La revolución
industrial tuvo lugar en Inglaterra a fines del siglo XVIII. A mediados del
siglo XIX se habían incorporado Alemania, Francia, Estados Unidos, Bélgica y a
partir de los años 90 se sumaron los países escandinavos: Holanda, norte de
Italia, Rusia y Japón. En el último cuarto del siglo XIX, la base geográfica
del sector industrial se amplió, su organización sufrió modificaciones
decisivas y al calor de ambos procesos, cambiaron las relaciones de fuerza
entre los principales Estados europeos, al mismo tiempo que se afianzaban dos
Estados extraeuropeos: Estados Unidos y Japón
La industria británica
perdió vigor y Alemania junto a Estados Unidos pasaron a ser los motores
industriales del mundo. En 1870 la producción de acero de Gran Bretaña era
mayor que la de Estados Unidos y Alemania juntas; en 1913 estos dos países
producían seis veces más que el Reino Unido.
Las experiencias de
Rusia y Japón fueron especialmente espectaculares. Ambos iniciaron su rápida
industrialización partiendo de economías agrarias atrasadas, casi feudales. En
el impulso hacia la industria, sus gobiernos desempeñaron un papel clave
promoviendo la creación de la infraestructura, atrayendo inversiones y
subordinando el consumo interno a las exigencias del desarrollo de la industria
pesada. En el caso de Rusia, las industrias altamente avanzadas coexistieron
con una agricultura pre-moderna. En Japón el crecimiento económico fue más
equilibrado. Los nuevos países de rápida industrialización tenían la ventaja de
que al llegar más tarde pudieron empezar con plantas y equipos más modernos, es
decir podían copiar tecnologías salteando pasos, al mismo tiempo, podían atraer
a los capitales ya acumulados que buscaban dónde invertir, el capital francés
por ejemplo, tuvo un papel destacado en el crecimiento de la industria rusa.
En Europa del sur,
el proceso de industrialización modificó más fragmentariamente. Las estructuras
vigentes fueron especialmente débiles en España y Portugal, mientras que en
Italia la industria renovó a fondo la economía del norte, pero se ahondó la
fractura entre el norte industrial y el sur agrario.
A pesar que entre
1880 y 1914 la industrialización se extendió con diferentes ritmos y a través
de procesos singulares, las distintas economías nacionales se insertaron cada
vez más en la economía mundial. El mercado mundial influyó sobre el rumbo
económico de las naciones en un grado desconocido hasta entonces. El amplio
sistema de comercio multilateral hizo
posible el significativo crecimiento de la
productividad de 1880 a 1914. Simultáneamente se profundizó la brecha entre los
países industrializados y las vastas regiones del mundo sometidas a su
dominación.
En la era del
imperialismo, la economía atravesó dos etapas: la gran depresión (1873-1895) y
la belle époque hasta la Gran Guerra. La crisis fue en gran medida la
consecuencia no deseada del exitoso crecimiento económico de las décadas de
1850 y 1860, la primera edad dorada del capitalismo.
Los éxitos del
capitalismo liberal a partir de mediados del siglo XIX desembocaron en la
intensificación de la competencia, tanto entre industrias que crecieron más
rápidamente que el mercado de consumo como entre los Estados nacionales, cuyo
prestigio y poder quedaron fuertemente asociados a la suerte de la industria
nacional. El crecimiento económico fue cada vez más de la mano con la lucha
económica que servía para separar a los fuertes de los débiles y para favorecer
a los nuevos países a expensas de los viejos. En cierto sentido, con el frenazo
del crecimiento económico impuesto por la crisis, el optimismo sobre el
progreso indefinido se tiñó de incertidumbres, con los cambios asociados al
progreso se hizo evidente también que no había posiciones acabadamente seguras
ya que la crisis capitalista no solo golpeaba a los más débiles, sino que
también provocaba la bancarrota de los que creían pisar terreno firme. Así como
era posible un vertiginoso ascenso de grupos económicos y los hombres que los
promovían (el caso de Cecil Rodhes, artífice del imperio británico en el sur de
África), también era factible perder posiciones como les ocurría a los
industriales ingleses frente a los alemanes o estadounidenses.
La gran depresión
no fue un colapso económico sino un declive continuo y gradual de los precios
mundiales. En el marco de la deflación, derivada de una competencia que inducía
a la baja de los precios, las ganancias disminuyeron. Las reducciones de precio
no fueron uniformes. Los descensos más pronunciados se concretaron en los
productos agrícolas y mineros suscitando protestas sociales en las regiones
agrícolas y mineras.
Frente a la caída
de los beneficios, tanto los gobiernos como los grupos sociales afectados
buscaron -sin planes acabados- rumbos alternativos. En el marco de la crisis y
en relación con el afianzamiento de nuevos industriales y nuevos países
interesados en el desarrollo de la industria, ganó terreno el proteccionismo.
Además, en el afán de reducir la competencia se avanzó hacia la concentración
de los capitales, surgiendo los acuerdos destinados a reducir el impacto de la
competencia a través de diferentes modalidades: oligopolios, carteles,
holdings. Una tercera innovación, explorada centralmente en Estados Unidos, fue
la gestión científica del trabajo que incrementaría la productividad y
debilitaría el poder de los sindicatos que defendían el valor de la fuerza de
trabajo de los obreros calificados4. Por último, un conjunto de
Estados
4 Las investigaciones de Frederic Taylor,
que duraron años, apuntaron a la descomposición del trabajo en tareas simples,
estrictamente cronometradas de modo tal que cada trabajador realizara el
movimiento necesario en el tiempo justo. El examen de Taylor se extendió a los
movimientos de la máquina misma, de la cual también debían suprimirse todos los
momentos inactivos. El salario a destajo (por pieza producida) debía actuar
como incentivo para la intensificación del ritmo de trabajo.
nacionales y grandes grupos económicos se
lanzaron al reparto del mundo en pos de mercados, fuentes de materias primas y
nuevas áreas donde invertir los capitales.
Desde mediados de
los años 90, los precios comenzaron a subir y con ellos los beneficios. El
impulso básico para este repunte provino de la existencia de un mercado de
consumo en expansión, conformado por las poblaciones urbanas de las principales
potencias industriales y regiones en vías de industrialización. En la belle
époque el mundo entró en una etapa de crecimiento económico y creciente
integración.
