Historia social del
movimiento obrero europeo
[Wolfgang Abendroth]
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Selección
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Abendroth, Wolfgang (1983): Historia Social del Movimiento Obrero Europeo.
8va ed. Barcelona: Laia.
II. LA ASOCIACIÓN INTERNACIONAL DE LOS
TRABAJADORES
El período de prosperidad, que puso fin en
1849-1850 al primer impulso del movimiento obrero europeo, reforzó el
desarrollo industrial de Inglaterra e intensificó la difusión de los nuevos
métodos de producción en Francia y Alemania. Mientras duró la coyuntura, la
burguesía del continente se sintió satisfecha de la situación política que se
había producido después del fracaso de la revolución, aunque ella misma quedó
en lo esencial excluida de la participación en el poder político. En Francia
dominaban el ejército, la burocracia y la policía de Napoleón III, y en los
Estados de la «Federación Alemana», un régimen, modificado en cada caso, de
príncipes, nobleza feudal y burocracia. La clase obrera no se hallaba ya en
condiciones de desarrollar una actividad propia; sus dirigentes habían sido
asesinados después de la revolución, privados de libertad u obligados a
emigrar. Sólo en Inglaterra se pudo mantener, mediante uniones sindicales, un
resto de continuidad en la organización.
Ahora bien, con la coyuntura de 1850 penetraron
cada vez más en Europa los métodos de producción industrial capitalista. En
los tres decenios de 1850 a 1880, el número de caballos de fuerza producidos
por máquinas de vapor se elevó en Inglaterra de 1'3 a 7'6 millones; en
Francia, de apenas 0'4 a casi 1'3; en la Federación Alemana y luego en el
Imperio alemán, de 0'26 a más de 5'1 y en Austria de O'1 a 1'6 millones.
Proporcionalmente aumentaron la producción de carbón en Inglaterra de 49 a
147 millones de toneladas; en Alemania, de 6'7 a 59' 1; en Francia, de menos
de 0'5 a 19'4 millones de toneladas, y la de acero en Inglaterra, de 2'6 a
25' 1; en Francia, de 0'8 a 3'8; y en Alemania, de 1'3 a 12 millones de
toneladas. La industria de los medios de producción y la industria
transformadora presentaban el mismo incremento. El ferrocarril abarcó a toda
Europa.
La tranquilidad social y política de los años
cincuenta del siglo XIX era engañosa. Mientras el auge económico transcurrió
sin perturbaciones, los sistemas posrevolucionarios pudieron disimular las
contradicciones entre las clases. Pero tan pronto una perturbación cualquiera
en el impulso económico obligara a la burguesía liberal a urgir
intervenciones en la política exterior del Estado, el movimiento obrero
volvería a cobrar importancia.
(...)
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En la época que siguió a 1850 había mejorado la
situación material de una gran parte de la capa de obreros industriales, si
bien su parte proporcional en el producto social de la producción industrial
había permanecido invariable. Las primeras limitaciones a la desenfrenada
explotación en la fase de la primera acumulación capitalista no tuvieron su
origen en concesiones voluntarias de los patronos, sino que fueron
establecidas bajo la presión de los obreros. La ley de fábricas inglesa de
1833, que al principio sólo afectaba a la industria textil, fijó horarios
básicos de trabajo —para menores de edad entre 13 y 18 años, 12 horas; para
niños de 9 a 13 años, 8 horas diarias; el trabajo de los niños menores de 9
años quedó prohibido. Los patronos intentaron soslayar en lo posible esta
ley; incluso consiguieron que el Parlamento redujera a 8 años la edad mínima
para la ocupación laboral de niños y que el horario general de las fábricas,
fijado ahora en 12 horas, fuera también obligatorio para los niños. Gracias a
nuevos éxitos de los cartistas se llegó finalmente a la ley del 8 de junio de
1847, que limitaba el horario laboral de las mujeres y menores de edad a 11
horas primeramente y a 10 a partir del 1 de mayo de 1848. La contraofensiva de
los industriales no se hizo esperar. No obstante, en 1850 se logró establecer
legalmente la jornada de diez horas para todos los obreros, si bien en un
principio sólo para el ramo textil. Lo que Robert Owen había reclamado 40
años antes y que las clases dominantes y la doctrina científica reinante
había tildado de crimen ateo contra la virtud «cristiana» del trabajo y
escarnecido como utopía, alcanzó ahora validez jurídica. Fueron las
experiencias de esa lucha inglesa las que ayudaron a los obreros franceses a
imponer la ley de la jornada de 12 horas como el más importante resultado de
la revolución de febrero de 1848.
(...)
Al comienzo de la siguiente crisis, la clase
obrera ya no era una pequeña minoría en Francia y Alemania como antes de
1848. Y ahora se hallaba en parte en mejores condiciones materiales y
culturales. Los gobiernos se vieron obligados a reducir el trabajo de los
niños y a garantizar a los obreros una instrucción escolar, mínima desde
luego, que se reveló imprescindible para las complicadas funciones de la
producción industrial. De ahí que una nueva crisis económica tenía que
provocar un movimiento obrero política y socialmente más intenso.
Esta crisis económica comenzó en 1857. Después de
las guerras de Crimea y de Italia, los polacos e italianos oprimidos entraron
nuevamente en movimiento y suscitaron el sentimiento de solidaridad de los
demócratas. La guerra civil americana llevó a los radicales democráticos al
parlamento británico y sobre todo a los obreros ingleses a
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proclamar su simpatía por los Estados del norte y
a evitar la entrada de Inglaterra en la guerra al lado de los Estados
meridionales de la Unión. Ya antes habían logrado los obreros ingleses un
gran éxito: la huelga de los obreros de la construcción en Londres de 1859, a
la que los patronos respondieron con lock-outs
y la supresión del derecho de coalición en sus empresas, pudo
terminarse, al cabo de 9 meses —gracias a la cohesión de todos los sindicatos
ingleses, que realizaron colectas para los huelguistas—, con la abstención
del derecho de asociación. Las campañas de solidaridad en favor de los
huelguistas de la construcción habían conducido a fusiones locales de los
sindicatos de obreros cualificados, otorgando de nuevo al movimiento obrero
inglés órganos eficientes. Sobre esta base comenzó la nueva lucha por el
mismo derecho de voto, que fue apoyada por algunos parlamentarios
radical-burgueses; resultado de tal lucha fueron la reforma del derecho
electoral de Disraeli en 1867 y la del parlamento de Gladstone en 1884, que
otorgaban el derecho de sufragio a la mayoría de los obreros urbanos y
rurales. También el movimiento obrero francés resultó reactivado con la
crisis de 1857-1858: a pesar de la prohibición de asociación, se produjo una
ola de huelgas para mantener el nivel de los salarios. Como muestra de su
política «de simpatía hacia los trabajadores», el gobierno francés envió una
delegación de 550 obreros a la exposición universal londinense de 1862. De
esta delegación, elegida por los obreros, formaban parte también partidarios
de Proudhon bajo la dirección de Henry Louis Tolain. La delegación entró en
contacto con el consejo sindical de Londres y acordó una manifestación común
en favor de la revolución polaca el 22 de julio de 1863 en Londres. Al día siguiente
se discutió la posibilidad de una asociación internacional permanente de los
trabajadores; los ingleses organizaron un comité, presidido por Georg Odger,
que redactó un mensaje a los obreros franceses. Se solicitaba la colaboración
de los trabajadores de todos los países civilizados, el apoyo a la rebelión
polaca y que se evitase la presión salarial sobre los obreros ingleses,
mediante la contratación de mano de obra más barata en el continente.
