del
hombre. Estos derechos scm la libertad, la propiedad, la seguridad, la
resistencia a la opresión.
Art. 3* El principio de toda soberanía
reside esencialmente en la nación: ningún cuerpo, ningún individuo puede
ejercer autoridad si no emana directamente de ella.
(Declaración de Derechos del Hombre y el
Ciudadano).
Pocos días antes, la Asamblea -por la presión
de los levantamientos campesinos- había abolido el feudalismo. Es cierto que
posteriores correcciones limitaron sus efectos. El pago de rescate por las
tierras, por ejemplo, limitó el proceso de liberación campesina. Sin embargo,
pese a esto, la importancia de la medida radicaba en echar las bases de un
nuevo derecho civil con fundamento en la libre iniciativa. En la misma
dirección concurrió la prohibición de la existencia de las corporaciones,
medida que apuntaba
a eliminar los jerárquicos gremios medievales
que limitaban la libertad de empresa y la libertad de trabajo. En síntesis, se
comenzaba a construir el "orden burgués".
También se hacía
necesario socavar otros de los fundamentos del antiguo régimen: las bases del
poder de la Iglesia. A fines de 1789, se nacionalizaron los bienes del clero.
En consecuencia, se expropiaron las tierras eclesiásticas que se pusieron en
venta con el objetivo también de dar respaldo al "asignado", nuevo
papel moneda. En julio de 1790, se dictaba la Constitución Civil del Clero que
colocaba a la Iglesia bajo el poder del Estado: los obispos y los curas se
transformaban en funcionarios públicos elegidos en el marco de las nuevas
circunscripciones administrativas. Es cierto que esto generó un amplio
conflicto que, durante mucho tiempo, enfrentó al clero constitucional y al
mayoritario clero "refractario" que se negaba a aceptar la medida.
Pero también quedaban cada vez más claras las intenciones de establecer un
nuevo orden. Ese mismo año se decidieron los festejos del primer aniversario de
la toma de la Bastilla: era la celebración de la fraternidad y de la abolición
de las antiguas divisiones. El 14 de julio se transformaba en la fecha
simbólica del nacimiento de ese nuevo orden.
Sin embargo,
todavía quedaban pendientes problemas, fundamentalmente, la cerrada oposición
de amplios sectores del clero y de la aristocracia frente al proceso que se
desencadenaba. En efecto, muchas de las medidas se tomaban frente a la
hostilidad de la nobleza y del rey que intentaba bloquear las resoluciones. Sin
embargo, la movilización popular resultó clave para revertir la situación. Ya
en octubre de 1789, una marcha de mujeres apoyadas por la Guardia Nacional
-fuerza armada que la Asamblea Nacional había reclutado entre los ciudadanos-
se dirigió a Versalles y obligó al rey a refrendar los primeros decretos. Ante
esto, muchos nobles comenzaron a elegir el camino del exilio.
En septiembre de
1791, se aprobaba la Constitución, prologada por la Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano, que establecía un sistema de monarquía limitada. El
poder monárquico quedaba controlado por una Asamblea Legislativa, cuyos
miembros debían ser elegidos mediante un sufragio restringido, derecho de los
varones adultos propietarios. En este sentido quedaba claro que la
"igualdad" de los hombres que había proclamado la revolución era la
igualdad civil ante la ley, pero no implicaba en absoluto la igualdad política.
Con esto, como señala Vovelle, culminaba la "revolución burguesa". Y
esta fórmula de democracia limitada por el voto censatario constituyó a lo
largo del siglo XIX, como veremos, el programa de la burguesía liberal europea.
La segunda etapa de la Revolución. La
república jacobina (1792-1794)
Con el establecimiento de la monarquía
limitada sobre la base de una participación restringida, para muchos que
planteaban la necesidad de llegar a un acuerdo con el rey se habían cumplido
los objetivos de la Revolución. Pero también eran muchos los que consideraban
necesario seguir profundizando los contenidos revolucionarios. De este modo,
dentro del Tercer Estado pronto comenzaron a diferenciarse las distintas
corrientes, que se agrupaban en distintas asociaciones o clubes políticos.
Algunos de estos clubes, como el de los jacobinos o el de los cordeleros -donde
se escuchaban a los oradores más populares como Marat y Danton-, estaban
reservados a la élite política. Pero también los sectores populares más radicalizados,
que abarcaban a artesanos y jornaleros y a pequeños propietarios de tiendas y
talleres, es decir, los sans-culottes-llamados así porque no usaban las
calzas que vestían los sectores más acomodados sino simplemente pantalones-, se
agrupaban en sociedades que se reunían en los barrios de las ciudades con un
ideario democrático e igualitario. Esta red de asociaciones que cubría el país,
junto con el aumento notable de la prensa revolucionaria, se transformó pronto
en el motor de la agitación.
Las distintas
tendencias también se expresaron en la Asamblea Legislativa y quedaron
definidas por el lugar que ocupaban en el recinto de sesiones: en la
"derecha" se agrupaban los sectores más conservadores; en la
"izquierda", los más radicales. Si los más conservadores consideraban
que la Revolución había concluido y que era necesario desmontar la
"máquina de las insurrecciones", los acontecimientos no se
desarrollaron a su favor. En primer lugar, una serie de malas cosechas y la
devaluación de los asignados llevaron a una crisis económica que favoreció la
movilización popular. En segundo lugar, el peligro de la contrarrevolución y de
la guerra afirmó la influencia de los sectores más radicalizados.
En efecto, ante el
desarrollo de los acontecimientos, en junio de 1791, Luis XVI junto con su
familia había intentado huir para reunirse con los nobles exiliados en Austria.
Pero la huida fue descubierta en la ciudad de Verennes y la familia real, en
medio de la indignación popular, fue llevada por la fuerza a París. Poco
después, Luis XVI fue forzado a prestar juramento a la Constitución. Pero el
intento de huida y la intención del rey de unirse a los exiliados que
complotaban en contra de la revolución para restaurar el poder absoluto fueron
percibidos como un acto de "traición a la Patria . Y el descrédito de la
monarquía afirmó el prestigio de los más radicalizados que habían comenzado a
trazar un ideario republicano.
Estaba también el
peligro de la guerra. Los nobles emigrados habían
obtenido el apoyo del rey de Prusia y del
emperador de Austria para organizar una fuerza militar con el objetivo de
invadir Francia. Para las coronas de Austria y de Prusia colaborar con la
restauración del absolutismo era no sólo un acto de solidaridad política y
familiar con Luis XVI -cuya esposa María Antonieta era austríaca- sino
fundamentalmente una medida defensiva: evitar la expansión de esas ideas y de
esos movimientos dentro de sus propios reinos. Pero las amenazas exteriores
también parecían vincularse con conjuraciones internas. De este modo, la
Asamblea Legislativa declaró la guerra a Austria en abril de 1792.
El estallido de la
guerra favoreció la radicalización del proceso. Mientras los ejércitos enemigos
se acercaban a la frontera y comenzaban a invadir el territorio, se proclamó la
"Patria está en peligro" mientras acudían a París los voluntarios de
las provincias en defensa de la revolución. Era el desenlace de un movimiento
patriótico en contra de la traición. En este clima, el rey fue depuesto y
enviado a prisión (agosto de 1792), se disolvió la Asamblea Legislativa y se la
reemplazó por una Convención Nacional, elegida mediante sufragio universal.
Para señalar el cambio incluso se estableció un nuevo calendario que buscaba
marcar el comienzo de una nueva era: 1792 se transformaba en el Año I de la
República. Se iniciaba así la segunda etapa de la revolución, etapa en la que
guerra impuso su propia lógica.
La Convención
inició sus sesiones en septiembre de 1792, en medio de difíciles
circunstancias: la revolución parecía estar jaqueada desde adentro y desde
afuera. Mientras los ejércitos invadían, la mayoría de las regiones estaban
sublevadas y desconocían al gobierno. Era necesario tomar medidas
excepcionales: tal fue la acción de los jacobinos que pronto ganaron el control
de la Convención. Con el apoyo de los sectores populares de París y controlando
mecanismos claves de gobierno como el Comité de Salvación Pública, los
jacobinos lograron que todo el país fuese movilizado con medidas que
configuraban la guerra total. La leva en masa incorporaba al ejército a todo
ciudadano apto para llevar un fusil, mientras se establecía una economía de
guerra rígidamente controlada: racionamiento y precios máximos. Las
dificultades fueron muchas, pero las noticias de los primeros triunfos del
ejército francés que había derrotado a los austríacos en la batalla de Valmy
(septiembre de 1792) permitían mantener el ardor revolucionario.
Pero los enemigos
no eran sólo externos. Para asegurar el orden y acabar de raíz con la oposición
interna se impuso esa rígida disciplina que se conoció como el
"Terror". Los sectores más radicalizados plantearon la necesidad de
condenar a muerte al rey por su acto de traición: Luis XVI fue ejecutado en la
guillotina. Con la suya, rodaron las cabezas de su esposa y
de otros nobles, pero también las cabezas de
muchos antiguos revolucionarios que disentían con la conducción jacobina. Así
murió, por ejemplo, en 1794, Danton, uno de los políticos más hábiles de la
Convención, de gran popularidad, cuya capacidad oratoria había movilizado a la
guerra por la defensa de Francia y de los ideales republicanos.
En 1793 se había
promulgado una nueva Constitución, de carácter democrático, que establecía el
sufragio universal, el derecho a la insurrección y al trabajo, la supresión de
los derechos feudales aún existentes y la abolición de la esclavitud en las
colonias. Pero esta Constitución casi no tuvo vigencia. Su aplicación fue
suspendida por el mismo Comité de Salvación Pública, encabezado por
Robesperrie, que prácticamente estableció una dictadura para profundizar la
política del Terror.
Pero Robespierre
pronto se encontró aislado. Si bien había eliminado la corrupción, las
restticciones a la libertad disgustaban a muchos. Y tampoco agradaban sus
incursiones ideológicas como la campaña de "descristianización"
—debida sobre todo al celo de los sans-culottes— que buscaba reemplazar
las creencias tradicionales por una nueva religión cívica basada en la razón y
en el culto, con todos sus ritos, al Ser Supremo. Mientras, el silbido de la
guillotina recordaba a todos los políticos que nadie podía estar seguro de
conservar su vida.
La tercera etapa de la Revolución. La
difícil búsqueda
de la estabilidad (1794-1799)
La república jacobina pudo mantenerse durante
la época más difícil de la guerra, pero hacia mediados de 1794 las
circunstancias habían cambiado: los ejércitos franceses habían derrotado a los
austríacos en Fleurus y ocupado Bélgica. En este contexto, una alianza de
fuerzas opositoras dentro de la Convención, en julio -el mes thermidor del
nuevo calendario— de 1794, desalojó del poder a Robespierre y a sus seguidores
que fueron ejecutados. Poco después, en 1795, la Convención daba por terminadas
sus funciones y sancionaba la Constitución del año DI de la República.
El golpe de
thermidor frenaba también a quienes aspiraban a cambios más profundos. En
efecto, la Constitución de 1795 restablecía el sufragio restringido a los
ciudadanos propietarios. Al mismo tiempo se establecía un poder legislativo
bicameral y un poder ejecutivo, el Directorio, integrado por cinco miembros. De
este modo, se aspiraba a retornar al programa liberal que había sido impuesto
durante la primera etapa de la Revolución. Sin embargo, la mayor dificultad fue
la de lograr la estabilidad política.
En una situación de
difícil equilibrio, el gobierno del Directorio, sin
demasiados apoyos, se encontró jaqueado tanto
por los sans-culottes -que pronto lamentaron la caída de Robespierre- y
los políticos más radicalizados, como por la reacción aristocrática. Era
necesario encontrar la fórmula para no volver a caer en la república jacobina
ni retornar al antiguo régimen.
Y el delicado equilibrio fue mantenido
básicamente por el ejército, responsable de reprimir y sofocar las periódicas
conjuras y levantamientos. El ejército se transformó, de esta manera, en el
soporte del poder político.
El ejército fue uno
de los hijos más brillantes de la revolución. Nacido de la "leva en
masa" de ciudadanos revolucionarios, pronto se convirtió en una fuerza
profesional de combatientes. Pronto además mostró su capacidad en la guerra.
Era además un ejército burgués, una de las carreras que la revolución había
abierto al talento. Los grados y los ascensos no se debían al privilegio ni al
nacimiento, sino que se debían -como en la sociedad burguesa- al mérito,
transformado en la base de la jerarquía de valores.
Y uno de esos militares de carrera, Napoleón
Bonaparte, fue finalmente quien puso fin a la revolución al mismo tiempo que
institucionalizó sus logros. Con él nacía además uno de los grandes mitos de la
historia.
Fin e institucionalización de la
Revolución:
Napoleón Bonaparte (1799-1815)
Los ejércitos revolucionarios habían
transformado el mapa de Europa. Se habían puesto en marcha como respuesta a la
agresión de las dinastías europeas que apoyaban a los nobles exiliados, pero
había algo más. La Revolución era considerada por muchos -como posteriormente
en 1917, la Revolución Rusa— no como un acontecimiento que afectaba
exclusivamente a Francia, sino como el comienzo de una nueva era para toda la
humanidad. De allí las tendencias expansionistas y la ocupación de países, con
ayuda de los partidos filojacobinos locales, donde transformaron el gobierno y
la misma identidad nacional. De este modo, Bélgica fue anexada en 1795; luego lo
fue Holanda que pasó a constituir la República Bátava. Desde 1798, Suiza,
constituyó la República Helvética y en el norte de Italia se estableció la
República Cisalpina. En síntesis, con los ejércitos se expandían también
algunos de los logros revolucionarios, como el sistema republicano, ante el
terror de las monarquías absolutas. Pero la guerra no sólo fue un
enfrentamiento entre sistemas sociales y políticos, sino que también fue el
resultado de la rivalidad de las dos naciones que buscaban esrablecer su
hegemonía sobre Europa: Francia e Inglaterra.
En ese ejército
revolucionario había hecho su carrera Napoleón Bonaparte, quien siendo muy
joven, a los 26 años, había logrado el grado de ge-
neral. Su prestigio fue en aumento en 1795,
cuando ante una sublevación monárquica estimulada por la caída de Robespierre,
se le confió la defensa de la Convención. Bonaparte logró conjurar el peligro y
desde entonces su posición fue sólida, no sólo por la certidumbre unánime de su
capacidad militar, sino por la influencia personal que fue alcanzando. En 1796,
el Directorio le confió la campaña militar a Italia y en 1798 -dispuesto a
atacar la fuente de recursos de Inglaterra- Bonaparte se propuso la conquista
de Egipto.
El sostenimiento de
la guerra, junto con las dificultades internas, debilitó aún más al Directorio.
En noviembre de 1799 -el 18 de brumario—, un golpe entregó el mando de la
guarnición de París a Bonaparte. Poco después se formaba un nuevo poder
ejecutivo, el Consulado, integrado por tres miembros. La Constitución del año
VIH (1800) -que a diferencia de las precedentes no hacía mención a la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano— dio forma al
nuevo sistema: se disponía que uno de los tres mandatarios ejerciera el cargo
de Primer Cónsul, reduciendo a los otros dos a facultades consultivas y
otorgándole supremacía sobre el poder legislativo. El cargo de Primer Cónsul
-que posteriormente fue declarado vitalicio— se otorgó a Napoleón Bonaparte que
pudo ejercer un poder sin contrapesos.
Como ya señalamos,
el sistema napoleónico significó el fin de la agitación revolucionaria. En
primer lugar, se restringió la participación popular. Es cierto que se mantuvo
el sufragio universal para todos los varones adultos, pero el sistema electoral
indirecto, a través de la "lista de notabilidades" locales por
quienes se debía sufragar, limitó sus efectos. Cada vez quedaba más claro que,
a pesar de que la Constitución reafirmaba el principio de la soberanía popular,
el poder venía "de arriba", y la participación popular se reducía a
manifestaciones de confianza a través de los plesbici- tos. En segundo lugar,
se estableció un rígido sistema de control sobre la población. El control se
perfeccionó sobre todo después de 1804, cuando el ministro de policía, Fouché,
se encargó de eliminar todo asomo de protesta o disidencia. Iniciando una
práctica de larga perdurabilidad, se confeccionaron "fichas" de
funcionarios y de personalidades, bajo el pretexto de confeccionar una
estadística "moral" de la Europa napoleónica. De este modo, mediante
una centralización cada vez mayor del poder, se evitó toda radicalización que
condujera a la república jacobina.
Pero el sistema
napoleónico también institucionalizó muchos de los logros revolucionarios. Para
acabar con los conflictos religiosos y contar con el apoyo del clero, Napoleón
firmó con el papa Pío VII un Concordato (1801). Según sus términos, el papado
reconocía las expropiaciones de
los bienes eclesiásticos que había efectuado
la Revolución, a cambio, se establecían severas limitaciones a la libertad de
cultos. El Estado francés, por su parte, se reservaba el derecho de nombrar a
los dignatarios eclesiásticos, pagarles un sueldo y exigirles un juramento de
fidelidad. En síntesis, la Iglesia francesa —continuando una larga tradición-
quedaba subordinada al Estado, anulando su potencial conflictivo.
Pero la obra más
importante fue la redacción de un Código -conocido como Código Napoleónico—
redactado por importantes juristas con la participación del mismo Napoleón que
quedó concluido en 1804. Allí se unificó la legislación y se
institucionalizaron principios revolucionarios, como la anulación de los
privilegios sociales y la igualdad de todos los hombres frente a la ley. Pero
el Código no sólo institucionalizaba la "revolución burguesa" en
Francia. El Código también se estableció en las regiones y países ocupados,
expandiendo por Europa las bases de la Declaración de Derechos del Hombre y del
Ciudadano.
El sistema
napoleónico también reorganizó la administración y las finanzas y creó hasta un
Banco Nacional, el más patente símbolo de la estabilidad burguesa. La enseñanza
pública fue tratada con particular celo: se reorganizó la Universidad que quedó
responsable de todo lo referente a la instrucción y se crearon los Liceos para
la educación de los hijos de las "clases medias", los futuros
funcionarios que concurrían al servicio del Estado. Y durante el período
napoleónico se creó la j erarquía de funcionarios públicos que constituía la
base del funcionamiento estatal. Se abrieron las "carreras" de la
vida pública francesa -en la administración civil, en la enseñanza, en la
justicia- de acuerdo con una jerarquía de valores, el "escalafón",
propia de la burguesía, que encontraba su base en el mérito. Quedó establecido
así un sistema de funcionamiento que ejercería gran influencia y que logró
larga perdurabilidad.
A comienzos de
1804, el descubrimiento de un complot permitió a Bonaparte dar un paso más: la
instauración del Imperio. De este modo, en mayo de 1804, se sancionaba la
Constitución del año VIII que establecía la dignidad de "emperador de los
franceses" para Napoleón, se fijaba el carácter hereditario del Imperio y
se echaban las bases de una organización autocràtica y centralizada. El eje de toda la organización era el mismo Napoleón
asisrido por una nobleza de nuevo cuño, su familia y quienes podían ascender a
ella no por nacimiento, sino a través de sus méritos y de •os servicios
prestados al Estado.
La constitución del
Imperio fue fundamentalmente el resultado de la Política exterior napoleónica:
la nación que aspiraba a dominar el continente tenía que estar dirigida por una
institución que históricamente lleva-
ra implícita una
función hegemónica. Olvidando peligrosamente los sentimientos nacionales,
Napoleón había proclamado: "Europa es una provincia del mundo y una guerra
entre europeos es una guerra civil". Dentro de esa peculiar concepción de
la unidad continental, el Imperio suponía la afirmación de la supremacía
francesa. De este modo, la carrera política de Napoleón culminó en el fastuoso
rito de la coronación imperial. Al coronarlo (2 de diciembre de 1804), el papa
Pío VII legitimaba la hegemonía napoleónica. Como testimonio quedaron las
transformaciones que se introdujeron en París: importantes
monumentos destinados a restaurar la
idea romana del Imperio.
En la lucha de
Francia por la hegemonía europea, Inglaterra fue el enemigo inevitable. En la
confrontación bélica ninguno de los dos países había conseguido éxitos
decisivos. De allí que la lucha se trasladara al terreno económico. Desde 1805,
la marina británica obstaculizaba las comunicaciones marítimas para los
franceses; la respuesta fue un contrabloqueo que impedía la conexión y las
transacciones comerciales de las islas con el continente. En síntesis, bloqueo
marítimo y bloqueo continental eran los medios por los que Inglaterra y Francia
intentaban asfixiarse mutuamente. Para Napoleón, además, el bloqueo continental
presenraba una doble ventaja: no sólo aislaba a Inglaterra sino que subordinaba
la economía del continente a las necesidades de Francia.
Sin embargo, para
Francia, los efectos del bloqueo fueron graves: ruina de los puertos, falta de
algodón y, sobre todo, la quiebra de los propietarios agrícolas que, en los
años de buenas cosechas, no podían exportar el excedente. La situación
económica hizo crisis en 1811. Ante la imposibilidad de una victoria económica,
Napoleón decidió dar un vuelco decisivo a la guerra, mediante una contundente
acción militar: la invasión de Rusia (1812).
Pero los resultados
no fueron los esperados. Los rusos habían abandonado sus tierras destruyendo
todo lo que pudiera servir al invasor, incluso incendiaron la ciudad de Moscú
para desguarnecer las tropas francesas. Se comenzaron así a sufrir las
consecuencias del crudo invierno ruso y se debió emprender una retirada que le
costó al emperador lo mejor de sus tropas. El fracaso estimuló además el
estallido de movimientos nacionalistas en los países ocupados. El imperio
napoleónico se encontraba en las puertas de su fin. Las fuerzas aliadas de
Prusia, Austria, Rusia y Suecia en la batalla de Leipzig (octubre de 1813)
derrotaron a Napoleón que fue confinado en la isla de Elba (1814).
La ocupación de
Francia por los aliados permitió la restauración de los Borbones en el trono de
Francia. Pero, ante la situación generada por la ocupación, las intenciones del
monarca Luis XVIII de retornar al antiguo
régimen permitieron que internamente se
organizara un movimiento favorable a Napoleón (marzo de 1815). De este modo,
evadiendo su custodia y con el apoyo de la fuerza militar, Napoleón pudo
apoderarse de París, dispuesto a continuar la guerra. Pero sólo logró
mantenerse en el poder cien días. En la batalla de Waterloo fue derrotado por
el ejército inglés al mando del duque de Wellington (18 de junio de 1815).
Napoleón abdicó y fue confinado en la lejana isla de Santa Elena, donde pasó
sus últimos años.
2. El ciclo de las revoluciones burguesas
La caída de Napoleón llevó a la definición de
un nuevo orden europeo, tarea que quedó a cargo de los vencedores: Gran
Bretaña, Rusia, Austria y Prusia. Dos -Austria y Rusia- constituían monarquías
absolutas; Inglaterra, por el contrario, como vimos, era una monarquía limitada
por un Parlamento. Prusia era la nación menos significativa; sin embargo, al reconocérsele
el papel de "gendarme" sobre las fronteras francesas, creció su papel
internacional y su influencia sobre los otros estados alemanes. En síntesis, el
nuevo orden constituyó un compromiso entre liberales y partidarios del antiguo
régimen, compromiso que no significó equilibrio ya que, como lo demostraron las
reuniones del Congreso de Viena (1815), el peso predominante se volcó hacia las
viejas tradiciones.
El primer problema
que tuvieron que afrontar fue el de rehacer el mapa de Europa: el objetivo era
consolidar y acrecentar territorialmente a los vencedores y crear
"estados-tapones" que impidieran la expansión francesa. Polonia fue
distribuida entre Rusia y Prusia -que también obtuvo Sajorna-, sin escuchar los
clamores polacos a favor de su autonomía. Inglaterra obtuvo nuevas posesiones
coloniales y Austria ganó algunas regiones italianas, aunque vio disminuir su
influencia dentro de los estados alemanes frente al nuevo peso que ganaba
Prusia. Holanda y Bélgica se unieron en un solo reino, lo mismo que Noruega y
Suecia. En Italia, fuera de las reglones bajo control austríaco, subsistía una
serie de estados menores. España y Portugal mantuvieron sus límites, mientras
Francia volvía a los que tenia antes de la Revolución. Pero este mapa europeo dejó
planteados prolemas, como la cuestión de la "formación de las
naciones", que frecuentemente reaparecerán a lo largo del siglo.
A La obra del
Congreso de Viena fue completada por la iniciativa del zar ' Rusia, Alejandro
I: la Santa Alianza. Orlado por el misticismo de su au- .0'* «» Pr°yecto
proponía la alianza de los monarcas absolutistas en defen- e sus principios
religiosos y políticos contra los ataques de una ola
liberal que -con razón- se pensaba que no
estaba totalmente aniquilada. El misticismo de Alejandro I no cuadraba con un
espíritu realista y práctico como el de Metternich, canciller de Austria, pero
éste aceptó la propuesta: desde su perspectiva, se trataba de contar con un
instrumento que permitiera intervenir en la política europea (1815). Pese a que
estuvo listo el instrumento con el que se intentaría imponer el antiguo orden,
la tarea no fue sencilla, ya que la sociedad se encontraba profundamente
transformada.
La cerrada concepción política que se
intentaba imponer, las intenciones de retornar al absolutismo, desató en la
sociedad intensas resistencias. Las ideas difundidas por la Revolución -la
libertad, la igualdad- habían alcanzado suficiente consenso y el grado de
madurez necesaria para agudizar el clima de tensión social y política. De este
modo, ante la "restauración", se polarizaron los liberales que
aspiraban imponer los principios revolucionarios. El panorama se complejizaba además
por los movimientos nacionalistas que surgían en aquellos países que se sentían
deshechos u oprimidos por los repartos territoriales del Congreso de Viena.
En algunos lugares,
como en Italia y en Alemania, el liberalismo confluyó con el nacionalismo ya
que, para poder constituir las unidades nacionales, era necesario expulsar a
monarquías extranjeras o liberarse de los poderes autocráticos que dominaban.
Para luchar por estos principios, surgieron sociedades secretas que adoptaron
distintas formas de organización y distintos nombres. Entre ellas, las más
conocidas fueron las logias masónicas y sociedades como la de los carbonarios,
llamadas así en Italia porque sus miembros se reunían en los bosques para
escapar del control de las autoridades austríacas. En Francia se organizó la charbonneríe,
según el modelo italiano, integrada sobre todo por jóvenes universitarios y
militares de filiación bonapartista. Los objetivos que perseguían estas
sociedades eran variados pero coincidían en líneas generales. En Italia y Alemania,
aspiraban a la unificación de la nación bajo una monarquía constitucional o
-como aspiraban los grupos más radicalizados— bajo un gobierno republicano. En
Francia y en España, buscaban establecer un gobierno que respetara los
principios liberales. Pero en todas partes su característica fue la
organización secreta, una rígida disciplina y el propósito de llegar a la
violencia, si era necesario, para lograr sus objetivos.
Ya en torno a 1820
se dieron los primeros síntomas de que era imposible retornar al pasado según
el proyecto de la restauración absolutista. Una revolución liberal en España
-que por un breve tiempo impuso una Constitución a Fernando VII- y el
levantamiento de Grecia que se independizó del Imperio turco constituyeron los
primeros signos. Los movimientos y también las ideas que los sustentaban -el
liberalismo, el romanticismo, el nacionalismo- alcanzaban su madurez.
El liberalismo
—un término amplio e impreciso— era una filosofía política orientada a
salvaguardar las libertades, tanto las políticas y económicas generales como
las que debían gozar los individuos. Como política económica, el liberalismo
logró su mayor madurez en Gran Bretaña. Los principios del laissez-fáire
formulados por los fisiócratas franceses, y también por Adam Smith en La
riqueza de las naciones, llegaron a su mayor desarrollo con la obra de
economistas como David Ricardo. Sostenían que las leyes del mercado actuaban
como las leyes de la naturaleza, que "una mano invisible" hacía
coincidir los objetivos individuales y los objetivos sociales. De allí
la negativa a toda intervención estatal que regulara la economía: esta
intervención sólo podía quebrar un equilibrio natural. El Estado debía
limitarse a proteger los derechos de los individuos. Era además el sistema ideológico
que más se ajustaba a las actividades y objetivos de las nuevas burguesía.
El liberalismo
también se constituyó en un programa político: libertad e igualdad civil
protegidas por una Constitución escrita, monarquía limitada, sistema
parlamentario, elecciones y partidos políticos eran las bases de los sistemas
que apoyaban la burguesía liberal. Pero también el temor a los conflictos
sociales llevó a una concepción restringida de la soberanía que negaba el
sufragio universal: el voto debía ser derecho de los grupos responsables que
ejercían una ciudadanía "activa", de quienes tenían un determinado
nivel de riqueza o de cultura, es decir, la burguesía del dinero y del talento.
Desde nuestra perspectiva contemporánea, este liberalismo que implicaba una democracia
restringida, resulta limitado e incluso notablemente conservador; sin embargo,
en su época, en la medida que fue la base de la destrucción del antiguo
régimen, constituyó indudablemente una fuerza revolucionaria.
Pero el liberalismo
también se combinó con otras tradiciones intelectuales. En efecto, el
pensamiento que se había acuñado en el siglo XVIII, el racionalismo y el
materialismo propios de la Ilustración, también había despertado reaccciones.
De este modo, el rechazo al racionalismo analítico y 'a exaltación de la
"intuición," y de las viejas tradiciones medievales se transformaron
en las principales características del romanticismo. Las primeras
manifestaciones de esta nueva corriente fueron literarias, y se advier-
ten especialmente en Inglaterra, pero poco
después se propagarán por toda Europa adquiriendo formas diversas.
En Francia, el
romanticismo constituyó, originariamente, un movimiento tradicionalista en
reacción contra la Revolución Francesa. Es el caso de Chateaubriand, católico y
monárquico, dedicado a exaltar el medioevo -hasta entonces despreciado— en sus
principales obras, buscando exaltar el espíritu nacional. Pero también fue
romántico Víctor Hugo, republicano, liberal y revolucionario.
El romanticismo, tantas veces mal definido,
no es, después de todo, otra cosa que el liberalismo en literatura [~] La
libertad en el arte, la libertad en la sociedad, he ahí el doble fin al cual
deben tender, con un mísmn paso, todos los espíritus consecuentes y lógicos; he
ahí la doble enseña que reúne, salvo muy pocas inteligencias, a toda esa
juventud, tan fuerte y paciente, de hoy; y junto a la juventud, y a su cabeza,
lo mejor de la generación que nos ha precedido (Víctor Hugo, prefacio a la
primera edición de Hemani, 1830).
La exaltación del espíritu nacional, y la
búsqueda de sus orígenes, permitió que el romanticismo prendiera fuertemente en
aquellos países que se consideraban desmembrados u oprimidos por la dominación
extranjera. En esta línea, el polaco exiliado en Francia, Federico Chopin; o
Luis Beethoven, constituyeron grandes exponentes del romanticismo musical.
Pese a las
diferencias, ¿qué tenían en común los diversos exponentes del romanticismo? El
reemplazo de los mesurados modelos clásicos por un estilo apasionado y
desbordante; la decisión de romper con los viejos moldes. De allí que, más que
un conjunto coherente de ideas, el romanticismo constituyó una actitud. Era
romántico sufrir, rezar, combatir, viajar a tierras lejanas y exóticas,
comunicarse con la naturaleza, buscar el sentido de la historia. Era romántico
leer sobre el medioevo y la antigüedad clásica. Era romántico amar
apasionadamente, más allá de los patrones morales y convencionales. En
síntesis, era el desafiante rechazo a todo lo que limitase el libre albedrío de
los individuos.
En este contexto,
la época fue favorable para los inicios del nacionalismo. Era aún un término
confuso, que aludía más a un sentimiento que a una doctrina sistemáticamente
elaborada. Pero lo cierto es que en muchos países europeos -y con mayor fuerza
en los que se consideraban oprimidos- comenzaba a agitarse la idea de la
nación. Comenzaba a conformarse la conciencia de pertenecer a una comunidad
ligada por la herencia común de la lengua y la cultura, unida por vínculos de
sangre y con una especial relación con un territorio considerado como "el
suelo de la patria". En sin-
tesis, cultura, raza o grupo étnico y espacio
territorial confluían en la idea de la nación. Pero también el nacionalismo
alcanzó repercusiones políticas. Se consideraba que el Estado debía coincidir
con fronteras étnicas y lingüísticas, y fundamentalmente, se afirmaba el
principio de la autodeterminación: el gobierno que dirigía a cada grupo
"nacional" debía estar libre de cualquier instancia exterior.
Uno de los centros
del nacionalismo europeo fue París, en donde se encontraba exiliado José
Mazzini, que había constituido el grupo revolucionario la Joven Italia,
destinado a luchar por la unificación de los distintos estados de la península
y por su organización en un régimen republicano y democrático. Pero fue, sobre
todo, en las universidades alemanas donde se dieron las formulaciones teóricas
más completas que permitieron generar en el ánimo de sus compatriotas la idea
de una "patria" unitaria. Dicho de otro modo, el nacionalismo -como
el liberalismo y el romanticismo- fue un movimiento que se identificó con las
clases letradas.
Esto no significa
que no hubiese vagos sentimientos nacionales entre los sectores populares
urbanos y entre los campesinos. Sin embargo, para estas clases, sobre todo para
las masas campesinas, la prueba de la identificación no la constituía la
nacionalidad sino la religión. Los italianos y españoles eran
"católicos", los alemanes "protestantes" o los rusos
"ortodoxos". En Italia, el sentimiento nacional parecía ser ajeno al
localismo de la gran masa popular que ni siquiera hablaba un idioma común.
Además, el hecho de que el nacionalismo estuviese encarnado en las burguesías
acomodadas y cultas era suficiente para hacerlo sospechoso ante los más pobres.
Cuando los revolucionarios polacos, como los carbonarios italianos trataron
insistentemente de atraer a sus filas a los campesinos, con la promesa de una
reforma agraria, su fracaso fue casi total. Y este es un dato de las
dificultades que implicará la "construcción de las naciones" en el
marco de las revoluciones burguesas.
Los movimientos revolucionarios de 183(P
En Francia, tras la caída de Napoleón, los
viejos sectores sociales y políticos, los ultras, habían desencadenado
una violenta reacción antiliberal intentando restaurar los principios del
absolutismo. Pero eran muchas las dificultades para retornar al antiguo orden:
la sociedad se había transformado y los principios de la revolución se habían
extendido. De allí, la intensa resistencia.
•Véase Hobsbawm,
Eric J. (1997), pp. 116-137.
Luis XVIII había
intentado, con oscilaciones, una política conciliatoria. Incluso había
concedido una Carta Constitucional en la que se admitían con limitaciones
algunos derechos consagrados por la Revolución de 1789. Pero la situación
cambió después de la muerte de Luis XVIII (1824). Su sucesor Carlos X, más
compenetrado de los principios del absolutismo, desencadenó una persecución
contra todo lo que llevara el sello del liberalismo que provocó el desarrollo
de una oposición fuertemente organizada. Se preparaban así los ánimos para una
acción violenta que no tardó en llegar.
Cuando Carlos X
promulgó, sin intervención del parlamento, en julio de 1830, un conjunto de
medidas restrictivas sobre la prensa y el sistema electoral, un levantamiento
popular estalló en París. La represión fue impotente y el combate, durante tres
días —27, 28, y 29 de julio— se instaló en las calles. Tras la abdicación del
rey, ante el temor de que la participación popular desembocara en el retorno de
la república jacobina, los liberales más moderados se apresuraron a otorgar al
duque Luis Felipe de Orleans —notoriamente liberal- la corona de Francia.
Luis Felipe, el
"rey burgués" —tanto por sus ideas como por su estilo de vida—, juró
la Constitución (9 de agosto de 1830). El nuevo monarca recibía su titularidad
no por un designio divino ni en una herencia histórica depositada en su
familia, sino de la voluntad de los representantes del pueblo en ejercicio
pleno de la soberanía nacional. De este modo, según los principios del
liberalismo, se volvía a instalar una monarquía limitada sobre la base del
sufragio restringido. Pero esto también significaba la derrota definitiva de
las aristocracias absolutistas.
La agitación
revolucionaria de 1830 no se limitó a Francia, sino que fue el estímulo para
desencadenar otros movimientos que se extendieron por gran parte de Europa,
incluso a Inglaterra, donde se intensificó la agitación por la reforma
electoral que, como vimos, culminó en 1832. Pero los movimientos fueron
particularmente intensos en otros países, donde los principios del liberalismo
coincidían con las aspiraciones nacionalistas.
La remodelación del
mapa de Europa que había hecho el Congreso de Viena había unificado a Bélgica y
Holanda. Pero todo separaba a los dos países, la lengua, la religión e incluso,
la economía. En efecto, la burguesía belga había comenzado su industrialización
y reclamaba políticas proteccionistas, mientras que los holandeses, con hábitos
seculares de comerciantes, se inclinaban por el librecambismo. Estas
cuestiones, combinadas con el incipiente nacionalismo, fueron las que
impulsaron la revolución en Bélgica. La libertad de prensa y la libertad de
enseñanza que reclamaban los católicos -para impedir que el gobierno holandés propagara
el protestantismo por medio de los programas escolares- fueron las banderas de
lucha.
De este modo, los belgas proclamaron su
independencia y un Congreso constituyente convocado en Bruselas eligió a
Leopoldo de Sajonia-Cobur- go, su primer monarca. Era la segunda vez que, en la
oleada revolucionaria de 1830, un rey recibía sus poderes de un parlamento que
representaba a la nación.
También en
septiembre de 1830 estallaron motines en las ciudades del centro de Alemania,
en noviembre la ola revolucionaria alcanzó a Polonia, y a comienzos de 1831 se
extendió a los estados italianos. Pero estos movimientos fueron sofocados. Los
príncipes alemanes reprimieron a los liberales y controlaron fácilmente los
focos de insurrección. Los revolucionarios polacos e italianos fueron
impotentes frente a los estados absolutistas - Rusia y Austria,
respectivamente- a los que estaban sometidos. Las diferencias dentro de las
fuerzas movilizadas, entre la burguesía y las masas populares por un lado,
entre quienes aspiraban a reformas más radicales y entre los li - berales que
aspiraban únicamente a modernizar el sistema político, por otro, fueron
factores que debilitaron a los revolucionarios. Sin embargo, quedaba el impulso
para un nuevo asalto.
Las revoluciones de 1848: "laprimavera
de lospueblos”
De las revoluciones de 1830 sólo había quedado
un testigo, Bélgica, independiente y con una Constitución liberal. En Francia,
el viraje conservador de la monarquía de Luis Felipe de Orleans suponía para muchos la
traición a la revolución que lo había llevado al trono. En Italia, los
austríacos mantenían su férrea presencia; en Alemania, se posponían los ideales
de unidad nacional mientras en muchos estados los príncipes gobernaban con un
régimen prácticamente absolutista; en Polonia, los rusos habían suprimido todas
las libertades. Pero en 1848 se intentó el nuevo asalto: las similitudes con
las revoluciones de la década de 1830 fueron muchas, pero también se
registraban significativas diferencias.
Las nuevas bases revolucionarias:
democracia y socialismo
Los movimientos de 1848 fueron básicamente
movimientos democráticos. En efecto, frente a ese liberalismo político
que se definía por oposición al Antiguo Régimen, las revoluciones del 48
buscaron profundizar sus contenidos. Se comenzó a reivindicar el derecho de
voto para todos los ciudadanos: no había democracia sin sufragio universal. En
el mismo sentido, se prefería hablar de soberanía popular en lugar de soberanía
nacional. Según
se observaba, el término "nación"
parecía referirse a una entidad colectiva abstracta; en la práctica esa
soberanía era ejercida nada más que por una minoría. El término
"pueblo," en cambio, subrayaba la totalidad de los individuos; el
"pueblo" al que invocaban los revolucionarios del 48 era el conjunto
de los ciudadanos y no una abstracción jurídica. Y si el liberalismo se había
inclinado por las monarquías constitucionales como forma de gobierno, esta
democracia consideraba a la república como la forma política más idónea para el
ejercicio del sufragio universal, la soberanía popular y la garantía a las
libertades. Pero había más. Se comenzaba a acusar al liberalismo de predicar
una igualdad estrictamente jurídica, de igualdad ante la ley, pero de
permanecer insensible ante los contrastes sociales de riqueza/pobreza,
cultura/analfabetismo. Era necesario también luchar por la reducción de las
desigualdades en el orden social.10
Incluso, ya había
comenzado a pronunciarse la palabra socialismo. En Francia, por ejemplo,
Charles Fourier fue uno de los principales exponentes de lo que se llamó el
"socialismo utópico". En su obra El nuevo mundo industrial
(1820) había denunciado la propiedad privada, la competencia y la libertad de
comercio como las bases de la desigualdad social. Pero Fourier no sólo
criticaba, sino que también proponía un proyecto para construir una sociedad
racional y armónica —el nuevo mundo industrial- basado en el principio de
cooperación. También Etienne Cabet rescataba las ideas comunitarias presentes
en las viejas utopías para formular en su novela Viaje por Icaria (1841)
un proyecto de sociedad comunista. Pero fue tal vez Louis Blanc quien mayor
influencia ejerció en la formación del socialismo francés: en su obra Organización
del Trabajo (1840) proponía, como medio para transformar la sociedad y
suprimir el monopolio burgués sobre los medios de producción, la creación de
"talleres sociales", cooperativas de producción montadas con créditos
estatales. En síntesis, delegaba en el Estado la tarea de la "emancipación
del proletariado".
Pero no se trataba
sólo de pensadores teóricos. Desde 1830, habían surgido organizaciones de
trabajadores -embriones de los futuros sindicatos- y periódicos como eljoumaldes
Ouvriers y Le Peuple se transformaban en los canales de difusión de las
nuevas ideas. De este modo, Auguste Blanqui —que a diferencia de los otros
socialistas propiciaba la insurrección armada como único método válido para la
toma del poder político- inspiró un movimiento organizativo. Mientras las
agrupaciones carbonarias republicanas reclutaban a la burguesía letrada
(profesionales, estudiantes universitarios), las organizaciones blanquistas
como las Sociedades de las
10 Véase
Agulhon, Maurice (1973), cap. 1.
Familias, reclutaban adeptos entre los
sectores populares y el incipiente proletariado francés. En este sentido, las
nuevas ideas reflejaban las transformaciones de la sociedad. En Francia, como
veremos en el siguiente capítulo, estaba iniciándose el proceso de
industrialización. Es cierto que aún primaban las antiguas formas de trabajo en
los talleres tradicionales, pero la mecanización de las industrias del algodón
y la lana y, posteriormente, la construcción de los ferrocarriles habían
comenzado a conformar el núcleo inicial de la clase obrera.
Si bien su
doctrina, considerada la base del pensamiento anarquista, fue sistematizada en
la segunda mitad del siglo XIX, la obra de P. J. Proudhon ¿Qué es la
propiedad? (1840) causó un fuerte impacto en los medios socialistas.
Fuertemente antiautoritario, Proudhon consideraba que la propiedad privada
implicaba la negación de la libertad y de la igualdad, categorías que
constituyeron el núcleo de su pensamiento. Para él, la única forma de
asociación válida era la que derivaba del espíritu solidario, es decir, el
mutualismo. Organizaciones de autogestión económica y autoadministración
política debían multiplicarse por todo el territorio con independencia de todo
estatismo. De allí surgiría un estado de no gobierno, la anarquía, al cual
atribuía una carga de orden capaz de contraponerse al desorden dominante en la
economía burguesa.
La administración de Luis Felipe, apoyándose
en grupos de la burguesía financiera, controlaba un gobierno en el que la
participación electoral estaba restringida a quienes tenían derecho de voto, elpah
legal. Pero el descontento crecía alimentado por las sospechas de que la
administración estaba corrompida y el Estado se dedicaba a beneficiar a
especuladores y financistas. La situación se agravaba por la crisis económica
que afectaba a Europa. En efecto, desde 1846, una drástica reducción en la
cosecha de cereales había desatado oleadas de agitación rural. Pero también el
alza de los precios de los alimentos y la reducción del poder adquisitivo
habían generado, en las ciudades, la crisis del comercio y de las manufacturas,
con las secuelas de la desocupación. Es cierto que las revoluciones estallaron,
en 1848, cuando la situación económica había comenzado a estabilizarse, pero la
crisis, al erosionar la autoridad y el crédito del Estado, intensificó y
sincronizó los descontentos, preparando el terreno para la propaganda
subversiva. En síntesis, las consecuencias de crisis se combinaban con el
descontento político.
En ese contexto, la
oposición al gobierno de Luis Felipe comenzó a realizar una "campaña de
banquetes" donde se reunían los representantes
de los distintos sectores políticos para
tratar temas de la política reformista, fundamentalmente, la cuestión de la
ampliación del derecho de sufragio. El 22 de febrero de 1848, la prohibición
del ministro Guizot de uno de esos banquetes, que debía celebrarse en un
restaurant de los Campos Elíseos, fue la señal para el estallido: durante dos
días la muchedumbre se adueñó de las calles, levantó barricadas en los barrios
de París y, en la noche del 24, asaltó las Tuberías. Ante el curso que habían
tomado los acontecimientos, Luis Felipe abdicó. La presión popular impidió que
se tomara una solución tibia: se proclamó la República y se estableció un
Gobierno provisional donde se vislumbraba el compromiso entre todos los
sectores que habían participado en el levantamiento. En efecto, el Gobierno,
presidido por el poeta Alphonse Lamartine estaba compuesto por republicanos
liberales, demócratas, socialistas e incluso por un representante de los
obreros de París. Se elaboró un programa que establecía el sufragio universal,
la abolición de la esclavitud en las colonias, la libertad de prensa y de
reunión, la supresión de la pena de muerte. Pero también se introdujeron los
reclamos socialistas: derecho al trabajo, libertad de huelga, limitación de la
jornada laboral. Para atender las demandas sociales se estableció una comisión
que funcionaba en Luxemburgo, presidida por Louis Blanc, y para paliar el
problema del desempleo se crearon los Talleres Nacionales.
Pero pronto
comenzaron las dificultades. Quienes aspiraban a la república
"social" pronto fueron confrontados por quienes aspiraban a la
república "liberal". Las elecciones de abril fueron la prueba
decisiva: 500 escaños para los republicanos liberales, 300 para los monárquicos
y 80 para los socialistas establecieron el límite. Las elecciones demostraban
el débil peso que aún tenía la república, que los sentimientos monárquicos aún
tenían raíces vivas. Pero sobre todo demostraban el temor de los franceses a la
república "social". El gobierno de Lamartine evolucionó entonces
hacia políticas más conservadoras. Se elaboró un proyecto de construcción de
ferrocarriles para atemperar la desocupación y, fundamentalmente, para alejar
de París a los obreros ferroviarios; y, en segundo lugar, se comenzó a preparar
la disolución de los Talleres Nacionales, centros de propaganda socialista.
