María Dolores Béjar
Europa, América, Asia, Africa y Oceanía
En la década de 1930, la fragilidad de la
paz se tornó cada vez más evidente en virtud de las acciones de dos países: en
primer lugar Japón, con su avance sobre China, y, poco después, Alemania. Sin
demasiada convicción, las democracias europeas y el comunismo exploraron la
posibilidad de unirse, pero el frente antifascista recién se concretó en 1941,
cuando los tres principales regímenes se alinearon definidamente en dos campos:
por un lado, el Eje, integrado por Italia, Alemania y Japón, y, por otro, la
alianza entre las democracias occidentales y el comunismo. La Segunda Guerra
Mundial, de carácter multidimensional, fue una guerra entre dos tipos de estados capitalistas -los
democráticos y los nazifascistas- y entre dos regímenes que compartían el
antiliberalismo y un decidido autoritarismo, pero eran resultado de dos
proyectos contradictorios: el nazi y el comunista. En gran parte de Asia la
resistencia a la expansión japonesa tuvo connotaciones anticolonialistas. En
Europa, la guerra entre estados incluyó la lucha de movimientos de resistencia
nacional contra la ocupación nazi y contra quienes la apoyaron. Desde esta
perspectiva, la Segunda Guerra Mundial fue, en gran medida, una guerra civil
europea.
La Guerra Fría fue también multidimensional. En esencia, fue
expresión de la rivalidad estratégica entre los Estados Unidos y la Unión
Soviética, centrada inicialmente en el territorio europeo, con alcances
mundiales después, y basada en la carrera por el control de armas nucleares
cada vez más sofisticadas y costosas. Pero también incluyó la lucha
anticolonial, signada por la rivalidad entre las dos superpotencias, y además
estuvo atravesada por las demandas nacionales de los países europeos que
cuestionaban la hegemonía de la potencia dominante: la de Moscú en el bloque
soviético y la de Washington en el bloque capitalista.
La confrontación entre los dos bloques
condicionó las relaciones internacionales durante casi medio siglo y se libró
en los frentes militar, ideológico, político y propagandístico. La carrera
armamentista nuclear impidió que la “guerra fría” se convirtiera en “caliente”,
ya que un enfrentamiento directo entre las dos principales potencias podría
haber desembocado en una catástrofe general.
Desde el quiebre
de la Gran Alianza en 1947 hasta la disolución del bloque soviético en 1989, la
Guerra Fría siguió un curso zigzagueante. Entre 1947 y 1953 la desconfianza y
las tensiones entre los dos centros de poder hicieron temer el estallido de una
tercera guerra mundial. A partir de 1953 se avanzó
hacia la distensión, cuyo punto culminánte fue la conferencia de Helsinki en
1975, etapa que coincidió con el boom económico de “los treinta
gloriosos” o “los años dorados”. A fines de la década de 1970, cuando la crisis
económica -evidente en el capitalismo pero soterrada en el régimen soviético-
cerraba el ciclo de expansión, comenzó la Segunda Guerra Fría. Con el ingreso
de Mijail Gorbachov al gobierno de la Unión Soviética en 1985 se reanudó el diálogo entre
las superpotencias. La crisis de los regímenes soviéticos de Europa del Este en
1989 y la desintegración de la URSS en 1991 clausuraron el orden bipolar de la
Guerra Fría.
En relación con
su carácter multidimensional, la caracterización de cada una de estas etapas incluye tres cuestiones:
el grado de animadversión o de disposición al diálogo entre las dos potencias;
las relaciones entre los países integrantes de cada bloque y la potencia
dominante y, por último, las luchas anticolonialistas y la emergencia del
Tercer Mundo.
En el plano
militar, la ocupación de Manchuria por Japón en septiembre de 1931 fue el primer paso en la escalada que
conduciría a la guerra. Japón, un país superpoblado y con escasas materias
primas, padecía la contracción del comercio mundial y, dadas las
circunstancias, su gobierno ultranacionalista aprovechó la debilidad de China
para anexar parte de su territorio. En marzo de 1932, Tokio impuso en Manchuria un gobierno títere
encabezado por Pu-Yi, el emperador chino destronado por la República.
La crisis
económica también contribuyó a deteriorar las relaciones entre ios estados. Los
centros imperialistas, Francia e Inglaterra, incrementaron los vínculos con sus
colonias. Japón, Italia y Alemania, que carecían de este recurso, se inclinaron
hacia la autarquía y la expansión
territorial por la fuerza. Aunque los tres
coincidían en desmantelar el sistema de Versalles, en un principio cada estado
nacional persiguió objetivos propios.
Hasta 1935,
Mussolini se inclinó por colaborar con las potencias occidentales. Los grupos
de poder italianos querían controlar los Balcanes, y el Duce, en julio de 1934,
envió tropas a la frontera ítalo-austríaca para frenar el golpe alentado por
los nazis más radicales y en el que fue asesinado el canciller austríaco.
Cuando Hitler anunció en marzo de 1935 el restablecimiento del servicio militar
obligatorio, Francia, Gran Bretaña e Italia reafirmaron en la conferencia de
Stresa su oposición a una revisión unilateral de la paz de Versalles. Pero la
invasión de Etiopía por las tropas italianas rompió el frente de Stresa. Criticado
y sancionado por las democracias occidentales, Mussolini se acercó a Hitler. El
vínculo se consolidó con la intervención conjunta en la Guerra Civil española
para apoyar al general Franco y con la creación del Eje Roma- Berlín. A fines
de 1937 Italia abandonó la Sociedad de Naciones.
Por otro lado,
en noviembre de 1936 Alemania firmó con Japón el pacto anti-Komintern, en cuyo
protocolo secreto las dos potencias se prometían ayuda mutua en caso de ser
atacadas. Italia se sumó al pacto al año siguiente. Sin embargo, Tokio no
intervino en la invasión a la URSS puesta en marcha por Hiüer en junio de 1941.
Los militares
japoneses en el poder, siguiendo los tradicionales intereses expansionistas de
su país, concentraron sus esfuerzos en el área del Pacífico y Asia Oriental.
Para no dispersar sus fuerzas en dos frentes, en abril de 1941 firmaron un
pacto de no agresión con Stalin, que estuvo vigente durante casi todo el
conflicto. Recién en Yalta (1945) el dirigente soviético consideró la
posibilidad de entrar en guerra con Japón.