La primera reunión tuvo lugar el 28 de septiembre
de 1864 en St. Martin's Hall, en Londres. En ella estuvieron representados,
además de los ingleses y franceses, numerosos grupos de emigrantes; entre
otros, los italianos por medio de un ayudante de Garibaldi, y los alemanes,
por miembros de la Asociación Comunista de Cultura Obrera. Karl Marx fue uno
de los representantes alemanes elegidos para el comité central, que constaba
al principio de 32 miembros. A pesar de todo el escepticismo en cuanto al
grado de madurez del movimiento, estimaba en mucho la importancia de la
asociación. El 29 de noviembre de 1864 escribía a su amigo Ludwig Kugelmann:
«La asociación es importante, porque están ahí los jefes de las Trade Unions
de Londres, que han hecho a Garibaldi un
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recibimiento magnífico y con el gigantesco mitin
de St. James Hall han hecho fracasar el plan de Palmerston de una guerra con
los Estados Unidos. También los jefes de los trabajadores de París están en
contacto con ella.»
Al esbozar los estatutos y el preámbulo, que
formulaba los principios de la nueva organización, pudo Marx imponerse en
contra de los partidarios de Owen y de Mazzini. El Memorial a la Clase Obrera, por él
redactado, manifiesto inaugural de la Asociación Internacional de
Trabajadores, contenía sólo reflexiones que podían aceptar los partidarios de
las Trade Unions y también los discípulos de Proudhon y de Mazzini. Al
enlazar con las ideas de los diferentes dirigentes obreros de cada país y al
dar conciencia a sus principios comunes, quería iniciar un proceso en el que,
mediante las experiencias de las luchas propias, llegaron a una mayor unidad
y claridad teóricas. El arranque inicial del movimiento total, la necesidad
de una común lucha de clases de los obreros, quedaba claramente formulado;
pero a Marx sólo de un modo muy relativo le era posible incluir en el
programa de la Internacional sus teorías políticas y sociales desarrolladas
en el Manifiesto Comunista de 1848.
De todos modos, se evitó que la concepción mutualista de los partidarios
franceses de Proudhon o las ilusiones de Mazzini influyeran en el programa.
El boceto de Marx fue aceptado por unanimidad, con insignificantes
modificaciones, como estatuto y memorial de la Asociación Internacional de
Trabajadores. El preámbulo es uno de los documentos de mayor importancia
histórica en el movimiento obrero. Dice así:
«Considerando que la emancipación de la clase
obrera debe ser obra de la misma clase obrera; que la lucha por la
emancipación de la clase obrera no es una lucha por privilegios ni monopolios
de clase, sino por idénticos derechos y deberes para destruir toda dominación
clasista;
que la sumisión económica del obrero bajo los
propietarios de los medios de producción, es decir, de las fuentes de vida,
es el fundamento de la esclavitud en todas sus formas: la miseria social, la
atrofia espiritual y la dependencia política;
que la emancipación económica de la clase obrera
constituye por ello el gran fin último al que debe supeditarse todo
movimiento político;
que todos los esfuerzos orientados a ese fin han
fracasado hasta ahora por falta de unidad entre los muchos ramos del trabajo
de cada país y por la carencia de una federación fraternal entre las clases
obreras de los diferentes países;
que la emancipación de la clase obrera no es una
tarea local ni nacional, sino social, que abarca todos los países en los que
existe la sociedad moderna y cuya solución depende de la cooperación práctica
y teórica de los países más avanzados;
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que el movimiento obrero que actualmente se
renueva en los países industriales de Europa, a la vez que despierta nuevas
esperanzas constituye una seria advertencia contra una recaída en los viejos
errores y urge la inmediata unión de todos los movimientos aún desunidos; por
estos motivos, se ha fundado la Asociación Internacional de Trabajadores. »La
cual declara:
que todas
las asociaciones e individuos que a ella se unan reconocen la verdad, la
justicia y la moralidad como su norma de comportamiento entre sí y para con
todos los hombres, sin distinción de color, creencia o nacionalidad.
Considera el deber de cada uno alcanzar los derechos humanos y cívicos no
sólo para sí, sino para todo el que cumpla con su deber. Ni deberes sin
derechos, ni derechos sin deberes.»
La así nacida Asociación Internacional de
Trabajadores (AIT) pudo apoyarse en una gran parte de los sindicatos
ingleses, que se hicieron miembros de un modo colectivo, y en un número
variable de miembros individuales, en ocasiones incluso en sindicatos
aislados de otros países europeos. El Consejo General no ha tenido jamás una
robusta organización propia ni grandes medios económicos, aunque se le haya
atribuido falsamente un poder enorme por parte de la prensa burguesa y de los
servicios secretos de todos los países, cuya curiosa actitud frente a la
verdad, desde los tiempos de Stieber y del Proceso de Colonia contra los
comunistas en 1852 hasta el día de hoy, parece una constante en el transcurso
de las transformaciones históricas. Desde luego, la autoridad y el prestigio
de la Internacional crecieron sin cesar entre los obreros europeos hasta la
derrota de la Comuna de París, pues con llamamientos a la solidaridad se
fomentaron grandes luchas laborales. La Internacional contribuyó a esclarecer
y desarrollar la conciencia política y social de los obreros a los que representaba.
(...)
La Internacional había logrado convertirse en la
representante de casi todas las organizaciones independientes del movimiento
obrero en Europa e inducirlas a una amplia colaboración y a la discusión de
sus objetivos y su estrategia. De este modo dio a los obreros y a los países,
en los que en 1864 no había aún indicios de organizaciones obreras
independientes, el impulso que les permitiese separarse del liberalismo
burgués.
En la conferencia interna de 1865 en Londres se
puso de manifiesto el contraste entre las concepciones de Marx y las de los
representantes proudhonianos de la delegación francesa; en el primer congreso
público de la Internacional, celebrado en 1866 en Ginebra, ese contraste se
destacó de un modo rotundo. A partir de entonces, la
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característica de todos los congresos de la
Internacional fue que en las delegaciones del país de gran desarrollo
industrial dominaban las ideas de Marx defendidas por la mayoría del Consejo
General con el apoyo sobre todo de los sindicatos ingleses, mientras que en
las delegaciones de países preferentemente agrarios (entonces Italia y
España, al principio, y por el momento, también Francia) o de territorios con
pequeñas empresas artesanas (entonces la Suiza francesa) dominaron —hasta la
Comuna de París en 1871 — las concepciones proudhonianas y más tarde las de
Bakunin.
(...)
