sábado, 11 de junio de 2016

8- Hobsbawm - LA TIERRA - Las revoluciones burguesas.

8. LA TIERRA

Yo soy vuestro señor y mi señor es el zar. El zar tiene derecho a darme órdenes y yo debo obedecerle, pero no a dároslas a vosotros. En mis propiedades yo soy el zar, yo soy vuestro dios en la tierra y debo responder a Dios por vosotros en el cielo ... lía caballo debe ser frotado primero con la almohaza de Metro y luego se le cepillará con el cepillo blando. Yo tendré también que Motaros con aspereza, y quién sabe si llegaré al cepillo. Dios limpia el ambiente con el trueno y el relámpago, y es mi aldea yo limpiaré con el trueno y el fuego siempre que Jo considere necesario.

Un terrateniente ruso a sus siervos'

La posesión de una o dos vacas, un cerdo y unos cuantos gansos, eleva en su concepto al campesino sobre sus hermanos de igual condición social ... Vagando tras su ganado, adquiere el hábito de la indolencia ... El trabajo diario se le hace desagradable; la aversión aumenta con el abandono; y al final, la venta de un ternero o un cochinillo, le proporciona ocasión de añadir intemperancia a la holgazanería. La venta de la vaca se produce muy a menudo, y su miserable y ocioso poseedor, mal dispuesto a reanudar el ritmo diario y regular del trabajo, del que antes obtenía sus medios de subsistencia ... obtiene del comprador pobre un beneficio para el cual carecía de títulos.

Survey ofthe Board of Agricuíture for Somerset, 1798 (Informe de la Junta de Agricultura para Somerset) -

I

Lo que sucediera a la tierra determinaba la vida y la muerte de la mayoría de los seres humanos entre los años 1789 y 1848. Como consecuencia, el impacto de la doble revolución sobre la propiedad, la posesión y el cultivo de la tierra, fue el fenómeno más catastrófico de nuestro período. Ni la revo-



lución política ni la económica pudieron menospreciar la tierra, a la que la primera escuela de economistas —la de los fisiócratas-^™ consideraba como tínica fuente de riqueza, y cuya transformación revolucionaria todos juzgaban la necesaria precondición y consecuencia de la sociedad burguesa, si no de todo el rápido desarrollo económico. La gran capa helada de los tradicio- ; nales sistemas-agrarios del mundo y las relaciones sociales rurales cubría el o fértil suelo del progreso económico. A toda costa tenía que ser derretida para que aquel suelo pudiera ser arado por las fuerzas de la iniciativa privada bus- , cadoras de mejor provecho. Esto implicaba tres géneros de cambios. En primer lugar, la tierra tenía que convertirse en objeto de comercio, ser poseída por propietarios privados con plena libertad para comprarla y venderla. En segundo lugar, tenía que pasar a ser propiedad de una clase de hombres dispuestos a desarrollar los productivos recursos de la tierra para el mercado guiados por la razón, es decir, conocedores de sus intereses y de su provecho. En tercer lugar, la gran masa de la población rural tenía que transformarse, al menos en parte, en jornaleros libres y móviles que sirvieran al creciente sector no agrícola de la economía. Algunos de los economistas más previsores y radicales preconizaban también un .cuarto y deseable cambio, difícil si no imposible de lograr. Pues en una economía que suponía la perfecta movilización de todos los factores de la producción de la tierra, no resultaba conveniente un «monopolio natural». Puesto que el tamaño de la tierra era limitado, y sus diversas parcelas diferían en fertilidad y accesibilidad, los propietarios de las áreas más fértiles gozaban inevitablemente de unos beneficios especiales y arrendaban el restó. Cómo extirpar o atenuar esta carga—por ejemplo, por una tasación adecuada, por leyes contra la concentración de la propiedad rural e incluso por la nacionalización— fue objeto de vivos debates, especialmente en la industrial Inglaterra. (Tales argumentos afectaban también a otros «monopolios naturales» como los ferrocarriles, cuya nacionalización nunca se consideró incompatible, por esta razón, con una economía de iniciativa privada, ampliamente practicada.) Sin embargo, estos eran problemas de la tierra en una sociedad burguesa. La inmediata tarea era instalar esa sociedad burguesa.

