martes, 14 de marzo de 2017

La Primera Guerra Mundial y la Revolución rusa - Bejar

El 28 de junio de 1914, en el “volcán de los Balcanes”, se produjo el atentado que desencadenaría la Primera Guerra Mundial. Un joven estudiante serbio vinculado a una organización nacionalista clandestina asesinó al heredero del trono austro-húngaro. Un mes después, el imperio de los Habsburgo presentó un durísimo ultimátum a Serbia y, al recibir una respuesta que consideró “insuficiente”, le declaró la guerra. Inmediatamente se puso en marcha el sistema de alianzas, y el feroz enfrentamiento europeo devino una guerra total. En buena medida, esta se precipitó por gravísimos errores de cálculo cometidos por los responsables de tomar decisiones en los distintos países. Pero, sin duda, hubo causas y fuerzas históricas profundas que posibilitaron que un grave incidente local derívase en la mayor conflagración bélica conocida hasta entonces.
En el marco de esta carnicería, el régimen zarista cayó y dio paso a la gran revolución del siglo XX. En un principio se creyó que sería una revolución burguesa, equivalente a la francesa de fines del siglo XVIII. Pocos meses después, sin embargo, los bolcheviques tomaron el poder anunciando que pretendían avanzar hacia el comunismo. Las esperanzas y los miedos que la revolución de Octubre suscitó marcaron en gran medida el curso del siglo. Hoy, a la luz del derrumbe del bloque soviético, fa experiencia revolucionaría rusa puede leerse como el enorme y trágico esfuerzo de una sociedad atrasada y largamente expoliada que, bajo el férreo control del estado, en poco tiempo y en condiciones adversas, pasó del arado de madera a ser la segunda potencia mundial.
A lo largo de un proceso que arranca en el siglo XVII y se afianza con la derrota de Napoleón, cada uno de los principales estados europeos reconoció la autonomía jurídica y la integridad territorial de los otros. Las potencias centrales apostaron a la constitución de un orden internacional basado en el reconocimiento de la soberanía estatal y en la preservación del equilibrio de poder entre ellas. Mediante el sistema de congresos, Gran Bretaña, Francia, Prusia, Austria y Rusia buscaron mantener el mapa europeo diseñado en el Congreso de Viena en 1815. Este mecanismo —conocido como “el concierto europeo”- se basaba en el respeto del statu quo y el reconocimiento de que el poder de cada estado no debía avasallar el de las otras potencias. La idea se aplicó únicamente a Europa, que se convirtió en zona de “amistad” y comportamiento “civilizado” incluso en épocas de guerra. Si bien el concierto europeo coincidió con un largo período de paz en el continente, no supuso el fin de las guerras destinadas a imponer la dominación europea sobre “los otros, los no civilizados”, a través de la expansión imperialista.
En el último cuarto del siglo XIX, junto con la extensión y profundización de esa expansión en el mundo de ultramar, el concierto europeo se resquebrajó, en parte porque cambió la relación de fuerza entre los estados debido al ascenso político y económico de Alemania y el declive industrial de Gran Bretaña, y en parte porque, en el marco del imperialismo, Europa pasó a ser una pieza más de un sistema mundial que se había complejizado desde la entrada en escena de japón y los Estados Unidos como grandes potencias. Pero también porque entraron en crisis el régimen zarista y dos de los imperios más antiguos, el chino y el otomano.
En dos guerras con profundas repercusiones internas, los manchúes y los Romanov fueron derrotados por Japón, que logró así incorporar nuevos territorios, entre ellos Corea, anexada en 1910.
En el último cuarto del siglo XIX el imperio otomano retrocedió en el norte de África y en los Balcanes, exacerbando las rivalidades entre el imperio zarista y el de los Habsburgo, mientras se intensificaban los choques entre los proyectos nacionalistas de los distintos pueblos balcánicos.
Al calor de estos cambios, las principales potencias construyeron dos grandes alianzas: Gran Bretaña, Francia y Rusia, por un lado, y Alemania y Austria-Hungría, por el otro. La república francesa y el imperio zarista compartían su enemistad hacia los imperios centrales. En el caso de París, esta actitud obedecía al espíritu de revancha por la derrota
de 1870 frente a Alemania, que había logrado apropiarse de Alsacia y Lorena. Para San Petersburgo, el encono surgía del afán expansionista de los Habsburgo sobre los Balcanes. Gran Bretaña fue la última en sumarse. En un principio, su expansión colonial la había conducido a chocar con Francia en Africa y con Rusia en el norte de la India. Pero cuando el acelerado desarrollo de Alemania convirtió a ese país en un potencial rival, Londres se unió a París y ambas metrópolis delimitaron sus áreas de influencia en el norte de Africa. Después de la derrota sufrida a manos de Tokio, el imperio de los Romanov perdió entidad ante los ojos de Londres como potencia antagónica en Asia. En 1907, la Triple Entente ya estaba en pie.
Antes del atentado de Sarajevo, las sucesivas crisis en el norte de Africa y los Balcanes alentaron la carrera armamentista y confirmaron el nuevo sistema de alianzas. En dos ocasiones, 1905 y 1911, Alemania cuestionó el avance de Francia sobre Marruecos; sin embargo, la solidez de los lazos forjados entre París y Londres frenó la revisión del statu quo impulsada por Berlín.
El escenario balcánico era extremadamente complejo. El debilitamiento de Estambul, si bien alimentaba la creciente rivalidad entre los Habsburgo y los Romanov, también daba paso a los objetivos encontrados de las diferentes comunidades y los nuevos países emergentes en la región. La gran mayoría de los grupos que habitaban los Balcanes eran eslavos instalados allí desde el siglo VI, pero los albanos reivindicaban, asimismo, su condición de pueblo originario. Las distintas trayectorias históricas de los pueblos de esta zona dejaron marcas propias que contribuyeron a la configuración de espacios sociales y culturales contrastantes. Los eslavos del norte -croatas, eslovenos y eslovacos- quedaron incluidos en el imperio de los Habsburgo, mientras que los del sur -serbios, macedonios y montenegrinos- fueron sometidos por los otomanos. El catolicismo romano se consolidó en el noroeste de la región bajo el control de Viena y la religión griega ortodoxa prevaleció en el sudeste. Cabe señalar que muchos se convirtieron a la religión musulmana, dado que les permitía aspirar a mejores condiciones políticas y sociales en el seno del imperio. Este fue el camino que siguieron los albanos y gran parte de los eslavos (el caso de los bosnios). Si bien la religión fue una de las grandes líneas divisorias, no basta para explicar por sí sola los conflictos entre los nacionalistas que aspiraban a la independencia en esta región.
La explosiva fragilidad de la situación balcánica pasó a ocupar el centro de la escena a principios del siglo XX. Viena, que ejercía un
protectorado sobre Bosnia-Herzegovina, decidió anexar estos territorios en 1908 para consolidar su posición en los Balcanes. Esta acción exacerbó el malestar en Serbia, donde ganaban terreno los sectores nacionalistas más duros y partidarios de un acercamiento a Rusia, ya que sus pobladores no tenían dudas de que Bosnia era parte de su territorio histórico.
En 1912 estalló la primera guerra balcánica, que expulsó por completo a los otomanos de la región, y Macedonia fue repartida entre Serbia, Bulgaria y Grecia. A partir del retiro de Estambul, la crisis en los Balcanes se concentró en la persistencia de la dominación de los Habsburgo y en la delimitación de las fronteras entre los estados emergentes en la región. Los países europeos intervinieron activamente en este último aspecto. Ni Italia ni Austria aceptaban una Serbia con salida al mar, y en consecuencia, después de la primera guerra balcánica, apoyaron la creación de Albania. El nuevo país reclamó la anexión de Kosovo, poblada mayoritariamente por albaneses, pero los serbios -que acababan de expulsar a los otomanos- se negaron rotundamente. Los albaneses y los serbios de Kosovo formaron guerrillas para expulsarse mutuamente.
Al año siguiente de la derrota de los turcos estalló otra guerra, esta vez por diferencias entre los países balcánicos sobre el reparto de Macedonia, recientemente recuperada. Bulgaria fue la gran derrotada, ya que perdió casi todas las tierras ganadas en la primera guerra. Serbia y Grecia, en cambio, salieron beneficiadas.
Los resultados de las guerras balcánicas (1912 y 1913) endurecieron la posición de Viena frente a los serbios. El creciente poder de estos ponía en peligro el control de los Habsburgo sobre los territorios y las poblaciones eslavas del norte de los Balcanes. Cuando un nacionalista serbio asesinó en Sarajevo a Francisco Fernando, futuro emperador de Austria, y a su esposa, que estaban de visita en Bosnia, la corona austríaca asumió Una postura intransigente.
Respondiendo al ultimátum de Austria a Serbia, Rusia movilizó sus ejércitos y Alemania le declaró la guerra al imperio zarista. Entre el 3 y el 4 de agosto de 1914, Francia y Gran Bretaña le declararon la guerra a Alemania. El ciclo se cerró entre el 6 y el 12 de agosto, cuando Austria- Hungría le declaró la guerra a Rusia, y Gran Bretaña y Francia aprobaron el enfrentamiento con el imperio Habsburgo.
La acelerada generalización del conflicto fue el corolario del sistema de alianzas creado por las potencias en el marco de la competencia por la supremacía mundial. En el transcurso de la guerra, Japón, Italia, Portugal, Rumania, los Estados Unidos y Grecia ingresaron como aliados
de la Triple Entente, mientras que Bulgaria y Estambul se unieron a las
potencias centrales. España, Suiza, Holanda, la península escandinava y Albania fueron los únicos países neutrales en Europa.