Las acciones del
Tercer Reich tuvieron un papel central en el desencadenamiento de la guerra.
Los historiadores aún discuten las causas de la política exterior del nazismo.
¿Fue la voluntad de Hitler el motor central? ¿O fueron los factores
estructurales -la dinámica caótica y radicalizada del régimen nazi, los
intereses del gran capital, la necesidad de canalizar el descontento social
interno- los que condicionaron las decisiones del Führer?
Hitler tuvo
propuestas extremas desde su ingreso a la escena política: el racismo, la
búsqueda del espacio vital para Alemania y la liquidación del comunismo. A
diferencia de la política exterior revisionista del conservadurismo alemán, el
nazismo no aceptaba que la recuperación de las fronteras de 1914 bastara para
garantizar la seguridad alemana y
asegurar su desarrollo. Sólo la conquista
del Este aseguraría el “espacio vital” necesario para imponer la hegemonía de
la vigorosa raza aria sobre el continente europeo.
Las primeras
crisis provocadas por la violación del statu quo fueron cortas e incruentas.
del Tercer Reich (1933-1939)
Retiro de las Naciones Unidas, octubre de
1933.
Pacto con Polonia, enero de 1934.
Golpe en Austria, julio de 1934.
Plebiscito en el Sarre a favor de la
reincorporación al Reich, enero de 1935.
Reintroducción del servicio militar
obligatorio, marzo de 1935.
Acuerdo naval con Inglaterra, junio de 1935.
Reocupación de Renania, marzo de 1936.
Proclamación del Eje Berlín-Roma, octubre de
1936.
Pacto Anti-Komintern con Japón, noviembre de
1936.
Anexión de Austria (Anschluss), marzo de 1938.
Conferencia de Múnich, septiembre de 1938.
Ocupación de Praga, marzo de 1939.
Pacto de no agresión germano-soviético y
protocolo secreto, agosto de
1939.
Invasión a Polonia, septiembre de 1939. ^
Estos éxitos fortalecieron el mito del
Führer. Hasta la anexión de Austria (Anschluss) en 1938, todos los triunfos de
la política exterior del nazismo respondieron a los objetivos de los sectores
más poderosos del Tercer Reich. Después vino Checoslovaquia. Allí, el Führer
utilizó a su favor las reivindicaciones de los alemanes de la región de los
Sudetes, que no aceptaban su condición de minoría en el estado creado en Ver-
salles. A fines de 1938, en Múnich, los primeros ministros británico y francés,
reunidos con Hitler y Mussolini, aceptaron la anexión de esa zona a Alemania y
todos se comprometieron a garantizar la existencia del estado checoslovaco en
el resto del territorio. Pero nadie reaccionó cuando las tropas alemanas
ocuparon Praga en marzo de 1939. Checoslovaquia desapareció: las fuerzas de
Ante Pavelic declararon el nacimiento del nuevo estado de Eslovaquia, el Tercer
Reich creó el Protectorado de Bohemia y Moravia, y Rutenia pasó a manos de
Hungría.
Las democracias
y el comunismo, que serían arrollados por la expansión del nazismo, no llegaron
a forjar una política concertada para detenerlo. Las principales democracias
europeas, subestimando los objetivos nazis, jugaron la carta del
apaciguamiento: si aceptaban que Hitler revisará Versalles, podrían evitar otra
guerra. Ni París ni Londres se sentían seguros de tener energías para emprender
exitosamente otra empresa bélica, y además los sectores de poder de ambos
países rechazaban una alianza con el comunismo. El rearme alemán atemorizó a
Stalin, y tanto su gobierno como la Tercera Internacional buscaron sin éxito un
acercamiento con las democracias occidentales.
En 1928, la consigna de “socialfascismo”
esgrimida por la Internacional calificó a la socialdemocracia como un enemigo
equiparable al fascismo e impidió a los comunistas concretar alianzas con los
partidos burgueses. En su Vil Congreso, celebrado en 1935, la Komintern dio un
giro rotundo. El fascismo pasó a ser la expresión política del gran capital
reaccionario y se llamó a la constitución de frentes populares. Según Jorge
Dimitrov, comunista búlgaro al frente de la Internacional, las acciones
conjuntas de los comunistas y los socialdemócratas “ejercerían también una
influencia poderosa en las filas de los obreros católicos, anarquistas y no
organizados, incluso sobre aquellos que momentáneamente son víctimas de la
demagogia fascista”.
Este viraje acompañó la decisión de Stalin de
avanzar hacia un compromiso de cooperación militar con Francia en virtud del
sesgo beligerante que imprimía Hitler a la política exterior alemana.
Después de Múnich, el jefe máximo del
comunismo consideró que Francia y Gran Bretaña consentían el resurgimiento del
militarismo alemán porque esperaban que su fuerza se descargase sobre la Unión
Soviética y tanteó la posibilidad de un acuerdo con la Alemania nazi. En agosto
de 1939, los ministros de Relaciones Exteriores de ambos países suscribieron el
pacto Molotov-Ribbentrop, por el que los dos gobiernos se comprometieron a
mantener una estricta neutralidad mutua si uno de ellos se viese envuelto en
una guerra. En el protocolo secreto acordaron una nueva división de Polonia y
el reparto de una serie de territorios. Gracias a estas medidas, Hitler pudo
dar la orden de avanzar sobre Polonia sin la incertidumbre de que se abriera un
frente militar en el este.
Las tropas alemanas invadieron Polonia el 1Q
de septiembre de 1939. Dos días después, Londres y París declararon la guerra a
Alemania. Mussolini declaró el estado de no beligerancia y los Estados Unidos
proclamaron su neutralidad. El gobierno polaco huyó al exilio y, al cabo de una
rápida y brutal conquista, el estado polaco fue eliminado. Los territorios del
oeste fueron incorporados al Reich, y el resto quedó bajo el Gobierno General,
controlado por los nazis. Polonia occidental debía ser germanizada y los nazis
dispusieron el traslado de los alemanes étnicos desde la Unión Soviética, los
estados del Báltico y otras zonas de Europa Oriental. Las familias polacas
desalojadas de sus hogares fueron enviadas al territorio del Gobierno General,
donde quedaron abandonadas a su suerte.
