Historia del mundo contemporáneo (1870-2008)
María Dolores Béjar
Este libro es el
producto del esfuerzo y el compromiso de un grupo de docentes de la Facultad de
Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP que desde hace mucho tiempo
viene apostando a la elaboración de materiales especialmente pensados para los
estudiantes universitarios y basados en la firme voluntad de articular los
resultados de la investigación con las necesidades y objetivos de la enseñanza
en un campo de enorme complejidad como es el de la historia del siglo XX. En
efecto, los equipos de cátedra de las materias “Introducción a la problemática
del mundo contemporáneo” e “Historia social contemporánea”, coordinados por la
Dra. María Dolores Béjar, han venido produciendo textos y recopilando fuentes escritas
y audiovisuales que desde 2009 han nutrido un campus virtual al que los alumnos
pueden acceder a través de la página web de la Facultad.
Por otra parte,
esta iniciativa se apoya también en la permanente voluntad de la Dra. Béjar y
su equipo por sistematizar -con una mirada crítica y pluralista a la vez- los
últimos avances de la investigación y acercarlos a través de formatos
innovadores a lectores no especializados pero sí involucrados en la docencia y
el aprendizaje sobre el mundo contemporáneo en las distintas dimensiones que su
estudio supone. Un significativo antecedente en este sentido son las “Carpetas
de Historia” dirigidas a los docentes del nivel medio, emprendimiento único en
su género que también está disponible en acceso abierto a través de internet <http://www.carpetashistoria.fahce.unlp.edu.ar/>.
Esta propuesta se
nutre de los debates en torno a una posible historia del tiempo presente, que
coloca a la historia frente al desafío de comprender y explicar el presente a
través del pasado. Junto con las controversias sobre su naturaleza y sus
alcances temporales, la historia contemporánea plantea abiertamente la tensión
que recorre la tarea del historiador: la demanda de objetividad sostenida por
el ámbito académico y las preocupaciones e interrogantes que atraviesan la
sociedad de la que forma parte. Este libro parte del reconocimiento de esta
tensión y se propone intervenir sobre la misma desde la primacía asignada a los
conocimientos elaborados en el campo historiográfico. Se propone, por un lado,
aportar nuevos conocimientos sobre la historia contemporánea y, por el otro,
incidir en la construcción de propuestas para la formación de las nuevas
generaciones.
En suma, creemos
que se trata de un aporte original que viene a llenar un vacío y a contribuir a
un mejor desempeño de nuestros estudiantes facilitándoles el acceso al estudio
del mundo contemporáneo, pero al mismo tiempo brindándoles herramientas para
profundizar el análisis desde una perspectiva interdisciplinaria y
capacitándolos para continuar explorando
críticamente los distintos temas a partir de
fuentes y materiales diversos. Un aporte, en definitiva, a los objetivos de
combinar inclusión, retención y calidad en la educación universitaria que
compartimos e impulsamos desde nuestra Facultad.
Aníbal Viguera
Decano de la Facultad de Humanidades y Cs. de
la Educación de la UNLP.
Ensenada, 8 de noviembre de 2014.
Los hilos centrales
que recorren este libro remiten al afán de ofrecer un panorama básico de los
cambios y continuidades que forman el suelo en que se apoya el presente; y esto
en relación con tres ideas principales. En primer lugar, el reconocimiento de
la necesidad de avanzar hacia una historia mundial y, al mismo tiempo, la
certidumbre de que solo ha sido posible delinear algunos trazos centrales en
este sentido. En segundo lugar, la convicción de que las dimensiones que
conforman la “realidad social” son muchas (política, económica, social,
ideológica, los espacios privados...) y se combinan de modos diversos, pero
este texto se limita a recortar, principalmente, los aspectos económicos,
políticos y las relaciones internacionales. En tercer lugar, la certidumbre que
la historia se procesa a través de la articulación entre los que nos viene
dado, lo que decidimos y hacemos y las irrupciones del azar; pero en este
trabajo, debido a su carácter general, predomina el peso de las estructuras
aunque sin dejar de lado las acciones de los sujetos.
Este texto no incluye
relatos específicos sobre las diversas experiencias vividas por los seres
humanos en el mundo contemporáneo: su contenido es de carácter más general, al
modo de un mapa que únicamente registra las principales rutas, pero no consigna
los vericuetos de los distintos barrios.