Mientras los gobiernos llamaban a las armas, las multitudes patrióticas se reunían en Berlín, Viena, París y San Petersburgo para manifestar su voluntad de defender a la nación.
En aquellas primeras semanas de 1914 se hacía cada vez más difícil mantener una conversación sensata con alguien. Los más pacíficos, los más benévolos, estaban como ebrios por los vapores de la sangre. Amigos que había conocido desde siempre como individualistas empedernidos, e incluso como anarquistas intelectuales, se habían convertido de la noche a la mañana en patriotas fanáticos y, de patriotas, en anexionistas insaciables. Todas las conversaciones acababan en frases estúpidas como “Quien no es capaz de odiar, tampoco lo es de amar de veras", o en rudas sospechas. Camaradas con los que no había discutido en años me acusaban groseramente diciéndome que yo ya no era austríaco, que me fuera a Francia o a Bélgica. Más aún: insinuaban con cautela que se debía informar a las autoridades de opiniones como la de que aquella guerra era un crimen, porque los défaitistes (esta bella palabra acababa de ser inventada en Francia) eran los peores criminales contra la patria.
Sólo había una salida: recogerse en sí mismo y callar mientras los demás delirasen y vociferasen. No era fácil, porque ni siquiera vivir en el exilio -y yo lo he conocido hasta la saciedad- es tan malo como vivir solo en la patria.
Stefan Zweig, El mundo de ayer. Memorias de un europeo, Barcelona, Acantilado, 2001. JKF
La nacionalización de las masas, asociada a fines del siglo XIX con el avance de la democracia, favoreció un exaltado patriotismo, que al estallar la guerra contribuyó a su prolongación, y dio lugar a hondos resentimientos cuando se acordó la paz. Sin embargo, estas concentraciones belicistas no expresaban al conjunto de las sociedades; también hubo pronunciamientos y marchas contra la guerra. Pero cabe señalar que entre los intelectuales la exaltación patriótica encontró una amplia acogida y los casos de abierto rechazo a las armas, como el de Romain Rolland en Francia o el de Bernard Shaw en Inglaterra, fueron aislados.
En cada país, las distintas fuerzas políticas proclamaron la “unión sagrada”, que postergaba los conflictos internos. En cada país los dirigentes justificaron su adhesión aludiendo a la defensa de altos valores: los socialistas alemanes bregaban por la preservación de la cultura europea y la liberación de los pueblos oprimidos por la tiranía zarista; los ingleses y franceses defendían a rajatabla la democracia contra el yugo prusiano.
Entre los socialistas, a pesar de que en '1907 la Segunda Internacional había votado el llamado a la huelga general en caso de que estallara la guerra, se impusieron la defensa de la nación y el consenso patriótico. Las únicas excepciones fueron los socialistas serbios, rusos, búlgaros e italianos.
La incorporación a la unión sagrada no significó una traición de los dirigentes de la Segunda Internacional. Entre los trabajadores, que conformaban la principal base social de los partidos socialistas, prevalecía el patriotismo sobre el internacionalismo. Pero, desde 1916, las uniones sagradas comenzaron a resquebrajarse. En el terreno político se alzaron las voces de los dirigentes socialistas que, o bien dejaron de apoyar el esfuerzo bélico no votando los presupuestos de guerra en los parlamentos, o bien, como Lenin, propusieron la ruptura con la Segunda Internacional. Pero la mayoría de los participantes eran centristas que, incluso estando distanciados de las posiciones más patriotas, no estaban dispuestos -como el ala de izquierda- a romper con la Internacional,
En Alemania, la socialdemocracia se dividió. Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo fueron los primeros en alejarse del Partido Socialdemócrata aduciendo que había traicionado al internacionalismo proletario. La decidida prédica de ambos contra la guerra, a través del periódico Espartaco, creado en 1916, los llevó a la cárcel, de la que sólo salieron al derrumbarse la monarquía. En 1917, el grupo encabezado por Hugo Haase y Karl Kautsky fue expulsado del Partido por haberse negado a votar los créditos de guerra, por lo que fundó el Partido Socialdemócrata Independiente. Los espartaquistas se les unieron como fracción, con su propio programa y prensa.
La unión sagrada también fue cuestionada por los trabajadores. El abismo entre las invocaciones de los gobiernos al sacrificio común y la desigualdad vivida por la mayoría de la población exacerbó el descontento. En el frente, muchos sólo deseaban regresar a sus hogares.
5 de febrero de 1918, Francia, por la noche.
Cariño mío,
Quizás te gustaría saber cómo está el ánimo de los hombres aquí. Bien, la verdad es que (y como te dije antes, me fusilarán si alguien de importancia ve esta misiva) todo el mundo está totalmente harto y a ninguno le queda nada de lo que se conoce como patriotismo. A nadie le importa un rábano si Alemania tiene Alsacia, Bélgica o Francia. Lo único que quiere todo el mundo es acabar con esto de una vez e irse a casa. Esta es honestamente la verdad, y cualquiera que haya estado en los últimos meses te dirá lo mismo.
De hecho, y esto no es una exageración, la mayor esperanza de la gran mayoría de los hombres es que los disturbios y las protestas en casa obliguen al gobierno a acabar como sea. Ahora ya sabes el estado real de la situación.
Yo también puedo añadir que he perdido prácticamente todo el patriotismo que me quedaba, sólo me queda pensar en todos los que estáis allí, todos a los que amo y que confían en mí para que contribuya al esfuerzo necesario para vuestra seguridad y libertad. Esto es lo único que me mantiene y me da fuerzas para aguantarlo. En cuanto a la religión, que Dios me perdone, no es algo que ocupe ni uno entre un millón de todos los pensamientos que ocupan las mentes de los hombres aquí.
Tu querido, Lauríe
Carta a su esposa del soldado inglés Laurie Rowlands. Disponible en: http://news.bbc.co.Uk/2/hi/spedaLreport/1998/10/98/worid_ warJ/194930.stm. Véase también el interesante archivo de la BBC, The great war: 80 years on, disponible en http://news.bbc.co.Uk/2/hi/speciai. report/1998/10/98/worid_war_i/197437 .stm. JW
Entre 1917 y 1918, la ola de movilizaciones de obreros y soldados provocó la caída de los tres imperios europeos: los Romanov en Rusia, los
Hohenzollern en Alemania y los Habsburgo en Austria-Hungría abandonaron el trono sin haber alcanzado la paz.
En la Primera Guerra Mundial murieron veinte millones de personas. La prolongación del conflicto acentuó los efectos mortíferos de los nuevos armamentos: las ametralladoras, con las que se enfrentaba la tradicional carga de la infantería, los poderosos cañones, las granadas, los torpedos, que echaron a pique los barcos mercantes en el Atlántico, y los gases tóxicos, producidos por las grandes empresas farmacéuticas, que se usaron por primera vez en la contienda.
En el frente occidental, los alemanes invadieron Bélgica y penetraron en Francia, pero fueron detenidos en la sangrienta batalla de Ypres, entre octubre de 1914 y mayo de 1915. Desde entonces, el frente se estabilizó y la guerra de movimiento se convirtió en guerra de desgaste.

Los ejércitos de ambos bandos construyeron una red de trincheras defendidas por alambradas; allí, millones de hombres quedaron atrapados en el barro e inmersos en una horrenda carnicería.
La ofensiva alemana, detenida en Verdún en 1916, costó un tercio de millón de hombres, y la contraofensiva británica en el Somme se llevó un millón de soldados, sin que en definitiva las posiciones se modificaran. En el este, en cambio, las potencias centrales obtuvieron resonantes triunfos. La victoria germana en Tannenberg (1914) marcó la tónica general de la guerra en el frente oriental, caracterizada por el avance alemán y la desorganización rusa.
En 1917 se produjeron dos hechos claves: la Revolución rusa y el ingreso de los Estados Unidos al campo de batalla. La caída de la autocracia zarista desembocó en la toma del poder por los bolcheviques en octubre de ese año. Lenin pidió la paz inmediata para salvar la integridad de Rusia ante el avance alemán. El gobierno soviético abandonó la lucha y finalmente, en marzo de 1918, firmó la paz de Brest-Litovsk con Alemania.
Con la ansiada paz, Rusia perdió el 34% de la población, el 32% de la tierra de cultivo, el 54% de las empresas industriales y el 89% de las minas de carbón. Cedió a Alemania su parte de Polonia, el sector occidental de Bielorrusia y Lituania, se retiró de Ucrania y dejó en manos de Turquía dos provincias georgianas y un distrito armenio. La derrota alemana en noviembre anuló este tratado, que no lúe reconocido por los aliados, y se creó una situación de vacío en toda la antigua franja occidental del imperio zarista. Ucrania fue nuevamente anexada por los bolcheviques cuando terminó la guerra civil.
Apenas estalló el conflicto, el presidente estadounidense, el demócrata Woodrow Wilson, proclamó la neutralidad de su país. Pero, dado el peso internacional de los Estados Unidos, esa postura se volvió insostenible. La economía norteamericana estaba fuertemente vinculada a la de los aliados occidentales y el conflicto reforzó esos vínculos: se multiplicaron los intercambios comerciales, y los empréstitos de los bancos americanos a los gobiernos de Europa Occidental llegaron en 1917 a varios billones de dólares. Además, la guerra submarina puesta en marcha por los alemanes provocó el hundimiento de barcos estadounidenses y la muerte de numerosos ciudadanos. Estos ataques conmocionaron a la opinión pública y predispusieron al país contra Alemania.
