martes, 14 de marzo de 2017

Hacia el capitalismo global - Bejar

La revolución industrial tuvo lugar en Inglaterra a fines del siglo XVIII. A mediados del siglo XIX se habían incorporado Alemania, Francia, Estados Unidos, Bélgica y a partir de los años 90 se sumaron los países escandinavos: Holanda, norte de Italia, Rusia y Japón. En el último cuarto del siglo XIX, la base geográfica del sector industrial se amplió, su organización sufrió modificaciones decisivas y al calor de ambos procesos, cambiaron las relaciones de fuerza entre los principales Estados europeos, al mismo tiempo que se afianzaban dos Estados extraeuropeos: Estados Unidos y Japón
La industria británica perdió vigor y Alemania junto a Estados Unidos pasaron a ser los motores industriales del mundo. En 1870 la producción de acero de Gran Bretaña era mayor que la de Estados Unidos y Alemania juntas; en 1913 estos dos países producían seis veces más que el Reino Unido.
Las experiencias de Rusia y Japón fueron especialmente espectaculares. Ambos iniciaron su rápida industrialización partiendo de economías agrarias atrasadas, casi feudales. En el impulso hacia la industria, sus gobiernos desempeñaron un papel clave promoviendo la creación de la infraestructura, atrayendo inversiones y subordinando el consumo interno a las exigencias del desarrollo de la industria pesada. En el caso de Rusia, las industrias altamente avanzadas coexistieron con una agricultura pre-moderna. En Japón el crecimiento económico fue más equilibrado. Los nuevos países de rápida industrialización tenían la ventaja de que al llegar más tarde pudieron empezar con plantas y equipos más modernos, es decir podían copiar tecnologías salteando pasos, al mismo tiempo, podían atraer a los capitales ya acumulados que buscaban dónde invertir, el capital francés por ejemplo, tuvo un papel destacado en el crecimiento de la industria rusa.
En Europa del sur, el proceso de industrialización modificó más fragmentariamente. Las estructuras vigentes fueron especialmente débiles en España y Portugal, mientras que en Italia la industria renovó a fondo la economía del norte, pero se ahondó la fractura entre el norte industrial y el sur agrario.
A pesar que entre 1880 y 1914 la industrialización se extendió con diferentes ritmos y a través de procesos singulares, las distintas economías nacionales se insertaron cada vez más en la economía mundial. El mercado mundial influyó sobre el rumbo económico de las naciones en un grado desconocido hasta entonces. El amplio sistema de comercio multilateral hizo
posible el significativo crecimiento de la productividad de 1880 a 1914. Simultáneamente se profundizó la brecha entre los países industrializados y las vastas regiones del mundo sometidas a su dominación.
En la era del imperialismo, la economía atravesó dos etapas: la gran depresión (1873-1895) y la belle époque hasta la Gran Guerra. La crisis fue en gran medida la consecuencia no deseada del exitoso crecimiento económico de las décadas de 1850 y 1860, la primera edad dorada del capitalismo.
Los éxitos del capitalismo liberal a partir de mediados del siglo XIX desembocaron en la intensificación de la competencia, tanto entre industrias que crecieron más rápidamente que el mercado de consumo como entre los Estados nacionales, cuyo prestigio y poder quedaron fuertemente asociados a la suerte de la industria nacional. El crecimiento económico fue cada vez más de la mano con la lucha económica que servía para separar a los fuertes de los débiles y para favorecer a los nuevos países a expensas de los viejos. En cierto sentido, con el frenazo del crecimiento económico impuesto por la crisis, el optimismo sobre el progreso indefinido se tiñó de incertidumbres, con los cambios asociados al progreso se hizo evidente también que no había posiciones acabadamente seguras ya que la crisis capitalista no solo golpeaba a los más débiles, sino que también provocaba la bancarrota de los que creían pisar terreno firme. Así como era posible un vertiginoso ascenso de grupos económicos y los hombres que los promovían (el caso de Cecil Rodhes, artífice del imperio británico en el sur de África), también era factible perder posiciones como les ocurría a los industriales ingleses frente a los alemanes o estadounidenses.
La gran depresión no fue un colapso económico sino un declive continuo y gradual de los precios mundiales. En el marco de la deflación, derivada de una competencia que inducía a la baja de los precios, las ganancias disminuyeron. Las reducciones de precio no fueron uniformes. Los descensos más pronunciados se concretaron en los productos agrícolas y mineros suscitando protestas sociales en las regiones agrícolas y mineras.
Frente a la caída de los beneficios, tanto los gobiernos como los grupos sociales afectados buscaron -sin planes acabados- rumbos alternativos. En el marco de la crisis y en relación con el afianzamiento de nuevos industriales y nuevos países interesados en el desarrollo de la industria, ganó terreno el proteccionismo. Además, en el afán de reducir la competencia se avanzó hacia la concentración de los capitales, surgiendo los acuerdos destinados a reducir el impacto de la competencia a través de diferentes modalidades: oligopolios, carteles, holdings. Una tercera innovación, explorada centralmente en Estados Unidos, fue la gestión científica del trabajo que incrementaría la productividad y debilitaría el poder de los sindicatos que defendían el valor de la fuerza de trabajo de los obreros calificados4. Por último, un conjunto de Estados
4 Las investigaciones de Frederic Taylor, que duraron años, apuntaron a la descomposición del trabajo en tareas simples, estrictamente cronometradas de modo tal que cada trabajador realizara el movimiento necesario en el tiempo justo. El examen de Taylor se extendió a los movimientos de la máquina misma, de la cual también debían suprimirse todos los momentos inactivos. El salario a destajo (por pieza producida) debía actuar como incentivo para la intensificación del ritmo de trabajo.
nacionales y grandes grupos económicos se lanzaron al reparto del mundo en pos de mercados, fuentes de materias primas y nuevas áreas donde invertir los capitales.