Dos grandes obstáculos aparecían en el camino de la reforma* y ambos requerían una acción combinada política y económica: los terratenientes precapitalistas y el campesinado tradicional. Frente a ellos los más radicales fueron los ingleses y los norteamericanos, que eliminaron al mismo tiempo a ambos. La clásica solución británica produjo un campo en el que unos

4.0 propietarios eran dueños de cuatro séptimas partes de la tierra cultivada—los datos son de 1851— por un cuarto de millón de granjeros (tres cuartas partes de la extensión estaban divididas en granjas de 200 a 2.000 hectáreas) que empleaban a casi un millón y cuarto de labradores y criados jornaleros. Subsistían algunas bolsas de pequeños propietarios, pero fuera de las tierras altas escocesas y algunas partes de Gales sería pedante hablar de un campesinado británico en el sentido continental. La clásica solución norteamericana fue hacer de los propietarios granjeros comerciales, lo que compensó la disminución del trabajo de los braceros alquilados con una mecanización intensiva. Las segadoras mecánicas de Obed Hussey (1833) y Cyrus McCormick (1834) fueron el complemento para los granjeros puramente comerciales y los especuladores de la tierra que extendieron las fórmulas norteamericanas de vida desde los estados de Nueva Inglaterra hacia el oeste, tomando posesión de sus tierras y más tarde comprándoselas al gobierno a precios ventajosos. La clásica solución prusiana fue la menos revolucionaria. Consistió en convertir a los terratenientes feudales en granjeros capitalistas y a los siervos en labradores asalariados. Los junkers conservaron el dominio de sus pobres haciendas, que habían cultivado mucho tiempo para el mercado de exportación con un trabajo servil; pero ahora lo hacían con campesinos «liberados» de la servidumbre y de la tierra. El ejemplo de Pomerania —en donde, más avanzado el siglo, unas 2.000 grandes propiedades cubrían el 61 por 100 de la tierra, y unas 60.000 medianas y pequeñas el 39 por 100, mientras el resto de la población no poseía nada— es sin duda extremado; pero es un hecho que la clase trabajadora rural carecía de importancia, pues la palabra «labrador» ni siquiera se mencionaba en la Enciclopedia -de economía doméstica y agrícola de Kríiniz (1773), mientras que en 1849 el número de jornaleros rurales en Prusia se calculaba en casi dosmillones. La otra solución sistemática del problema agrario en un sentido capitalista fue la danesa, que también creó un gran cuerpo de granjeros comerciales medios y pequeños. Ello se debía en gran parte a las. reformas del período del despotismo ilustrado en 1780-1790, por loque queda un poco al margen de este volumen.

La solución norteamericana dependía del hecho insólito dé un aumento de tierras libres virtualmente ilimitado y también de la falta de todo antecedente de relaciones feudales o de tradicional colectivismo campesino. El único obstáculo para la extensión del cultivo puramente individual era el de las tribus de pieles rojas, cuyas tierras —normalmente garantizadas por tratados con los gobiernos francés, inglés y norteamericano— pertenecían a la colectividad, a menudo como cotos de caza. El conflicto éntre una perspectiva social que consideraba la propiedad individual perfectamente enajenable como el único orden no sólo racional sino natural, y otra que no lo consideraba así, es quizá más evidente en el enfrentamiento de los yanquis y los indios. «Entre las más perjudiciales y fatales [de las causas que impedían a los indios captar los beneficios de la civilización] —decía el comisario de Asuntos Indios— figuran su posesión en común de territorios demasiado grandes, y el derecho a grandes rentas en dinero; la primera les proporciona un amplío campo para abandonarse a sus costumbres nómadas y evita que adquieran el conocimiento de la propiedad individual y las ventajas de una residencia fija; la segunda favorece la ociosidad y el afán de lucro, proponi Clonándoles los medios para satisfacer sus depravados gustos y apetitos.» Por tanto, resultaba tan moral como provechoso despojarles de sus tierras me-, diante el fraude, el robo o cualquier otro procedimiento por el estilo.

Los indios nómadas y primitivos no eran el único pueblo que no comprendía el racionalismo burgués e individualista a propósito de la tierra ni lo deseaba. De hecho, y con la excepción de minorías ilustradas y los campesinos fuertes y sensatos, la gran masa de la población rural, desde el gran señor feudal hasta el más humilde pastor, coincidían en abominar de él. Sólo una revolución político-legal dirigida contra los señores y los campesinos tradi- cionalistas, podía establecer las condiciones para que la minoría racionalista se convirtiera en mayoría. La historia de las relaciones agrarias en la mayor parte de la Europa occidental y sus colonias en nuestro período es la historia de tal revolución, aun cuando sus plenas consecuencias no se apreciaran hasta la segunda mitad del siglo.