Si bien después de Brest-Litovsk Berlín concentró todas sus fuerzas en el frente occidental, el agotamiento de soldados y recursos y la llegada de las tropas norteamericanas resolvieron la guerra a favor de la
Entente. Tras el desmoronamiento de los imperios centrales, los gobiernos provisionales pidieron el armisticio en 1918. Al año siguiente, los vencedores se reunieron en Versalles para imponer sus tratados de paz a los países derrotados.
La Primera Guerra Mundial fue un acontecimiento de carácter global que afectó al conjunto social de los países involucrados. La población fue movilizada y la economía puesta al servicio de la guerra. La organización de la empresa bélica confirió un papel protagónico al estado. Los gobiernos no dudaron en abandonar los principios básicos de la ortodoxia económica liberal, limitando la hasta entonces amplia libertad de los empresarios. En Gran Bretaña, el primer ministro Lloyd George creó un gabinete de guerra, nacionalizó temporalmente los ferrocarriles, las minas de carbón y la marina mercante, e impuso el racionamiento del consumo de carne, azúcar, manteca y huevos. En Alemania, la economía de guerra planificada fue aún más drástica. En 1914 se creó el Departamento de Materias Primas, que integró todas las minas y fábricas, y se decretó el racionamiento de los alimentos.
La dura experiencia en el campo de batalla alimentó dos actitudes contrapuestas: la de aquellos que ansiaban fervorosamente la paz y la de quienes no encontraban sentido en volver a una vida normal. Las tormentas de acero siguieron ejerciendo una atracción especial para estos últimos, quienes optarían por “vivir peligrosamente”, como propondría el fascismo en la inmediata posguerra.
Tormentas de acero
Ei joven alemán -y luego reconocido escritor- Ernst Jünger se presentó como voluntario para acudir al frente el mismo día en que estalló la guerra. Llevó consigo al campo de batalla una libreta de apuntes, en la que recogió los acontecimientos y sus vivencias personales. En 1920, este registro fue publicado bajo el título Tormentas de acero:
“Instantes como estos en una patrulla nocturna son inolvidables. Ojos y oídos se tensan al máximo: el cada vez más cercano crujido de unos pies extraños que caminan sobre la alta hierba adquiere una intensidad amenazadora y fatídica; la respiración se hace entrecortada y uno ha de esforzarse en reprimir las dolorosas contracciones del jadeo; el seguro de la pistola salta hacia atrás con un leve chasquido y ese sonido atraviesa ¡os nervios como un cuchillo; los dientes rechinan al morder la mecha de la granada de mano, Breve y mortífero será el choque. Uno tiembla entre dos sensaciones dolorosas: la acrecentada excitación del cazador y la angustia de la pieza de caza. Uno es un mundo para sí, empapado de la atmósfera oscura y terrible que sobre el yermo terreno gravita [...].
Aquellas figuras dieron todavía unos pasos más hacía nosotros, pero luego se pusieron a trabajar en la alambrada; no habían notado nuestra presencia. Muy lentamente comenzamos a arrastrarnos hacia atrás, sin perderías de vista un solo momento. La Muerte, que se había alzado, expectante al máximo, entre los dos bandos, se alejó de allí malhumorada”.
La cita está tomada de la edición electrónica, disponible en: http://www. laeditorialvi rtual.com. ar/Pages/üunger_Ernst/TormentasDeAcero_01.htm, Buenos Aires 2007.
El Comité de los Cuatro, que decidió la suerte del mundo de posguerra, se reunió en el imponente palacio de Versalles, en Francia. Los estadistas que habrían de rediseñar el orden europeo tenían significativas diferencias en cuanto a la apreciación de la situación y los fines pro puestos. El presidente estadounidense Wilson ya había presentado ante el Congreso de su país una serie de puntos para alcanzar la paz a través de la restauración de un orden económico liberal y la reformulación del mapa europeo teniendo en cuenta la autodeterminación de los pueblos. El jefe de gobierno francés, Georges Clemenceau, ansiaba, en cambio, que la economía alemana contribuyera a la recuperación de su país, desangrado por el conflicto, y que se le impusiera a Alemania un sólido control militar para impedir nuevas invasiones. El primer ministro británico, Frank Lloyd George, tenía una posición más conciliadora con los vencidos, pues no creía que la mina de Alemania fuera conveniente para la recuperación de Europa. El jefe de la delegación italiana, Vittorio Orlando, estaba básicamente preocupado por la anexión por parte de Roma de territorios que hasta el momento habían pertenecido al imperio austríaco. El gobierno revolucionario de Rusia quedó excluido, y aunque los vencedores anularon el tratado de Brest-Litovsk, los territorios que los bolcheviques habían perdido frente a Alemania no les fueron restituidos.

El Palacio de Versalles fue construido en el siglo XVII, bajo el reinado de Luis XIV, En 1871, después de la victoria alemana sobre los franceses, se proclamó el nuevo imperio alemán en el Salón de los Espejos, uno de los recintos del palacio. Al terminar la Gran Guerra, la monarquía alemana se derrumbó, pero en Francia prevalecía el afán de revancha.
Italia no vio satisfechos todos sus reclamos en la mesa de negociaciones. En cuanto a la suerte de Alemania, acabó imponiéndose la línea dura de Clemenceau. Frente a este resultado, el economista Keynes, miembro de la delegación británica, abandonó “esa escena de pesadilla”, desilusionado porque Lloyd George no había encontrado una “forma de hacer del Tratado un documento justo y prudente”.
No hubo paces negociadas. Los vencidos, declarados culpables del conflicto bélico, debieron someterse a las condiciones impuestas por los vencedores: pérdida de territorios, restricciones a las fuerzas armadas y pago de indemnizaciones de guerra.
Las resoluciones aprobadas en Versalles afectaron a Europa y a vastas zonas de la periferia colonial. El trazado de las fronteras de Europa Oriental conjugó distintos objetivos. En primer lugar, asegurar el debilitamiento de Alemania. Para esto, se prohibió que el nuevo y pequeño estado nacional austríaco, mayoritariamente habitado por alemanes, fuese parte de Alemania; Berlín fue despojada de sus colonias; se redujo su territorio y los aliados asumieron el control de algunas zonas, como el Sarre y Renania. En segundo lugar, crear un cordón sanitario en tomo a Rusia, integrado por los países que habían sido sojuzgados
por el imperio zarista. En relación con estos fines y en virtud de la desintegración del imperio austro-húngaro y del vacío dejado por la crisis del imperio zarista, en París se dibujó un nuevo mapa europeo.
Del Báltico a los Balcanes fueron reconocidos como nuevos estados: Finlandia, Lituania, Letonia y Estonia -antes parte del imperio zarista-; Austria, Checoslovaquia y Hungría -habían integrado el imperio de los Habsburgo-; Polonia -hasta entonces dividida entre Prusia, Austria y Rusia- recuperó su unidad, y además se fundó el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos (Yugoslavia a partir de 1929) con zonas y poblaciones que habían estado bajo la dominación de los turcos (Serbia, Bosnia, Herzegovina, Montenegro y Macedonia) y los Habsburgo (Croacia, Eslovenia, Eslavonia, parte de Dalmacia y Voivodina).
Sólo Turquía, después del triunfo de Mustafá Kemal en la guerra contra los griegos que ocupaban Anatolia, logró que el duro tratado de Sèvres firmado por el sultán fuera reemplazado por el de Lausana en 1923. De acuerdo con este último, Turquía no debió pagar indemnizaciones de guerra y la soberanía del nuevo estado nacional se extendió sobre Anatolia, Armenia, Kurdistan y Tracia Oriental. Mientras el tratado de Sèvres contemplaba la posibilidad de reconocer un estado nacional para el pueblo kurdo, el de Lausana dispuso que el territorio de Kurdistán fuese dividido entre Turquía, Irak, Irán y Siria. Los kurdos, al igual que los palestinos, atravesaron el siglo XX sin que la comunidad internacional atendiera sus reclamos de un estado nacional propio.
A lo largo del siglo XIX, Armenia quedó dividida entre los otomanos y el imperio zarista. Ante la aplastante derrota que en 1915 infligió Moscú al ejército otomano, el gobierno culpó a los armenios de haber colaborado con los rusos. La represión se extendió sobre vastos sectores de la sociedad: ejecuciones, arrestos, y el desplazamiento obligado hacia ¡os desiertos de Siria en condiciones que condujeron a la muerte de la mayoría. Gran parte de los historiadores occidentales coincide en calificar como genocidio la violencia ejercida sobre los armenios. Turquía no acepta que hubiera un pian organizado por el estado para eliminar a la población armenia; las muertes habrían resultado de la decisión del gobierno otomano de reprimir una sublevación. Este es uno de los debates que afecta el ingreso de Turquía a la Unión Europea. JW
Durante la Gran Guerra, ninguno de los pueblos sometidos creó dificultades serias a su metrópoli: la dominación de setecientos millones de personas por doscientos millones de europeos parecía indiscutible. En Versalles, las metrópolis europeas siguieron decidiendo el destino de los pueblos colonizados.
Cuando estalló el conflicto, Gran Bretaña promovió la liquidación del imperio otomano. En el caso de Egipto, se ignoraron sus vínculos con Estambul y se lo convirtió en protectorado inglés. Respecto de Oriente Medio, Londres aprobó tres iniciativas que tendrían consecuencias de largo alcance. En primer lugar, alentó a los árabes de la península arábiga a combatir contra los turcos; prometió al jefe de la dinastía hachemita que custodiaba la ciudad santa de La Meca la


creación de un reino árabe independiente, y además envió al oficial Tilomas Edward Lawrence para que organizara la Revuelta del Desierto. Simultáneamente, firmó el tratado Sykes-Picot con Francia, por el cual, al concluir el conflicto, ese país ocuparía Siria y el Líbano y Gran Bretaña se haría cargo de la Mesopotamia y Palestina (que en ese momento incluía los actuales territorios de Israel, Jordania y los asignados a la Autoridad Palestina). Por último, en noviembre de 1917, el ministro británico de Asuntos Exteriores Arthur Balfour, en una carta enviada al banquero judío Lord Rotschild, declaró que su país veía con buenos ojos el establecimiento en Palestina de un Hogar Nacional para el pueblo judío. Con esta declaración, Londres reconocía la instalación de los judíos en el territorio palestino que el movimiento sionista ya venía concretando.