Las unidades
móviles de exterminio de las SS, los Einsatzgruppen, siguieron a la Wehrmacht
en el ataque contra Polonia primero y contra la URSS después. Su tarea
principal consistió en aniquilar a los judíos y a los comisarios políticos
mientras sembraban el terror mediante el asesinato en masa de civiles. Durante
muchos años la Wehrmacht fue considerada un ejército que se limitaba a cumplir
con su deber; sin embargo, se ha demostrado que fue cómplice activa de los
crímenes aprobados por la cúpula nazi.
Mientras los
nazis avanzaban sobre Polonia occidental, los soviéticos ocupaban los territorios
polacos lindantes con la URSS, según lo dispuesto en el pacto
Molotov-Ribbentrop. Muchos polacos fueron internados en campos de prisioneros y
pocos meses después Stalin ordenó ejecutar a los “nacionalistas y
contrarrevolucionarios”. El ejército alemán encontró las tumbas masivas en el
bosque de Katyn, en 1943. Berlín acusó a los soviéticos y Stalin adjudicó el
hecho a una maniobra de los nazis. En 1990, bajo el gobierno de Mijail
Gorbachov, la Unión Soviética reconoció su responsabilidad en los crímenes.
Fundamentándose
en su pacto con el Tercer Reich, la URSS instaló efectivos militares en el
Báltico y Finlandia. Ante la negativa de Helsinski,
el Ejército Rojo invadió el país a fines de 1939 y la Unión Soviética fue
expulsada de la Sociedad de Naciones. Después del rápido triunfo de los nazis
en Francia, Stalin incorporó las tres repúblicas bálticas a la Unión Soviética
y se apropió de Besarabia y Bukovina en Rumania, recuperando los territorios
anexados a Rusia por los zares y perdidos por los bolcheviques en el fragor de
la Revolución y la guerra civil.
A partir de
Polonia, el Tercer Reich avanzó rápidamente sobre Europa Occidental. A mediados
de 1940, Noruega, Dinamarca, Holanda, Bélgica y Francia estaban bajo su
control. Sólo Gran Bretaña siguió resistiendo. Ante la superioridad naval
británica, Hitler inició el bombardeo sistemático de ciudades e industrias de
Inglaterra. El nuevo gobierno británico, presidido por el conservador Winston
Churchill desde mayo de 1940, respondió con ataques aéreos a las ciudades
alemanas.
Al no poder
quebrar la resistencia británica, Hitler decidió llevar la guerra al territorio
soviético. Pero antes tuvo que ayudar a su aliado Mussolini en el Mediterráneo
y el norte de África. En junio de 1941 las tropas alemanas e italianas ocuparon
Yugoslavia y Grecia, cuyos monarcas se habían exiliado en Londres. Yugoslavia
desapareció literalmente del mapa: parte de su territorio quedó repartido entre
Alemania, Italia, Bulgaria y Hungría, mientras que Croacia fue declarada un
reino independiente bajo la conducción del cura católico pronazi Jozef Tiso.
Tanto en Yugoslavia como en Grecia, la resistencia armada a los nazis se
dividió en dos bandos enfrentados: los comunistas y los promonárquicos. Para
revertir el fracaso de los fascistas en Egipto, Hitler envió el Afrika Korps
comandado por el general Erwin Rommel, el “Zorro del Desierto”, quien logró
importantes victorias sobre los británicos. Pero a fines de 1942 los británicos
derrotaron a los alemanes en El Alamein y los expulsaron del norte de África.
Consolidado en
el continente europeo pero sin haber vencido a Gran Bretaña, en el verano de
1941 Hitler inició la Operación Barba- rroja contra la URSS. Tres millones de
hombres avanzaron hacia Lenin- grado en el norte, Moscú en el centro y Ucrania
en el sur. Stalin había desestimado los informes que anunciaban los planes
alemanes y no se había preparado para repeler la invasión. Los primeros días
fueron de desconcierto total.
El ejército
alemán y las SS ingresaron matando sin piedad. En su huida hacia el este, los
soviéticos adoptaron la táctica de “tierra quemada”: no dejar nada que pudiera
ser utilizado por el invasor. Dado que Hitler esperaba aniquilar al régimen
soviético en pocos meses, sus tropas no estaban equipadas para enfrentar el
duro invierno. Pero los soviéticos resistieron hasta el límite de sus fuerzas y
los nazis, aunque conquistaron Ucrania, no lograron ingresar en Leningrado ni
tampoco en Moscú. La derrota del ejército alemán a principios de 1943 en la
batalla de Stalingrado supuso un cambio decisivo: de allí en adelante el
ejército soviético no cesó de avanzar, hasta llegar a Berlín en 1945.
Por entonces,
británicos y norteamericanos habían desembarcado en Italia desde el norte de
Africa, avanzado hacia Roma y provocado la caída de Mussolini. Los alemanes se
fortificaron en el norte y resistieron unos meses más. En junio de 1944 los
aliados desembarcaron en Normandía. Poco después liberaron Francia y avanzaron
hacia Alemania desde el sur, en momentos en que los soviéticos lo hacían desde
$1 norte. A principios de 1945 Alemania estaba ocupada, pero Hitler ordenó
resistir y, fiel a su consigna de “victoria o muerte”, se suicidó el 30 de
abril. El 2 de mayo finalizó la batalla de Berlín, y entre el 7 y el 8 las
fuerzas armadas alemanas se rindieron ante el alto mando del ejército aliado y
ante las fuerzas soviéticas.
En el Pacífico
se libró paralelamente otra guerra. Japón invadió el norte de China en 1937,
ocupó Pekín y lanzó su ejército sobre Nanquín, sede del gobierno chino, que
decidió resistir. La ciudad fue saqueada e incendiada hasta los cimientos. Los
japoneses ocuparon las posesiones europeas en Asia: la Indochina francesa, la
Indonesia holandesa y las británicas Malasia, Birmania, Hong Kong y Singapur.
En diciembre de 1941, el imperio nipón atacó la base norteamericana de Pearl
Harbor en Hawái y, cuando los Estados Unidos declararon la guerra a Japón,
Hitler no dudó en enfrentarse también al coloso norteamericano.