Las medidas tomadas
por el gobierno de Lamartine dieron lugar a mar nifestaciones de descontento
que pronto se transformaron en un estallido social (junio de 1848), que fue
violentamente reprimido por Cavaignac, ministro de Guerra. Se terminaba así
toda expectativa sobre la "república social". El tono autoritario que
fue adquiriendo el gobierno se expresó también en la nueva Constitución
(noviembre de 1848) que confería fuertes poderes al Presidente de la República
y había borrado de su preámbulo toda declaración sobre el derecho al trabajo. A
fines de año, asumía la presi-
dencia Luis Napoleón Bonaparte, apoyado por el
Partido del Orden cuyo programa defendía la propiedad, la religión, el
reestablecimiento de la guillotina y negaba el derecho de asociación. En
síntesis, el temor a la "república social" había llevado a la
burguesía francesa a abrazar la reacción.
Los acontecimientos
franceses fueron inseparables de la ola revolucionaria que agitó a Europa en
1848. Italia, los territorios alemanes, Prusia, el imperio austríaco se vieron
agitados por movimientos que mostraban características comunes: a las
reivindicaciones políticas, se agregaba la insurrección social. En Italia se
sumaba el componente nacionalista, la expulsión de los austríacos, como paso
para la unificación. Pero las insurrecciones populares, que siguiendo los
postulados de Mazzini, se produjeron en Florencia, Venecia, Roma -de donde
debió huir el Papa- y otras ciudades italianas pronto fueron sofocadas por la
flota austríaca y el ejército francés que envió Luis Napoleón Bonaparte.
Después de los fracasos del 48, únicamente el reino de Piamonte-Cerdeña, bajo
el reinado de Víctor Manuel III, contaba con una Constitución liberal. De allí
saldrán las bases para la posterior unificación (1870).
La agitación
revolucionaria también se propagó a Austria y a los estados alemanes. Mientras
el pueblo de Viena se levantaba en armas y obligaba a huir al canciller
Metternich, en otras regiones del Imperio -Bohemia, Hungría y los estados
italianos del norte- estallaban las insurrecciones. En Prusia, la sublevación
de Berlín exigió al rey una constitución, mientras los demás estados alemanes
se movilizaban y los partidarios de régimen constitucional reunían en Francfort
un congreso con el objetivo de unificar Alemania. Pero los soberanos
absolutistas se apoyaron mutuamente para frustrar a los revolucionarios, de
este modo, los levantamientos fueron sofocados por las fuerzas de las armas.
Las revoluciones
del 48 rompieron como grandes olas, y dejaron tras de sí poco más que el mito y
la promesa. Si habían anunciado la "primavera de los pueblos", fueron
-en efecto- tan breves como una primavera. Sin embargo, de allí se recogieron
enseñanzas. Los trabajadores aprendieron que no obtendrían ventajas de una
revolución protagonizada por la burguesía y que debían imponerse con su fuerza
propia. Los sectores más conservadores de la burguesía aprendieron que no
podían más confiar en la fuerza de las barricadas. En lo sucesivo, las fuerzas
del conservadurismo deberían defenderse de otra manera y tuvieron que aprender
las consignas de la "política del pueblo". La elección de Luis Napoleón
-el primer jefe de Estado moderno que gobernó por medio de la demagogia- enseñó
que la democracia del sufragio universal era compatible con el orden social.
Pero las revoluciones del 48 significaron fundamentalmente -al menos en Europa
occidental- el fin de la política tradicional
y demostraron que el liberalismo, la democracia política, el nacionalismo, las
clases medias e incluso las clases trabajadoras iban a ser protagonistas
permanentes del panorama político.
Cronología"
1760 Jorge m es coronado rey de Inglarerra.
1762 Catalina la
Grande llega al trono de Rusia con el proyecto de occidenta- 1i7aT las
costumbres y el ppiwamípntn
1763 Tras la
Guerra de los Siete Años, se firma la Paz de París: Gran Breraña obtiene Canadá
y Luisiana de Francia, y Florida de España.
1767 Expulsión
de los jesuítas de España.
1774 Luis XVI,
rey de Francia. Designa al fisiócrata Turgor como ministro de finanzas para la
aplicación de un programa de reformas que fracasa por la oposición nobliliaria.
1775 Comienza la
guerra de la independencia en los Estados Unidos.
En Inglaterra, empieza la utilización
industrial del vapor.
1776 Declaración
de la independencia de los Estados Unidos.
1777 Benjamín
Franklin es el primer embajador de los Estados Unidos en París.
1778 Francia se alia
con Estados Unidos en la guerra contra Inglaterra; el ministro de Finanzas
intenta cubrir las deudas de guerra con la creación de nuevos impuestos.
1783 Se firma la Paz de París por la que Inglaterra reconoce la
independencia de los Estados Unidos.
1785 Primera fábrica de hilados a vapor en Nottingham.
1788 En Francia,
la Asamblea de Notables intima al rey para la convocatoria de los Estados
Generales. Sieyes publica el panfleto ¿Qué es el Tercer Estado? que demandaba la participación de los representantes de la nación en
el gobierno.
Carlos IV, sucede a su padre, Carlos III,
como rey de España.
1789 En Francia,
se reúnen los Estado Generales; un levantamiento popular toma de la Bastilla;
se da a conocer la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano.
En Estados Unidos, George Washingron es el
primer presidente.
1790 En Francia,
se promulga la Constitución Civil del Clero que será condenada por el Papa.
1791 En Francia
se promulga la Constitución; comienza a sesionar la Asamblea legislativa; el
rey Luis XVI fracasa en su intento de huida.
1792 Francia
declara la guerra a Austria; Rouget de Lisie compone la música y
Kinder, Hermann
y Hilgemann, Werner (1978), pp. 11-61.
1792
1793
1794
1795
1796
1798
1799
1801
1802
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1804
1805
1806
1807
1808
1809
1810
1811
1812
el tp^to de La Maiseüesa, himno de la
revolución; se reúne la Convención que proclama la República.
Primera coalición (Prusia, Austria y
Piamonte) contra Francia. Victoria francesa en Valmy. Francia anexa Bélgica
después de la victoria de Jemm- pes. Convención Nacional francesa: proclamación
de la República.
En Francia se proclama la nueva
Constitución. El rey LuisXVI es guillotinado. Robespierre domina el Comité de
Salvación Pública. Se declara la guerra entre Francia e Inglaterra.
En Francia, estalla el golpe de thermidor;
se organiza el Directorio. Victoria francesa en Fleurus.
Francia firma tratados de paz con Prusia,
Holanda y España.
Napoleón Bonaparte es comandante en jefe
del ejército francés; victorias en Italia.
Expedición de Napoleón Bonaparte a Egipto.
Segunda coalición (Rusia e Inglaterra) contra Francia.
Francia le declara la guerra a Austria.
Tras el golpe del 18 brumario, Napoleón es designado Cónsul.
Se firma la paz entre Francia y Rusia.
Francia firma la Paz de Amiens con
Inglaterra; Napoleón es Cónsul Vitalicio.
Se rompe la paz de Amiens.
Se promulga el Código napoleónico. Napoleón
es coronado Emperador; se rompen las relaciones entre Francia y Rusia.
Tercera coalición (Inglaterra, Austria y
Prusia) contra Francia. Capitulación austríaca en Ulms. En Trasfalgar, el
almirante Nelson derrota a la flota franco-española. Victoria francesa en
Austerliz.
Cuarta coalición (Inglaterra, Prusia y
Rusia) contra Francia. Victorias francesas en Jena y Auestard. Francia
establece el bloqueo continental. Primeras invasiones ingieras en el Río de la
Plata.
Las tropas de Napoleón ocupan Portugal.
Napoleón anexa Roma después de la ruptura
de relaciones con el Papa. En España, tras la ocupación francesa, es coronado
monarca José Bonaparte, hermano de Napoleón.
Quinta coalición (Inglaterra, España y
Austria) contra Francia. Victoria francesa en Wagram. Napoleón contrae
matrimonio con la princesa austríaca, María Luisa, hija de Francisco I.
Sublevación general de las colonias
españolas en América. En Rusia, el zar Alejandro I rompe el bloqueo
continental.
Desórdenes ludistas en Gran Bretaña.
Napoleón invade Rusia donde sufre
importantes derrotas. Sexta coalición (Prusia, Rusia, Austria y Suecia) contra
Francia. Simón Bolívar inicia su campaña libertadora en Venezuela.
Concordato de Fontainebleau. Holanda
proclama la independencia. Napoleón devuelve la corona de España a Fernando
VII.
1814
1815
1816 1817
1819
1820
1821
1822
1823
1824
1825
1830
1831
1832
1833
1834 1837
Tras la campaña de Francia, los aliados
entran en París. Napoleón abdica y es llevado a la isla de Elba. En Francia se
restaura la monarquía borbónica con Luis XVIII.
Stephenson inventa la locomotora.
Tras los "Cien días", Napoleón es
derrotado en la batalla de Waterloo y desterrado en la isla Santa Elena. El
Congreso de Viena rehace el mapa de Europa. Se forma la Santa Alianza.
Se organiza la Confederación germánica
integrada por 35 príncipes, entre ellos los reyes de Inglaterra (casa
Hannover), Dinamarca (Holstein), Países Bajos (Luxemburgo).
Las Provincias Unidas del Río de la Plata
declaran la independencia.
El Papa condena las independencias
americanas.
En Alemania se crea la Unión Aduanera
(Zollverein).
En Inglaterra comienza la
movilización por la reforma electoral. Levanramientos liberales enEspañay
Portugal.
En Inglaterra Jorge IV llega al
trono; queda firmemente establecido el sostenía institucional, en el que
alternan los partidos tory (conservador) y whigs (liberal), con el predominio de la Cámara de los Comunes mediante el
estrecho control del gabinete de ministros.
Comienza la guerra de independencia de
Grecia contra los turcos. Independencia de Perú y de México.
Independencia de Brasil.
Reestablecimiento del absolutismo en
España. Las Provincias Unidas de Centro América (Guatemala, El Salvador,
Nicaragua, Costa Rica) declaran la independencia.
Carlos X llega al trono de Francia
intensificando las políticas absolutistas. Las victorias de Bolívar en Junín y
de Sucre en Ayacucho consolidan las independencias americanas.
Segunda condena papal a las independencias
americanas.
Revoluciones liberales en Europa. Luis
Felipe de Orleans es proclamado rey jurando obediencia a la Constitución.
Bélgica se independiza de Holanda. Insurrecciones en los estados italianos y
Polonia.
Guillermo IV llega al trono de Inglaterra.
José Mazzini funda la "Joven
Italia".
En Inglaterra se aprueba el proyecto de
reforma electoral del primer ministro Gray que aumenta el número de ciudadanos
con derecho al voto. Tras la muerte de Femando VII hereda el trono de España su
hija Isabel anulando la tradición por la cual no podían heredar el trono las
mujeres. Por la oposición del infante don Carlos, hermano del rey, comienzan
las guerras carlistas.
En Inglaterra se promulgan las "leyes
de pobres".
Se promulga el manifiesro de la Joven
Europa.
En Gran Bretaña, muere sin dejar herederos
Guillermo IV, le sucede en el trono su sobrina, Victoria, quien inicia un largo
reinado (hasta 1901).
1838 Comienza la
agitación cartista en Gran Bretaña.
1840 La
"guerra del opio” en China. Los ingleses llegan a Nueva Zelandia.
1842 Los
iTiglpgM ocupan Hong-Kong.
1843 Los
ínglpsps en Natal. Los boers, colonos de origen holandés, crean en África la
República Libre de Orange.
1844 Inglaterra
comienza la guerra de conquista de la India.
1845 Federico F.ngplg
publica La situación de la clase obrera en
Inglaterra.
1847 Crisis
económica en Europa. En California se descubre oro. Conferencia internacional
obrera en Londres. Marx y F-Tigpls escriben el Manifiesto
Comunista.
1848 Revoluciones
en Europa. En Francia se establece la república y el sufragio universal.
Insurrecciones en Italia, Alemania y Austria.
Estados Unidos anexa los territorios
mexicanos de Texas, Nuevo México y Alta California.
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Revolución Francesa, Barcelona, Crítica, pp. 11-78.
1. El triunfo del capitalismo
La segunda mitad del siglo XIX corresponde
indudablemente a la época del triunfo del capitalismo. El triunfo se
manifestaba en una sociedad que, habiendo asumido los valores burgueses,
consideraba que el desarrollo económico radicaba en las empresas privadas
competitivas y en un ventajoso juego entre un mercado barato para las compras
-incluyendo la mano de obra- y un mercado caro para las ventas. Se consideraba
que una economía sobre tal fundamento, y descansando sobre una burguesía cuyos
méritos y energías la habían elevado a su acrual posición, iba a crear un mundo
no sólo de riquezas correctamente distribuidas, sino también de razonamiento,
ilustración y oportunidades crecientes para todos. Con el capitalismo
triunfaban la burguesía y el liberalismo, en un clima de confianza y optimismo
que consideraba que cualquier obstáculo para el progreso podía ser superado sin
mayores inconvenientes.
Capitalismo e industrialización
En la segunda mitad del siglo XIX, el mundo se
hizo capitalista y una significativa minoría de países se transformaron en
economías industriales. Es cierto que, por lo menos hasta 1870, Inglaterra
mantuvo su primacía en el proceso de industrialización y su indiscutible
hegemonía dentro del área capitalista. La misma industrialización que comenzaba
a generarse en el continente europeo amplió la demanda de carbón, de hierro y
de maquinarias británicas. Incluso, la prosperidad permitía una mayor demanda
de bienes de consumo procedentes de Inglaterra. De este modo, una rama
tradicional como la textil experimentó un notable progreso basado en la mayor
mecanización de la producción: entre 1857 y 1874 el número de telares mecánicos
se había elevado en 55%. La minería y la siderurgia, por su parte,
también mantenían un elevado nivel de crecimiento: hacia 1870
todavía más de la mitad de la producción
mundial de hierro procedía de Inglaterra. Esta primacía industrial estaba
además complementada con el predominio en el comercio internacional.
Sin embargo, la
posición inglesa parecía amenazada. La misma Revolución Industrial había
desencadenado procesos de industrialización en un puñado de países europeos
como Francia, Bélgica y Alemania, a los que pronto se agregarían otros,
ubicados fuera de Europa, como Estados Unidos y Japón. Eran sin duda una minoría
de países, en un mundo que continuaba siendo predominantemente rural, pero sus
efectos resultarían notables.
En Francia, durante
el período del Segundo Imperio, al calor de la prosperidad económica de los
años 1850-1870 y por políticas que la favorecían, la industria pudo conformar
una estructura productiva moderna donde se impuso el sistema fabril. Es cierto
que, a diferencia de lo que ocurrió en Inglaterra o en Alemania, la producción
en pequeña escala perduró con tenacidad. Mientras la industria moderna se
concentraba en algunos puntos -París, Lyon, Marsella, la Lorena-, en el resto
de país se mantenían las viejas estructuras productivas. La clave para explicar
la lentitud de la industrialización francesa puede encontrarse en la sociedad
agraria: el predominio de la pequeña propiedad frenaba la conformación del
mercado interno y el éxodo de la población del campo. Hasta fines del siglo
XIX, Francia continuaba siendo un país mayoritariamente rural.
Sin embargo, el
impulso para la industrialización provino de las políticas del Estado y de sus
necesidades estratégicas. Dicho de otra manera, el impulso dado por el Segundo
Imperio a la construcción de ferrocarriles -al otorgar favorables condiciones a
las empresas concesionarias, garantizar a las líneas recién construidas un
beneficio del 4% sobre el capital, y otorgar préstamos que cubrieran buena
parte de la inversión inicial- sentaron las bases de la industria francesa. En
efecto, el desarrollo ferroviario trajo aparejado una gran demanda para la
siderurgia y estimuló las inversiones hacia la industria pesada. Incluso, el
grueso de la producción metalúrgica se concentró en grandes empresas cuyas
fábricas no tenían precedentes en Inglaterra tanto por su tamaño como por su
organización.
La primera etapa de
la Revolución Industrial inglesa -la de los textiles— se había basado en
innovaciones tecnológicas sencillas y de bajos costos pero éste no era el caso
de Francia que se incorporaba al proceso de industrialización en una etapa
mucho más compleja -la de los ferrocarriles- y que exigía una gran acumulación
de capitales. Sin embargo, el obstáculo pudo ser superado por la capacidad de
adaptación del sistema bancario francés que pudo concentrar el capital
repartido entre millares de
pequeños ahorristas y orientarlo hacia las
actividades productivas. En este sentido, el sistema bancario francés parecía
mostrarse más permeable a los requerimientos de la industria que el sistema
británico. No sólo la alta banca tradicional orientó parte de su cartera de
créditos al sector industrial, sino que aparecieron nuevas casas bancarias
adaptadas a tal fin. Es el caso, por ejemplo, del Credit Mobilier, fundado en
1852 por los hermanos Pe- reire, que estimuló el ahorro para volcarlo hacia las
empresas ferroviarias e industriales. Incluso, la ley de 1867 por la que el
Estado autorizó la libre constitución de sociedades anónimas fue un instrumento
que permitía canalizar el pequeño ahorro y concentrar capitales para la
inversión.
De este modo, a
partir de las iniciativas del Estado y de la participación del capital
bancario, a pesar de las dificultades que desde 1870 pudieron afectar el
desarrollo del capitalismo industrial francés, éste mantuvo su ritmo de
constante crecimiento. Así, en los primeros años del siglo XX, Francia poseía ya
el perfil de un país industrial moderno.
La
industrialización alemana -con su principal polo en Prusia- también arrancó en
la década de 1850 estrechamente ligada al desarrollo de una red ferroviaria
que, hacia 1870, era la más densa del continente. La construcción de
ferrocarriles permitió cuadriplicar la producción de hierro entre 1850 y 1870,
y en este último año, Alemania ya ocupaba el segundo lugar entre los países
europeos productores de hulla. Incluso, la industria química tuvo un importante
desarrollo en la década de 1860 a través de la explotación de las potasas de
Stassfurt. De este modo, Alemania, más que ningún otro país europeo, pudo basar
su proceso de industrialización en la industria pesada, en la mecanización
intensiva y en el pronto desarrollo de grandes establecimientos fabriles. En
esta línea, su industrialización alcanzó un ritmo extraordinario: en 1893,
Alemania ya superaba a Inglaterra en la producción de acero, y en 1903, en la
producción de hierro.
¿Cuáles fueron los
factores que impulsaron el acelerado desarrollo del capitalismo industrial en
Alemania? En primer lugar, a diferencia de Francia, el mundo rural no
constituyó un obstáculo para la industria. La concentración de la tierra en
grandes propiedades y la modernización de la agricultura -que llevó a los
terratenientes a racionalizar sus explotaciones mediante la mecanización-
obligó, sobre todo en las regiones orientales, a millones de trabajadores
agrícolas a abandonar el campo. Muchos emigraron al exterior, pero también
muchos fueron absorbidos por Berlín, Ham- burgo y los nuevos centros
industriales de Alemania occidental, sobre todo en la región del Rhur, formando
una importante reserva de mano de obra para la industria en expansión.
En segundo lugar,
como en el caso de Francia, el sistema bancario tu-
vo una activa participación en la financiación
de la industria. Ya desde la década de 1840 los bancos privados jugaron un
importante papel en la movilización del capital necesario para financiar la
primera etapa de la expansión ferroviaria. Después de 1850 se fundaron también
nuevos bancos con orientación industrial que mostraron gran capacidad de
organización de promoción de las compañías industriales en las regiones de
Renania-West- falia, Silesia y Berlín. En 1870 se promulgó la ley que
autorizaba la formación de sociedades anónimas -en ese año en Prusia surgieron
41 sociedades- que actuaron como un poderoso agente de concentración de
capitales dirigido además a la industria de la construcción, la minería, la
metalurgia y la industria textil.
Además, también en
el caso de Alemania, favoreció el desarrollo de la industrialización un marcado
intervencionismo estatal. Ya desde antes de la unificación política, el
gobierno de Prusia vinculaba estrechamente el problema de la formación y
expansión del Estado alemán con el desarrollo económico, principalmente,
industrial. El objetivo era obtener una creciente autarquía económica y un
eficaz poderío militar. En este sentido, el Estado participó directamente en la
construcción de las líneas ferroviarias percibidas como un instrumento de
unificación política y económica. Además, aseguró los instrumentos jurídicos
necesarios para la expansión de la gran empresa y subsidió el surgimiento de
actividades industriales consideradas estratégicas para la seguridad nacional.1
Si bien sólo unos
cuantos países se convertirían en economías industriales, la expansión del
capitalismo transformado en un sistema mundial dejaba pocas áreas que no
estuvieran bajo su influencia. El mundo parecía transformarse a un ritmo
acelerado. En primer lugar, las ciudades crecían. Es cierto que aún Europa
continuaba siendo predominantemente rural. Pero el crecimiento de la población
(por mejoras en la alimentación y en la higiene) y la introducción de la
mecanización en el campo generaba un excedente de mano de obra que no podía ser
absorbido por las tareas rurales. Y esto produjo un éxodo de población rural.
Muchos emigraron al extranjero -fue la época de las grandes oleadas migratorias
a América y a Australia-, pero también muchos otros se dirigieron a las
ciudades, donde la oferta de trabajo era creciente y los salarios superiores.
De este modo, las
ciudades comenzaron a crecer, pero como señala Hobsbawm, no era sólo un cambio
cuantitativo, las ciudades mismas se transformaban rápidamente convirtiéndose
en el símbolo indudable del capitalismo. La ciudad imponía una creciente
segregación social entre los ba-
1 Véase Kemp.Tom (1976), pp.
79-166.
rrios obreros y los nuevos barrios burgueses,
con espacios verdes, con residencias iluminadas a gas y con calefacción, y de
varios pisos desde la aparición del "ascensor". Incluso, los
proyectistas urbanos consideraban que el peligro potencial que significaban los
pobres podía ser mitigado por la construcción de avenidas y boulevares que
permitieran contener toda amenaza de sedición. Y en ese sentido, la
remodelación de París podía ser considerada paradigmática.2
En las ciudades
también comenzaban a transformarse los métodos de circulación y distribución de
mercancías. La aparición de los "grandes almacenes" o "grandes
tiendas" fue una novedad en París en 1850, que pronto se extendió a otras
ciudades como Berlín y Londres. El objetivo de estos "grandes
almacenes" era que el capital circulara rápidamente, se hacía necesario
vender mucho, por lo tanto era necesario vender más barato. Y esto transformó
la circulación de los productos de consumo y significó la ruina de muchos
pequeños comerciantes e incluso de artesanos que todavía habían podido
sobrevivir.
Pero antes que la
ciudad, era el ferrocarril el símbolo más claro del capitalismo triunfante. No
sólo hubo una ampliación notable de las vías férreas (en Europa, de 2.700 km en
1840, se pasa a 162.500 km en 1880), sino que los ferrocarriles presentaron
mejoras considerables en su construcción. Aumentaron la velocidad y volumen de
carga y los trenes para pasajeros ganaron en confort: se diferenció entre los
vagones de primera y segunda clase -en otra muestra de segregación social—, al
mismo tiempo que aparecían los cochecamas, los vagones restaurantes, la
iluminación a gas, los sistemas de calefacción. Incluso se dio una mayor
seguridad y regularidad en la circulación, sobre todo después de la
generalización del telégrafo.
Los ferrocarriles,
como ya señalamos, tuvieron un importante papel económico en la construcción
del capitalismo industrial. Constituyeron un multiplicador de la economía
global a través de la demanda de productos metalúrgicos y de mano de obra. Pero
también permitieron unificar mercados de bienes de consumo, de bienes de producción
y de trabajadores. En síntesis, el ferrocarril desde 1850 fue el sector clave
para el impulso de la metalúrgica y de las innovaciones tecnológicas. Y este
papel lo cumplió hasta 1914, en que cedió su lugar a la industria armamentista.
La construcción de
ferrocarriles se vinculó estrechamente con el desarrollo de la navegación
marítima. En rigor, muchas de las redes ferroviarias fueron suplementarias de
las grandes líneas de navegación internacional. En América Latina, por ejemplo,
los ferrocarriles unían a las regiones pro-
2 Véase Hobsbawm, Eric J.
(1998), pp. 217-238.
ductoras de materias primas con los puertos
que comunicaban con los países industrializados. También en Europa, las redes
ferroviarias terminaban en grandes puertos con instalaciones adecuadas para
permitir la atracada de navios de gran envergadura. Porque también la
navegación había sufrido cambios. Se aplicaba el vapor, y los barcos aumentaron
sus dimensiones permitiendo transportar mayores volúmenes.
La construcción de
grandes navios también produjo modificaciones en otros aspectos. Su
construcción exigía grandes volúmenes de capitales por los costos de
producción, que indudablemente estaban fuera del alcance de los armadores
tradicionales que paulatinamente fueron desplazados. Estos fueron reemplazados
por empresas de nuevo tiempo que concentraban grandes capitales. En síntesis,
la industria naviera -como la construcción de ferrocarriles- actuó como un
factor de concentración del capital (problema sobre el que volveremos).
Estas transformaciones
en el sistema de comunicaciones consolidaron el capitalismo y le otorgaron una
dimensión mundial. Permitieron que se multiplicaran extraordinariamente las
transacciones comerciales —entre 1850 y 1870, el comercio internacional aumentó
en 260%-, dando como resultado que prácticamente el mundo se transformara en
una sola economía interactiva. Era un sistema de comunicaciones que no tenía
precedentes en rapidez, volumen, regularidad e incluso bajos costos. Las redes
que unía al mundo tendían a acortarse.
Ante un mundo que
se achicaba, en 1872 Julio Verne (1828-1905) imaginó La vuelta al mundo en
ochenta días, incluyendo las innumerables peripecias que debía sufrir su
infatigable protagonista Phileas Fogg. ¿Cuál fue su recorrido? Fogg viajó de
Londres a Brindisi en barco a vapor y en tren; luego volvió a embarcarse para
cruzar el recién abierto Canal de Suez y dirigirse a Bombay; desde allí, por
vía marítima llegó a Hong-Kong, Yo- kohama y, cruzando el Pacífico, a San
Francisco en California. En el recientemente inaugurado ferrocarril que cruzaba
el continente norteamericano -desafiando peligros como los ataques indios y las
manadas de bisontes- llegaba a Nueva York, desde donde nuevamente en barco a
vapor y en tren retornaba a Londres. Todo esto le llevó a Phileas Fogg
exactamente 81 días incluyendo las múltiples aventuras -exigidas por el
suspenso de la novela- vividas. ¿Hubiera sido posible hacer ese trayecto en 80
días, veinte años antes? Indudablemente no. Sin el Canal de Suez ni
ferrocarriles que cruzaban el continente, sin la aplicación del vapor en las
comunicaciones un viaje semejante -sin contar los días de puerto ni las
aventuras vividas- no podía durar menos de once meses, es decir, cuatro veces
el tiempo que empleó Phileas Fogg.
El ejemplo de la
novela de Verne nos sirve para mostrar qué queremos decir con que el
"mundo se achica". Pero también podemos preguntarnos por qué Verne
imaginó tal aventura. En ese sentido, Verne fue un hombre de su tiempo. El tema
de los viajeros, de aquellos que corren riesgos desconocidos -misioneros y
exploradores en Africa, cazadores de mariposas en las islas del sur,
aventureros en el Pacífico-, apasionaba a los hombres de la época. Y esto era
también consecuencia del "achicamiento" del mundo: el hombre común -desde
la sala de su casa, en un confortable sillón, leyendo un libro- podía vivir el
proceso y descubrir regiones del mundo hasta entonces desconocidas.
Como deciamos, las
redes que unían al mundo comenzaban a acortarse, y en este sentido tuvo una
importancia fundamental el telégrafo. Era un invento reciente (1850) y alcanzó
gran difusión a partir del momento en que se solucionó el problema del tendido
de los cables submarinos: en 1851 se unían Dover y Calais; en 1866, Europa y
los Estados Unidos; en 1870, la red llegaba a Oriente. El telégrafo tuvo una
indudable importancia política y económica. Permitía a los gobiernos
comunicarse rápidamente con los puntos más alejados del territorio lo mismo que
permitía a los hombres de negocios estar al tanto de la situación de los
mercados y la corización del oro aun en lugares muy distantes. Pero el uso más
significativo del telégrafo ocurrió a parrir de 1851, cuando Reuter creó la
primera agencia telegráfica, configurando la noticia. ¿Esto qué significaba?
Que sucesos que ocurrían en los puntos más lejanos de la tierra podían estar a
la mañana siguiente en la mesa del desayuno de quien estaba leyendo el diario.
De este modo, se daba algo que, pocos años antes, estaba totalmente fuera de la
imaginación de la gente. La información estaba dirigida además al gran público
-favorecida por los progresos de la alfabetización- que permitía a la gente
dejar de vivir en una escala local, para vivir en una escala mayor, la escala
del mundo. En síntesis, esta revolución de las comunicaciones permitían
transformar al globo en una sola economía interactiva y darle al capitalismo
una escala mundial.
Pero al mismo
tiempo el resultado era paradójico: cada vez iban a ser mayores las diferencias
entre aquellos países y regiones que podían acceder a la nueva tecnología y
aquellas partes del mundo donde todavía la barca o el buey marcaban la
velocidad del transporte. El mundo se unificaba pero también se agudizaban las
distancias.
La expansión del
capitalismo industrial también estuvo estrechamente vinculado con una
aceleración del progreso tecnológico. En efecto, cada vez fue más estrecha la
relación que se estableció entre ciencia, tecnología e industria. La Revolución
Industrial inglesa se había desarro-
liado sobre la base de técnicas simples, al
alcance de hombres prácticos con sentido común y experiencia; en cambio, en la
segunda mitad del siglo XIX, el avance de la metalurgia, la industria química,
el surgimiento de la industria eléctrica se desarrollaban sobre la base de una
tecnología más elaborada. Los "inventos" pasaban ahora desde el
laboratorio científico a la fábrica. Dicho de otra manera, el laboratorio del
investigador pasaba a formar parte del desarrollo industrial. En este sentido,
el caso del célebre Louis Pasteur (1822-1895) -uno de los científicos más
conocidos entre el gran público del siglo XIX- es ejemplificatorio: atraído por
la bactereolo- gía a través de la química industrial, a él se le deben técnicas
como la "pasteurización".
En Europa, los
laboratorios dependían por lo general de las universidades u otras
instituciones científicas, aunque se mantenían estrechamente vinculados a las
empresas industriales; en Estados Unidos, en cambio, ya habían aparecido los
laboratorios comerciales que muy pronto hicieron célebre a Thomas Alva Edison
(1847-1931) y a sus investigaciones sobre electricidad. Y esta relación entre
ciencia, tecnología e industria planteó una cuestión fundamental: los sistemas
educativos se transformaron en elementos esenciales para el crecimiento económico.
A partir de este momento, a los países que les faltase una adecuada educación
masiva y adecuadas instituciones de enseñanza superior les habría de resultar
muy difícil transformarse en países industriales, o por lo menos, quedarían
rezagados. Y esto también permite explicar el atraso relativo que Inglaterra
comenzó a mostrar frente a Alemania donde los estudios universitarios fueron
claramente orientados hacia la tecnología.
Y la clara
vinculación entre ciencia, tecnología e industria también causó un profundo
impacto en las conciencias. La ciencia, transformada en una verdadera religión
secular, fue percibida como la base de un "progreso" indefinido.
Desde esta perspectiva se consideraba que no existía obstáculo que no pudiera
ser superado. Ciencia y progreso se transformaron en dos conceptos
fundamentales dentro de la ideología burguesa.
Del capitalismo liberal ai imperialismo La
"gran depresión ”
A pesar del
optimismo y de los éxitos obtenidos, las dificultades no dejaban de plantearse.
Tal como lo había previsto Sismondi (1772-1842), uno de los primeros críticos
de la naciente economía capitalista, ésta se vio so-
metida a crisis periódicas, crisis inherentes
a un sistema que se autoconde- naba a momentos de saturación del mercado por el
crecimiento desigual de la oferta y la demanda. De este modo, a los períodos de
auge le sucedían períodos de depresión en la que los precios caían
dramáticamente e incluso muchas empresas quebraban. A diferencia de las crisis
anteriores -hasta la de 1847- que eran crisis que se inciaban en la agricultura
y que arrastraban tras de sí a toda la economía, estas otras eran ya crisis del
capitalismo industrial que se imponían a toda la vida económica. Sin embargo,
parecía que las mismas crisis generaban los elementos de equilibrio: cuando los
precios volvían a subir, se reactivaban las inversiones y comenzaba nuevamente
el ciclo de auge. De este modo, las crisis eran percibidas como interrupciones
temporales de un progreso que debía ser constante. Dentro de la expansión de
los años que transcurrieron entre 1850 y 1873, caracterizados por el alza
constante de precios, salarios y beneficios, las crisis de 1857 y 1866 pudieron
ser consideradas como manifestaciones de desequilibrios propias de una economía
en expansión.
Sin embargo, hacia
los primeros años de la década de 1870, las cosas cambiaron. Cuando la
confianza en la prosperidad parecía ilimitada se produjo la catástrofe: en
Estados Unidos 39.000 kilómetros de líneas ferroviarias quedaron paralizadas
por la quiebra, los bonos alemanes cayeron en 60% y, hacia 1877, casi la mitad
de los altos hornos dedicados a la producción de hierro quedaron improductivos.
Pero la crisis tenía además un componente que preocupaba a los hombres de
negocios y que les advertía que era mucho más grave que las anteriores: su
duración. En efecto, en 1873 se iniciaba un largo período de recesión que se
extendió hasta 1896 y que sus contemporáneos llamaron la "gran
depresión".
La caída de los
precios, tanto agrícolas como industriales, era acompañada de rendimientos
decrecientes del capital en relación con el período anterior de auge. Ante un
mercado de baja demanda, los stocks se acumulaban, no sólo no tenían
salida sino que se depreciaban; los salarios, en un nivel de subsistencia,
difícilmente podían ser reducidos; como consecuencia, los beneficios disminuían
aún más rápidamente que los precios. El desnivel entre la oferta y la demanda
se veía agravado por el incremento de bienes producidos como consecuencia de la
irrupción en el mercado mundial de aquellos países que habían madurado sus
procesos de industrialización. La edad de oro del capitalismo
"liberal" parecía haber terminado. Y esto también iba a afectar la
política.
En efecto, la
crisis había minado los sustentos del liberalismo: las prácticas proteccionistas
pasaron entonces a formar parte corriente de la política económica
internacional. De este modo, ante la aparición de nuevos
países industriales, la depresión enfrentó a
las economías nacionales, donde los beneficios de una parecían afectar la posición
de las otras. En síntesis, en el mercado no sólo competían las empresas, sino
también las naciones. Pero si el proteccionismo fue casi una reacción
instintiva frente a la depresión no fue sin embargo la respuesta económica más
significativa del capitalismo a los problemas que lo afectaban. En el marco de
las economías nacionales, las empresas debieron reorganizarse para adaptarse a
las nuevas características del mercado: intentando ampliar los márgenes de
beneficios, reducidos por la competitividad y la caída de los precios, la
respuesta se encontró en la concentración económica y en la racionalización
empresaria.
En primer lugar, se
aceleró la tendencia a la concentración de capitales, es decir, a una creciente
centralización en la organización de la producción. En Francia, por ejemplo, en
1860 había 395 altos hornos que producían 960.000 toneladas de hierro colado,
en 1890 había 96 altos hornos que producían 2.000.000. En síntesis, la
producción aumentaba, mientras que el número de empresas disminuía. Si bien el
proceso no fue universal ni irreversible, lo cierto es que la competencia y la
crisis eliminaron a las empresas menores, que desaparecieron o fueron
absorbidas por las mayores; las triunfantes grandes empresas, que pudieron
producir en gran escala, abaratando costos y precios, fueron las únicas que
pudieron controlar el mercado.
En segundo lugar,
la concentración se combinó dentro de las grandes empresas con políticas de
racionalización empresaria. Esto incluía una modernización técnica que permitía
lograr el aumento de la productividad (y dar a la empresa un mayor poder
competitivo). Pero además la racionalización incluía la llamada "gestión
científica" impulsada por F. W. Taylor. Según Taylor, la forma tradicional
y empírica de organizar las empresas ya no era eficiente, era necesario por lo
tanto darle a la gestión empresarial un carácter más racional y científico.
Para ello elaboró una serie de pautas para lograr un mayor rendimiento del
trabajo. De este modo, el taylorismo se expresó en métodos que aislaban a cada
trabajador del resto y transferían el control del proceso productivo a los
representantes de la dirección, o que descomponían sistemáticamente el proceso
de trabajo en componentes cronometrados e introducía incentivos salariales para
los trabajadores más productivos. Como veremos más adelante, a partir de 1918
el nombre de Taylor fue asociado al de Henry Ford, identificados en la
utilización racional de la maquinaria y de la mano de obra con el objetivo de
maximizar la producción.
La época del imperialismo
Desde algunas perspectivas, el imperialismo
fue la más importante de las salidas que se presentaba para superar los
problemas del capitalismo después de la "gran depresión". Los
historiadores han debatido si ambos fenómenos podían vincularse. Indudablemente
no puede establecerse un nexo mecánico de causa-efecto. Sin embargo, también es
indudable que la presión de los inversores que buscaban para sus capitales
salidas más productivas, así como la necesidad de encontrar nuevos mercados y
fuentes de aprovisionamiento de materias primas pudo contribuir a impulsar
políticas expansionistas que incluían el colonialismo. Además, en un mundo cada
vez más dividido entre países ricos y países pobres había muchas posibilidades
de encaminarse hacia un modelo político en donde los más avanzados dominaran a
los más atrasados. Es decir, había muchas posibilidades de transformarse en un
mundo imperialista.
De este modo, los
años que transcurren entre 1875 y 1914 constituyen el período conocido como la
época del imperialismo, en el que las potencias capitalistas parecían
dispuestas a imponer su supremacía económica y militar sobre el mundo. Era, en
este sentido, una nueva forma de imperio sustancialmente diferente de las otras
épocas imperiales de la historia. Durante esos años, dos grandes zonas del
mundo fueron totalmente repartidas entre las potencias más desarrolladas: el
Pacífico asiático y Africa. No quedó ningún Estado independiente en el
Pacífico, totalmente dividido entre británicos, franceses, alemanes,
neerlandeses, estadounidenses y, en una escala más modesta, Japón; en la
primera década del siglo XX, Africa pertenecía -excepto algunas pocas regiones
que resistían la conquista- a los imperios británico, francés, alemán, belga,
portugués y español.
De este modo,
amplios territorios de Asia y de Africa quedaron subordinados a la influencia
política, militar y económica de Europa. También a América Latina llegaron las
presiones políticas y económicas, aunque sin necesidad de efectuar una conquista
formal. En este sentido, los estados europeos parecían no sentir la necesidad
de rivalizar con los Estados Unidos desafiando la Doctrina Monroe.1
* La Doctrina
Monroe, que se expuso por primera vez en 1823 -y que se sintetizaba en la
consigna 'América para los americanos"-, expresaba la oposición a
cualquier colonización o intervención política de las potencias europeas en el
hemisferio occiden- taL A medida que los Estados Unidos se fueron transformando
en una potencia más poderosa, los europeos asumieron con mayor rigor los
límites que se les imponían. En la práctica, la Doctrina Monroe fue
interpretada paulatinamente como el derecho exclusivo de los Estados Unidos
para intervenir en el continente americano.
El fuerte impacto
que el desarrollo imperialista produjo entre sus mismos contemporáneos explica
el rápido surgimiento de distintas teorías que buscaban interpretarlo. Era, a
los ojos de estos contemporáneos, un fenómeno nuevo que incorporó el término imperialismo
al vocabulario económico y político desde 1890. Cuando los intelectuales
comenzaron a escribir sobre el tema, la palabra estaba en boca de todos; el
economista británico Hobson señalaba en 1900: "se utiliza para indicar el
movimiento más poderoso del panorama actual del mundo occidental". Si bien
en la obra de Karl Marx (que había muerto en 1883) no se registra el término
imperialismo, las interpretaciones más significativas del fenómeno surgieron
del campo del marxismo, desde donde sus teóricos intentaban explicar las nuevas
características que asumía el capitalismo.
Dentro del
marxismo, la interpretación clásica fue la formulada por Lenin. Desde su
perspectiva, el imperialismo constituía "la fase superior del
capitalismo", y estaba referido a la baja tendencial de la tasa de
ganancia por la competencia creciente entre capitalistas. En la medida en que
la competencia capitalista dejaba paso a la concentración y a la formación de
"monopolios" -y éstos podían influir sobre las políticas del Estado-
era cada vez más necesario buscar nuevas áreas de inversión que contrarrestara
la tendencia decreciente de la tasa de ganancia que se daba en las metrópolis.
De este modo, el "capital financiero", producto de la fusión entre el
capital bancario y el capital industrial intentaba asegurarse el control de los
mercados a escala mundial. También hubo -y hay- teorías que interpretaban al
imperialismo buscando, sobre todo, criticar la interpretación mar- xisra. Estas
trataban fundamentalmente de negar las raíces económicas del fenómeno para
buscar explicaciones de otra naturaleza, estratégicas, políticas, culturales e
ideológicas.4
Sin embargo,
independientemente de las opiniones que pueda provocar la interpretación de
Lenin, resulta indudable que sus mismos contemporáneos atribuyeron al
imperialismo razones económicas. El británico liberal J. Hobson (1900),
partiendo del subconsumo de las clases más pobres, interpretaba al imperialismo
como la necesidad de buscar mercados exteriores en donde vender e invertir.
Pero a diferencia de Lenin, que presentaba al imperialismo como un elemento
estructural del desarrollo capitalista, Hobson consideraba al fenómeno como una
"anomalía" que era necesario corregir a través del aumento de la
capacidad de consumo de los trabajadores -ligado a la función decisiva del
gasto público— que permitie-
ra un constante crecimiento y una regular
absorción de la producción sin necesidad de recurrir a la expansión
imperialista.
Como señala Eric J.
Hobsbawm, el imperialismo estuvo ligado indudablemente a manifestaciones
ideológicas y políticas. Las consignas del imperialismo constituyeron -como
veremos- un elemento de movilización de los sectores populares que podían
identificarse con la "grandeza de la nación imperial". Ningún hombre
quedó inmune de los impulsos emocionales, ideológicos, patrióticos e incluso
raciales, asociados a la expansión imperialista. En forma general, en las
metrópolis, el imperialismo estimuló a las masas -sobre todo a los sectores más
descontentos socialmente- a identificarse con el Estado, dando justificación y
legitimidad al sistema social y político que ese Estado representaba. Pero esto
no implica negar las poderosas motivaciones económicas de tal expansión. Sin
embargo, según Hobsbawm, la clave del fenómeno no se encuentra en la necesidad
de los países capitalistas de buscar nuevos mercados ni de nuevas áreas de
inversiones, tal como sostenía la teoría clásica de Lenin. En rigor, el 80% del
comercio europeo -importaciones y exportaciones- se realizó entre países
desarrollados y lo mismo sucedió con las inversiones que se efectuaban en el
extranjero. De este modo, la clave del fenómeno radica, desde la perspectiva de
Hobsbawm, en las exigencias del desarrollo tecnológico.5
En efecto, la nueva
tecnología dependía de materias primas que por razones geográficas o azares de
la geología se encontraban ubicadas en lugares remotos. El motor de combustión
que se desarrolló durante este período necesitaba, por ejemplo, petróleo y
caucho. La industria eléctrica necesitaba del cobre y sus productores más
importantes se encontraban en lo que en el siglo XX se denominaría "tercer
mundo". Pero no se trataba sólo de cobre, sino también de oro y de
diamantes y de metales no férreos que comenzaron a ser fundamentales para las
aleaciones de acero. En este sentido, las minas abrieron el mundo al
imperialismo y sus beneficios fueron suficientemente importantes como para
justificar la construcción de ramales ferroviarios en los puntos más distantes.
Independientemente
de las necesidades de la nueva tecnología, el crecimiento del consumo de masas
en los países metropolitanos significó la rápida expansión del mercado de
productos alimenticios. Y ese mercado se encontraba dominado por productos
básicos como cereales y carne, que se producían a bajo costo y en grandes
cantidades en diferentes zonas de asentamiento europeo en América del Norte y
América del Sur, Rusia y Austra-
lia. Pero también comenzó a desarrollarse el
mercado de los productos conocidos desde hacía mucho tiempo como
"productos coloniales" o de "ultramar": azúcar, té, café,
cacao. Incluso, gracias a la rapidez de las comunicaciones y al
perfeccionamiento de los métodos de conservación comenzaron a afluir los frutos
tropicales (que posibilitaron la aparición de las "repúblicas
bananeras"). En esta línea, las grandes plantaciones se transformaron en
el segundo gran pilar de las economías imperialistas.
Estos
acontecimientos, en los países metropolitanos, crearon nuevas posibilidades
para los grandes negocios, pero no cambiaron significativamente sus estructuras
económicas y sociales. En cambio, transformaron radicalmente al resto del
mundo, que quedó convertido en un complejo conjunto de territorios coloniales o
semicoloniales. Y estos territorios progresivamente se convirtieron en
productores especializados en uno o dos productos básicos para exportarlos al
mercado mundial y de cuya fortuna dependían casi por completo. Pero los efectos
sobre los territorios dominados no fueron sólo económicos, sino que también
afectó a la política y produjo un importante impacto cultural: se transformaron
imágenes, ideas y aspiraciones, a través de ese proceso que se definió como
"occidentalización".
En rigor, el
proceso de "occidentalización" afectó exclusivamente al reducido
grupo de la élite colonial. Algunos recibieron una educación de ri- po occidental
conformando una minoría culta a la que se le abrían las distintas carreras que
se ofrecían en el ámbito colonial: era posible llegar a ser profesional,
maestro, funcionario o burócrata. Pero la creación de una "élite
colonial" occidentalizada también podía tener efectos paradójicos. En este
sentido, el mejor ejemplo lo ofrece Mahatma Gandhi: un abogado que había
recibido su formación profesional y política en Gran Bretaña. Sus mismas ideas
y su método de lucha, la resistencia pasiva, era una fusión de elementos
occidentales -Gandhi nunca negó su deuda con Ruskin y Tolstoi— y orientales.
Munido de tales instrumentos pudo transformarse en la figura clave del
movimiento independentista de la India. Y su caso no es único entre los
pioneros de la liberación colonial. En síntesis, también el imperialismo creó
las condiciones que permitieron la aparición de los líderes antimperialistas y
generó además las condiciones que permitieron que sus voces alcanzaran
resonancia nacional.