Sus
investigaciones, que duraron años, apuntaron a la descomposición del trabajo en
tareas simples, estrictamente cronometradas de modo tal que cada trabajador
realizara el movimiento necesario en el tiempo justo. El examen de Taylor se
extendió a los movimientos de la máquina misma, de la cual también debían
suprimirse todos los momentos inactivos. El salario a destajo (por pieza
producida) debía actuar como incentivo para la intensificación del ritmo de
trabajo.
Entre 1896 y 1914,
las economías nacionales se integraron al mercado mundial a través del libre
comercio, la alta movilidad de los capitales y destacado movimiento de la
fuerza de trabajo vía las migraciones, principalmente desde el Viejo Mundo
hacia América.
El comercio mundial
casi se duplicó entre 1896 y 1913. A Gran Bretaña con su imperio le
correspondió cerca de una tercera parte de todo el comercio internacional. El
comercio no vinculado directamente con Gran Bretaña prosperó debido a que
formaba parte de un sistema más amplio que reforzaba la orientación
librecambista. El movimiento proteccionista -que buscaba resguardar los
intereses de la industria incipiente- y de los grupos agrícolas afectados por
la incorporación de nuevos productores no afectó la apertura internacional, ya
que los países que la adoptaron no rompieron su vinculación con el mercado
mundial. Aun con políticas que tenían en cuenta a los que reclamaban
protección, se mantuvieron fuertes lazos con los intercambios mundiales vía la
entrada de materias primas que no competían con la producción nacional e
insumos intermedios de los que ésta carecía.
La inversión
internacional aumentó aun más rápidamente. El flujo de dinero fue importante
tanto para el rápido desarrollo de gran parte de los países que los recibían
como para los que invertían en ellos. El capital británico estuvo a la cabeza
de las inversiones internacionales. Los grandes capitales, por ejemplo, en
lugar de abrir una nueva línea de ferrocarril en Gran Bretaña podían dirigirse
hacia la periferia donde eran requeridos para abaratar el traslado de los
alimentos y de las materias primas requeridos por el taller del mundo. Los
ferrocarriles atrajeron la mitad de las inversiones inglesas en el exterior y
las ganancias procedentes de otros países en este rubro fueron casi dos veces
superiores a las obtenidas en el Reino Unido. Estos beneficios saldaban el
déficit comercial británico. Los principales receptores no fueron las regiones
más pobres de Asia y África, sino países de rápido desarrollo industrial, los
de
reciente colonización europea y algunas
colonias claves. En 1914, tres cuartas partes de la inversión exterior
británica fueron hacia Estados Unidos, Australia, Argentina, Sudáfrica e India.
Junto con vasta la
circulación de bienes y capitales, millones de personas se trasladaron a las
regiones más dinámicas del Nuevo Mundo abandonando las zonas más pobres de
Europa y Asia. En la primera década del siglo XX los inmigrantes representaban
el 13% de la población de Canadá, 6% de Estados Unidos y 43% de la Argentina.
Para los trabajadores no cualificados de los centros que recibían inmigrantes,
la llegada de los extranjeros significó salarios más bajos. La tendencia hacia la
baja de los salarios de la mano de obra no calificada, junto con las
diferencias religiosas, étnicas entre los grupos de diferente origen, alentaron
las divisiones entre los trabajadores. En Australia y Estados Unidos, los
sindicatos apoyaron las restricciones a la inmigración y los más afectados
fueron los inmigrantes procedentes de Japón y China.
Gran Bretaña fue el
centro organizador de esta economía cada vez más global. Aunque su supremacía
industrial había menguado, sus servicios como transportista, junto con su papel
como agente de seguros e intermediario en el sistema de pagos mundial, se
hicieron más indispensables que nunca. El papel hegemónico de la principal
potencia colonial se basó en la influencia dominante de sus instituciones
comerciales y financieras, como también la coherencia entre su política
económica nacional y las condiciones requeridas por la integración económica
mundial.
La primacía del
mercado mundial fue posibilitada por los avances en las tecnologías del
transporte y las comunicaciones: el ferrocarril, las turbinas de vapor (que
incrementaron la velocidad de los nuevos buques), la telegrafía a escala
mundial y el teléfono. En el pasado, con un comercio exterior caro e inseguro
no había aliciente para participar en el mismo; en cambio con el abaratamiento
del mismo, la autarquía perdió terreno. Europa inundó al mundo con sus
productos manufacturados y se vio a la vez nutrida de productos agrícolas y
materias primas provenientes de sus colonias o de los Estados soberanos, pero
no industrializados, como los de América Latina.
La integración de
las distintas economías nacionales se concretó a través de la especialización.
Cada región se dedicó a producir aquello para lo cual estaba mejor dotada: los
países desarrollados, los bienes industriales; los que contaban con recursos
naturales, alimentos y materias primas. El patrón oro aseguró que los
intercambios comerciales y los movimientos de capital tuvieran un referente
monetario seguro y estable. Fue más importante para las finanzas
internacionales que para el comercio. La adhesión de los Estados al patrón oro
les facilitaba el acceso al capital y a los mercados exteriores. Pero al mismo
tiempo, desde la perspectiva de las economías nacionales, impedía que los
gobiernos interviniesen en la regulación del ciclo económico. Con la aceptación
del patrón oro se renunciaba a la posibilidad de devaluar la moneda para
mejorar la posición competitiva de los productos nacionales: los gobiernos no
podían imprimir dinero ni reducir los tipos de interés para inyectar estímulos
a la inversión y aliviar el desempleo en momentos de recesión. La evolución de
la economía nacional quedaba atada a la preservación de la confiabilidad ganada
por la moneda en el escenario internacional.