Desde mediados de los años 90, los precios comenzaron a subir y con ellos los beneficios. El impulso básico para este repunte provino de la existencia de un mercado de consumo en expansión, conformado por las poblaciones urbanas de las principales potencias industriales y regiones en vías de industrialización. En la belle époque el mundo entró en una etapa de crecimiento económico y creciente integración.
Sus investigaciones, que duraron años, apuntaron a la descomposición del trabajo en tareas simples, estrictamente cronometradas de modo tal que cada trabajador realizara el movimiento necesario en el tiempo justo. El examen de Taylor se extendió a los movimientos de la máquina misma, de la cual también debían suprimirse todos los momentos inactivos. El salario a destajo (por pieza producida) debía actuar como incentivo para la intensificación del ritmo de trabajo.
Entre 1896 y 1914, las economías nacionales se integraron al mercado mundial a través del libre comercio, la alta movilidad de los capitales y destacado movimiento de la fuerza de trabajo vía las migraciones, principalmente desde el Viejo Mundo hacia América.
El comercio mundial casi se duplicó entre 1896 y 1913. A Gran Bretaña con su imperio le correspondió cerca de una tercera parte de todo el comercio internacional. El comercio no vinculado directamente con Gran Bretaña prosperó debido a que formaba parte de un sistema más amplio que reforzaba la orientación librecambista. El movimiento proteccionista -que buscaba resguardar los intereses de la industria incipiente- y de los grupos agrícolas afectados por la incorporación de nuevos productores no afectó la apertura internacional, ya que los países que la adoptaron no rompieron su vinculación con el mercado mundial. Aun con políticas que tenían en cuenta a los que reclamaban protección, se mantuvieron fuertes lazos con los intercambios mundiales vía la entrada de materias primas que no competían con la producción nacional e insumos intermedios de los que ésta carecía.
La inversión internacional aumentó aun más rápidamente. El flujo de dinero fue importante tanto para el rápido desarrollo de gran parte de los países que los recibían como para los que invertían en ellos. El capital británico estuvo a la cabeza de las inversiones internacionales. Los grandes capitales, por ejemplo, en lugar de abrir una nueva línea de ferrocarril en Gran Bretaña podían dirigirse hacia la periferia donde eran requeridos para abaratar el traslado de los alimentos y de las materias primas requeridos por el taller del mundo. Los ferrocarriles atrajeron la mitad de las inversiones inglesas en el exterior y las ganancias procedentes de otros países en este rubro fueron casi dos veces superiores a las obtenidas en el Reino Unido. Estos beneficios saldaban el déficit comercial británico. Los principales receptores no fueron las regiones más pobres de Asia y África, sino países de rápido desarrollo industrial, los de
reciente colonización europea y algunas colonias claves. En 1914, tres cuartas partes de la inversión exterior británica fueron hacia Estados Unidos, Australia, Argentina, Sudáfrica e India.
Junto con vasta la circulación de bienes y capitales, millones de personas se trasladaron a las regiones más dinámicas del Nuevo Mundo abandonando las zonas más pobres de Europa y Asia. En la primera década del siglo XX los inmigrantes representaban el 13% de la población de Canadá, 6% de Estados Unidos y 43% de la Argentina. Para los trabajadores no cualificados de los centros que recibían inmigrantes, la llegada de los extranjeros significó salarios más bajos. La tendencia hacia la baja de los salarios de la mano de obra no calificada, junto con las diferencias religiosas, étnicas entre los grupos de diferente origen, alentaron las divisiones entre los trabajadores. En Australia y Estados Unidos, los sindicatos apoyaron las restricciones a la inmigración y los más afectados fueron los inmigrantes procedentes de Japón y China.
Gran Bretaña fue el centro organizador de esta economía cada vez más global. Aunque su supremacía industrial había menguado, sus servicios como transportista, junto con su papel como agente de seguros e intermediario en el sistema de pagos mundial, se hicieron más indispensables que nunca. El papel hegemónico de la principal potencia colonial se basó en la influencia dominante de sus instituciones comerciales y financieras, como también la coherencia entre su política económica nacional y las condiciones requeridas por la integración económica mundial.
La primacía del mercado mundial fue posibilitada por los avances en las tecnologías del transporte y las comunicaciones: el ferrocarril, las turbinas de vapor (que incrementaron la velocidad de los nuevos buques), la telegrafía a escala mundial y el teléfono. En el pasado, con un comercio exterior caro e inseguro no había aliciente para participar en el mismo; en cambio con el abaratamiento del mismo, la autarquía perdió terreno. Europa inundó al mundo con sus productos manufacturados y se vio a la vez nutrida de productos agrícolas y materias primas provenientes de sus colonias o de los Estados soberanos, pero no industrializados, como los de América Latina.
La integración de las distintas economías nacionales se concretó a través de la especialización. Cada región se dedicó a producir aquello para lo cual estaba mejor dotada: los países desarrollados, los bienes industriales; los que contaban con recursos naturales, alimentos y materias primas. El patrón oro aseguró que los intercambios comerciales y los movimientos de capital tuvieran un referente monetario seguro y estable. Fue más importante para las finanzas internacionales que para el comercio. La adhesión de los Estados al patrón oro les facilitaba el acceso al capital y a los mercados exteriores. Pero al mismo tiempo, desde la perspectiva de las economías nacionales, impedía que los gobiernos interviniesen en la regulación del ciclo económico. Con la aceptación del patrón oro se renunciaba a la posibilidad de devaluar la moneda para mejorar la posición competitiva de los productos nacionales: los gobiernos no podían imprimir dinero ni reducir los tipos de interés para inyectar estímulos a la inversión y aliviar el desempleo en momentos de recesión. La evolución de la economía nacional quedaba atada a la preservación de la confiabilidad ganada por la moneda en el escenario internacional.