Como hemos visto, su primer objetivo era hacer de la tierra una mercancía. Había que abolir los mayorazgos y demás prohibiciones de venta o dispersión que afectaban a las grandes propiedades dé la nobleza y someter a los terratenientes al saludable castigo de la bancarrota por incompetencia económica, lo que permitiría a otros compradores más competentes apoderarse de ellas. Sobre todo en los países católicos y musulmanes (los protestantes 16 habían hecho ya tiempo atrás), había qué arrancar ia gran extensión de tierras eclesiásticas del reino gótico dé una superstición antieconómica y abrirlas al mercado y a la explotación racional. Les esperaba la secularización y venta. Otras grandes extensiones de propiedad eomunal —y por ello mal utilizadas—, como pastos, tierras y bosques, tenían que hacerse accesibles a la actividad individual. Les esperaba la división en lotes individuales y «cercados». No era dudoso que los huevos adquirentes tuvieran el espíritu de iniciativa y laboriosidad necesarios para lograr el segundo objetivo de la revolución agraria.

Pero esto sólo se conseguiría si los campesinos, desde cuyas filas muchos de ellos se elevarían, llegaban a convertirse en una clase libre capaz de disponer de todos sus recursos; un paso que también realizaría automáticamente el tercer objetivo, la creación de una vasta fuerza laboral «libre», compuesta por todos los que no habían podido convertirse en burgueses. La liberación del campesino de vínculos y deberes no económicos (villanaje, servidumbre, pagos a ios señores, trabajo forzado, esclavitud, etc.), era, por tanto, esencial también. Esto tendría una ventaja adicional y crucial. Pues el jornalero libre, abierto al incentivo de mayores ganancias, demostraría ser un trabajador más eficiente que el labrador forzado, fuera siervo, peón o esclavo. Sólo una condición ulterior tenía que cumplirse. El grandísimo número de los que ahora vegetaban sobre la tierra a la que toda la historia humana les ligaba, pero que, si eran explotados productivamente* resultarían un exceso de población,* tenían que ser arrancados de sus raíces y autorizados a trasladarse libremente. Sólo así emigrarían a las ciudades y fábricas en las que sus músculos eran cada vez más necesarios. En otras palabras: los campesinos tenían que perder su tierra a la vez que los demás vínculos.

En la mayor parte de Europa esto significa que el complejo de tradicionales relaciones legales y políticas conocidas generalmente por «feudalismo» tenía que abolirse en donde aún no había desaparecido. Puede afirmarse que esto se logró en el período entre 1789 y 1848 —casi siempre como consecuencia directa o indirecta de la Revolución francesa— desde Gíbraltar a Prusia oriental, y desde el Báltico a Sicilia. Los cambios equivalentes en la Europa central sólo se produjeron en 1848, y en Rumania y Rusia después de 1860. Fuera de Europa ocurrió algo parecido en América, con las excepciones de Brasil, Cuba o los estados del Sur de los Estados Unidos, en donde la esclavitud subsistió hasta 1862-1888. En algunas zonas coloniales directamente administradas por estados europeos, sobre todo en zonas de la India y Argelia, se produjeron revoluciones legales similares. Y también en Turquía y, durante un breve período, en Egipto.

Salvo en Inglaterra y en algún otro país en donde el feudalismo en este sentido ya había sido abolido o nunca había existido realmente (aunque tuvieran tradicionales colectividades campesinas), ios métodos para lograr dicha revolución fueron muy parecidos. En Inglaterra no fue necesaria o políticamente factible una legislación para expropiar grandes propiedades, dado que los grandes terratenientes o sus colonos ya estaban armonizados con una sociedad burguesa. Su resistencia al triunfo final de las relaciones burguesas en el campo —entre 1795 y 1846—- fue enconada. A pesar de que contenía, de forma inarticulada, una especie de protesta tradicionalista contra el destructor barrido del puro principio del provecho individual, la causa del descontento era mucho más sencilla: el deseo de mantener los precios altos y las rentas altas de las guerras revolucionarias y napoleónicas en el período de depresión de la posguerra. Pero más que de una reacción feudal se trataba de la presión de un grupo agrario. Por eso, el filo más cortante de la ley se volvió contra los vestigios del campesinado, los labradores y los habitantes de las chozas. Como consecuencia de las actas privadas y generales de cercados, unas 5.000 cercas dividieron más de seis millones de hectáreas de tierras y campos comunales desde 1760, transformándolos en arrendamientos privados, con muchas menos formalidades legales que antes. La ley de pobres dé 1834 se dictó para hacer la vida tan insoportable a los pobres rurales que les obligase a emigrar y aceptar los empleos que se les ofrecían, cosa que empezaron a hacer pronto. En la década 1840-1850 varios condados se encontraban ya al borde de una absoluta pérdida de población, y desde 1850 el éxodo del Campo se hizo general.