En la inmediata posguerra, todos estos territorios de Oriente Medio fueron repartidos bajo la figura de mandato según lo estipulado en el pacto Sykes-Picot. Si bien los árabes no pudieron establecer el reino que se les había prometido, Gran Bretaña les concedió a los jefes hache- mitas el gobierno, bajo su supervisión, del reino de Irak (en Mesopotamia) y del emirato de Transjordania (parte del territorio palestino). Londres se reservó el control directo sobre el mandato de Palestina.
La península arábiga fue el único territorio árabe al margen de la dominación europea; tampoco la dominación turca había logrado imponerse del todo. Mientras los lugares santos estuvieron bajo la autoridad de los hachemitas, el centro de la península quedó sujeto a las guerras entre tribus beduinas por el control de los escasos recursos. En esta zona ganó terreno el wahabismo, una versión ortodoxa del credo musulmán: sólo la aplicación estricta de la Sharia -ley islámica- y la yihad -guerra santa- purgarían los elementos dañinos que socavaban la pureza y la fortaleza del islam. Desde principios del siglo XX hasta los años treinta, Abd al-Aziz Ibn Saud, fundador de la actual dinastía gobernante en Arabia Saudita, encabezó con el apoyo del clero wahabita la yihad que culminaría con la creación del reino Saudita.
Las colonias alemanas también fueron distribuidas en mandatos. En Africa, Gran Bretaña se quedó con Tanganica, parte de Camerún y Togo; Francia obtuvo parte de Togo y de Camerún; Bélgica, los sultanatos de Ruanda y Burundi, y la Unión Sudafricana ganó Africa Sudoccidental, la actual Namibia. En el Pacífico, los archipiélagos situados al norte del Ecuador pasaron a manos de Japón; una parte de Nueva Guinea y algunas islas del sur fueron entregadas a Australia, y Nueva Zelanda recibió Samoa Occidental.
En el caso de la República China, se resolvió que las posesiones alemanas pasaran a Japón, desconociendo la integridad territorial de la república. Aunque sin presionar a fondo sobre Japón, los Estados Unidos fueron el país más interesado en preservar la integridad territorial de China.
La Revolución rusa fue la gran revolución del siglo XX y, mientras perduró el régimen soviético, alentó en gran parte de aquellos que rechazaban el orden burgués la convicción de que era factible oponer una alternativa a las crisis y la explotación del capitalismo. Simultáneamente, cuando los bolcheviques tomaron el Palacio de Invierno, el campo socialista se fracturó entre quienes disciplinadamente asumieron esta acción como el ejemplo a seguir y quienes la consideraron un nefasto salto al vacío.
Las esperanzas alentadas y los temores suscitados por la Revolución rusa tiñeron las explicaciones sobre sus causas y su rumbo. Las pasiones ideológicas dejaron sus huellas, quizás inevitablemente, en todas las lecturas. En el presente, el fin de la Guerra Cría y la apertura de nuevos archivos han aligerado las cargas emocionales y enriquecido la producción historiográfica. No obstante, tanto en el pasado -en su condición de revolución anticapitalista exitosa- como en el presente -a través de la crisis del socialismo real-, la consideración de esta experiencia histórica se entrelaza con la toma de posiciones sobre los posibles diseños de nuestro tiempo y del que vendrá.
A mediados del siglo XVIII, la economía de la Rusia zarista no presentaba diferencias notables con la de los principales centros europeos. Un siglo después, los contrastes eran evidentes. En el mundo rural prevalecían las técnicas de explotación rudimentarias y las condiciones de vida de las familias campesinas eran muy precarias. El feudalismo seguía vigente: en la cima, una nobleza terrateniente parasitaria que sostenía su alto nivel de consumo a través de la explotación del campesinado, y en la base, los siervos sin libertad de movimiento y sujetos a prestaciones en dinero, especies o servidos laborales a sus señores, que gozaban de poderes de vida o muerte sobre ellos.
Los campesinos, agrupados por familias, integraban la comunidad aldeana que controlaba la distribución y utilización de las tierras. La tierra pertenecía de iure a la comunidad y las familias recibían las parcelas -asignadas por el miro consejo de la aldea- para usarlas durante períodos determinados, al cabo de los cuales volvían a ser redistribuidas. El unir regulaba la explotación común de la tierra y controlaba que cada integrante cumpliese con sus obligaciones, lo que dejaba escaso margen al individualismo, pero al mismo tiempo era una especie de escudo frente a las exacciones del señor o del estado.
Periódicamente, el campesinado emprendía acciones violentas contra los terratenientes y los agentes estatales. Para resguardar el orden social se dispuso en 1861 la liberación de los siervos: “Es mejor destruir la servidumbre desde arriba -manifestó el zar Alejandro II en un encuentro con nobles- que esperar que empiece a destruirse a sí misma desde abajo”. El edicto de emancipación liberó a los campesinos de su subordinación a la autoridad directa de la nobleza latifundista, pero los mantuvo sujetos a la tierra restándoles toda posibilidad de salir del atraso y la miseria. Los campesinos recibieron para su uso, pero no en propiedad privada, las mismas tierras que labraban antes de la reforma. Además, dado que los antiguos siervos estaban obligados a pagar su libertad, el mir tomó a su cargo los así llamados “pagos de redención”. Ningún campesino podía abandonar la aldea sin haber saldado su deuda y el mir se aseguraba de que así fuera para que el resto de los pobladores no viera acrecentado el monto de sus obligaciones.
E1 nuevo sistema ofrecía escasas posibilidades de concentrar las parcelas en manos de propietarios dispuestos a introducir mejoras para obtener ganancias. La liberación de los siervos no dio lugar al surgimiento de propietarios rurales interesados en el aumento y la comercialización de los productos agrarios. La nobleza terrateniente decayó económica
mente con la abolición de la servidumbre, y sólo una minoría de nobles encaró una transición exitosa hacia la agricultura capitalista y orientada al mercado. Los límites impuestos por Francia e Inglaterra al avance del imperio ruso en los Balcanes en la década de 1870 indujeron a la monarquía a promover el desarrollo industrial.
En cierto sentido, la industria rusa era una de las más modernas: estaba muy concentrada y más de la mitad del proletariado trabajaba en emprendimientos que empleaban a más de quinientas personas. Las huelgas a gran escala eran habituales e incluían demandas políticas además de económicas. Pero las grandes fábricas y el movimiento obrero asociado a su existencia se concentraban en islotes aislados -San Petersburgo, Moscú, Kiev, Jarkov y los centros mineros de la cuenca del Don en Ucrania; Rostov y la dudad petrolera de Bakú en el Cáucaso-, rodeados por un mar de campesinos.
Si bien el estado desempeñó un papel central en el giro hacia la modernización, los zares y la mayor parte de la nobleza rusa se empeñaron en resguardar el orden social y político del antiguo régimen, orden sobre el que reposaba su inmenso poder. En relación con esta contradicción, las actitudes de los tres últimos Romanov fueron diferentes.
El zar Alejandro II (1855-1881) acompañó el edicto de emancipación de los siervos con una serie de medidas destinadas a organizar el sistema judicial, mejorar las condiciones de vida de la población mediante la creación de gobiernos locales -los zemstvos— y posibilitar el ingreso a la universidad de nuevos estratos sociales. El “zar liberador” murió en 1881, víctima de un atentado terrorista. La represión fue brutal y sus sucesores, Alejandro III (1881-1894) y Nicolás II (1894-1917), se atrincheraron para preservar sus extendidos y arbitrarios poderes. El principal empeño de la monarquía en los años previos a la guerra fue resguardar, e incluso restaurar, las tradiciones de la antigua Rusia. La tenacidad y la ceguera con que el último Romanov se comprometió a cumplir este objetivo clausuraron toda posibilidad de reforma y contribuyeron decisivamente al derrumbe del régimen a través de la revolución.
A mediados de la década de 1870, miles de estudiantes decidieron ir al pueblo. El movimiento no tenía una conducción ni un programa definidos: se trataba de cumplir un deber con los oprimidos. La “ida al pueblo” fue la materialización de ideas y sentimientos que habían fermentado entre los populistas (narodniki). Este sector de la elite educada rusa re-

chazaba la autocracia zarista y reconocía en las bondades del pueblo explotado la clave para salir del atraso y regenerar las condiciones de vida. Los miembros de la intelligentsia se consideraban unidos por algo más que su interés en las ideas: compartían el afán por difundir una nueva actitud ante la vida. Este grupo no tenía equivalente exacto en las sociedades occidentales, aunque era una consecuencia del impacto de Occidente en Rusia. La intelligentsia era producto del contacto cultural entre dos civilizaciones dispares. La conciencia de la distancia con Europa Occidental alimentó la decisión de parte de la minoría educada de llevar a cabo una misión que regeneraría la vida rusa, por entonces atrapada entre el despotismo del gobierno y la ignorancia y la miseria de las masas.
Los populistas no formaron un partido político ni elaboraron un conjunto coherente de doctrina, más bien dieron vida a un movimiento radical cuyos planteos iniciales se formularon en los círculos reunidos en torno a Alejandro Herzen y Visación Belinsky en las décadas de 1830 y 1840.