El desafío ha sido
inmenso, y si lo llevé a cabo es porque mi vocación docente acabó imponiéndose
a mis limitaciones para concretar esta tarea.
En la base de este
trabajo se entretejen las reiteradas y por momentos angustiosas ocasiones en
que me sentí “obligada” a reformular los programas de Historia del Siglo XX,
materia de la que soy profesora a partir de la vuelta a la democracia en 1983.
Qué texto tan diferente hubiera escrito en los años ‘80 cuando comencé a dar
clases en la Universidad de Tandil. Y aún en la década del 90, después de la
caída del Muro, cuántas cuestiones que hoy puedo visualizar hubieran quedado
soslayadas.
La primera y nada
sencilla decisión fue la de dar respuesta al interrogante: ¿cuándo comienza la
historia del mundo actual? En el momento que nació este proyecto ya existía una
definición con amplio consenso: la Primera Guerra Mundial inauguraba el corto
siglo XX según la propuesta del historiador Eric Hobsbawm. Sin embargo, en
las aulas siempre había recurrido a la era del imperialismo para explicar el
mundo contemporáneo, y con mayor convencimiento a medida que se desplegaba la
globalización. Y esto en virtud que, aunque reconozco el profundo quiebre que
significó “la guerra total” en la historia de Occidente, para una historia
mundial considero que la expansión del
Occidente capitalista, su avance sangriento y transformador hacia el resto del
mundo, son experiencias que ofrecen claves insoslayables.
La segunda decisión
remite a la organización del espacio. Aquí acabé adoptando agrupamientos
didácticos sin perder de vista que los grupos de países y regiones propuestos
no pueden reconocerse en todos los momentos de la historia contemporánea debido
a las hondas transformaciones del mundo actual. Desde el inicio de esta
historia hasta su conclusión existen, aunque no con las mismas denominaciones,
ni los mismos integrantes, dos grandes conjuntos: los países capitalistas más o
menos estables y desarrollados y el de las sociedades que ya sea como colonias,
subdesarrolladas, dependientes o del Sur no integran el grupo anterior. El
tercer conjunto, los estados comunistas, tuvieron una presencia significativa
entre 1917 y 1991, mientras que hoy apenas existen experiencias aisladas, como
Corea del Norte, o muy ambiguas, como China. A lo largo de este texto, el
último país, por ejemplo, se posiciona en diferentes categorías como colonia,
país comunista y potencia emergente.
En este trabajo nos
detendremos básicamente en el espacio capitalista central y el comunista. El
análisis de los mismos ha sido organizado en tres grandes períodos: la era del
imperio y su derrumbe (1873 -1914/1918); la crisis del liberalismo, el
capitalismo y la consolidación del régimen soviético (1918-1939/1945); los años
dorados en el marco de la Guerra Fría (1945-1968/1973).
La obra consta de
ocho capítulos. En el capítulo I se aborda el primer período. El capítulo II se
centra en el doble proceso de la Primera Guerra Mundial y la Revolución rusa El
capítulo III recorre el espacio capitalista en los años de entreguerras y el
siguiente se concentra en la experiencia soviética de esos años. Los capítulos
V y VI abordan el escenario internacional: la Segunda Guerra Mundial junto al
Holocausto en el primer caso y la Guerra Fría en el segundo. Los dos últimos
capítulos analizan el período que comprende el fin de la Segunda Guerra Mundial
hasta la oleada de movilizaciones de 1968: el capítulo VII aborda el espacio
capitalista central y el VIII el bloque comunista.
Todos ellos constan
de cuatro apartados: el relato histórico, el análisis de un filme, actividades
sobre la información ofrecida por el texto del libro y los trabajos de la
bibliografía básica y, por último, un listado de textos claves para organizar
el estudio de cada tema.
María Dolores Béjar Buenos Aires 10 de noviembre 2014
María Dolores Béjar, Marcelo Scotti,
Leandro Sessa
Los contenidos de
este capítulo pueden organizarse en torno a cinco cuestiones básicas:
- La expansión
imperialista en relación con los escenarios ideológicos, políticos y económicos
de los países centrales.