En el congreso de Ginebra de 1866, pudo
imponerse, contra los partidarios de Proudhon, el reconocimiento del
movimiento sindical y de su arma más importante: las huelgas. La petición de
los proudhonianos de sólo admitir obreros manuales como miembros del Consejo
General fue desechada; su aceptación habría tenido como consecuencia la
dimisión de Marx. Finalmente, el congreso se decidió de un modo abierto por
las propuestas de Marx de exigir medidas político-sociales al Estado
existente en favor de las mujeres y de los niños y para limitar la jornada
laboral a ocho horas. Los proudhorianos rechazaron toda intromisión del
Estado en la reglamentación de la relación laboral contractual porque temían
con ello estabilizar el Estado y poner en peligro la libertad social.
Frente a esto, advirtió Marx que las medidas para
proteger a los obreros sólo podían imponerse «mediante la transformación de
la razón social en fuerza politica»; «en las actuales circunstancias no
podemos aplicar ningún otro método, fuera de... leyes generales impuestas por
el poder del Estado... En la imposición de tales leyes, la clase obrera no
refuerza el poder dominante. Al contrario, transforma todo poder que se
utiliza contra ella en su propio instrumento. Con actos de índole general
consigue lo que con una serie de esfuerzos individuales aislados se
revelarían como intentos fallidos». La delegación francesa logró, desde
luego, el beneplácito para algunas de sus reservas, pero esto no modificó en
nada la importancia básica de los acuerdos de Ginebra. Los sindicatos y las
cooperativas de producción creadas sin ayuda estatal fueron considerados a
partir de entonces como la «palanca para la supresión del sistema mismo de la
dominación del salario y del capital».
Las discusiones entre la mayoría del Consejo
General, influido por Marx, y los partidarios franceses de Proudhon se
repitieron en el congreso de Lausana en 1867. El tema controvertido era el
papel de la lucha política de la clase obrera. Los proudhonianos la
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rechazaban porque ignoraban la fuerza del Estado
y con ello querían descartarla de la evolución social.
(...)
Sólo el Congreso de Bruselas de 1868 se declaró
abiertamente contra la oposición de los delegados franceses, en pro de la
socialización de los medios de producción por imposición del poder público.
También esperaba el congreso poder evitar, mediante una «huelga de los
pueblos contra los gobiernos», un agudizamiento del conflicto entre Francia y
Alemania; pero muy pronto se reveló esto como una ilusión.
El Congreso de Basilea de la AIT concluyó en 1869
los debates sobre la concepción de Proudhon: la resolución en favor de la
propiedad común del suelo fue aceptada por cincuenta y cuatro votos contra
cuatro. Pero ya se anunciaban aquellas discusiones que llevarían al fin de la
Primera Internacional. Como delegado de Lyon había acudido a Basilea el
revolucionario ruso Miguel Bakunin. Éste tenía poca comprensión hacia una
tenaz y sistemática lucha sindical cotidiana por el salario y el horario
laboral, adaptada a las cambiantes circunstancias, y por la lucha política
para ampliar los derechos democráticos y la legislación social, tal como la
llevaban a cabo los obreros de los países industrialmente más avanzados.
Su pensamiento respondía a la situación de los
obreros en los países de menos desarrollo industrial; en la discusión sobre
el derecho sucesorio halló el nuevo conflicto su primera expresión. No menos
importante resultó el hecho de que en Basilea se presentó por vez primera un
partido nacional de trabajadores: el Partido Alemán Socialdemócrata de
Trabajadores. Quedaba abierta una nueva fase del movimiento obrero europeo,
que, como pronto se iba a ver, llevaría la impronta de los nacientes partidos
nacionales de trabajadores.
El estallido de la guerra entre Francia y
Alemania, un año más tarde, mostró que los acuerdos de Bruselas no habían
correspondido a la verdadera situación; sin dificultad pudieron los gobiernos
de los dos bandos llevar a sus pueblos a la creencia de que hacían una guerra
defensiva. Los seguidores de la Internacional se quedaron solos. El Consejo
General en Londres analizó la situación desde el punto de vista de un
pensamiento democrático-revolucionario, pero no pacifista. En sus
llamamientos a los trabajadores de los Estados en guerra expuso la opinión de
que era ante todo misión de los obreros franceses derrocar a Napoleón III,
pero que luego los obreros alemanes tendrían la obligación de evitar la
prosecución de la guerra, que ya no se haría para defender a Alemania, sino
para aumentar el poder de Prusia: «Si la clase obrera alemana permite que la
actual guerra pierda su carácter rigurosamente defensivo, entonces la
victoria y la
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derrota serán igualmente funestas.» Los diputados
del Partido Socialdemócrata en el parlamento nortealemán, Wilhelm Liebknecht y August Bebel, se abstuvieron por ello en la votación
sobre los créditos de guerra, mientras que los partidarios de Ferdinand Lasalle votaron a favor.
Cuando la capitulación de Sedan llevó a la
proclamación de la III República en Francia, el comité central de Braunschweig del Partido Socialdemócrata de Alemania hizo un
llamamiento para celebrar manifestaciones en favor de una paz honrosa con la
República francesa y declaró: «En nombre del Partido Socialdemócrata Alemán
elevamos nuestra protesta contra la anexión de Alsacia-Lorena, y nos sabemos
unidos con los obreros alemanes. En interés común de Francia y Alemania, en
interés de la paz y de la libertad, en interés de la civilización occidental
contra la barbarie cosaca, los
obreros alemanes no tolerarán la
anexión de Alsacia-Lorena. ¡Nosotros nos mantendremos fieles a nuestros
hermanos trabajadores de todos los países, en todas las luchas por la causa
común!» Los miembros del comité central fueron detenidos inmediatamente y
acusados de alta traición; la historia «nacional» de la burguesía alemana
fue, incluso, lo suficientemente poderosa para arrastrar a la mayoría de los
trabajadores alemanes. De ahora en adelante, sin embargo, en el parlamento
nortealemán votaron juntos los de Eisenach y los de Lassalle contra los créditos militares y exigieron la renuncia a toda
anexión, como esperaba de ellos el manifiesto de la Federación de París de la
AIT.
El segundo llamamiento del Consejo General de
Londres se dirigía a los obreros franceses. Se les advertía que sería una locura
querer derribar el gobierno reaccionario burgués de transición de la nueva
III República en una situación en que los ejércitos alemanes se hallaban a
las puertas de París. Antes bien, lo que ahora hacía falta era la
organización de los obreros bajo las nuevas circunstancias. Los miembros
franceses de la Internacional siguieron este consejo hasta la capitulación
del gobierno burgués ante los ejércitos alemanes.