2. Las transformaciones de la sociedad
En una Europa que se volvía capitalista e
industrial, la sociedad también se transformaba rápidamente. Un primer análisis
muestra a dos clases que se
desarrollaban y afirmaban: la burguesía y el
proletariado. Sin embargo, esto no impide desconocer la diversidad de
condiciones y el pluralismo que reinaba en la sociedad. Muchos ignoraban que su
existencia acabaría por extinguirse y pugnaban por mantener sus posiciones en
el nuevo orden: aristócratas y campesinos a la defensiva, artesanos a punto de
desaparecer. En una sociedad profundamente heterogénea, clases recién formadas
convivían, no sin compromisos, con otras que aún sobrevivían y se negaban a no
estar. Como señala Palmade, tal vez una sola línea divisoria estaba nítidamente
clara para los contemporáneos: la barrera que separaba a aquellos considerados
"respetables" de los que no lo eran. Por un lado, la gente
"respetable" -desde la pequeña burguesía hasta la más alta nobleza-
que admitía un código común donde se fundían los viejos valores aristocráticos
y las nuevas virtudes burguesas. Por otro lado, los excluidos, los trabajadores
manuales. Y dentro de cada uno de estos dos grandes sectores, mil signos
distintivos, símbolos y comportamientos separaban y definían a las clases.6
La burguesía era indudablemente la clase
triunfante del período, pero ¿es posible hablar de una "burguesía"
unida, coherente y consciente de su poder? O, tal vez, ¿es preferible hablar de
"burguesías"? Una parte de la burguesía se beneficiaba con el
desarrollo capitalista, de la que era el motor, y ocupaba un lugar en las
esferas dirigentes. Pero subsistía también una burguesía tradicional, lejos del
humo de las fábricas, en pequeñas ciudades de provincia, que vivía de rentas y
se mantenía en contacto con el mundo rural. En Inglaterra, por ejemplo, la
burguesía se llamaba a sí misma, "clase media" y ésta englobaba a los
ricos industriales, a los prósperos comerciantes, a profesionales como médicos
y abogados, y en un nivel inferior a una pequeña burguesía de tenderos,
maestros, empleados. Los límites parecían imprecisos.
Sin embargo, fue
posible definir esos límites. Como señala Hobsbawm, en el plano económico, la
quintaesencia de la burguesía era el "burgués capitalista", es decir,
el propietario de un capital, el receptor de un ingreso derivado del mismo, el
empresario productor de beneficios. En el plano social, la principal
característica de la burguesía era la de constituir un grupo de personas con
poder e influencia, independientes del poder y la influencia
provenientes del nacimiento y del estatus
tradicionales. Para pertenecer a ella, era necesario ser "alguien",
es decir, una persona que contase como individuo, gracias a su fortuna y a su
capacidad para mandar sobre otros hombres. Pertenecer a la burguesía
significaba superioridad, era ser alguien al que nadie daba órdenes -excepto el
Estado y Dios-. Podía ser un empleado, un empresario, un comerciante pero
fundamentalmente era un "patrón": el monopolio del mando -en su
hogar, en la oficina, en la fábrica- era fundamental para definirse. Y esto
alcanzaba incluso a otros sectores, cuya caracterización no era estrictamente
económica. En efecto, el principio de autoridad no estaba - ni está— ausente en
el comportamiento del profesor universitario, del médico prestigioso o del
artista consagrado. Como señala Hobsbawm, tal como Krupp mandaba sobre su
ejército de trabajadores, Richard Wagner esperaba el sometimiento total de su
audiencia.7
De este modo, si
algo unificaba a la burguesía como clase, eran comportamientos, actitudes y
valores comunes. Confiaban en el liberalismo —aunque, como veremos, cada vez
con mayores límites-, en el desarrollo del capitalismo, en la empresa privada y
competitiva, en la ciencia y en la posibilidad de un progreso indefinido.
Confiaban en un mundo abierto al triunfo del emprendimiento y del talento.
Esperaban influir sobre otros hombres, en el terreno de la política, y
aspiraban a sistemas representativos que garantizasen los derechos y las
libertades bajo el imperio de un orden que mantuviese a los pobres -las clases
“peligrosas“- en su lugar. Era una clase segura y orgullosa de sus logros.
Nadie dudaba de que
entre los logros del mundo burgués de la segunda mitad del siglo XIX se
encontraba el espectacular avance de la ciencia. Desde las nuevas concepciones
que se iban elaborando, la ciencia podía constituirse en la base de un progreso
indefinido, pero también podía desempeñar otro papel: tenía la capacidad para
dar las respuestas a todas las incógnitas, incluso a aquellas reservadas a la
religión. Y en este sentido resultó paradigmática la figura de Charles Darwin
(1809-1882) y el impacto que produjo la teoría de la evolución.
En efecto, Darwin
se transformó en una figura pública de amplio renombre y su éxito se debió a que
el concepto de evolución, que ciertamente no era nuevo, podía dar una
explicación -muchas veces vulgarizada hasta el exceso— del origen de las
especies en un lenguaje accesible a los hombres de la época, ya que se hacía
cargo de uno de los conceptos más entrañables de la economía liberal, la
competencia. La teoría implicaba
además una beligerante confrontación con las
fuerzas de la tradición, del conservadurismo y, fundamentalmente, de la
religión. De esta manera, si el triunfo de los evolucionistas fue rápido, esto
se debió no sólo a las abrumadoras pruebas científicas -como la existencia del
cráneo del hombre de Neandertal (1856)- sino fundamentalmente al clima
ideológico del mundo burgués.
En rigor, también
la izquierda recibió alborozadamente el embate al tradicionalismo que
significaba la teoría de la evolución. Karl Marx dio la bienvenida a El
origen de las especies, como "la base de nuestras ideas en ciencias
naturales" y ofreció a Darwin dedicarle el segundo volumen de El
Capital. Y el amable rechazo de Darwin -hombre de una izquierda liberal
pero en absoluto un revolucionario- a tal oferta no impidió, sin embargo, que
muchos marxistas, como Kautsky y la socialdemocracia alemana fueran
explícitamente darwinistas. Pero esta afinidad de los socialistas con el
evolucionismo no negó la encendida defensa que asumió la burguesía de una nueva
teoría que daba nuevas respuestas. Todos coincidían en que la ciencia
desplazaba a la religión.
Pero, en el mundo
burgués, algo más llevaba al entusiasmo evolucionista. La imagen liberal de una
sociedad abierta al esfuerzo y al mériro contrastaba con la creciente
polarización social. A comienzos de siglo, los hombres habían considerado a sus
riquezas —que crecían día a día- como el premio que les otorgaba la Providencia
por sus vidas laboriosas y morales; pero los argumentos de la ética de la
moderación y del esfuerzo ya no eran visiblemente aplicables a esa opulenta
burguesía, muchas veces ociosa, dispuesta a la ostentación y a disfrutar sus
fortunas, viviendo de rentas, en sus confortables residencias campestres. A lo
sumo, podían ser aplicados para explicar las diferencias entre la esforzada
pequeña burguesía y las masas proletarias, consideradas por definición
"peligrosas", ebrias y licenciosas.
De allí, la
importancia de teorías alternativas, que con un fundamento
"científico" pudieran explicar la superioridad como resultado de una
selección natural, transmitida biológicamente. En síntesis, la superioridad de
la burguesía como clase comenzó a ser considerada como una determinación de la
biología. El burgués era, si no una especie distinta, por lo menos miembro de
una clase superior que representaba a un nivel más alto de la evolución humana.
El resto de la sociedad era indudablemente inferior. Sólo faltaba un paso para alcanzar
el concepto de "raza" superior. Para los sometidos sólo quedaba el
camino de la aceptación de su propia inferioridad y del acatamiento de la
dominación burguesa. Y esto no sólo incluía al conjunto de las clases
"peligrosas", sino también a las mujeres de todas las clases
sociales.
¿Cuál era el papel
que debían desempeñar las mujeres en el mundo burgués? Estas mujeres de la
burguesía debían fundamentalmente demostrar la capacidad y méritos de los
varones, ocultando los suyos en el ocio y en el lujo. Su posición de
superioridad social sólo podía ser demostrada a través de las órdenes que
impartían a los criados, cuya presencia en los hogares distinguía a la
burguesía de las clases inferiores. Y este ámbito de acción era el de la
familia burguesa, un tipo de estructura familiar que se consolidó en la segunda
mitad del siglo XIX: una autocracia patriarcal, apoyada en una red de
dependencias personales.8
No deja de resultar
sorprendente que esta estructura familiar y los ideales de la sociedad burguesa
se presenten como absolutamente contradictorios. El ideal de una economía
lucrativa, el énfasis en la competencia individual, las relaciones
contractuales, el reclamo de libertades y de oportunidades para el mérito y la
iniciativa que proclamaban las burguesías liberales eran negados
sistemáticamente dentro del ámbito familiar. Elpater familia era la
cabeza indiscutible de una jerarquía de mujeres y niños consolidada sobre la
base de vínculos de dependencia. Y la red culminaba en su base con los criados
-la "servidumbre"- que, pese a su relación de asalariados, por la
convivencia cotidiana no tenían con su "señor" tanto un nexo
monetario como personal. En síntesis, el punto crucial es que la estructura de
la familia burguesa contradecía de plano a la sociedad burguesa, ya que en ella
no contaban la libertad, ni las oportunidades, ni la persecución del beneficio
individual.
En rigor, la
estructura familiar basada en la subordinación de las mujeres no era algo
nuevo. La cuestión radica en advertir su contradicción con los ideales de una
sociedad que no sólo no la destruyó ni la transformó, sino que reforzó sus
rasgos, convirtiéndola en una isla privada inalterada por el mundo exterior.
Incluso, parece
advertirse la búsqueda de un contraste deliberado: si las metáforas de guerra
acudían para describir al mundo público -la economía, la polírica- las
metáforas de armonía, de paz y de felicidad eran las que describían al mundo
doméstico. Es posible que la desigualdad esencial sobre la que se basaba el
capitalismo competitivo del siglo XIX encontrase su necesaria expresión en la
familia burguesa: frente a la inseguridad, la inestabilidad y la competencia,
frente a vínculos que tenían su única expresión en el dinero, era necesario
forjarse la ilusión de un mundo seguro, estable, basado en dependencias no
monetarizadas. Era necesario crear el
ámbito del "reposo del guerrero".
Pero la familia burguesa también cumplió otro papel. Núcleo básico de una red
más amplia de relaciones familiares, permitió a algunos, como a los Rothschild
y a los Krupp, crear verdaderas dinastías a través del intercambio de mujeres
-vírgenes ¡mocadas- y dotes. Y estas alianzas e interconexiones familiares
dominaron muchos aspectos de la historia empresarial del siglo XIX.
La vida familiar se
desarrollaba en hogares donde la decoración se sobreañadía como un elemento que
enmascaraba la función. La impresión más inmediata del interior burgués de
mediados de siglo es el apiñamiento y la ocultación, una masa de objetos
cubiertos por colgaduras, manteles, cojines, empapelados, fuese cual fuese su
naturaleza, manufacturados. Ninguna pintura sin su marco dorado, ninguna silla
sin tapizado, ninguna superficie sin mantel o sin un adorno, ninguna tela sin
su borla. Pero los objetos eran algo más que útiles o signos de confort, eran
los símbolos del estatus y de los logros obtenidos. De allí el abigarramiento
de los interiores burgueses.
Pero había algo
más. Los objetos debían ser sólidos -término usado elogiosamenre para
caracterizar a quienes los construían-, estaban hechos para perdurar y así lo
hicieron. Pero también debían expresar aspiraciones vitales más elevadas y
espirituales a través de su belleza.
La dualidad,
solidez y belleza expresaba la nítida división entre lo corporal y lo
espiritual, lo material y lo ideal, típica del mundo de la burguesía, aunque en
realidad todo dependía de la materia y únicamente podía expresarse a través de
la misma o, en última instancia, a través del dinero que podía comprarla.
El hogar era
también la fortaleza que salvaguardaba la moralidad. La dualidad entre materia
y espíritu que caracterizaba al mundo burgués, la necesidad de enmascaramiento
fue denunciada como una hipocresía omnipresente en el mundo burgués. Y esto
resultaba particularmente notable en el ámbito de la sexualidad. El mismo
Sigmund Freud, en 1898, no dudó en calificar como "hipócrita" la
moral sexual de su tiempo.9
En rigor, el
problema es más complejo. Si la duplicidad de normas y el enmascaramiento
parecían ineludibles en algunas situaciones, como en el caso de la
homosexualidad, en general se aceptaban explícitamente ciertas reglas de
comportamiento: la castidad para las mujeres solteras y la fidelidad para las
casadas; libertad sexual para los hombres solteros -con el límite de las
muchachas solteras de la burguesía- y tolerancia con la infidelidad
de los casados, siempre y cuando esta
infidelidad no pusiese en peligro la estabilidad de la familia burguesa. Tal
vez, la hipocresía surgía cuando suponía a las mujeres -supuestamente
despojadas de erotismo- completamente ajenas al juego sexual.
Sin embargo, estas
normas no ocultan que el mundo burgués parecía obsesionado por el sexo. Y esto
es particularmente visible en los modos de vestir, donde se conjugaban
poderosos elementos de tentación y prohibición. Al mismo tiempo que se hacía
gran ostentación de ropajes, que dejaban pocas partes del cuerpo visibles, la
moda marcaba hasta el exceso las características sexuales secundarias: la barba
y el vello de los hombres; el cabello, pero también los senos, las caderas y
las nalgas de las mujeres destacados por moños y artificios. Como señala
Hobsbawm, el impacto que produjo el cuadro de Manet, Desayuno sobre la
hierba (1863), derivó del contraste entre la formalidad de los trajes
masculinos y la desnudez de la mujer. Si el mundo burgués, a través de la
dualidad permanente entre espíritu y materia, afirmaba que las mujeres eran
básicamente seres espirituales, esto implicaba que los hombres no lo eran. De
este modo, la atracción física obvia entre los sexos encajaba dificultosamente
en este sistema de valores. Y la ruptura de estas normas podía llevar a la
hipocresía, pero fundamentalmente a la angustia personal. La represión de los
instintos se consideró un valor elevado sobre el que descansaba la
civilización. Y sobre este principio, Freud construyó su reoría.
Si, como ya
señalamos, en el mundo burgués se consideraba que la ciencia era la clave de
todo progreso y tenía la posibilidad de dar todas las respuestas, resultó
indudable, durante este período, el descenso del peso de la religión. Darwin
había derrotado a la Biblia. Entre los varones de la burguesía, el
indiferentismo, el agnosticismo e, incluso, el ateísmo eran las actitudes
dominantes. El progreso implicaba la ruptura con las viejas creencias y con las
iglesias, consideradas baluartes del oscurantismo y la tradición. De este modo,
contra las iglesias, y fundamentalmente la católica que se reservaba el derecho
a definir la verdad y el monopolio de los ritos de pasaje -como bautismos,
casamientos y entierros-, se elevó una ola de anticlericalismo.
En rigor, el
fenómeno no fue exclusivo del mundo burgués. Las ideologías de izquierdas -el
marxismo, el anarquismo, el socialismo- compartían este belicoso
anticlericalismo. No fue por azar que un herrero socialista de la Romana, de
apellido Mussolini, llamase a su hijo, Benito, en honor a Juárez, el
anticlerical presidente mexicano. Indiscutiblemente, la religión estaba en
declive también en las grandes ciudades que crecían rápidamente y donde, como
las estadísticas lo demostraban, la participación en el culto pa-
recia retraerse. No sólo la ciencia había
abatido a la teología, sino que las costumbres urbanas parecían alejarse de las
prácticas y la moral religiosas.
Empero, las
religiones persistieron. Entre la misma burguesía liberal comenzó a registrarse
cierta nostalgia por las viejas creencias. En primer lugar, el frío
racionalismo liberal no proporcionaba un sustituto emocional al ritual
colectivo de la religión. Comenzaron entonces a surgir ciertos "sustitutos",
como complejos rituales laicos -alrededor del Estado, por ejemplo— y nuevas
formas religiosas, más acordes a los nuevos tiempos. En este sentido, resulta
notable el desarrollo alcanzado por el espiritismo dentro del mundo burgués: en
una época que descreía de los "milagros", el espiritismo ofrecía la
ventaja de asegurar una tranquilizadora supervivencia del alma, sobre las
"bases" de la ciencia experimental. Pero había algo más en esa
nostalgia de las religiones. En el mundo burgués, comenzó a valorarse el papel tradicional
de la religión como instrumento para mantener en el recato a los pobres -y a
las mujeres de todas las clases sociales- siempre proclives al desorden. Las
iglesias comenzaron a ser valoradas como pilares de la estabilidad y la
moralidad frente a los peligros que amenzaban el orden burgués.
El mundo del trabajo
Una clase irrumpía en este período como capaz
de desafiar al mundo burgués: la clase obrera. Y su importancia no era sólo
cualitativa sino también cuantitativa ya que, entre 1850 y 1880, esta clase
representaba en toda Europa enrre la cuarta y la tercera parte de la población.
Sin embargo, si bien con el ocaso del viejo trabajo artesanal y el paso del
taller a la fábrica moderna las condiciones de vida obrera habían tendido a
uniformarse, aún se trataba, en muchos aspectos y en muchos lugares, de una
clase en formación. Como Federico Engels señalaba en La situación de la
ótase obrera en Inglaterra (1845): "La condición proletaria no existe
en sulbnna clasica completamente acabada excepto en el Imperio Británico
y en particular, en Inglaterra." En Francia, por ejemplo, subsistía con
tenacidad un artesanado organizado en gremios, con costumbres y tradiciones que
los constituían en una especie de microsociedad.
De este modo, si
bien era ya posible definir la situación de los obreros desde el punto de vista
económico -formación de un mercado de trabajo asalariado, concentración en
grandes centros industriales, trabajo disciplinado a máquina-, desde una
perspectiva social, muchos de los trabajadores aún no podían ser incluidos
estrictamente dentro de esa definición económica de la clase obrera.
Sin embargo, pese a
la variedad de situaciones, las condiciones de vida tendían a uniformarse: tras
varias generaciones, los trabajadores acabaron por acostumbrarse a la vida de
la ciudad, una vida apartada de las tradiciones rurales, siendo hijos de
obreros y habiendo comenzado a trabajar desde su infancia. La clase obrera
adquiría cada vez un perfil más definido.'0
Pero esta
uniformidad no impide distinguir que la misma clase obrera distaba de ser una
clase homogénea. En la cúspide parecían ubicarse los obreros
"especializados", aquellos capaces de fabricar y reparar las
máquinas. Eran los que indudablemente recibían un mejor pago, los que se
encontraban en una mejor posición para "negociar" con los patrones.
Muchos de ellos aspiraban a "mejorar": obtener las condiciones de
vida de la pequeña burguesía, lograr que sus hijos abandonaran el trabajo
manual e ingresaran entre los trabajadores de "cuello blanco"
participando así de los sectores "respetables". Y, en efecto, la
prosperidad del período, la alfabetización y el desarrollo del sector terciario
les permitió a algunos conseguir, sobre todo en ciertos países como Inglaterra,
lo que era considerado un claro signo de ascenso social.
Por debajo de los
trabajadores especializados, se ubicaba la gran masa de los obreros y obreras
de fábrica, con jornadas de trabajo de 15 o 16 horas diarias, con situaciones
de trabajo precarias, bajo la amenaza de las periódicas crisis de desempleo. En
Francia, por ejemplo, en 1857, la mitad de los obreros debieron abandonar sus
puestos de trabajo, mientras el precio de los alimentos aumentaba bruscamente a
raíz de las malas cosechas. Dentro de esta masa obrera, tanto en Francia como
en Inglaterra, todavía se registraba una fuerte presencia de mano de obra
femenina e infantil. En la industria algodonera, por ejemplo, las mujeres
ocupaban la mitad de los puestos de trabajo y los niños una cuarta parte.
Pero había además,
por debajo de la masa de obreros o obreras de fábrica, un tercer escalón: los
recién emigrados del campo. Fue el caso, por ejemplo, de Irlanda que tras la
crisis de la papa (1845) enviaba a Inglaterra cada año 50.000 trabajadores
nuevos. Eran quienes por su indigencia y su resignación podían aceptar
cualquier trabajo, por duro que fuese, a cambio de un salario irrisorio. Pero,
por esto mismo, cumplían un papel fundamental en el desarrollo del capitalismo
industrial: eran quienes, por su constante oferta de mano de obra barata,
contribuían a mantener el bajo nivel salarial. Eran muchas veces peones que no
tenían un trabajo fijo, trabajaban esporádicamente en la construcción de
ferrocarriles, en la excavación de las grandes ciudades, en la descarga de
navios.
Indudablemente, en
el mundo del trabajo las condiciones de vida eran difíciles. Sin embargo, la
prosperidad del período tendió a mejorar relativamente estas condiciones. Hubo
progresos en la seguridad e higiene del trabajo, y comenzó a disminuir el
empleo infantil. La jornada laboral tendió a reducirse, en parte por las
presiones sindicales, pero también porque el aumento de la productividad
permitía que en un tiempo menor los obreros produjeran más. En Alemania -y esta
fue su originalidad- incluso la clase obrera mostraba ventajas decisivas sobre
las demás: desde 1880 y 1890 comenzaron a implementarse sistemas de seguros en
relación con situaciones de enfermedad, accidentes, invalidez y vejez; aunque
también es cierto que la aplicación de esta legislación social vio limitada su
aplicación por la falta de inspecciones adecuadas. De un modo u otro, en toda
Europa, el capitalismo desenfrenado tendía a suavizarse: comenzaba a admitirse
que un obrero cansado producía menos valor, que un niño deformado en las minas
o en el trabajo fabril nunca llegaría a ser un eficaz trabajador robusto.
Durante este
período también aumentaron los salarios. Si bien para la masa de obreros y
obreras de fábrica este aumento implicó sólo un pequeño aumento sobre el costo
de vida, benefició notablemente al sector de "especializados": entre
1850 a 1865 los salario aumentaron en 25% mientras que el costo de vida
ascendía en 10%. Y en esto, Karl Marx, en una carta a Engels en 1863,
encontraba una de las razones de lo que calificaba el aburguesamiento de esa
"aristocracia" del trabajo que aspiraba a "mejorar":
"La larga prosperidad ha desmoralizado terriblemente a las masas."
También hubo
mejoras parciales en las viviendas y en las ciudades obreras. En Francia,
algunos empresarios protestantes de Mulhouse fueron responsables de la
construcción de bloques de casas obreras, cómodas y sanas, rodeadas de
jardines. Pero estas expresiones paternalistas —que también se podían registrar
en Alemania- eran excepcionales. Fueron fundamentalmente las administraciones
municipales -como en el caso de Inglaterra- las que empezaron a preocuparse por
el urbanismo y a crear instalaciones colectivas -iluminación, limpieza- que
introducían progresos en la vida cotidiana. En síntesis, la mejoría de las
condiciones de vida fue indudable pero también es cierto que fue un movimiento
irregular que afectó fundamentalmente al sector de obreros
"especializados". Eran muchos los que todavía permanecían en el
hacinamiento y la inseguridad.
Pese a las
diferencias internas que se registran en el mundo del trabajo ¿es posible
hablar de los "obreros" como una única clase?, ¿cuál es el elemento
que los unifica? Como señala Hobsbawm, pese a estas diferencias, el artesano
"especializado", con un salario relativamente bueno, y el traba-
jador pobre, que no sabía dónde obtendría su
próxima comida, se encontraban unidos por un sentimiento común hacia el trabajo
manual y la explotación, por un destino común que los obligaba a ganarse un
jornal con sus manos. Se encontraban unidos también por la creciente
segregación a que se veían sometidos por parte de una burguesía cuya opulencia
aumentaba espectacularmente y se mostraba cada vez más cerrada a los
advenedizos que aspiraban al ascenso social. Y los obreros fueron empujados a
esta conciencia común no sólo por la segregación sino por formas de vida
compartidas, no sólo en el espacio de la fábrica o el taller sino
fundamentalmente en espacios de sociabilidad —en los que la taberna, que fue
llamada la "iglesia del obrero", ocupó un lugar primordial— que
llevaron a conformar un modo de pensar común."
La posibilidad de
mejorar las condiciones de vida se abrió también mediante la organización
colectiva. En Inglaterra, comenzó a desarrollarse un sindicalismo —despojado de
toda connotación política— lo suficientemente fuerte como para poder presionar
a los patronos, con tal éxito que la huelga muchas veces no era más que una
amenaza. Pero este sindicalismo estaba reservado para la élite obrera, para los
"especializados" que se negaban a aceptar en sus filas a aquellos
trabajadores no calificados por el temor a perder capacidad de presión. En
rigor, sólo en 1889, después de una huelga de estibadores londinenses, el
sindicalismo se abrió a la masa no especializada. En el continente, en cambio,
la situación fue diferente.
En efecto, en
Francia, después de las revoluciones del 48, las organizaciones obreras habían
quedado estrictamente controladas. Algunas sobrevivieron como mutuales y
sociedades de socorros mutuos, aunque también es cierto que tras esta fachada
se encontraban asociaciones de resistencia a los empresarios. Incluso, muchas
de ellas seguían fieles a la idea de Proudhon de que las sociedades de
producción y de ayuda mutua podían ser eficaces instrumentos para abolir el
trabajo asalariado. Y en estas formas organizativas predominaba una clara
desconfianza hacia el liberalismo burgués y fundamentalmente indiferencia
frente al juego político electoral. En Alemania, hacia 1860, comenzaba a
registrarse -a diferencia del apoliticismo de los sindicatos ingleses— un nuevo
brote socialista. Pero no fueron sólo los obreros de las grandes empresas
quienes estuvieron en su cabeza, sino que fueron fundamentalmente los viejos
artesanos —más cultos, más organizados y más descontentos— los que
constituyeron el punto de partida del socialismo. Sobre esta base, en 1863, se
fundaba la Unión de Asociaciones de Trabajadores alemanes que, algunos años más
tarde (1875), se habría de
transformar en el Partido Obrero
Socialdemócrata. Nacía así el primer gran partido socialista europeo, que
muchos otros, incluido Lenin, algún día querrán imitar. Pero no se trataba aún
de un socialismo "revolucionario". Era un socialismo que trataba de
utilizar al máximo los recursos de la democracia para actuar sobre el Estado,
promover reformas y dar a la clase obrera una influencia política.
La clase obrera que
se constituyó en este período fue la fuerza social visualizada como
"peligrosa" para el orden constituido. Muchos contemporáneos
reconocían la gravedad de la "cuestión social" y vivían con el temor
a un levantamiento. La memoria de las revoluciones -de 1830 y de 1848- estaba
aún suficientemente fresca, de allí que, pese a la seguridad de la burguesía en
su fortaleza y en sus logros, el miedo a la insurrección siempre estuvo
presente. Sin embargo, la época no fue favorable para revoluciones. Después de
1848, el potencial movimiento revolucionario se encontraba desarmado. Según
Karl Marx, exiliado en Londres desde 1849, la derrota del 48 se debía a que el
movimiento había surgido prematuramente, a causa de la crisis económica, pero
la clase obrera no tenía aún la coherencia ni la conciencia para encabezar un
ciclo revolucionario. Desde su perspectiva, era necesario por lo tanto abocarse
a la organización, en espera de una nueva coyuntura en las crisis cíclicas del
capitalismo. Pero pronto advirtió que la espera iba a ser larga. Marx tuvo
entonces un período de intervalo político —con muchas horas transcurridas en la
biblioteca del Museo de Londres- que le permitieron madurar su teoría: de esos
años fueron la Contribución a la crítica de La Economía Política (1858)
y el primer tomo de£/Gz/>/W(1867).12
Sin embargo,
también comenzaron a surgir algunas iniciativas en materia de organización que
culminaron, en Londres, en 1864, con la formación de la Asociación
Internacional de Trabajadores (conocida posteriormente como la Primera
Internacional).,s La iniciativa surgió de algunos sindicalistas
ingleses, movidos por preocupaciones inmediatas, y de exiliados franceses, de
miras más largas y doctrinarias. Para los primeros, el objetivo era presionar a
la burguesía apoyando huelgas de dimensión europea; para los segundos, se
trataba de lograr la emancipación de los trabajadores a través de una primera
etapa de educación política de las masas. De este modo, la Internacional reunió
a grupos de distintas vertientes e incluyó a Marx, responsable de la redacción
del Manifiesto Inaugural, en el comité organizativo.
La organización de
la Internacional indudablemente fue motivo de
'2
Véase Palmade, Guy (1978), pp. 196-212.
13 Véase Abendroth, Wolíang (1978), pp. 35-50.
profunda preocupación para quienes la
visualizaron como un conjunto de miles de conspiradores que se movían en las
sombras prontos a derribar el mundo burgués. Sin embargo, estos temores
¿estaban justificados?, ¿cuál es el balance que puede hacerse de la experiencia
que constituyó la Internacional? Es cierto que pudo apoyar eficazmente huelgas
en 1867 y en 1868 y que se constituyó en un indudable polo de atracción para
los sindicatos europeos. Pero también sus limitaciones fueron muchas. Sus
acciones fueron muchas veces paralizadas por las interminables discusiones
entre Marx y los anarquistas; pero, además, si su objetivo era organizar al
movimiento obrero ejerció mucha menos influencia sobre los obreros de las
nuevas industrias modernas que sobre los artesanos o de las manufacturas en
regresión.
En rigor, la mayor
debilidad de la Internacional procedió de su mismo
"internacionalismo", que se estrelló contra el carácter nacional de
los sindicatos. De este modo, pese a las constantes admoniciones sobre el
carácter sin fronteras del proletariado, como de su clase adversaria, la
burguesía, cuando estalló la guerra franco-alemana (1870), los trabajadores se
asumieron primordialmente como franceses o alemanes y partieron al frente a
luchar contra un enemigo que incluía a su propia clase. Los socialistas
debieron entonces enfrentar el problema de las nacionalidades, anunciando los
desgarros de 1914. De este modo, en 1872, la Asociación Internacional de los Trabajadores
dejaba de existir: no pudo sobrevivir al impacto de la guerra franco-prusiana,
ni al fracaso de la Comuna de París (1871).
En efecto, la
guerra franco-prusiana había sido seguida de un singular acontecimiento: la
Comuna de París (marzo-mayo de 1871), en el que muchos de sus contemporáneos no
dejaron de señalarla como un espectacular episodio de la "lucha de
clases". ¿Cuáles fueron las causas de la sublevación? Evidentemente, la
Internacional ejerció muy poca influencia sobre ella. Al terminar la guerra, en
París, la federación de la guardia nacional trató de conservar las armas que
poseía, y poner a buen seguro los cañones comprados gracias a una suscripción
pública. Algunos quizá pensaban en oponerse a la ocupación de una parte de
París por parte de los prusianos tal como rezaba una cláusula del armisticio.
De este modo, cuando Thiers, el nuevo jefe del gobierno francés, envió tropas
para retirar los cañones, una muchedumbre enardecida ejecutó a dos generales,
sin que nadie haya dado la orden (marzo de 1871). Comenzaba así, el conflicto
entre un gobierno conservador -Thiers debió huir y refugiarse en Varsalles— y
el "pueblo" de París, a través de una revuelta espontánea, de
objetivos poco claros, y de carácter popular y pequeñoburgués más que estrictamente
obrero. La dirección pronto quedó a cargo no tanto de los socialistas
participantes de la Internacional -algunos fueron elegidos como miembros del
Consejo que
gobernaba la Comuna-, sino de los jacobinos
fascinados por los recuerdos de las imágenes de las jornadas de 1789.
Los logros de la
Comuna fueron modestos. Se adoptó la bandera roja, se tomaron algunas medidas
anticlericales -incluida la ejecución del Arzobispo de París- y algunas pocas
medidas sociales, como la supresión de los alquileres. Sin embargo, pese a esta
modestia y a su brevedad -menos de tres meses-, la Comuna se transformó en un
símbolo de la "lucha de clases". El terror que inspiró en los
gobiernos se reflejó en la brutal represión que siguió: 47.000 personas fueron
juzgadas, 7.000 deportadas o exiliadas, fue incalculable el número de muertos.
Incluso, su recuerdo llevó a que en 1873 se formara la Liga de los Tres
Emperadores (Alemania, Austria y Rusia) para defenderse de ese radicalismo que
amenazaba tronos e instituciones. Pero también fue un símbolo para la
izquierda: Lenin, después de octubre de 1917, contaba los días para finalmente
poder decir: "Hemos durado más que la Comuna".
La Comuna fue
fundamentalmente un símbolo. Con ella terminaba la época de las grandes
insurrecciones. El socialismo de la década de 1880 ya no esperaba una pronta
instauración de la nueva sociedad. Su éxito todavía se limitaba a algunos
sectores restringidos del proletariado y a una importante capa intelectual,
pero su influencia era todavía muy escasa sobre las amplias masas que
conformaban el mundo del trabajo.
Las aristocracias europeas, si bien en
retirada desde 1830, conservaban aún una importante cuota de poder. Hasta la
década de 1880 dieron la tónica en los círculos mundanos de París, Londres,
Berlín o Viena: la obra literaria de Proust todavía rememoraba a esa
aristocracia de salón que lanzaba sus últimos fulgores hacia finales del siglo.
El poder de esta aristocracia se sustentaba, en parte, en su riqueza. La
explotación de sus tierras continuaba, en efecto, proporcionándole grandes
rentas. En Inglaterra, por ejemplo, aún después de la industrialización, las
mayores fortunas continuaban siendo las de los Pares del Reino. Pero también
continuaban conservando una importante cuota de influencia política: en el
mundo rural ejercía un sólido poder de hecho. En Francia, por ejemplo, si bien
allí la nobleza había perdido antes que en otras partes sus privilegios
legales, hacia 1870 ocupaba una décima parte de los puestos de alcaldes de
pueblo.14
En la segunda mitad
del siglo XIX, la más poderosa e influyente de las aristocracias europeas era,
sin duda, la aristocracia inglesa. Era un grupo que había sabido adaptarse a la
nueva situación, y que había hecho un sitio a la alta burguesía -a los gentlemen-, conformando poco a poco, sin descartar diversas
vías como la del matrimonio, una nueva élite dirigente que asumió gran parte de
las tradiciones aristocráticas. La aristocracia alemana era mucho más
conservadora pero también más débil que la inglesa, entre ella sólo un grupo
contaba, la nobleza prusiana de los junker, que
controlaban una importante parte del suelo a donde habían podido introducir un
verdadero capitalismo agrario. Si bien no era una nobleza siempre antigua
-algunos burgueses habían logrado introducirse en ella por vía del matrimonio o
por compra de tierras- mantenía un cerrado espíritu de casta, desprecio por la
burguesía industrial y liberal, una actitud fuertemente conservadora en materia
política y religiosa y gusto por el arte militar. Y también era la que
controlaba gran parte de los puestos de la administración imperial.
En Francia, la
aristocracia constituía una clase heterogénea en la que se codeaban la nobleza
anterior a 1789, con la creada por Napoleón I durante el Imperio y la más
reciente de la Restauración (1815-1830). Incluso, cerca de ellos se ubicaban
aquellos burgueses muy ricos que habían tomado la costumbre de vivir como
nobles: retirados en fincas campestres, transcurrían sus existencias ociosas.
Pero si bien el poder efectivo de la aristocracia se había diluido después de
1830, continuaba manteniendo una importante cuota de prestigio social. De este
modo, resultaba casi “natural" confiarles el destino del país en las horas
graves: frente a crisis sociales -tanto después de la revolución de 1848 como
de los acontecimientos de la Comuna de París (1871)-, los nobles ingresaron
masivamente en las Asambleas nacionales elegidos por el sufragio universal. Incluso,
hacia fines del siglo, si bien ya no ocupaban altos cargos administrativos, de
sus filas se reclutaban oficiales y embajadores.
Como señala
Palmade, resulta curiosa esta supervivencia aristocrática en el mundo burgués.
Es tal vez una supervivencia que pone en relieve los límites de la conquista
burguesa. La burguesía experimentaba una especie de complejo de inferioridad
frente a las jerarquías heredadas del pasado. Y más que derribarlas totalmente
buscaba imitarlas e insertarse en ellas. Aunque la burguesía poseía el poder
económico, no titubeaba en conferir a las antiguas élites cierta delegación del
poder político y administrativo. Sin embargo, tampoco hay dudas de que la
aristocracia constituía una clase en retirada cuya influencia decrecía paulatinamente
hacia fines del período.
En la Europa de la
segunda mitad del siglo XIX, el mundo campesino
continuaba siendo una sólida realidad. En
rigor, la excepción la constituía Inglaterra: el campesinado, hacia 1880,
constituía sólo el 10% de la población activa. Allí se había impuesto una
empresa agrícola que ya no mantenía ninguna relación con las tradiciones
rurales sino que era un apéndice del mundo urbano e industrial, obedeciendo a
las normas de gestión de cualquier otra empresa. De este modo, Inglaterra abría
una vía que habrán de seguir los países del continente europeo con un siglo de
atraso.
La situación de
Alemania y de Francia era, sin duda, diferente a la inglesa. Es cierto que las
transformaciones de la agricultura que posibilitaron la industrialización
alemana -de las que losjunkers muchas veces tomaron la iniciativa-
habían producidos profundos cambios en el mundo rural. Sin embargo, en algunas
regiones, la presencia campesina aún era notable. ¿Cuál era la situación de
este campesinado? Resulta difícil generalizar sobre situaciones muy diversas.
No se puede considerar con la misma medida a la pequeña choza de las landas de
Hannover y a la gran explotación de Sajorna, ni al viticultor de la Moselle y
al campesino de los macizos montañosos. En todas partes, sin embargo, parecía
predominar un pequeño campesinado propietario que explotaba personalmente la
tierra con la ayuda familiar. Su situación podía ser compleja -dificultades de
comunicación por la falta de caminos comunales-, pero la secularización no
alcanzaba a modificar las costumbres y las viejas fiestas campesinas jalonaban
el ciclo del trabajo. Pese a los años difíciles por la competencia extranjera,
como entre 1870 y 1890, gracias a una adaptación rápida y constante, a la
cooperación y el crédito agrícola, el campesinado alemán resistía y lograba
sobrevivir.
Francia, por su
parte, era un país de campesinos -entre 1850 y 1880 constituían la mitad de la
población activa- hostiles a toda innovación. Entre ellos había muchos
propietarios, pero también colonos o arrendatarios instalados en las tierras de
nobles o burgueses. Fuertemente individualistas -a diferencia de los alemanes-
los campesinos franceses se negaban a cualquier tipo de cooperación. Esto no
significa que su situación fuese fácil: la mayor parte de los campesinos —que
cultivaban menos de 10 hectáreas- obtenía una renta inferior a la de los
trabajadores urbanos en términos monetarios. Sin embargo, la comparación no es
totalmente válida: los campesinos obtenían alimento de sus huertos, consumían
lo que producían, obtenían madera en el bosque más próximo, satisfechos de no
tener ningún patrón que dirigiese su trabajo. De este modo constituían un mundo
estable, sin reivindicaciones especiales.
En síntesis, frente
a las transformaciones económicas y sociales que se vivían en Europa las clases
sociales del antiguo orden buscaban sobrevivir,
procurando adaptarse o presentando resistencia
frente a los cambios. Y la inercia muchas veces triunfaba sobre las
innovaciones. Pero también es cierto que, pese a todas las resistencias, la
expansión capitalista cambiaba al mundo y consolidaba el apogeo de la
burguesía.
3. Las ideas y los movimientos políticos y
sociales
Junto con la burguesía, también había
triunfado su principal fundamento ideológico, el liberalismo. Programa político
y económico, se proponía conducir a Europa a un futuro mejor borrando todos los
obstáculos que se oponían a ese avance. Sin embargo, este programa comenzó a
encontrar resistencias, y sufrir enconadas críticas que provenían tanto de la
izquierda como de la derecha. De este modo, estas resistencias y los mismos
cambios que vivía la sociedad no dejaron de impactar sobre un liberalismo que
comenzó también a sufrir transformaciones.
En los últimos
decenios del siglo XIX, cabían pocas dudas de que el liberalismo era el
programa que se había impuesto en gran parte de Europa occidental. Era además
el programa que gozaba de mayor prestigio: se lo consideraba una fuerza
progresista, la única con posibilidades de éxito para desplazar a los resabios
del tradicionalismo. En rigor, casos como las monarquías absolutas de la Rusia
de los zares y del Imperio austrohúngaro eran casos extremos, excepcionales, y
percibidos como anacrónicos. Pero también es cierto que en Europa occidental,
las fuerzas conservadoras, que aún mantenían algunas posiciones de poder, no
dudaron en alinearse para atacar al liberalismo, considerado como una doctrina
errónea y peligrosa, que irremediablemente conduciría a la destrucción del
orden social.15
De un modo u otro,
era indudable que este conservadurismo se encontraba en retirada. Sus
argumentos tradicionales, como el origen divino del poder político y del orden
social establecido, y la legitimidad exclusiva del derecho tradicional, perdían
cada vez más fuerza en un mundo que se transformaba rápidamente. De esta
manera, frente al liberalismo, los conservadores sólo podían proceder por
reacción, sin alcanzar propuestas positivas: frente al "progreso"
hacían hincapié en el "orden" y la "estabilidad"; y oponían
las "tradiciones" frente a todo lo que significara cambio o novedad.
Pero este conservadurismo en retirada encontró
algunas fortalezas desde las cuales resistir. Las iglesias fueron una de ellas.
En efecto, el
anglicanismo en Inglaterra, el protestantismo en Alemania y el catolicismo en
los países latinos -fieles a las monarquías-, pronto se transformaron en
baluartes del conservadurismo. Todas estas Iglesias eran profundamente antiliberales,
aunque sólo la mayor de ellas, la Iglesia católica se pronunció explícitamente
en contra del liberalismo. En 1864, el papa Pío IX había publicado el Syllabus,
en el que se condenaban los errores modernos. En el documento se enumeraba
ochenta errores: entre ellos, el "naturalismo" -la negación de la
acción de Dios sobre el mundo-, el "racionalismo" -el empleo de la
razón sin referencia a Dios-, el "indiferentismo" -considerar
equivalentes a todas las religiones-, la "enseñanza secular", y la
"separación de la Iglesia y el Estado". El último de los errores
señalados era precisamente el liberalismo.
La Iglesia podía
ejercer una influencia conservadora sobre la sociedad en la medida en que, a
pesar de la innegable secularización, aún mantenía ciertos controles. Y éstos
eran ejercidos sobre todo a través de la familia burguesa, institución
conservadora en sí misma. La Iglesia introducía en el mundo burgués efectivas
quintacolumnas a través de la piedad tradicional de las mujeres, y ejercía su
influencia a través del control de las ceremonias de bautismo, casamientos y
entierros, y de una cuota considerable de la educación. Pero también es cierto
que ya hacia la década de 1880, la Iglesia, bajo el embate de los liberales
había perdido muchos de estos controles: no sólo la enseñanza comenzó a
secularizarse, sino que fue el Estado el responsable de llevar los registros de
nacimientos, matrimonios y muerte. Parecía que el conservadurismo poco podía
hacer frente al avance arrollador del liberalismo.
En rigor, muchas
veces, las viejas capas aristocráticas podían mantenerse, adaptándose a la
nueva situación, a través de alianzas con la burguesía y con sectores del
campesinado. Sin embargo, ésta no era la estrategia de aquellos sectores del
conservadurismo reacios a toda transacción con el mundo "moderno".
Para ellos, aún quedaban bastiones que les permitían salir en defensa de sus
posiciones. Y el principal de estos bastiones fueron las fuerzas armadas. La
marina en Inglaterra y los ejércitos en el continente -particularmente en
Alemania- fueron el refugio donde se perpetuaban las tradiciones
aristocráticas, en un mundo burgués que incluso comenzaba a democratizarse.
El gran avance del
liberalismo no se hizo sin conflictos. Y el principal problema que se planteó a
la burguesía liberal fue precisamente el de la democracia. Estaba cada vez más
claro que las "masas", es decir, los "no res-
petables", la misma clase obrera,
constituían un amplísimo sector que cada vez más contaba en política. Estaba
bastante claro que, tarde o temprano, todos los sistemas políticos tendrían que
darles un lugar. Y esto era algo que aterrorizaba a los
"respetables", quienes consideraban a las masas ignorantes y
peligrosas por definición. El problema radicaba en que el liberalismo, por un
lado, carecía de reservas teóricas sólidas contra los avances de la democracia.
Si sus fundamentos políticos eran la participación de la "nación"
-entendida como el conjunto de ciudadanos- en la vida política y la defensa de
los derechos individuales, el liberalismo ofrecía argumentos muy pobres para
negar derechos políticos, como por ejemplo, el sufragio.16
Se reconocía la
necesidad de ampliar el derecho al voto, pero el problema que se planteaba era
¿hasta qué límite? Dentro de la masa, ¿cuáles eran los sectores que podían
considerarse "respetables" y cuáles eran las clases
"peligrosas"? Era tal vez posible movilizar a una pequeña burguesía a
la que le era difícil decidir a quién temía más si a los ricos o al
proletariado. Indudablemente, la pequeña propiedad necesitaba igual defensa que
la gran propiedad frente a las amenazas del socialismo; los empleados de
"cuello blanco" necesitaban diferenciarse de los simples trabajadores
manuales. Incluso, algunos conservadores estaban dispuestos a más: Bismarck,
por ejemplo, confiaba en la lealtad tradicional de un electorado de masas y
consideraba que el sufragio universal fortalecería más a la izquierda que a la
derecha (aunque también es cierto que prefirió no correr riesgos y mantuvo en
Prusia un sistema que le permitía un estricto control sobre los votos).
Ya en el
reavivamiento de las presiones populares en la década de 1860 hizo imposible
que la política se aislara del debate sobre el sufragio universal. Y la mayoría
de los estados occidentales tuvieron que resignarse a lo inevitable: durante
este período, en casi todos los estados europeos se realizaron ampliaciones más
o menos significativas del derecho al voto. Hacia 1873, únicamente la Rusia de
los zares y el Imperio turco eran los únicos países que se mantenían como
autocracias, sin ninguna forma de participación política. En la década de 1870,
había habido una amplia extensión del sufragio -en teoría, el sufragio
universal para los varones- en Francia, Alemania, Suiza y Dinamarca. En Gran
Bretaña, las leyes de 1867 y 1883 cuadruplicaron prácticamente el número de
electores. En 1894, en Bélgica una huelga general para obtener la reforma
electoral permitió que el número de votantes pasara del 4% al 37% de la
población masculina. En 1907, el sufragio universal se estableció en Austria y,
en 1913, en Italia.