En Gran Bretaña, los
grupos financieros y las firmas vinculadas al comercio mundial impusieron su
visión internacionalista que subordinó la marcha de la economía nacional a la
preservación de una moneda estable respaldada por el oro. En los países
subdesarrollados, los grupos de poder que dominaban el sector primario
(terratenientes y propietarios de minas) oscilaron entre el apoyo a la rigidez
del oro y la desvinculación que posibilitaba la devaluación cuando los precios
de sus productos descendían en el mercado mundial. La mayoría de los países
exportadores de productos agrícolas y mineros solo se ataron al oro en forma
intermitente. En Estados Unidos, que se mantuvo vinculado al oro, las dos
opciones chocaron con fuerza, ya que era un país integrado por regiones con
intereses en tensión. Los agricultores, ganaderos y mineros, afectados por la
competencia con productores de países con monedas devaluadas, fueron la base de
apoyo del movimiento populista que en los años noventa defendió el retorno a la
plata. Esta vía, según los populistas, liberaría al país del plan concebido por
los banqueros, inversores y comerciantes extranjeros.
El orden basado en
el patrón oro, de hecho era gestionado por el Banco de Inglaterra y vigilado
por la Armada británica. Cuando algún país deudor se quedaba sin oro o plata,
suspendiendo el pago de sus deudas (los casos de Egipto o Túnez, por ejemplo)
podía perder territorios o incluso la independencia a manos de las potencias
occidentales.
En el capitalismo
de laissez-faire que fue positivo para el crecimiento económico global
hubo algunos ganadores y muchos perdedores. Se beneficiaron figuras vinculadas
con distintas actividades y localizadas en diferentes zonas del mundo:
banqueros de Londres, fabricantes alemanes, ganaderos argentinos, productores
de arroz indochinos. Lo que los unía era el hecho de haberse dedicado a una
actividad altamente competitiva en el mercado mundial y, en consecuencia, no
deseaban que la intervención del Estado afectara el funcionamiento del mercado.
Este sistema exigió enormes sacrificios a quienes no podían competir en el
mercado internacional. Los agricultores de los países industriales y los
industriales de los países agrícolas querían protección. Los más pobres y
débiles, junto con los menos eficientes (tanto en las actividades agrarias como
en la industria), presionaron sobre los gobiernos para que aliviasen su
situación.
Solamente Gran
Bretaña y los Países Bajos adoptaron acabadamente el libre comercio. En Estados
Unidos, aunque los proteccionistas tuvieron un peso destacado no asumieron
planteos extremos: si bien defendían la preservación del mercado interno para
los productores agrarios e industriales nacionales, al mismo tiempo reconocían
las ventajas de colocar la producción estadounidense en el exterior y que el país
recibiera inversiones. La mayor parte los países fueron más o menos
proteccionistas.
El movimiento
obrero se mostró ambiguo en el debate sobre proteccionismo y libre cambio. Como
consumidores podían verse favorecidos por el libre comercio si los precios de
los alimentos importados eran menores que los locales, por otro lado, no
necesariamente las importaciones reducían la oferta de trabajo, esto dependía
de la actividad a que estuvieran ligados los trabajadores. La principal
preocupación de los obreros era el desempleo y la baja de los salarios derivada
del mismo. En este sentido, la mayor amenaza procedía de un patrón oro
rígido que al aceptar las recesiones como una
consecuencia normal del ciclo económico, impedía a los gobiernos a tomar
medidas para evitar no sólo la desocupación sino también la miseria que iba
asociada a la falta de trabajo. A medida que el movimiento obrero se afianzó,
se hizo cada vez más difícil que los trabajadores aceptaran que sus condiciones
de vida quedasen sujetas a los movimientos del mercado mundial. El conflicto
social no podía controlarse solo a través de la represión y los gobiernos
tuvieron que reconocer que el liberalismo ortodoxo obstaculizaba sus
posibilidades de ganar apoyos en un electorado que incluía cada vez más a los
miembros del mundo del trabajo. En la era del imperialismo, algunos gobiernos
-mucho de ellos conservadores- exploraron las posibilidades de medidas
relacionadas con el bienestar social.
La nueva oleada de
industrialización complejizó el escenario social y dio paso a nuevas batallas
en el campo de las ideas. En lugar de polarizar la sociedad, el avance del
capitalismo propició la aparición de nuevos grupos, en gran medida debido a la
diversificación de los sectores medios: los asalariados del sector servicios,
la burocracia estatal y el personal directivo de las grandes empresas. También
modificó la fisonomía y el comportamiento de la burguesía que dejó de ser la
clase revolucionaria que había sido. El burgués que dirigía su propia empresa
perdió terreno, en la conducción de las nuevas industrias aparecieron
profesionales y técnicos que engrosaron las filas superiores de los sectores
medios. La gran burguesía preservó su adhesión al liberalismo económico, pero
su liberalismo político se cargó de incertidumbre ante el avance de las fuerzas
que pugnaban por la instauración de la democracia. Los liberales que viraron
hacia el imperialismo, por ejemplo el inglés Chamberlain o el francés Ferry,
creyeron posible que la expansión colonial ayudaría a descomprimir el conflicto
social. Al apoyar el reparto del mundo dejaron de lado la máxima de que la paz
era factible a través del libre comercio y avalaron la carrera armamentista a
través de la cual los Estados competían en la creación de imperios coloniales.
En el campo de la cultura y las formas de vida, la gran burguesía se sintió
cada vez más consustanciada con los valores de la aristocracia y en el afán de
distinguirse socialmente, el burgués ahorrativo e inversor que había impulsado
la revolución industrial dejó paso a una alta burguesía que asumía las formas
de vida y de consumo distintivas de la aristocracia.
Hasta el último
cuarto siglo XIX, las fuerzas conservadoras fueron el principal rival de los
liberales. Con disímiles grados de fuerza y convicción en los distintos países,
la burguesía ascendente enfrentó al orden monárquico y a la aristocracia. El
proyecto liberal incluía la defensa de los derechos humanos y civiles, la
mínima intervención del Estado en la economía, la creación de un sistema
constitucional que regulara las funciones del gobierno y las instituciones que
garantizaran la libertad individual. Este ideario se fundaba en la primacía de
la razón y era profundamente optimista respecto al futuro. Sin embargo, en el
presente, los
liberales condicionaron la democracia: los que
no tenían educación y carecían de bienes que defender, debían ser guiados por
los ilustrados y los que promovían el crecimiento económico. Únicamente los
ilustrados y los propietarios estaban capacitados para adecuar las políticas
del Estado a las leyes naturales del mercado. En un principio, los
liberales levantaron una serie de barreras económicas y culturales para impedir
el voto de las mayorías. Al mismo tiempo que socavaban los principios y
prácticas del antiguo régimen, deseaban que los asuntos públicos quedasen en
manos de los notables. En algunos casos fueron los conservadores, por ejemplo
el canciller Otto von Bismarck en Prusia o el emperador Napoleón III en
Francia, quienes ampliaron el derecho a votar. Deseaban contener el avance de
los liberales y para eso recurrieron a su posibilidad de manipular a un
electorado masivo, pero escasamente politizado.