- La
terminación del reparto colonial de Asia. La división de África entre las
metrópolis. La ocupación de Oceanía.
- La
dependencia de América Latina, Central y el Caribe del mercado mundial.
Colonias en la región.
- El análisis
de las transformaciones económicas a partir de los problemas planteados por la
crisis del capitalismo en 1873. Distinguir los rasgos básicos de dicha crisis y
precisar el significado que asignan los autores propuestos en la bibliografía a
la globalización económica bajo la hegemonía de Gran Bretaña.
- El
significado de los cambios en el escenario político-ideológico a partir de las
siguientes cuestiones: el proceso de democratización, la gravitación del
socialismo, sus distintas tendencias y los debates entre las mismas y, por
último, la emergencia de la nueva derecha.
El mundo del último
cuarto del siglo XIX estuvo lejos de ser un espacio homogéneo, esto al margen
que algunos procesos básicos, por ejemplo, la intensificación del proceso
industrial, el desarrollo renovado de las tecnologías y el conocimiento
científico occidental, la democracia constitucional como concepciones y
prácticas organizadoras de las relaciones entre Estado y sociedad tuvieron
repercusiones casi globales. Sin embargo, en las distintas partes del mundo
asumieron desiguales grados de incidencia y diferentes modos de vincularse con
el orden existente. Por ejemplo, como veremos más adelante, aunque en todos los
antiguos imperios, Persia, China y el Otomano, fue evidente el impacto de
Occidente, las trayectorias históricas de cada uno de ellos presentan marcados
contrastes. En relación con la existencia de procesos históricos singulares, la
exploración los mismos puede organizarse en base al reconocimiento de los
siguientes grupos de países:
- Las
principales potencias europeas: la República de Francia, el Reino Unido y el
Imperio de los Hohenzollern en Alemania.
- Los imperios
multinacionales de Europa del este: el de los Habsburgo en Austria-Hungría y
los Romanov en Rusia.
- Las nuevas
potencias industriales extra europeas: el Imperio de Japón y la República de
Estados Unidos.
- Los viejos imperios en crisis: Persia, China
y el Otomano.
- Los países
soberanos, pero muy dependiente en el plano económico, de América Latina,
Central y el Caribe.
No debe perderse de
vista que las unidades políticas de cada conjunto tuvieron rasgos claves
propios y entre unas y otras existieron diferencias. Al mismo tiempo es preciso
tener en cuenta las conexiones entre los grupos propuestos. Esta clasificación
tiene el propósito central de organizar el análisis político.
Entre 1876 y 1914,
una cuarta parte del planeta fue distribuida en forma de colonias entre media
docena de Estados europeos: Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia, Países
Bajos, Bélgica. Los imperios del período preindustrial, España y Portugal,
tuvieron una participación secundaria. Los países de reciente industrialización
extraeuropeos, Estados Unidos y Japón, interesados en el zona del Pacífico,
fueron los últimos en presentarse en escena. En el caso de Gran Bretaña, la
expansión de fines del siglo XIX presenta líneas de continuidad con las
anexiones previas; fue el único país que, en la primera mitad del siglo XIX, ya
tenía un imperio colonial.
La conquista y el
reparto colonial lanzados en los años 80 fueron un proceso novedoso por su
amplitud, su velocidad y porque estuvo asociado con la nueva fase del
capitalismo, la de una economía que entrelazaba las distintas partes del mundo.
Los principales estadistas de la repitieron una y otra vez que era preciso
abrir nuevos mercados y campos de inversión para evitar el estancamiento de la
economía nacional. Además, según su discurso, las culturas superiores tenían la
misión de civilizar a las razas inferiores. En el marco de la gran depresión
(1873-1895), gran parte de los dirigentes liberales de la época -Joseph
Chamberlain en Gran Bretaña y Jules Ferry en Francia, por ejemplo- giraron
hacia el imperialismo para sostener una política expansionista apoyada por el
Estado y basada en un fuerte potencial militar que garantizaría la superioridad
de la propia nación. Pero también hubo liberales que rechazaron la colonización
como una empresa “civilizadora”. Desde esta posición el republicano francés
George Clemenceau sostuvo que:
¿Razas superiores? Razas inferiores, ¡es fácil
decirlo! Por mi parte, yo me aparto de tal opinión después que he visto a los
alemanes demostrar científicamente que Francia debía perder la guerra
franco-alemana porque la francesa es una raza inferior a la alemana. Desde
entonces, lo confieso, miro dos veces antes de volverme hacia un hombre o una
civilización y pronunciar: hombre o civilización inferior. ¡Raza inferior los
hindúes con esa gran civilización refinada que se pierde en la noche de los
tiempos! ¡Con esa gran religión budista que la India dejó a China!, ¡con ese
gran florecimiento del arte que todavía hoy podemos ver en las magníficas
ruinas! ¡Raza inferior los chinos!