El despliegue de
la maquinaria industrial y bélica norteamericana no tardó en desequilibrar el
conflicto del Pacífico en favor de los aliados. La batalla de Midway, en junio
de 1942, fue la derrota naval más dura de Japón y marcó un punto crítico en la
guerra del Pacífico. En adelante, los norteamericanos fueron dominando isla
tras isla. La conquista de Filipinas por parte de los Estados Unidos en febrero
de 1945 o la reconquista de Birmania por los británicos fueron momentos claves.
El 19 de febrero de 1945 los norteamericanos ocuparon por primera vez territorio
japonés, la pequeña isla de Iwojima.
A fines de julio
de 1945, el presidente estadounidense Harry Truman exigió la rendición
incondicional de Japón. El emperador rechazó el ultimátum. El 6 de agosto los
Estados Unidos lanzaron una bomba atómica sobre la ciudad de Hiroshima. Dos
días después, la URSS declaró la guerra a Japón y ocupó Manchuria y parte de
Corea. El 9 de agosto, los Estados Unidos arrojaron una segunda bomba atómica
sobre la ciudad de Nagasaki.
Muchas personas
murieron en el acto, otras tuvieron una larga agonía producida por las
quemaduras, y generaciones de japoneses sufrieron malformaciones de nacimiento
por la radiactividad. Japón capituló y fue ocupado por los Estados Unidos.
¿Cuál fue la
razón de esta masacre? No sólo el gobierno estadounidense sino también
destacados intelectuales, entre ellos el filósofo francés Raymond Aron,
justificaron el empleo de la bomba atómica diciendo que, en última instancia,
había puesto fin a la guerra y evitado más muertes. Los opositores insistieron
en que el sacrificio de cientos de miles de civiles permitió que Washington
emergiese como único vencedor del imperio nipón y probara la eficacia de su
nueva arma de guerra.
La contundente victoria del Eje hasta 1943
no supuso la constitución de un nuevo orden europeo. Hitier necesitaba
estabilizar los países que ocupaba a fin de extraer recursos para sostener la
guerra, y concretar estos fines era más fácil con gobiernos ya instalados, en
cierto grado aceptados por la población, que promover a los dirigentes
fascistas locales.
Varios
territorios europeos ocupados fueron anexados al Reich -Austria, los Sudetes
checoslovacos, Eslovenia, Danzing, Alsacia-Lorena, Luxemburgo- y las tareas
administrativas quedaron a cargo de alemanes o nazis locales. A las zonas con
mayor densidad de población no germana se les asignó una administración
separada: el protectorado de Bohemia- Moravia y el Gobierno General de Polonia.
Los países satélites -Finlandia, Hungría, Bulgaria, Rumania, Croacia y
Eslovaquia- se posicionaron voluntariamente al lado de Alemania: algunos
adoptaron los rasgos típicos del fascismo, pero la mayoría tuvo gobiernos
nacionalistas, autoritarios y anticomunistas. La alineación con el nazismo sólo
se concretó plenamente en los países surgidos del desmantelamiento de los
estados creados en Versalles: Eslovaquia -independizada de Checoslovaquia en
marzo de 1939, poco antes de que ingresaran las tropas alemanas- y Croacia
-separada de Yugoslavia con la llegada de los nazis-.
En Dinamarca,
Noruega, Bélgica y Holanda los nazis tutelaron una administración que, en
diferentes grados, sometió al personal local a las directivas de los alemanes.
Hasta 1942 Francia fue un caso singular. La zona norte, ocupada por los
alemanes, quedó sometida a la autoridad del estado mayor y las presiones del
embajador alemán, es decir, en una situación similar a la de Bélgica o los
Países Bajos. En el sur, un gobierno encabezado por el mariscal Philippe Pétain
-con sede en Vichy y teóricamente soberano- emprendió la “revolución nacional”,
una contrarrevolución conservadora, nacionalista y con muchos elementos propios
del nazismo, entre ellos el antisemitismo. Cuando Pé-
tain firmó el armisticio con los alemanes,
el general De Gaulle partió hacia Inglaterra para proseguir la lucha. El 18 de
junio de 1940, desde la BBC de Londres, incitó a los franceses a resistir la
ocupación nazi.
Portugal,
España, Suiza, Suecia, Turquía e Irlanda se declararon neutrales en Europa.
En su libro Mi lucha, Hitler
manifestó abiertamente su odio visceral a los judíos, a quienes
responsabilizaba de la derrota alemana de 1918. Pero las obsesiones del Führer
y sus fanáticos seguidores no bastan para explicar el genocidio judío. Este no
hubiera sido posible sin la colaboración de la Wehrmacht, el apoyo activo de
vastos sectores de la burocracia y los profesionales, y el afán de lucro de ios
grandes empresarios que fabricaron los equipos para matar e instalaron sus
fábricas en los campos de concentración. No hubiera sido posible tampoco sin el
silencio, la indiferencia y la complicidad pasiva de gran parte de la sociedad
alemana. Al concluir la guerra, los vencedores juzgaron a algunos de los
culpables de los crímenes, y aún hoy la historia sigue discutiendo el espinoso
problema de las responsabilidades.
Los
historiadores debaten también otra compleja cuestión: cómo y cuándo, y a través
de quiénes, el odio y la segregación contra los judíos pudieron materializarse
en los campos de concentración destinados a matanzas masivas. Hasta el comienzo
de la Segunda Guerra Mundial, el trato discriminatorio hacia los judíos
alemanes se combinó con ataques violentos, pero nada indicaba su exterminio
total. Las principales acciones antisemitas anteriores a la guerra no
respondieron a directivas precisas de Hitler, sino que más bien se debieron a
los activistas radicales de las SA, a las rivalidades facciosas e
institucionales que corroían el régimen nazi, al afán de los profesionales de
eliminar la competencia judía y a los grupos económicos deseosos de apropiarse
de los bienes de los judíos. El Führer habilitó las decisiones y generó el
clima que hizo posible los pogromos.
Antes de que
estallara la guerra, en Alemania hubo tres oleadas antisemitas: el boicot a los
comercios judíos instigado por las SA en 1933; la sanción de las leyes de
Núremberg en 1935, que segregaron a los judíos del resto de la sociedad
alemana; y la “Noche de los Cristales Rotos”, el 9 de noviembre de 1938, con
asesinatos, quemas de sinagogas, destrucción y apropiación de propiedades.