El avance de la
industrialización asociada con la decadencia de la economía agraria tradicional
modificó profundamente la trama de relaciones sociales. El debilitamiento de
las aristocracias terratenientes, junto con el fortalecimiento de la burguesía
y la creciente gravitación de los sectores medios y de la clase obrera,
gestaron el terreno propicio para el avance de la democracia. En este proceso
se combinaron las reformas electorales que incrementaron significativamente el
número de votantes, la aparición de nuevos actores, los partidos políticos, y
la aprobación de leyes sociales desde el Estado.
Los cambios en el
plano político se produjeron a ritmos y con intensidades muy diferentes. Las
transformaciones más tempranas y profundas se concretaron en Gran Bretaña. En
el resto del continente europeo hubo una oleada revolucionaria en 1848 que
produjo el quiebre de la cohesión del antiguo régimen, aunque muchos liberales,
por ejemplo, los alemanes e italianos, no lograron alcanzar sus metas. Las tres
décadas siguientes fueron un período de reforma básicamente promovida desde
arriba. En casi todos los países, salvo en Rusia, el período concluyó con el
avance de los gobiernos más o menos constitucionales frente a los autocráticos.
Antes de 1848, las asambleas parlamentarias sólo habían prosperado en Francia y
Gran Bretaña. A partir de 1878, los parlamentos elegidos eran reconocidos en
casi todos los países europeos. Sin embargo, los liberales del siglo XIX
buscaban un justo equilibrio. Querían evitar la tiranía de las masas,
que consideraban tan destructiva como la tiranía de los monarcas. Los liberales
luchaban por un parlamento eficaz que reflejara los intereses de todo el
pueblo, pero descartaban que los pobres y los incultos comprendieran cuáles
eran sus propios intereses.
La nueva política
también incluyó la manipulación del electorado y en muchos casos, la ampliación
del sufragio apareció asociada con el fraude electoral. Generalmente, en las
áreas menos urbanizadas las elecciones se hacían a través de relaciones más
personales que políticas. En cada pueblo o aldea existían dos o tres personajes
de peso que actuaban como grandes electores a través de su control sobre las
autoridades de la localidad y de sus posibilidades de ofrecer favores a los
miembros de la comunidad. El gran elector podía acrecentar su poder mediante el
vínculo forjado con el dirigente político (muchas veces ajeno al medio local)
que ocupaba la banca en la asamblea legislativa nacional gracias a los votos
obtenidos por el jefe político local. Después desde su banca el diputado electo
devolvía el favor
a través de su colaboración en nombramientos y
destituciones, y en la promoción de determinadas obras públicas. Estos vínculos
raramente eran armoniosos y daban lugar a enfrentamientos entre diferentes
jefes políticos y facciones que dividían a la clase gobernante y podían ir
asociados con crisis institucionales. Los nuevos partidos que pretendían llegar
al gobierno sufrían tanto las consecuencias del fraude como la violencia
instrumentadas desde el Estado. Estas prácticas tuvieron mayor peso en los
países más débilmente urbanizados, por ejemplo los del sur europeo.
No obstante, desde
fines del siglo XIX hasta la Gran Guerra se produjo un avance significativo de
la política democrática en la mayoría de los países europeos. Las profundas
transformaciones sociales que acompañan a la segunda revolución industrial, así
como la creciente urbanización y los cambios culturales, provocan una
progresiva ampliación de las bases sociales sobre las que se sustentó la
legitimidad del ejercicio de la política. Esto supuso la lenta transición desde
el liberalismo moderado, de carácter restringido o censatario, hacia la
adopción de prácticas democráticas, en las que se integraron cada vez con mayor
fuerza las clases medias urbanas.
Con la ampliación
del cuerpo electoral, los acuerdos entre los notables cedieron el paso a las
decisiones de los partidos políticos. Estos se hicieron cargo de una variada y
compleja gama de tareas. La producción de los resultados electorales que
legitimasen el ingreso al gobierno de los dirigentes partidarios requería de
organizaciones estables y consistentes, capaces tanto de representar los
intereses de los electores como de construir nuevas identidades políticas. Los
vínculos entre dirigentes y dirigidos trascendieron el marco local y los nuevos
partidos de alcance nacional, no sólo organizaron campañas electorales y
defendieron determinados intereses, también intervinieron en la construcción de
cosmovisiones en competencia en torno a la mejor forma de satisfacer el bien
común. La política de la democracia apareció asociada con la creciente
gravitación de los elementos lengua, raza, religión, tierra, pasado común que
se proponían como propios de cada nacionalidad. La exaltación de los mismos
contribuía a la cohesión entre los distintos grupos sociales de una misma
nacionalidad al mismo tiempo que los distinguía de los otros, los que no
compartían dichos valores y atributos.
Ante la creciente
movilización de los sectores populares y el temor a la revolución social, los
gobiernos promovieron reformas sociales con el fin de forjar un vínculo más o
menos paternalista con los sectores más débiles del nuevo electorado. En los
años ochenta, el conservador canciller de Prusia Otto Bismarck, por ejemplo,
fue el primero en poner en marcha un programa que incluía seguros de
enfermedad, de vejez, de accidentes de trabajo. También se aprobaron medidas en
este sentido en Gran Bretaña, Austria, Escandinavia y Francia. El Estado mínimo
postulado por los liberales retrocedía frente al muy incipiente Estado de
bienestar.
Antes de haber
completado la transformación del antiguo régimen, el ideario liberal y el orden
burgués sufrieron el embate de nuevos contendientes: el de la clase obrera y el
de la nueva derecha radical. La primera no solo creció numéricamente, las
experiencias compartidas en el lugar de trabajo, en los barrios obreros, en el
uso del tiempo libre y del espacio público y a
través, tanto de la necesidad de organizarse
sindicalmente, como de la interpelación de los socialistas, construyeron un nosotros,
una identidad como clase obrera.