En el acuerdo de armisticio, el gobierno francés
había otorgado a los vencedores la capitulación y desarme de París —que era
defendido por una milicia de obreros y pequeños burgueses—, la guardia
nacional, así como elecciones para la Asamblea Nacional. Los campesinos y la
burguesía querían la paz a cualquier precio. Más que a los prusianos, temían a
los pequeños burgueses demócratas radicales, que, de acuerdo con su tradición
jacobina, querían repetir la guerra revolucionaria de 1793 para salvar a
Francia; y a los obreros de París que les seguían en ello, bajo la dirección
en parte de los partidarios de Blanqui y en parte de la Internacional. La
Asamblea Nacional, en la que tenían la mayoría los partidarios de las dos
dinastías expulsadas en 1830 y 1848, y el
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gobierno francés con Thiers a la cabeza se
reunieron primero en Burdeos y luego en Versalles. El gobierno quería
desarmar por fin a la guardia nacional. El aparato de administración del
gobierno tuvo que abandonar la capital, y la población de París eligió su
propia representación municipal, la Comuna. La Comuna reunía en una sola mano
el poder legislativo y el ejecutivo; los representantes del pueblo podían ser
revocados en todo tiempo por sus electores. Jacobinos burgueses, blanquistas,
partidarios de la Internacional, proudhonianos y otros socialistas
colaboraron en la Comuna; los seguidores de la Internacional sólo
representaban una pequeña minoría. Se realizaron algunas reformas
democráticas y sociales (separación de la Iglesia y del Estado, alquileres
máximos, prohibición del trabajo nocturno), pero ninguna reforma socialista a
fondo.
Esta autolimitación, sin embargo, no aminoró el
odio de la burguesía. Los ejércitos de Napoleón III, prisioneros de guerra,
fueron puestos por Bismarck bajo las órdenes del gobierno Thiers y comenzaron
a atacar París el 21 de mayo de 1871. Después de un enconado contraataque de
la guardia nacional y de los obreros, las tropas del gobierno conquistaron la
ciudad al cabo de una semana. El número de asesinados y deportados no puede
averiguarse exactamente.
Los mismos vencedores hablaron de 14.000 comunardos
caídos o ejecutados, de más de 5.000 deportados y otros 5.000 obreros
condenados por tribunales militares a penas de privación de libertad. En un
lapso de dos decenios, el movimiento obrero francés había quedado por segunda
vez privado de sus miembros más activos.
Los dos partidos alemanes de trabajadores habían
podido organizar únicamente una minoría de su clase. Eran demasiado débiles
para impedir a su gobierno que convirtiera, con la conquista de dos
provincias francesas, la oposición nacional entre los primeros países del
continente en punto clave del desarrollo europeo por un cuarto de siglo y
obligara a la Francia burguesa a aliarse con los zares. Las clases dominantes
en Alemania pudieron así sacrificar los intereses reales de la población a un
entusiasmo pseudo- «nacional» y a sus propios intereses materiales concretos.
Ya antes de los días de la Comuna de París, la
prensa burguesa de Europa había intentado calumniar a la AIT. En Austria, por
ejemplo, dirigentes obreros habían sido condenados a presidio apoyándose en
un ambiente negativo y reaccionario por haber simpatizado con la
Internacional (entre otros Andreas Scheu y Hein-rich Oberwinder). Ahora,
después de los acontecimientos de París, reaccionó la «opinión pública»
burguesa de un modo muy violento: a fin de justificar las matanzas en París,
la Comuna fue presentada, sin el menor respeto a la verdad histórica, como el
producto de una conjuración del Consejo General de la Internacional.
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El gobierno francés decretó una ley de excepción
contra la AIT e intentó mover a otros Estados europeos a la extradicción o
persecución de los comunardos emigrados. (...)
Entre tanto, en la Internacional misma, se había
iniciado la discusión entre los antiguos miembros de la Alianza Internacional
de la Democracia Socialista de Bakunin y el Consejo General, dirigido aún por
Karl Marx, en cuya controversia había de ir a pique la Asociación
Internacional de Trabajadores. El fin de las luchas de París destruyó toda
esperanza fundada en una nueva ola de revoluciones democráticas en Europa. Y
la resolución de la conferencia londinense de la Internacional en 1871, en la
cual se postulaba la fundación de partidos obreros legales en cada país
europeo como condición previa para una revolución socialista, no era más que
la consecuencia de esa situación. Para los partidarios de Bakunin y de
Blanqui resultaba inaceptable; ambos grupos pensaban aún en las categorías
del período preindustrial de Europa, definitivamente fenecido. Sin embargo,
la resolución no correspondía tampoco a las necesidades del movimiento
sindical inglés, que, como habían mostrado las elecciones de 1868, era aún
demasiado débil para poder actuar políticamente por sí mismo. Puso, pues, sus
esperanzas en una asociación con el ala
democrático-radical de los liberales, para así
poder aprovechar el número de sus votos en la mejora de la situación social
de los trabajadores.
Karl Marx y el Consejo General de la
Internacional tuvieron que caer en el aislamiento. Esto se puso de manifiesto
en el Congreso de La Haya en 1872. Cierto que Marx y el Consejo General
pudieron lograr aún una votación, pero perdieron los votos de los delegados
ingleses. La consecuencia fue el traslado de la sede del Consejo General a
los Estados Unidos y con ello el fin -solemnemente declarado en 1876- de la
AIT.
(...)
|
III. LA
EXPANSIÓN DE LOS PARTIDOS OBREROS NACIONALES Y DE LOS SINDICATOS EN EL
CONTINENTE EUROPEO
|
Cuando la resolución de la Asociación
Internacional de Trabajadores recomendó en 1871 a los obreros de los países
de mayor desarrollo industrial la constitución de partidos obreros
nacionales, existían ya en Alemania dos puntos de referencia para esta nueva
forma de lucha del movimiento obrero. También la condición más importante
para el despliegue del movimiento sindical, el derecho de asociación, había
sido concedido a los trabajadores en el reglamento de industrias de la
Confederación de la Alemania del Norte de 1869. Los dos partidos obreros
alemanes -la Asociación Alemana de Trabajadores, fundado por Lasalle, y el
Partido Socialdemócrata de Trabajadores, dirigido por August Bebel y Wilhelm
Liebknecht- abarcaban sólo una pequeña parte de la clase obrera alemana, que
crecía con rapidez conjuntamente con el auge de la industrialización. En las
elecciones de 1874 para el Reichstag cada uno de los dos partidos opuestos no
logró obtener más que el 3%, aproximadamente, de los votos emitidos. Sólo a
partir de la unificación de 1875 en Gotha aumentó la influencia del Partido
Socialdemócrata de Trabajadores: en las elecciones de 1877 consiguió ya un 9%
del total de votos.
(...)
El partido se formó sobre la base de un
pensamiento marxista muy simplificado. El «Sozialdemokrat», órgano central
del partido, redactado por Eduard Bernstein y distribuido ilegalmente, y
«Neue Zeit», editado legalmente por Karl Kautsky, representaban su política.
El hecho de que fuese el único partido que salió en defensa de la igualdad de
derechos para la mujer, incluido el de voto, le hizo atractivo ante las
minorías críticas de las capas cultas.
Con el fin de reprimir la creciente influencia de
la socialdemocracia, el gobierno alemán llevó a cabo, en los años que
siguieron al Mensaje Imperial de 1881, algunas medidas de carácter
político-social. Se crearon seguros de invalidez, accidentes y enfermedad.