Finalmente, los judíos fueron
expulsados de las actividades económicas y
profesionales y sus negocios pasaron a engrosar el patrimonio de las empresas
alemanas. Este fue el último acto de violencia abierta, y a partir de ese
momento se asignó a las SS la coordinación e instrumentación de la política
antijudía, a fin de concretarla en forma más “racional” y burocratizada.
Con la
incorporación de nuevos territorios a lo largo de la guerra, el Tercer Reich se
encontró con un adicional de tres millones de judíos cuya expulsión era
reclamada por los dirigentes nazis de las diferentes localidades. La “solución
final” -el exterminio- tomó cuerpo a partir de la ocupación de Polonia, y más
decididamente tras la invasión de la Unión Soviética. La expulsión de los
judíos de los territorios polacos occidentales, donde serían reubicados los
alemanes, dio lugar a la instalación de guetos, el primero de ellos en la
ciudad de Lodz, en diciembre de 1939. Con los guetos, los campos de trabajo
forzado y los fusilamientos en masa, la idea asesina cobró consistencia. El
último paso se dio con la campaña a la URSS. La operación Barbarroja fue
diseñada como una guerra de aniquilación: todos los comisarios o dirigentes
bolcheviques debían ser ejecutados inmediatamente.
Las SS tuvieron
así un nuevo terreno donde desplegar su maquinaria de terror para consolidar y
extender su dominio en el estado nazi. En principio se suponía que, tras la
caída de Moscú, los judíos serían reubicados en las regiones más adversas del
territorio soviético y sometidos a trabajos forzados. Pero la resistencia de
los pueblos de la URSS impidió la victoria de los alemanes y sus aliados, la
campaña militar se prolongó y el plan genocida se puso en marcha. En enero de 1942,
la jerarquía nazi reunida en la Conferencia de Wannsee asumió decididamente la
“solución final”: una organización planificada de recursos, instalaciones,
transportes y personas al servicio de la “producción” de la muerte.
Los guetos de
Varsovia, Minsk o Budapest, los campos de concentración -Dachau, Mauthausen,
Auschwitz y Treblinka, entre otros- y los asesinatos en masa, como el de Babi
Yar o el de las Fosas Ardeatinas, desgarraron las convicciones y abrieron
angustiosos interrogantes sobre la condición humana.
Durante el año transcurrido entre la
derrota de Francia y la invasión a la Unión Soviética, el Reino Unido fue el
único país que enfrentó al nazismo. El primer ministro Churchill buscó el
respaldo de los Estados
Unidos y, en marzo de 1941, el Congreso
norteamericano aprobó la Ley de Préstamo y Arriendo, por la cual el presidente
Roosevelt podía vender o alquilar todo tipo de material a cualquier estado
considerado clave para la seguridad nacional. En agosto de 1941 Churchill y
Roosevelt suscribieron la Carta del Atlántico, declarando que sus países no
buscaban ningún engrandecimiento territorial o de otro tipo, que respetarían
las decisiones democráticas de los pueblos y que se esforzarían en extender el
libre comercio y asegurar mejoras laborales.
Al ponerse en
marcha la operación Barbarroja, Londres manifestó interés en colaborar con los
soviéticos. Con el ingreso de los Estados Unidos al campo de batalla, quedó
confirmada la Gran Alianza que encabezarían Josef Stalin, Winston Churchill y
Franklin D. Roosevelt. La expansión arrolladora, sin límites y brutal del Eje
hizo posible qúe los dirigentes de las democracias liberales y del comunismo
aunaran sus fuerzas contra el enemigo común.


Los “Tres Grandes” -Churchill,
Roosevelt y Stalin-, en la conferencia que celebraron en Yalta (URSS) del 4 al 11 de febrero de 1945, para
acordar la organización del mundo en la segunda posguerra.
Desde fines de 1941 hasta la derrota de
Alemania en 1945, los máximos dirigentes del bloque aliado se reunieron en Teherán
(noviembre de 1943), Yalta (febrero de 1945) y Potsdam (julio-agosto de 1945).
En
Potsdam, Harry Truman reemplazó a
Roosevelt, que había muerto el 12 de abril, y el dirigente laborista Clement
Attlee ocupó el lugar de Churchill tras la derrota electoral de los
conservadores. Las negociaciones incluyeron medidas sobre la forma de conducir
la guerra. Se debatió sobre la apertura del frente occidental y Stalin exigió
un inmediato desembarco aliado en Francia, que se concretó en junio de 1944.
Cuan do los
jefes aliados se reunieron en Yalta, el Ejército Rojo ya había desalojado a los
nazis de los países de Europa del Este. Entonces se acordó que Alemania fuera
desmilitarizada y dividida en cuatro zonas que serían ocupadas exclusivamente
con fines administrativos por la Unión Soviética, los Estados Unidos, Gran
Bretaña y Francia. En aquel momento ninguno de los líderes pensó en una
división política de la potencia derrotada: la separación fue concebida en
términos puramente administrativos. Se aprobó el pago de altas reparaciones de
guerra por parte de los alemanes y se dispuso que los principales criminales de
guerra nazis fuesen juzgados por un tribunal internacional: los célebres
juicios de Núremberg.
Con esta denominación pasó a la historia la
serie de juicios celebrados en Núremberg, Alemania, en 1945-1946, en los que
antiguos líderes nazis fueron acusados y juzgados como criminales de guerra por
un Tribunal Militar Internacional. La acusación levantó cuatro cargos: 1)
crímenes contra la paz (planear, instigar y librar guerras de agresión violando
los acuerdos y tratados internacionales); 2) crímenes contra la humanidad
(exterminio, deportaciones y genocidio); 3) crímenes de guerra (violación de
las leyes de guerra), y 4) “haber planeado y conspirado para cometer” los actos
criminales anteriormente mencionados.
La defensa negó la competencia del Tribunal,
subrayó la dificultad de aplicar leyes con carácter retroactivo, e insistió en
el principio de obediencia debida y en la supuesta ignorancia de la “solución
final” por parte de los implicados en su concreción.