Y esta ampliación
del sufragio se debió no sólo a las carencias teóricas del liberalismo y a las
presiones que llegaban desde abajo, sino al contundente hecho de que las
burguesías necesitaban la "fuerza del número". En efecto, ni las
viejas aristocracias ni las burguesías constituían mayorías, no contaban con la
"fuerza del número". Pero la diferencia radicaba en que las
aristocracias no necesitaban de esa fuerza: ejercían influencia de hecho y estaban
parapetadas en instituciones que la protegían del voto. Las mismas monarquías
-la forma predominante de gobierno en Europa- les daban un apoyo político
sistemático. Pero la burguesía, si bien confiaba en su riqueza, en su destino
histórico y en ideas que eran los fundamentos de los estados modernos
representativos, necesitaban de los votos: necesitaban, por lo tanto, movilizar
a los "no burgueses", a esas masas trabajadoras que constituían las
mayorías. Y si el liberalismo se convirtió en una fuerza política considerable
esto fue posible precisamente por su capacidad para movilizar también a las
capas más bajas de la burguesía y de los trabajadores manuales. Y evidentemente
el éxito les sonrió: por lo menos en las primeras décadas de este período, los
liberales, partido clásico de las burguesías industriales y comerciantes se
mantuvieron en el poder, salvo interrupciones ocasionales, en Inglaterra,
Holanda, Dinamarca, Bélgica y Austria.
De un modo u otro,
en este proceso de democratización, el liberalismo fue sacudido profundamente.
Algunos, a partir de 1895, como Sa- muelson y Hobson, en Inglaterra, y
Friedrich Naumann, en Alemania, comenzaron a plantear la necesidad de una
renovación del liberalismo. No sólo aspiraban a realizar el principio de la
soberanía mediante el sufragio universal, sino que también comenzaron a
considerar anticuados algunos principios liberales como el del laissez-faire,
principios que debían ser sustituidos por un vasto plan de "reformas"
políticas y sociales bajo la responsabilidad del Estado. Consideraban que el
liberalismo debía ser adaptado a las necesidades de la sociedad generada por la
industrialización; consideraban además que este reformismo atraería a vastas
capas de la población y permitiría acabar con las supervivencias del poder aristocrático.
En síntesis, desde el liberalismo comenzó a conformarse una rama más
democrática, que fue calificada como radical, progresista, o reformista.
Sin embargo, las
tendencias ideológicas y políticas de la época fueron por una dirección
opuesta. Muchos temían que la democratización condujera irremediablemente al
reino del terror de las masas. De allí que la burguesía liberal comenzara a
mirar cada vez con más simpatía al conservadurismo. Sobre todo después de los
acontecimientos de la Comuna de 1871, el empuje liberal fue perdiendo fuerza:
concentró sus esfuerzos en mantener las posiciones conquistadas. Y en este
proceso, el
conservadurismo proveyó a un liberalismo cada
vez más conservador algunos conceptos políticos claves, entre ellos, el del
nacionalismo.
El nacionalismo
había sido un concepto que en sus orígenes se vinculaba con el liberalismo y la
democracia. La idea de nación, como comunidad de todos los ciudadanos
políticamente maduros estuvo ligada a los principios liberales y democráticos:
el liberalismo italiano, por ejemplo, concebía la unidad nacional y la libertad
política como dos aspectos que no podían separarse. Sin embargo, el término
mismo de nacionalismo no apareció hasta las postrimerías del siglo XIX. Comenzó
a emplearse para definir grupos de ideólogos de derecha, en Francia y en
Italia, quienes agitaban la bandera nacional contra los extranjeros, los
liberales y los socialistas. Y este empleo no fue arbitrario. La idea de la
nación -que novedosamente se definía en términos étnicos y, especialmente,
lingüísticos- se transformó no sólo en una fuerza aglutinante para amplios
sectores sociales, sino que la convirtió en una militante ideología que se
adueñó de la derecha política.
Indudablemente, la
idea de nación fue un factor aglutinante. Con el declive de las comunidades
reales a que estaba acostumbrada la gente -la aldea, la familia, la parroquia,
el barrio, el gremio-, la comunidad imaginaria de la "nación" llenaba
ese vacío. Esto indudablemente estuvo vinculado al fenómeno característico del
siglo XIX, de la "nación-Estado". Era el Estado el que creaba la
nación: a través de los controles burocráticos de los nacimientos, por ejemplo,
era quien otorgaba la "nacionalidad". Pero había más, habiéndose
debilitado los antiguos nexos sociales, el Estado debía mantener la cohesión
creando nuevos nexos de lealtad. No sólo los símbolos nacionales se
multiplicaron sino que la misma instrucción pública estatal, al difundir la
unidad lingüística e ideológica, se transformó en un agente indispensable de la
construcción de la nación. Como señala Hobs- bawm, hasta el triunfo de la
televisión, ningún medio de propaganda podía compararse con la eficacia de las
aulas.
Pero fue
fundamentalmente el conservadurismo, atrincherado en las fuerzas armadas, el
que configuró un nuevo concepto de nacionalismo agresivo y militante. Dicho
concepto se basaba en la idea de la "grandeza de la nación", grandeza
que se establecía a partir de la "superioridad" de una nación sobre
las otras. Y hay un ejemplo paradigmático: fue en estos años cuando la canción Deutschland
ÜberAlies (Alemania sobre todos los demás) se consagró como el himno
nacional alemán.17
Y este agresivo nacionalismo pronto se vinculó
con el imperialismo: para ser una "gran" nación, no era
suficiente ser una potencia europea, era ne-
cesario ser una "potencia mundial".
Se consideraba que únicamente las naciones capaces de transformarse en imperios
se impondrían en el futuro: los imperios coloniales eran la condición de la
grandeza nacional. El advenimiento de este nacionalismo imperialista y
militarista provocó un cambio en la conciencia política europea. Y la burguesía
liberal aceptó gustosamente esta ideología conservadora que les daba la
justificación ideológica de la expansión imperialista.
Este nacionalismo
agresivo y militante -que contaba muchas veces con el entusiasta apoyo de las
masas-, daba, de este modo, su fundamento al imperialismo. Este se apoyaba en
la "superioridad" de los conquistadores. El mismo
"humanitarismo" del poeta inglés Rudyard Kipling (1865- 1936), sobre
"la responsabilidad del hombre blanco", es decir, sobre el deber de
transmitir a los pueblos conquistados los avances de la civilización europea,
se apoyaba en la firme convicción de la "superioridad" de unos y la
"inferioridad" de los otros. E incluso, esto recibió la aprobación
"científica" de los social-darwinistas, que trasladaron la doctrina
de la "lucha por la existencia" a la vida de las naciones: de allí se
justificaba el dominio que los "superiores" podían y debían ejercer
sobre los "inferiores".
En esta línea, el
concepto de nación pronto derivó en el de raza. Las razas blancas, y en
especial las arias, parecían estar llamadas a dominar a los pueblos de color
gracias a su "superioridad" y mayor cultura. Dentro de este clima de ideas,
el antisemitismo comenzó a extenderse por toda Europa hacia la década de 1880.
En nombre de la "nación" se renovaron entonces los antiguos
postulados que reclamaban la asimilación de los judíos en las diversas
naciones, a través de la renuncia a sus peculiaridades culturales y religiosas.
Sin embargo, esto también tuvo otros impactos: hacia mediados de la década de
1890, Theodor Herzl iniciaba el movimiento sionista entre los judíos, en nombre
de un nacionalismo hasta ese momento desconocido.
Pero también el
antisemitismo se profundizó. En muchos lugares de Europa, junto con las
exigencias de asimilación, aparecieron nuevas voces que pedían la exclusión
radical de los judíos del cuerpo de la "nación". Aparecieron incluso
quienes llegaban a formular oscuras amenazas de exterminio a aquellos que no
decidiesen emigrar voluntariamente. Y este clima de ideas permite valorar el
significado del afluirá Dreyfus (1894). En efecto, cuando el
oficial francés Alfred Dreyfus fue acusado y condenado por espionaje -a pesar
de los fuertes debates y las denuncias de intelectuales como Emile ¿ola- pocos
dudaron de su culpabilidad: su condición de judío era la causa de su condena.
El terror a la
democratización, el violento nacionalismo, el racismo fueron elementos que confluyeron
en un conservadurismo radical, de ex-
trema derecha, que en Francia encontró una
cabeza indiscutible en Charles Maurras. Desde 1899, Acción Francesa propiciaba
la creación de un Estado corporativo de carácter autoritario, basado en una
idea monárquica de matriz clerical, mientras difundía una ideología de fuerte
atracción emocional, donde las denuncias sobre la "decadencia
burguesa" se confundían con la apología de un militante nacionalismo.
Desde la perspectiva de Acción Francesa, la nación era el valor supremo,
posición que la llevó a considerar -cuando el capitán Dreyfus fue rehabilitado
(1906)- que un error de la justicia carecía de importancia si éste servía a los
intereses de la nación. De este modo, a fines del siglo XIX, en Europa se comenzaba
a conformar una derecha que, en muchos aspectos, parecía anunciar el clima de
los futuros años de entreguerras.
Como señala Mommsen, mientras entre fines del
siglo XIX y comienzos del siglo XX se conformaba la derecha que constituiría la
principal amenaza al liberalismo y la democracia, también dentro de la
izquierda se agrupaban contrincantes en un número cada vez más considerable.
Como en los años anteriores, las tendencias ideológicas fueron variadas:
anarquistas y socialistas, sindicalistas y reformistas debatían ardorosamente
las formas que debía asumir la liberación del proletariado del "yugo"
de la sociedad burguesa. Sin embargo, pronto el horizonte ideológico se
clarificó: un socialismo de tipo marxista se ponía a la cabeza de los distintos
grupos de izquierda.
Había, por
supuesto, excepciones en España, Italia y Rusia, es decir, sociedades con un
fuerte componente rural y escaso desarrollo industrial, el "socialismo
científico" de Marx y Engels, con su profecía del triunfo del
proletariado, tenía mucho menos cabida que la imagen de una sociedad
descentralizada, con cooperativas agrícolas e industriales autónomas. De allí
la persistencia del anarquismo. También Inglaterra constituyó un caso aparte:
tras la derrota del cartismo, el movimiento sindical aspiraba a discretas
reformas sin conmover el sistema establecido. Y esta tendencia quedó claramente
expresada en la orientación del Partido Laborista, fundado hacia fines del
siglo: política social reformista en el marco del sistema parlamentario y apoyo
recíproco entre partido y sindicatos.
Pero como ya hemos
señalado, fue un socialismo de tipo marxista el que se impuso en el continente.
Y en este proceso cumplió un papel importante la socialdemocracia alemana. En
efecto, en 1890, el Partido So-
cialdemócrata alemán había adoptado un
programa, redactado por Karl Kautsky, su principal ideólogo, que se ajustaba a
los principios del marxismo. Sobre la base de tales principios, el programa
declaraba que "la transformación de la propiedad privada capitalista de
los medios de producción en propiedad colectiva" era la condición
necesaria para la liberación "no sólo del proletariado, sino de toda la
humanidad". Pero también se establecían las líneas a las que se ajustaría
la "lucha política": en primer lugar, la "revolución de las
mentes", es decir, la preparación ideológica del proletariado para la
revolución socialista; en segundo lugar, un programa de reformas políticas, que
el partido se comprometía a realizar, dentro del sistema establecido, para
mejorar las condiciones de los trabajadores.
En rigor, el
programa alemán no era estrictamente "revolucionario". En él subyacía
la confianza en un proceso "evolucionista": el mismo proceso
histórico, gracias a la dinámica del desarrollo económico, daría a la clase
obrera -siempre que ésta mantuviera su unidad y su conciencia de clase- de
forma casi irremediable y automática, el poder político. Sin embargo, pese a
las críticas que se le hicieron desde la extrema izquierda, este programa fue
el que más éxito alcanzó en Europa. Además, el Partido Socialdemócrata alemán,
que se había transformado en una fuerza política sustentada por amplias masas
populares, se transformó en el modelo a alcanzar para los otros partidos
socialistas europeos.
La influencia de la
socialdemocracia alemana quedó ampliamente demostrada en el congreso que
organizó en París, en 1889, la Segunda Internacional Socialista. Es cierto que,
en esa ocasión, también se tomaron medidas "combativas", como la
declaración del Primero de Mayo, "día de la lucha del movimiento obrero
internacional a favor de la jornada de ocho horas". En rigor, esto
constituyó una concesión de la socialdemocracia -que hubiera preferido acciones
más legalistas- a la presión de los grupos más radicalizados: el Primero de
Mayo se transformó en una bandera del movimiento socialista y en algunos
países, como en Francia, fue considerado un día de lucha contra el orden
establecido. Pero también es cierto que el programa alemán fue el que se impuso
en la nueva organización. De este modo, durante la década de 1890, un
socialismo de este tipo parecía imponerse en toda Europa: en varios países,
mientras decrecía la influencia anarquista, se organizaban partidos socialistas
siguiendo el modelo alemán. Incluso en Rusia, también se organizaba, en 1898,
bajo la dirección de Ple- janov, el Partido Obrero Socialdemócrata ruso, en la
más absoluta clandestinidad e ilegalidad.
Sin embargo, la unidad ideológica dentro de la
Segunda Internacional no fue duradera. La cuestión que se planteó fue
precisamente, ¿hasta qué
punto esa política reformista propuesta por la
socialdemocracia no implicaba colaborar con gobiernos “burgueses", es
decir, con gobiernos que se encontraban en manos de los "enemigos de
clase"? Quienes propiciaban una política de "pequeños pasos" que
implicaba el compromiso con otras fuerzas políticas -tachados de
"revisionistas" por sus oponentes-, se basaban en la introducción que
Engels escribiera en 1895 para una reedición de la obra de Marx, La lucha de
clases en Francia, donde afirmaba que la so cialdemocracia alcanzaría la
revolución socialista por la vía parlamentaria legal. El conflicto estalló
abiertamente en Francia, cuando el jefe del Partido Socialista, Alexandre
Millerand, aceptó una cartera ministerial en el gobierno de Waldeck-Rousseau.
Si bien él intentó justificarse señalando que después del aSáiie Dreyfus
era necesario defender la república de sus enemigos de extrema derecha, sus
argumentos no convencieron a quienes lo calificaron de "traidor" a la
clase obrera.
La socialdemocracia
alemana estableció su punto de vista en la Segunda Internacional: el socialismo
no debía participar en coaliciones burguesas, ni colocarse en el terreno de un
simple reformismo dentro del establecimiento. Evidentemente, aún no se quería
renunciar al mito revolucionario. Pero esto también fue fuente de conflictos.
La posición "evolucionista" que mantenía la socialdemocracia, junto
con la negativa a actuar junto con otras fuerzas políticas conducía a un
"inmovilismo", que fue denunciado por grupos que aspiraban recuperar
el impulso revolucionario del marxismo.
Entre estos
últimos, la cuestión que se planteaba era la naturaleza que debía asumir la
"revolución". Y tal vez porque se consideraba que las perspectivas de
revolución allí eran posibles e inmediatas, el debate se dio principalmente
entre intelectuales marxistas del este de Europa, procedentes del imperio de
los Habsburgo o del imperio zarista. Y una de las cuestiones básicas que se
planteó fue el de la huelga política. Huelgas generales cada vez más amplias
habían sacudido a varios países europeos a comienzos del siglo XX. Pero
fundamentalmente, la Revolución Rusa de 1905 había demostrado lo que podían
esperar los trabajadores de una huelga de masas. Rosa Luxemburgo, a partir de
la experiencia rusa, fue una de las principales defensoras de la huelga general
como método de lucha. En su obra Huelga de masas, partido y sindicatos
(1906), desarrolló una nueva teoría revolucionaria: huelgas espontáneas, de
amplitud e intensidad cada vez mayores, provocarían la caída de la sociedad
burguesa permitiendo instaurar la "dictadura del proletariado". En
síntesis, para Rosa Luxemburgo, la revolución socialista sería el resultado de
la acción espontánea de las masas.
El
"espontaneísmo" de Rosa Luxemburgo se oponía a la estrategia que
Lenin, del Partido Socialdemócrata ruso, había diseñado en su obra ¿Qué
hacer? (1902).
Dada la clandestinidad en que la socialdemocracia debía moverse en Rusia -y de
la experiencia política que allí se había acumulado-, Lenin consideraba que el partido debía
transformarse en una "organización de revolucionarios profesionales",
dirigida autoritariamente. El partido no debía tener por función organizar a
las masas sino que debía transformarse en una "vanguardia" que
condujera a la revolución. Esto no significaba que las masas proletarias y sus
representantes sindicales no debían participar en la lucha, sino que debían
estar subordinados a la conducción partidaria.
En un congreso del
Partido Socialdemócrata ruso, celebrado en Londres en 1903, Lenin expuso su estrategia
revolucionaria. Sus oponentes fueron vencidos en las votaciones. Y este
memorable cisma dentro del socialismo ruso dio origen a la denominación de los
partidarios de Lenin, bolcheviques -es decir, mayoría- porque triunfaron sobre los
mencheviques -es decir, minoría-. Comenzaba así un nuevo ciclo para la
izquierda socialista. Y la crisis de las ideologías tradicionales -el
conservadurismo y el liberalismo— junto al desarrollo de una extensa gama -de
derecha a izquierda- de direcciones políticas eran simplemente el reflejo de
las tensiones que cruzaban a la sociedad. Y éstas ya anunciaban la guerra y la
revolución.
Anexo. Acerca de las unificaciones de Italia y
de Alemania La unidad italiana
El Congreso de Viena, al rehacer el mapa de
Europa, había formado en Italia siete estados distintos que conformaban bloques
de distintas tendencias. El reino lombardo-veneciano, los ducados de Parma y
Módena y el gran ducado de Toscana se encontraban bajo la influencia directa e
indirecta de Austria; en el centro de la península, los estados pontificios
mantenían sus antiguos territorios bajo la soberanía absoluta del Papa, y en el
sur, una rama borbónica había obtenido nuevamente el Reino de las Dos Sicilias.
Únicamente el reino de Cerdeña, integrado por Piamonte, Saboya, Genova, Niza y
la isla de Cerdeña, en manos de una dinastía italiana -la casa de Saboya-
mantenía su autonomía en medio de difíciles circunstancias.
La agitación nacionalista
y liberal, durante los convulsivos períodos de 1830 y 1848, se había mostrado
impotente frente a los estados, especialmente Austria, que respaldaban el orden
establecido. Sin embargo, tras los sucesos del 48, el reino de Cerdeña había
adquirido una fisonomía distin
ta: se presentaba como un Estado
auténticamente liberal e italiano. El rey Carlos Alberto había establecido un
sistema constitucional de monarquía limitada, que fue mantenido por su hijo y
sucesor Víctor Manuel II, a pesar de las presiones de las potencias
autocráticas para que volviera sobre sus pasos. De este modo, la dinastía de
los Saboya se transformó en el baluarte del liberalismo italiano que aspiraba a
la unidad. Y en este proyecto cumplió un papel esencial Camilo Benzo, conde de Cavour,
integrante del gabinete del reino desde 1850, y quien fue el responsable de la
reorganización del Estado sardo y de una estratégica alianza con Francia.
En 1859, Austria
declaró la guerra al reino de Cerdeña. Tras una breve campaña los austríacos
fueron derrotados por los ejércitos sardo-franceses en las batallas de Magenta
y Solferino. En muy pocos días, Víctor Manuel II había logrado incorporar a su
reino a Toscana, Parma y Móde- na. Los ejércitos italianos estaban dispuestos a
marchar sobre Venecia en una campaña que les permitiría dominar el norte de la
península. Sin embargo, un armisticio entre Francia y Austria -por el que
Austria cedía la Lombardía a Francia, que a su vez la entregaba al reino sardo,
y Francia reconocía el poder de Austria sobre Venecia- detuvo los proyectos.
Al año siguiente la
situación cambió. Mientras una serie de plebiscitos confirmaban la decisión de
los estados del centro de Italia -Módena, Parma, Florencia y Bolonia- de
permanecer anexados al reino sardo y otros consagraban la decisión de entregar
Niza y Saboya a Francia, como precio por la ayuda recibida anteriormente, se
reiniciaron las acciones militares. Desde Sicilia, José Garibaldi -un ejemplo
del característico aventurero del siglo XIX— iniciaba una audaz campaña que le
permitió ocupar el reino de Ñapóles. Desde el norte, el ejército sardo inició
operaciones que le permitieron apoderarse de los estados pontificios, con
excepción de Roma, hasta unirse con las fuerzas de Garibaldi. Poco después,
mediante plebiscitos, la Italia meridional y los estados papales resolvían
anexarse al reino de Cerdeña. De este modo, en marzo de 1861, Víctor Manuel II
podía tomar el título de rey de Italia.
Sin embargo aún
quedaban problemas para concretar la unidad de Italia, y el principal era el
planteado por la posesión de Roma, residencia del Papa. Y para muchos
italianos, que consideraban a esta ciudad la capital "natural" del
reino, esto constituía una disminución de su patrimonio nacional. El Papado se
encontraba protegido por una guarnición francesa ubicada en Roma desde la
insurrección de 1849, sin embargo, cuando se retiraron esas fuerzas durante la
guerra franco-prusiana, se planteó la situación propicia. El 20 de septiembre
de 1870 los tropas italianas ocupaban Roma y establecían allí la capital del
reino, mientras el papa Pío IX se atrin
cheraba en los palacios del Vaticano
declarándose a sí mismo "prisionero del Reino de Italia". La
situación -la llamada "cuestión romana"- pronto se transformó en un
símbolo de la relación entre la Iglesia y el Estado dentro del nuevo clima del
liberalismo y recién encontró una salida en 1929, cuando el Papado firmó con el
gobierno de Mussolini los Tratados de Le- trán que constituyeron un pequeño
Estado independiente, la Ciudad de Vaticano.
En Alemania, como en Italia, los movimientos
liberales y nacionalistas de 1830 y 1848 habían fracasado, sin embargo, también
en la segunda mitad del siglo XIX Alemania concretó su camino hacia la
unificación, aunque en este caso por vías alejadas del liberalismo. Después de
1815, el territorio alemán había quedado dividido en numerosos estados que se
agrupaban en una confederación presidida por Austria. Sin embargo, el hecho
político más relevante fue la posición de predominio reconocida a Prusia, como
"gendarme" europeo. Pese a la actitud vigilante que mantenía frente
al ascendiente reino de Prusia, Austria no había podido impedir que en 1819
organizara el Zollverein o Unión Aduanera, sobre cuya base se afianzó la
unidad entre diversos estados que pronto comenzaron a reconocer la hegemonía
prusiana.
En 1861, llegó al
poder Guillermo I, cuyos proyectos de unificación y de dominación de Prusia
eran conocidos. Estaba convencido, además, de que esa unidad sólo podría
lograrse por la fuerza ya que era necesario neutralizar a Austria y para ello
su principal objetivo fue la creación de un ejército poderoso y bien
organizado. Dadas las resistencias internas que se levantaban contra sus
planes, Guillermo I recurrió al barón Otto von Bis- marck, a quien designó
canciller. Bismarck, enemigo acérrimo de todo liberalismo y dispuesto a arrasar
con las conquistas políticas que se habían introducido en Prusia —como las
cámaras legislativas-, fue quien elaboró los instrumentos de acción para la
ejecución de los planes políticos. Y, en estas condiciones, no vaciló en
lanzarse a la lucha. De este modo, las guerras conrra Dinamarca (1863-1864),
contra Austria (1866) y contra Francia (1870) fueron las vías por las que
Prusia extendió sus territorios y aseguró su hegemonía.
El 18 de enero de
1871 los príncipes alemanes reunidos en Versalles proclamaron el Imperio y
reconocieron al rey de Prusia como emperador. La capital quedaba establecida en
Berlín, donde residiría el gobierno. Este
gobierno estaba constituido por el emperador
y su gabinete presidido por el Canciller del Imperio responsable del poder
ejecutivo. Sin embargo, las presiones llevaron a realizar concesiones a los
nuevos tiempos: se reconocía un poder legislativo, el Reichstag, electo
mediante el sufragio. El título de Emperador, otorgado en 1871 a Guillermo I,
fue declarado hereditario en la familia de los Hohenzollern. Se establecía así
la unidad de Alemania.
Cronología17
1848 Luis
Napoleón Bonaparte es consagrado presidente de la Segunda República francesa.
1849 En Gran
Bretaña, el largo reinado de la reina Victoria (iniciado en 1837) marra
toda una época. La derogación de leyes restrictivas, inicia un período
de libertad comercial.
La insurrección liberal en Roma hace que
Luis Napoleón establezca allí una guarnición francesa en defensa del
Papado.
1850 En el
gabinete de la monarquía de Cerdeña ingresa Camilo Benso, conde de Cavour,
figura clave en el proceso de la unificación italiana.
1852 En Francia,
conflictos con la Asamblea Legislativa por el creciente autoritarismo de Luis
Napoleón Bonaparte habían planteado la necesidad de un nuevo régimen. Mediante
un plebiscito, se restablece la dignidad imperial y Bonaparte es consagrado
emperador como Napoleón m.
1853 Comienza la
guerra de Crimea, a ranga de las disputas entre griegos ortodoxos y
católicos sobre los lugares santos de Jerusalén. Nicolás I de Rusia demanda el
protectorado sobre los cristianos ortodoxos. Tropas rusas invaden principados
danubianos.
El descubrimiento de oro en Transvaal (sur
de África) atrae la inmigración europea.
Se estrena en Roma, la ópera // Trovatore, de G. Verdi, compositor
estrechamente comprometido con la unidad italiana.
1854 Inglaterra,
Francia y Austria intervienen en la guerra de Crimea. Floren- ce Nightingale
actúa en el cuidado de los enfermos y heridos.
1856 La Paz de
París pone fin a la guerra de Crimea.
1857 En la
India, estalla la rebelión de los cipayos en contra del poder inglés que fue
vencida tras grandes esfuerzos.
1859 En Italia, los austríacos son derrotados en las batallas de
Magenta y Solferino. Franceses y austríacos firman el tratado de Zurich.
Charles Darvvin explica la teoría de la
evolución en El origen de las especies a través de
la selección natural.
Kinder, Hermann
y Hilgemann, Werner (1978), pp. 62-121.
1860
1861
1862
1863
1864
1866
1867
1868
1869
José Garibaldi inicia la campaña de Sicilia.
Abraham Lincoln es pIpgiHn
presidente de los Estados Unidos.
Se firma el Tratado de Pekín, por él que se
abre China al comercio y se establecen embajadas europeas.
Víctor Manuel II es coronado rey de Italia.
Guillermo I llega al trono de
Prusia; su canciller, el barón Otón von Bis- marele cumple un papel primordial
para rnnsnliHar la hegemonía
prusiana en el proceso de unificación de Alemania.
En Esrados Unidos comienza la Guerra de
Secesión.
Alejandro II establece la abolición de la
servidumbre dentro de un programa de reformas tendientes a la modernización de
Rusia.
Napoleón II de Francia comienza la invasión
de México.
Ocupa la corona de Dinamarca Christian IX,
quien organizó al Estado de acuerdo a los principios liberales.
Comienza la guerra de Prusia y Austria
contra Dinamarca que debe entregar los ducados de Schleswing y Holstein para
que «pan administrados por los vencedores.
El archiduque de Austria, Maximiliano, es
consagrado emperador de México.
Se funda la Asociación Internacional de
Trabajadores (Primera Internacional).
Prusia inicia la guerra contra Austria, que
queda excluida de los estados alemanes. Prusia amplía sus dominios
territoriales.
Un intento de asesinato de Alejandro II
intensifica la reacción autocrítica y también la de los movimientos de la intelligentsia (populistas, nihilistas).
En Gran Bretaña, el ministro Benjamín
Disraeli, jefe del partido conservador, hace aprobar un proyecto que al Hisminnir el requisito de renta amplía el
número de electores.
En México, un consejo de guerra condena a
muerte a Maximiliano.
Marx publica el primer volumen de El Capital.
Estados Unidos adquiere de Rusia, Alaska.
Una revolución liberal derroca a Isabel II
del trono de España.
En Japón comienza la dinastía Meiji que
desarrolla políticas de modernización.
Se inaugura el canal de Suez, importante
vía de comunicación entre Inglaterra y sus posesiones orientales, en particular
la India.
En Roma, se reúne el Concilio Vaticano que
declara la "infalibilidad1'
papal. Se funda el Partido Obrero Socialdemócrata alemán.
Las tropas italianas
toman la ciudad de Roma y se establece allí la capital del reino. Se desata
la guerra franco-prusiana. Tras la derrota de Sedán, Francia pierde
Alsacia y Lorena y debe pagar una fuerte indemnización de guerra.
Estalla la Comuna de París.
1871
1872
1873
1874
1875
1876
1877
1878
1879
1880 1881
1882
1883
1884
1886
1888
Tras largas negociaciones el príncipe
Amadeo de Saboya es elegido para ocupar el trono de España.
Se proclama el Imperio alemán y
Guillermo 1 de Pruna es reconocido emperador.
En Inglaterra, el ministro
Gladstone, líder del partido liberal -rival de Disraeli con quien alterna el
poder- instituye el sistema de voto secreto para asegurar la libertad del
electorado.
Se forma la Liga de los Tres Emperadores
(Alemania, Austria-Hungría y Rusia).
Tras la abdicación de Amadeo de Saboya, en
España se instaura la República.
Se restaura la monarquía en España. Asume
en poder Alfonso XII, hijo de Tsahél TT
En Alemania se establece el matrimonio
civil.
En Francia se establece la Tercera
República.
La reina Victoria de Inglaterra
es coronada Emperatriz de la India, como heredera del título de los conquistadores
mongoles.
Comienza la guerra entre Rusia y Turquía.
Llega al rrono de Italia Humberto I.
Se forma la Liga Irlandesa que
aplica la resistencia pasiva frente a la ocupación británica.
La convención de Madrid establece los
derechos de los países europeos sobre el sultanato de Marruecos.
Francia establece él protectorado sobre
Túnez.
Llega al rrono de Rusia el zar Alejandro m
quien reafirma los poderes autocráticos.
Gran Bretaña ocupa Egipto.
En Francia, la legislación secularizadora
establece las escuelas públicas para la enseñanza elemental.
Se funda el Partido Socialista italiano.
Friedrich Nierzsche publica Así hablaba Zaratustra.
Fallece Richard Wagner, símbolo del
nacionalismo alemán, cuyas óperas, como la tetralogía Elanillo del Nibelungo, están inspiradas en
la mitología germánica.
En Gran Bretaña, una nueva ley propuesra
por Gladstone amplía el número de varones con acceso al sufragio.
En Francia se establece el matrimonio
civil.
Comienza en España el reinado de Alfonso XIII bajo la regencia de su
madre María Crisrina de Austria (hasra 1902).
Cecil Rodhes
obtiene Rodhesia. Los británicos también controlan, en África, Somalia, Uganda
y Kenia.
Se funda la Segunda Internacional, con sede
en Bruselas.
En Francia se conmemora el centenario de la
Revolución con la Feria Mundial; se construye la Torre Eiffel.
1890
1891
1893
1894
1895
1896
1898
1899
1900
1903
1904
1905
1910
1914
Italia establece el protectorado sobre
Abisinia.
La rebelión de los Boxer, en China» ejecuta
una matanza de cristianos incluido el embajador de Alemania.
E1 Partido Obrerosocialdemócrataalemán
adopta un programa marxis- ta redactado por Karl Kautsky.
El papa León XIII publica la encíclica De Remxn Novarían, estableciendo la
posición de la Iglesia frente a la "cuestión social".
En Inglaterra se funda el Partido Laborista
Independiente. Francia esra- blece el protectorado sobre Laos.
En Bélgica se proclama el sufragio
universal.
El affaire Dreyfus sacude la opinión pública francesa.
En Rusia, llega al trono el zar Nicolás II
quien continúa la línea autocrítica de su antecesor.
Italia comienza la guerra contra Abisinia,
tras la cual debe abandonar las intenciones colonialistas.
El primer ministro británico, Joseph
Chamberlain, intenta frenar la competencia europea con el Imperio británico a
través de la expansión en zonas aún no ocupadas.
En Francia se funda la Confederación
General del Trabajo.
Los Lumiére trabajan sobre la
cinematografía.
Fallece Louis Pasteur, fundador de la
microbiología y uno de los científicos más populares de la época.
Teodoro Herzl escribe El Estado judío, base del movimiento
sionista. Comienza la guerra entre España y Estados Unidos, a raíz de la
independencia de Cuba.
El incidente Fashoda enfrenta a británicos
y franceses por el protectorado de Sudán que queda finalmente bajo control
inglés.
En Francia, Emile Zola publica Yo acuso en donde denuncia las
implicaciones del afFaire Dreyfus. Se funda la organización de derecha Acción Francesa. Pedro y
María Curie investigan sobre el radium.
Se funda en Partido Obrero Socialdemócrata
ruso.
Comienza la Guerra de los Boers, entre los
descendientes de colonos holandeses y los británicos.
Llega al trono de Italia Víctor Manuel IH.
Comienza en Italia el gobierno de Giolitti,
primer ministro liberal. Estalla la guerra ruso-japonesa.
En China se funda el Kuomintang (Partido
Nacional del Pueblo).
En Rusia estalla la revolución, tras una
huelga general. El zar Nicolás II promete la instalación de la Duina (Parlamenro).
En España se proclama la República.
Se abre él Canal de Panamá tras diez años
de construcción.
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— (1989), La era de
imperio (1875-1914), Barcelona, Labor, cap. 3
"La era del im
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Myth, Reality, Cam-
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Mommsen, Wolfgang (1973), La
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Palmade, Guy (1978),
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Perrot, Michelle (1987), "La
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CAPÍTULO V
1. El mundo en crisis (1914-1945)
1914: continuidades, rupturas y signifícados
¿El año 1914 puede ser considerado un punto de
inflexión en la historia? En rigor, muchos de los elementos que caracterizan al
siglo XX se originaron en el medio siglo que va desde la gran depresión a la
guerra mundial: los modernos partidos políticos, los sindicatos obreros, los
sistemas de tipo representativo, la internacionalización de la economía,
concepciones de la sociedad, el cine, el psicoanálisis, el automóvil, etc.
Muchos elementos parecen indicar más continuidades que rupturas. De un modo u
otro, 1914 fue considerado un punto de inflexión por sus propios
contemporáneos. Para la mayor parte de los europeos de la época, 1914
significaba el fin de una era. Las preguntas entonces son: ¿por qué los
contemporáneos vivieron así esta fecha?, ¿cuáles son las razones de ese
significado?
Hacia 1914, nos
encontramos con un mundo (sobre todo en las áreas geográficas que interesan
para nuestro análisis, Europa y Estados Unidos) densamente poblado. La
población europea, por ejemplo, había ascendido de 200 millones en 1800, a 430
millones en 1900. Y esto sin tener en cuenta los movimientos migratorios que
habían trasladado europeos a América y Australia. Era un mundo cada vez más
integrado por el movimiento de personas, de bienes, de capitales, de servicios
y de ideas. Movimientos que se vieron favorecidos por la transformación de las
comunicaciones: el ferrocarril, los barcos a vapor, el automóvil y,
fundamentalmente, el teléfono y el telégrafo, elementos básicos para la
comunicación de masas. Y esta integración estaba dada por la expansión del
capitalismo que, ya nadie dudaba, se había transformado en un sistema mundial.
Era un mundo
integrado pero a la vez dividido en sociedades "avanzada5 y "atrasadas",
en regiones económicamente ricas y pobres, en países
política y militarmente fuertes y débiles.
Este panorama de integración y diferenciación, que estuvo ya claramente
esbozado antes de 1914, se acentuó en forma notable durante el siglo XX. La
relación de la renta per capitel, por ejemplo, entre países
"desarrollados” y "subdesarrollados" fue, en 1880, de 1 a 2; en
1913, de 1 a 3; en 1950 de 1 a 5, y en 1970, de 1 a 7. En síntesis, las
diferencias se hicieron cada vez más notables.
Esta diferenciación
es económica pero también política. El desarrollo tecnológico, por ejemplo, en
los países avanzados no tiene sólo implicancias económicas, sino también
militares. Cuando Napoleón invadió Egipto, franceses y mamelucos se enfrentaron
con equipos militares más o menos semejantes. Pero esta relación de fuerza fue
transformada con la industrialización: para los países "avanzados"
fue cada vez más fácil conquistar a un país "atrasado". Incluso,
después de 1914, la relación entre los países avanzados quedó expresada en
términos militares y de capacidad bélica en una tendencia que llegó hasta el
desarrollo de la tecnología nuclear: el mundo se dividió en áreas que se
reconocían en términos de misiles, de acuerdo con su capacidad destructiva. De
esta manera se enfrentaron los Estados Unidos y la Unión Soviética, hasta
alcanzar niveles como el proyecto de la Guerra de las Galaxias durante el
gobierno de Ronald Reagan.
En 1914 ya era muy
claro que existían países avanzados y países atrasados, sólo que sus límites no
estaban claramente establecidos. Muchas zonas de Europa todavía estaban afuera
del límite del desarrollo capitalista. Rusia, por ejemplo, era un país
"atrasado", área además de inversión imperialista para los capitales
franceses. Su desarrollo era incomparablemente inferior al de los Estados
Unidos que en 1914 tenía un ritmo de industrialización que permitía prever su
futuro de gran potencia. Sin embargo, ningún contemporáneo culto dudaba de que
Rusia (o por lo menos la intelectualidad rusa) constituía uno de los más
poderosos bastiones de la cultura europea. Eran nombres de las postrimerías del
siglo XIX y de comienzos del siglo XX, Dostoievsky, Chaicovsky,
Tolstoi, Borodin, Chéjov, Rimski-Korsakov, etc. Eran además nombres
incomparables con los pocos que podían proporcionar los Estados Unidos: el
escritor Mark Twain y el poeta Walt Whitman. Incluso, el novelista
estadounidense Henry James (que muere en 1916), se había radicado en Gran
Bretaña en búsqueda de un clima intelectual más favorable para la creación
literaria. En síntesis, para cualquier europeo culto, Estados Unidos era
sinónimo de salvajismo mientras que Rusia era un relevante centro intelectual.
Indudablemente, los límites se clarificaron en los años siguientes.
El mundo
"avanzado" se caracterizaba por una serie de procesos que comenzaron
antes de 1914 y que se intensificaron a lo largo del siglo XX.
En primer lugar, el crecimiento de las
ciudades se caracterizó por procesos de urbanización ligados a la
industrialización, a la transformación de las estructuras agrícolas, a la mayor
complejidad de los servicios y de la administración privada y estatal. En
segundo lugar, el desarrollo de modelos de instituciones deseables: un país
debía constar de un Estado territorial homogéneo y soberano e integrado por
"ciudadanos", es decir, individuos con derechos legales y políticos.
En rigor, estas dos cuestiones se vinculaban con la irrupción de las masas,
fenómeno que se dio desde las postrimerías del siglo XIX y que caracterizó al
desarrollo de todo el siglo XX. Por un lado, las ciudades eran cada vez más
conglomerados de individuos, donde se visualizaba con mayor nitidez la
presencia de la gente "común"; por otro lado, todo el mundo
occidental (incluyendo a Rusia, desde 1905) avanzaba hacia un sistema político
basado en un electorado cada vez más amplio, dominado por el peso de esa misma
gente "común".
Esta irrupción de
las masas tuvo como corolario la movilización política de las masas,
fundamentalmente en épocas eleccionarias. Esta movilización implicó el
desarrollo de partidos y organizaciones de masas, políticas de propaganda y
desarrollo de medios de comunicación masiva. La prensa "popular", en
los años previos al año 1914, alcanzó una importancia fundamental para los
políticos que debían dirigirse a electorados cada vez más masivos.
¿Quiénes integraban
esta gente "común" o esta masa? Por un lado, la clase obrera, pero
sobre todo los hombres y las mujeres integrantes de una nueva clase media de
"cuello blanco" (empleados de la administración pú- bl ica y privada,
por ejemplo) que procuraban diferenciarse de la clase obrera (de la que
frecuentemente habían salido) a través de la educación, de formas de vestirse y
de vida diferentes. Y no sólo aspiraban a diferenciarse de la clase obrera,
sino que también aspiraban a ascender socialmente a los estratos superiores
(ascenso que logran algunos a través de la educación universitaria, por
ejemplo). Pero muchos, la mayoría, se senrían entrampados entre los ricos y los
obreros y defendieron sus posiciones a través de distintas manifestaciones
ideológicas, que, como veremos, integraban elementos como la xenofobia y el
antisemitismo. El caso Dreyfus (1994- 1906) constituye en este sentido un
ejemplo significativo.
Los sectores
dirigentes no tenían problemas en ampliar los marcos de la participación en
tanto pudieran mantener los controles. En este sentido, la gente pequeña se
transformó en la base de sus operaciones, la destinata- ria de un discurso
demagógico que apelaba a sus principales temores. Más problemática era la
inclusión en el sistema político del socialismo y del movimiento obrero. Ya
desde fines del siglo XIX y comienzos del XX, se dise-
ñaron entonces dos tipos de estrategias: en
primer lugar, la incorporación de los sectores más moderados al sistema parlamentario,
lo que provocó el aislamiento de las minorías más radicalizadas que aspiraban a
una salida revolucionaria; en segundo lugar, ante la convicción de que cuanto
menos fueran los descontentos, menores serían los problemas: una salida fue el
desarrollo de programas de asistencia social, que se alejaban del liberalismo
clásico y preanunciaban algunas políticas del Estado de bienestar. Hacia
comienzos de siglo, el triunfo de este sistema de participación política
ampliada llevó cada vez más a identificar la democracia con la estabilidad
económica del capitalismo.
La irrupción de las
masas era también signo de que los viejos mecanismos de subordinación social
habían dejado de existir. Las antiguas lealtades campesinas, las relaciones
personalizadas de la aldea o aún de la fábrica desaparecían y eran cada vez más
reemplazadas por la imagen de una abstracta subordinación de hombres (las
mujeres carecían de derechos políticos) supuestamente iguales frente al Estado.
El problema era entonces cómo asegurar la lealtad de los ciudadanos al Estado
o, dicho de otra manera, cómo construir la legitimidad del Estado. Y esto se
vincula, como dice Hobs- bawm, con la "invención de las tradiciones",1
"tradiciones" difundidas por el Esrado, a través de circuitos
institucionales, como por ejemplo, las escuelas. Es importante recordar que una
tradición, si bien hace alusión al pasado, no es un trozo inherte de ese
pasado, sino una selección intencional que hace referencia al presente. En
síntesis, toda tradición tiene fundamentalmente un significado contemporáneo.
Estas "tradiciones" se expresaron en la creación de símbolos y ritos
que configuraron el cuerpo de la nación. Los años previos a la guerra
(1890-1914) fue el período de auge de la creación de símbolos patrios o de apropiación
o de incorporación de símbolos: fue el caso, por ejemplo, de La Marsellesa, que
de himno jacobino o "rojo" se transformó en el himno nacional de
Francia (lo que a su vez llevó a que el movimiento obrero tuviera que crear un
contra-símbolo, la célebre marcha "La Internacional"). Pero el
"patriotismo" también se confundió con un nacionalismo que sufrió
profundas transformaciones.
Un nacionalismo con
prejuicios raciales prendió en amplios sectores de las masas, antes y después
de la Gran Guerra. El prejuicio racial permitía a la gente común, a los
pequeños que aspiraban al ascenso social, participar de una ilusoria
superioridad y, de este modo, canalizar resentimientos. Dicho de otra manera,
permitía compensar la inferioridad social con
1 Véase
Hobsbawm, EricJ. (1983), "Introduction:
Inventing Traditions", pp. 1-14.
la ilusión de la superioridad racial. El
antisemitismo además no sólo permitía esta compensación, sino que también podía
exculpar de males al capitalismo. Al estar dirigido fundamentalmente hacia los
banqueros y empresarios, a quienes se identificaba con los prejuicios que el
capitalismo infligía la gente común, era fácil desplazar las responsabilidades.J
La xenofobia y el
nacionalismo afloraron en sus peores expresiones a comienzos de la guerra. A
pesar de que la Internacional, e incluso el Papado, recomendaron la neutralidad
y la pacificación, los europeos marcharon con fervor patriótico a la guerra.
Los estados pudieron probar la lealtad de los ciudadanos con una guerra que
permitió construir la imagen de un "nosotros" víctima de una
agresión, frente a un "otro" que representaba una amenaza mortal para
los valores que encarnaba el "nosotros".
Pese a las
permanencias, los contemporáneos percibieron el estallido de la guerra, y los
años subsiguientes, como una ruptura. ¿Por qué? Porque las burguesías habían
vivido durante la última década del siglo XIX anunciando un cataclismo, la
guerra o la revolución. Y durante esos años se cumplieron sus peores
pesadillas: estalló la Gran Guerra y en Rusia se impuso la revolución
bolchevique.
¿Por qué las
burguesías habían esperado un cataclismo? Pese a la expansión económica que
Europa vivía desde 1890, la burguesía habían vivido su situación como algo cada
vez más incierto. En primer lugar, había sido desplazada de la influencia
política por el ascenso de las masas. Excepto un grupo que se constituyó en
"grupo dirigente" o "clase política", la burguesía había
dejado de pesar políticamente en un mundo que debía contar con el apoyo de las
mayorías. De allí, su abandono del liberalismo y su refugio en el
conservadurismo. Pero en segundo lugar, el propio estatus de la burguesía
estaba puesto en duda en una sociedad donde el ascenso social y la desaparición
de las antiguas jerarquías tornaban a las diferencias de clase en algo cada vez
más borroso. La sociedad de 1914 era una sociedad que le costaba reconocerse.
La misma sociología de comienzos de siglo expresa esta visión con sus
interminables debates sobre clases y estatus social, con el tácito objetivo de reclasificar
a la sociedad.
Por un lado, los
límites entre burguesía y aristocracia eran cada vez más difusos: la burguesía
no desdeñaba los títulos de nobleza y el dinero era un criterio de aristocracia
que opacaba los viejos criterios de nacimiento y la herencia. Pero también eran
cada vez más borrosos los criterios que separaban a la burguesía de las otras
clases subalternas. La dificultad co-
a Véase Anderson, Benedict (1993).
menzaba con la expansión del sector terciario,
de un trabajo que era subalterno y asalariado pero que no era trabajo manual y
que exigía cierta calificación y cierta educación formal. Y, como señalábamos,
es importante el reconocimiento que de sí mismos hacen esos sectores: se
negaban a ser considerados clase obrera y aspiraban, aun a costa de grandes
sacrificios, a incorporar el estilo de vida de las clases respetables. De este
modo, la movilidad social, por un lado, y, por otro, la difusión de ciertos
modos de vida asociados a la burguesía, como el acceso a una educación formal
(incluso, universitaria), ciertas formas de ocio (como el turismo o la práctica
de un deporte) comenzaban a borrar los límites de clases.
A esto se sumaba la
aparición de grupos sociales nuevos vinculados con la complejización de la
administración pública y privada: profesionales de alto rango, ejecutivos
asalariados (como los gerentes) y los funcionarios más elevados que muy pronto
se confundieron con los empresarios estrictamente burgueses. En síntesis, la
identidad burguesa había entrado en crisis.