En Gran Bretaña, los grupos financieros y las firmas vinculadas al comercio mundial impusieron su visión internacionalista que subordinó la marcha de la economía nacional a la preservación de una moneda estable respaldada por el oro. En los países subdesarrollados, los grupos de poder que dominaban el sector primario (terratenientes y propietarios de minas) oscilaron entre el apoyo a la rigidez del oro y la desvinculación que posibilitaba la devaluación cuando los precios de sus productos descendían en el mercado mundial. La mayoría de los países exportadores de productos agrícolas y mineros solo se ataron al oro en forma intermitente. En Estados Unidos, que se mantuvo vinculado al oro, las dos opciones chocaron con fuerza, ya que era un país integrado por regiones con intereses en tensión. Los agricultores, ganaderos y mineros, afectados por la competencia con productores de países con monedas devaluadas, fueron la base de apoyo del movimiento populista que en los años noventa defendió el retorno a la plata. Esta vía, según los populistas, liberaría al país del plan concebido por los banqueros, inversores y comerciantes extranjeros.
El orden basado en el patrón oro, de hecho era gestionado por el Banco de Inglaterra y vigilado por la Armada británica. Cuando algún país deudor se quedaba sin oro o plata, suspendiendo el pago de sus deudas (los casos de Egipto o Túnez, por ejemplo) podía perder territorios o incluso la independencia a manos de las potencias occidentales.
En el capitalismo de laissez-faire que fue positivo para el crecimiento económico global hubo algunos ganadores y muchos perdedores. Se beneficiaron figuras vinculadas con distintas actividades y localizadas en diferentes zonas del mundo: banqueros de Londres, fabricantes alemanes, ganaderos argentinos, productores de arroz indochinos. Lo que los unía era el hecho de haberse dedicado a una actividad altamente competitiva en el mercado mundial y, en consecuencia, no deseaban que la intervención del Estado afectara el funcionamiento del mercado. Este sistema exigió enormes sacrificios a quienes no podían competir en el mercado internacional. Los agricultores de los países industriales y los industriales de los países agrícolas querían protección. Los más pobres y débiles, junto con los menos eficientes (tanto en las actividades agrarias como en la industria), presionaron sobre los gobiernos para que aliviasen su situación.
Solamente Gran Bretaña y los Países Bajos adoptaron acabadamente el libre comercio. En Estados Unidos, aunque los proteccionistas tuvieron un peso destacado no asumieron planteos extremos: si bien defendían la preservación del mercado interno para los productores agrarios e industriales nacionales, al mismo tiempo reconocían las ventajas de colocar la producción estadounidense en el exterior y que el país recibiera inversiones. La mayor parte los países fueron más o menos proteccionistas.
El movimiento obrero se mostró ambiguo en el debate sobre proteccionismo y libre cambio. Como consumidores podían verse favorecidos por el libre comercio si los precios de los alimentos importados eran menores que los locales, por otro lado, no necesariamente las importaciones reducían la oferta de trabajo, esto dependía de la actividad a que estuvieran ligados los trabajadores. La principal preocupación de los obreros era el desempleo y la baja de los salarios derivada del mismo. En este sentido, la mayor amenaza procedía de un patrón oro
rígido que al aceptar las recesiones como una consecuencia normal del ciclo económico, impedía a los gobiernos a tomar medidas para evitar no sólo la desocupación sino también la miseria que iba asociada a la falta de trabajo. A medida que el movimiento obrero se afianzó, se hizo cada vez más difícil que los trabajadores aceptaran que sus condiciones de vida quedasen sujetas a los movimientos del mercado mundial. El conflicto social no podía controlarse solo a través de la represión y los gobiernos tuvieron que reconocer que el liberalismo ortodoxo obstaculizaba sus posibilidades de ganar apoyos en un electorado que incluía cada vez más a los miembros del mundo del trabajo. En la era del imperialismo, algunos gobiernos -mucho de ellos conservadores- exploraron las posibilidades de medidas relacionadas con el bienestar social.
La nueva oleada de industrialización complejizó el escenario social y dio paso a nuevas batallas en el campo de las ideas. En lugar de polarizar la sociedad, el avance del capitalismo propició la aparición de nuevos grupos, en gran medida debido a la diversificación de los sectores medios: los asalariados del sector servicios, la burocracia estatal y el personal directivo de las grandes empresas. También modificó la fisonomía y el comportamiento de la burguesía que dejó de ser la clase revolucionaria que había sido. El burgués que dirigía su propia empresa perdió terreno, en la conducción de las nuevas industrias aparecieron profesionales y técnicos que engrosaron las filas superiores de los sectores medios. La gran burguesía preservó su adhesión al liberalismo económico, pero su liberalismo político se cargó de incertidumbre ante el avance de las fuerzas que pugnaban por la instauración de la democracia. Los liberales que viraron hacia el imperialismo, por ejemplo el inglés Chamberlain o el francés Ferry, creyeron posible que la expansión colonial ayudaría a descomprimir el conflicto social. Al apoyar el reparto del mundo dejaron de lado la máxima de que la paz era factible a través del libre comercio y avalaron la carrera armamentista a través de la cual los Estados competían en la creación de imperios coloniales. En el campo de la cultura y las formas de vida, la gran burguesía se sintió cada vez más consustanciada con los valores de la aristocracia y en el afán de distinguirse socialmente, el burgués ahorrativo e inversor que había impulsado la revolución industrial dejó paso a una alta burguesía que asumía las formas de vida y de consumo distintivas de la aristocracia.
Hasta el último cuarto siglo XIX, las fuerzas conservadoras fueron el principal rival de los liberales. Con disímiles grados de fuerza y convicción en los distintos países, la burguesía ascendente enfrentó al orden monárquico y a la aristocracia. El proyecto liberal incluía la defensa de los derechos humanos y civiles, la mínima intervención del Estado en la economía, la creación de un sistema constitucional que regulara las funciones del gobierno y las instituciones que garantizaran la libertad individual. Este ideario se fundaba en la primacía de la razón y era profundamente optimista respecto al futuro. Sin embargo, en el presente, los
liberales condicionaron la democracia: los que no tenían educación y carecían de bienes que defender, debían ser guiados por los ilustrados y los que promovían el crecimiento económico. Únicamente los ilustrados y los propietarios estaban capacitados para adecuar las políticas del Estado a las leyes naturales del mercado. En un principio, los liberales levantaron una serie de barreras económicas y culturales para impedir el voto de las mayorías. Al mismo tiempo que socavaban los principios y prácticas del antiguo régimen, deseaban que los asuntos públicos quedasen en manos de los notables. En algunos casos fueron los conservadores, por ejemplo el canciller Otto von Bismarck en Prusia o el emperador Napoleón III en Francia, quienes ampliaron el derecho a votar. Deseaban contener el avance de los liberales y para eso recurrieron a su posibilidad de manipular a un electorado masivo, pero escasamente politizado.