Sin embargo, no se consiguió el efecto. Las organizaciones sindicales
resultaron, desde luego, muy obstaculizadas por las leyes de excepción, pero
después de la huelga general espontánea de los mineros de 1889, su posición llegó
a ser inconmovible. Así fracasó la legislación de emergencia contra el
movimiento obrero en la Alemania imperial; la ley contra los socialistas no
fue ya renovada en 1890.
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La socialdemocracia alemana había demostrado que
con su estrategia en la organización y formación de funcionarios obreros, que
generalmente procedían de los medios de trabajadores cualificados, y con la
cooperación de intelectuales socialistas, había llegado a ser suficientemente
fuerte para obligar al gobierno a notables concesiones de índole
político-social. Con ello pudo en general mejorar la situación y el nivel de
vida de la clase obrera en períodos de coyuntura favorable y estabilizarlos
en épocas de crisis. Semejante éxito sólo fue posible porque el partido se mantuvo,
por una parte, firme en su objetivo de la democracia política y de la
sociedad económica socialista: la transformación de los medios importantes de
producción en propiedad común.
Por otra parte, supo aprovechar de un modo
consecuente cualquier posibilidad legal de lucha y había aprendido a resistir
toda tentación de ejercer actos de violencia sin sentido, y a utilizar el
parlamento como tribuna de la discusión política, las elecciones políticas
como termómetro de su influencia, y las campañas electorales como medio de
propaganda. De este modo aseguró a las organizaciones sindicales, que
reconocían la huelga como medio legítimo de lucha, en contra de las
asociaciones sindicales liberales de Hirsch-Duncker, la posibilidad de una
acción legal. En 1891 formuló el partido su concepción en el programa de
Erfurt; la organización conspirativa se transformó en un partido de masas.
Los sindicatos libres (socialistas) habían
reconocido, con motivo de la resistencia común contra el lockout de los patronos de Hamburgo en
contra del derecho de asociación y de la manifestación del 1 de mayo de 1890,
las desventajas de su fraccionamiento en innumerables asociaciones
profesionales locales. Después del congreso sindical celebrado en
Halberstadt, en 1892, crearon por esa razón el sistema de las asociaciones
centrales, organizadas según el principio profesional, que fueron unificadas
en un comité central. La oposición, relativamente débil, de los «localistas»
fue un paralelo sindical a la oposición de los «jóvenes» en el SPD. Ellos
representaban a los grupos que no comprendieron ni dieron el paso de la
semilegalidad, bajo la ley antisocialista, a la lucha abierta y legal, y a la
conquista de grandes masas de trabajadores, y llegaron a ser las células
germinales del anarcosindicalismo, que en Alemania apenas tuvo influencia.
Los sindicatos crecieron con rapidez. Si en 1892
sólo tenían 300.000 socios, en 1899, incluidos los poco nutridos sindicatos
cristianos, contaban ya con 600.000 y en 1923 con 2,5 millones. La mayoría de
sus funcionarios, que no eran retribuidos, trabajaban al mismo tiempo en el
SPD.
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En torno a estas dos organizaciones fueron
agrupándose las cooperativas y numerosos círculos culturales y clubs
deportivos de obreros. Ahora era posible elevar el nivel salarial de los
trabajadores, al menos de los sindicatos, si bien con algunos reveses durante
las crisis económicas. Los contratos tarifarios entre los sindicatos y los
empresarios fueron adquiriendo una importancia creciente desde finales del
siglo pasado. Las organizaciones competidoras de los sindicatos
cristiano-nacionales, fomentados por las autoridades, sólo en regiones
herméticamente católicas y en la pietista del Siegerland pudieron convertirse
en organizaciones de masas. Para poder subsistir, tuvieron que echar mano, a
pesar de una inicial obstinación, del arma de la huelga. Estos éxitos
hicieron del partido obrero alemán y de los sindicatos a él vinculados el
ideal del movimiento obrero en los demás Estados del continente europeo.
(...)
La experiencia general de este período, de que la
mejora de la situación económica de los obreros sólo podía garantizarse en el
marco de la intervención político-social del Estado y con un fuerte
movimiento obrero sindical y político contra las oscilaciones de la
coyuntura, así como la idea de que esas intervenciones estatales son el
resultado de la actividad de la clase obrera, quedó confirmada.
(...)
La ola de industrialización después de la guerra
francoalemana había creado en la mayoría de los países del continente europeo
las condiciones para el nacimiento de partidos obreros y sindicatos
independientes.
Fueron impulsados por los mismos problemas
supranacionales hacia el internacionalismo y enlazaron con las ideas de la
Asociación Internacional de Trabajadores. Por esta misma época aumentaban sin
cesar las tensiones nacionales en Europa. De este modo, esta situación tenía
que llevar casi necesariamente a una nueva integración internacional del
movimiento obrero europeo.
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La unificación de los diversos partidos obreros
nacionales ahora existentes era, por una parte, la meta de la transformación
de la sociedad de clases capitalista en una sociedad sin clases; y por otra,
el punto de semejanza de los problemas ante los cuales se veían enfrentados
en sus países. Todos ellos aspiraban a una democratización del poder
político, a la mejora de las condiciones laborales y de los salarios, así
como a la seguridad de los obreros en caso de enfermedad, invalidez y paro.
También las formas de lucha — huelgas sindicales y organización de los
trabajadores en partidos y sindicatos— se asemejaban en los diversos países
europeos. Y en cualquier caso se consideraba la intervención político-social
del Estado como un medio importante para estabilizar, incluso en las crisis
económicas, los éxitos obtenidos por los sindicatos en la adaptación del
nivel de vida de los obreros a la productividad, que crecía rápidamente con
el progreso técnico, y a hacer soportables las condiciones de vida de
aquellos que de un modo pasajero —por enfermedad o paro— o de un modo
constante —por invalidez o vejez— tenían que ser eliminados del proceso de
trabajo. A pesar de las crecientes divergencias de tipo imperialista entre
los gobiernos de su país, sólo la necesidad de un intercambio supranacional
de experiencias y de la coordinación a escala internacional de su actividad
pudo ya impulsar a los partidos obreros nacionales hacia una nueva
organización internacional. Cierto que para el movimiento obrero de entonces
había aún problemas nacionales sin resolver, como, por ejemplo, en Polonia y
en Austria-Hungría; pero ya en su primera fase había sido una de sus
características la identificación de la lucha por las exigencias de la unidad
nacional con la cooperación internacional. De nuevo se vio que las
dificultades que se presentaron en Polonia y Checoslovaquia habían provocado
diferencias de opinión desde luego tácticas, pero no de principio, en el
movimiento obrero europeo, que no podían impedir la reconstitución de su
coherencia internacional.
(...)
Para el día del centenario de la toma de la
Bastilla, el 14 de julio de 1889, se habían convocado dos congresos
contrarios en París. Por una parte, los posibilistas, por instigación del
Trade Union Congress, invitaron sobre todo a los sindicatos; por otra parte,
se celebró un anticongreso, organizado por los guesdistas. No se pudo lograr
la unificación de ambas conferencias. El congreso organizado por los partidarios
marxistas de Jules Guesde fue
|
visitado por representantes de todos los grandes
grupos del movimiento obrero europeo y delegados de los Estados Unidos y
Argentina; fue el que condujo al restablecimiento de la Internacional. Se
tomó la resolución de manifestarse el 1 de mayo de 1880 en todos los países
en favor de la introducción de la jornada de ocho horas y de elevar también
al Estado tal petición (y no sólo a los patronos).