Con esa civilización cuyos orígenes son
desconocidos y que parece haber sido la primera en ser empujada hacia sus
límites extremos. (En Bibliothèque de l'Assemblée nationale. Traducción Sandra Raggio)
En el caso de los
socialistas, algunos dirigentes de la Segunda Internacional también adjudicaron
a la expansión europea un significado civilizador. El debate fue especialmente
álgido en el congreso de Stuttgart, en 1907.
Eduard Bernstein (Alemania). Soy partidario de la resolución de la mayoría [...]. La
fuerza creciente del socialismo en algunos países aumenta también la
responsabilidad de nuestros grupos. Por eso no podemos mantener nuestro
criterio puramente negativo en materia colonial [...]. Debemos rechazar la idea
utópica cuyo objetivo vendría a ser el abandono de las colonias. La última
consecuencia de esta concepción sería que se devuelva Estados Unidos a los
indios (movimientos en la sala). Las colonias existen, por lo tanto debemos
ocuparnos de ellas. Y estimo que una cierta tutela de los pueblos civilizados
sobre los pueblos no civilizados es una necesidad. Esto fue reconocido por
numerosos socialistas, sobre todo por Lassalle y Marx. En el tercer tomo de El
capital leemos la siguiente frase: “La tierra no pertenece a un solo pueblo
sino a la humanidad, y cada pueblo debe utilizarla para beneficio de la
humanidad”. [...]
Van Kol (Holanda). [...] Desde que la
humanidad existe hubo colonias y creo que seguirán existiendo durante largos
siglos [...]. Me limito a preguntar a Ledebour si, durante el régimen actual,
tiene el coraje de renunciar a las colonias. ¿Él sabrá decirme entonces qué
hará con la superpoblación de Europa, en qué país podrán subsistir las personas
que quieren emigrar si no es en las colonias?
¿Qué hará Ledebour con el creciente producto
de la industria europea si no trata de hallar nuevos mercados en las colonias?
[...]
Karski (Alemania). [...] David ha reconocido
el derecho de una nación a tomar bajo su tutela a otra nación. Nosotros, los
polacos, que tenemos como tutor al zar de Rusia y al gobierno de Prusia,
sabemos lo que significa esa tutela. (Exclamaciones de aprobación). Aquí hay
una confusión en la expresión debida no tanto a la influencia burguesa como a
la influencia de los terratenientes. Al afirmar que todo pueblo debe pasar por
el capitalismo, David invoca la autoridad de Marx. Yo cuestiono esa
interpretación. Marx dice que los pueblos en donde hay un comienzo de
desarrollo capitalista deben completar esa evolución, pero
nunca dijo que
todos los pueblos tengan que atravesar la etapa capitalista [...].
Creo que para un socialista
existen también otras civilizaciones además de la
civilización capitalista o europea. No tenemos ningún
derecho a vanagloriarnos tanto de nuestra civilización y a imponerla a los
pueblos asiáticos, poseedores de una cultura mucho más antigua y quizás más
desarrollada. (Se oyen exclamaciones de aprobación). David también ha afirmado
que las colonias retornarán a la barbarie si se las abandona a su suerte. Esta
afirmación me parece relativa, sobre todo en lo que atañe a la India. Allí me
represento la evolución de otra manera. Es perfectamente posible mantener la
cultura europea en ese país sin que por ello los europeos dominen con la fuerza
de sus bayonetas. De ese modo, ese pueblo podría desarrollarse libremente. Por
lo tanto, les propongo votar la resolución de la minoría. (En
Carrère D'Encausse,
Hélène y Stuart Schram, El
marxismo y Asia, Buenos Aires, Siglo XXI, 1974)
En las últimas
décadas del siglo XIX, en el marco de un capitalismo cada vez más global, se
desató una intensa competencia por la apropiación de nuevos espacios y la
subordinación de las poblaciones que los habitaban.