El avance de la industrialización asociada con la decadencia de la economía agraria tradicional modificó profundamente la trama de relaciones sociales. El debilitamiento de las aristocracias terratenientes, junto con el fortalecimiento de la burguesía y la creciente gravitación de los sectores medios y de la clase obrera, gestaron el terreno propicio para el avance de la democracia. En este proceso se combinaron las reformas electorales que incrementaron significativamente el número de votantes, la aparición de nuevos actores, los partidos políticos, y la aprobación de leyes sociales desde el Estado.
Los cambios en el plano político se produjeron a ritmos y con intensidades muy diferentes. Las transformaciones más tempranas y profundas se concretaron en Gran Bretaña. En el resto del continente europeo hubo una oleada revolucionaria en 1848 que produjo el quiebre de la cohesión del antiguo régimen, aunque muchos liberales, por ejemplo, los alemanes e italianos, no lograron alcanzar sus metas. Las tres décadas siguientes fueron un período de reforma básicamente promovida desde arriba. En casi todos los países, salvo en Rusia, el período concluyó con el avance de los gobiernos más o menos constitucionales frente a los autocráticos. Antes de 1848, las asambleas parlamentarias sólo habían prosperado en Francia y Gran Bretaña. A partir de 1878, los parlamentos elegidos eran reconocidos en casi todos los países europeos. Sin embargo, los liberales del siglo XIX buscaban un justo equilibrio. Querían evitar la tiranía de las masas, que consideraban tan destructiva como la tiranía de los monarcas. Los liberales luchaban por un parlamento eficaz que reflejara los intereses de todo el pueblo, pero descartaban que los pobres y los incultos comprendieran cuáles eran sus propios intereses.
La nueva política también incluyó la manipulación del electorado y en muchos casos, la ampliación del sufragio apareció asociada con el fraude electoral. Generalmente, en las áreas menos urbanizadas las elecciones se hacían a través de relaciones más personales que políticas. En cada pueblo o aldea existían dos o tres personajes de peso que actuaban como grandes electores a través de su control sobre las autoridades de la localidad y de sus posibilidades de ofrecer favores a los miembros de la comunidad. El gran elector podía acrecentar su poder mediante el vínculo forjado con el dirigente político (muchas veces ajeno al medio local) que ocupaba la banca en la asamblea legislativa nacional gracias a los votos obtenidos por el jefe político local. Después desde su banca el diputado electo devolvía el favor
a través de su colaboración en nombramientos y destituciones, y en la promoción de determinadas obras públicas. Estos vínculos raramente eran armoniosos y daban lugar a enfrentamientos entre diferentes jefes políticos y facciones que dividían a la clase gobernante y podían ir asociados con crisis institucionales. Los nuevos partidos que pretendían llegar al gobierno sufrían tanto las consecuencias del fraude como la violencia instrumentadas desde el Estado. Estas prácticas tuvieron mayor peso en los países más débilmente urbanizados, por ejemplo los del sur europeo.
No obstante, desde fines del siglo XIX hasta la Gran Guerra se produjo un avance significativo de la política democrática en la mayoría de los países europeos. Las profundas transformaciones sociales que acompañan a la segunda revolución industrial, así como la creciente urbanización y los cambios culturales, provocan una progresiva ampliación de las bases sociales sobre las que se sustentó la legitimidad del ejercicio de la política. Esto supuso la lenta transición desde el liberalismo moderado, de carácter restringido o censatario, hacia la adopción de prácticas democráticas, en las que se integraron cada vez con mayor fuerza las clases medias urbanas.
Con la ampliación del cuerpo electoral, los acuerdos entre los notables cedieron el paso a las decisiones de los partidos políticos. Estos se hicieron cargo de una variada y compleja gama de tareas. La producción de los resultados electorales que legitimasen el ingreso al gobierno de los dirigentes partidarios requería de organizaciones estables y consistentes, capaces tanto de representar los intereses de los electores como de construir nuevas identidades políticas. Los vínculos entre dirigentes y dirigidos trascendieron el marco local y los nuevos partidos de alcance nacional, no sólo organizaron campañas electorales y defendieron determinados intereses, también intervinieron en la construcción de cosmovisiones en competencia en torno a la mejor forma de satisfacer el bien común. La política de la democracia apareció asociada con la creciente gravitación de los elementos lengua, raza, religión, tierra, pasado común que se proponían como propios de cada nacionalidad. La exaltación de los mismos contribuía a la cohesión entre los distintos grupos sociales de una misma nacionalidad al mismo tiempo que los distinguía de los otros, los que no compartían dichos valores y atributos.
Ante la creciente movilización de los sectores populares y el temor a la revolución social, los gobiernos promovieron reformas sociales con el fin de forjar un vínculo más o menos paternalista con los sectores más débiles del nuevo electorado. En los años ochenta, el conservador canciller de Prusia Otto Bismarck, por ejemplo, fue el primero en poner en marcha un programa que incluía seguros de enfermedad, de vejez, de accidentes de trabajo. También se aprobaron medidas en este sentido en Gran Bretaña, Austria, Escandinavia y Francia. El Estado mínimo postulado por los liberales retrocedía frente al muy incipiente Estado de bienestar.
Antes de haber completado la transformación del antiguo régimen, el ideario liberal y el orden burgués sufrieron el embate de nuevos contendientes: el de la clase obrera y el de la nueva derecha radical. La primera no solo creció numéricamente, las experiencias compartidas en el lugar de trabajo, en los barrios obreros, en el uso del tiempo libre y del espacio público y a
través, tanto de la necesidad de organizarse sindicalmente, como de la interpelación de los socialistas, construyeron un nosotros, una identidad como clase obrera.