La idea de ruptura
expresa fundamentalmente esta crisis de la identidad burguesa. Y la cuestión
aparecía claramente esbozada en el campo de la cultura. En efecto, la alta
cultura dejó de ser un coto de la burguesía. La educación de masas amplió el
campo a nuevos sectores sociales: la música, la ópera, el ballet comenzaron a
ampliar su público. Cada vez más era el número de niñas de familias que
buscaban signos de respetabilidad social, abocadas al estudio del piano. Pero
la democratización de la cultura se dio fundamentalmente sobre la base de la
combinación entre tecnología y descubrimiento del mercado de masas. La edición
de novelas baratas y la aparición de la industria discográfica fueron un claro
ejemplo de esto.
Pero tal vez el
signo más importante de esta democratización de la cultura que sintetizaba
tecnología y mercado de masas fue la aparición del cine. La cinematografía
apareció poco antes de 1914 y, después de la guerra, se difundió
espectacularmente como la forma de cultura popular por excelencia. La expansión
del cine fue un fenómeno sin precedentes dentro del campo de la cultura por la
universalidad que alcanzó. Las primeras imágenes en movimiento fueron exhibidas
en ferias de diversiones entre 1895 y 1896 en París, Berlín y New York. Sólo
diez años después, ya casi todas las ciudades europeas y de Estados Unidos
contaban con numerosas salas de cine que apuntaban a un público popular.
Además, el cine se mostró muy pronto como un buen negocio y generó una
auténtica industria: Universal Films, Warner Brothers y Metro-Goldwyn-Mayer
fueron las tres empresas cinematográficas que se iniciaron en Estados Unidos en
1905. En 1912 ya se establece el fílm star System, sistema que creaban
los estudios Universal
para su principal star, Mary Pickford.
Dicho de otra manera, ya antes de 1914 se esbozaba el reinado del cine de
Hollywood. Era todavía cine "mudo" (el cine sonoro comenzará en la
década de 1920) lo que constituía una ventaja porque estaba libre de las
restricciones idiomáticas.
Además de esta
democratización de la cultura, otra área donde se expresa la crisis de
identidad es en el ámbito de las ideas, o en un sentido más general, de las
concepciones del mundo. Las ideas del progreso, percibido como un progreso
indefinido, y de la ciencia, los principios del positivismo y del evolucionismo
habían sido los principios rectores del pensamiento en la segunda mitad del
siglo XIX. Sin embargo, en los años previos a 1914, el sentimiento de la
proximidad del cataclismo llevaron a perder confianza en la razón y la idea del
progreso indefinido. Las preocupaciones pusieron entonces el acento en lo
irracional. Cobraron cada vez más importancia aquellos aspectos de la realidad
que aparecían como ocultos o inexplicables. Dicho de otra manera, la
preocupación por lo desconocido o por lo incomprensible ocupaba el primer
plano. De allí el éxito que alcanzó Sigmund Freud.
Freud, psiquiatra
austríaco -a través del psicoanálisis, una teoría y una terapéutica-, señalaba
que lo racional sólo podía ser explicado por las manipulaciones de lo oculto,
es decir, del inconsciente. Las teorías de Freud tuvieron un alto impacto en
ciertas élites ilustradas que ya hacia 1918 comenzaron a incorporar a su
lenguaje términos psicoanalíticos. Y este éxito se debió no sólo a esta
intención de develar lo oculto, de rescatar la importancia de la
irracionalidad, sino también porque Freud incluyó, como punto central de su
teoría, otra de las problemáticas que preocupaba a sus contemporáneos: la
sexualidad. Freud fue percibido como aquel que rompía con los tabúes sexuales,
que indagaba en un campo de la conducta humana que también pertenecía al campo
de lo oculto.
Si la aparición del
psicoanálisis, con su eje en la importancia de la irracionalidad, es uno de los
indicios de la crisis de la identidad de la sociedad burguesa, otro indicio de
esta crisis lo encontramos en los desarrollos de la sociología, a partir de los
primeros años del siglo XX. Dos fueron los nombres de los sociólogos más
significativos: Emile Durkheim (francés) y Max Weber (alemán). La principal
pregunta que cada uno por su lado intentaba responder fue: ¿cómo mantienen la
cohesión las sociedades cuando desaparecen de ellas los antiguos elementos de
cohesión, como, por ejemplo, la costumbre? La pregunta estaba referida
precisamente a las sociedades de masas y la preocupación fundamental era tratar
de mantener bajo control los cambios sociales, cómo manejar las situaciones de
"anomia", es decir, de falta de normas. Y no es casual que ambos,
Durkheim y Weber -pese a ser
hombres manifiestamente ateos- hayan centrado
sus estudios en el tema de la religión, para sostener que toda sociedad
necesitaba de una religión o de un sustituto de religión para poder mantener su
cohesión.
En síntesis, fue
esta crisis de identidad social lo que llevó a la espera de un colapso
expresado en la guerra o en la revolución, y ambas llegaron finalmente: la
guerra en 1914 y la revolución en 1917. De allí la percepción de estos años
como una ruptura, como el fin de una época y el comienzo de otra.
La guerra y la revolución
El mismo desarrollo capitalista había
conducido a la expansión imperialista y a la rivalidad entre potencias. Y
finalmente, condujo al enfrentamiento bélico. Esto no significa que los hombres
de negocios conscientemente hayan querido la guerra; de hecho, eran quizá de
los pocos que no la querían: sabían que la guerra significaba el disloque del
mundo de los negocios y la quiebra de los mercados. Estaba muy claro que por el
desarrollo tecnológico alcanzado, por la capacidad de los estados para
movilizar a sus ciudadanos y enviar ejércitos a grandes distancias, la guerra
que se anunciaba se presentaba como la más destructiva de bienes y de vidas.
Sin embargo, el mismo desarrollo económico había generado una serie de
rivalidades que presentaban la guerra como la única vía posible para ajustar
las diferencias. Frente a Gran Bretaña se levantaba Alemania, cuyo poder
económico y su crecimiento industrial la habían colocado como la primera
potencia del continente europeo. Cada vez más se identificaba a las grandes
potencias por su poder económico, pero también por su poder político, militar y
tecnológico. Y esta fusión entre poder económico y poder político-militar hizo
al conflicto inevitable.
Hasta ahora la
diplomacia, estableciendo claramente sus objetivos (determinando, por ejemplo,
cuáles eran las zonas de influencia de cada país), había limado las
rivalidades, había puesto límites a la expansión. Sin embargo, la lógica de la
acumulación capitalista era diferente a la lógica de la política. La
acumulación capitalista implica la ausencia de todo límite. Para la Standard
Oil, por ejemplo, su expansión dependía del control del petróleo esté donde
esté, independiente de todo control diplomático y de toda zona de influencia.
La Standard Oil no buscaba petróleo en las zonas de influencia, sino que
procuró que el Estado estableciera su zona de in
fluencia allí donde hubiera petróleo. Dicho de
otra manera, los antiguos límites impuestos por la diplomacia tendían a
desaparecer.3
Dentro de esta
lógica, la rivalidad de Gran Bretaña y Alemania se intensificó cuando Alemania
no respetó sus viejos límites de potencia continental y comenzó la construcción
de una gran armada que fue percibida como una amenaza por el Imperio británico.
En medio del clima de nacionalismos triunfantes, esta pérdida de límites
transformó a las viejas rivalidades entre países (por ejemplo, la de Francia y
Alemania después de la guerra francoprusiana) en dos bloques rígidos y cada vez
más hostiles: por un lado, Gran Bretaña, Francia y Rusia; por otro, Alemania y
el Imperio Austro-Húngaro (posteriormente durante el transcurso de la guerra,
Estados Unidos e Italia se habrán de agregar a los primeros y Bulgaria y el
Imperio otomano, a los segundos).
En medio de una
creciente tensión internacional, la crisis de los Balcanes encendió la pólvora.
En 1908, el Imperio Austro-Húngaro había anexado las provincias serbias de
Bosnia y Herzegovina. El 28 de junio de 1914, el archiduque Francisco Fernando,
sobrino del emperador Francisco José y heredero del trono, fue asesinado en
Sarajevo, por los nacionalistas serbios. El incidente llevó entonces a que el
Imperio austro-húngaro declarase la guerra a Serbia. Crisis políticas
semejantes ya habían ocurrido y se habían zanjado con pactos diplomáticos más o
menos satisfactorios para las partes afectadas. Pero las intenciones de las
cancillerías europeas de lograr un nuevo equilibrio no funcionaron. Sería
además demasiado simplista pensar que los gobiernos estaban ansiosos por ir a
la guerra para superar sus problemas internos (en Francia, el debate por el
servicio militar; en Inglaterra, la cuestión irlandesa). Lo cierto es que los
países europeos se vieron atrapados en una dinámica que los llevó a un
enfrentamiento de proporciones inéditas.
Rusia, sostenida a
su vez por las diplomacias británica y francesa, declaró su apoyo a Serbia. De
este modo, el 28 de julio de 1914, cuando las tropas imperiales atacaron el
territorio serbio, comenzaba la guerra, conocida por sus contemporáneos como la
Gran Guerra. Sólo en dos semanas cinco millones de hombres habían sido
movilizados, agrupados en unidades militares, equipados para la guerra y
enviados a las fronteras, en medio de un clima de patriotismo casi religioso.
Las pocas voces que llamaban a la paz no fueron escuchadas, incluso fueron
violentamente silenciadas: Jean Jaurés, cabeza del Partido Socialista francés,
fue asesinado por un fanático nacionalista (julio de 1914).
3 Véase Hobsbawm, Eric (1995), pp. 29-61.
En realidad, se
esperaba que la guerra fuera muy breve. Cada uno de los estados mayores había
preparado un plan ofensivo que les permitiera ganar una batalla decisiva en el
menor tiempo posible. Pero en contra de lo esperado, tras la batalla del Mame
(septiembre de 1914) que estabilizó el frente occidental, la guerra se prolongó
hasta 1918. La moderna tecnología —la aviación fue empleada en los últimos años
del conflicto— o, para suplirla, inmensos contingentes de soldados (como los
ocho millones de rusos en el frente oriental) constituyeron la maquinaria más
mortífera conocida hasta el momento. De este modo, el fin del largo conflicto
bélico mostraba a una Europa destruida, con campos calcinados, ciudades
devastadas y una población marcada por la muerte: la guerra había cobrado más
de ocho millones de vidas.
Indudablemente, la
vida en las trincheras para los hombres que habían estado en el frente había
sido muy dura. Pero la guerra también había afectado profundamente a la
población civil. Y a medida que pasaba el tiempo y las condiciones se volvían
cada vez más difíciles, las consignas nacionalistas que habían apoyado al
conflicto se volvían cada vez más vacías de contenido. Para mantener la
maquinaria bélica, los gobiernos necesitaban controlar todo el aparato
productivo. La economía de guerra implicó entonces una estricta planificación
—que se dio en Alemania en su máxima expresión- que supeditaba el
abastecimiento de la población a las necesidades del frente. Pero también el
bloqueo económico fue un arma de guerra. No sólo se buscaba dificultar el
aprovisionamiento de repuestos y suministros militares al enemigo, sino también
la extensión del hambre entre los civiles como eficaz medio de desmoralización.
La situación era tal que hasta para los propios jefes militares resultaba
evidente que no se podía sostener por mucho tiempo el esfuerzo que la guerra
implicaba: las protestas no tardarían en llegar. Y así fue. Es cierto que,
desde el punto de vista de la política interna, los gobiernos trataron de
mantener la paz interior para canalizar todas las energías disponibles hacia la
guerra. Pero esto no impidió que desde la izquierda se tratara de canalizar el
descontento. En tal clima, en 1917, en Rusia estallaba la revolución: era el
primer desafío abierto al capitalismo. Las peores pesadillas de la burguesía
parecían haberse cumplido.
El análisis de la Revolución Rusa remite
necesariamente a dos cuestiones: la situación de guerra que, como señalamos,
agudizó los conflictos sociales y, sobre todo, las condiciones específicamente
rusas que llevaron a un movimiento revolucionario. ¿Cuál era la situación de
Rusia entre fines del si
glo XIX y comienzos del siglo XX? Comparada
con otros países de Europa occidental, la Rusia zarista mostraba un notable
atraso: un Estado autocrítico se centraba en la figura del zar que ejercía un
poder absoluto basado en el principio del derecho divino de los reyes. Ese
Estado se apoyaba sobre una sociedad fuertemente polarizada: una aristocracia
que basaba su poder y su riqueza en la tierra y un campesinado que, hasta 1861,
había estado sometido a la servidumbre.
La permanencia del
sistema zarista y la posición privilegiada de la aristocracia en la sociedad
rusa parecía verse favorecida por la falta de una burguesía fuerte, comparable
con la de Europa occidental. Sin embargo, vinculados a las universidades, en
las últimas décadas del siglo XIX comenzaron a surgir algunos grupos de
intelectuales, la intelligentsia, que pronto se reconocieron como un factor dinámico dentro de la
sociedad. Si bien estaban influenciados por ideas "occidentalistas" e
incluso socialistas, no constituían un grupo homogéneo. Los narodnik (Amigos del Pueblo) consideraban que la vía capitalista no
proporcionaba un modelo válido, ya que la única fuerza revolucionaria en Rusia
la constituía el campesinado. Incluso, muchos combatían la idea de un proceso
de industrialización porque consideraban que sólo conduciría al empobrecimiento
y la miseria del campesinado. Para estos grupos, el modelo de socialismo estaba
dada por el mir, la comunidad rural rusa. Para otros, en cambio,
fascinados por los éxitos de Europa occidental, defendían la industrialización.
Consideraban que ésta sería el camino no sólo de modernizar Rusia, sino también
—según los principios mar- xistas— de crear un proletariado como clase
revolucionaria.
Más allá de sus
diferencias, estos grupos adoptaron similares formas: organizaciones secretas,
rígidamente centralizadas y disciplinadas, que se consideraban el motor de la
actividad revolucionaria destinada a derribar el régimen zarista (era un modelo
de acción que tal vez Lenin tuvo
en cuenta cuando planteó su tesis del partido como "vanguardia").
Y sus acciones
pronto se dejaron sentir: en 1881, el zar Alejandro II -que había efectuado
algunas reformas destinadas a la modernización, como la liberación de los
siervos- caía asesinado por la bomba de un terrorista.
Su sucesor,
Alejandro III, puso fin a todo intento de modernización y concentró sus
esfuerzos en restaurar los principios autocríticos. Para acabar con las influencias
occidentales, llevó a cabo un plan de "eslavifica- cion . Para ello, se
iniciaron iniciaron los pogroms contra los judíos y se prohibieron las
lenguas que no fueran la rusa y las religiones que no fueran la ortodoxa
(situación que afectó particularmente a algunas regiones comprendidas dentro
del imperio zarista, como el caso de Polonia). En 1894, ’a llegada al trono de
Nicolás II no mejoró las cosas: el nuevo zar continua
ba convencido de que era la voz de Dios la que
lo convocaba para mantener el poder autocràtico.
Sin embargo,
paulatinamente la sociedad rusa comenzaba a transformarse. Desde 1890,
capitales franceses habían sido invertidos en Rusia. Se comenzó a llevar a cabo
la construcción de los ferrocarriles -impulsados por las necesidades estratégicas
del Estado- que activó la industria y el comercio. Se empezaron a explotar las
minas de carbón y de hierro en Ucrania y en los Urales; aparecieron fábricas en
Kiev, en San Petersburgo y en Moscú,
que comenzaron a adquirir la forma de ciudades industriales. De este modo, la
incipiente industialización comenzaba conformar una burguesía, muy pequeña
numéricamente y muy débil, que pronto asumió las ideas del liberalismo.
Comenzaba a exigirse participación política dentro de un sistema constitucional
que limitase el poder monárquico. Con ese objetivo se formó el Kadete
(Partido Demócrata Constitucional), que aspiraba a conformar un Estado
semejante a los de Europa occidental.
Pero la
industrialización también llevó a la formación de un proletariado. Era también
débil numéricamente, se encontraba concentrado en las pocas ciudades fabriles y
estaba bajo la constante presión de los campesinos que, empujados por la
miseria, se incorporaban al mercado de trabajo urbano. Sin embargo, a pesar de
que las organizaciones obreras debieron permanecer clandestinas y moverse en
marcos restrictivos -los sindicatos estaban prohibidos-, ya en 1890 comenzaron
las primeras oleadas de huelgas. En ese clima, en 1897, se fundaba el Partido
Obrero Socialdemócrata ruso que aspiraba, como su modelo alemán, a
transformarse en un gran partido de masas.
En 1905 estalló el
movimiento que llevó a algunos teóricos del marxismo, como Rosa Luxemburgo, a
analizar el carácter revolucionario de las huelgas. En efecto, en enero de 1905
(el "domingo sangriento") una masiva manifestación fue reprimida
duramente por las tropas zaristas: el saldo fue más de cien muertos y miles de
heridos. La indignación provocó una ola de huelgas en las ciudades y
levantamientos campesinos. Carecían de objetivos claros, pero una resolución de
la Universidad de San Petersburgo -aprobada por unanimidad por alumnos y
profesores- se los proporcionó: se exigía la convocatoria a una asamblea
constituyente, libertad de prensa, derecho de asociación y de huelga.
Mientras el movimiento
de protesta se profundizaba -comenzaron a organizarse los primeros soviets,
es decir consejos elegidos por los trabajadores en las distintas fábricas-, una
serie de derrotas durante la guerra ruso-japonesa mostraba las deficiencias
internas del aparato estatal, sin que el gobierno zarista se atreviese a
emplear la fuerza para reprimir. Ante la si
tuación dada, el zar Nicolás debió hacer
algunas concesiones, incluida la formación de la Duma, la asamblea legislativa.
Sin embargo, la composición de ésta permitía comprobar la ruptura entre la
autocracia y la sociedad. La elección -179 representantes del Kadete, 94
representantes campesinos, 18 socialdemócratas y sólo 15 fieles al zarismo-
mostraba el abismo que se abría entre la Duma y el zar. Ante la situación,
Nicolás II no dudó. Una vez que hubo contado con capacidad represiva, disolvió
la Duma para convocar otra de clara composición aristocrática (1907).4
La guerra acentuó
el descontento y la conflictividad. En febrero de 1917, la falta de abastecimiento
de pan en Petrogrado -la capital había es- lavizado su nombre en 1914- impulsó
una huelga que, después de inútiles intentos de represión, desembocó en una
abierta insurrección. En rigor, la fragilidad del régimen quedó de manifiesto
cuando las tropas del zar, incluso los siempre leales cosacos, se negaron a
atacar a la multitud y comenzaron a fraternizar con ella. Intentando salvar lo
que se podía salvar, la Duma solicitó la abdicación de Nicolás II, que fue
depuesto sin ninguna resistencia, y designó en su lugar un Gobierno
Provisional. Su objetivo era crear una Rusia liberal con un régimen
constitucional.
Pero ello no
ocurrió. Lo que sobrevino fue un vacío de poder, en el que convivían un
impotente Gobierno Provisional, por un lado, y por otro, una multitud de
soviets. Como señala Carr, se había establecido "un doble poder". Sin
embargo, los soviets que surgían espontáneamente no tenían objetivos demasiado
nítidos. Diferentes partidos revolucionarios -bolcheviques, socialdemócratas y
otras organizaciones menores que emergían de la clandestinidad- intentaban
conseguir que se adhirieran a su política, pero lo único que quedaba claro era
que los soviets ya no aceptaban ninguna autoridad, ni siquiera la de los
dirigentes revolucionarios. La exigencia de los pobres urbanos era conseguir
pan y la de los obreros, mayores salarios y jornadas de trabajo reducidas. Y en
cuanto al 80 por ciento de la población rusa que vivía de la agricultura
reclamaba, como siempre, la tierra. Y todos coincidían en el deseo de que
concluyera la guerra.
En contra de la
imagen de Lenin que construyó la mitología de la guerra fría -que lo presentó
como un hábil organizador de golpes de Estado-, el único capital con que
contaban los bolcheviques fue el conocimiento de estas aspiraciones que les
indicó cómo proceder. (Incluso cuando Lenin comprendió que los campesinos
deseaban la tierra, aún en contra del programa socialista, no dudó en
comprometerse con el individualismo agrario.) Las consignas "Pan, paz y
tierra" y "Todo el poder a los soviets
4 Véase Carr, Edward H. (1993), pp. 11-113.
articulaban las difusas aspiraciones de las
masas. De allí que los bolcheviques de Lenin pudieran crecer de unos pocos
miles en marzo, a casi 250.000 en julio de 1917.
En el mes de
octubre, el afianzamiento de los bolcheviques en las principales ciudades
rusas, especialmente en Petrogrado y en Moscú, y el debilitamiento del Gobierno
Provisional —sobre todo cuando debió recabar el apoyo de las fuerzas de los
soviets para sofocar un intento de golpe encabezado por un general monárquico—
llevó entonces a la decisión de la toma del poder. El comité central de los
bolcheviques aprobó la insurrección armada y se constituyó un Buró político
-integrado entre otros por Lenin, Stalin y Trotsky— responsable de llevarla a
cabo. Pocos días más tarde, en una rápida operación, cuidadosamente
planificada, los bolcheviques ocuparon los principales centros de poder de
Petrogrado y se hicieron del control absoluto de la capital. En rigor, dado el
vacío existente, se trató más de ocupar el poder que de tomarlo. Como señala
Hobsbawm, hubo más heridos durante el rodaje de Octubre, el gran film de
Eisenstein (1927) conmemorativo de la revolución, que en el momento de la
ocupación del Palacio de Invierno.5 Para los bolcheviques había sido
muy fácil derrocar al Gobierno Provisional. Sustituirlo, establecer un control
efectivo sobre el caos en el que estaba sumido el vasto territorio, y
establecer un nuevo orden iban a resultar tareas mucho más complejas.
En un principio, los países de Europa
occidental observaron la Revolución en Rusia, como un suceso con escasas
posibilidades de éxito. (El mismo Lenin parecía no tener demasiada confianza
cuando transcurridos dos meses y quince días pudo observar con orgullo y
alivio: "Hemos durado más que la Comuna de París".) Hubo que afrontar
duras tareas: el fin de la guerra, las difíciles relaciones con Alemania, las
amenazas contrarrevolucionarias, la caótica y brutal guerra civil. En contra de
los pronósticos, la Revolución sobrevivió aunque también salió de allí
profundamente transformada.
Si bien los
bolcheviques tenían el control de la capital, quedaba, no obstante, el resto
del país: un país inmenso, en el que muy pronto las fuerzas combinadas de las
nacionalidades descontentas con la opresión rusa, los partidarios del zarismo y
los simplemente opositores al partido bolchevique dieron lugar a un extenso
frente armado que chocaría con el nuevo po-
! Véase Hobsbawm, Eric J.
(1995), pp. 62-91.
der en una guerra civil que se prolongó
durante tres años. Pero también estaba el frente externo. La imperiosa
necesidad de Rusia de poner fin a la sangría que significaba la guerra permitió
que Alemania impusiera en la paz de Brest-Litovsk (3 de marzo de 1918) condiciones
que les hicieron perder territorios que significaban las tres cuartas partes de
recursos mineros -si bien también es cierto que la derrota alemana a fines del
mismo año hizo que se paliaran parcialmente esas condiciones.
Frente a la
situación de inestabilidad, ganar la guerra a los enemigos internos se había
transformado en el objetivo principal, aunque para ello se sacrificaran algunos
de los principios revolucionarios. Trotsky organizó el Ejército Rojo según los
más estrictos criterios de disciplina, pues era la efectividad lo que contaba.
A su vez, el poder político se desplazó desde los soviets -teóricamente los
órganos supremos-, al Partido Bolchevique, y dentro de él, a un reducido núcleo
con Lenin a la cabeza. De este modo, el nuevo régimen iba en marcha hacia un
Estado autoritario, fuertemente centralizado, inflexible con quienes discutían
su estrategia, sus tácticas y sus medios. Pero también había otras
dificultades. El total desorden de la economía condujo a adoptar, desde 1918,
drásticas medidas que posteriormente se conocieron como el "comunismo de
guerra". Se nacionalizó la industria y todo el aparato productivo y la
asignación de la mano de obra quedó bajo la dependencia de las necesidades del
Estado. Para muchos, este "comunismo de guerra" significaba un avance
hacia el socialismo, en la medida que la economía ya no dependía del mercado.
Sin embargo, tras la guerra civil, esra imagen utópica chocó con la realidad de
una economía devastada.
De este modo, hacia
1921, la NEP (Nueva Política Económica) introducía cierta flexibilidad
anteponiendo la mejora de las condiciones de vida, aunque para ello debiera
recurrir a la admisión de algunas fórmulas de propiedad privada y de mecanismos
de mercado. En síntesis, la NEP constituyó una forma de compromiso entre la
industria nacionalizada y las explotaciones campesinas privadas. Se trataba
fundamentalmente de generar estímulos a la agricultura: los campesinos, luego
de pagar al Estado un impuesto en "especie", podían vender en el mercado.
Esto incluso constituía un estímulo para la industria liviana. Pero el proceso
de recuperación económica que se había iniciado se vio ensombrecido por el
comienzo de la larga y fatal enfermedad de Lenin (mayo de 1922).
La ausencia de
Lenin había permitido a Stalin convertirse en una figura dirigente dentro del
Partido Comunista de modo tal que, tras la muerte del fundador de los
bolcheviques (1924), pudo ascender al poder, desde donde profundizó la vía
autoritaria.
El problema que se
debía afrontar era indudablemente el de la industrialización. En 1927, la
ruptura de relaciones con Gran Breraña y la amenaza de la guerra centró la
atención en la defensa militar, y las necesidades de rearme reforzaron la causa
de un rápido desarrollo de la industria pesada También se planteaba el problema
de la desocupación, cuya principal causa era la superpoblación rural. La
solución parecía residir en la creación de nuevas empresas industriales que
absorbieran la mano de obra desocupada.6
Pero la
industrialización exigía también otros cambios. Exigía transferir recursos y
producir alimentos para una creciente población urbana. El problema radicaba en
la baja productividad de la agricultura. Complicaba la situación la actitud de
los kulaks, los campesinos ricos, que acaparaban el grano esperando
mejores precios para lanzarlo al mercado. Cuando a partir de 1927 la carestía
se hizo crónica, se comenzaron a tomar medidas extremas: prestaciones
obligatorias y requisas. Fue, como dice Carr, una "declaración de guerra a
los kulaks". Pero la medida no sólo afectó a los campesinos ricos, sino
también a medianos productores y a otros que apenas tenían reservas mínimas. No
obstante, el gobierno había obtenido enormes cantidades de cereales acaparadas.
Se confió entonces en la política de la "mano dura" y esto llevó a la
colectivización de la tierra.7
La colectivización
de la tierra figuraba en el programa del partido como una meta distante.
También era coherente con los principios del marxismo: se la consideraba un
corolario natural del proceso revolucionario. Pero esto no indicaba el camino
que Stalin eligió. A comienzos de 1930, bajo la fuerza de las armas, se
procedió a la "liquidación de los kulaks como clase", según la
expresión de Stalin, a través de la colectivización de las principales regiones
productoras de granos. Allí se introdujeron los svojzi, concebidos como
"fábricas" mecanizadas de granos, y los koljozi, que reunían a
la masa campesina. Stalin la definió correctamente como "una revolución
desde arriba", pero agregó en forma errónea que había estado "apoyada
desde abajo". En rigor, los campesinos -y no sólo los kulaks- veían a los
emisarios de Moscú como invasores que no sólo habían destruido sus formas de
vida sino que los sometían a las mismas condiciones de esclavitud de las que
los había liberado la primera etapa de la Revolución.
Los costos de la
transformación no tardaron en hacerse evidentes. La mecanización de la
agricultura había estado asociada al proyecto de colectivización. Ya Lenin
había anunciado que el campesinado se volcaría al comunismo con 10.000
tractores. Sin embargo, la producción de máquinas
* Véase Carr, Edward
H. (1985), pp. 137-155. 7 íbid., pp. 121-136.
no estaba aún suficientemente avanzada como
para responder a un proyecto tan amplio. La producción además había quedado
desorganizada. Hasta fines de la década de 1930, la producción de granos no
volvió a los niveles alcanzados antes de la colectivización forzosa. Lo que
había sido planeado como una gran transformación terminó como una de las
grandes tragedias de la historia soviética.
La reacción
producida por la colectivización y las restricciones al consumo para permitir
la industrialización generaron fuertes resistencias. El Estado, por lo tanto,
debió acentuar los controles sobre la sociedad: el Partido se adueñó de todos
los resortes del Estado, mientras la figura de Sta- lin se transformaba en el
centro de un verdadero "culto a la personalidad".
La política
represiva culminó con los procesos de Moscú cuando, en 1936, fue ejecutado un
numeroso grupo de disidentes. Pero el poder de Stalin no se apoyó sólo en la
represión. Su compromiso con la industrialización -atractivo para muchos
comunistas convencidos que veían en ella el camino al socialismo- y su
compromiso con el restablecimiento de la grandeza de Rusia, en un renovado
discurso nacionalista -atractivo para el ejército y muchos sobrevivientes del
régimen zarista- fue la combinación que le permitió mantener un férreo dominio
sobre el partido y el Estado. Además hubo éxitos notables: entre 1928 y 1938 la
producción -en medio de la crisis de la economía occidental- se multiplicó
cinco veces y la URSS ocupó el cuarto lugar entre las naciones industriales.
Tal vez por eso, la dictadura de Stalin despertó sentimientos encontrados de
admiración y repudio, en una ambigüedad que tardó mucho en disiparse.
La crisis económica
Estados Unidos: la expansión de la década
de 1920
Analizar la crisis del capitalismo que se
inició con el crack de la Bolsa de Valores de Nueva York en 1929 y que
se prolongó en la profunda depresión económica de la década de 1930 requiere
introducirse en la siruación de los Estados Unidos, país que se afirmó como
potencia mundial después de la Gran Guerra. Ya en la segunda mitad del siglo
XIX, los Estados Unidos habían logrado un considerable desarrollo. Por un lado,
la expansión hacia el Oeste -exploradores, tramperos, mineros, vaqueros,
agricultores fueron la punta de lanza que permitió a los Estados Unidos una
expansión que creó un vasto comercio interregional-; por otro lado, las
políticas industrialistas que se intensificaron luego del triunfo de los
estados del norte en la Gue
rra de Secesión (1861-1866) fueron los
factores que favorecieron este crecimiento. En 1917, los Estados Unidos
entraron en la guerra que asolaba a Europa, considerando que esto Ies
proporcionaría un lugar de la conferencia de paz y les daría la posibilidad de
hacer oír su voz en el futuro. Lo cierto es que, en medio del desastre de la
postguerra, Estados Unidos fue la única nación acreedora. Y, a partir de 1918,
comenzó a experimentar un crecimiento sin precedentes.
La sociedad
norteamericana de la década de 1920 fue la primera sociedad de consumo de
masas. Ningún otro país había alcanzado esa situación y los europeos no podían
dejar de contemplarla con una mezcla de admiración y de envidia, mientras el
cine de Hollywood difundía las imágenes de la "buena vida"
norteamericana. El crecimiento se basaba en un mercado cada vez más amplio de
productos de consumo durable: automóviles y artículos eléctricos. Y la formación
de dicho mercado había sido posible por varios factores. En primer lugar, en el
proceso productivo fueron incorporados avances tecnológicos como la
"cadena de producción", desarrollados durante la guerra para la
producción bélica. Incluso los principios de la "gestión científica"
de Taylor ya habían sido incorporados por Henry Ford desde 1914. De este modo,
los trabajadores podían producir más, bajar costos y reducir los precios al
consumidor. En segundo lugar, comenzó a surgir una serie de mecanismo destinados
a modificar las actitudes frente al consumo. La publicidad a través de la radio
y los periódicos, la importancia creciente del diseño -un nuevo modelo podía
volver obsoleto a otro aún útil-, los sistemas de distribución como las cadenas
de almacenes, y las ventas "a plazos", que permitían crear una
demanda para productos caros (como los automóviles), modificaban los hábitos de
consumo. En síntesis, se trataba de "crear" un nuevo mercado.
En este sentido, el
caso de Henry Ford ejemplifica este proceso de formación de un nuevo mercado de
consumo. Anteriormente, los automóviles eran artículos de lujo empleados para
efectuar breves desplazamientos urbanos. Ford, en cambio, advirtió la
existencia de un potencial mercado: el rural. Desde 1909 comenzó a fabricar un
automóvil, el célebre "Ford T", alto de ejes, que lo independizaba de
las carreteras, y de la mecánica especializada (las piezas de repuesto podían
ser adquiridas en cualquier almacén de pueblo). Era posible emplearlo como
medio de recreo los domingos, pero en los días de semana constituía un factor
de producción que reemplazaba el caballo y la carreta. El éxito fue notable:
hacia 1927 habían sido vendidas quince millones de unidades.
Sin embargo,
durante la década de 1920 también comenzaron las dificultades para la Ford
Motor Company. No sólo su propio mercado pare
cía saturado, sino que el mismo consumo del
automóvil se había modificado: las otras grandes compañías, General Motors y
Chrysler, producían automóviles más potentes y más cómodos e incluso de colores
-recordemos la importancia del diseño- que competían exitosamente con Ford.
Esto lo obligó entonces a reformular la producción. Lo importante es que la
producción de automóviles ejercía un efecto multiplicador sobre toda la
economía. En primer lugar, esta industria absorbía un alto porcentaje de la
producción de acero, pero también requería cristal, níquel, plomo, cueros y
textiles. La industria del caucho creció paralelamente a la industria del
motor. Y constituyó un imporrante incentivo para la construcción de carreteras,
en su mayor parte a cargo de los gobiernos estatales, dando impulso a la
fabricación de cemento.8
Pero también el
automóvil modificó los modos de vida. Como señala Baines, creó "una nación
de nómades". Las clases más acomodadas optaron por vivir en residencias
suburbanas rodeadas de jardines, dotadas de energía eléctrica, y todos los
elementos necesarios para el confort: aparatos de radio, aspiradoras,
lavarropas y, a finales de la década, heladeras.
Y todo esto
resultaba un importante impulso para la industria eléctrica. El automóvil
permitió también la construcción de residencias veraniegas en lugares —como el
sur de Florida— donde se podía acceder fácilmente por carreteras, donde
aparecieron nuevas posibilidades de negocios, desde moteles hasta puestos de
venta de salchichas. De este modo, la economía se activaba y parecía ofrecer
múltiples oportunidades para todos.
La industria de la
construcción recibió un fuerte impulso por la construcción de viviendas
particulares, pero también por la construcción de edificios comerciales
destinados a oficinas para la administración gubernamental o de los negocios
privados, que adquirió gran complejidad. La aplicación de estructuras de acero
y la difusión de los ascensores permitieron la construcción de
"rascacielos" e hizo que las ciudades crecieran en altura: Manhattan,
en Nueva York, y el Loop de Chicago adquirieron su perfil característico en los
años de la década de 1920. Esta fue la época dorada de la gran ciudad —que creció
a un ritmo mayor que la población total—, con su centro y sus barrios
suburbanos, y la sociedad norteamericana quedó sometida a una nueva cultura
urbana.
A pesar de las
ideas sobre la no intervención del Estado en la economía y la confianza en la
fuerza del mercado y la habilidad de los hombres de los negocios, lo cierto es
que el gobierno también estimuló este creci-
Véase Baines, Dudley (1979), pp. 257-327.
miento económico. Los gobiernos de los estados
participaron a través de inversiones en, por ejemplo, la construcción de las
carreteras. Pero también el gobierno federal actuó a través de dos mecanismos:
aranceles aduaneros que protegían la producción estadounidense (por ejemplo, la
industria química) y políticas de créditos baratos. De este modo, la prosperidad
era atribuida, fundamentalmente, al gobernante Partido Republicano, considerado
el "partido de los negocios" y, mientras la prosperidad duró, los
republicanos fueron imbatibles en las elecciones. Además, como la prosperidad
abarcaba a amplios sectores sociales, parecía confirmarse la convicción sobre
el carácter democrático de la sociedad estadounidense, una sociedad que ofrecía
"iguales oportunidades para todos".
Sin embargo, parte
de la sociedad quedaba indudablemente excluida de la prosperidad: fundamentalmente,
amplios sectores rurales. En efecto, la agricultura no participó de la
prosperidad general: los precios agrícolas caían en comparación con los precios
industriales. Los productores intentaban compensar sus pérdidas aumentando la
superficie cultivada, pero la mayor producción acentuaba -frente a un mercado
inelástico como el de los alimentos- la caída de los precios. Además, si bien
la exportación hacia los devastados países europeos había constituido una
salida que estimuló la ampliación del área cultivada, estas exportaciones se
cortaron ya hacia 1920 cuando los europeos normalizaron su producción. Por otra
parte, durante la guerra, se introdujeron sucedáneos de materias primas
agrícolas, como fibras artificiales que redujeron la demanda de algodón. Esto
afectó principalmente a las regiones del sur de los Estados Unidos, donde
muchos aparceros blancos abandonaron sus tierras agobiados por las deudas para
ser reemplazados por negros aun más pobres.
Ante la difícil
situación, los agricultores comenzaron a exigir al gobierno la
"paridad", es decir, el sostén de los precios con el objeto de
garantizar sus ingresos. Se aspiraba a volver a los niveles obtenidos entre
1910 y 1914, lo que implicaba un aumento de los ingresos rurales de aproximadamente
20 por ciento. Pero esto no ocurrió. Sin embargo, pese a los vetos
presidenciales, los agricultores continuaban convencidos de la autenticidad de
sus reclamos: consideraban que no sólo merecían la "paridad" por la
caída de los precios, sino que merecían también un mejor trato,
fundamentalmente, por los valores y las formas de vida que representaban. Ellos
constituían la América "auténtica".
En efecto, las
contradicciones entre el campo y la ciudad se tradujeron en un enfrentamiento
entre dos formas de vida y dos sistemas de valores: los
"tradicionales", vinculados al área rural y las ciudades pequeñas, y
los "modernos", relacionados con las grandes ciudades en donde los
cambios
eran más visibles. Durante la década de 1920
las radios, las revistas, el cine difundían las nuevas formas de vida, al mismo
tiempo que las cuestiones sexuales eran tratadas con creciente libertad. En
estas cuestiones, en figuras femeninas que acortaban sus polleras y sus
cabellos, en bailes de moda como el cbarleston, en el consumo de alcohol,
desde las costumbres tradicionales se visualizaban los avances más claros de la
corrupción y del libertinaje. Como señala Baines, en 1925, la aparición de los
automóviles "cerrados" fue percibida como la más clara invitación al
pecado.
Ante los cambios,
los sectores más tradicionalistas reaccionaron con total intransigencia,
afirmando su fe en los antiguos valores, en Dios, en la austeridad, en la
moralidad y en todo lo que definían como el "espíritu" americano. En
este clima comenzó a tener particular éxito el fundamenta- lismo
religioso, que a partir de la interpretación literal de la Biblia, procuraba
afirmar las viejas tradiciones. Estas tendencias tuvieron particular
importancia en los estados del sur -los más afectados por la crisis de la agricultura-
en donde lograron, por ejemplo, que en 1925 en el estado deTen- nessee se
promulgara una ley que prohibía los "ataques” a la Biblia: esto
significaba que en las escuelas estaba vedada la enseñanza de la interpretación
darwiniana de la evolución humana. Dentro de este clima, en la década de 1920
resurgió el Ku Kux Klan, secta que defendía la idea de una América tradicional,
una América Wasp, es decir, blanca {whité), anglosajona y
protestante. El KXK recomenzó entonces los violentos ataques a los grupos que
consideraban que destruían esa esencia americana: en primer lugar, negros, pero
también católicos y judíos.
El gobierno no
estaba dispuesto a otorgar a los sectores rurales el reclamo de la
"paridad", pero ante las presiones debió dar lugar a su otra gran
reivindicación: la prohibición del consumo de alcohol. En efecto, el consumo de
alcohol era percibido por los sectores tradicionalistas como el origen de todos
los males. Ya antes de la guerra, habían obtenido su prohibición en algunos
estados, pero a partir de 1920 la "ley seca" se estableció a nivel
nacional. Si bien con esta ley se buscaba preservar la moral, sus resultados
fueron paradójicos. La "prohibición" fue, en rigor, una invitación a
beber ¡legalmente, actividad que se revistió de emoción, mientras los locales
clandestinos se ponían de moda. Para solucionar el abastecimiento, aparecieron
destilerías clandestinas (el cocktailse inventó para disimular el mal
sabor de algunos de estos productos) y se intensificó el contrabando. No es
sorprendente, por lo tanto, que esta actividad quedara controlada por los
gánsters, que se transformaron en los más fervorosos partidarios de la
prohibición". En estas circunstancias, el célebre Al Capone construyó su
primer imperio sobre la base de la producción ilegal de cerveza, mientras co-
menzaban las primeras guerras entre bandas en
Chicago por barrios en que los gánsters tomaban bajo su "protección".
Si los valores
"tradicionales" y los valores "modernos" enfrentaban a la
sociedad estadounidense, en cambio, todos se unificaban en un fuerte
nacionalismo. Ya durante la guerra, muchos estadounidenses se habían dedicado
ardorosamente a detectar "saboteadores" alemanes. Y cabe aclarar que
todo aquel que no entrara estrictamente en las pautas norteamericanas podía ser
definido como "saboteador" alemán. Y todos realmente estaban
convencidos de que el prejuicio contra los extranjeros constituía un sincero
patriotismo. Después de la guerra se mantuvieron estos prejuicios dirigidos,
sobre todo, hacia aquellos extranjeros que mantenían sentimientos de lealtad
hacia sus países de origen y hacia sus Iglesias, y se reaccionó violentamente
contra aquellos rasgos que se consideraban "foráneos".
Bajo el impacto de
la Revolución Rusa, estos sentimientos se intensificaron y se dirigieron contra
los políticos radicales y, sobre todo, contra los sindicalisras. Estos grupos,
muchas veces de origen inmigrante, caían entonces bajo un doble estigma:
"extranjeros" y "comunistas". De este modo, cualquier
conflicto laboral (como las importantes huelgas de 1919 y 1920 en las minas de
carbón y en la industria metalúrgica) podía ser presentado como una amenaza
contra la Constitución. El miedo al "peligro rojo" que invadió a la
sociedad norteamericana de la década de 1920 era bastante infundado: el Partido
Comunista tenía sólo 75.000 afiliados, de los cuales un pequeño grupo era
activista. Sin embargo, para muchos era una amenaza real que se tradujo en una
verdadera histeria. Se persiguió a dirigentes sindicales, políticos, profesores
universitarios, directores de cine (preanunciando el macartismo de la
década de 1950). Dentro de este clima, dos anarquistas italianos, Sacco y
Vanzetti, no lograron ser juzgados de manera imparcial en el estado de
Massachusetts y, cuando fueron ejecutados en 1927, el movimiento de protesta
fue mínimo.
Pero, más allá del
nacionalismo y la xenofobia, sobre todo en las grandes ciudades, muchos de los
conflictos sociales podían ser ignorados. Se vivía uno de los momentos de auge
económico más duraderos de la historia estadounidense y esto alimentó la
creencia de que se había encontrado una maquinaria de prosperidad de movimiento
perpetuo. Pero muy pronto, la crisis puso abruptamente fin a la euforia.
Desde fines de la guerra, la venta de acciones
había constituido una de las principales formas de obtener capital para
invertir en la industria y, por lo
tanto, se había transformado en un factor
clave para el crecimiento económico. La confianza que se tenía en el
capitalismo se trasladó entonces a la Bolsa de Valores: parecía imposible que
allí se pudiera perder dinero. Esta confianza pronto derivó en una verdadera
ola especulativa: comprar y vender valores se transformó en un negocio en sí
mismo. En medio de la euforia y prosperidad, la Bolsa cobraba una popularidad
creciente, era un tema de conversación coridiana en amplios sectores sociales,
mientras que las revistas femeninas, como The Lady Home, publicaban
artículos que explicaban cómo un obrero que invirtiera 15 dólares mensuales en
acciones en poco tiempo podría obtener 80.000 dólares. La especulación también
parecía confirmar la idea de que la sociedad norteamericana ofrecía iguales
oportunidades para todos. Y a nadie le parecía importante averiguar si las cotizaciones
reflejaban el verdadero estado de la economía.
Sin embargo, el 29
de octubre de 1929 la Bolsa de Valores neoyorquina quebró.9
Desde los inicios
de ese mes habían comenzado las incertidumbres: las acciones habían bajado y
empezaron a correr rumores sobre financistas que habían perdido su fortuna y se
habían suicidado arrojándose de los "rascacielos". De este modo, en
medio de una ola de pánico, en Nueva York, el lunes 28, se vendieron nueve
millones de títulos. Al día siguiente, el fatídico "martes negro", se
vendieron más de 16 millones, pero la Bolsa no pudo responder, las acciones
perdieron totalmente su valor y el mercado de valores quebró estrepitosamente.
Arrastraba tras de sí a bancos y a empresas. En pocas horas se habían perdido fortunas,
mientras los pequeños aho- rristas formaban largas filas frente a los bancos
tratando, muchas veces infructosamente, de salvar sus ahorros.
¿Cuáles fueron las
causas de la crisis? La especulación había llevado a un alza artificial de las
acciones y se acentuó la desproporción entre el valor nominal de los títulos y
los verdaderos activos que las empresas tenían. En tales circunstancias los
dividendos repartidos no podían ser más que ficticios. En síntesis, las
acciones habían dejado de reflejar la marca de la economía.
En efecto, tras la
expansión de comienzos de la década de 1920, el sector productivo comenzaba a
registrar señales de estancamiento. Algunos rubros, como la industria de la
construcción, mostraban cierta saturación del mercado. Lo mismo ocurría en la
industria del automóvil. No se puede dudar de la importancia creciente de los
automóviles, incluso como valor "social": el típico babbitt-apellido
de una familia protagonista de una
• Véase Galbraith, John K. (1983), pp.
108-158.
novela de Sinclair Lewis que simbolizaba al
estadounidense de clase media- prefería no vestirse antes que dejar de moverse
en automóvil. Sin embargo, a comienzos de 1929, se vendieron menos de la mitad
de los automóviles a compradores "nuevos". (Dicho de otra manera,
compraban automóviles quienes "cambiaban" el viejo modelo por uno
reciente, pero se reducían los compradores que accedían al automóvil por
primera vez.) No se trataba de una crisis de subconsumo del mercado existente,
sino de la dificultad de encontrar un mercado "adicional" que
ampliase ese mercado existente.
Al mismo tiempo,
las empresas habían realizado grandes inversiones en nuevos equipos, en
maquinarias más eficaces. De este modo, se estaba incrementando una producción
que iba a ser muy difícil de colocar. Por eso, Baines se refiere también a un
proceso de sobreinversión, ya que estas inversiones crecían más
rápidamente que el consumo, carecían de un mercado que las justificase. Pero
había más. La caída de los precios agrícolas había llevado a los agricultores a
retrasar el pago de los créditos para la compra de maquinarias poniendo en
dificultad a algunos bancos. De este modo, como señalábamos, el estancamiento
de la producción y las incipientes dificultades de los bancos no correspondía
con el alza de valores que, como señalábamos, habían dejado de reflejar la
marcha real de la economía.