El movimiento adquirió consistencia al calor de los disturbios sociales y los debates intelectuales que siguieron a la muerte del zar Nicolás I (1825-1855) y a la derrota en la guerra de Crimea. Se expandió y ganó influencia durante las décadas de 1860 y 1870 y alcanzó su culminación con el asesinato del zar Alejandro II, para declinar después. Su compromiso con el pueblo se nutría en gran medida del sentimiento de culpa: “¿Pero qué derecho tenía yo -se preguntaba el anarquista ruso Pedro Kropotkin- a estos altos goces cuando a mi alrededor sólo había miseria y lucha por un rancio trozo de pan, cuando todo lo que gastase para poder vivir en ese mundo de elevadas emociones necesariamente debía quitarlo de la misma boca de quienes cultivaron el trigo y no tienen pan suficiente para sus hijos?”.
La comuna rural rusa subsiste desde tiempo inmemorial y hay formas bastante parecidas en todas las tribus eslavas. Donde no existe realmente, sucumbe bajo la influencia germánica. Entre los serbios, búlgaros y montenegrinos se conserva todavía más pura que en Rusia. La comuna rural representa, por así decirlo, la unidad social; es una instancia moral. El estado no tendría que haber ido nunca más allá, porque la comuna rural es la propietaria, la instancia que impone. Es responsable por todos y cada uno y, por consiguiente, es autónoma en todo lo que concierne a sus asuntos internos.
Su principio económico es la antítesis perfecta de la célebre máxima de Malthus: deja a cada uno, sin excepción, ocupar un lugar en su mesa.
El campesino ruso ha soportado muchas cosas, ha sufrido en demasía y sufre aún en este momento, pero se ha mantenido fiel a sí mismo.
Aislado en su pequeña comuna, desvinculado de los suyos y dispersos todos en la inmensa extensión del país, encontró en la resistencia pasiva y en la fuerza de su carácter ¡os medios para conservarse. Ha agachado profundamente su cabeza, de tal modo que la desgracia le ha pasado por encima sin tocarlo. He aquí por qué, a pesar de su situación, el campesino ruso posee tanta agilidad, tanta inteligencia y tanta belleza, que han provocado la admiración de Custine y de Haxthausen.
Alejandro Herzen (1850-1851), “Sobre la comuna rural en Rusia”, en El desarrollo de las ideas revolucionarias en Rusia, Apéndice primero. Disponible en: http://www.antorcha.net/blblioteca_virtual/politica/ideas_ rusia/8.html. JB?
El afán de los populistas por superar el atraso raso no los condujo a proponer el camino de la industrialización; por el contrario, el alto grado de opresión que reconocían en Occidente los llevó a rechazar la vía del capitalismo como antesala del socialismo: para ellos, el progreso social o económico no estaba inexorablemente ligado a la revolución industrial. La clave estaba en la liberación del mir de la opresión ejercida por los terratenientes y la monarquía.
El populismo también descartó las metas del liberalismo occidental. Para los radicales rusos, el gobierno constitucional y las libertades políticas eran promesas vanas destinadas a ocultar la supremacía política de los explotadores del pueblo. La desconfianza hacia los partidos políticos alimentó la atracción del anarquismo, ya fuera en su versión espontaneísta -el levantamiento de los oprimidos- o vanguardista -la insurrección concretada por la elite revolucionaria-.
Cuando los jóvenes se trasladaron a las aldeas, los campesinos escucharon “con sorpresa, estupor y a veces con desconfianza a aquellos extraños peregrinos”, y el zarismo los reprimió duramente. En el congreso de 1879, los populistas se dividieron: un grupo abandonó la idea de la revolución campesina para asumir el terrorismo, y el otro rechazó el uso de la violencia. Los primeros asesinaron al zar Alejandro II en 1881 e intentaron sin éxito terminar con la vida de Alejandro III en 1887. Entre los condenados a muerte por esta última acción estuvo Alexander Uliánov, hermano mayor de Lenin.
Las principales figuras del minúsculo grupo que había impugnado el asesinato político -Georgi Plejánov, Vera Zasúlich y Piotr Axelrod- revisaron en el exilio sus ideas sobre el rol revolucionario del campesinado y a principios de la década de 1880 adhirieron al marxismo, fundando el grupo Emancipación del Trabajo con el fin de organizar a la clase obrera.
Los revolucionarios rusos habían seguido con atención la obra de Karl Marx. En 1881, Zasúlich le preguntó si existía una necesidad histórica que obligara a todos los países del mundo a atravesar todas las fases de la producción capitalista antes de llegar al socialismo. Marx respondió que el surgimiento del capitalismo no era inevitable fuera de Europa Occidental, pero la cuestión sobre el advenimiento del socialismo quedó flotando. Siete años después, Engels fue más contundente: la estructura social modela la historia al margen de las intenciones de los hombres; si las estructuras son precarias, “la gente que encienda la mecha será barrida por la explosión”.
La formación de grupos marxistas en Rusia en la década de 1890 fue producto del rechazo de un sector de los intelectuales radicales a la vía terrorista y de la creciente gravitación de la clase obrera al calor de la rápida industrialización de esos años. Los marxistas, a diferencia de los populistas, no reprobaron la modernización asociada al crecimiento de la industria. En 1898, un congreso clandestino aprobó en Minsk la creación del Partido Socialdemócrata Ruso de los Trabajadores para organizar la lucha sindical y política de la clase obrera.
En el Congreso de 1903 los socialdemócratas se dividieron: por un lado quedaron los mencheviques (minoría), encabezados por Julij Martov, y por el otro los bolcheviques (mayoría), liderados por Lenin. Martov proponía un partido de masas, abierto a la inclusión de los simpatizantes; Lenin abogaba por un pequeño partido de disciplinados revolucionarios profesionales. En este caso, León Trotsky se pronunció a favor de los mencheviques. Este primer choque fue sólo la punta del témpano. Cada una de las tendencias sostenía ideas y sensibilidades signadas por contrastes que se profundizaron a partir de la crisis revolucionaria de 1905. Los mencheviques adherían a los postulados más ortodoxos del marxismo y eran más pesimistas: el socialismo no tendría cabida hasta que la revolución democrática burguesa concretara los cambios económicos, sociales y políticos necesarios para su arraigo. A partir de este diagnóstico, se mostraban dispuestos a colaborar con la burguesía liberal en la lucha contra el antiguo régimen. Entre los bolcheviques prevalecieron el voluntarismo político, la disciplina férrea y la escasa
disposición a la concertación con otras fuerzas. En última instancia, los mencheviques coincidían más acabadamente con el ideario de Marx, mientras que los bolcheviques reproducían actitudes semejantes a las de los populistas.
La primera conmoción revolucionaria estalló en 1905, en el marco de la crisis provocada por la derrota en la guerra contra Japón. El 9 de enero de ese año (el “domingo sangriento”), una manifestación que pedía pan fue violentamente reprimida. A mediados de octubre, la huelga general en San Petersburgo condujo a la creación del primer soviet o consejo integrado por delegados de los trabajadores elegidos en las fábricas. Se sumaron representantes de los partidos revolucionarios y Trotsky, que aún adhería a la tendencia menchevique, fue uno de sus líderes. A la movilización de los obreros se sumaron, desde mediados de 1905, los levantamientos de los campesinos que atacaban las propiedades de los grandes señores. En el marco de la agudización del conflicto social, los liberales presionaron a la autocracia zarista para que propiciara un régimen constitucional. La monarquía logró salvarse porque firmó la paz y contó con el ejército para reprimir, y porque además tuvo la astucia de conceder reformas.
En octubre, Nicolás II anunció la creación de un Parlamento electivo nacional: la Duma. Pero el zar se recuperó pronto del pánico de 1905 y pretendió reafirmarse como autócrata de todas las Rusias. La historia política de la docena de años que separan a 1905 de 1917 se caracteriza por un proceso de progresiva decadencia del cuerpo legislativo. Las sucesivas Dumas fueron simples organismos consultivos sujetos a la voluntad del monarca, quien rápidamente redujo los alcances del derecho a votar. La revolución liberal se agotó antes de ponerse en marcha.
Frente a la extendida insurrección campesina, se dio curso a un proyecto que alentaba la expansión de los kulaks y la liquidación del mir. La estabilidad social, según este diseño, requería una base social interesada en promoverla, de modo que el estado debía contribuir a la formación de una clase media rural propietaria capaz de prosperar. Fueron abolidas las cargas asociadas a la supresión de la servidumbre y se concedieron créditos destinados a la compra de tierras. Los campesinos más exitosos, los kulaks, abandonaron la comunidad para comportarse como propietarios interesados en incrementar el rendimiento de sus tierras y compraron nuevas parcelas a los terratenientes deseosos
de vender después ele la insurrección campesina. La reforma acentuó y aceleró el proceso de diferenciación social en el medio agrario.
Sin embargo, los acontecimientos de 1905 no modificaron la conducta de Nicolás II. El gobierno continuó envuelto en una atmósfera de creciente corrupción y decadencia, que hizo posible que una oscura figura como Rasputín fuera favorito de la zarina. Después de su asesinato en diciembre de 1916, el zar y la zarina, resentidos por la violenta muerte de su sagrado amigo, se aferraron aún con mayor obstinación a sus métodos tradicionales.