La expansión de un
pequeño número de Estados desembocó en el reparto de África y el Pacífico, así
como también en la consolidación del control sobre Asia (aunque la región
oriental de este continente quedó al margen de la colonización occidental).
El escenario
latinoamericano no fue incluido en el reparto colonial, pero se acentuó su
dependencia de la colocación de los bienes primarios en el mercado mundial. El
crecimiento económico de los países de esta región dependió del grado de
integración en la economía global del último cuarto del siglo XIX. En el
Caribe, a la prolongada dominación europea de gran parte de las islas y algunos
territorios de América Central y del Sur se sumó la creciente gravitación de
Estados Unidos, especialmente partir de su intervención en la guerra de
liberación de Cuba contra España en 1898.
Las nuevas
industrias y los mercados de masas de los países industrializados absorbieron
materias primas y alimentos de casi todo el mundo. El trigo y las carnes desde
las tierras templadas de la Argentina, Uruguay, Canadá, Australia y Nueva
Zelanda; el arroz de Birmania, Indochina y Tailandia; el aceite de palma de
Nigeria, el cacao de costa de Oro, el café de Brasil y Colombia, el té de
Ceilán, el azúcar de Cuba y Brasil, el caucho del Congo, la Amazonia y Malasia,
la plata de México, el cobre de Chile y México, el oro de Sudáfrica.
Las colonias, sin
embargo, no fueron decisivas para asegurar el crecimiento de las economías
metropolitanas. El grueso de las exportaciones e importaciones europeas en el
siglo XIX se realizaron con otros países desarrollados. La argumentación del
economista liberal inglés John Atkinson Hobson
y el dirigente bolchevique Lenin, acerca de que el imperialismo era resultado
de la búsqueda de nuevos centros de inversión rentables, no se correspondió
acabadamente con la realidad. Los lazos económicos que Gran Bretaña forjó con
determinadas colonias -Egipto, Sudáfrica y muy especialmente la India- tuvieron
una importancia central para conservar su predominio. La India fue una pieza
clave de la estrategia británica global: era la puerta de acceso para las
exportaciones de algodón al Lejano Oriente y consumía del 40 al
45 % de esas exportaciones; además, la balanza
de pagos del Reino Unido dependía para su equilibrio de los pagos de la India.
Pero los éxitos económicos británicos dependieron en gran medida de las
importaciones y de las inversiones en los dominios blancos, Sudamérica y
Estados Unidos.
En el afán de
refutar las razones económicas esgrimidas por Hobson y Lenin, una corriente de
historiadores enfatizó el peso de los fines políticos y estratégicos para
explicar la expansión europea. Estos objetivos estuvieron presentes, pero sin
que sea posible disociarlos del nuevo orden económico. Cuando Gran Bretaña, por
ejemplo, creó colonias en África oriental en los años 80: de ese modo frenaba
el avance alemán y sin que existiera un interés económico específico en esa
región. Pero esta decisión debe inscribirse en el marco de su condición de metrópoli
de un vasto imperio y, desde esta perspectiva, no cabe duda del afán de Londres
por asegurarse tanto el control sobre la ruta hacia la India desde el Canal de
Suez, como la explotación de los yacimientos de oro recientemente encontrados
al norte de la Colonia del Cabo. En este contexto, la distinción entre razones
políticas y económicas es poco consistente.