Después de 216 sesiones, el 1o de
octubre de 1946 se emitió el veredicto: tres acusados fueron absueltos (Hjalmar
Schacht, Franz von Papen y Hans Fritzsche), cuatro fueron condenados a penas de
entre diez y viente años de cárcel (Karl Dónitz, Baldur von Schirach, Albert
Speer y Konstan- tin von Neurath), tres fueron condenados a cadena perpetua
(Rudolf Fless, Walther Funk y Erich Raeder) y, finalmente, doce fueron condena
dos a muerte. Diez de ellos fueron ahorcados
el 16 de octubre de 1946 (Hans Frank, Wilhelm Frick, Julius Streicher, Alfred
Rosenberg, Ernst Kaltenbrunner, Joachim von Ribbentrop, Fritz Sauckel, Alfred
Jodl,
Wilhelm Keitel y Arthur Seyss-lnquart), Martin
Bormann fue condenado “in absentia” y Flermann Goering se suicidó en su celda
antes de la ejecución. El industrial Gustav Krupp, incluido en la lista de
acusados, no fue juzgado debido a su avanzada edad. JW
Un protocolo secreto estableció que la
Unión Soviética entraría en guerra con Japón después del fin de las
hostilidades en Europa. En Potsdam, tras la rendición de los nazis, el diálogo
fue menos fluido. El enemigo común había sido derrotado y afloraron las
tensiones sobre el nuevo ordenamiento de la Europa devastada, sobre todo
respectó a Polonia, a la cual Stalin había decidido mantener bajo su control.
Después de la Segunda Guerra Mundial no
hubo un equivalente de Versalles. Las nuevas fronteras surgieron de las
posiciones logradas en

Polonia después de la Segunda Guerra
Mundial
los campos de batalla. El rápido pasaje de
la Gran Alianza a la Guerra Fría impidió que se concretasen los acuerdos de
paz. No hubo cambios territoriales significativos con respecto a 1937, excepto
las nuevas fronteras entre la URSS y Polonia. A raíz de la decisión de Stalin
de anexar el este polaco a su país, la nueva Polonia se desplazó hacia el oeste
y el territorio alemán se redujo.
Los Tratados de
París (1947) normalizaron la situación de los aliados de la Alemania nazi:
Italia, Rumania, Hungría, Bulgaria y Finlandia. La Guerra Fría impidió la
elaboración de un tratado de paz para Alemania. Austria, pese a ser considerada
víctima del nazismo, quedó dividida en zonas controladas por la Comisión aliada
hasta la firma del Tratado de Viena en 1955. Aunque los cambios de fronteras
fueron menores que en la primera posguerra, hubo millones de desplazados:
prisioneros de guerra, detenidos de los campos de concentración, trabajadores
forzados, refugiados de distinta procedencia -entre ellos, alemanes expulsados
de los países que habían colaborado con los nazis- y familias sin vivienda.
La Segunda
Guerra Mundial fue una guerra total que propagó la muerte y la destrucción
mucho más allá del campo de batalla. Las poblaciones indefensas sufrieron
bombardeos sistemáticos, operaciones militares y represiones masivas. Polonia,
Rusia Occidental y Asia Oriental padecieron las peores masacres de la historia:
asesinatos en masa, campos de concentración nazis, bombas atómicas en Hiroshima
y Nagasaki.
Los hombres y
mujeres que vivieron esta tragedia creyeron necesario y posible que jamás
volviera a ocurrir algo semejante. Así, el mundo de posguerra quedó envuelto en
un clima de ideas y de sentimientos favorables a la reformulación del contrato
social en un sentido más democrático e igualitario, en el que la política
asumiría el puesto de mando frente a la imprevisible, y por momentos destructiva,
dinámica del mercado.
Los signos del distanciamiento entre los
aliados se hicieron evidentes a partir de 1946. Por una parte, el afianzamiento
de los soviéticos en los países de Europa del Este hacía temer la expansión del
comunismo. Por otra, las trabas impuestas a la Unión Soviética en cuanto a
cobrarse las reparaciones de guerra con bienes alemanes alentaron los temores
de Stalin. El ambiente enrarecido que había empezado a respirarse en
Potsdam afloró claramente en una serie de
declaraciones de tono cada vez más inamistoso. Una de las más resonantes fue el
discurso pronunciado en junio de 1946 por el ministro inglés Churchill en los
Estados Unidos: entre los países de Europa Occidental y los ocupados por el
Ejército Rojo se había levantado un telón de acero.
El principal
tema que enfrentó a los ex aliados fue Alemania. El gobierno soviético
pretendía tomar de este país los recursos que ayudasen a la reconstrucción de
la URSS, devastada por la guerra. Los Estados Unidos, en cambio, mostraban un
creciente interés por la recuperación alemana, nación a la que consideraban una
muralla de contención contra el avance del comunismo. Por otro lado, en las
cruentas guerras civiles de Grecia y China, los comunistas locales debieron enfrentar
fuerzas apoyadas por las democracias occidentales.
Frente a estos
conflictos, Stalin optó por mantenerse al margen; no contaba con recursos y
prefería no irritar a las potencias occidentales alentando revoluciones. En
China, intentó convencer al líder comunista Mao Tse-tung para que llegara a un
acuerdo con el Kuomintang, el partido cuyo triunfo anhelaban los Estados
Unidos. La guerrilla comunista que intentaba derrocar en Grecia al gobierno
monárquico sostenido por Gran Bretaña sólo fue respaldada por el gobierno
yugoslavo de Tito.
La antigua
alianza se quebró definitivamente en 1947. Los Estados Unidos se comprometieron
con la reconstrucción europea y asumieron el papel de gendarmes del orden
capitalista. En Europa Occidental, la escasez de insumos básicos y el invierno
de 1946, extremadamente crudo, fomentaron el descontento social. En Francia e
Italia, los comunistas captaron un importante caudal de votos en las primeras
elecciones de posguerra y se sumaron a los gobiernos de coalición. Los soviéticos,
por su parte, controlaban los resortes básicos del poder en los países europeos
del este.
La debilidad de
Gran Bretaña condujo al gobierno de Truman a ejercer un papel activo sobre el
rumbo de Grecia y Turquía, países que integraban la esfera de influencia
británica. A mediados de 1947, el secretario de estado George Marshall anunció
el Programa de Recuperación Europeo. El Plan Marshall ofrecía ayuda económica a
todos los países europeos que aceptaran los mecanismos de control e integración
dispuestos por los Estados Unidos. La URSS rechazó el ofrecimiento y obligó a
los gobiernos de Europa del Este a sumarse a su decisión, alegando que la ayuda
servía a los intereses del imperialismo estadounidense. El programa tenía un
triple objetivo: impedir la insolvencia de
los países europeos, que hubiera tenido
consecuencias negativas para la economía norteamericana; mejorar las
condiciones sociales para evitar la expansión del comunismo, y afianzar los
regímenes democráticos dispuestos a apoyar la política estadounidense en el
escenario internacional.