La Primera Guerra Mundial potenció las debilidades del imperio ruso. Como en 1905, ante la ineficiencia del gobierno y los sacrificios impuestos por la contienda, las manifestaciones populares y el distanciamiento de los liberales colocaron al zarismo ante una crisis que, en esta ocasión, desembocó en su caída. En 1917 hubo dos revoluciones, la primera en febrero y la segunda en octubre. La de febrero hizo suponer que Rusia, con retraso, seguiría el camino ya transitado en Europa Occidental: la eliminación del absolutismo para instrumentar un cambio social y político conducido por la burguesía. Pero la acción de los bolcheviques en octubre clausuró esta vía, cuyas bases por otra parte eran muy frágiles debido a las condiciones sociales y económicas y a los rasgos distintivos de la cultura política rusa.
Cuando las masas ocuparon las calles a fines de febrero de 1917, casi nadie visualizó un movimiento revolucionario. La crisis social fue considerada una protesta popular no sólo por el zar, la corte y la oposición liberal, sino por los propios partidos revolucionarios. Pero, a diferencia de 1905, la guerra siguió, la disciplina del ejército se quebró y el zar ya no tuvo nada que ofrecer. Los diputados de la Duma pidieron su renuncia para poder formar un gobierno provisional que habría de convocar a una Asamblea Constituyente. Pero las masas movilizadas, especialmente los obreros, retuvieron el poder ganado en las calles con la creación, nuevamente, de los soviets: el organismo más próximo y fiel a sus intereses y necesidades. Mientras los socialistas quedaban cada vez más escindidos entre su participación en estas asambleas y su creciente compromiso con el gobierno provisional, los bolcheviques apostaron a la caída del gobierno central con la consigna impulsada por Lenin en abril: “Todo el poder a los soviets”.
La dualidad de poderes y la persistencia del agotador esfuerzo bélico desembocaron en un vacío de poder, y Lenin decidió tomar el gobierno. El asalto al Palacio de Invierno fue públicamente rechazado por algunos dirigentes de la cúpula bolchevique y dividió al socialismo. A
pesar de ser una acción anunciada, el equipo gobernante fue incapaz de organizar su defensa. Así fue como, en el mismo momento en que los delegados de toda Rusia llegaban a la sede del Congreso soviético, los bolcheviques ingresaron en el Palacio de Invierno y detuvieron a los ministros con el apoyo de los obreros armados. No hubo una jomada revolucionaria: entre el 25 y el 26 de octubre de 1917 los bolcheviques tomaron un poder que nadie detentaba. El glorioso Octubre Rojo fue una construcción posterior, destinada a exaltar la acción mancomunada de los bolcheviques y la clase obrera.

John Síias Reed, periodista y militante socialista estadounidense. Cuando estalló la revolución en México, se trasladó a las zonas de combate, tomó contacto con las tropas de Pancho Villa y dejó un retrato de esta lucha en el libro México en armas. En 1917 viajó a Rusia, donde tomó nota de los eventos revolucionarios, entrevistó a los protagonistas y reunió todo este material en el texto Diez días que conmovieron al mundo, su obra más difundida. Enfermo de tifus, falleció en Rusia, y allí fue enterrado como héroe de la revolución.
Después de un tenso debate en el que los mencheviques y parte de los social-revolucionarios reprobaron la conducta bolchevique, el Congreso de soviets aprobó la destitución de los ministros socialistas y el gobierno quedó en manos del Consejo de Comisarios del Pueblo (Sovnarkom),
exclusivamente integrado por bolcheviques a pesar de las objeciones de sectores del movimiento obrero y de algunos miembros del Comité Central bolchevique. Las posiciones en el campo revolucionario se hicieron cada vez más inconciliables. Los socialistas revolucionarios de derecha y los mencheviques proponían un orden democrático burgués porque pensaban que Rusia estaba lejos de reunir las condiciones para construir el socialismo. Los bolcheviques y los socialistas revolucionarios de izquierda se suponían embarcados en una oleada revolucionaria impulsada por los horrores de la Gran Guerra, oleada que se extendería a Europa Occidental, en especial a Alemania, y posibilitaría así el avance del comunismo en Rusia.
En lo inmediato, la promulgación de los decretos de paz y el reparto de tierras aseguraron un significativo grado de adhesión al nuevo gobierno. Su apoyo principal provenía de la clase obrera, como quedó reflejado en las elecciones constituyentes de noviembre. Pero el partido gobernante estuvo lejos de ser el más votado, ya que el grueso del campesinado apoyó a los sodal-revolucionaríos. La Asamblea Constituyente reunida en enero de 1918 sesionó unas horas. Lenin la descalificó y reconoció a los soviets como una “forma de democracia superior”. La manifestación en apoyo a la Asamblea fue disuelta a balazos.
La explicación del Octubre Rojo dividió el campo historiográfico. Para unos, no fue sino un golpe de un partido dictatorial que resultó viable debido al profundo quebrantamiento de la ley y el orden. Desde esta perspectiva, sus dirigentes cargarían con la responsabilidad de haber generado un régimen totalitario con rasgos similares al nazifascismo. Para otros, la acción de los bolcheviques contó con el apoyo de los trabajadores y los soldados de los centros urbanos, que, hastiados de la guerra, la falta de trabajo y el hambre, intentaron promover un cambio radical hada la igualdad social. Los primeros afirman la continuidad entre Lenin y Stalin, y los segundos atribuyen a los desafíos del contexto, en especial a la guerra civil, la transformación de un partido flexible y revolucionario en una organización capaz de crear el Gulag.
En contraste con las dilaciones del gobierno provisional, los bolcheviques encararon inmediatamente las demandas de paz y tierra. El decreto sobre la tierra, aprobado en noviembre de 1917, abolió la propiedad privada de las grandes unidades y entregó su control a los comités agrarios locales y a los soviets de distrito. La confiscación fue seguida por
la ocupación desordenada de los grandes latifundios por las familias campesinas. El decreto tenía un propósito político: ganar apoyo en el medio rural, donde los bolcheviques no contaban con fuerzas propias. La medida fue bien recibida por el ala izquierda de los social-revolucionarios, que se incorporaron al Consejo de Comisarios del Pueblo.
Los bolcheviques pretendieron frenar la subdivisión de las tierras con la promoción de grandes granjas colectivas (koljoses) y la creación de granjas estatales (sovjoses). Estas iniciativas tuvieron escasa acogida en las aldeas y, a partir de mediados de 1918, la política agraria se subordinó a la necesidad de ganar la guerra civil.
La paz con Alemania, defendida con ahínco por Lenin para proteger al nuevo régimen, generó resistencias entre los social-revolucionarios aliados y la izquierda del partido, especialmente en Nicolás Bujarin; para estos, la continuación de la guerra contribuiría a expandir la revolución. Más cerca de Bujarin que de Lenin, Trotsky, a cargo de las negociaciones, demoró al límite la firma de la paz. El avance de los alemanes lo llevó a aceptar, en marzo de 1918, el tratado de Brest-Litovsk. Los social-revolucionarios rompieron con los bolcheviques y asesinaron al embajador alemán para impedir el cese de las hostilidades.
Apenas lograda la paz, se desencadenó la guerra civil, promovida por la resistencia militar de los oficiales del antiguo ejército al gobierno bolchevique. Los contrarrevolucionarios o blancos contaron con el respaldo de las principales potencias capitalistas. El conflicto devastó la economía y tuvo profundas secuelas sociales y políticas: debilitó al proletariado industrial, militarizó la vida política y extendió el control del estado a la banca, la industria y el comercio. Algunos bolcheviques -entre ellos Bujarin y Alexander Preobrazhensky, autores del ABC del comunismo (1919)- pensaban que la liquidación del mercado y la distribución de los bienes según las necesidades significaban el advenimiento del comunismo. Sin embargo, la desigualdad social había quedado en un segundo plano debido al avance de la miseria.
Uno de los mayores desafíos fue asegurar la provisión de alimentos. El gobierno recurrió a la organización de comités de campesinos pobres, que debían ayudar a las organizaciones del estado en la requisa de granos a los campesinos acomodados. A estos comités se sumaron obreros industriales, y se les permitió ir armados. Si bien estas iniciativas alentaban la lucha de los campesinos pobres contra los kulaks, la intromisión de las autoridades no quebró los vínculos que ligaban a los distintos grupos en el seno de la aldea; en cambio, intensificaron el rechazo de todos los campesinos hacia las cargas impuestas autoritaria
mente por los bolcheviques. En un primer momento, la presión gubernamental aumentó el volumen de alimentos destinados a la población urbana, pero el campesinado que había sufrido las exacciones redujo su producción. Las muertes por falta de alimentos entre 1921 y 1922 sobrepasaron las bajas producidas por la Primera Guerra Mundial.

Retrogrado, 1917. Patrulla de la Guardia Roja.
Los dos instrumentos básicos para enfrentar la resistencia e imponer la autoridad del nuevo gobierno fueron el Ejército Rojo y la Comisión Extraordinaria de todas las Rusias para la lucha contra la contrarrevolución, el sabotaje y la especulación -conocida como Cheka-. Trotsky formó el Ejército Rojo con los guardias rojos de las fábricas y las unidades probolcheviques del ejército y la armada, el reclutamiento voluntario y la conscripción selectiva.
Se descartó la creación de milicias basadas en la movilización política e ideológica para dar paso a la construcción de un ejército organizado en torno a estrictas normas disciplinarias y al respeto de las jerarquías. La mayor parte de sus oficiales, provino de las filas del ejército zarista. Al concluir la guerra, el Ejército Rojo era una enorme institución que tenía a su cargo gran parte de las tareas propias de la administración civil.