En década de 1890,
con el avance de los partidos socialistas que confluyeron en la Segunda
Internacional (1889-1916), el movimiento obrero socialista se afianzó como un
fenómeno de masas. Sin embargo, existieron destacados contrastes entre las
trayectorias de las distintas clases obreras nacionales, tanto en el peso y el
grado de cohesión de las organizaciones sindicales como en el modo de
vinculación entre los sindicatos y las fuerzas políticas que competían para
ganar la adhesión de los trabajadores. Estas divergencias remiten en parte, a
las batallas de ideas entre socialistas, marxistas, anarcosindicalistas,
sindicalistas revolucionarios, pero básicamente, a las diferentes experiencias
de la clase obrera en el mundo del trabajo y en los distintos escenarios políticos
nacionales.
El cuestionamiento
de la nueva derecha al liberalismo fue más radical que la del socialismo. Este
último rechazaba el capitalismo, pero adhería a principios básicos de la
revolución burguesa: la fe en la razón y en el progreso de la humanidad. La
derecha radical en cambio, inauguró una política en un nuevo tono que
rechazó la lógica de la argumentación y apeló a las masas en clave emocional
para recoger sus quejas e incertidumbres frente a los hondos cambios sociales y
el impacto de la crisis económica. Los nuevos movimientos nacionalistas
tuvieron especial acogida entre los sectores medios, pero también ganaron
apoyos entre los intelectuales, los jóvenes y, en menor medida, entre sectores
de la clase obrera. La crisis económica en la era de la política de masas
alentó la demagogia y dio cabida a la acción directa para presionar sobre los
gobiernos, y al mismo tiempo impugnar a los políticos y procedimientos
parlamentarios. Desde la perspectiva de la derecha radical, la democracia
liberal era incapaz de defender las glorias de la nación, siendo responsable de
las injusticias económicas y sociales que producía el capitalismo.
Tanto en Alemania,
como Francia y Austria, la nueva derecha radical combinó la exaltación del
nacionalismo con un exacerbado antisemitismo. En Italia, los nacionalistas
defendieron la necesidad de apropiarse de nuevos territorios para dejar de ser
una nación proletaria. En sus reivindicaciones ocuparon un lugar clave,
las provincias que, como Trentino, Tirol del Sur, Trieste, Istra y Dalmacia,
quedaron bajo dominio austriaco (provincias irredentas, no liberadas). Los
nacionalistas que continuaron bregando por su incorporación al Estado italiano
entraron en acción después de la Primera Guerra Mundial.
Francia fue pionera
en la gestación de grupos de derecha radical tan antiliberales y
antisocialistas como capaces de ganar adhesiones entre los sectores populares.
En los años 80, el carismático general Boulanger recibió apoyo económico de los
monárquicos y recogió votos en barrios obreros. A fines de la década de 1890,
Charles Maurras, al frente de Acción Francesa, se presentó en la escena
política como un rabioso antiparlamentario, antirrepublicano y antisemita. El
caso Dreyfus dividió
a Francia: por un lado, la facción anti-Dreyfus, integrado por conservadores,
izquierdistas que adherían al antisemitismo anticapitalista y nacionalistas
extremos; por el otro, los pro-Dreyfus formado por el centro demócrata laico y
el sector de los socialistas encabezados por Jean
Jaurès. La condena en 1894
del capitán Alfred Dreyfus de origen judío,
por el delito de traición, conmocionó a la sociedad francesa. Así, dio lugar a
una serie de crisis políticas y marcó un hito en la historia del antisemitismo.
La constatación que las pruebas en contra de
Dreyfus fueron fraguadas, hicieron posible su liberación y
reincorporación al ejército doce años después que estallara el escándalo. El
caso puso en evidencia el fuerte arraigo de un nacionalismo y un antisemitismo
extremos en el seno de la sociedad francesa. Los más decididos defensores de
que se hiciera justicia fueron el dirigente republicano George
Clemenceau y el escritor Émile
Zola, autor de la carta pública, Yo acuso, dirigida
al presidente francés.
Bajo el impacto de
la condena de Dreyfus, Theodor Herzl, judío
nacido en Budapest y hombre de letras de formación liberal, se abocó de lleno a
promover la constitución de un Estado que acogiera a los judíos dispersos por
el mundo. En 1896 publicó El Estado de los judíos y al año siguiente, el
Primer Congreso Sionista reunido en Basilea con predominio de las
organizaciones judías de Europa central, aprobó el proyecto para la creación
del futuro Estado de Israel en Palestina. En ese momento, Palestina formaba
parte de la Gran Siria bajo el dominio del Imperio otomano con Jerusalén como
distrito autónomo en virtud de su condición de capital religiosa del Islam,
cristianismo y judaísmo. Después de Basilea, la Organización Mundial Sionista
quedó a cargo de la compra de tierras en Palestina para que fueran ocupadas y
trabajadas exclusivamente por judíos organizados en colonias (kibutz). La
primera aliyah o movimiento masivo de regreso a Palestina ya se había
concretado en 1881 impulsada por los progromos desatados en Rusia después del
asesinato del zar Alejandro II. La segunda aliyah se produjo entre
1904-1907 al calor de la derrota del zarismo en la guerra ruso-japonesa y la
revolución de rusa de 1905. Entre 1900 y 1914, el número de colonias sionistas
en el territorio palestino creció de 22 a 47.
5 El 1 de noviembre de 1894 los titulares
del diario nacionalista y antisemita La Libre Parole anunciaron “¡Alta
traición! ¡Detención del capitán Dreyfus, un oficial judío!". El servicio
de contraespionaje francés había encontrado un mes antes, en un cesto de
papeles en la embajada de Alemania en París, un documento manuscrito en el que
se proponía la venta, al agregado militar de la embajada, de información sobre
planes militares franceses.