La base de la Internacional, a partir de este
congreso, se hallaba en los partidos europeos. Los delegados americanos no
jugaron un importante papel en ninguno de los congresos de la Internacional,
a causa de la estructura social, distinta de la europea, y de la diversidad
de los problemas que de ahí se derivaban. Tampoco los escasos representantes
de los grupos obreros asiáticos, que más tarde llegaron, pudieron cambiar
nada en este carácter de la Internacional. Los delegados indios representaban
más bien a una nación oprimida en cuanto colonia, que no a un movimiento
obrero, y los representantes del movimiento primero ilegal y luego semilegal
de los trabajadores del Japón, país en gran auge industrial, pero aún regido
de un modo feudal-militar, sólo lo eran de una insignificante minoría. La
Internacional no llegó a ser consciente de la diferencia existente entre su
realidad, limitada a Europa, y su pretensión universal.
Los primeros congresos se hallaban aún bajo el
signo de las discusiones con las minorías anarquistas, que rechazaban por
principio la lucha por una legislación político-social del Estado y la
participación en toda labor parlamentaria. El congreso de Londres de 1896
terminó, finalmente, con estas discusiones. Se acordó invitar sólo, en
adelante, a aquellas organizaciones que aceptaban «la transformación del
orden capitalista de propiedad y producción en el sistema socialista de
producción y propiedad así como la participación en la legislación y en la
actividad parlamentaria. Con esto quedan excluidos los anarquistas».
Esta resolución reflejaba el desarrollo de los
movimientos obreros nacionales. Fuera de España, los anarquistas habían
quedado reducidos a pequeños grupos aislados. Sólo en los Países Bajos, en
Italia y en los sindicatos franceses disponían aún de una influencia
perceptible.
La II Internacional creó por vez primera, en su
congreso de París de 1900, los instrumentos técnicos para la colaboración
internacional de sus organizaciones filiales. Se establecieron un
secretariado internacional, una oficina internacional socialista y un comité
interparlamentario. Sede del secretariado era Bruselas, y Emile Vandervelde
su primer presidente. La oficina constaba de dos representantes de cada
partido afiliado.
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Sin embargo, la Internacional se limitó a ser un
reflejo del desarrollo de cada uno de los partidos que a ella pertenecían.
Ella gestionaba los debates entre los grupos e internacionalizaba sus
discusiones internas.
Rara vez pudo ejercer una influencia propia sobre
los partidos.
(...)
El cuarto de siglo que transcurrió hasta la Primera
Guerra mundial, la época de la "clásica" II Internacional, se
caracterizó por un nuevo florecimiento industrial.
En todos los países ya conquistados por la
industrialización aumentó el producto social; los países no —o escasamente—
industrializados fueron incorporados al desarrollo capitalista. En el imperio
alemán, por ejemplo, el valor total de la producción industrial de un año,
desde la fundación del imperio hasta 1890, se había casi duplicado, para
elevarse de 1890 a 1913 de nuevo en un 100 %. Surgieron grandes industrias
nuevas: la industria eléctrica y la química iniciaron su auge, y todos los
países europeos modificaron la técnica de la producción.
(...)
En el imperio alemán, por ejemplo, el valor total
de la producción industrial de un año, desde la fundación del imperio hasta
1890, se había casi duplicado, para elevarse de 1890 a 1913 de nuevo en un
100 %. Surgieron grandes industrias nuevas: la industria eléctrica y la
química iniciaron su auge, y todos los países europeos modificaron la técnica
de la producción. Estas transformaciones técnicas produjeron una desigualdad
en el crecimiento industrial: mientras que la producción de bienes de equipo
se triplicó en este período, la de bienes de consumo creció a un ritmo mucho
más lento. Este fenómeno no era en absoluto privativo del relativamente joven
capitalismo industrial alemán, sino que respondía a una tendencia general del
desarrollo interno europeo, que originó notables cambios de estructuras.
Todavía hacia 1890 aumentó la exportación alemana en un 2'3 % anual, mientras
que hasta que el inicio de la guerra la cuota de crecimiento fue aumentando
en casi un 10 % anual, a la vez que la de importación permaneció estable con
menos de la mitad de dicho valor. También en esto, el desarrollo alemán mostraba
únicamente de un modo muy claro la tendencia general de las transformaciones
del capitalismo industrial europeo avanzado y lo mismo sucedió con la
transición iniciada en Alemania en 1878, al fomento proteccionista de la
industria pesada y de los grandes propietarios rurales.
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Aumentaron sin cesar, mediante inversiones, la
evasión de capital, la penetración de países europeos y extraeuropeos
relativamente subdesarrollados en la industria así como las colonias,
dominadas directamente por Estados europeos. En la fase anterior, la
industrialización tuvo lugar principalmente en Inglaterra y Francia; las
inversiones alemanas de capital en el extranjero constituían en 1880
probablemente sólo un tercio de las francesas y un quinto de las inglesas. El
nuevo auge industrial había incrementado entre las diversas grandes potencias
la tendencia a una desigualdad en el desarrollo y a un aumento de la
velocidad de expansión. En 1914, las inversiones alemanas en el extranjero
equivalían ya a la mitad de las francesas y a un tercio de las inglesas. La
competencia de las clases capitalistas de las grandes naciones industriales
de Europa tuvo que agudizarse en un conflicto político y militar de los
Estados que la representaban (...).
El capitalismo competitivo liberal del período
anterior a 1890 tuvo que hacer sitio, de un modo sorprendentemente rápido, al
moderno capitalismo oligárquico, en el cual el mercado libre sólo tenía una
función secundaria. La evolución de Joseph Chamberlain, reorganizador del
liberalismo británico, de la política de libre comercio a la política
proteccionista aduanera y colonial, era un símbolo exacto de las
transformaciones estructurales de todo el mundo capitalista. Si bien en los
demás países europeos no se hallaba este desarrollo tan avanzado como en
Alemania, no obstante se movía en la misma dirección. Con esto se desplazaron
los objetivos políticos de las grandes potencias europeas. Determinados en
parte por la presión directa de ciertos poderosos grupos plutocráticos —sobre
todo de la industria pesada—, y en parte por las necesidades de expansión de
las economías nacionales capitalistas, abandonadas, en los países
dependientes y en las colonias, a la evasión de capital y al dominio del
mercado, que resultaban políticamente seguros, fueron aumentando los
esfuerzos en pro del armamento y la militarización de las grandes potencias
hasta llegar a la fiebre competitiva.
(...)
Esta transformación en la estructura del
capitalismo europeo y mundial era la condición previa para el despliegue y la
actividad de los partidos obreros agrupados en la II Internacional y de las
federaciones sindicales nacionales, reunidas desde 1901 en conferencias
sindicales internacionales y desde 1903 en el secretariado internacional de
sindicatos. Pero al mismo tiempo, la mejora del nivel de vida de la clase
obrera, por muy escasa que fuera y por muy rezagada que se hallase con
respecto al aumento de la productividad, lo mismo que el mejoramiento (si
bien limitado) de su seguridad social, no era producto de un desarrollo
automático, sino resultado de la lucha de clases dirigida
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por los partidos socialistas y los sindicatos.