La Cheka fue creada en diciembre de 1917 para controlar los desórdenes y actos delictivos que siguieron a la toma del poder. Ante las protestas frente a la escasez de alimentos y contra la manipulación de los soviets, los bolcheviques no dudaron en reprimir duramente. El descontento popular llegó a su clímax en junio de 1918 con una
rebelión de los obreros de una importante planta de armamento: los reclamos por falta de alimentos se transformaron en un llamamiento a favor del sufragio universal y una nueva convocatoria a elecciones para la Asamblea Constituyente. Después del asesinato de su jefe y del atentado contra la vida de Lenin a fines de agosto de 1918, la Cheka de Petrogrado asesinó a ochocientos “enemigos de clase”. Durante la guerra civil la Cheka se transformó en una organización al servicio del terror: ejecuciones sin juicio previo, arrestos en masa, secuestros. La policía política permanecería vigente durante todo el régimen soviético bajo distintos nombres -GPU, OGP'U, NKDV, K.GB- y sucesivas reorganizaciones.
La historiografía del “terror rojo” se polarizó según los mismos términos del debate sobre el significado del Octubre Rojo. Por un lado, están aquellos historiadores que enfatizan la autonomía de los bolcheviques y argumentan que el terror fue una consecuencia lógica de la naturaleza “totalitaria” de la ideología bolchevique o bien de la determinación de mantenerse en el poder a cualquier precio. Esta línea de análisis es sostenida por historiadores afines a la corriente de la ciencia política que engloba nazismo, fascismo y comunismo bajo el concepto de totalitarismo. Por otro lado, están los que consideran el terror como una respuesta a situaciones extremas, básicamente la guerra civil, con su lógica política de polarización y su cultura embrutecedora. Según estos autores, la contrarrevolución no fue un producto de la imaginación bolchevique ni un mecanismo ideológico diseñado para reafirmar la unidad a través de la figura de un enemigo implacable. Esta versión insiste en que el terror bolchevique fue ejercido sobre enemigos en su mayoría completamente reales.
Resulta insatisfactorio concebir el “terror rojo” como una derivación lineal de los obstáculos que enfrentaron los revolucionarios. Los bolcheviques nunca ocultaron que concebían la violencia como un arma legítima de la dictadura del proletariado. En enero de 1918 Lenin ya advertía que “hasta que no utilicemos el terror contra los especuladores (disparándoles en el acto), nada cambiará”. El uso del terror estuvo siempre justificado en términos de principios y de conveniencia. Según Lenin, se trataba de un instrumento para la transformación revolucionaria conducente a la eliminación del enemigo de clase genérico. Esto ayuda a explicar por qué los esfuerzos periódicos de los bolcheviques moderados para someter a la Cheka a una mayor regulación eran rechazados de plano. Y aunque muchos socialistas advirtieron sobre el daño que provocaba el terror en los ideales de
la revolución socialista, sus escrúpulos “pequeñoburgueses” fueron olímpicamente descartados.
Pero el terror tampoco puede entenderse como una mera opción de los bolcheviques, ya que su base principal fue el sentimiento de revancha de los agraviados durante cientos de años hacia la autocracia zarista, las clases propietarias y todos aquellos que no habían sufrido vejaciones. Cuando el antiguo régimen se derrumbó, los explotados decidieron vengarse de sus opresores: ahora ellos podían “saquear a los saqueadores”, y los bolcheviques alentaron este impulso elemental.
A partir de 1920, la relación de fuerzas en la guerra civil comenzó a ser favorable al gobierno. En su triunfo jugaron un papel destacado la escasa cohesión entre los jefes del campo contrarrevolucionario y, básicamente, el rechazo de los campesinos a la restauración del antiguo orden después que la revolución les diera la oportunidad de tomar las tierras. No obstante, en el transcurso de la guerra, la relación de los aldeanos con los bolcheviques se cargó de tensiones debido a las requisas practicadas por los comunistas para el aprovisionamiento de las tropas.
Los obreros también tenían demandas largamente contenidas y, en marzo de 1921, los radicalizados trabajadores de Kronstadt, uno de los bastiones bolcheviques en octubre de 1917, manifestaron contra el gobierno. La protesta en la base naval del norte fue ahogada en un baño de sangre, Lenin reconoció la necesidad de dar un giro y, sin tener claro el camino a seguir, anunció que el comunismo de guerra daría paso a la Nueva Política Económica.
Rusia surgió de la unificación de diversos principados eslavos orientales que se convirtieron al cristianismo en el siglo X y con el tiempo eligieron a Moscú como su capital. En el siglo XIII fue conquistada por los mongoles, que fueron paulatinamente desalojados, y en 1613, el primer Romanov fue coronado en Moscú.
Los Romanov llegaron a reinar sobre una sexta parte del mundo. Se expandieron hacia el sur -sobre los mares Negro, Cáucaso y Caspio-, hacia el este -Siberia, Asia Central e islas del Pacífico-, hacia el norte y hacia el oeste -Finlandia, la zona báltica y Polonia-.
Los mapas anteriores a la Primera Guerra Mundial no precisaban las fronteras de Rusia dentro del imperio. Una vez conquistados, los países eran borrados como identidades independientes. Los oíros imperios distinguían con precisión sus colonias; el ruso, en cambio, quedó dividido en diferentes unidades sin que se deslindaran las regiones conquistadas. En algunos casos, para marcar la diferencia entre Rusia y el imperio se recurría a términos como ducado -el Gran Ducado de Polonia, el Gran Ducado de Finlandia- o región -la Región Turquestana {hoy Tayikistán, Kirguistán y Uzbekistán)—.
Bajo el gobierno bolchevique, en julio de 1918, el Congreso Pan- ruso de los Soviets sancionó la Constitución que dispuso la creación de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia (RSFSR). Esta englobaba a la mayor parte de los rusos, pero también incluía áreas mayoritariamente ocupadas por otras nacionalidades, entre ellas grandes extensiones de Siberia y Turquestán. La República Socialista Federativa Soviética de Rusia era, en cierto sentido, un estado multinacional. En relación con sus fronteras, la revolución y la guerra civil impidieron una definición precisa y el término “federativa” dejó abierta la posibilidad de incorporar nuevos territorios.
La unidad del imperio fue cuestionada a partir de la Revolución, especialmente en la zona occidental. Las diferentes trayectorias seguidas por los países de esta región -Finlandia, Polonia, Ucrania, Bielorrusia, Lituania, Estonia y Letonia- resultaron de la combinación de tres factores: el principio de autodeterminación propuesto por los bolcheviques tras la revolución de febrero de 1917, las intervenciones de Alemania y las potencias aliadas, y el grado de consistencia de los movimientos nacionalistas en cada uno de ellos. Al concluir el ciclo revolucionario y con el aval de Versalles, todos esos países surgieron como nuevos estados soberanos, excepto Ucrania y Bielorrusia. Los movimientos nacionalistas ucraniano y especialmente el bielorruso fueron más débiles, y los lazos económicos y culturales con Moscú eran muy consistentes. No obstante, hubo que esperar que concluyera la guerra civil para concretar la creación de la República Socialista Soviética de Ucrania y la República Socialista Soviética de Rusia Blanca en 1920, a las que no se intentó incluir en la Federación Rusa.
La sujeción de la zona del Cáucaso fue más compleja. El territorio de Transcaucasia era patria de unos ocho grupos nacionales. Los más numerosos -georgianos, armenios y azerbaiyanos- tenían fuertes diferencias entre sí en términos económicos, sociales, culturales y políticos. Después de Octubre se estableció el Comisariado Transcaucásico, apoyado principalmente por Georgia. A partir de la disolución de la Asamblea Constituyente en enero de 1918, este Comisariado no reconoció al gobierno bolchevique y proclamó la creación de la República Federal Transcaucasia.
Las divergencias entre los pueblos que la integraban hizo posible, en el verano de 1918, que Armenia y Azerbaiyán fueran ocupadas por Turquía mientras Georgia buscaba la protección de Alemania. Después de la caída de las potencias centrales, los tres gobiernos enviaron delegaciones a la conferencia de Versalles,
Finalmente, los bolcheviques desalojaron a los tres gobiernos nacionalistas para crear en 1922 la Federación de Repúblicas Socialistas Soviéticas del Transcáucaso. Esta fue asociada a las repúblicas socialistas soviéticas existentes -Rusia, Ucrania, Bielorrusia- para crear la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).
En 1924 la nueva Constitución consagró la existencia de la URSS, incluyendo dos nuevas repúblicas -Turkmenistán y Uzbekistán- en zonas que hasta ese momento formaban parte de la Federación Rusa. Doce años después, la Federación Rusa volvió a perder territorios para crear otras tres repúblicas: Tayikistán, Kirguistán y Razajistán. Al mismo tiempo, en el Cáucaso se volvió a la antigua división con el reconocimiento de tres repúblicas: Armenia, Azerbaiyán y Georgia. En virtud del pacto Molotov-Ribbentrop, firmado entre los gobiernos de Stalin y Hitler poco antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, en 1940 fueron incorporadas a la URSS Estonia, Lituania y Letonia -independientes desde 1918- y la zona de Besarabia, en manos de Rumania desde el fin

de la Gran Guerra, sobre la que se estableció la República Socialista Soviética Moldavia.
En teoría, la Unión Soviética se componía de repúblicas federadas que gozaban de una amplia autonomía para su administración interna. Cada una de ellas poseía su propio Partido Comunista, con excepción de Rusia. El poder político residía formalmente en los soviets: los organismos colegiados de los distintos niveles administrativos conformaban una estructura piramidal que, partiendo de los soviets locales, pasaba por las repúblicas y llegaba al Soviet Supremo de Diputados del Pueblo con sede en Moscú. En alguna medida, su posición era equivalente a la de los cuerpos legislativos nacionales de las democracias europeas, pero carecía de poder efectivo. Lo mismo ocurrió con el poder ejecutivo a cargo del Consejo de Comisarios del Pueblo de la URSS. El poder real estaba en manos del Partido Comunista, que organizó una estructura paralela a la de la administración estatal. Los organismos del estado recibían órdenes directas del partido y la aprobación de los funcionarios de alto rango quedó a cargo de la cúpula partidaria, con el consiguiente vaciamiento de los organismos de gobierno.