En década de 1890, con el avance de los partidos socialistas que confluyeron en la Segunda Internacional (1889-1916), el movimiento obrero socialista se afianzó como un fenómeno de masas. Sin embargo, existieron destacados contrastes entre las trayectorias de las distintas clases obreras nacionales, tanto en el peso y el grado de cohesión de las organizaciones sindicales como en el modo de vinculación entre los sindicatos y las fuerzas políticas que competían para ganar la adhesión de los trabajadores. Estas divergencias remiten en parte, a las batallas de ideas entre socialistas, marxistas, anarcosindicalistas, sindicalistas revolucionarios, pero básicamente, a las diferentes experiencias de la clase obrera en el mundo del trabajo y en los distintos escenarios políticos nacionales.
El cuestionamiento de la nueva derecha al liberalismo fue más radical que la del socialismo. Este último rechazaba el capitalismo, pero adhería a principios básicos de la revolución burguesa: la fe en la razón y en el progreso de la humanidad. La derecha radical en cambio, inauguró una política en un nuevo tono que rechazó la lógica de la argumentación y apeló a las masas en clave emocional para recoger sus quejas e incertidumbres frente a los hondos cambios sociales y el impacto de la crisis económica. Los nuevos movimientos nacionalistas tuvieron especial acogida entre los sectores medios, pero también ganaron apoyos entre los intelectuales, los jóvenes y, en menor medida, entre sectores de la clase obrera. La crisis económica en la era de la política de masas alentó la demagogia y dio cabida a la acción directa para presionar sobre los gobiernos, y al mismo tiempo impugnar a los políticos y procedimientos parlamentarios. Desde la perspectiva de la derecha radical, la democracia liberal era incapaz de defender las glorias de la nación, siendo responsable de las injusticias económicas y sociales que producía el capitalismo.
Tanto en Alemania, como Francia y Austria, la nueva derecha radical combinó la exaltación del nacionalismo con un exacerbado antisemitismo. En Italia, los nacionalistas defendieron la necesidad de apropiarse de nuevos territorios para dejar de ser una nación proletaria. En sus reivindicaciones ocuparon un lugar clave, las provincias que, como Trentino, Tirol del Sur, Trieste, Istra y Dalmacia, quedaron bajo dominio austriaco (provincias irredentas, no liberadas). Los nacionalistas que continuaron bregando por su incorporación al Estado italiano entraron en acción después de la Primera Guerra Mundial.
Francia fue pionera en la gestación de grupos de derecha radical tan antiliberales y antisocialistas como capaces de ganar adhesiones entre los sectores populares. En los años 80, el carismático general Boulanger recibió apoyo económico de los monárquicos y recogió votos en barrios obreros. A fines de la década de 1890, Charles Maurras, al frente de Acción Francesa, se presentó en la escena política como un rabioso antiparlamentario, antirrepublicano y antisemita. El
caso Dreyfus dividió a Francia: por un lado, la facción anti-Dreyfus, integrado por conservadores, izquierdistas que adherían al antisemitismo anticapitalista y nacionalistas extremos; por el otro, los pro-Dreyfus formado por el centro demócrata laico y el sector de los socialistas encabezados por Jean Jaurès. La condena en 1894 del capitán Alfred Dreyfus de origen judío, por el delito de traición, conmocionó a la sociedad francesa. Así, dio lugar a una serie de crisis políticas y marcó un hito en la historia del antisemitismo. La constatación que las pruebas en contra de Dreyfus fueron fraguadas, hicieron posible su liberación y reincorporación al ejército doce años después que estallara el escándalo. El caso puso en evidencia el fuerte arraigo de un nacionalismo y un antisemitismo extremos en el seno de la sociedad francesa. Los más decididos defensores de que se hiciera justicia fueron el dirigente republicano George Clemenceau y el escritor Émile Zola, autor de la carta pública, Yo acuso, dirigida al presidente francés.
Bajo el impacto de la condena de Dreyfus, Theodor Herzl, judío nacido en Budapest y hombre de letras de formación liberal, se abocó de lleno a promover la constitución de un Estado que acogiera a los judíos dispersos por el mundo. En 1896 publicó El Estado de los judíos y al año siguiente, el Primer Congreso Sionista reunido en Basilea con predominio de las organizaciones judías de Europa central, aprobó el proyecto para la creación del futuro Estado de Israel en Palestina. En ese momento, Palestina formaba parte de la Gran Siria bajo el dominio del Imperio otomano con Jerusalén como distrito autónomo en virtud de su condición de capital religiosa del Islam, cristianismo y judaísmo. Después de Basilea, la Organización Mundial Sionista quedó a cargo de la compra de tierras en Palestina para que fueran ocupadas y trabajadas exclusivamente por judíos organizados en colonias (kibutz). La primera aliyah o movimiento masivo de regreso a Palestina ya se había concretado en 1881 impulsada por los progromos desatados en Rusia después del asesinato del zar Alejandro II. La segunda aliyah se produjo entre 1904-1907 al calor de la derrota del zarismo en la guerra ruso-japonesa y la revolución de rusa de 1905. Entre 1900 y 1914, el número de colonias sionistas en el territorio palestino creció de 22 a 47.
5 El 1 de noviembre de 1894 los titulares del diario nacionalista y antisemita La Libre Parole anunciaron “¡Alta traición! ¡Detención del capitán Dreyfus, un oficial judío!". El servicio de contraespionaje francés había encontrado un mes antes, en un cesto de papeles en la embajada de Alemania en París, un documento manuscrito en el que se proponía la venta, al agregado militar de la embajada, de información sobre planes militares franceses.