Las organizaciones obreras se habían convertido al mismo tiempo en objeto y
sujeto del desarrollo social, si bien el rápido crecimiento y éxito les hizo
estimar excesivamente en teoría sus funciones subjetivas con demasiada
frecuencia.
Por ello, el ideal de los partidos de la II
Internacional y de los sindicatos de la Secretaría Internacional de
Sindicatos era el movimiento obrero alemán. El continuo auge de la
socialdemocracia alemana continuó al mismo ritmo incluso después de la
fundación de la II Internacional. El número de sus socios y electores aumentó
sin cesar. En 1912, los sindicatos libres tenían en Alemania 2.553.000
afiliados; el SPD contaba, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, con más
de 1.086.000 socios, 4.250.000 electores (más del 34 % de los votos emitidos)
y 110 representantes en el parlamento. No había ninguna ciudad importante sin
un diario socialdemócrata, sin cooperativas de consumo, agrupaciones
deportivas y círculos culturales de los obreros. Los grandes tribunos
populares de los principios de la socialdemocracia habían
muerto: Wilhelm Liebknecht, Paul Singer y, en
1913, también August Bebel. Clara Zetkin era la última representante de una
generación que había aprendido en otro tiempo, bajo la dirección de Friedrich
Engels, los fundamentos de la lucha de clases y no sólo la administración de
grandes organizaciones.
Ahora bien, ¿no parecía corresponder el contenido
político de la socialdemocracia alemana a su fuerza de organización? ¿No
había recogido su principal teórico, Karl Kautsky, la herencia de Friedrich
Engels a la muerte de éste, en 1895, así como Engels había continuado la
doctrina de Marx cuando éste murió, en 1883? ¿No se había dictado el partido
en el programa de Erfurt unas claras directrices estratégicas? El rechazo del
revisionismo de Bernstein en los congresos del partido en 1899 y 1903, ¿no
había mostrado que el partido soslayaría el peligro de adaptarse a la
monarquía militar y conservaría en su memoria el análisis de Friedrich
Engels, quien en 1891 había advertido que podía concebirse un camino pacífico
y legal para superar la sociedad capitalista de clases en sistemas constitucionales
democráticos como Inglaterra y Francia y en los Estados Unidos, pero no en
los imperios de los Hohenzollern, Habsburgos y Romanov? La autoridad de la
socialdemocracia alemana permaneció íntegra en la II Internacional. Hasta los
más consecuentes revolucionarios, los miembros de la fracción bolchevique de
la socialdemocracia
rusa bajo la dirección de Lenin, consideraban
antes de 1914 la apariencia de su política revolucionaria como realidad y al
escolasticismo marxista de Kautsky como el marxismo real.
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Sin embargo, objetivamente, la contradicción
entre la apariencia y la realidad, entre el poder puramente organizador y la
disposición combativa del SPD y de los sindicatos, hacía tiempo que se había
puesto de manifiesto en Alemania. La ampliación de su organización había
hecho surgir una capa de parlamentarios, burócratas obreros y funcionarios
administrativos que ocupaban puestos en los sindicatos, en las cooperativas,
en las secretarías del partido, en las redacciones de la prensa del partido y
como diputados en los parlamentos. Éstos ya no vivían sólo «para», sino
también «del» movimiento obrero. Como todos los burócratas, estaban
orgullosos de lo que administraban y, sobre todo, de cualquier pequeño éxito
que pudieran lograr por los trillados caminos de una rutina bien probada
desde hacía mucho. Pero la organización del movimiento se había convertido
para ellos de una palanca para la acción en un fin en sí mismo;
imperceptiblemente, se habían permutado para ellos el fin y los medios.
A este tipo de gente, cualquier actividad de las
masas le resultaba sospechosa, rebasaba el «marco legal» y podía poner en
peligro la legalidad del movimiento, o bien en duda la acreditada rutina. Con
todo, los burócratas tuvieron que aceptar y tolerar que el partido hablara
aún durante algún tiempo de que el capitalismo se hundiría algún día y el
movimiento obrero sería su heredero. Pues tal modo de hablar todavía
constituía un medio importante para atraer hacia el partido nuevas capas de
la clase obrera y acrecentar así el número de socios y electores de la
organización.
En opinión de sus dirigentes, el partido habría
de ser sólo heredero, pero no el causante, de tal hundimiento. Estos
problemas eran aún más complicados en los sindicatos, puesto que cada huelga
colocaba a su burocracia ante decisiones para las cuales no se hallaban en
condiciones.
Cuando los mineros organizaron huelgas de masas
en 1889 y 1905, los sindicatos no fueron los instigadores de este movimiento;
en 1905 intentaron incluso obligar a los huelguistas a una retirada
prematura, mientras el partido apoyaba aún la huelga. Y ése mismo año
formulaba el jefe del comité general de los sindicatos alemanes, Karl Legien,
su tesis de que la «huelga general es un disparate general», mientras que al
mismo tiempo obtenían los mineros, gracias a sus huelgas, masivas concesiones
del gobierno y las huelgas generales de los obreros rusos llevaron al intento
de revolución de 1905. Todavía pudo August Bebel rechazar, con apoyo de la
mayoría del congreso del partido, la tesis de Bernstein sobre la
incompatibilidad de reforma y revolución, advirtiendo su unidad dialéctica
realizada en la lucha diaria. No obstante, Jean Jaurés tenía razón,
objetivamente, cuando indicaba a August Bebel en el congreso de la Internacional
en Amsterdam, en 1904, que entre el número de votos y el poder real de la
socialdemocracia
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alemana se abría el mismo abismo que entre su
lenguaje radical y su aptitud y disposición para la acción, cosa que había
demostrado la aceptación sin resistencia de la supresión del sufragio general
en el reino de Sajonia. La socialdemocracia alemana y los sindicatos eran las
organizaciones que podían obtener numerosas concesiones para los obreros,
gracias a la presión de su mera existencia, mientras se conservara el
equilibrio pacífico exterior entre las grandes potencias ahora imperialistas
y no sobrevinieran mayores conflictos sociales. Cualquier crisis tenía,
naturalmente, que revelar sobre qué pies de barro descansaba semejante coloso.
Cuando después de más de treinta años, los
acontecimientos rusos de 1905 replantearon el problema de la revolución
violenta en la orden del día de Europa, esta problemática se agudizó también
en la socialdemocracia alemana.
La contradicción entre el congreso sindical y el
del partido de 1905, entre la negación y la afirmación de la huelga general,
se solucionó en 1906, después de la vuelta del movimiento revolucionario en
Rusia, en la capitulación del partido ante los sindicatos en Mannheim. Ya antes había admitido el partido que sus alas
secesionistas no atacaran la política colonial del imperio, sino que sólo la
querían «más civilizada». Su pacifismo no le había impedido a Eduard Bernstein aprobar la división de China; pero, en cambio, no
participó en el chauvinismo de Quessel, Noske, Calwer o incluso Maurenbrecher
y Hildebrand.