Todo indicaba, en opinión de los agentes
franceses, que un militar actuaba como espía de los alemanes, los principales
enemigos de nación francesa. Un alto oficial reconoció la letra del capitán
Alfred Dreyfus. Al conocerse su arresto la prensa de derechas desencadenó una
ola de artículos exigiendo el castigo ejemplar para "el oficial
judío". En diciembre comenzó sus sesiones el Consejo de Guerra, y ante la
ausencia de pruebas contundentes, el ministro de la Guerra, el general Mercier,
sacó la conclusión de que esto "sólo demostraba la inteligencia con que el
delincuente había actuado". Dreyfus fue condenado a cadena perpetua en la
remota Isla del Diablo, en la Guayana francesa.
Sin embargo, el nuevo jefe del contraespionaje
francés, el general George-Marie Picquart, ordenó revisar el caso para buscar
pruebas más sólidas. La nueva investigación no sólo confirmó la falta de
razones probadas, además permitió descubrir que la letra del comandante
Esterhazy era idéntica a la del documento que se atribuyó a Dreyfus. Sus jefes
ordenaron a Picquart que olvidase el asunto. No obstante, los resultados de su
búsqueda llegaron a la prensa y comenzó un formidable enfrentamiento entre los
dreyfusards, partidarios de la revisión del proceso, y los
"antidreyfusards" que exigen el cumplimiento de la condena en nombre
del honor del ejército francés y los intereses nacionales. El combate de ideas
desembocó en la lucha en las calles.
En enero de 1898 se inició el juicio a
Esterhazy que salió absuelto. En ese momento, el periódico L'Aurore publicó el
Yo acuso firmado por el prestigioso novelista francés Emile Zola, un escritor
que en sus novelas dejó testimonio del conflicto social y de las condiciones de
vida de las sectores sociales oprimidos en este período de expansión y
consolidación del capitalismo. Al día siguiente, en las páginas del mismo
periódico dirigido por George Clemenceau aparecía una lista de escritores,
profesores y artistas Anatole France, André Gide, Marcel Proust y el pintor
Monet entre otros que cuestionaban la culpabilidad de Dreyfus y apoyaban la
revisión de su caso. El director del periódico la tituló: el "Manifiesto
de los intelectuales".
Un año después, Dreyfus fue indultado sin que
esto supusiera la revisión de la condena. Recién en 1906 se produjo su
rehabilitación pública regresando al ejército con el grado de jefe de batallón.
Maurras no dudó en
privilegiar la defensa de la nación aunque esto incluyera la falsificación del
juicio.
En el campo de las
ligas nacionalistas, otros grupos (menos atados al tradicionalismo) avanzaron
hacia el cuestionamiento del orden social. La Liga de los Patriotas alentó un
nacionalismo autoritario destinado a terminar con la corrupción de los
políticos y a conciliar los intereses de diferentes clases sociales. Prometió
la regulación económica para ayudar a los pequeños comerciantes y artesanos y
apoyó la organización sindical de los obreros. En este período circuló en
Francia el concepto de nacionalsocialismo. Fue utilizado por el escritor
Maurice Barres en su afán de
articular los principios del vitalismo y del racismo darwinista con las raíces
nacionales. Se diferenció de Acción Francesa por la importancia que asignó al
radicalismo económico y a la posibilidad de movilizar a las masas a través de
las emociones, entre las que privilegió el odio al judío y el culto a los
héroes.
En el imperio de
los Habsburgo, el noble y en un primer momento liberal, George
von Schönerer, rabiosamente convencido que Austria debía
ser parte de Alemania, pretendió organizar a los nacionalistas alemanes con un
programa nacional-social y brutalmente antisemita que apelaba a los estudiantes
y a las clases medias empobrecidas a través de la reivindicación de la unidad
de los alemanes y de la justicia social. Aunque no logró crear un movimiento de
masas, tuvo un papel significativo en la afirmación de un nuevo modo de hacer
política. El más pragmático socialcristiano, Karl
Lueger -quien también combinó apelaciones nacionalistas y
antisemitas, aunque en tono más moderado, con declaraciones a favor de la
justicia social y la adhesión al catolicismo-fue elegido alcalde de Viena en
1897.
Las ligas
nacionalistas emergieron en Alemania en los años 80 como instrumento de presión
a favor de una política imperialista en la que Bismarck
no se había embarcado. La Liga Panalemana contó con la
presencia del entonces joven Alfred Hugenberg
y la más significativa Liga de la Marina recibió el aporte económico del
fabricante de armas Krupp. Ambos
se vincularon con Hitler después de la guerra.
En el plano interno, las ligas fueron decididamente
antisocialistas y antisemitas, además propiciaron la eliminación de las
culturas minoritarias como las de los
polacos. Ambicionaban que la superioridad racial de los alemanes quedara
consagrada con su dominación sobre el conjunto de Europa.
Salvo los
socialcristianos encabezados por Lueger, ninguno de estos grupos llegó al
gobierno, pero aunque se movieron en los márgenes, su interés radica en los
lazos propuestos entre la política popular, el antiliberalismo, antisocialismo
y antisemitismo. Si bien el fascismo no fue la proyección lineal de ninguna de
estas fuerzas, la rebelión intelectual y política de finales del siglo XIX
contra la Ilustración abonó el terreno en que arraigó el fascismo, pero solo
después de que el trauma de la Primera Guerra Mundial lo hiciera factible.
La Iglesia Católica
rechazó decididamente al liberalismo a través de las opiniones vertidas por el
papa Pío IX en el documento Syllabus y la encíclica Quanta Cura publicadas en
1864. En los años 90, ante el avance de los cambios sociales y políticos, el
Papado, en lugar de limitarse a denunciar los pecados del mundo moderno,
decidió intervenir en el curso del nuevo orden. La
encíclica Rerum Novarum de León XIII
sobre la condición de los obreros (1891) alentó la gestación del catolicismo
social. La propuesta de atender los reclamos justos de los trabajadores fue
seguida de la creación de partidos políticos y de sindicatos católicos. La
tarea organizada conjuntamente por la jerarquía, los sacerdotes y los laicos
con conciencia social, se presentó como una tercera vía entre el capital y el
movimiento obrero socialista. Los capitalistas debían entender que la familia
obrera tenía que desarrollarse en condiciones dignas. Los obreros no debían
seguir las palabras y acciones de quienes conducían al caos social con la
consigna de la abolición de la propiedad privada. Los sindicatos católicos
lograron mayor arraigo en las ciudades pequeñas y en el campo que en los
grandes enclaves industriales urbanos donde tuvieron dificultades para competir
con los socialistas. Tanto en Italia (partido Popular) como en Alemania (el
partido de Centro), los partidos católicos contaron con un significativo apoyo
de los sectores populares.