El concepto “república soviética” no se correspondía con la realidad: los soviets nunca intervenían en la designación de las autoridades porque los miembros de los gobiernos republicanos eran designados por el Comité Central del Partido Comunista. Si bien en los primeros tiempos tuvieron un papel destacado en la organización de la administración local, la educación, las finanzas y la agricultura, los soviets finalmente quedaron subordinados a los comités del partido, en los que prevalecía la voz del secretario general, sujeto a su vez a la cúpula bolchevique. Así como no era “soviética”, la URSS tampoco era “federal”: la autonomía de las repúblicas era nominal y sus autoridades dependían de la dirigencia comunista. Según el reglamento del partido redactado en 1919, todas las organizaciones comunistas de las diferentes repúblicas eran consideradas simples unidades regionales del PCUS. Bajo este principio, los órganos centrales de los bolcheviques ucranianos, por ejemplo, quedaban estrictamente subordinados al Comité Central de Moscú. Tampoco se permitía que las repúblicas tuvieran vínculos entre sí: sólo podían relacionarse con la RSFSR.
Todas las riendas del poder quedaron en manos de la cúpula partidaria. Los comités comunistas respondían disciplinadamente a las directivas de los órganos superiores, y aunque formalmente los secretarios eran elegidos por las bases, los nombramientos y las destituciones quedaban de hecho en manos de la Secretaría del Comité Central.
El PGUS era una organización piramidal que concentraba el poder en un pequeño círculo: los hombres del Politburó y el jefe político máximo de este entramado, el secretario general. Este puesto fue ocupado por Stalin desde la guerra civil hasta su muerte, en 1953; pero fue Lenin, el líder del partido, quien controló con dureza los resortes del poder hasta que cayó enfermo en 1922.
Desde la fractura de los socialdemócratas rusos en 1903, los bolcheviques se inclinaron a favor de una organización militante y disciplinada con Lenin a la cabeza, pero sus integrantes eran pares que podían discrepar abiertamente. Así lo hicieron Lev Kaménev y Grigori Zinoviév antes de la toma del Palacio de Invierno, o Bujarin al rechazar la paz con Alemania. Sin embargo, los márgenes para el disenso fueron suprimidos poco después de la toma del poder. En el momento crucial de la guerra civil se aprobó el centralismo más estricto y la disciplina más severa, y en relación con este objetivo, en marzo de 1919 el Comité Central delegó y dividió sus atribuciones en tres organismos más reducidos: el Politburó, que, a cargo de la conducción política, tomaba las decisiones que el estado ejecutaría; el Orgburó, que dirigía el trabajo administrativo, y el Secretariado, que organizaba y controlaba la vida interna del partido vía nombramientos, traslados y destituciones.
Este partido monolítico era además el único permitido, y si bien hasta 1921 la decisión estuvo justificada como consecuencia de la guerra fratricida, a partir de su triunfo los bolcheviques no sólo negaron la existencia de otras fuerzas políticas sino que también prohibieron el disenso en el seno mismo del partido gobernante.
La oleada revolucionaria
Una vez en el poder, los bolcheviques promovieron la unidad de todas las fuerzas socialistas que reconocían el carácter revolucionario de su accionar, convocándolas a crear la Tercera Internacional. En marzo de 1919, Lenin inauguró en Moscú el congreso que aprobó su constitución invocando a Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, líderes del comunismo alemán asesinados ese mismo año.
La mayoría de los dirigentes socialistas tomaron distancia del Octubre bolchevique y permanecieron en las filas de la Segunda Internacional. No obstante, un sector de los militantes de casi todos los partidos socialistas -casi siempre los más jóvenes, los más decididos a entregar su vida a la causa de la revolución- crearon nuevos partidos comunistas. En Alemania, Francia e Italia se constituyeron las organizaciones comunistas más importantes, y en menor medida también prosperaron en Bulgaria y Checoslovaquia. En el resto de Europa los partidos comunistas fueron marginales.

Rosa Luxemburgo, a la derecha, acompañada por su amiga Ciara Zetkin, ambas integrantes de la socialdemocracia alemana, Rosa, ¡a hija menor de una familia judía radicada en la zona polaca orienta! entonces sometida al imperio zarista, inició su militancia socialista en Polonia junto a quien sería su pareja más importante, León Jogiches, también marxista y judío. En 1898 se radicó en Berlín y se unió al Partido Socialdemócrata alemán dirigido por Karl Kautsky, con quien forjó una estrecha relación que se rompió por diferencias ideológicas en 1910.
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, Luxemburgo, junto con Liebknecht y Jogiches, entre otros, convocaron a movilizarse contra la guerra y fueron encarcelados. Con la caída del Imperio de los Hohenzollern y al calor de las insurrecciones de fines de 1918, salieron en libertad.
La división del socialismo tuvo un profundo impacto sobre el rumbo político del período de entreguerras y produjo efectos permanentes en el transcurso del siglo XX. La Tercera Internacional se prolongó hasta 1943, cuando fue disuelta por Stalin para afianzar su alianza con las democracias occidentales en la guerra contra el Eje.

Los sacrificios que impuso la Primera Guerra Mundial fueron tan intensos y prolongados que la resistencia de las bases quebró el consenso patriótico antes de que concluyera el conflicto bélico. La esperanza de que el capitalismo finalmente sucumbiría fue alentada por la ola de huelgas e insurrecciones que recorrió el continente europeo entre 1917 y 1923. Esta vasta movilización (Gran Bretaña, Francia, Alemania, Austria, Hungría, Italia) se desencadenó antes de que los bolcheviques tomaran el gobierno.
Después de la Revolución rusa, en los vastos imperios del centro europeo, un formidable movimiento de masas derribó a las dinastías de los Hohenzollern y los Habsburgo en noviembre de 1918. El período de la revolución mundial parecía estar a punto de inaugurarse. En Italia, entre 1918 y 1920, el movimiento obrero dio muestras de una fuerte combatividad. La ciudad de Turín se destacó como una fuerte plaza revolucionaria: los trabajadores organizados en los consejos de fábrica ocuparon las empresas y dirigieron la producción, pero no lograron avanzar en el terreno político y la huelga se desgastó con el paso del tiempo. En Hungría, Bela Kun proclamó la República Soviética a su regreso de Rusia en marzo de 1919. Sin el apoyo del campesinado -que rechazó las requisas y la nacionalización de las tierras- y tras la derrota frente a los rumanos -que tomaron por la fuerza los territorios cedidos en Versalles-, el régimen se derrumbó en agosto de 1919. La oleada de protestas llegó a los Estados Unidos, y en 1919 los metalúrgicos, mineros y ferroviarios se lanzaron a la huelga.
La atención del mundo, y especialmente de los que anhelaban la revolución, estuvo pendiente del rumbo de Alemania a partir de la caída del imperio. Como ocurriera en 1917 en Rusia, los motines de los soldados y los marinos y las movilizaciones de los obreros en las ciudades desembocaron en la creación de consejos de obreros y de soldados. En Munich, la capital del estado de Baviera, se proclamó la república antes que en Berlín. Con la destitución de Luis III, el primer monarca depuesto por la revolución alemana, el gobierno quedó en manos del Consejo de Obreros y Soldados y Campesinos bajo la dirección de Kurt Eisner, presidente del Partido Socialdemócrata Independiente.
El 9 de noviembre la revolución llegó a Berlín. Ante la efervescencia del pueblo en las calles, Guillermo II renunció y el primer ministro dejó su cargo al dirigente socialdemócrata Friedrich Ebert. Se proclamó la república y el gobierno quedó en manos del Consejo de Comisarios del Pueblo, integrado por tres representantes del Partido Socialdemócrata y otros tres del Partido Socialdemócrata Independiente. En pos de la
restauración del orden, Ebert pidió ayuda a los ciudadanos: todos debían colaborar con la reactivación de la producción ya que la falta de alimentos representaba “la miseria para todos”.
El espartaquista liebknecht, en cambio, llamó a profundizar la revolución: el poder debía pasar a los consejos de obreros y de soldados para que Alemania, aliada con la Rusia bolchevique, llevase el socialismo al mundo entero. El Primer Congreso de los Consejos de Obreros y Soldados de Alemania, que sesionó en diciembre de 1918, reconoció la autoridad del Consejo de Comisarios y aprobó el llamado a elecciones para formar la Asamblea Constituyente. Después de su fracaso en este ámbito, los espartaquistas crearon el Partido Comunista Alemán encabezado por Luxemburgo y liebknecht.
En la primera quincena de enero de 1919 los comunistas propiciaron un levantamiento armado en Berlín para tomar el poder y fueron violentamente reprimidos por el gobierno socialdemócrata. El ministro de Defensa Gustav Noske anunció que alguien debía erguirse en el sanguinario y decidió actuar en consecuencia. Entre el 5 y el 13 de enero las calles de Berlín se convirtieron en un campo de batalla. Dos días después, Luxemburgo y liebknecht fueron detenidos y asesinados por los oficiales del ejército. El cuerpo de Rosa, arrojado a un canal, fue hallado el 31 de mayo.

Si bien la movilización social y política fue intensa en Europa hasta 1921 y la última acción se produjo en Alemania —la fracasada insurrección de los comunistas en 1923-, no hubo una revolución que siguiera los pasos del Octubre Rojo. La crisis de la sociedad burguesa, en lugar de fortalecer a la izquierda, gestó un terreno propicio para el surgimiento del fascismo.

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