Otro factor
decisivo para explicar la gran depresión que continuó y que alcanzó niveles
mundiales puede ubicarse en el sector del crédito internacional. En efecto, los
aliados habían impuesto a los vencidos fuertes pagos en concepto de reparación
por los gastos y la destrucción de la guerra; pero Alemania también había
sabido aprovechar la situación: era imprescindible que se la ayudara a
reconstruirse si se pretendía obligarla a pagar. Los capitales norteamericanos
comenzaron entonces a fluir sobre Alemania y Austria, ya que los altos
intereses pagados por los bancos germanos constituían sin duda un poderoso atractivo.
Pero ante las dificultades internas, la repatriación de fondos puso al sistema
financiero europeo en una grave situación: la quiebra del Creditanstalt en
Viena generó una ola de pánico. Los banqueros estadounidenses procuraron
entonces adelantarse unos a otros en la repatriación de capitales, agudizando
la crisis a nivel mundial.
La crisis modificó
la fisonomía de los Estados Unidos. Los efectos se sintieron más duramente en
algunas ciudades como Detroit y Chicago donde se concentraba la industria pesada,
la más afectada por la crisis, y menos en otros centros urbanos como Nueva York
donde se producían artículos de "primera necesidad" como zapatos y
vestimenta. Pero lo cierto es que una ola de problemas sociales abatió al
territorio. Los salarios cayeron estrepitosamente: en 1932, su nivel era 60 por
ciento inferior a 1929- La
desocupación alcanzó, en 1931, a más de ocho
millones de personas, lo que representaba a una de cada seis familias. Los
suicidios masculinos aumentaron en 20 por ciento. Hubo cambios en la estructura
familiar en la medida en que muchas veces los ingresos dependían de las mujeres
y los hijos. La desocupación disfrazada (como el caso de vendedores
ambulantes), la mendicidad, las "ollas" comunes, las hooverviB.es -caseríos armados de cartón y hojalata que fueron
apodadas con el nombre del presidente Hoover- daban de los Estados Unidos una
imagen muy diferente a la de la década anterior.10
En 1929 no se
tenían todavía demasiados indicios para predecir que la crisis iba a
prolongarse en una depresión tan larga y profunda. Fue un acontecimiento de una
magnitud insospechada aun hasta para los críticos más acérrimos del
capitalismo. Crisis anteriores habían sido superadas por los mecanismos
espontáneos de la economía: cuando los costos de producción disminuían se
creaban nuevamente los incentivos para inversión. Pero la depresión se fue
prolongando y agravando cada vez más y cuando los costos alcanzaron su punto
más bajo, las inversiones no reaccionaron. Había una profunda falta de confianza,
la crisis había sido lo suficientemente grave como para que se mantuviera la
incertidumbre frente al futuro. Y esto no sólo para los hombres de negocios.
Destruyó incluso entre los pequeños ahorristas el estímulo individual al
ahorro, no pudiéndose recuperar los recursos destinados a la inversión. Ya no
se podía confiar en los mecanismos automáticos de la economía y debía actuar
algún factor externo. Y ese factor fue el Estado.
La consecuencia
política más inmediata de la crisis fue el desprestigio del Partido
Republicano, considerado, hasta ese momento, como "el partido de los
negocios". No es extraño entonces que el presidente electo en 1932,
Franklin Delano Roosevelt, procediese del Partido Demócrata. En su primer
discurso a los estadounidenses, Roosevelt prometió un "Nuevo Trato" (New
Deal), término con que se definió su política. El New Deal consistió
en una activa intervención del Estado en la regulación de la economía. Tomando
medidas consideradas casi heréticas -muchas de las cuales fueron consideradas
anticonstitucionales por la Corte Suprema que centralizó la oposición-, el
Estado asumió el control del sistema financiero, se establecieron seguros
contra el desempleo, se otorgaron subsidios a los agricultores.
Una de las medidas
más significativas del New Deal la constituyó la NIRA (Ley Nacional de
Recuperación Industrial), por la que se autorizó al
0 Véase el
film de Charles Chaplin, Tiempos modernos (1936).
gobierno a invertir en obras públicas. El
objetivo era mitigar la desocupación y paliar el descontento social, pero
también crear a través de los salarios, una masa de ingresos que permitiera
aumentar el consumo y, por lo tanto, la demanda global. Y la confianza de los
estadounidenses en las políticas de Roosevelt quedó expresada en las reelecciones
que lo mantuvieron en el gobierno durante cuatro períodos presidenciales, hasta
1945 en que falleció.
Cabe preguntarse
hasta qué punto tuvo éxito el New Deai. En rigor, la renta per cápita
no recuperó su nivel de 1929 hasta 1940, momento en que el motor del
crecimiento económico era el rearme. En este sentido pareciera que fue la
guerra, y el desarrollo de la industria armamentista, lo que reactivó la
economía norteamericana. Pero es indudable que, a partir del New Deal,
el intervencionismo se transformó en un elemento clave de la política
económica. En este sentido, se coincidía con las teorías que el economista
inglés lord Maynard Keynes formuló en 1936, en Teoría general del empleo,
del interés y la moneda. Se trataba de lograr el pleno empleo y de sostener
la demanda; esto alejaría el conflicto social pero también estimularía la
producción. Y esto no sólo ocurría en los Estados Unidos. Gran Bretaña, por
ejemplo, abandonó en 1931 el libre comercio y fue el ejemplo más claro de esta
rápida generalización del proteccionismo. En esta línea, los gobiernos se
vieron forzados a dar prioridad a las consideraciones sociales sobre las
económicas en la formulación de sus políticas para alejar el peligro de la
radicalización, tanto de izquierda como de derecha. En síntesis, nacía el
"Estado de bienestar".
En 1919, en Milán, se formaban los Fasci
Italiani di Combattimento, adoptando como símbolo el haz de varas que
representaba la autoridad de los magistrados en la antigua Roma. Así, íascio
puede traducirse como "haz", o en un sentido más amplio,
"unión". De allí derivó el términoías- cismo. Y esto es más
que una anécdota: la vaguedad de ese término tiene su correlato en la
ambigüedad ideológica que caracterizó a estos movimientos. Si bien en su origen
el término fascismo designó al proceso italiano, pronto se extendió a otras
formas autoritarias de modo tal que, en el período de entreguerra, los
gobiernos de muchas partes de Europa -e incluso de fuera de ella- podían ser
calificados de fascistas. Muchas veces se empleó también el término, en un
sentido peyorativo, para calificar a dictaduras civiles o militares, o a
partidos tradicionalistas o conservadores sin límites
cronológicos precisos. Pero tal extensión del
concepto resulta problemática. Al aplicarlo a una serie de regímenes de
características disímiles, el término pierde capacidad explicativa.
¿Qué es el
fascismo? A partir de los casos de Alemania e Italia, algunas corrientes
historiográficas marxistas, en términos generales, han presentado al fascismo
como la dictadura del gran capital. Desde estas perspectivas, en medio de una
situación de difícil crisis económica y social, los partidos fascistas
instrumentaron las dificultades de la pequeña burguesía para acceder al poder,
reprimir a la clase obrera y contener la revolución comunista. Otras
corrientes, en cambio, consideran al fascismo y al comunismo como dos caras de
una misma moneda: el totalitarismo. Según Francois Furet, la guerra de 1914
tuvo el carácter de matriz: sentimientos anti-burgueses despertaron una
"pasión revolucionaria" que se expresó en estos regímenes inéditos,
que convirtieron a la movilización de los ex soldados en la palanca de
dominación de un partido único. Estas corrientes ponen de relieve lo que el
fascismo y el comunismo tienen en común desde el punto de vista económico
(planificación y dirigismo), como en el social (uniformización,
adoctrinamiento), en el cultural (nacionalismo, exaltación de un líder
providencial), y en el político (dictadura de partido único). Consideran que
ambos fueron respuestas a una profunda crisis y que esa respuesta se expresó en
la negación de la liberrad bajo todas sus formas.11
En rigor, podemos
señalar que el fascismo fue un producto del período inmediatamente posterior a
la Gran Guerra. Se trató de un fenómeno profundamente novedoso: fue un
movimiento revolucionario-conservador que aspiraba a movilizar a las masas a
través de la combinación de técnicas modernas, valores tradicionales y una
ideología de violencia irracional, centrada en el nacionalismo. Su novedad no
significa que hubiera una ruptura con el pasado, ni que desconociera sus
antecedentes, como la exaltación nacionalista y el racismo, que modelaron el
consenso que indudablemente estos regímenes tuvieron. Nacidos de una grave
crisis económica y social y del descrédito de la política, estos movimientos
pudieron canalizar el descontento social haciendo uso de los medios de
propaganda y a través los grandes desfiles, las inmensas concentraciones, la
escenografía de los mítines, un discurso fuertemente emotivo y la sumisión
incondicional a un líder. Un discurso antirracionalista articuló las
aspiraciones difusas de las masas y estableció las "causas" concretas
de los males.
Véase Furet, Francois (1995), pp. 15-45.
En efecto, tanto
Hitler como Mussolini pudieron interpretar la frustración de vastos sectores
sociales que identificaban su situación con la decadencia de la nación. Ambos
consideraron a la guerra y al Tratado de Versalles como las causas de todos los
males. Tanto Hitler como Mussolini denunciaron la opresión del "capital
usurero". Según Mussolini, "unos cuantos usureros colgados darán un
buen ejemplo", mientras Hitler denostaba a la burguesía judía. Ambos eran
hombres "comunes", hombres de orígenes oscuros que habían alcanzado
posiciones preeminentes y con los que resultaba fácil identificarse a los
sectores más frustrados. Hitler recordaba insistentemente al "hombre
desconocido" que había sido en su juventud. De este modo, el fascismo pudo
reemplazar las frustraciones -de soldados que volvían de la guerra cargados de
medallas pero que sentían que sus sacrificios habían sido vanos, de padres que
no podían dar un futuro a sus hijos, de muchachas sin dote, de pequeños
propietarios hundidos en la bancarrota, de comerciantes sin clientes, de
universitarios sin empleo- por un sistema de símbolos que nutrió las ansias de
poder. Una ideología que proporcionaba seguridad en la obediencia al Duce o al
Führer, la exaltación de la nacionalidad a extremos inimaginables y el
desprecio por las minorías raciales -el antisemitismo, en el caso alemán-
brindaron las oportunidades de acción y dieron salida al resentimiento que
generaba la frustración social y económica. En síntesis, el fascismo nació como
una respuesta a la profunda crisis europea del período de entreguerras.
Centrar el análisis
en los casos de Iralia y Alemania no significa desconocer la existencia de
otros movimientos autoritarios, surgidos en Europa durante el mismo período,
que algunos autores también calificaron como fascistas. Son, por ejemplo, los
casos del régimen establecido por Salazar en Portugal y la dictadura de Primo
de Rivera y el franquismo en España. Es indudable que la crisis del liberalismo
permitió el surgimiento de movimientos autoritarios de derecha en distintas
partes del mundo. Y estos movimientos, fuertemente nacionalistas, acusaban el
"clima de ideas" de la primavera fascista. Pero también es indudable
que los casos de Italia y Alemania, durante el período de entreguerra, son los
que representan al fascismo "clásico".
¿Cuáles habían sido
los resultados de la guerra para Europa? El Tratado de Versalles (1919) había
intentado rehacer el mapa de Europa. La derrotada Alemania debió devolver
Alsacia y Lorena a Francia, y otros territorios a Bélgica y Dinamarca. Danzig
se constituyó en ciudad "libre y las minas carboníferas del Sarre fueron
ocupadas por Francia y administradas por la Sociedad de las Naciones. Asimismo,
Alemania debía comprometerse al pago de indemnizaciones y de los gastos de guerra,
reducir
su flota y su ejército a cien mil hombres. Por
medio de otros trarados se entregó Trieste a Italia, se formó Yugoslavia con
Serbia, Croacia y Eslovenia y se creó la República de Checoslovaquia sobre la
base de Moravia y Bohemia. Polonia recuperó territorios y se le concedió salida
al mar a través del "corredor polaco". Austria debió otorgarle la
independencia a Hungría -que a su vez perdió tres cuartas partes de su
territorio— y ambos países quedaron constituidos como pequeños estados sin salida
al mar. Líbano y Siria pasaron a ser controlados por Francia, mientras Gran
Bretaña se reservaba la administración de Palestina, Transjordania e Irak.
Como corolario se
creó la Sociedad de las Naciones. A través de este organismo internacional los
países europeos esperaban encontrar un equilibrio, pero muy pronto se evidenció
su fracaso. Desde sus comienzos la Sociedad de las Naciones careció de una
verdadera representatividad. La Unión Soviética y Alemania habían sido
excluidas y los Estados Unidos no participaron al rechazar el convenio. De esta
forma, sin las principales potencias internacionales, la organización se redujo
a una serie de acuerdos entre Gran Bretaña y Francia, y con la guerra
chino-japonesa (1937) se hizo evidente su inoperancia. Pero ni los nuevos
repartos, ni los acuerdos internacionales podían resolver los graves problemas
que aquejaban a los países europeos. La guerra había dejado un saldo de
pérdidas desfavorable para todos y, en rigor, ninguno obtuvo mayores
beneficios. La excepción la constituían los Estados Unidos, nación acreedora
que quedó confirmada como primera potencia mundial. Quedaba claro que el eje
del mundo había virado.
Para Italia, las consecuencias de la guerra no
habían sido favorables. Casi setecientos mil muertos y quince millones de
dólares como pérdida eran un saldo considerable. Del Tratado de Versalles sólo
había obtenido Trieste, ninguna colonia alemana había pasado bajo su control y
las ambiciones sobre Fiume, en el Adriático, se habían visto frustradas. Como
los mismos italianos decían: "Italia había ganado la guerra, pero perdido
la paz".
La crisis económica
de posguerra se hacía sentir con toda su dureza. Además, ante la política de
muchos países americanos que para balancear su mano de obra se habían cerrado a
la inmigración, Italia veía reducirse el mecanismo al que recurría para superar
el desequilibrio interno -las remesas de emigrantes- y se veía obligada a
encerrarse en sus propias fronteras. La agitación obrera parecía alcanzar límites
extremos: la desocupación, la 'nñación, la caída de los salarios eran paralelos
a huelgas y a la "toma" de
fábricas, a la constitución de las "ligas
rojas" y al tercio de diputados socialistas que habían ganado las
elecciones en 1919. Pero el fenómeno no era sólo urbano ni se reducía al norte
industrializado (Milán y Turín, fundamentalmente). También en el sur,
campesinos cansados del hambre habían iniciado la ocupación de tierras. Todo
parecía indicar que en Italia podían darse las condiciones para reproducir la
experiencia rusa de 1917.
También en 1919
nacieron los primeros Fasci di Combattimento. Al comienzo resultaron un
fenómeno irrelevante. En Milán, donde habían sido fundados, habían recibido en
las elecciones 5.000 votos, frente a los 170.000 sufragios socialistas. De qué
manera un grupúsculo semejante pudo llegar al poder en sólo tres años es una
pregunta que apasionó a historiadores y politólogos. Sin embargo,
también es cierto que la fuerza del fascismo no puede medirse exclusivamente
con datos electorales. Ya en los últimos meses de 1920, el pequeño grupo
comenzó a beneficiarse tanto por la tolerancia del gobierno como por el apoyo
de los grandes propietarios y de los dueños de fábricas alarmados por el curso
de los acontecimientos. Los fasci cada vez más se fueron convirtiendo en
organismos de carácter paramilitar, integrados por ex combatientes, y exaltados
nacionalistas, dedicados al asalto de sindicatos, de periódicos, de grupos y de
partidos de izquierda y de todo aquello que significara el "peligro
comunista". Y lo que había comenzado como un fenómeno urbano, limitado a
los centros industriales, pronto se extendió también al medio rural y a las
pequeñas ciudades de Toscana, de Emilia y del Valle del Po.
A fines de 1921, se
organizaba el Partido Nacional Fascista Italiano. Su crecimiento, en apenas un
año, había sido espectacular: con 250.000 afiliados se había constituido en el
mayor partido de Italia. Su programa también fue perdiendo su retórica
revolucionaria poniendo de manifiesto lo que constituiría una de sus
principales características: su pragmatismo, su capacidad de adaptación a las
circunstancias. Sin duda, el alma materdel partido era Benito
Mussolini. Desde muy joven Mussolini había militado en el Partido Socialista,
en donde había dirigido el periódico Avanti. Expulsado del partido por
su prédica belicista, pasó a dirigir II Popólo d'Ita- lia y participó en
la guerra como soldado raso. En 1919, había sido elegido Duce,
delíasciode Milán. Durante los años siguientes, el prestigio de Mussolini fue
en aumento. Y su principal oportunidad se presentó en el transcurso de un motín
en Ñapóles que le permitió declarar la "revolución fascista y ordenar la
célebre Marcha sobre Roma, en la que 50.000 "camisas negras" tomaron
la ciudad (28 de octubre de 1922).
La audacia de Mussolini se vio recompensada.
Ante la situación creada, el rey Víctor Manuel III le otorgó el gobierno y le
encomendó la for-
mación de un nuevo gabinete. Durante los
primeros años, Mussolini actuó con cautela: la autoridad del rey se mantuvo
nominal y se respetaron los mecanismos institucionales. Sin embargo, Mussolini
fue construyendo un poder omnímodo: como Duce, controlaba el partido y
como Capo di Go- vemo el poder político. Los destinos de Italia estaban
en sus manos. Sin embargo, el apoyo que lograba también parecía ser notable: en
las elecciones de 1924, la coalición integrada por los fascistas obtenía el 70%
de los escaños.
Pronto comenzó a
construirse el Estado de "excepción". En mayo de 1924, el diputado
socialista Giacomo Matteotti había lanzado una dura acusación contra los
métodos fascistas: denunciaba el clima de intimidación y de violencia en el que
se habían celebrado las elecciones. Matteotti fue secuestrado en pleno centro
de la ciudad de Roma y su cadáver apareció dos meses después. Y esto marcó un
hito. Se intensificaron las medidas represivas contra los disidentes y la
marcha hacia el totalitarismo fue un dato incuestionable. El parlamento fue
disuelto y reemplazado por el Gran Consejo Fascista, cuerpo consultivo cuyos
miembros se elegían bajo la orientación de Mussolini. Los partidos políticos
fueron clausurados y se estableció el sistema de "partido único", el
Partido Fascista. Pero no se trataba sólo de reorganizar la política. Se
trataba básicamente de "disciplinar" a toda la sociedad, según un
modelo militarizado.
En 1932, el
ministro de Guerra, general Gazzera podía admirar los logros: "El régimen
disciplinario de nuestro ejército gracias al fascismo aparece hoy como arma
directiva que tiene valor para toda la nación. Otros ejércitos han tenido y
todavía conservan una disciplina formal y rígida. Nosotros tenemos siempre
presente el principio de que el ejército está hecho para la guerra y que para
ella debe prepararse; la disciplina de paz debe ser, por consiguiente, la misma
que la de tiempo de guerra. [...] Este sistema ha resistido magníficamente
durante una larga y durísima guerra hasta la victoria; es mérito del régimen
fascista haber extendido a todo el pueblo italiano una tradición disciplinaria
tan insigne."
En rigor, los
resultados obtenidos fueron ambiguos.12
Sin embargo, se
construyeron los instrumentos destinados a organizar la sociedad fascista: en
1927 se suprimieron los sindicatos y el movimiento obrero quedó bajo un
estricto control. Se cumplía, en este sentido, lo que el mismo Mussolini había
declarado: "El sindicalismo fascista es una fuerza que se impone, un
poderoso movimiento de masas, completamente
12 Véase
Tartnenbaum, Edward R- (1975), capítulos 5 y 8, pp. 159-201 y 283-331.
controlado por el fascismo y el gobierno, un
movimiento de masas que obedece." También se creó la Opera Nazionale
Dopolavoro, espacios de recreación destinados a administrar el tiempo libre de
los trabajadores y se estableció una rígida censura sobre la prensa y la educación.
Los niños incluso pasaron a formar parte de organizaciones controladas por el
fascismo.
Los principales
dirigentes sindicales y políticos fueron perseguidos y encarcelados. Entre
ellos, Antonio Gramsci, secretario del Partido Comunista, fue acusado de
pretender "instaurar por la violencia la república italiana de los
soviets" y condenado a veinte años de cárcel. Murió en prisión -en donde
escribió los Cuadernos, que renovaron la teoría marxista- en 1937.
También se desató
una cuidadosa campaña de exaltación del "espíritu nacional". El
objetivo era no sólo la consolidación del consenso, sino también crear el clima
apropiado para la expansión. Pero para ello era necesario asegurar el orden
interno y atraer la adhesión de muchos católicos que miraban al fascismo con
cierta desconfianza. Mussolini -ateo declarado y que muchas veces había
manifestado su anticlericalismo- comenzó entonces un proceso de acercamiento a
la Iglesia católica. Se trataba, fundamentalmente, de resolver la
"cuestión romana" que había quedado pendiente desde 1870.
Con este objetivo,
tras largas y complejas tratativas, en 1929 se firmaban los Tratados de Letrán,
por el que se creó el Estado del Vaticano, particular enclave dentro de la
ciudad de Roma. También el Estado italiano reconocía como religión oficial al
catolicismo, cuya enseñanza se implantó en las escuelas. A cambio, el Vaticano
se comprometía a no reclamar los territorios perdidos hasta 1870 y controlar a
algunos de sus díscolos miembros.
En 1931, el papa
Pío XI, en la encíclica Quadragesimo Armo, daba su aprobación al
fascismo. El texto es explícito: "Recientemente, todos los saben, se ha
iniciado una especial organización sindical y corporativa [...] Basta un poco
de reflexión para ver las ventajas de esta organización, aunque la hayamos
descripto sumariamente: la colaboración pacífica de las clases, la represión de
las organizaciones y de los intentos socialistas, la acción moderadora de una
magistratura especial." Es cierto que se reconocían problemas: "hay
quien teme que en esa organización el Estado sustituya a la libre actividad en
lugar de limitarse a la necesaria y suficiente asistencia y ayuda", pero
también se consideraba que el problema del "estatismo" podía ser
superado por medio de la participación de los católicos: "Cuanto mayor sea
la cooperación de la pericia técnica, profesional y social, y más todavía de
los principios católicos y de la práctica de los mismos." De este modo,
incitando a los católicos a participar del régimen, la Iglesia transformaba al
fascismo en un modelo a seguir.
En
la década de 1930, Italia comenzó a expandirse fuera de sus fronteras, al mismo
tiempo que intentaba afirmarse como potencia europea. En 1935 ocupó Etiopía y
el gobierno italiano comenzó a reclamar los territorios de Túnez, Niza y
Saboya, que estaban en poder de Francia, mientras Mussolini hacía explícita la
intención de recuperar la tradición imperial y hacer del Mediterráneo, un
"lago romano". Desde 1936, Italia participó de la Guerra Civil
española, apoyando a las fuerzas de Franco, cuya simpatía por los regímenes
totalitarios era clara. En ese mismo año, se había formado el llamado Eje
Roma-Berlín. A partir de ese momento los acontecimientos parecieron
precipitarse: Italia
adhirió al Pacto AntiComintern
—para "la defensa de la civilización
contra el bolcheviquismo"- que habían firmado Alemania y Japón. En 1937,
ocupaba Abisinia. Europa se encontraba nuevamente al borde de la guerra.
El caso alemán
Durante los últimos momentos de la Gran
Guerra, muchos observadores se atrevieron a predecir para Alemania la
inminencia de una revolución similar a la estallada en Rusia un año antes. La
huelga general, la ocupación de fábricas, la sublevación de tripulaciones,
soviets funcionando en Berlín eran indicios de un ascendente movimiento
revolucionario. El armisticio y la crisis interna obligaron finalmente a
abdicar al emperador Guillermo II. Ese mismo día se proclamó la República. Ante
el vacío de poder creado e intentando mantener una línea "moderada",
los socialdemócratas se colocaron a la cabeza de los sucesos: se convocó un
Congreso en Weimar que eligió a Frederick Ebert, primer presidente, y se
promulgó la Constitución que establecía un sistema representativo, republicano
y federal.
Pero jaqueada desde
la izquierda y la derecha, la República de Weimar carecía de bases sólidas.
Además, la crisis económica alcanzaba niveles extremos. Ante una enorme deuda
externa -sobre Alemania pesaban los gastos e indemnizaciones de guerra- y el
caos interior reinante, la inflación se hizo incontrolable. A fines de 1923, la
crisis financiera alcanzó su punto más agudo: el marco se desvalorizó
totalmente y muchos alemanes se encontraron con que sus ahorros de toda la vida
no eran más que una masa de papeles inservibles. En el mes de noviembre, el dólar
se cotizaba en Berlín en dos billones y medio de marcos. Ese mismo año
estallaba el "putsch de la cervecería de Munich". Era un golpe
organizado por uno de los tantos grupúsculos de ultraderecha que se
concentraban en Baviera -protegidos por un gobierno católico-conservador-, el
Partido Obrero Nacional Socialista Alemán (Partido NAZI, según su sigla en
alemán), y había estado
conducido por un todavía oscuro dirigente,
AdolfHitler, ex combatiente que había alcanzado la modesta categoría de cabo.
El golpe fracasó y H i - tler fue condenado a la cárcel. En prisión, escribió Mein
kampf (Mi lucha) donde se enunciaban los principios nazismo.
Mein kampf constituye una obra importante no por su originalidad y profundidad
sino por todo lo contrario. Es un libro muy elemental, sin grandes ideas donde
se mezclan arbitrariamente lo biográfico, y principios de distinta procedencia.
Sin embargo, es una muestra representativa del concepto nazi de
adoctrinamiento: llegar a muchos con pocas ideas, expresadas en forma simple y
reiteradas hasta lograr su eficacia. Algunos párrafos pueden servir de ejemplo:
Como una mujer que prefiere someterse al
hombre fuerte antes que dominar la débil, así las masas aman más al que
manda que al que ruega, y en su fuero íntimo se sienten mucho más satisfechas
por una doctrina que no tolera rivales que por la concepción de la libertad
propia del régimen liberal; con frecuencia se sienten perdidas al no saber que
hacer con ella, y aún fácilmente se consideran abandonadas. Ni llegan a darse
cuenta de la imprudencia con que se las aterroriza espiritualmente ni se
percatan de la injuriosa restricción de sus libertades bimanna, puesto
que de mngiTna manera rapn m la nipnta HpI engaño de esta doctrina.
EL mitin de
masas es necesario, al menos para que el individuo que al adherir a un nuevo
movimiento se siente solo y puede ser fácil presa del miedo de sentirse
aislado, adquiera por primera vez la visión de una comunidad más grande, es
decir, de algo que en muchos produce un efecto fortificante y alentador... él
mismo deberá sucumbir a la rafhumria mágica de lo
que llamaran» sugestión de mam (AdolfHitler, Mein kampf).
En los años siguientes la situación económica
se estabilizó, sin embargo, como ya señalamos, la crisis estadounidense tuvo
efectos catastróficos en Alemania. En medio de una difícil situación, el
prestigio de Hitler fue en aumento: a fines de 1932, el Partido NAZI contaba
con el 33 por ciento del electorado y se constituía en la segunda fuerza
política. A comienzos de 1933, el presidente Hindenburg llamó a Hitler y
le ofreció la jefatura de un gobierno de coalición con otras fuerzas
conservadoras. Hitler fue entonces designado Canciller y al año siguiente, tras
la muerte del anciano Hindenburg, asumía también la presidencia, decisión que
fue ratificada por un plesbicito que le concedía además el título de Fúhrer
(Caudillo). Comenzaba así el Tercer Reich.
La bandera de la
república fue reemplazada por la esvástica, símbolo
que representaba la superioridad de la raza
aria, mientras que el sistema federal era también reemplazado por un Estado
unitario. Se disolvieron los sindicatos y se estableció el Frente de Trabajo
Alemán controlado por el Estado; el único partido admitido fue el Partido NAZI.
Comenzaba así una
dictadura que superaba las peores previsiones: la Gestapo, policía secreta,
pronto fue reconocida por su eficacia, mientras comenzaban a funcionar los
primeros campos de concentración, dedicados, en una primera etapa a los
opositores políticos.13
La violencia y el
terror se transformaron en verdaderas armas políticas. El terror tenía un claro
y definido objetivo. El mismo Hitler había declarado:
¿Habéis notado cómo acuden los babiecas
cuando dos granujas se trenzan en la calle? La crueldad impone respeto. La
crueldad y la brutalidad. El hombre de la
calle no respeta más que la fuerza y la bestialidad. Las mujeres
también, las mujeres y los niños. La gente experimenta la necesidad de
sentir miedo, los alivia el temor. Una reunión pública, pongamos por caso,
termina en pugilato, ¿no habéis notado que los que más severo castigo han
recibido son los primeros en solicitar su inscripción en el Partido? ¿Y me
venís a hablar de crueldad y de torturas? Pero si precisamente lo
quieren las masas. Necesitan temblar. [...] Lo que no quiero es que los campos
de concentración se transformen en pensiones familiares. El terror es el arma
política más poderosa y no me privaré de ella so pretexto que resulta
chocante para algunos burgueses imbéciles. Mi deber consiste en emplear todos
los medios para endurecer al pueblo alemán y prepararlo para la guerra.
Junto con este rígido sistema de control
social se estableció también el control sobre la economía que quedó subordinada
a los objetivos políticos. El "Plan de Cuatro Años" tenía como
objetivo el autoabastecimiento. Al mismo tiempo que se desconocían las
determinaciones del Tratado de Versa- lles que prohibían el rearme, se
comenzaron a reclutar nuevamente hombres para el ejército reestableciendo el
servicio militar obligatorio, y se orientó la producción hacia las industrias
bélica y química. Sin duda, Alemania se preparaba para una expansión que
conduciría irremediablemente hacia la guerra.
La prueba más
siniestra y evidente de la irracionalidad del nazismo la constituye la
persecución desatada contra los judíos. En rigor, la cultura occidental
rechazaba en muchos aspectos a los judíos, a quienes se responsa-
IJ Véase Dietrich Bracher, Karl (1995), cap. 7, pp. 64-152.
bilizaba del deicidio. No son escasas las
fuentes que ponen en evidencia la exclusión a la que se los pretendía someter
ni el hecho de que, desde el medioevo, se les adjudicara la responsabilidad
sobre distintas calamidades. Sin embargo, estas actitudes antijudías nunca
alcanzaron la amplitud y la radicalizaron que alcanzarían durante el nazismo.
Con la toma del poder quedó libre el camino para transformar en realidad el
objetivo que ya figuraba en Mein kampfy en el programa del Partido:
eliminar la influencia cultural, política, social y económica judía y proceder
a la sistemática expulsión de los judíos del Estado nacionalista. El
"espíritu ario" no podía ser atacado por ese "fermento de
descomposición".
Desde la radio y la
prensa se puso en práctica una activa campaña difamatoria contra los judíos. En
las escuelas y en todas las universidades se estableció como obligatoria una
"ciencia de la raza": se trataba de formar a la juventud alemana en
un antisemitismo que constituiría la base de la Gran Alemania "aria"
que se procuraba construir. La campaña parecía contar con consenso. En rigor,
no se levantaron protestas cuando ya en abril de 1933 se estableció el boicot a
los comerciantes judíos. Tampoco las hubo cuando los judíos perdieron los
derechos políricos y se estableció que ninguno podía ocupar cargos públicos. No
se levantó ninguna ola de indignación entre los profesores de escuelas y
universidades cuando fueron expulsados de las cátedras sus colegas judíos.
Tampoco hubo reacciones -más allá de muestras de solidaridad individual- cuando
en marzo de 1941 se decidió la exterminación biológica de los judíos, misión
encomendada a las tropas de asalto de las SS en distintos campos de
concentración, de los que Auschwitz alcanzó la más trágica celebridad.
La intención de
explicar el Holocausto ha generado un amplio debate historiográfico. En 1996,
en una controvertida obra, Daniel Goldhagen sostenía que los principales
perpetradores del Holocausto eran alemanes "comunes" y que la única
motivación para el genocidio era el antisemitismo eliminacionista de la cultura
alemana, incubado durante mucho tiempo.14 Desde su perspectiva, este
antisemitismo omnipresente y virulento impregnó a la sociedad alemana de una
manera distintiva y casi única y transformó a los alemanes corrientes en
verdugos voluntarios capaces de llegar a límites extremos, más allá incluso de
las políticas diseñadas por el Estado nazi. Era un antisemitismo fundado
política e institucionalmente que formaba parte de la misma
"identidad" nacional alemana.
El libro de
Goldhagen -basado en su tesis doctoral defendida en la Uni
14 Véase
Goldhagen, Daniel (1998).
versidad de Harvard- tuvo un gran éxito
editorial que alcanzó a un amplio público. Desde los ámbitos estrictamente
académicos, en cambio, se cuestionaron muchos de los criterios metodológicos
empleados por el autor.15
Es cierto que
Golhagen no ensaya ninguna explicación en torno a las condiciones sociales y
políticas que permitieron la radicalización del antisemitismo, sin embargo, su
interés, al ubicar el problema como intríseco a la cultura alemana, radica en
abrir una línea de investigación que supera otros intentos explicativos del
Holocausto.
Las explicaciones
clásicas sobre el Holocausto siguieron dos tendencias. Por un lado, la línea
representada, entre otros, por Saúl Friedlander y Steven
Katz hizo hincapié en la importancia del antisemitismo en
la determinación de las políticas nazis, las dimensiones irracionales del
sistema y la importancia de la figura carismàtica de Hitler sustentadora de la radicalización racial alemana. Por otro lado, una
segunda línea representada por Adorno, Horkheimer y Hannah Arendt, pone énfasis en la
racionalidad instrumental y burocrática del exterminio, en los tecnócratas
nazis, en el surgimiento de una ciencia racista, y en la crisis de la sociedad
occidental.
Más recientemente,
una línea de debate fue abierta por Ernest Nolte y Francois Furet.16
Mientras el historiador alemán Nolte, en
una posición "revisionista" que intenta limitar los efectos del
Holocausto, considera a los judíos no como víctimas de una empresa infame sino
como actores necesarios de una tragedia, el francés Francois
Furet sostiene que el antisemitismo moderno estaría basado
en una privilegiada relación de los judíos con el mundo de la democracia. En su
respuesta a Nolte, Furet señala que
mientras el antisemitismo, en el medioevo, está arraigado en el mismo
cristianismo -la negativa judía a reconocer la divinidad de Cristo, el
diecidio- el moderno, si bien las antiguas motivaciones pueden persistir,
"acusa al judío de ocultar, bajo la universalidad abstracta del mundo del
dinero y de los Derechos del Hombre, una voluntad de dominación del mundo, que
comienza por un complot en cada nación en particular [...] De muy buena gana
reconozco que la representación imaginaria que el antisemita tiene del judío
deriva no sólo de una herencia histórica, sino del conjunto de observaciones
sobre la parte que los judíos tomaron en la economía capitalista, en los
movimientos de izquierda o en las cuestiones del espíritu en las naciones de la
Europa democrática". La transformación de ese juicio, que puede llamarse
"racional" aunque sea para deplorar tal estado de cosas,
15 Véase Filchelstein, Federico
(ed.) (1999).
16 Véase Nolte, Emest (1996) y Nolte,
Emest y Furet, Francois (1998).
en ideología de exterminio, es lo que
caracteriza el paso de lo racional a lo irracional. Y se opera por el
deslizamiento de esa idea -el papel desempeñado por los judíos en la
modernidad- en un medio de movilización de masas y un imperativo de la acción
política. En esta línea, los judíos fueron transformados, en el imaginario colectivo,
en agentes constantes y activos de un complot contra la nación. Sin embargo,
más allá de las interpretaciones, una cosa queda clara: el Holocausto demuestra
el grado de monstruosidad que los hombres y las mujeres somos capaces de
alcanzar.
El irracional
nacionalismo que se alentó en Alemania tenía como objetivo también la expansión
y la guerra. Después de formar el Eje Roma- Berlín, de participar en la Guerra
Civil española, de firmar el Pacto AntiComintern con Japón (1936), Hitler anexó
Austria (1938) e invadió Checoslovaquia (1939). Ya desde abril de 1939, Hitler
había expresado sus intenciones de anexar Danzig y exigió a Polonia la
concesión de un camino y un ferrocarril para atraversar el "corredor
polaco". Ante la situación creada, Gran Bretaña y Francia firmaron un
tratado militar para garantizar la defensa de Polonia. Finalmente tras una
serie de ultimátums que fueron rechazados por el gobierno polaco, las fuerzas
alemanas invadieron Polonia el primero de septiembre de 1939. La guerra se reiniciaba.
En rigor, en su reanudación, la guerra fue un
conflicto exclusivamente europeo: una guerra "civil" que enfrentaba a
fascistas y antifascistas. En una primera etapa, la guerra fue favorable para
los alemanes. Tras una rápida expansión, Alemania controlaba, a mediados de
1940, Austria, Checoslovaquia, Dinamarca, Noruega, Bélgica, Holanda, Polonia y
gran parte de Francia; al año siguiente invadía Bulgaria, Yugoslavia y Bélgica.
La rapidez de la ocupación demostraba la eficacia de la nueva técnica militar
empleada, la blitzkríeg (guerra relámpago). Esta consistía en
devastadores bombardeos, posibles por la abrumadora superioridad aérea alemana,
contra fortificaciones, carreteras, ferrocarriles, fábricas, centrales
eléctricas, etc. En medio del caos y la destrucción reinante después de los
bombardeos, el segundo paso era, por tierra, el avance de los tanques arrasando
lo que quedaba y, tras los tanques, el avance de la infantería, que garantizaba
la ocupación del territorio.
Pero esta situación
bélica favorable pronto se agotó. En junio de 1940, sin previa declaración de
guerra, las fuerzas alemanas invadían la URSS -rompiendo el pacto
nazi-soviético de 1939, con el que Hitler había buscado garantizar la
neutralidad de Stalin- en un frente que se extendía des-
de el mar Blanco hasta el mar Negro. El ataque
a Stalingrado fracasó y con la táctica de "tierra arrasada" los rusos
infligieron considerables pérdidas a los alemanes. Además, el invierno ruso
hizo fracasar la técnica del blitzkrieg. Con una guerra en dos frentes,
Alemania se veía condenada a perder posiciones. Además, desde fines de 1941, la
guerra nuevamente había dejado de ser un conflicto europeo: no sólo se había
extendido al norte de Africa, sino que Japón atacó a una base militar
estadounidense en el Pacífico.
En Japón también se
había instalado un sistema de carácter fuertemente nacionalista que se
expresaba en una idea esencial: la concreción del espíritu imperial mediante
una política expansionista. En esa línea, después de haber firmado el Pacto
AntiComintern, Japón había ocupado el Man- chu-kuo con el objetivo de
consolidar su hegemonía. A partir de ese momento (1937) estalló la guerra
chino-japonesa que luego se confundió con la guerra general. Y el ataque a
Pearl Harbor fue el motivo que determinó al renuente Congreso de los Estados
Unidos autorizar al presidente Roose- velt a participar en la guerra (1942). A
partir de ese momento la coalición de fuerzas fue la del Eje (Alemania, Italia
y Japón), enfrentada a los Aliados (Gran Bretaña, Estados Unidos y la Unión
Soviética). En síntesis, en la guerra se enfrentaban nuevamente las principales
potencias industriales.
La guerra dependía
en gran medida de la capacidad para producir armamentos, lo que implicaba gran
concentración de capitales y métodos adecuados de producción en masa. Gracias
al "Plan de los Cuatro Años", Alemania había ingresado en la guerra
en coincidencia con una óptima producción; sin embargo la situación varió a
partir de 1942. Comenzó a registrarse una aguda crisis de producción y un grave
déficit de mano de obra. Se intentaron programas de emergencia, se requisaron
las zonas ocupadas y contigentes de mano de obra fueron enviadas a las fábricas
alemanas. Pero esto no impidió que en 1943 la crisis alcanzara su punto más
agudo y que debiera declararse la "movilización total". Situaciones
similares eran atravesadas por Italia y por Japón. En síntesis, se debilitaba
la capacidad de producción del Eje, en el momento en que se daban los ataques
cada vez más intensos de los Aliados. Además, la consolidación de los
movimientos de resistencia en las zonas ocupadas minaban la
"colaboración".
En julio de 1943,
los aliados ocuparon Sicilia y la situación italiana llegaba a un punto
crítico. Mussolini fue acusado de "servilismo" con Alemania, depuesto
por el Gran Consejo Fascista y apresado por orden del rey Víctor Manuel III.
Inmediatamente Italia firmó la capitulación (septiembre de 1943). Ante esto,
Alemania invadió el norte de Italia y rescató a Mussolini, quien mediante un
golpe de Estado fue nombrado -tras abolir a la monarquía- presidente de la
República Social Fascista.
Sin embargo, la
suerte del Eje estaba echada y la ofensiva soviética sobre Berlín determinó el
fin de la guerra. El 24 de abril de 1945, Mussolini se aprestaba a huir, pero
fue capturado y ejecutado por guerrilleros de la resistencia italiana. Dos días
más tarde, Hitler, junto con su amante Eva Braun, se suicidaba en los sótanos
de la Cancillería del Reich. El 7 de mayo, Alemania firmaba la capitulación. El
conflicto aún continuaba en el Pacífico, pero la solución fue drástica: la
bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki determinó la rendición de Japón,
dejando un incalculable saldo de pérdidas humanas. La guerra había terminado
con los regímenes fascistas, pero también había modificado al mundo de la
democracia. A partir de ese momento las altas inversiones en armamentos y la
revolución tecnológica permanente en el campo bélico habían encontrado una
salida para la crisis del capitalismo.
Terminaba entonces
la Guerra de los Treinta y un Años: una guerra iniciada en 1914 con el
asesinato del archiduque de Austria en Sarajevo y acabada con la bomba atómica
en 1945, dividida por un conflictivo período de entreguerra. Y dejaba a un
mundo profundamente transformado.'7
Los contemporáneos
hablaron de Primera y de Segunda Guerra Mundial. Hubo indudables diferencias
entre ambos períodos de la guerra, pero también resulta indiscutible su
continuidad. Entre ambas hubo muchas semejanzas. Fueron dos episodios de una
carnicería sin posible parangón, que dejaron imágenes de pesadillas
tecnológicas —la memoria de los gases tóxicos y de los bombardeos, después de
1918, y de la nube de destrucción nuclear, después de 1945— que marcarían a los
sobrevivientes y a la siguiente generación. También ambos conflictos
concluyeron con el derrumbamiento y la revolución social en extensas zonas de
Europa y Asia. Ambas dejaron a beligerantes extenuados, con la excepción de los
Estados Unidos. Pero la continuidad está dada sobre todo por el hecho de que la
segunda parte de la guerra concluyó con los problemas que la primera había
dejado pendientes. Acabó con los problemas de la economía capitalista —por lo
menos por un tiempo- y el progreso de la vida material sostuvo la democracia política
occidental. Después de la guerra los viejos enemigos —Alemania y Japón-
acabaron integrándose a la economía del mundo occidental, mientras surgían
nuevos enemigos —Estados Unidos y la Unión Soviética— que nunca se enfrentarían
en el campo de batalla. La guerra cambiaba de escenario y se desplazaba hacia
el "tercer mundo".
Hobsbawm, Eric (1995), cap. 1, pp. 29-61.
2. La sociedad contemporánea El mundo de la
posguerra La Guerra Fría
Tras la guerra mundial, era indudable que los
Estados Unidos y la Unión Soviética se constituirían en las potencias
hegemónicas dentro del concierto internacional. Ya entre 1943 y 1945 se había
esbozado la línea demar- catoria que dividiría a Europa, tanto en función de
las cumbres internacionales en que habían participado Churchill, Stalin y Roosevelt, como por el innegable hecho de que los
ejércitos soviéticos eran los que habían derrotado a Alemania. En síntesis, la
guerra terminó con el fin del sistema de equilibrio entre las potencias
europeas, entretejido desde el siglo XVI. En su lugar surgía un nuevo
ordenamiento internacional.
Dentro de ese nuevo
ordenamiento, los países europeos dependerían de las relaciones
soviético-americanas y podrían influir en su desarrollo según su importancia
estratégica para los dos nuevos centros hegemónicos. Estaba claro además que
ambas potencias estaban interesadas en la rápida estabilización económica de
una Europa que había quedado devastada por la guerra.
Además era
necesario atender urgentes problemas sociales: la desmovilización de los
ejércitos, la inserción de masas de gente en la vida civil y productiva, la
situación de los prisioneros de guerra, de los confinados en campos de
concentración y de muchos que habían sido desplazados de sus lugares de origen.
Ante la difícil situación, el gobierno de los Estados Unidos temía, al acabar
la guerra, una nueva crisis de superproducción sin los socios ni los mercados
europeos; en la URSS se temía que los debilitados estados europeos cayeran bajo
la dependencia de los Estados Unidos que rápidamente habían concedido créditos
y suministros de socorro. De este modo, ya desde fines de la guerra, Europa se
convirtió en el centro de temores y planes contrapuestos aún antes de que la
división en un bloque oriental y un bloque occidental fuese una realidad
inalterable.18
La línea comenzó a
estabilizarse paulatinamente. En los países europeos, muchos partidos
conservadores o de derecha habían quedado desprestigiados por el explícito o
implícito apoyo otorgado al fascismo. Al mismo tiempo, crecía el prestigio de
la izquierda, en particular del Partido Comunista, prestigio que estaba avalado
por el triunfo de la Unión Sovie-
* Véase ibid, cap.
8, pp. 229-259.
tica sobre Alemania y por el papel que los
comunistas habían jugado en los movimientos de resistencia. Coaliciones de
izquierda se impusieron en Polonia, Yugoslavia, Bulgaria, Rumania, Albania,
Hungría y Checoslovaquia, que en distinto grado y en distintas condiciones,
quedaron bajo la órbita de la URSS. De este modo, Europa oriental se separaba
de la occidental por lo que Winston Churchill había definido en 1946 como el
"telón de acero": una línea que se extendía del Báltico hasta el
Adriático, pasando por las zonas de ocupación soviética en Alemania.
Pero el éxito de
los partidos comunistas no se había dado sólo en Europa oriental, también
ganaban adeptos en Italia, en Francia, en Grecia. Incluso, en Gran Bretaña, el
ascenso de la izquierda se expresó en el triunfo del Partido Laborista en julio
de 1945, que desplazó al conservador Winston Churchill como primer ministro.
Desde la perspectiva de los Estados Unidos, el ascenso de la izquierda, y
fundamentalmente del comunismo, se alimentaba de la pobreza y de la
desesperación: era necesario actuar para contener la marea ascendente de esa
amenaza. Tal fue el objetivo del Plan Marshall (1948) que otorgó ayuda
financiera para acelerar la recuperación económica. Pero, desde la perspectiva
de la Unión Soviética, esto constituía una indebida intromisión de los Estados
Unidos en los asuntos internos de los países europeos. Y con esto comenzaron
las tensiones que se definieron como la Guerra Fría.