La liquidación
del gobierno de coalición de Praga en febrero de 1948, promovida por los
comunistas, precipitó la puesta en marcha del Plan Marshall. Dos meses después
Truman firmó el Programa de Recuperación Europea, se creó una Administración de
Cooperación Económica para manejar los fondos, y se constituyó la Organización
Europea de Cooperación Económica (OECE) para coordinar la distribución de la
ayuda norteamericana. El ingreso de dólares fue acompañado por una intensa
campaña de propaganda, en la que documentales, noticieros y panfletos mostraban
el “American way of life” como el destino promisorio de las democracias
capitalistas europeas.
Mientras
Washington imponía su liderazgo involucrándose en la reconstrucción de Europa,
Moscú sometía a los partidos comunistas europeos a un estricto control. En
septiembre de 1947 reunió a sus dirigentes en Silesia y anunció la creación de
la Oficina de Información de los Partidos Comunistas y Obreros (Kominform).
Andréi Zhdánov, estrecho colaborador de Stalin, reconoció la división del mundo
en dos bloques y convocó a las fuerzas del “campo antifascista y democrático” a
defender el centro de la revolución comunista victoriosa.
En Alemania
Occidental las tres potencias ocupantes -Francia, Gran Bretaña y los Estados
Unidos- empezaron a colaborar entre sí: las regiones controladas militarmente
fueron unificadas y se concedió una creciente autonomía a las autoridades
locales. Stalin cerró las vías de comunicación entre Berlín y el exterior. La
capital, en la zona soviética, había quedado dividida en cuatro sectores y las
potencias occidentales no estaban dispuestas a abandonar esa posición
estratégica. A partir del 25 de junio de 1948 se armó un puente aéreo que
garantizó el abastecimiento de la población de Berlín occidental. Moscú levantó
el bloqueo sin haber modificado la situación.
Este conflicto
debilitó las resistencias a la política de los Estados Unidos: la de los
alemanes occidentales, que no deseaban profundizar la separación con la zona
bajo control soviético; la de los franceses, que temían la reconstrucción
política y económica de Alemania; y las objeciones de los aislacionistas
estadounidenses a involucrarse en la política europea. En mayo de 1949 se
decretó oficialmente la fundación de la República Federal Alemana, que abarcó
todas las zonas ocupadas por
las potencias occidentales, incluido Berlín
Occidental. En octubre de ese mismo año se anunció la creación de la República
Democrática Alemana, integrada por los cinco estados ocupados por las tropas
soviéticas. La división perduró hasta 1990, cuando la desintegración del bloque
soviético posibilitó el reconocimiento de la plena soberanía de la Alemania
reunificada.
El proceso de
división en dos bloques se plasmó también en el plano militar. En abril de 1949
fue aprobado el Tratado del Atlántico Norte. En 1955, a manera de réplica de la
integración de la República Federal Alemana en la OTAN, los gobiernos de las
democracias populares, excepto Yugoslavia, firmaron el Pacto de Varsovia, que
establecía la conducción del comando militar soviético sobre todas las fuerzas
armadas.
Con la derrota
de Japón, Washington asumió un papel dominante en Oriente Lejano. Pero el
triunfo de Mao sobre las fuerzas nacionalistas chinas en 1949 y la guerra de
Corea alteraron radicalmente el escenario asiático. A principios de 1950 China
y la URSS firmaron un tratado de alianza y ayuda mutua por treinta años. Los
comunistas coreanos pretendieron restablecer la unidad de la ex colonia
japonesa, que, con la derrota de Tokio, había sido ocupada por la URSS al norte
y por los Estados Unidos al sur. Los soviéticos dieron paso a un autoritario
régimen comunista y los norteamericanos, a una intransigente dictadura militar.
Cuando el ejército norcoreano avanzó hacia el sur, Washington -avalado por el
Consejo de Seguridad de la ONU- encabezó la coalición armada que impidió la
ocupación de Corea del Sur. Luego de tres años de guerra se firmó un armisticio
que obligaba a los contendientes a respetar la frontera existente.
La proximidad
geográfica de China, el conflicto de Corea y la presencia de grupos armados
comunistas en Vietnam, Laos y Filipinas convirtieron el Sudeste asiático en uno
de los principales escenarios de la Guerra Fría. En consecuencia, la administración
Truman extendió a Asia la política de contención definida para Europa. Dio su
apoyo militar y económico al gobierno nacionalista chino instalado en Taiwán, a
las dictaduras de Corea del Sur y el Sudeste asiático, y favoreció
decididamente el crecimiento económico de Japón.
Todos estos
estados sufrieron la penetración de las estructuras militares estadounidenses y
quedaron incapacitados para instrumentar una política exterior independiente.
Washington se especializó en proporcionar protección militar, mientras los
gobiernos asiáticos se concentraban en la recuperación de sus economías como
valla frente
al comunismo y como base de legitimación de
los nuevos estados nacionales. En este contexto, los Estados Unidos apoyaron a
las fuerzas francesas enfrentadas con los movimientos de liberación nacional en
Indochina.
Al concluir la Segunda Guerra Mundial, las
potencias europeas aún retenían sus inmensos imperios coloniales sin que se
previera que esta situación fuese a cambiar. Sin embargo, en pocos años, la
mayor parte de las colonias logró su liberación. Desde el retorno a la paz
hasta la conferencia de Bandung (1955), la descolonización tuvo su epicentro en
Asia y en el mundo árabe, en este último caso entrelazada con el conflicto
desatado por la creación del estado de Israel. Desde fines de los años
cincuenta hasta 1975 el proceso descolonizador se concentró en Africa
Subsahariana. La última etapa se inició con el derrumbe del imperio portugués
en 1975: las guerras de liberación de las colonias portuguesas de Angola y
Mozambique se combinaron con las luchas contra el régimen del apartheid
sudafricano, que llegó a su fin con la elección en 1994 del líder del Congreso
Nacional Africano Nelson Mándela como presidente de la República de Sudáfrica.