La era del
imperialismo constituyó el marco de la decisiva incorporación de América Latina
a la economía mundial capitalista. Este proceso produjo transformaciones
fundamentales en todo el subcontinente: por un lado, consolidó el perfil
agro-minero exportador de su economía; por otro lado, esa orientación
profundizó las diferencias regionales, en función de las diversas “vías
nacionales” a través de las cuales se llevó a cabo. También fue en esta era
cuando se despertaron las más intensas expresiones de búsqueda de una identidad
latinoamericana y nacional, recortada frente a los imperialismos que la
amenazaban. En síntesis, este territorio histórico condensa problemáticas
decisivas para América Latina.
Las apetencias de
las economías europeas, en este período de crecimiento de las economías
industrializadas y de expansión sobre nuevos territorios, encontraron en
América Latina un espacio propicio para la obtención de materias primas y un
mercado en crecimiento para la colocación de productos de elaboración
industrial. Frente a ese contexto, las oligarquías locales buscaron incrementar
la producción agrícola y minera para su exportación. Lo hicieron sobre la base
de la estructura de los grandes latifundios o haciendas, de las que eran
propietarias. Así, consolidaron un modelo de crecimiento económico basado en la
especialización productiva, en la explotación extensiva y en la dependencia de
los mercados exteriores.
En este marco, cada
zona se especializó en la provisión de determinados productos. En las pampas de
clima templado de la Argentina y Uruguay prosperó la producción de lana,
cereales y carne. La agricultura tropical se extendió por una vasta región: el
café desde Brasil hasta Colombia, Venezuela y América Central; el banano en la
costa atlántica de Guatemala, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, Colombia
y Venezuela; el azúcar en Cuba, Puerto Rico y Perú; el cacao en Ecuador. En el
caso de la minería se recuperaron exportaciones tradicionales: la plata en
México, Bolivia y Perú; el cobre y nitratos en Perú y Chile; el estaño en
Bolivia y, algo más tarde, el petróleo en México y en Venezuela.
Este proceso de
especialización vinculado a la demanda internacional supuso cambios en los
niveles de inversión e infraestructura requeridos para la producción. Fue
fundamental, en ese sentido, el papel desempeñado por Inglaterra en la
construcción del transporte ferroviario, así como en el desarrollo de los
mecanismos financieros y crediticios, y por su condición de mercado consumidor
de los bienes producidos en la región. También EEUU iría ganando terreno, y su
presencia en el continente llegaría a ser predominante a través de la
participación directa en la explotación de minerales y, fundamentalmente, en la
agricultura tropical en Centroamérica y el Caribe.
De esta manera, un
aspecto del proceso de “modernización” que acompañó el crecimiento de la
actividad económica, fue el mayor nivel de inversión en la producción, el
incremento de su escala y fundamentalmente los cambios en la infraestructura,
cuyo impacto visual más notable fueron los miles de kilómetros de redes
ferroviarias construidos por capitales ingleses. Esto acompañó un importante
crecimiento de las ciudades, algunas de las cuales se transformaron al ritmo de
las actividades comerciales y financieras, como así también el movimiento
generado en torno a ellas. Fue en estos años que Buenos Aires, San Pablo, La
Habana, Lima, Montevideo y Santiago de Chile, entre otras ciudades, abandonaron
el viejo aspecto de aldeas o emporios comerciales y se transformaron en grandes
urbes con nuevos edificios de arquitectura europea, instalaciones portuarias,
trazados que desbordaban las viejas murallas a partir de nuevas avenidas y
barrios residenciales. Estas ciudades tenían ahora alumbrado público, y el gas
había dejado atrás los aromas del aceite o la grasa vacuna. En ellas floreció
una incipiente burguesía, vinculada con las actividades comerciales, y muchas
veces con los intereses de las potencias imperialistas.
La otra cara de la
“modernización” fue el incremento de la dependencia con respecto a la economía
de los países centrales, y la acentuación de los contrastes, tanto entre las
diferentes naciones, como entre las diversas regiones con dispares vínculos con
la “economía europea”.
Estos contrastes
fueron evidentes en el impacto que estas transformaciones tuvieron en las
formas de trabajo, en la propiedad de los recursos y, en general, en la
estructura de las sociedades de América Latina.
En el caso del
café, por ejemplo, las oportunidades que se presentaban para la exportación
hicieron crecer en Brasil las expectativas de los terratenientes y empresarios
paulistas, quienes recurrieron cada vez más al trabajo de inmigrantes. La mano
de obra libre resultaba más rentable que el viejo sistema esclavista, que había
predominado en la producción azucarera del norte. En Colombia y El Salvador, en
cambio, explotaciones de menor extensión cubrían la demanda de fuerza de
trabajo con el alto crecimiento vegetativo de la población mestiza; mientras
que en Guatemala, la fuerza de trabajo era proporcionada por las comunidades
indígenas que hasta entonces se habían mantenido aisladas de la economía de
mercado. También en la producción de azúcar en el norte peruano se utilizaba
mano de obra proveniente de las sierras. En este caso, convivían las
plantaciones y los modernos ingenios, propiedad de empresarios alemanes y norteamericanos,
con un antiguo sistema de reclutamiento de obreros conocido como enganche. Éste
consistía en el adelanto de dinero a los trabajadores de las
sierras a través del enganchador, que era un
prestamista intermediario vinculado con los propietarios de las tierras y
autoridades locales de las zonas serranas conocidos como gamonales. El sistema
permitía el contrato temporario, en función del ciclo agrícola, de mano de obra
obligada a trabajar por las deudas contraídas, lo cual reproducía antiguas formas
de dependencia, bastante distantes del moderno trabajador asalariado.
En México tampoco
hubo una importante afluencia de inmigrantes, sin embargo se produjo un
crecimiento natural de la población. La concentración de la tierra, estimulada
por las oportunidades de explotación de recursos minerales, pero también del
henequén en la península de Yucatán, hizo que retrocediera el área de
producción de alimentos, y se consolidara el paisaje de la hacienda: la gran
propiedad orientada a la producción exportable.