El conflicto se
agudizó en torno a la situación de Alemania. En efecto, tras la guerra,
Alemania había sido dividida en cuatro zonas que fueron ocupadas por los
vencedores. Hacia 1948, Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos comenzaron las
gestiones encaminadas hacia la unificación, al mismo tiempo que se tomaban
medidas para formar un gobierno elegido por los propios alemanes. En síntesis,
se daban los pasos conducentes a la formación de la República Federal de
Alemania. Ante esto, la Unión Soviética procedió al establecimiento de un
gobierno "títere" en Alemania oriental que pasaría a constituirse en
la República Democrática Popular alemana.
Las tensiones que
se generaban en una Alemania dividida tuvieron su mayor expresión en la ciudad
de Berlín. La antigua capital alemana estaba también repartida entre las
distintas fuerzas de ocupación, pero se encontraba enclavada en territorio
soviético. En un intento de expulsar a los aliados de Berlín, la URSS cerró los
accesos a la ciudad pese a las protestas internacionales. Los aliados pudieron
mantener el control, sobre todo de suministros de provisiones para la población
urbana, a través de la intensificación de las comunicaciones aéreas. Sin
embargo el bloqueo de 1948, si bien fue temporario, anunciaba medidas más
definitivas. En efecto, en 1961, para evitar la fuga hacia la zona occidental,
las autoridades de Ale-
manía oriental comenzaron la construcción de
un sólido muro de cemento que atravesaba la ciudad de norte a sur. La metáfora
del "telón de hierro" adquiría consistencia física y el Muro de
Berlín se transformó en el símbolo más consistente de la Guerra Fría.
Pero la Guerra Fría
no se expresaba sólo en el control de territorios y poblaciones. Ya hacia el
fin de la guerra, los Estados Unidos habían demostrado con la bomba atómica que
habían desarrollado un armamento de gran potencia destructiva. Pero esta
supremacía pronto se acabó: en agosto de 1949 también la Unión Soviética
produjo su primera explosión atómica. A partir de ese momento, la carrera
armamentista se transformó en un elemento central de la Guerra Fría. La
cantidad de armamento nuclear o químico, los emplazamientos y el número de
cabezas de misiles, es decir, la capacidad destructiva que era capaz de
desarrollar cada una de las "super- potencias" se transformó en el
eje de la Guerra Fría. Según los discursos gubernamentales, estos armamentos no
tenían como objetivo iniciar un ataque, sino que tenían solamente objetivos de
defensa o de "disuasión". Sin embargo, también comenzó a instalarse
el temor de que la Guerra Fría pudiera transformarse en "caliente"
provocando un holocausto mundial.
La noticia de la
capacidad nuclear de la Unión Soviética llevó al presidente Truman a asumir un
discurso donde se presentaba al comunismo como un bloque monolítico y en
expansión que sólo podía ser contrarrestado por un programa de contención. La
Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), considerada hasta ese
entonces como una garantía de protección psicológica, se transformó en un
ejército de defensa, después de que el inicio de la Guerra de Corea (1950)
provocó un rebrote de los sentimientos anticomunistas y del temor a la
expansión soviética. En respuesta a la OTAN, la Unión soviética organizó el
Pacto de Varsovia (1955). De este modo, en la década de 1950, los bloques
quedaban formalizados.
La imagen difundida
por la Guerra Fría, de un mundo dividido en bloques mutuamente amenazantes, que
caminaba sobre el filo de una navaja, pasó a formar parte del sentido común de
la sociedad. Era una imagen incansablemente repetida y que, por ejemplo, el
cine de Hollywood reprodujo sin temor a las reiteraciones.19
Sin embargo, como
señala Hobsbawm, la singularidad de la Guerra
19 Stanley Kubrik, por su parte, filmó El
Doctor Insólito o cómo aprendí a no preocuparme y amar la bomba (1964), con Peter Sellers y George Scott. En este film, considerado
tina protesta moral de rechazo contra el paradigma dominante, Kubrik deja al
descubierto el irracional terror americano al comunismo de la década de 1960 y muestra los riesgos de la Guerra Fría.
Fría estribaba en que, más allá de la retórica
de ambos bandos, no había ningún peligro inminente de guerra mundial, a pesar
de algunos incidentes como la "crisis de los misiles" (1962). Es
cierto que en la década de 1970, la Guerra Fría se intensificó: la derrota en
la guerra de Vietnam y los conflictos en Oriente Próximo habían debilitado a
los Estados Unidos que respondió con una extraordinaria aceleración de la
carrera armamentista. Sin embargo, esto tampoco alteró el equilibrio global.
De allí, las
preguntas planteadas por Edward P. Thompson: ¿cuál es el significado de la
Guerra Fría?, ¿cuáles son los objetivos a los que efectivamente sirvió?20
Indudablemente, la
imagen de bloques sólidos, sin ningún tipo de fisuras, que construyeron
mutuamente los antagonistas no corresponde a la realidad. Dentro del bloque
"libre", occidental o capitalista no todos los países acataron
disciplinadamente las consignas estadounidenses: el laborismo británico, la
socialdemocracia alemana, la democracia cristiana en Italia, muchas veces
adoptaron posiciones autónomas. Otro tanto ocurría dentro del bloque comunista,
oriental o soviético: la Yugoslavia de Tito (que en 1948 fue expulsada del
bloque), los conflictos surgidos en Polonia (1956), en Hungría (1956) y en
Rumania (1963), la ruptura de relaciones entre la URSS y China (1964) y
la "primavera de Praga" (1967) también fueron expresiones de las
tensiones internas.
¿De dónde surgió
entonces la imagen de bloque monolítico? Esa imagen fue la que construyó el
"otro", buscando asegurar su propia existencia. Según Thompson, la
Guerra Fría fue un "negocio" que se inauguró a partir de 1947, pero
que posteriormente se independizó de sus orígenes para transformarse en un
fenómeno encerrado en sí mismo; un fenómeno autónomo que, además, se
autorreproducía. A medida que el poder militar de cada una de las
"superpotencias" crecía año tras año, la Guerra Fría generaba sus
propias estructuras. La carrera armamentista contaba con directores,
administradores, productores e inversores interesados en que el negocio se
ampliara y perdurara. En ambos bloques había intereses materiales muy
poderosos: personal militar e industrial, investigadores para el desarrollo de
las nuevas tecnologías bélicas, servicios de seguridad y de espionaje. Eran
grupos que manejaban importantes y crecientes partidas de recursos, controlaban
el desarrollo científico y ejercían una indudable influencia en la vida económica
y social. Y el mantenimiento de esa estructura dependía básicamente de la
Guerra Fría. Lo importante es marcar el carácter recíproco de este proceso:
para que existiera uno debía existir necesariamente el
Véase Thompson, Edward P. (1983), pp. 199-240.
otro. Los proyectiles soviéticos alimentaban a
los proyectiles de la OTAN y éstos a los soviéticos, y así indefinidamente. En
síntesis, la principal característica de la Guerra Fría fue su
autorreproducción.
Pero la Guerra Fría
generó una visión del mundo que también se reprodujo. Para definir a un
"nosotros" es necesario definir a un "otro". Y si ese
"otro" se presenta como algo amenazador, los vínculos que constituyen
al "nosotros" se fortalecen. De esta manera, la Guerra Fría permitió
homo- geneizar a la sociedad y construir el consenso dentro de cada bloque.
Según Thompson, la amenaza del "otro" se había internalizado de modo
tal en la cultura estadounidense y en la soviética que la identidad de muchos
de sus ciudadanos estaba íntimamente a las premisas de esta guerra.
En efecto, los
Estados Unidos contaban con una población dispersa en medio continente,
proveniente de distintas oleadas inmigratorias que no se organizaba tanto
horizontalmente, en clases o grupos sociales, como verticalmente según orígenes
regionales, étnicos o lingüísticos: negros, hispanos, polacos, italianos,
judíos, irlandeses y chinos mantenían sus propias estructuras mentales y
culturales. Además, el mito norteamericano de las posibilidades de ascenso que
los Estados Unidos ofrecían para todos reforzaba el individualismo e impedía
trazar objetivos comunes. El modo de contrarrestar esas fuerzas centrífugas fue
la ideología de la Guerra Fría. La existencia de un "otro" amenazador
permitió fortalecer la identidad de "norteamericanos libres". Además,
el virulento anticomunismo permitía consolidar la disciplina interna: permitió
descabezar sindicatos o marginar ciudadano de la política. Y esto explica el
éxito logrado por las políticas del macarüsmo en la década de 1950.
El clima de la Guerra
Fría preparó indudablemente el terreno al senador republicano Joseph McCarthy, quien en febrero
de 1950 ya había denunciado la existencia de comunistas en el propio
Departamento de Estado de los Estados Unidos. Pero el estallido de la Guerra de
Corea contribuyó además a crear una atmósfera donde sus denuncias
indiscriminadas llegaron a tener gran respaldo popular. Incluso, estas
denuncias llevaron a la formación de un Comité en el Senado responsable de las
investigaciones. McCarthy -de gran habilidad en el manejo de la prensa, la radio y la televisión-
logró que, en medio de sentimientos anticomunistas que alcanzaban la histeria,
cualquier pertenencia, presente o pasada, a cualquier organización reformista,
liberal o intemacionalista resultase sospechosa. El fin de la guerra de Corea,
en julio de 1953, restó impulso a las campañas del macartismo. Finalmente, en
1954, las denuncias de McCarthy sobre un supuesto espionaje en las fuerzas armadas le valió una censura
del Senado que acabó con su carrera.
dos y los sectores más radicalizados contaron
con el apoyo, primero, de la URSS y luego, de China.
En Asia,
movimientos nacionalistas que integraron a distintas fuerzas sociales, ya se
habían desarrollado desde las primeras décadas del siglo XX. Un ejemplo lo
tenemos en los comienzos de la revolución china (1911-1912).
Pero el ejemplo de
la Revolución Rusa, el impacto de la crisis económica de 1930 y de la Guerra
Mundial hicieron que, después de 1945, estos movimientos fueran incontenibles.
Los movimientos asiáticos estuvieron integrados por distintos elementos. En
algunos casos, hubo también grupos que actuaron por motivaciones religiosas.
Frente a la penetración de las misiones cristianas, tanto protestantes como
católicas, percibidas como elementos estrechamente vinculados al dominio
político y económico extranjero, estos grupos intentaron hacer de las
religiones tradicionales el símbolo de la identidad nacional. Esto fue
característico de algunos países, como Birmania y Camboya, donde las
asociaciones budistas se transformaron en núcleos de la propaganda
nacionalista.
Sin embargo, los
núcleos principales de estos movimientos fueron dos: 1) los partidos
nacionalistas, integrados por intelectuales, con aportes de la burguesía y de
sectores populares, y 2) los "frentes populares", organizados por los
distintos partidos comunistas nacionales en alianza con otros grupos políticos.
Dentro del primer
grupo, tenemos el caso de Indonesia, antigua colonia holandesa, que declaró su
independencia bajo la conducción de Sukarno, líder del Partido Nacionalista, en 1945 (y fue reconocida por Holanda
en 1947). Pero el caso más notable lo constituyó la India. Ya desde fines del
siglo XIX nos encontramos en la India con un movimiento independen- tista que
se institucionalizó en el Partido del Congreso. Esta acción política, después
de 1918, se combinó con la acción de Mahatma Gandhi que propuso un movimiento de "resistencia pasiva", de retiro
de colaboración y de boicot a los productos extranjeros, que muy pronto
demostró la fragilidad de la hegemonía inglesa.
Después de la
guerra, se agudizaron los conflictos entre los ingleses y los nacionalistas
indios que finalmente llevaron a la independencia en 1947. Empero, desde ese
entonces, la India estuvo sacudida por profundos conflicto internos, regionales
y religiosos. Estallaron conflictos entre la India, mayoritariamente hindú, y
el Pakistán, musulmán. Incluso, Gandhi cayó asesinado por un fanático hindú ante las concesiones que se habían
hecho a los musulmanes pakistaníes. Así, desde el establecimiento de la
independencia los conflictos religiosos jalonaron la hisroria de la India (con
picos importantes en 1948, 1965, 1971).
Los movimientos del
segundo grupo, los "frentes populares", también se dirigían contra el
dominio extranjero, pero además aspiraban de sistemas políticos y económicos
socialistas. En Asia —si bien algunos autores consideran que dentro de este
grupo puede encuadrarse la Revolución China—, fue especialmente el caso de
Indochina, colonia francesa en donde Ho Chi Minh había proclamado la
independencia en 1945 y establecido la República Democrática de Vietnam, de
carácter socialista. La independencia de Vietnam dio origen a una larga y
cruenta guerra, que culminó en 1954 cuando los franceses fueron derrotados en Diem
Bien Puh. Los Tratados de Ginebra ordenaron el alto al fuego, de modo tal que
las tropas de ambos bandos se agruparon a cada lado del paralelo 17. El norte,
con capital en Hanoi, quedó controlado por el Frente Unificado Nacional,
conducido por Ho Chi Minh; el sur, con capital en Saigón, quedó controlado por
la dictadura anticomunista de Ngo Dinh Diem. Pero el conflicto se reinició
cuando en el sur se formó, en 1960, el Frente de Liberación de Vietnam del Sur
y comenzó una guerra que se extendió a Laos y Camboya y en la que los Estados
Unidos tuvieron una activa participación. El conflicto terminó en 1976 con la
derrota de los Estados Unidos y la reunificación del territorio en la República
Socialista de Vietnam, con capital en Hanoi.
Los movimientos
independentistas también se dieron en Africa. Desde fines del siglo XIX, y
principalmente desde 1884, Africa fue repartida entre los países europeos en
distintas áreas de dominación política y económica.
La economía fue
organizada fundamentalmente en función de la exportación de productos
agrícolas, en grandes plantaciones dedicadas al monocultivo, cacao, café y la
explotación del caucho. Dentro de este esquema, el comercio fue monopolizado
por grandes empresas agroexportadoras de origen europeo. Con esta base económica,
la situación fue particularmente difícil después de la crisis de 1930. La caída
de los precios agrícolas obligaba a exportar cada vez más para poder importar
más o menos lo mismo. En este contexto, después de la guerra, también en Africa
surgieron vigorosos movimientos nacionalistas.
La administración
colonial había dado origen a una capa de nativos educados en Estados Unidos o
en Europa. Estos sectores configuraban una capa de funcionarios, empleados,
maestros, profesores universitarios, profesionales, e incluso militares que
configuraron una intelligenzia africana que proveyó los líderes
nacionalistas. Sobre estas bases, en la década de 1950, estallaron diversos
conflictos, aunque los procesos se adaptaron a las distintas condiciones
locales. De este modo, nos encontramos con movimientos de diferente tipo según
tomemos como referencia el Africa musulmana o el Africa negra.
En el caso del
África musulmana, los movimientos por la independencia comenzaron en Egipto,
antiguo protectorado inglés. La monarquía egipcia estaba sostenida en realidad
por el apoyo de Gran Bretaña, cuya presencia, sobre todo expresada en las
tropas británicas encargadas de mantener el orden interno, causaba una marcada
irritación en la sociedad. Esto no impedía, sin embargo, que se desataran
huelgas, motines y manifestaciones sin que el gobierno encontrara una salida
política. Dentro de ese clima, cobró importancia una organización interna del
ejército egipcio, el grupo llamado de "Oficiales libres" que sostenía
posiciones nacionalistas y propugnaba un proyecto político de nacionalización e
incluso de modernización de la economía. El principal dirigente del grupo fue
el coronel Nas- ser que dio un golpe militar, en 1952, por el que se pudo
establecer la República (1953). Nasser llegó además a un acuerdo con Gran
Bretaña que comenzó a retirar sus tropas. De este modo, en 1956, cuando culminó
este retiro quedó garantizada la independencia de Egipto.
El golpe militar
nacionalista en Egipto, en 1952, avivó los sentimientos nacionalistas árabes
que impulsaron nuevos movimientos independen- tistas: en 1952, se estableció la
República de Libia; en 1956, Sudán se liberó de la presencia tanto de egipcios
como de ingleses y proclamó la República; en 1956, también se dieron los
movimientos en Marruecos y en Túnez, que se independizaron de España y de
Francia, respectivamente. Y también en 1952 comenzó la lucha por la
independencia de Argelia, colonia francesa. Pero este proceso fue mucho más
conflictivo y generó una larga guerra. El problema era que en Argelia se había
establecido un número considerable de colonos franceses, que tenían un
relevante papel dentro de la economía y en la organización política local. De
esta forma, el movimiento indepen- dentista tuvo que enfrentarse no tanto con las
tropas francesas como contra estos colonos, muchos de los cuales eran ya
nacidos en Argelia, que se negaban a aceptar la independencia. La guerra
abierta se declaró en 1954 y fue dirigida por el Frente de Liberación Nacional,
de orientación socialista, que después de una lucha bastante cruenta fue
consolidando posiciones.
El gobierno
francés, presidido por el general Charles De Gaulle, decidió entonces iniciar
las conversaciones destinadas a otorgar la independencia a Argelia. La decisión
fue tomada, en parte, por las derrotas militares que los argelinos habían
ocasionado, pero también por la presión de la opinión pública francesa. En
efecto, cuando se conocieron los cruentos detalles de la guerra, dentro de la
misma sociedad francesa pronto surgió un movimiento a favor de la independencia
argelina. Pero los colonos no estaban dispuestos a admitir que Argelia
abandonara su situación colonial y organizaron una fuerza armada, la OAS,
dispuestos a resistir. La OAS desen-
cadenó una serie de atentados terroristas
tanto en Argelia como en Francia: en alguno de ellos, el mismo De Gaulle salvó
sorprendentemente su vida. De este modo, la guerra se prolongó hasta 1962 en
que se firmaron los acuerdos de Evian y, después de un sonado plebiscito, se le
otorgó la independencia a la antigua colonia.
En el caso de los
movimientos independentistas del Africa negra, la situación fue muy complicada.
La primera vez que se formuló la aspiración a la independencia fue en 1945
cuando se reunió el Congreso Panafricano. Esta aspiración fue formulada por
Nkrumah, un líder de la independencia africana, quien más tarde sería el
presidente de Ghana. Sin embargo, los movimientos nacionalistas surgieron
algunos años más tarde, a mediados de la década de 1950 y en las dos décadas
siguientes. La mayor dificultad que tuvieron los líderes negros africanos no
fue en conseguir la independencia. Aunque en algunos casos hubo enfrentamientos
sangrientos, en muchos otros casos los países europeos estuvieron dispuestos al
reconocimiento de las independencias, en gran parte por la presión
internacional. El problema mayor fue lograr una mínima cohesión social que
sirviera de base a los nuevos estados africanos. Una vez que se obtuvo la
independencia, viejos conflictos tribales y regionales -que habían estado
tapados por el poder colonial- salieron a la luz y se proyectaron en
sanguinarias luchas políticas. El problema, en estos casos, fue inverso a lo
que sucedió en los estados árabes dónde una lengua y una religión común y una
vieja tradición cultural les daba su sostén.
Lo significativo de
la constelación de nuevos países asiáticos y africanos, que surgieron en menos
de dos décadas, fue que pronto repercutió a nivel mundial. No sólo ingresaron a
las Naciones Unidas, atrayendo la atención mundial sobre sus problemas
políticos, sociales, económicos y culturales, sino que además, si bien
recibieron apoyo económico y tecnológico de las grandes potencias, fueron
estados que comenzaron a actuar con cierta independencia en materia de política
internacional, consolidando el Movimiento de los Países no Alineados, que
buscaba incluir a los países del llamado Tercer Mundo.
Esto llevó a una
transformación de los bloques de poder. Porque si bien en la oposición entre
bloques regía el enfrentamiento entre capitalismo y comunismo, eran cada vez
más innegables las diferencias que se planteaban entre países
"avanzados" o "desarrollados" y países
"atrasados" o "subdesarrollados", independientemente de que
fueran capitalistas o socialistas. De esta manera, al conflicto entre bloques
pronto comenzó a agregarse lo que se considera el enfrentamiento entre otra
división del mundo: el Norte (avanzado) y el Sur (atrasado).
Tras la guerra, para los países europeos la
prioridad absoluta la constituyó la recuperación económica, de modo tal que ya
entre 1949 y 1950 se habían alcanzado los niveles de producción del período de
entreguerra. A partir de esta base, en la década de 1950 y, sobre todo, en la
de 1960, se produjo un aumento sostenido de la producción industrial. En rigor,
el avance de los países europeos, incluso de Japón, fue más rápido que el de
los Estados Unidos, ya que para este último país—que indudablemente dominaba la
economía mundial- la prosperidad que se iniciaba en la década de 1950 implicaba
una prolongación de la expansión de los años de guerra. Como señala Hobsbawm,
mientras en Estados Unidos se continuaban tendencias, en los países europeos se
acortaban las distancias. Ya en la década de 1950, Europa occidental aumentaba
su participación en la actividad económica global sentando las bases para su
prosperidad de la década de 1970.21
El resultado de
este proceso fue el fortalecimiento de la situación económica de los países
capitalistas desarrollados. Y este rápido crecimiento produjo una
reestructuración y reformas sustanciales dentro del capitalismo, al mismo
tiempo que un avance hacia la globalización y la internacionalización de la
economía. La agricultura disminuyó su importancia en casi todas partes, tanto
en lo que hace a su participación en el producto como en el empleo, siendo el
sector industrial el que verificó los índices de crecimiento mayores. Por su
parte, los sectores de servicios (transporte, comunicaciones, construcción,
etc.) absorbieron una participación creciente del empleo.
La característica
más destacada de este período fue el cambio del papel de los gobiernos respecto
a la economía. La reestructuración del capitalismo facilitó a los estados la
planificación y la gestión de la modernización económica, dentro de los
parámetros de una economía mixra. Los grandes éxitos económicos de la posguerra
en los países capitalistas, con contadísimas excepciones -como el caso de Hong
Kong-, se debieron a procesos de industrialización efectuada con el apoyo, la
supervisión, la dirección y, a veces, la planificación y la gestión de los
gobiernos. Y hay ejemplos de esta actividad tanto en Gran Bretaña, Francia y
España, en Europa; como en Japón, Singapur y Corea del Sur, en Asia. Al mismo
tiempo, el compromiso con el pleno empleo y con la reducción de las
desigualdades económicas -para alejar el fantasma de los conflictos sociales y
de peligros del comunis- 11
11 Véase
Hobsbawm, Eric (1995), cap. 9, pp. 260-289.
mo—, es decir, el compromiso con el bienestar
de la población y con la seguridad social permitió la expansión de un mercado
de consumo masivo.
Durante los años
anteriores a la guerra no se habían considerado que esos objetivos —el
desarrollo económico, el bienestar de la población- estuvieran incluidos dentro
de las responsabilidades gubernamentales. Los objetivos básicos de las
políticas económicas habían sido el reestablecimiento de la estabilidad
monetaria, el mantenimiento del patrón oro y de presupuestos equilibrados.
También los instrumentos de las políticas económicas eran limitados: el arma
principal de la administración de la economía era —por lo menos hasta su
descrédito en la década de 1930— la política monetaria a la que se agregaban
políticas en materia fiscal.
Pero a partir de la
posguerra y, sobre todo, a partir de la década de 1950, el Estado no sólo
aceptó la responsabilidad de mantener el pleno empleo y conseguir un
crecimiento más rápido y la estabilidad económica, sino que absorbió una
proporción mucho mayor y creciente de recursos nacionales, que en algunos casos
supuso una extensión de la propiedad pública en las actividades de la economía.
En síntesis, los gobiernos aceptaron un abanico más amplio de responsabilidades
—incluyendo la administración global de la actividad económica- y utilizaron
una variedad mayor de instrumentos para lograr sus objetivos.
El período de la
posguerra también se caracterizó por un elevado nivel de innovación
tecnológica, especialmente en aquellas industrias basadas en la investigación
científica, como la química y la electrónica, y por la rápida difusión de los
avances técnicos entre los principales países industriales. Los circuitos de
comunicación de ideas, tecnología y productos se vieron facilitados por la
desaparición de algunas barreras mercantiles, el crecimiento del comercio,
especialmente de productos manufacturados, el mejoramiento general de las
comunicaciones, la expansión de la inversión internacional y la explotación de
nuevos productos por las compañías multinacionales. La eliminación de
restricciones comerciales y la creación de nuevos tratados tuvieron un impacto
favorable particularmente para el comercio europeo. En este sentido, tuvieron
particular relevancia el programa de liberalización de la Organización Europea
de Cooperación Económica, en 1950; la reducción de aranceles a través del GATT
(Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio), y la formación de nuevas
entidades como la Comunidad Económica Europea y la Asociación Europea de Libre
Comercio, de fines de la la década de 1950. De este modo, la estabilidad
económica lograda en este período favoreció el crecimiento. Incluso, a pesar de
la división en bloques y de la Guerra Fría, la situación política se mostraba
lo suficientemente estable como para estimular un mayor gra-
do de cooperación internacional. Este clima
también dispuso a los Estados Unidos a participar.
Como señala
Hobsbawm: "El capitalismo de posguerra era una especie de matrimonio entre
el liberalismo económico y socialdemocracia (o en versión norteamericana,
política rooseveltiana del New Deal) con préstamos sustanciales de la
URSS, pionera en planificación económica." Resultaba evidente además que
los gobiernos habían adoptado los principios de Keynes, configurando lo que se
llamó el Estado de bienestar. Algunos autores establecen diferencias entre el
Estado de bienestar y el nuevo Estado keynesiano que se organizó en los años de
la década de 1950. En rigor, el Estado de bienestar había comenzado a esbozarse
antes de la guerra apuntando a evitar el conflicto social mediante una
redistribución que buscaba permitir a amplios sectores de la sociedad el acceso
al consumo de bienes y servicios. Era un Estado que respondía a motivaciones
políticas y sociales. El Estado de bienestar keynesiano que surgió en la
posguerra tenía, en cambio, motivaciones económicas: paliar, mediante el pleno
empleo, los efectos de las crisis cíclicas de la economía.
De un modo u otro,
por las políticas asumidas, puede considerarse Estado de bienestar a los
sistemas sociales desarrollados por las democracias capitalistas industriales
después de la guerra y que permanecieron más o menos estables hasta mediados de
la década de 1970. Y estas políticas, como señala Ramesh Mishra, se
caracterizaron, en primer lugar, por la intervención estatal en la economía
para mantener el pleno empleo o, por lo menos, garantizar un alto nivel de
ocupación. La segunda característica fue la provisión pública de una serie de
servicios sociales, incluyendo transferencias para cubrir las necesidades
básicas de los ciudadanos en sociedades cada vez más complejas y cambiantes
(educación, asistencia sanitaria, pensiones, ayudas familiares, vivienda).22
En síntesis, se trataba de proveer servicios que tenían como objetivo la
seguridad social en un sentido amplio. En tercer lugar, el Estado se hacía responsable
del mantenimiento de un nivel mínimo de vida, entendido como derecho social, es
decir, no como caridad pública para una minoría, sino como un problema de
responsabilidad colectiva hacia todos los ciudadanos de una comunidad nacional
moderna y democrática.
Estos programas se
basaban en la convicción de que el gobierno podía y debía tratar de alcanzar
esos objetivos dentro del marco de las democracias capitalistas. Y en este
sentido, más allá de algunas controversias -en
22 Véase
Mishra, Ramesh (1989).
1957, el profesor de Harvard J. K. Galbraith, en su obra La
sociedad opulenta, anunciaba un negro futuro—, no hay dudas de que hasta
los años de la década de 1970 hubo un marcado y significativo consenso sobre el
Estado de bienestar, considerado como una deseable y posible forma de
organización social.
La evolución del mundo capitalista
Hacia fines de la década de 1970 había
terminado la ola de prosperidad. El desempleo, la inflación y la amenaza de la
hiperinflación, el estancamiento de la economía y los déficit crecientes
señalaban una crisis que pronto afectó al Estado de bienestar. Sobre todo,
parecía que las herramientas que habían sido empleadas en los años anteriores,
en la economía “mixta" de la posguerra, ya no eran suficientes: los gobiernos
se veían superados por la inflación y el desempleo. Comenzó entonces a ponerse
en duda la convicción de que el Estado podía asumir la responsabilidad del
bienestar de sus ciudadanos en una sociedad capitalista.”
La crisis del
Estado de bienestar provocó distintas respuestas políticas. Sin embargo, los
modelos pueden reducirse a dos. Por un lado, la línea de la socialdemocracia,
que se negó a abandonar los objetivos del capitalismo de bienestar,
especialmente de pleno empleo, estabilidad y seguridad social. Es el caso, por
ejemplo, de Suecia que mantuvo la idea de que la responsabilidad política del
bienestar público es posible. Por otro lado, el modelo neo- conservador o
neoliberal que desmanteló el Estado de bienestar y se apoyó en el sector
privado y en las fuerzas del mercado para alcanzar el crecimiento económico y
cubrir la provisión de los servicios sociales. Son los casos de la Gran Bretaña
de Margaret Thatcher y, como analizaremos, de los Estados Unidos de Ronald
Reagan.
El neoconservaduiismo: la era Reagan en los
Estados Unidos
En julio de 1979, el presidente demócrata
James Cárter definía lo que llamó la "crisis de confianza": "La
mayoría de los ciudadanos no cree que los próximos cinco años serán mejores.
[...] Dos tercios de nuestra población ni siquiera vota. Da productividad de
los obreros ha bajado. Aumenta la falta de respeto hacia el poder estatal. La
ruptura entre los ciudadanos de los
25 Véase
Hobsbawm, Eric (1995), cap. XIV, pp. 403-431.
Estados Unidos y el gobierno jamás fue tan
grande como ahora. [...] Esta crisis de confianza es una crisis que afecta el
corazón, el alma y el espíritu de nuestra voluntad nacional."
Sin embargo,
también se podía advertir que la crisis no era exclusivamente moral, sino que
era expresión de una crisis profunda y global que, desde los comienzos
de la década de 1970, había alcanzado un nivel mundial. En ese marco, los
Estados Unidos parecían visualizar el fin de su hegemonía. En el plano
económico, la superioridad financiera, tecnológica y productiva que
había favorecido las relaciones norteamericanas con el resto del bloque
occidental estaban en una clara disminución y le impedían imponer sus
condiciones en forma unilateral. A esto se sumaban los problemas internos.
Según datos de la Administración de la Seguridad Social, en 1976, el 12 por
ciento de los norteamericanos vivía por debajo del límite de la pobreza. Hacia
1979, la desocupación alcanzaba el 9 por ciento de la población activa. Pero si
estas cuestiones habían sido compensadas por el Estado de bienestar, a través
de mecanismos como asistencia social y seguros de desempleo, intentando
mantener el equilibrio económico y social, el problema radicaba en que también
estos lincamientos keynesianos habían entrado en crisis. De este modo, el lema
de la década de 1960, "la lucha contra la miseria", paulatinamente,
fue dejada en el olvido.
Las dificultades de
empleo agudizaron la discriminación social. Jóvenes, mujeres, negros,
"chícanos" fueron los más afectados: constituían el 80 por ciento de
los desocupados. Además eran los que más sufrían la discriminación en cuanto a
los salarios y a los puestos de trabajo. Las dificultades mayores eran para los
más jóvenes, para los que buscaban trabajo por primera vez. Hacia 1979,
constituían el 25 por ciento de los desocupados. Al mismo tiempo, el acceso a
la enseñanza universitaria se hacía cada vez más difícil por sus altos costos.
Aunque este acceso tampoco constituía una solución. Según datos de la
Organización Internacional del Trabajo, de 1974 a 1985, 950.000 egresados de universidades
estadounidenses no encontraban posibilidades de un empleo de acuerdo con su
calificación. En síntesis, la educación superior se había transformado en
"un pasaje para ningún lado". Todas estas dificultades, la
desocupación, la insatisfacción con el presente y la pérdida de confianza en el
futuro, pudieron ser vinculadas con el aumento de la criminalidad y de la
delincuencia, con la violencia dentro de la familia (mujeres y niños
golpeados), y con el aumento del alcoholismo y la drogadicción que alcanzaba a
escolares de 10 a 12 años. Eran expresiones de la "crisis de
confianza".
En 1976 -cuando los Estados Unidos celebraban
el bicentenario de su independencia, con un impresionante aparato publicitario
dedicado a la
exaltación de la nacionalidad-, la bajísima
participación en las elecciones (votó el 54 por ciento de los inscriptos en
padrones electorales) indicaba rambién que la crisis de confianza se había
extendido a la política. Por un lado, la parricipación en la guerra de Vietnam
-guerra considerada por amplios sectores sociales injusta e inconstitucional—
puso en evidencia que la política había entrado en contradicción con los
ideales democráticos de muchos norteamericanos. La derrota fue además el
indicio más claro de la crisis de la hegemonía norteamericana. Pero fue sobre
todo el escándalo de Watergate, que obligó a Nixon a renunciar a la presidencia
(1974), lo que produjo la quiebra entre la sociedad y el Estado. En efecto,
desde George Washington, la figura del presidente era una instancia
imprescindible para las emociones patrióticas y los juicios de valor
colectivos. Cada cuatro años se efectuaban elecciones de las que surgía un
presidente, una figura simbólica que representaba las virtudes, los ideales y
las esperanzas de todo el país. Con Watergate, entró en crisis el significado
de esta figura simbólica y los principios que se habían creído inmutables.
Dentro de ese
clima, signado por la recesión económica y la "crisis de confianza",
desde 1977 la administración de Cárter no parecía encontrar los caminos
adecuados. Su política exterior, basada en la defensa de los derechos humanos,
no parecía reestablecer el consenso interno ni frenar la carrera armamentista.
Su política interna tampoco encontraba soluciones para la inflación, la desocupación,
ni para la crisis energética (el problema del petróleo que se vinculaba a las
presiones de los países árabes), ni para una política económica que provocaba
fuertes críticas ya que se basaba en la intensificación de la presión fiscal.
El empeoramiento de la situación del norteamericano medio y la falta de
respuestas políticas eficaces reafirmaba la idea de que a fines de la década de
1970 la "búsqueda de la felicidad" que había guiado a la sociedad
estadounidense de las décadas de 1950 y de 1960, no era ya asunto del Estado
sino una búsqueda privada, asunto del individuo, de sus esfuerzos y de su
suerte. Dicho de otra manera, el bienestar no era una cuestión pública, sino
privada. Dentro de este clima de ideas, reanudaron muy pronto sus actividades los
círculos más conservadores.
Desde fines de la
década de 1970 comenzó a cobrar cohesión una nueva corriente de pensamiento, el
neoliberalismo o neoconservadurismo, producto de la actividad de un grupo de
intelectuales (como Daniel Bell, Jean Kirkpatrick, Hermán Kahn y el economista
Milton Friedman) convencidos de la necesidad de salvaguardar al sistema
capitalista de su colapso. Para los neoconservadores, el rasgo distintivo de la
crisis era la pérdida de legitimidad de los gobiernos democráticos y de sus clases
gobernantes. Era una crisis cultural, producto de la acción de intelectuales
liberales que,
desde las universidades, los medios de
comunicación y los aparatos gubernamentales, habían minado los valores
fundamentales de la sociedad americana al fomentar un Estado de bienestar, un
Estado intervencionista que conllevaba un socialismo encubierto. Según los
neoconservadores, la ampliación de funciones del Estado -en salud,
comunicación, educación, seguros sociales- derivaba no sólo en una crisis
fiscal sino también en una crisis de credibilidad porque el Estado se mostraba
ya incapaz de cumplir con todas las expectativas. Se consideraba que el
keynesianismo había exacerbado las demandas igualitarias y conducido el Estado
a la crisis, al mismo tiempo que lo debilitó al colocarlo en una situación de
excesiva dependencia con respecto al consenso de la sociedad.
Para estos
neoconservadores, por lo tanto, la salida era la recuperación de los viejos
valores centrados en el esfuerzo individual y en la libre empresa, al mismo
tiempo que afianzar la autoridad y la eficacia de los gobiernos deslindándolos
de las excesivas cargas sociales. Y estos principio neoconservadores sirvieron
como plataforma para el Partido Republicano, en 1980, y fueron la base de los
discursos de Ronald Reagan durante su campaña electoral. Reagan insistió en que
su política económica tendría como objetivo reducir la actividad gubernamental
y colocar al mercado nuevamente como centro de la economía. Los mecanismos para
equilibrar el funcionamiento económico serían la reducción de los impuestos y
el control del presupuesto, evitando la socialización de áreas como salud y
educación. En política exterior, el eje de su discurso fue la reconstitución de
la posición hegemónica de los Estados Unidos que debería reconquistar el
liderazgo mundial.
Sobre estas bases,
Ronald Reagan accedió a la presidencia de los Estados Unidos en 1981. Sin
embargo, las elecciones no habían provocado demasiado entusiasmo: Reagan fiie
electo por el 29 por ciento del electorado, lo que demostraba el escepticismo
de los ciudadanos.24
3 4
¿Quién fue Ronald Reagan? Nació en un pequeño pueblo del Medio Oeste, en 1911,
hijo de un modesto vendedor de zapatos. Estudió ciencias económicas pero muy
pronto abandonó sus estudios y entre 1933 y 1937 trabajó en radio como locutor
deportivo. En 1937, consiguió un contrato como actor en la Warner Brothers,
donde filmó la primera de sus 51 películas. En Hollywood, se consolidó como
actor de películas de plawg B filmadas prácticamente en serie. Pero sus
actividades actorales fueron combinadas con el sindicalismo y, en 1946, fue
elegido presidente del sindicato de actores. Participó activamente en la
campaña maccartísta, denunciando en el Comité de Actividades
Antinorteamericanas la "infiltración" comunista en Hollywood. En
1964, participó también de la campaña presidencial del candidato
ultraderechista y racista Barry Goldwater y al año siguiente, 1965, lanzó su
propia candidatura para gobernador de
Pese al
escepticismo inicial, ya en los años 1983 y 1984 parecían advertirse signos de
reactivación económica. La propaganda republicana insistía en que la inflación
anual en 1984, que había llegado con Cárter al 12 por ciento, había bajado al 5
por ciento; que el desempleo, que en 1982 era del 10 por ciento, había bajado
al 7 por ciento. Indudablemente Reagan fue reelecto en 1984 por estos aspectos
más visibles de la nueva prosperidad. Sin embargo, la recuperación presentaba
ciertas debilidades (que son las que explican la recesión de comienzos de la década
de 1990).
Las debilidades
radicaron en el modo en que se reacomodó la economía estadounidense en el
mercado mundial. Dentro de ese reacomodamiento internacional, las principales
corporaciones industriales abandonaron los mercados de masas para dirigirse a
la producción de alta tecnología y servicios financieros. Si iniciaba la época
de auge de los grandes proveedores informáticos, como IBM y Texas Instrument, y
de las empresas dedicadas a la electrónica, como ITT y Standart Electric. Esta
reactivación se fundó en la captación de capitales extranjeros (europeos y
japoneses) que fueron atraídos por altas tasas de interés. Por otra parte, la
apertura del mercado inundó a los Estados Unidos de productos de consumo masivo
-desde automóviles hasta vestimenta y alimentos- importados. Esto arruinó a
muchas industrias que no pudieron competir con las importaciones más baratas.
Esta contradictoria reactivación favoreció otras economías nacionales,
especialmente al Japón y a Corea, Taiwán, Singapur y Tailandia que encontraron
en el mercado norteamericano la salida para una producción de muy bajos costos
debidos a una superexplotación del trabajo.
De este modo, la
región del Pacífico surgió como el área más dinámica de la economía. En 1983,
el intercambio comercial de Estados Unidos con los países del Pacífico superó
ampliamente al intercambio con Europa. También en los Estados Unidos fue la
región del Pacífico, sobre todo California, la que presentó el mayor desarrollo
relativo. Allí se instalaron las industrias "de punta", con fuertes
inversiones y tecnología de vanguardia. Y la prosperidad californiana se
reflejó en el ostentoso "megaconsumo" de las clases más altas. Este
"megaconsumo" fue, sin embargo, un problema de la economía norteamericana.
El auge de la industria de la construcción y el desarrollo de empresas de
servicios habían absorbido una parte importante de la riqueza transformándose
en una amenaza para la estabilidad fi-
Califomia, cargo al que llegó en 1966, y en
el que fue reelecto en 1970. En 1980, sobre la bese de los principios
neoconservadores, fue elegido como el cuadragésimo presidente de los Estados
Unidos. Falleció en 2004.
nanciera. Además, el "megaconsumo"
hacía evidente la desigual redistribución de los ingresos: mostraba la
agudización de las diferencias sociales.
Tras la derrota en
Vietnam, el papel internacional de los Estados Unidos parecía haber sido puesto
en tela de juicio. El problema se agravó cuando, en abril de 1980, el
presidente Cárter en un breve comunicado hizo público que una misión comando
enviada a Irán para el rescate de 53 rehenes norteamericanos había fracasado.
Estas cuestiones
permitieron que Reagan durante su campaña hiciese de la "defensa
nacional" un objetivo prioritario. Era un discurso grato para el
Pentágono, pero también para muchos norteamericanos que vivían su propia
situación, basada en la inflación y en la desocupación, como la decadencia de
la nación. Nuevamente, las aspiraciones al ascenso social y económico
fueron reemplazadas por un sistema de símbolos basados en la grandeza de la
nación: para ser una gran potencia era necesario recuperar el liderazgo
internacional.
Este renovado
nacionalismo se combinó con el viejo anticomunismo que nutría a la Guerra Fría.
De este modo, durante la primera presidencia de Reagan, se justificó la
formación de la mayor fuerza militar que haya visto el mundo. Se instalaron
nuevas bases militares y construyeron nuevos y sofisticados armamentos; se
continuaron proyectos como la construcción de los Trident, una nueva generación
de submarinos nucleares armados con misiles intercontinentales, y se iniciaron
otros nuevos: el desarrollo de nuevos sistemas de misiles, despliegue de armas
químicas y la experimentación de la bomba neutrónica. En síntesis, se aspiraba
a utilizar el poderío militar para compensar la pérdida de poder en el campo
económico.
El crecimienro y
sofisticación de los nuevos armamentos generó oposición entre los grupos
pacifistas y ecologistas que temían por la destrucción del mundo y que llamaron
a este sistema "Destrucción Mutua Asegurada", cuya sigla en inglés es
MAD (loco). Dentro de los planes militares del reaganismo, el que mayor
oposición provocó fue la llamada "guerra de las galaxias". Hasta ese
momento, la Guerra Fría había tenido límites geográficos, pero con el
reaganismo se aspiró a liberarse de esos límites para ganar el espacio. El
objetivo era la militarización espacial. El mismo Reagan, en marzo de 1983,
comunicó por televisión a atónitos espectadores, este proyecto que según él
estaba destinado a cambiar el curso de la humanidad. El proyecto -llamado
oficialmente Iniciativa de Defensa Estratégica- consistía en establecer una
especie de "paraguas" defensivo de armas espaciales que destruirían a
los misiles intercontinentales soviéticos antes que tocaran el suelo
norteamericano. Este proyecto, que también suponía una revolución industrial
sin precedentes, desencadenó una serie de deba-
tes sobre la legitimidad moral de militarizar
el espacio y sobre su factibilidad, tanto en términos económicos (sus costos iban
a ser desorbitantes) como tecnológicos (nadie estaba seguro de que la teoría
era practicable).
El reaganismo
también se apoyó en una decidida política cultural que permitió el avance de
los sectores más conservadores. Nuevamente se rescataron los viejos valores
puritanos, considerados fundacionales de la sociedad norteamericana, y se
persiguió a todo aquello que amenazara el "espíritu americano"
expresado en el fe en Dios, la moralidad y el esfuerzo individual. Se
configuraba así un discurso que si bien apelaba a la ética era fundamentalmente
un discurso nacionalista: lo positivo equivalía a lo americano. Estas
concepciones coincidían con las de distintos grupos que desde comienzos de la
década de 1980 habían conocido una marcha ascendente. La coalición "por la
familia y los valores tradicionales" estaba formada por grupos
ultraconservadores que desde 1974 integraban la Nueva Derecha. Desde 1977,
aparecieron aliados con grupos Pro-Vida, en acciones contra la legislación
sobre el aborto y, desde 1977, con las iglesias fundamentalistas, a favor de la
enseñanza religiosa y el rezo obligatorio en las escuelas. La acción de estos
sectores permitió generar una cultura populista conservadora que sustentó las
políticas de Reagan.
El conservadurismo
se expresó en la educación. En 1981, en California hubo una nueva ofensiva
contra la enseñanza del evolucionismo en las escuelas elementales y medias.
Pero también se expresó en la enseñanza superior y en publicaciones
especializadas donde se atacaron las tendencias intelectuales consideradas
responsables de debilitar los valores nacionales. Se combatieron las
influencias liberales y se procuró que las universidades dejaran de ser ámbitos
de pensamiento libre y crítico y se fijaran como objetivo adiestrar
profesionales con una marcada orientación pragmática y, sobre todo, infundir
valores. Pero el conservadurismo también alcanzó los medios masivos de
comunicación, con una importancia fundamental para la constitución de ese nuevo
populismo conservador. Grupos religiosos y conservadores controlaron emisoras
de radios y la difusión de los canales a "cable1 les permitió
acceder a la televisión hasta entonces controlada por las grandes redes
comerciales. Desde allí se destacaron temáticas como la revisión de la guerra
de Vietnam, para rechazar lo que se consideraban las desviaciones liberales. En
esta línea, también contribuyó la cinematografía a través de películas como la
serie de Rambo, cuyo protagonista reinicia individualmente una guerra
que no considera terminada. Pero tal vez fue la serie de Rocky -también
interpretada por el popular actor Sylvester Stallone-, la que mejor expresó la
política cultural reaganiana: es la historia del éxito del héroe mítico que
afirma los valores tradicionales y la identidad estadounidenses.
Pero los modelos
culturales no brindaban soluciones a algunos de los más graves problemas que
aquejaban a la sociedad de los Estados Unidos. Uno de los fenómenos más
visibles era el auge de la delincuencia juvenil en las grandes ciudades, como
Nueva York. Allí se concentraban casi doscientas bandas que reunían a más de
6.000 miembros. Todos ellos tenían características semejantes: eran negros o
hispanoparlantes, habían pasado la mayor parte de sus vidas en los barrios más
pobres, habían dejado la escuela a edad temprana, habían trabajado sólo
ocasionalmente y tenían muy poco futuro dentro de la sociedad. En un medio
basado en la exaltación del individualismo, la banda era lo único que
proporcionaba la sensación de seguridad y pertenencia. En síntesis, surgía una
nueva clase de pobres, más jóvenes y menos educados, marginada por una sociedad
que no les daba cabida.
A mediados de la
década de 1980, la política de la Guerra Fría parecía mostrar signos de cambio.