Todo indicaba, en opinión de los agentes franceses, que un militar actuaba como espía de los alemanes, los principales enemigos de nación francesa. Un alto oficial reconoció la letra del capitán Alfred Dreyfus. Al conocerse su arresto la prensa de derechas desencadenó una ola de artículos exigiendo el castigo ejemplar para "el oficial judío". En diciembre comenzó sus sesiones el Consejo de Guerra, y ante la ausencia de pruebas contundentes, el ministro de la Guerra, el general Mercier, sacó la conclusión de que esto "sólo demostraba la inteligencia con que el delincuente había actuado". Dreyfus fue condenado a cadena perpetua en la remota Isla del Diablo, en la Guayana francesa.
Sin embargo, el nuevo jefe del contraespionaje francés, el general George-Marie Picquart, ordenó revisar el caso para buscar pruebas más sólidas. La nueva investigación no sólo confirmó la falta de razones probadas, además permitió descubrir que la letra del comandante Esterhazy era idéntica a la del documento que se atribuyó a Dreyfus. Sus jefes ordenaron a Picquart que olvidase el asunto. No obstante, los resultados de su búsqueda llegaron a la prensa y comenzó un formidable enfrentamiento entre los dreyfusards, partidarios de la revisión del proceso, y los "antidreyfusards" que exigen el cumplimiento de la condena en nombre del honor del ejército francés y los intereses nacionales. El combate de ideas desembocó en la lucha en las calles.
En enero de 1898 se inició el juicio a Esterhazy que salió absuelto. En ese momento, el periódico L'Aurore publicó el Yo acuso firmado por el prestigioso novelista francés Emile Zola, un escritor que en sus novelas dejó testimonio del conflicto social y de las condiciones de vida de las sectores sociales oprimidos en este período de expansión y consolidación del capitalismo. Al día siguiente, en las páginas del mismo periódico dirigido por George Clemenceau aparecía una lista de escritores, profesores y artistas Anatole France, André Gide, Marcel Proust y el pintor Monet entre otros que cuestionaban la culpabilidad de Dreyfus y apoyaban la revisión de su caso. El director del periódico la tituló: el "Manifiesto de los intelectuales".
Un año después, Dreyfus fue indultado sin que esto supusiera la revisión de la condena. Recién en 1906 se produjo su rehabilitación pública regresando al ejército con el grado de jefe de batallón.
Maurras no dudó en privilegiar la defensa de la nación aunque esto incluyera la falsificación del juicio.
En el campo de las ligas nacionalistas, otros grupos (menos atados al tradicionalismo) avanzaron hacia el cuestionamiento del orden social. La Liga de los Patriotas alentó un nacionalismo autoritario destinado a terminar con la corrupción de los políticos y a conciliar los intereses de diferentes clases sociales. Prometió la regulación económica para ayudar a los pequeños comerciantes y artesanos y apoyó la organización sindical de los obreros. En este período circuló en Francia el concepto de nacionalsocialismo. Fue utilizado por el escritor Maurice Barres en su afán de articular los principios del vitalismo y del racismo darwinista con las raíces nacionales. Se diferenció de Acción Francesa por la importancia que asignó al radicalismo económico y a la posibilidad de movilizar a las masas a través de las emociones, entre las que privilegió el odio al judío y el culto a los héroes.
En el imperio de los Habsburgo, el noble y en un primer momento liberal, George von Schönerer, rabiosamente convencido que Austria debía ser parte de Alemania, pretendió organizar a los nacionalistas alemanes con un programa nacional-social y brutalmente antisemita que apelaba a los estudiantes y a las clases medias empobrecidas a través de la reivindicación de la unidad de los alemanes y de la justicia social. Aunque no logró crear un movimiento de masas, tuvo un papel significativo en la afirmación de un nuevo modo de hacer política. El más pragmático socialcristiano, Karl Lueger -quien también combinó apelaciones nacionalistas y antisemitas, aunque en tono más moderado, con declaraciones a favor de la justicia social y la adhesión al catolicismo-fue elegido alcalde de Viena en 1897.
Las ligas nacionalistas emergieron en Alemania en los años 80 como instrumento de presión a favor de una política imperialista en la que Bismarck no se había embarcado. La Liga Panalemana contó con la presencia del entonces joven Alfred Hugenberg y la más significativa Liga de la Marina recibió el aporte económico del fabricante de armas Krupp. Ambos se vincularon con Hitler después de la guerra.
En el plano interno, las ligas fueron decididamente antisocialistas y antisemitas, además propiciaron la eliminación de las culturas minoritarias como las de los polacos. Ambicionaban que la superioridad racial de los alemanes quedara consagrada con su dominación sobre el conjunto de Europa.
Salvo los socialcristianos encabezados por Lueger, ninguno de estos grupos llegó al gobierno, pero aunque se movieron en los márgenes, su interés radica en los lazos propuestos entre la política popular, el antiliberalismo, antisocialismo y antisemitismo. Si bien el fascismo no fue la proyección lineal de ninguna de estas fuerzas, la rebelión intelectual y política de finales del siglo XIX contra la Ilustración abonó el terreno en que arraigó el fascismo, pero solo después de que el trauma de la Primera Guerra Mundial lo hiciera factible.
La Iglesia Católica rechazó decididamente al liberalismo a través de las opiniones vertidas por el papa Pío IX en el documento Syllabus y la encíclica Quanta Cura publicadas en 1864. En los años 90, ante el avance de los cambios sociales y políticos, el Papado, en lugar de limitarse a denunciar los pecados del mundo moderno, decidió intervenir en el curso del nuevo orden. La
encíclica Rerum Novarum de León XIII sobre la condición de los obreros (1891) alentó la gestación del catolicismo social. La propuesta de atender los reclamos justos de los trabajadores fue seguida de la creación de partidos políticos y de sindicatos católicos. La tarea organizada conjuntamente por la jerarquía, los sacerdotes y los laicos con conciencia social, se presentó como una tercera vía entre el capital y el movimiento obrero socialista. Los capitalistas debían entender que la familia obrera tenía que desarrollarse en condiciones dignas. Los obreros no debían seguir las palabras y acciones de quienes conducían al caos social con la consigna de la abolición de la propiedad privada. Los sindicatos católicos lograron mayor arraigo en las ciudades pequeñas y en el campo que en los grandes enclaves industriales urbanos donde tuvieron dificultades para competir con los socialistas. Tanto en Italia (partido Popular) como en Alemania (el partido de Centro), los partidos católicos contaron con un significativo apoyo de los sectores populares.