La
descolonización fue, junto con la Revolución rusa, el proceso más significativo
del siglo XX y revolucionó el escenario internacional. En 1945 la ONU estaba
integrada por cincuenta y un países, y en 1975, por 144. El debilitamiento de
los estados europeos y el anticolonialismo de los Estados Unidos y la Unión
Soviética favorecieron la caída de los imperios coloniales. Los Estados Unidos
se oponían al orden colonial por su historia y por su interés en el comercio
libre. No obstante, frente a la posibilidad de que la liberación nacional
favoreciese a los comunistas, como en el caso de Indochina, apoyaron los
intereses metropolitanos. La Unión Soviética, aunque creía que los movimientos
anticolonialistas debilitaban al capitalismo, no contribuyó decididamente a
fortalecerlos, y hasta los años setenta su política exterior evitó cualquier
clase de acción que cuestionara las áreas de influencia surgidas de la Segunda
Guerra Mundial.
Mientras los imperios se resquebrajaban, los
nuevos países buscaron fortalecer su posición en el escenario internacional a
través de la acción mancomunada. El encuentro entre países del Sudeste
asiático, celebrado en 1954 en Sri Lanka, apoyó la independencia de Indochina y
la incorporación del gobierno chino encabezado por Mao al Consejo de Seguridad
de la ONU y avaló la creación del grupo de Colombo -integrado por la India,
Indonesia, Pakistán, Birmania y Sri Lanka-, que organizó una conferencia
afroasiática.. En abril de 1955 se reunieron en Bandung representantes de
veintinueve países, en su mayoría asiáticos, seguidos por árabes y una minoría
de africanos. Junto al anfitrión indonesio Sukarno estuvieron los presidentes
de la India y Egipto, Jawaharlal Nehru y Gamal A. Nasser, y el primer ministro
chino Chou en Lai. Este último reconoció que “en los países asiáticos y
africanos se siguen ideologías y sistemas sociales diferentes, lo cual, sin
embargo, no debe obstaculizar nuestra búsqueda de puntos comunes ni nuestra
unidad. Terminada la Segunda Guerra Mundial, en Asia y África surgieron muchos
países independientes, unos comunistas y otros nacionalistas. [...] Tanto ios
países dirigidos por comunistas como los dirigidos por nacionalistas se
establecieron tras liberarse del colonialismo y siguen luchando porque su
independencia sea total. ¿Por qué no podemos conocernos mejor, respetarnos más
y ofrecernos, unos a otros, solidaridad y apoyo?”.
El cónclave reunido en Bandung aprobó los
llamados “Diez Principios de Bandung”, que servirían de base a la organización
del Movimiento de Países No Alineados.
Los principios de Bandung pueden consultarse
en: http://www.marxists.
org/espanol/zhou/1955/abril-b.htm. ^
Después de la Segunda Guerra Mundial, la
opinión pública se mostró más anticolonial que en la primera posguerra,
contribuyendo así al desgaste de los imperios. Pero la acelerada
descolonización fue, ante todo, el resultado de las profundas transformaciones
que venían alterando la fisonomía de las colonias. Con el surgimiento de nuevos
países, otras colonias se sintieron más seguras y respaldadas para liberarse
del yugo metropolitano. El movimiento de liberación indonesio, por ejemplo,
recibió el apoyo de la India y Australia en los foros internacionales para obtener
de Holanda el reconocimiento de su independencia.
Aunque con
diferentes modalidades, ritmos e intensidades, especialmente después de la
Primera Guerra Mundial, en las sociedades coloniales fueron creándose
condiciones que erosionaron el vínculo de dependencia, a la vez que emergían
actores que exigieron su liquidación.
Este proceso
incluyó la presencia de nuevas clases y sectores formados al calor de los
cambios económicos, pasando por las experiencias de autogobierno local y el
desarrollo de la educación, hasta la constitución de movimientos de liberación
apoyados por los distintos grupos de la sociedad. Cada trayectoria en pos de la
independencia nacional tuvo su fisonomía singular.
Las diferencias
remiten a tres factores: las experiencias previas a la imposición del dominio
colonial; las conductas de las distintas metrópolis durante su administración y
frente a las demandas de independencia, y, por último, la composición, las
acciones y las ideas de los movimientos anticolonialistas.
En relación con
el primer punto, la mayor parte de las sociedades asiáticas y musulmanas
contaba con un pasado político, cultural e institucional que podía reivindicar
como propio, y reinventar para forjar la nueva identidad nacional y sostener la
construcción del estado nacional. En África esta tarea fue mucho más compleja y
difícil de concretar debido a la heterogeneidad de tradiciones de cada colonia.
Respecto al
segundo factor, ante el avance de los movimientos inde- pendentistas los
principales centros imperiales asumieron posiciones disímiles: Francia opuso
resistencia y Gran Bretaña -favorecida por la Commonwealth en su relación con
las colonias- adoptó una postura más flexible. Las dos guerras más cruentas
fueron la de Argelia -que repercutió sobre la política interna francesa
provocando la caída de la IV República- y la de Indochina. La guerra de Vietnam
acabó convirtiéndose, en los años sesenta, en un conflicto de la Guerra Fría
con severas consecuencias negativas para los Estados Unidos, tanto en el orden
interno como en su posición internacional.
Por último, los
movimientos de liberación surgieron en sociedades que estaban lejos de ser
homogéneas. En muchos casos, frente a los reclamos de independencia, ciertos
sectores de las elites renegociaron el vínculo con la metrópoli para preservar
sus privilegios, por ejemplo, las monarquías árabes del norte de África y
Oriente Medio. Los más interesados en la constitución de estados independientes
eran quienes contaban con una educación que los habilitaba para reemplazar a los
funcionarios metropolitanos en el gobierno, los miembros de una burguesía
incipiente deseosos de romper con la subordinación económica,
y los trabajadores nativos discriminados
por los empresarios europeos. Pero no siempre constituyeron un frente unido. Existieron
propuestas y demandas encontradas en torno a cuestiones tales como la
organización institucional del nuevo estado, la forma de encarar la fuerte
heterogeneidad cultural de las poblaciones, y el rumbo económico que adoptaría
el nuevo país.
Los desafíos
eran inmensos y gran parte de las ex colonias quedaron atrapadas en el círculo
vicioso de unas economías muy dependientes de los avatares del mercado mundial,
unos estados frágiles y al mismo tiempo autoritarios, y la trágica politización
de las diferencias culturales y religiosas.
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