En principio, tanto
las colonias formales como las informales se incorporaron al mercado mundial
como economías dependientes, pero esta subordinación tuvo impactos sociales y
económicos disímiles en cada una de las periferias mencionadas. En primer
lugar, porque el rumbo de las colonias quedó atado a los objetivos
metropolitanos. En cambio, en los países semi-soberanos, sus grupos dominantes
pudieron instrumentar medidas teniendo en cuenta sus intereses y los de otras
fuerzas internas con capacidad de presión. Pero además, tanto en la esfera
colonial como en la de las colonias informales, coexistieron desarrollos
económicos desiguales en virtud de los distintos tipos de organizaciones
productivas. Los enclaves cerrados, los casos de las grandes plantaciones
agrícolas tropicales como las de caña de azúcar, el tabaco y el algodón, junto
con las explotaciones mineras, dieron paso a sociedades fracturadas. Por un
lado, un reducido número de grandes propietarios muy ricos; por otro, una masa
de trabajadores con bajísimos salarios y en muchos casos sujetos a condiciones
serviles. En las regiones en que predominaron estas actividades productivas
hubo poco margen para que el boom exportador alentase el crecimiento
económico en forma extendida. Tanto en Latinoamérica como en las Indias
Orientales Holandesas, el cultivo del azúcar, por ejemplo, estuvo asociado a la
presencia de oligarquías reaccionarias y masas empobrecidas. En cambio, los
cultivos basados en la labor de pequeños y medianos agricultores y en los que
el trabajo forzado era improductivo -los casos del trigo, el café, el arroz, el
cacao- ofrecieron un marco propicio para la constitución de sociedades más
equilibradas y con un crecimiento económico de base más amplia.
Gran parte de las
áreas dependientes no se beneficiaron del crecimiento de la economía global. En
la mayoría de las colonias se acentuó la pobreza y sus poblaciones fueron
víctimas de prácticas depredatorias. Portugal en África, Holanda en Asia y el
rey Leopoldo II en el Congo fueron los más decididos explotadores.
En aquellas
colonias donde una minoría de europeos impuso su dominación sobre grandes
poblaciones autóctonas -los casos de Kenia, Argelia, Rhodesia, África del Sur-
los colonos
acapararon la mayor parte de las tierras
productivas, impusieron condiciones de trabajo forzado y marginaron a los
nativos sobre la base de la discriminación racial.
Las experiencias en
las que la incorporación al mercado mundial dio lugar a una importante
renovación y modernización de la economía estuvieron localizadas en las áreas
de colonización reciente que contaban con la ventaja de climas templados y
tierras fértiles para la agricultura y la ganadería. En Canadá, Uruguay,
Argentina, Australia, Nueva Zelanda, Chile, el sur de Brasil las lucrativas
exportaciones de granos, carnes y café alentaron la afluencia de inmigrantes y
la expansión de grandes ciudades que estimularon la producción de bienes de consumo
para la población local. Aquí hubo incentivos para promover una incipiente
industrialización.
También las
colonias en que prevalecieron los cultivos de pequeña explotación fueron
beneficiadas con un cierto grado de crecimiento económico a través del incremento
de las exportaciones. En la costa occidental de África: Nigeria con el aceite
de palma y cacahuete, Costa de Oro (Ghana) con el cacao y Costa de Marfil con
la madera y el café. En el sur y sureste de Asia: Birmania, Tailandia e
Indochina, los campesinos multiplicaron la producción de arroz. Pero en estos
casos no hubo aliciente para la producción industrial en virtud de las
limitaciones impuestas por el colonialismo y el bajo nivel de la vida local.
Para organizar sus
nuevas posesiones, los europeos recurrieron a dos tipos de relación reconocidos
oficialmente: el protectorado y la colonia propiamente dicha. En el primer caso
- que se aplicó en la región mediterránea y después en las ex colonias
alemanas- las naciones “protectoras” ejercían teóricamente un mero control
sobre autoridades tradicionales; en el segundo, la presencia imperial se hacía
sentir directamente.
Sin embargo, en lo
que respecta al aspecto político hubo algunas diferencias entre los sistemas
aplicados por cada nación dominante. Inglaterra puso en práctica el indirect
rule (gobierno indirecto), que consistía en dejar en manos de los jefes
autóctonos ciertas atribuciones inferiores, reservando para el gobernante
nombrado por Londres y unos pocos funcionarios blancos el control de estas
actividades y la puesta en marcha de la colonia. Francia, más centralizadora,
entregó a una administración europea la conducción total de los territorios;
Bélgica aplicó un estricto paternalismo sostenido por tres pilares: la
administración colonial, la Iglesia católica y las empresas capitalistas.
Cualquiera que fuese el sistema político imperante, todas las metrópolis
compartían el mismo criterio respecto de la función económica de las colonias:
la colonización no se había hecho para desarrollar económica y socialmente a
las regiones dominadas sino para explotar las riquezas latentes en ellas en
beneficio del capitalismo imperial.
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