La era del imperialismo constituyó el marco de la decisiva incorporación de América Latina a la economía mundial capitalista. Este proceso produjo transformaciones fundamentales en todo el subcontinente: por un lado, consolidó el perfil agro-minero exportador de su economía; por otro lado, esa orientación profundizó las diferencias regionales, en función de las diversas “vías nacionales” a través de las cuales se llevó a cabo. También fue en esta era cuando se despertaron las más intensas expresiones de búsqueda de una identidad latinoamericana y nacional, recortada frente a los imperialismos que la amenazaban. En síntesis, este territorio histórico condensa problemáticas decisivas para América Latina.
Las apetencias de las economías europeas, en este período de crecimiento de las economías industrializadas y de expansión sobre nuevos territorios, encontraron en América Latina un espacio propicio para la obtención de materias primas y un mercado en crecimiento para la colocación de productos de elaboración industrial. Frente a ese contexto, las oligarquías locales buscaron incrementar la producción agrícola y minera para su exportación. Lo hicieron sobre la base de la estructura de los grandes latifundios o haciendas, de las que eran propietarias. Así, consolidaron un modelo de crecimiento económico basado en la especialización productiva, en la explotación extensiva y en la dependencia de los mercados exteriores.
En este marco, cada zona se especializó en la provisión de determinados productos. En las pampas de clima templado de la Argentina y Uruguay prosperó la producción de lana, cereales y carne. La agricultura tropical se extendió por una vasta región: el café desde Brasil hasta Colombia, Venezuela y América Central; el banano en la costa atlántica de Guatemala, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, Colombia y Venezuela; el azúcar en Cuba, Puerto Rico y Perú; el cacao en Ecuador. En el caso de la minería se recuperaron exportaciones tradicionales: la plata en México, Bolivia y Perú; el cobre y nitratos en Perú y Chile; el estaño en Bolivia y, algo más tarde, el petróleo en México y en Venezuela.
Este proceso de especialización vinculado a la demanda internacional supuso cambios en los niveles de inversión e infraestructura requeridos para la producción. Fue fundamental, en ese sentido, el papel desempeñado por Inglaterra en la construcción del transporte ferroviario, así como en el desarrollo de los mecanismos financieros y crediticios, y por su condición de mercado consumidor de los bienes producidos en la región. También EEUU iría ganando terreno, y su presencia en el continente llegaría a ser predominante a través de la participación directa en la explotación de minerales y, fundamentalmente, en la agricultura tropical en Centroamérica y el Caribe.
De esta manera, un aspecto del proceso de “modernización” que acompañó el crecimiento de la actividad económica, fue el mayor nivel de inversión en la producción, el incremento de su escala y fundamentalmente los cambios en la infraestructura, cuyo impacto visual más notable fueron los miles de kilómetros de redes ferroviarias construidos por capitales ingleses. Esto acompañó un importante crecimiento de las ciudades, algunas de las cuales se transformaron al ritmo de las actividades comerciales y financieras, como así también el movimiento generado en torno a ellas. Fue en estos años que Buenos Aires, San Pablo, La Habana, Lima, Montevideo y Santiago de Chile, entre otras ciudades, abandonaron el viejo aspecto de aldeas o emporios comerciales y se transformaron en grandes urbes con nuevos edificios de arquitectura europea, instalaciones portuarias, trazados que desbordaban las viejas murallas a partir de nuevas avenidas y barrios residenciales. Estas ciudades tenían ahora alumbrado público, y el gas había dejado atrás los aromas del aceite o la grasa vacuna. En ellas floreció una incipiente burguesía, vinculada con las actividades comerciales, y muchas veces con los intereses de las potencias imperialistas.
La otra cara de la “modernización” fue el incremento de la dependencia con respecto a la economía de los países centrales, y la acentuación de los contrastes, tanto entre las diferentes naciones, como entre las diversas regiones con dispares vínculos con la “economía europea”.
Estos contrastes fueron evidentes en el impacto que estas transformaciones tuvieron en las formas de trabajo, en la propiedad de los recursos y, en general, en la estructura de las sociedades de América Latina.
En el caso del café, por ejemplo, las oportunidades que se presentaban para la exportación hicieron crecer en Brasil las expectativas de los terratenientes y empresarios paulistas, quienes recurrieron cada vez más al trabajo de inmigrantes. La mano de obra libre resultaba más rentable que el viejo sistema esclavista, que había predominado en la producción azucarera del norte. En Colombia y El Salvador, en cambio, explotaciones de menor extensión cubrían la demanda de fuerza de trabajo con el alto crecimiento vegetativo de la población mestiza; mientras que en Guatemala, la fuerza de trabajo era proporcionada por las comunidades indígenas que hasta entonces se habían mantenido aisladas de la economía de mercado. También en la producción de azúcar en el norte peruano se utilizaba mano de obra proveniente de las sierras. En este caso, convivían las plantaciones y los modernos ingenios, propiedad de empresarios alemanes y norteamericanos, con un antiguo sistema de reclutamiento de obreros conocido como enganche. Éste consistía en el adelanto de dinero a los trabajadores de las
sierras a través del enganchador, que era un prestamista intermediario vinculado con los propietarios de las tierras y autoridades locales de las zonas serranas conocidos como gamonales. El sistema permitía el contrato temporario, en función del ciclo agrícola, de mano de obra obligada a trabajar por las deudas contraídas, lo cual reproducía antiguas formas de dependencia, bastante distantes del moderno trabajador asalariado.
En México tampoco hubo una importante afluencia de inmigrantes, sin embargo se produjo un crecimiento natural de la población. La concentración de la tierra, estimulada por las oportunidades de explotación de recursos minerales, pero también del henequén en la península de Yucatán, hizo que retrocediera el área de producción de alimentos, y se consolidara el paisaje de la hacienda: la gran propiedad orientada a la producción exportable.