El partido rechazó, desde
luego, la política colonial imperialista, pero no
estaba ya en condiciones de separarse
de esos imperialistas
socialistas. Sólo un reducido grupo de
outsiders «izquierdistas» en el partido, como Clara Zetkin,
jefe de la organización femenina del partido; Rosa Luxemburg, la
mejor teórica que el SPD tuvo jamás; Karl Liebknecht, Georg Ledebour
y el historiador del partido, Franz
Mehring, así como los miembros del
mismo por ellos influenciados, reconocieron los peligros de una adaptación al
estado de cosas existente en pago de sus concesiones políticas y
político-sociales. La aprobación de la cuota militar por el partido en 1913,
poco después de retirarse Bebel del trabajo diario en la dirección del
partido, no pudieron evitarla. Pero la total capitulación de los dirigentes
del partido y de los sindicatos, de los revisionistas de la derecha y del
centro escolástico «marxista» del partido antes de la Primera Guerra Mundial
por miedo a una pérdida —inevitable en caso de cualquier resistencia— de la
legalidad de organización y a un pasajero aislamiento de sus partidarios, fue
también para ellos una completa sorpresa en los primeros días de agosto de
1914. Este «sí» a la guerra llevó inevitablemente al fin de la II
Internacional.
(...)
|
El Congreso de Amsterdam de la II Internacional
instó a los dos partidos socialistas de Francia a unificarse, lo que tuvo
lugar en 1905. Su nuevo nombre. Sección Francesa de la Internacional Obrera
(SFIO) conserva hasta hoy el recuerdo de aquel triunfo de la Internacional
sobre la polémica de las fracciones nacionales.
Desde el momento de la unificación creció también
en Francia el poder exterior del movimiento: más de un millón de miembros de
los sindicatos, 90.000 socios del partido, 1.400.000 electores y 101
diputados.
(...)
Los partidos socialistas que aún no se habían
convertido en los grandes partidos de masas, legales desde hacía mucho
tiempo, siguieron, en general, enemigos de la guerra, mientras que los
partidos de masas institucionalizados se sometieron casi sin excepción, una
vez que empezó la guerra, a la política militar de sus gobiernos.
Todavía en
el congreso de la II Internacional de Stuttgart, en 1907, habían aprobado
todos los partidos una resolución formulada por Lenin, Martov y Rosa
Luxemburg: «En caso de amenaza de guerra, las clases obreras y sus
representaciones parlamentarias de los países participantes se comprometen,
apoyadas por la actividad coordinada de la oficina internacional, a hacer lo
posible para evitar la guerra por todos los medios que consideren eficaces,
los cuales varían, naturalmente, en proporción a la agudización de la lucha
de clases y de la situación política general. Caso, no obstante, de que
estalle la guerra, es su obligación intervenir, a fin de acelerar su pronta
terminación y aspirar con todas sus fuerzas a aprovechar la crisis política y
económica causada por la guerra para sacudir al pueblo y con ello acelerar la
supresión del predominio de la clase capitalista.» (...)
La manifestación pacifista de todos los partidos
de la Internacional, a finales de noviembre de 1912 en la catedral de
Basilea, había repetido este llamamiento.
Cuando en julio de 1914 resultó evidente que la
política austríaca frente a Serbia, apoyada por el Imperio alemán, habría de
desencadenar la catástrofe, comprendieron los partidos socialistas, en el
último momento, lo que estaba ocurriendo.
Sólo a finales de mes hicieron los partidos
obreros europeos un llamamiento convocando manifestaciones contra la política
de sus gobiernos, y en todos los países las masas siguieron este llamamiento.
Cuando pocos días o incluso horas después llegó la movilización, esas mismas
masas siguieron el llamamiento de sus gobiernos. En las
|
situaciones decisivas no se puede conservar la
disposición combativa de las masas. Si se renuncia a la verdadera lucha,
ellas seguirán a quien sepa tomar una decisión.
También una vez iniciada la guerra se vio con
certeza que el delirio patriótico había de ser rebatido al cabo de algún
tiempo por las amargas experiencias de los trabajadores mismos. Entonces,
cualquier partido que hubiera seguido la resolución de Stuttgart habría
podido llevar a las masas a la lucha contra su gobierno y contra la guerra.
Eso sí, habría tenido que aguantar primeramente un período de aislamiento,
persecución e ilegalidad. Pero la mayoría de los grandes partidos europeos no
estaban dispuestos a esto.
Así, tuvieron que convertirse en instrumentos de
la política militar de sus respectivos gobiernos y con ello de la clase
dominante. En esa actitud siguieron, incluso cuando las masas comenzaron a
mostrarse críticas, y sólo con vacilaciones siguieron la disposición de sus
partidarios, en lugar de dirigirla. A menudo incluso intentaron paralizar la
formación de la conciencia y la actividad de sus socios en interés de sus
gobiernos.
De esta manera se desintegró en agosto de 1914 la
II Internacional. Ahora, el problema decisivo del movimiento obrero en la
mayoría de los partidos de Europa occidental llegó a ser la lucha de pequeñas
minorías contra los grupos dirigentes, con el fin de reanimar las antiguas
aspiraciones. En un principio pareció indiferente el que fuera la lucha de la
minoría revolucionaria consecuente contra la guerra o bien de la minoría
pacifista dentro o fuera de la organización de los grandes partidos. Esta
lucha sólo podía tener consecuencias históricas una vez que en uno de los
grandes países hubieran demostrado las masas que estaban hartas de pagar las
concesiones sociales y salariales de la época anterior 1914 con la
disposición a morir en los campos de batalla europeos para mayor gloria de
las clases dominantes. Por otra parte, el trabajo de una oposición
internacional contra la guerra tenía que ser de gran importancia para la
preparación de tales campañas.
Ante todo, sin embargo, había que ver durante su
realización si las organizaciones que originariamente habían sido creadas
para superar la sociedad capitalista y que habían logrado de hecho tan
decisivas transformaciones en la situación de los trabajadores, servirían, en
una crisis revolucionaria, a sus fines originarios o bien al mantenimiento
del orden social existente.
Durante la guerra se celebraron varias
conferencias socialistas internacionales: la asamblea, dirigida por Clara
Zetkin, de la Secretaría Internacional de las Mujeres Socialistas, y la
reunión, organizada por Willi Münzenberg, de la Juventud Socialista
Internacional en la primavera de 1915; la conferencia de Zimmerwald,
convocada por la socialdemocracia italiana y suiza, en septiembre de 1915 y
la conferencia de Kienthal en
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abril de 1916. Estas conferencias fueron las
únicas manifestaciones eficaces de solidaridad internacional en un período de
desgarramiento de Europa y de suicidio político; las clases dominantes habían
provocado el suicidio, y los «políticos realistas» a la cabeza de los grandes
partidos y sindicatos de la II Internacional lo aprobaban. Pero estas
reuniones de pequeñas minorías fueron los primeros pasos hacia la
reconstitución del movimiento obrero europeo tras una crisis más grave.
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