En medio de la expectativa internacional, se realizó la "cumbre"
entre Ronald Reagan y Mijail Gorbachov, líder de la Unión
Soviética, en Ginebra en noviembre de 1985- La reunión, celebrada en medio de
las mayores medidas de seguridad, había despertado resquemores en los Estados
Unidos. Mientras el Pentágono daba a conocer un informe donde se formulaban
implícitos interrogantes sobre la oportunidad de llegar a nuevos acuerdos con
Moscú, el Washington Postanunciaba el temor de algunas empresas
comprometidas con los planes armamentistas de una reducción de armamentos antes
de que algunas piezas entraran en la fase remunerativa de la producción. El
temor radicaba tanto en que el mentado "encanto personal" del líder
soviético debilitara la inflexibilidad de Reagan, como que el anciano
presidente -enfermo y sin posibilidad de reelección- decidiese pasar a la
historia por su acción en favor de la paz. Sin embargo, nada de esto pasó: todo
se redujo a una declaración mutua de buena voluntad y a la promesa de reuniones
anuales. En rigor, la reunión demostraba los cambios que se estaban registrando
en la URSS.
La evolución del socialismo
"real"
La Guerra Fría permitió que el férreo dominio
que Stalin ejercía sobre Europa del Este se endureciera aún más. Siguiendo los
principios que marcaba lo que se llamó el "centralismo democrático"
se habían impuesto constituciones —que situaban el poder en el Politburó— y
economías planificadas de corte soviético en Polonia, Checoslovaquia, Hungría,
Alemania
oriental, Albania y Bulgaria. Además, para
completar las reformas (1948), se declaró abolida la propiedad privada y el
Estado se hizo cargo de los medios de producción como representante de la clase
obrera. En síntesis, el "centralismo democrático" concentraba, además
del poder político, el económico, en manos del Estado, en una fusión que
subrayaba la autoridad incuestionable del Partido Comunista. De este modo,
entre 1948 y 1953, la "estalinización" que había caracterizado a la
Unión Soviética también se transformó en la característica dominante del mundo
socialista.”
Tras la muerte de
Stalin (1953), comenzó a afirmarse el liderazgo de Nikita Jruschov. Su
prestigio se fundamentaba en su fama de reformista, pero se consolidó en el
inicio de la "desestalinización". En efecto, en 1956, en el Vigésimo
Congreso del Partido Comunista, Jruschov lanzó un duro ataque contra las
políticas de Stalin, donde condenó tanto los métodos empleados como el
"culto a la personalidad". Indudablemente, Jruschov estaba motivado
por el deseo de sacudir a la pesada burocracia soviética y generar el clima
necesario destinado a promover un plan de reformas. En efecto, tras el rápido
crecimiento económico de la URSS, surgía el fantasma del estancamiento.
Era necesario además tomar medidas que mejoraran el nivel de vida de la
población. De allí, la importancia de introducir modificaciones en el sistema
económico.
Bajo la
administración de Jruschov, se mantuvo la autoridad del Polit- buró sobre las
repúblicas soviéticas, pero se intentó iniciar un debate político y público
sobre las reformas económicas. Para ello se crearon entonces asambleas locales
y regionales, al mismo tiempo que se promovía el cultivo de nuevas tierras, la
modernización de la agriculrura y se modificaban los objetivos de la producción
industrial: si bien se mantuvo el dominio de la industria pesada, también se
intensificó la producción de bienes de consumo. Sin embargo, ya en 1960 se
advertían los límites de las medidas tomadas. Y el estancamiento de la economía
sumado a la "crisis de los misiles" (1962) llevaron a un
debilitamiento de la autoridad de Jruschov que fue destituido en 1964.
Después del
nombramiento de Brezhnev, hasta las más tímidas reformas fueron rechazadas a
favor del mantenimiento del statu tjuo. De este modo, durante su
gobierno no hubo cambios drásticos sino una lenta, constante e inexorable caída
hacia el estancamiento. El único cambio lo constituyó la intensificación del
peso de las fuerzas armadas en la vida soviética. En efecto, el aumento de la
autoridad y de los recursos a disposi- 25
25 Véase
Hobsbawm, Eric (1995), cap. XHI, pp.
372-399.
ción de las Fuerzas Armadas reforzaron el
papel de la Unión Soviética en el campo de la política internacional. Pero los
problemas de la agricultura y la industria continuaron sin resolver. En rigor,
la acumulación de arsenal soviético sólo sirvió para acentuar el desequilibrio
crónico entre la producción de la industria pesada y la producción de bienes de
consumo.
Desde la "peres tro i ka" a la
caída de la URSS
Hacia finales de la era Brezhnev, y de sus
sucesores, el estancamiento era la principal amenaza que se cernía sobre la
URSS. Dentro de este panorama, en 1985, el liderazgo caía en Mijail Gorbachov
-de la llamada "nueva generación"- quien era designado Secretario del
Partido Comunista.26
Gorbachov, de 53
años, era un hombre relativamente joven para los parámetros políticos
soviéticos y pronto mostró además una nueva actitud ante los problemas que se
debían enfrentar. En primer lugar, mostró una posición más abierta hacia los
intelectuales permitiéndoles expresarse en los medios de comunicación; pero
además encargó informes científicos para conocer la real situación de la URSS.
Y dichos informes, que mostraban sin ocultamientos la desastrosa situación
económica y social soviética, fueron la base de las políticas reformistas.
Indudablemente Gorbachov no actuaba solo, junto a él trabajaba un equipo
dispuesto a asumir tanto las críticas pasadas como presentes. Tal vez ignoraban
que esto llevaría al cuestionamien- to global de la realidad soviética.
En 1986, Gorbachov
inauguró el nuevo estilo. En el XXVII Congreso del Partido Comunista planteó
abiertamente la necesidad de la "transparencia" (glasnost)
como premisa básicaparala "reconstrucción" (perestroiká) de la
URSS. Y ambos términos pronto se transformaron en los principios de las
reformas impulsadas por el gobierno. Poco después, el accidente nuclear de
Chernobil, en Ucrania (abril de 1986), cuyos efectos equivalieron a los de una
guerra nuclear limitada, aceleró la toma de medidas. Chernobil demostraba el
deterioro de la economía y de la tecnología soviéticas, pero también la
información brindada era demostrativa de la glasnost.
Para dinamizar la
economía se introdujeron medidas destinadas a fomentar la creación de sistema
de autogestión que ponía fin a la planificación centralizada y que permitió la
formación, entre 1987 y 1988, de numerosas empresas cooperativas semiprivadas.
Sin embargo, las intenciones de hacer más rentable la economía exigían atenuar
una carrera armamentista que consumía la mayor parte del presupuesto estatal. Y
ese fue el objetivo que,
11
Véase Veiga, Francisco, Da Cal, Enrique y Duarte, Ángel (1997), pp. 305-371.
ya a fines de 1985, impulsó a Gorbachov a
reunirse con Reagan en la Cumbre de Ginebra. En esta línea, en 1987, se
firmaban con los Estados Unidos tratados destinados a suprimir los misiles de
alcance intermedio.
Las intenciones de
desarme contribuyeron a consolidar el prestigio internacional de Gorbachov y a
otorgar credibilidad a su propuesta deperes- troika. Pero la Unión
Soviética daría aún pasos más espectaculares que los tratados con Estados
Unidos. En abril de 1988 se anunciaba el retiro de las tropas de Afganistán
—considerado el Vietnam soviético— y, en diciembre de ese mismo año, Gorbachov
comunicaba en la Asamblea de las Naciones Unidas el retiro de un importante
contingente de fuerzas militares de los países de Europa oriental: a comienzos
de 1989, retornaban a la Unión Soviética desde las bases de los países
satélites 240.000 soldados y 10.000 carros de combate. Indudablemente se
trataba de pasos destinados a reducir el presupuesto militar, con el objetivo
de rentabilizar el sistema soviético; sin embargo, sus efectos serían
insospechados.
Respecto a los
países europeos del Este, el objetivo que se planteaba era también dinamizar
sus economías, liberalizando las trabas para generar mayor producción de bienes
de consumo e iniciar libres contactos con las economías occidentales. De esta
manera, desde la perspectiva soviética, estos países dejarían de cumplir el
papel de barreras defensivas -inútiles además en la era de los misiles
intercontinentales— para transformarse en el nexo con Occidente, sus
inversiones y sus capacidades tecnológicas. Sin embargo, no pudo calcularse el
impacto emocional que significó el retiro de las tropas. En Polonia, por
ejemplo, en las elecciones parlamentarias de 1989, triunfaban los candidatos
del sindicato católico -religión que definía la identidad polaca—Solidamosc
(Solidaridad), en una clara muestra de afirmación de autonomía frente a la
Unión Soviética. En Hungría, también se comenzó a desmontar el sistema buscando
el camino hacia el pluralismo político. Pero el efecto más importante de la
liberalización húngara fue la apertura de la frontera con Austria: desde allí
comenzó a afluir una oleada de alemanes del Este deseosos de alcanzar la
República Federal alemana.
Este aperturismo
también influyó en la misma Alemania oriental e importantes y tumultuosas
manifestaciones comenzaron a exigirlo en varias ciudades. Tras varias incertidumbres
-Moscú desaconsejaba rotundamente la represión— y un recambio de autoridades,
la noticia de que se otorgarían pases de salida hacia la zona occidental de
Alemania (9 de noviembre de 1989) lanzó en Berlín a la multitud contra el Muro,
mientras la guardia fronteriza quedaba desbordada. La caída del Muro de Berlín
se transformó en un disparador. Al día siguiente, en Bulgaria, un golpe
palaciego derribaba al viejo líder Zhivkov; en Praga, la multitud en la calle
hacía caer sin vio-
leticia el régimen comunista; el 17 de
diciembre, se iniciaba la insurrección en Rumania.
El mundo occidental
estaba eufórico. Gorbachov había demostrado sobradamente su espíritu
conciliador. Eliminado el bloque oriental, abierta la vía para la reunificación
de Alemania (que se consumó el 3 de octubre de 1990), la Guerra Fría llegaba a
su fin. Francis Fukuyama podía anunciar "el fin de la Historia" al
haberse quedado Occidente sin oponentes ideológicos. En síntesis, 1990 traía la
confirmación de lo que pasó a llamarse el Nuevo Orden Internacional. Sin
embargo, no todo el optimismo estaba justificado. En primer lugar, surgían
conflictos en tableros hasta entonces secundarios, como lo fue la Guerra del
Golfo. Pero también el Nuevo Orden, con su magnitud planetaria, no parecía impresionar
a los pequeños nacionalismos de objetivos limitados: en 1991, el mundo se
paralizaba ante el estallido de la guerra entre Eslovenia y Croacia.
También los
conflictos comenzaron a sacudir a la Unión Soviética. Las medidas económicas no
habían dado los resultados previstos. Los afanes capitalistas chocaban contra
la mentalidad de muchos ciudadanos acostumbrados a pensar en contra de ellos
durante la mayor parte del siglo. La desaparición de la planificación
centralizada no había dado paso a la formación de un mercado libre, sólo había
dejado a la economía soviética descabezada. Las huelgas proliferaban sin que
nadie fuese capaz de controlarlas. El mercado negro crecía sin control y con él
crecían las "mafias." Pero el aligeramiento de los controles también
había permitido surgir desde un auge de los nacionalismos.
En efecto, a lo
largo de 1988, los nacionalismos se afianzaron en los puntos más conflictivos
de la Unión Soviética, mientras Gorbachov caía en la contradicción de reconocer
el derecho a la soberanía de los estados del Este, mientras lo negaba a las
repúblicas que constituían la Unión Soviética. Pero esto no hubiera pasado a
mayores sin las tensiones que atravesaban a Moscú. Ya a comienzos de 1990,
Gorbachov se encontraba encajonado entre dos tendencias diferentes. Por un
lado, un sector más conservador aspiraba a hacer más lentos los cambios de la penestroika,
y no faltaban además quienes proponían el retorno a la antigua ortodoxia. Por
otro lado, un grupo, muy difuso en sus límites, propiciaba la aceleración de
las reformas, e incluso al abandono total del comunismo. Dentro de estos
últimos, la cabeza visible era la de Boris Yeltsin.
El auge de los separatismos brindó a Yeltsin
la oportunidad de actuar. Habiendo sido electo presidente de la República
Soviética Federativa Rusa -la mayor de la URSS— en mayo de 1990, tomó una serie
de desafiantes medidas: declaró la supremacía de las leyes rusas sobre las
soviéticas, proclamó
la autonomía de Rusia y finalmente abandonó el
Partido Comunista. Desde allí, comenzó a presionar para el abandono definitivo
del sistema soviético y para una rápida transición a la economía de mercado,
algo a lo que nunca Gorbachov había estado dispuesto. La crisis política se
sumaba a la inflación, a la corrupción y a un estancamiento general de la
economía, mientras que las privaciones que pasaba la población agudizaban el
descontento. Pero el descontento mayor era el que atravesaba a las fuerzas
armadas, privadas del protagonismo anterior, con un presupuesto disminuido y con
una tecnología cada vez más obsoleta. La retirada de Afganistán, la incapacidad
de controlar los brotes nacionalistas, el abandono de las defensas en los
países del Este habían sido golpes difíciles de asimilar. Más aún, la
"hazaña" del joven alemán Mathias Rust aterrizando impunemente en la
Plaza Roja -violando el sector más vital del espacio aereo soviético-
constituía una humillación que los enfrentaba con su incapacidad para la
defensa.
En agosto de 1991
se intentó un golpe contra Gorbachov de objetivos poco claros. Lo único que
permitió el golpe fue la consolidación de la figura de Yeltsin que logró
erigirse como líder "carismàtico"
antigolpista. Pero el liderazgo de Gorbachov, ya muy
deteriorado frente a la opinión pública, sobreviviría sólo unos meses, mientras
que el proceso de fragmentación se hacía incontenible. En esa coyuntura,
Yeltsin -que había llegado a declarar la ilegalidad del Partido Comunista en
Rusia- firmaba con los líderes de Ucrania y de Bielorrusia un tratado por el
que se comprometían a crear una Comunidad de Estados Independientes. El 25 de
diciembre, Gorbachov presentaba su renuncia; se arrió la bandera roja del
Kremlin y se izó la rusa: la Unión Soviética había dejado de existir. Con ella,
poco después terminaba también, el siglo XX. Pero son muchos los interrogantes
que quedan abiertos.
Anexo. De los frentes populares a la Guerra
Civil española
Mientras en países como Italia y Alemania se
asistía a la consolidación del fascismo, en otros, como en Francia y en España,
se registraba un ascenso de la izquierda que complejizaba el panorama político
europeo.
El caso francés
La situación económica en Francia también
había entrado en crisis después de 1930, con la consiguiente caída de la
producción de los salarios, aunque
la desocupación no alcanzó los niveles de
Alemania. También en Francia comenzaron a actuar grupos de derecha, de
orientación fascista, como la Cruz de Fuego (1927) y Solidaridad Francesa
(1932). Este último estaba constituido por los "camisas azules", un
grupo paramilitar que se preparaba para un golpe de Estado y producía
enfrentamientos con sindicalistas y grupos de izquierda. Y ambos estaban
financiados, entre otros, por el perfumista francés Francois Coty.
A partir de 1934,
estos grupos provocaron una serie de graves desórdenes. A fines 1933, se habían
descubierto las actividades de un financista, Stavinky, acusado de fraude al
Estado. Varios diputados aparecieron además comprometidos con la estafa. Fueron
acusados de corrupción, lo que provocó, en enero de 1934, una gran
concentración fascista frente a la Cámara de Diputados exigiendo la disolución
del parlamento. Hubo enfrentamientos que culminaron con cerca de 20 muertos y
más de mil heridos.
Lo ocurrido en
enero de 1934, recordó a muchos franceses la toma de Roma por parte de
Mussolini. Para prevenir la situación se organizó una gran coalición de
partidos de izquierda, el llamado Frente Popular, impulsada por comunistas e
integrada por radicales y socialistas. Esta coalición ganó las elecciones en
1936 y llevó al gobierno al socialista León Blum, que integró su gobierno con
miembros de la coalición. Sin embargo, la suerte del Frente Popular fue
efímera. El temor al fascismo había favorecido su triunfo, pero las medidas
sociales que comenzó a tomar Blum (aumentos salariales, establecimiento de la
semana laboral de 40 horas, vacaciones pagas, etc.) generó el remor ante el
ascenso de la izquierda entre amplios sectores de la clase media. Por otra
parte, la drástica división de la sociedad francesa en izquierdas y derechas inconciliables
hizo pensar a muchos que Francia se encontraba al borde de una guerra civil
semejante a la que estaba asolando a España durante esos mismos años.
A fines de 1937,
Blum (que era hostilizado además por la prensa de derecha por su origen judío)
renunció a la presidencia y fue reemplazado por un radical, Daladier, que para
calmar la situación interna intentó anular algunas de las medidas sociales, sin
conformar a nadie y sin poder anular las críticas que venían tanto de la
derecha como de socialistas y comunistas. Estos agudos conflictos internos
permiten explicar, en parte, la facilidad con que Alemania pudo ocupar gran
parte de Francia una vez declarada la guerra. Mientras comunistas, socialistas
y radicales enfrentados entre sí observaron impotentes la ocupación nazi, la
derecha le dio la bienvenida esperando que los alemanes pusiesen finalmente en
orden la situación francesa.
El caso español
Desde su instauración en 1931, la república
española se había visto sacudida por conflictos sociales y por la lucha
política entre la derecha y la izquierda. Dentro de ese clima, se había
organizado un Frente Popular -sindicalistas, socialistas y comunistas- que
ganaron las elecciones para diputados a comienzos de 1936. Ante el ascenso de
la izquierda, en julio de 1936, se produjo la sublevación militar encabezada
por el general Francisco Franco. El golpe militar fracasó en su intento de
tomar el gobierno, pero desencadenó una guerra civil que se prolongó hasta
1939.
La guerra civil
española fue una guerra entre distintos grupos políticos: por un lado
republicanos, socialistas, anarquistas y comunistas; por otro lado, los
"nacionales", es decir, monárquicos y la derecha junto con un grupo,
la Falange, de clara orientación fascista. Además, la Iglesia católica apoyaba
a los nacionales mientras consideraba la guerra como una nueva
"cruzada". Pero la guerra fue también un conflicto regional:
autonomistas catalanes y vascos apoyaban a los republicanos, mientras que los
nacionales eran apoyados por el oeste y el sur (Galicia y Andalucía).
Si bien esta era
una guerra civil, pronto cobró una dimensión internacional. Alemania e Italia
apoyaban y enviaban su ayuda a los nacionales, como lo demostró el célebre
episodio de Guernica; mientras que los republicanos recibían la ayuda de la
Unión Soviética. Incluso los partidos comunistas organizaron en distintos
países las llamadas Brigadas Internacionales, que fueron a la guerra en apoyo
republicano. Sin embargo, la ayuda que recibieron estos últimos fue más débil
que la recibida por los nacionales, ya que Gran Bretaña mantuvo su neutralidad
y la agitada Francia que gobernaba León Blum poco apoyo pudo brindarles.
De esta manera, en
marzo de 1937, Franco completó la conquista de las provincias vascas del norte
y, a comienzos de 1938, lograba aislar al ejército republicano de Cataluña de
la comunicación con Madrid que terminó capitulando tras un asedio de 29 meses,
en marzo de 1939. De esta manera en España, el generalísimo Franco se hizo
cargo del gobierno, asumiendo el título de Caudillo de España por la Gracia de
Dios e iniciando una larga dictadura que duró hasta su muerte en la década de
1970.
Anexo. El otro comunismo: la Revolución China
Si bien la constitución del bloque socialista
había girado alrededor de la Unión Soviética, poco después de acabada la guerra
mundial, en 1947 se
consolidó otro proceso que constituyó a China
como un país comunista, al mismo tiempo que generó un nuevo modelo tanto
revolucionario como de concepción del comunismo.
Desde mediados del
siglo XIX, el imperio chino había quedado abierto al comercio y a las
inversiones de los países imperialistas occidentales. El impacto de Occidente
sobre la estructura económica y social de China había generado la existencia de
dos mundos yuxtapuestos: una economía "moderna" ubicada en los
puertos de exportación y en algunas ciudades vinculadas al comercio (Shangai,
Cantón, Tientsin) y una economía "tradicional", rural y ampliamente
autosuficiente, localizada en el interior. El sector "moderno" estaba
constituido por un área de inversiones extranjeras, con mayor interés en el
comercio que en la industria. La mayor parte de las inversiones se daban en
bancos y en transporte marítimo. Incluso dentro de la industria, el interés
estaba puesto más en las manufacturas de consumo inmediato (textiles,
cigarrillos) que en la industria pesada. Además, esta economía se caracterizaba
por su dualidad (empresas autóctonas coexistían con empresas extranjeras) y por
bajas tarifas, impuestas por los tratados comerciales que frenaban el desarrollo
nacional.
A este sector se
encontraba ligada una incipiente burguesía, que a medida que advertía las
desventajas de la competencia imperialista, descubría el nacionalismo. También
se encontraba un embrionario proletariado, generalmente recién emigrados del
campo, sumergido en miserables condiciones de vida: hacinamiento, bajos
salarios, mano de obra infantil y femenina, extensas jornadas de rrabajo,
severas reglamentaciones, etc. Dentro de esos grupos, el actor dinamizante lo
constituían intelectuales y estudiantes que organizaron ideológicamente los
principios del nacionalismo como base de la lucha contra el orden establecido.
Incluso, ya desde la década de 1920, muchos de estos grupos intelectuales
fueron influenciados por las ideas del marxismo, intentando encontrar el método
para transformar a la sociedad china.
La presencia de una
burguesía y de un proletariado incipientes no ejercía un peso relevante en la
estructura de la sociedad china que seguía siendo fundamentalmente una sociedad
campesina. El campesinado chino vivía en condiciones que apenas superaban el
límite de la subsistencia. En parte, el bajo nivel de vida se debía a la
explotación que los sometían los fichú (terratenientes), pero en gran
parte se debía también a problemas estructurales: el peso de la demografía y el
retraso de la economía rural. Los demógrafos ignoran los motivos que llevaron a
que la población china subiese de 400 millones en 1850 a 500 millones en 1930 y
a 700 millones en 1965. Hay explicaciones parciales sobre la difusión de
cultivos como el
arroz y el trigo que dieron la base para un boom
demográfico que constituyó a su vez la base de una reproducción que sigue los
patrones de los países subdesarrollados. Pero la cuestión está muy lejos de
haber quedado completamente resuelta.
Una tierra
excesivamente parcelada llevó a que la agricultura china fuese prácticamente un
trabajo de jardinería. A esto se agregaban herramientas primitivas, falta de
capitales y abonos, dificultades para sistemas de drenaje y de irrigación (por
la excesiva parcelación) y prácticas culturales profundamente arraigadas. Entre
estas prácticas culturales, el culto a los antepasados llenaba de tumbas las
tierras familiares, quitándolas para el cultivo. Sobre estos campesinos también
caía un formidable sistema impositivo, que les quitaba la mitad de la cosecha,
cada vez que el gobierno local necesitaba recursos extraordinarios. Se cobraban
además sobretasas, que quedaron después establecidas en forma permanente, para
la construcción de obras públicas o para la represión del bandolerismo, que era
otra de las plagas del campo. Era bastante usual que las familias campesinas
debieran recurrir a préstamos de los usureros y la imposibilidad de cumplir con
los pagos era una de las causas más frecuentes de la proletarización. Los
usureros del pueblo y los recaudadores de impuestos solían pertenecer a una
aristocracia rural (ti-cbu) que vivía de rentas y monopolizaba el
comercio de granos. Era además la clase de los letrados (la mayoría campesina
era analfabeta), por lo tanto detentaban el prestigio intelectual y controlaban
el poder político de la región.
La presión de los
países imperialistas sobre China puso en evidencia la debilidad de la dinastía
de origen manchó (que para muchos chinos continuaba siendo vista como una
dinastía extranjera). De esta manera, el último cuarto del siglo XIX estuvo
jalonado por la formación de sociedades secretas y una serie de disturbios.
Incluso las tentativas de modernización económica que -por presión de los
países occidentales- intentaba hacer el gobierno imperial chino conoció el
enfrentamiento generado por los Bo- xer, una sociedad secreta que provocó un
grave enfrentamiento con base en el tradicionalismo religioso, en la
destrucción de las máquinas y la expulsión de los extranjeros. Si bien la
guerra de los Boxers (1899-1901) terminó con el aniquilamiento de éstos, la
lucha civil había quedado enquistada. Los conflictos se sucedieron hasta que en
1911 finalmente una revolución acabó con el imperio chino y estableció la república.
El primer período
de la república se extendió desde 1912 a 1927. Su principal característica fue
la anarquía reinante. Las instituciones democráticas y liberales que los
intelectuales nacionalistas chinos habían aspirado a imponer resultaban completamente
extrañas a la tradición y a la clase po-
lírica china. Además, la opinión pública era
algo absolutamente inexistente y lo que contaba efectivamente en política era
el apoyo financiero de las potencias imperialistas y la actitud de los
gobernadores de provincia y de los generales del ejército. Después del caos que
siguió a la caída del imperio, aparecieron nuevas figuras en el interior de
China que fueron generando un poder basado en el personalismo. Eran los
llamados "señores de la guerra", que intentaron afirmar su dominio
combatiendo entre sí.
Sin embargo, en
este período se encuentra también la génesis de la Revolución China. Una fecha
importante fue el 4 de mayo de 1919, el día del levantamiento de los
estudiantes de Pekín. Esta rebelión de los estudiantes tuvo como motivo las
concesiones que China efectuó frente a Japón (reconocimiento de derechos sobre
la provincia de Santung). En este sentido, fue una reacción del nacionalismo
chino que además se extendió a otros centros urbanos (de Pekín a Shangai,
Cantón y otras grandes ciudades) y a otros grupos sociales. Hubo, por ejemplo,
huelgas de comerciantes, que reforzaron las manifestaciones estudiantiles. Pero
el movimiento también incluyó la renovación intelectual: los estudiantes
comenzaron a impugnar el sistema ideológico sobre el que descansaba toda la
estructura social china, el confacionismo. Atacaron las prácticas y los
valores tradicionales, las jerarquías sociales, la obediencia y la sumisión del
subdito al soberano, del hijo al padre y de la mujer al marido; el respeto a
los ancianos, la sumisión a códigos y ritos, el conformismo, los matrimonios
concertados, la práctica de los pies vendados en las mujeres, etc. Pero además
sostenían un proyecto de reforma que desde la perspectiva del confucionismo era
considerado herético: propusieron que los publicistas y literatos abandonaran
el uso de la lengua clásica (wen-yen) comprendida sólo por una minoría y
emplearan para escribir la lengua vulgar (pai-hai) empleada por la mayoría.
Esto significaba un golpe para las minorías letradas, en particular para el
grupo de la burocracia estatal, los mandarines, que con la escritura
controlaban un instrumento de dominación.
El problema
estribaba en cómo conciliar estas demandas, de qué manera un movimiento nacionalista
podía atacar los fundamentos culturales chinos. En rigor, las demandas no eran
contradictorias: se aspiraba a construir la nación barriendo con los obstáculos
culturales que impedían que China se integrase en un mundo caracterizado por
los avances de la tecnología y la competencia. En síntesis, se consolidaba un
nacionalismo moderno. A partir de estos principios se formó el Partido
Nacionalista, el Kuomintang, que en 1922 se aliaba con el recién fundado
Partido Comunista chino, muy débil numéricamente, pero integrado por un sólido
núcleo de intelectuales.
En 1924, comenzó la
organización de un Ejército Revolucionario (integrado por comunistas y
nacionalistas) que quedó al mando del dirigente del Kuomintang, Chiang Kai
Chek. La campaña que desarrolló el ejército con el objetivo de unificar China,
permitió tomar Shanghai y Nankín y controlar las regiones centrales y
meridionales del país. Pero la expedición hacia el norte se detuvo durante más
de un año: comunistas y nacionalistas estaban demasiado ocupados con sus
propias diferencias como para continuar la lucha contra los "señores de la
guerra". En abril de 1927, Chiang Kai Chek -que aspiraba a la unificación
pero no a la revolución social- se volvió contra los comunistas a quienes masacró
según los procedimientos descriptos por André Malraux en La condición
humana. Esto no impidió que la era de los "señores de la guerra"
quedara cerrada: en 1928, tras nuevas conquistas y nuevas alianzas, el conjunto
de China reconocía al nuevo gobierno al mando de Chiang Kai Chek -que
reestableció el confu- cionismo y una ideología impregnada de muchos de los
principios del fascismo- con sede en Nankín.
Sin embargo, los
comunistas no abandonaron la lucha. Los levantamientos se dieron en el campo y
estuvieron dirigidos por el hijo de un campesino, Mao Tsetung. Pudieron
instalarse en la provincia de Kiang Si, en donde comenzaron a repartir tierras
entre los campesinos y, en 1931, establecieron la República Soviética China. Si
bien habían podido resistir varios ataques de las fuerzas de Chiang Kai Chek,
un último ataque (1934), reforzado por el asesoramiento técnico y armamento
alemanes, derroró al Ejército Rojo. Para escapar del aniquilamiento, los
comunistas comenzaron a evacuar el terreno, iniciando la Larga Marcha (1934 a
1935) que les permitió ubicarse en el norte del país.
La invasión
japonesa en 1937 cambió la situación de los comunistas. No sólo los comunistas
se mostraron como celosos defensores de la integridad nacional, sino que desde
el bando nacionalista primaba la opinión de que no se podían dispersar las
fuerzas, sino que era necesario formar un frente común. La participación en la
guerra chino-japonesa-que se confundió a partir de 1939 con la Guerra Mundial-
permitió a los comunistas consolidar su posición frente a los campesinos como
campeones de la resistencia frente a los invasores. De este modo, cuando
terminó la guerra, en 1945, habían logrado un poder que les era muy difícil de
negar. Sin embargo, Chiang Kai Chek no aceptó organizar un gobierno de coalición
y la guerra civil recomenzó en 1946, ya en el marco de la incipiente Guerra
Fría: el bando nacionalista con apoyo de los Estados Unidos y el bando
comunista con apoyo de la Unión Soviética. Sin embargo, la superioridad del
Ejército Rojo no puede medirse en términos exclusivamente militares. La lucha
fue in-
disociable de la reforma agraria: significaba
para los campesinos liberarse del poder de terratenientes y recibir una parcela
de tierra. Dicho de otra manera, los comunistas habían lograron movilizar a la
masa campesina, sentando las bases de la táctica del maoísmo: asentamiento de
bases revolucionarias rurales y toma militar del poder. De este modo, se logró
tomar la ciudad de Pekín donde, en octubre de 1949, se estableció la República
Popular China. Por su parte, Chiang Kai Chek se retiró a la isla de Taiwán,
donde estableció como contrapartida, la República Nacionalista China.
Da
construcción del socialismo en China tuvo que salvar dos obstáculos: la presión demográfica y el atraso
económico. Los primeros años
(1949-1953) tuvieron como objetivo la
reconstrucción económica del país devastado por la guerra (era necesario
reconstruir las vías férreas, por ejemplo), pero también el adoctrinamiento y
el encuadramiento ideológico de la población. Hubo juicios en masa y
ejecuciones de los "contrarrevolucionarios", y pronto empezaron
también las depuraciones dentro del propio partido en el marco de la lucha
contra la corrupción, el burocratismo y el despilfarro. Pero la coacción fue
combinada también con lo que se llamó la "reforma del pensamiento",
una tarea de adoctrinamiento, desuñada a que la gente rompiera los lazos
emocionales con la vieja sociedad. Y esto era necesario no sólo para introducir
el socialismo, sino también nuevas formas de vida. El tradicionalismo era muy
fuerte en China y algunas medidas que se habían tomado como la prohibición de
los matrimonios de niños u organizados por los padres, y del concubinato y la
bigamia eran medidas que encontraban grandes resistencias sociales.
El segundo período
(1953-1957) coincidió con el Primer Plan Quinquenal que se planteó como
objetivo la colectivización y la industrialización. El objetivo era,
indudablemente, la construcción de una industria de base que garantizara el
desarrollo económico de China. La colectivización de la tierra era considerada,
como lo había sido en el caso de la Unión Soviética, el paso previo a la
industrialización. Sin embargo, el ejemplo de la URSS estuvo presente y
la colectivización agrícola se dio en pasos paulatinos. Esta política económica
coincidió con la campaña de las "Cien Flores" ("Flores" era
la metáfora con que Mao, que además era poeta, se refería a las distintas
escuelas de pensamiento). La finalidad fue dar cierta libertad de pensamiento
para ganar a intelectuales y profesionales que miraban remisos a la revolución,
con el objetivo de ganar colaboración técnica para el desarrollo.
El tercer período
fue el llamado "Gran Salto adelante" que abarcó de 1958-1965. El
Primer Plan Quinquenal había logrado importantes objetivos de
industrialización, pero en lugar de buscar la estabilización de esta
etapa, China se lanzó al Gran Salto con el
objetivo de superar la industrialización de Gran Bretaña. Para ello se propuso
encontrar un camino más breve hacia el desarrollo a través de la implantación
de las llamadas "comunas populares", cada una dedicada a organizar su
propia industria y su propia agricultura, al mismo tiempo que cada una
funcionaba como unidad administrativa y militar autónoma. Sin embargo, esta
experiencia no dio los resultados esperados: hubo errores de planificación,
faltaron controles de calidad de la producción, las máquinas se deterioraron
por el uso intensivo. A esto se sumó el retiro, por fricciones políticas, de la
asistencia técnica soviética. En síntesis, el Gran Salto terminó en la crisis
económica de 1960. Sin embargo, también pareciera que los observadores
occidentales exageraron los efectos de la crisis (en este sentido, también la
información que se brindaba formaba parte de la Guerra Fría). En rigor, China
pudo reestablecer rápidamente el nivel de su producción industrial, basada en
una elaborada tecnología. Hacia 1964, ya controlaba la energía atómica y los
datos de 1965 mostraron que había duplicado la producción en comparación con
1957.
Mientras tanto se
fueron agudizando los conflictos entre China y la Unión Soviética. Conflictos
fronterizos se sumaron a tradiciones culturales diferentes y llevaron a Mao a
acusar a los dirigentes de la URSS de "revisionismo", lo que
significaba abandonar los principios de Lenin para aproximarse al occidente
capitalista. Los ataques principales se centraron sobre la figura de Jruschov,
al que un artículo en 1963 -que finalmente signa la ruptura entre los dos
países— lo acusa de "pseudocomunista". La lucha contra el "revisionismo"
y el "pseudocomunismo" también se aplicó para depurar las propias
filas del Partido Comunista chino, sobre todo, de algunos dirigentes que se
oponían a la política de Mao en contra de la URSS.
Ante las protestas
que generó la "depuración" del partido, Mao tomó una medida
extraordinaria: la Revolución Cultural, que se extendió entre 1965 y 1969 y se
desarrolló con el apoyo del Ejército. Primero se dirigió contra todos aquellos,
desde literatos hasta burócratas, que habían disentido con Mao; luego la
limpieza se dirigió a las universidades, intelectuales, y centros de producción
artística, controlando toda expresión de pensamiento considerada disidente. Por
último, bajo el control de la Guardia Roja, se logró que todas las
manifestaciones culturales tuvieran como centro a Mao, construyendo un efectivo
culto a su personalidad. Para fortalecer esta orientación se establecieron en
todos los puntos del país los "comités revolucionarios" destinados a
un control estricto sobre la población.
Esta orientación no impidió que la Revolución
China se transformara para muchos en un modelo a seguir, alternativo al modelo
que proporcio-
naba la Unión Soviética. En los sectores
marxistas de Occidente, sobre todo entre los jóvenes e intelectuales en los
años de las décadas de 1960 y 1970, el maoísmo despertó grandes esperanzas. Se
consideraba que era el verdadero camino a la revolución, aquel que los
burócratas soviéticos habían traicionado. En las universidades, entre los
estudiantes y los profesores más radicalizados se aceptaba con fruición el
nuevo comunismo chino con su insistencia en la inevitabilidad de la guerra
contra el imperialismo, y el énfasis en la combatividad y creatividad de las
masas.
Anexo. Los conflictos de Medio Oriente
Uno de los rasgos de la década de 1970, que se
prolonga hasta nuestros días, es la nueva presencia del mundo árabe, basada en
una peculiar cultura y una fuerte conciencia religiosa. Muchos de los estados
árabes habían estado bajo el dominio occidental, tras la desintegración del
imperio otomano después de la Gran Guerra. Ya en 1916, Francia e Inglaterra
habían firmado una serie de tratados por los cuales se repartían esas regiones
en áreas de influencia. Así, por ejemplo, entre otros territorios, Siria y el
Líbano correspondieron a Francia; y Egipto, Irak y la amplia región de
Palestina quedó bajo la administración inglesa. Pero a diferencia de la
colonización en otras zonas, el occidente cristiano europeo no pudo vencer la
fuerza del Islam que continúo siendo la religión y la culrura dominante.
Su posición de
proveedores de materias primas y, en algunos casos de petróleo, dejó a la
economía de estos países fuertemente subordinada a la economía occidental, al
mismo tiempo que la invasión de mercaderías importadas europeas arruinó a las
artesanías tradicionales. Respecto a la explotación de petróleo, Irak cumplió
un papel clave, lo mismo que Palestina, en donde, en la región de Haifa, estaba
una de las estaciones finales del oleoducto. De allí la importancia estratégica
que el control de Irak y de Palestina, y también del Canal de Suez, tenía para
Inglaterra durante los años de entreguerra.
En 1950 comenzaron
a gestarse los movimientos independentistas. Sin embargo, en estos primeros
movimientos fue el nacionalismo y la intención de modernizar a estos países lo
que guió la conducta de sus líderes: en los años de la década de 1950 las
motivaciones culturales y religiosas ocuparon un segundo plano. En este
sentido, el punto de partida fue el movimiento encabezado por Nasser a favor de
la independencia de Egip-
to, movimiento que se transformó en un hecho
paradigmático para los otros países árabes a lo largo de la década de 1960.
En la década de
1970, en cambio, los movimientos de los países árabes cambiaron sus contenidos,
abandonaron el nacionalismo y los planes de modernización económica, para
acentuar los contenidos religiosos y los valores tradicionales de la cultura.
Para esto concurrieron varios factores. El peso económico de muchos de estos países
radicaba en su riqueza petrolera, con la que incluso pudieron presionar con el
control de los precios y la suspensión de ventas al occidente capitalista,
generando incluso una importante crisis energética, a comienzos de la década.
Esta posibilidad afirmó su sentimiento nacional, pero también creó para muchos
nacionalistas un dilema: la modernización y la industrialización implicaban
muchas veces perder las viejas pautas culturales e incorporar de forma cada vez
más creciente formas de vida y valores occidentales. Y esto produjo como
reacción una verdadera "reislamización" de los países árabes.
El ejemplo más
típico de la "reislamización" lo encontramos en el caso de Irán (la
antigua Persia). Después de la guerra mundial, Irán había quedado bajo el control
indirecto de los Estados Unidos. En 1951 triunfó en las elecciones el Frente
Nacional, encabezado por el líder nacionalista Mossadeq, quien como primer
ministro logró la nacionalización del petróleo. Ante esto, en 1953, un golpe de
Estado -en el que se denunció la participación de la CIA, central de
inteligencia norteamericana- lo derrocó y otorgó al Sha, el monarca, poderes
casi absolutos. Incluso, en 1961, fueron disueltas las cámaras legislativas y
en 1967, el Sha y su esposa fueron coronados emperadores de Irán. El gobierno
del Sha estaba prácticamente sostenido por los empréstitos y el apoyo militar
de los Estados Unidos. A cambio, de esto, el mayor porcentaje de la producción
de petróleo pasó a ser controlada por empresas estadounidenses.
Pero además de
perder de vista los objetivos nacionalistas, el gobierno del Sha introdujo una
serie de medidas de modernización, que le ganaron la oposición de los grupos
religiosos más tradicionales. Desde 1962, las mujeres obtuvieron derecho al
voto, se les otorgó también la tenencia de sus hijos en caso de divorcio, y
hubo planes de alfabetización para los campesinos. Sin embargo, esta
modernización no debe engañar respecto a la naturaleza del gobierno del Sha:
una verdadera dictadura unipersonal, sin ningún tipo de mecanismo de
participación política y con una gran represión policíaca contra todo intento
de oposición política.
Desde 1963
estallaron serios conflictos antigubernamentales en Teherán. Estos
descontentos, que se extendieron pese a la represión durante las décadas de
1960 y 1970, fueron canalizados por un líder religioso que se
encontraba en el destierro, el ayatollah
Jomeini. Jomeini dirigió, en 1979, una huelga general que hizo a la situación
incontrolable. El Sha debió desterrarse y Jomeini volvió a Irán donde se
proclamó la República Islámica. En diciembre de 1979, se establecía entonces
una nueva Constitución, cuya fuente de inspiración fue el Corán, y se
reestablecían las viejas costumbres culturales y religiosas (obligación para
las mujeres de usar chador, pena de muerte por adulterio, etc.). Jomeini murió
en 1989, pero sus sucesores mantuvieron el carácter de esta república
religiosa, donde lo secular y lo sagrado aparecían totalmente confundidos.
Pero la revolución
iraní fue también un desafío para Occidente. Cuando, durante la insurrección,
la situación se hizo incontrolable, en noviembre de 1979, un grupo de
estudiantes extremistas ocupó la embajada de Estados Unidos en Teherán tomando
53 rehenes. El objetivo declarado era "canjearlos" por el Sha, que
enfermo de cáncer se encontraba internado en una clínica de Nueva York. Pero
indudablemente era mucho más que un canje: se trataba de desafiar al orden
internacional, de humillar a la potencia que establecía el orden en el mundo. Y
la humillación se cumplió cuando el presidente Cárter ordenó una operación
rescate que fracasó estrepitosamente (abril de 1980).
El Estado de Israel y Palestina
La presencia del fundamentalismo islámico,
donde lo político y lo religioso se confunde, se intensificó por el enclave
dentro de mundo árabe de otro Estado donde también la organización política se
confunde con la religión, que es el Estado de Israel. Después de la primera
guerra mundial, Palestina había sido otra de las regiones que habían pasado a
control británico. Pero en esa región había comenzado a darse una paulatina
inmigración judía, favorecida por el surgimiento del movimiento sionista que
aspiraba a la construcción de un Estado que se identificara con la nacionalidad
judía.
Para constituir un
Estado era necesario conseguir territorios, de allí que la adquisición de
tierras, la colonización agrícola y el establecimiento de kibutz,
granjas colectivas, fueron los primeros pasos para el asentamiento. Durante el
período nazi la inmigración judía se acrecentó, lo que no dejó de ocasionar una
serie de conflictos, porque el territorio que se buscaba habitar estaba ocupado
por la población árabe de Palestina. Para mantener la calma interna, los
británicos intentaron detener esta inmigración judía, lo que desencadenó una
serie de atentados y guerra de guerrillas por parte de organizaciones judías.
Ante el conflicto, Gran Bretaña acudió, después de la guerra, ante las Naciones
Unidas que propusieron que en el territorio
de Palestina se crearan dos estados, uno árabe
y otro judío, pero tanto unos como otros rechazaron la propuesta. Los
conflictos armados continuaron hasta que finalmente, los judíos proclamaron el
Estado de Israel que fue reconocido internacionalmente en 1949.
Sin embargo, el
conflicto original, entre árabes e israelíes parece no encontrar una solución.
El Estado de Israel intentó evitar la organización de un Estado palestino,
formado por árabes, que podría constituirse en un rival de peso. Para esto
desarrolló una política de anexión de territorios que impediría la unificación
de Palestina. Las guerras árabes-israelíes de 1956, 1967 y 1973 fueron parte de
un conflicto que todavía parece no encontrar solución.
Si bien el resurgimiento del islamismo tuvo
como centro Irán, muy pronto se extendió a otros países árabes. Sin embargo,
hablar de islamismo no significa hablar de unanimidad religiosa. En parte
porque el islamismo está fracturado en dos corrientes religiosas, el chiísmo y
el sunismo, enfrentadas entre sí muchas veces en forma violenta, además de
otros grupos. Pero por otra parte, la unidad en el islamismo no es suficiente
para evitar conflictos por intereses nacionales. De este modo, dos países
fuertemente islámicos, Irán e Irak se vieron envueltos en una serie de
conflictos fronterizos que finalmente desembocaron en la guerra.
Irak era también un
centro de producción petrolera donde se jugaban poderosos intereses
internacionales. También en la década de 1950 nos encontramos con un movimiento
nacionalista y republicano que culminó con el derrocamiento del rey Faisal y el
establecimiento de la República de Irak. Sin embargo la política de la nueva
república fue muy inestable hasta que en 1979, se h izo cargo de la presidencia
y de numerosos cargos (en una suerte de "suma" del poder público) el
líder militar Saddam Hussein. En septiembre de 1980, un conflicto fronterizo
había desencadenado una larga guerra entre Irán e Irak, que finalizó en 1988.
En esa guerra, Irak había logrado apoderarse de algunos territorios; sin
embargo, el saldo no le fue favorable. Irak había quedado con una situación
económica muy crítica, con un ejército sobredimensionado y con numerosos
conflictos internos. La población chiíta se sublevaba contra el régimen sunita
de Saddam Hussein; mientras que la población de origen kurdo continuaba con sus
levantamientos.
En medio de este
clima político, Irak invadió el emirato de Kuwait. Kuwait es un pequeño
territorio que hacia 1989 contaba con sólo dos millones de habitantes, pero su
escaso territorio es compensado por la riqueza
petrolera: en 1934, empresas británicas y
estadounidenses habían organizado la Kuwait Oil Company que tranformó al país
en el principal productor de petróleo del Medio Oriente. En 1961, si bien los
intereses económicos anglobritánicos se mantuvieron, se organizó el primer
emirato independiente. Se estableció una monarquía constitucional, aunque en la
práctica el poder era detentado por el Emir y un estrecho grupo de familiares y
allegados (que son, por otra parte, las familias más ricas del mundo). Desde
1989, comenzaron las tensiones con Irak, por el reclamo que Kuwait hizo sobre
la isla de Babiyán en el Golfo Pérsico. Las tensiones se agudizaron de modo tal
que Irak invadió Kuwait y lo anexó en agosto de 1990.
Ante la situación
planteada, en 1991, una fuerza internacional integrada por los Estados Unidos,
Gran Bretaña, Francia y Arabia Saudita inició las operaciones que condujeron a
la derrota de Irak y al reestablecimiento de la independencia de Kuwait
(febrero de 1991). La guerra significó para Kuwait grandes pérdidas materiales
que afectaron la producción petrolera. Pero también la guerra fue el inicio de
transformaciones internas. Tras la vuelta al poder del emir al-Jaber comenzaron
una serie de movilizaciones internas que demandaban reformas de tipo
democrático. De este modo, en julio de 1991 , se debió reestablecer la Asamblea
Nacional como órgano legislativo.
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