Tanto en el caso de la expansión del Brasil central, vinculada con la producción agropecuaria, como en el de la pampa húmeda argentina y uruguaya, junto con el enriquecimiento de los grandes terratenientes o latifundistas, se produjo también el ascenso social y económico de una parte de los productores directos que conformó una clase media rural. Aquí también fue importante el aporte de sucesivas oleadas de inmigrantes italianos y españoles, que contribuyeron a resolver el problema de la escasez de mano de obra y la necesidad de ocupar nuevos territorios, ganados a las poblaciones indígenas. En estos casos, la inserción en la economía global apareció asociada con la expansión del mercado interno. Las actividades primarias promovieron un incipiente proceso de industrialización, vinculado principalmente con complejos agroindustriales, como saladeros, curtiembres o frigoríficos, pero también con otras actividades complementarias que estaban relacionadas con el crecimiento poblacional y de las ciudades.
En cambio, el boom exportador en la agricultura tropical y la minería significó la instalación de islotes económicos más decididamente vinculados a los centros capitalistas que al conjunto de la economía del país productor.
Además de las explotaciones vinculadas al mercado mundial, en los países de tradición indígena persistieron amplias zonas con una agricultura poco renovada donde coexistían la hacienda tradicional y la comunidad campesina. Los grandes latifundios escasamente productivos continuaron confiriendo a sus propietarios un importante poder político y social a nivel regional. Los yanaconas en el alto Perú, los huasipungos en Ecuador y los inquilinos en Chile, eran campesinos que entregaban su trabajo personal a los dueños de las haciendas a cambio de una pequeña parcela de la que dependía su subsistencia.
Estos contrastes apuntados ofrecen un paisaje en el que el crecimiento económico y el proceso de modernización tuvieron como características principales la concentración de la propiedad, el incremento de la incidencia del capital extranjero, la persistencia de antiguas formas de explotación del trabajo, pero también una serie de cambios en las sociedades, vinculados con el crecimiento de las ciudades y el aporte de la inmigración. Si bien la población siguió siendo predominantemente campesina, la proporción se redujo con respecto a la primera mitad del siglo; las nuevas actividades económicas dieron lugar, en algunos casos, a la consolidación de sectores medios, y el incipiente proceso de industrialización,
fundamentalmente en algunos países como Argentina, Chile, Uruguay y México, acompañó la formación de un proletariado urbano y la aparición de las primeras organizaciones de trabajadores. Estos sectores protagonizarían conflictos dentro del orden político sobre el que se había construido el proceso de modernización.
¿Qué características tenía ese orden político? Aquí también los contrastes y las diferencias de los casos nacionales resultan importantes. Sin embargo, puede decirse, en líneas generales, que el llamado orden oligárquico conformó el marco político que propició el conjunto de transformaciones que resultaban necesarias para consolidar el nuevo orden económico. Las oligarquías regionales se abocaron a la tarea de terminar de resolver sus diferencias, muchas veces a través de prolongados enfrentamientos, con el objetivo de construir estructuras estatales, necesarias para ofrecer un marco a la actividad agro-minero exportadora. Las políticas estatales resultaban fundamentales para generar condiciones propicias para la inversión de capitales extranjeros y para promover la formación de la fuerza de trabajo que demandaba la expansión de la producción vinculada al mercado mundial. Así, en la mayoría de los países, durante este período, se avanzó en la construcción de las instituciones del Estado nacional a través de la organización de un sistema administrativo más eficiente y especializado, junto con la aprobación de un marco jurídico adecuado para el desenvolvimiento de las nuevas actividades, y la consolidación de ejércitos nacionales profesionalizados y subordinados al gobierno nacional. Estos se ocuparon de neutralizar las resistencias de los poderes regionales, reprimir las primeras protestas de trabajadores y reducir o exterminar a las poblaciones indígenas que ocupaban territorios apetecidos para expandir la frontera de la producción primaria exportable.
De acuerdo al tipo de producto primario que cada región podía ofrecer, se hacía necesaria la ocupación de regiones que, en algunos casos, habían permanecido al margen, incluso durante los siglos de dominación colonial. En el caso de México, Chile y Argentina, por ejemplo, la consolidación del poder estatal estuvo ligada al sometimiento de las poblaciones originarias a través de campañas militares que llegaron a producir el exterminio de poblaciones enteras. Este fue el caso de la llamada “Conquista del Desierto” encabezada por el presidente argentino Julio A. Roca. A través de una excursión militar hacia lo que, con eufemismo, se denominaba “desierto”, el Estado incorporó a la economía nacional, orientada a la exportación de productos demandados por los centros industrializados, como lana, carne o cereales, miles de kilómetros de la Patagonia.
Ya se tratara de gobiernos surgidos de consensos alcanzados entre oligarquías, que sostenían sistemas republicanos basados en elecciones con participación restringida y resultados fraudulentos, o de dictaduras que prescindían de esos mecanismos, el orden oligárquico sobre el que se construyó el proceso de modernización tuvo un sesgo marcadamente autoritario. En muchos casos, fue el resultado de la emergencia de caudillos regionales capaces de traducir sus liderazgos en términos “nacionales”. Las principales disputas respondieron a las diferentes perspectivas de conservadores y liberales en torno de la mayor o menor influencia de la Iglesia
católica en el orden social; también hubo conflictos en torno del carácter, centralista o federal, de la organización política que consagrarían los textos constitucionales.

En general, las oligarquías que comandaron este proceso de consolidación de los Estados Nacionales, lo hicieron guiados por el espíritu “civilizatorio” que acompañaba las excursiones hacia territorios que antes estaban fuera del alcance estatal. Las consignas de “orden y progreso” o “paz y administración” resultaron lemas característicos que sintetizaban la ideología positivista que sustentaba la acción “modernizadora” en lo económico, pero profundamente conservadora en lo político.

No hay comentarios:

Publicar un comentario