Tanto en el caso de
la expansión del Brasil central, vinculada con la producción agropecuaria, como
en el de la pampa húmeda argentina y uruguaya, junto con el enriquecimiento de
los grandes terratenientes o latifundistas, se produjo también el ascenso
social y económico de una parte de los productores directos que conformó una
clase media rural. Aquí también fue importante el aporte de sucesivas oleadas
de inmigrantes italianos y españoles, que contribuyeron a resolver el problema
de la escasez de mano de obra y la necesidad de ocupar nuevos territorios,
ganados a las poblaciones indígenas. En estos casos, la inserción en la
economía global apareció asociada con la expansión del mercado interno. Las
actividades primarias promovieron un incipiente proceso de industrialización,
vinculado principalmente con complejos agroindustriales, como saladeros,
curtiembres o frigoríficos, pero también con otras actividades complementarias
que estaban relacionadas con el crecimiento poblacional y de las ciudades.
En cambio, el boom
exportador en la agricultura tropical y la minería significó la instalación de
islotes económicos más decididamente vinculados a los centros capitalistas que
al conjunto de la economía del país productor.
Además de las
explotaciones vinculadas al mercado mundial, en los países de tradición
indígena persistieron amplias zonas con una agricultura poco renovada donde
coexistían la hacienda tradicional y la comunidad campesina. Los grandes
latifundios escasamente productivos continuaron confiriendo a sus propietarios
un importante poder político y social a nivel regional. Los yanaconas en el
alto Perú, los huasipungos en Ecuador y los inquilinos en Chile, eran
campesinos que entregaban su trabajo personal a los dueños de las haciendas a
cambio de una pequeña parcela de la que dependía su subsistencia.
Estos contrastes
apuntados ofrecen un paisaje en el que el crecimiento económico y el proceso de
modernización tuvieron como características principales la concentración de la
propiedad, el incremento de la incidencia del capital extranjero, la
persistencia de antiguas formas de explotación del trabajo, pero también una
serie de cambios en las sociedades, vinculados con el crecimiento de las
ciudades y el aporte de la inmigración. Si bien la población siguió siendo
predominantemente campesina, la proporción se redujo con respecto a la primera
mitad del siglo; las nuevas actividades económicas dieron lugar, en algunos
casos, a la consolidación de sectores medios, y el incipiente proceso de industrialización,
fundamentalmente en algunos países como
Argentina, Chile, Uruguay y México, acompañó la formación de un proletariado
urbano y la aparición de las primeras organizaciones de trabajadores. Estos
sectores protagonizarían conflictos dentro del orden político sobre el que se
había construido el proceso de modernización.
¿Qué
características tenía ese orden político? Aquí también los contrastes y las
diferencias de los casos nacionales resultan importantes. Sin embargo, puede
decirse, en líneas generales, que el llamado orden oligárquico conformó
el marco político que propició el conjunto de transformaciones que resultaban
necesarias para consolidar el nuevo orden económico. Las oligarquías regionales
se abocaron a la tarea de terminar de resolver sus diferencias, muchas veces a
través de prolongados enfrentamientos, con el objetivo de construir estructuras
estatales, necesarias para ofrecer un marco a la actividad agro-minero
exportadora. Las políticas estatales resultaban fundamentales para generar
condiciones propicias para la inversión de capitales extranjeros y para
promover la formación de la fuerza de trabajo que demandaba la expansión de la
producción vinculada al mercado mundial. Así, en la mayoría de los países,
durante este período, se avanzó en la construcción de las instituciones del
Estado nacional a través de la organización de un sistema administrativo más
eficiente y especializado, junto con la aprobación de un marco jurídico
adecuado para el desenvolvimiento de las nuevas actividades, y la consolidación
de ejércitos nacionales profesionalizados y subordinados al gobierno nacional.
Estos se ocuparon de neutralizar las resistencias de los poderes regionales,
reprimir las primeras protestas de trabajadores y reducir o exterminar a las poblaciones
indígenas que ocupaban territorios apetecidos para expandir la frontera de la
producción primaria exportable.
De acuerdo al tipo
de producto primario que cada región podía ofrecer, se hacía necesaria la
ocupación de regiones que, en algunos casos, habían permanecido al margen,
incluso durante los siglos de dominación colonial. En el caso de México, Chile
y Argentina, por ejemplo, la consolidación del poder estatal estuvo ligada al
sometimiento de las poblaciones originarias a través de campañas militares que
llegaron a producir el exterminio de poblaciones enteras. Este fue el caso de
la llamada “Conquista del Desierto” encabezada por el presidente argentino
Julio A. Roca. A través de una excursión militar hacia lo que, con eufemismo,
se denominaba “desierto”, el Estado incorporó a la economía nacional, orientada
a la exportación de productos demandados por los centros industrializados, como
lana, carne o cereales, miles de kilómetros de la Patagonia.
Ya se tratara de
gobiernos surgidos de consensos alcanzados entre oligarquías, que sostenían
sistemas republicanos basados en elecciones con participación restringida y
resultados fraudulentos, o de dictaduras que prescindían de esos mecanismos, el
orden oligárquico sobre el que se construyó el proceso de modernización tuvo un
sesgo marcadamente autoritario. En muchos casos, fue el resultado de la
emergencia de caudillos regionales capaces de traducir sus liderazgos en
términos “nacionales”. Las principales disputas respondieron a las diferentes
perspectivas de conservadores y liberales en torno de la mayor o menor
influencia de la Iglesia
católica en el orden social; también hubo
conflictos en torno del carácter, centralista o federal, de la organización
política que consagrarían los textos constitucionales.
En general, las
oligarquías que comandaron este proceso de consolidación de los Estados
Nacionales, lo hicieron guiados por el espíritu “civilizatorio” que acompañaba
las excursiones hacia territorios que antes estaban fuera del alcance estatal.
Las consignas de “orden y progreso” o “paz y administración” resultaron lemas
característicos que sintetizaban la ideología positivista que sustentaba la
acción “modernizadora” en lo económico, pero profundamente conservadora en lo
político.
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