Las reformas de 1780-1790 abolieron el feudalismo en Dinamarca, pero sus principales beneficiarios no fueron los terratenientes, sino los propietarios y arrendatarios campesinos, estimulados después de la abolición de los campos abiertos a consolidar sus franjas de terreno en propiedades individuales; un proceso análogo al de delimitar los campos se llevó a cabo, en su mayor parte, en 1800. Las haciendas tendían a parcelarse y a ser vendidas a sus arrendatarios, aunque la depresión posnapoleónica, que los pequeños propietarios encontraron más difícil de superar que los grandes terratenientes, retrasó este proceso entre 1816 y 1830. En 1865, Dinamarca era principalmente un país de propietarios rurales independientes. En Suecia, unas reformas similares, aunque menos drásticas, tuvieron idénticos efectos, hasta el punto de que en la segunda mitad del siglo xix, el tradicional sistema de cultivo comunal había desaparecido casi por completo. Las antiguas zonas feudales fueron asimiladas al resto del campo, en el que siempre había predominado el campesinado libre, lo mismo que en Noruega (que antaño formara parte de Dinamarca, y desde 1815 de Suecia). En algunas regiones se hizo sentir una tendencia a subdividir las grandes empresas, tendencia puesta de relieve por la de consolidar posesiones. El resultado fue que la agricultura aumentó rápidamente su productividad —en Dinamarca el número de cabezas de ganado se duplicó en el último cuarto del siglo xvm—pero con el rápido crecimiento de la población, un número cada vez mayor de campesinos pobres no encontraba trabajo. Desde mediados del siglo xix, sus penalidades les impulsaron al que sería —proporcionalmente— el movimiento emigratorio más masivo del siglo (encaminado en su mayor parte al Medio Oeste norteamericano) desde la ínfértil Noruega, un poco más tarde desde Suecia, y algo menos desde Dinamarca.

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En Francia, como ya hemos visto, la abolición del feudalismo fue obra de la revolución. La presión de los campesinos y el jacobinismo impulsaron la reforma agraria hasta más allá del punto en el que los paladines del desarrollo capitalista hubieran deseado que se detuviera (véanse pp. 56, 77 ss). Por eso Francia, en conjunto, no llegó a ser ni un país de terratenientes y cultivadores ni de granjeros comerciales, sino sobre todo de varios tipos de propietarios, que serían el principal sostén de todos los subsiguientes regímenes políticos que no les amenazasen con quitarles las tierras. Que el número de propietarios áumentase carca del 50 por 100 —desde cuatro hasta seis millones y medio— es una conjetura antigua y plausible, pero no fácilmente comprobable. Todo lo que podemos asegurar es que el número de esos propietarios no disminuyó y que en algunas zonas aumentó más que en otras; pero dilucidar si el departamento del Mosela, en donde aumentó en un 40 por 100 entre 1789 y 1801, es más típico que el normando del Eure, en donde permaneció inalterado,11 merece un estudio ulterior. Las condiciones de vida en el campo eran buenas, en general. Ni siquiera en 1847-1848 hubo dificultades salvo para una parte de los jornaleros. Razón por la cual, la corriente de trabajo excedente desde la aldea a la ciudad era pequeña, hecho que contribuyó a retrasar el desarrollo industrial francés.

' En. la mayor parte de la Europa latina, en los Países Bajos, Suiza y Alemania occidental, la abolición del feudalismo fue obra de los ejércitos franceses de ocupación, decididos a «proclamar inmediatamente en nombre de la nación francesa ... la abolición de los diezmos, el feudalismo y los derechos señoriales», o de los nacionales liberales que colaboraron con ellos o se inspiraron en ellos. En 1799, la revolución legal había conquistado los países limítrofes con la Francia oriental y del norte y el centro de Italia, limitándose muchas veces a completar una evolución ya avanzada. La vuelta de los Borbones después de la abortada revolución napolitana de 1798-1799 la retrasó hasta 1808 en la Italia continental del sur; la ocupación británica la impidió en Sicilia, aunque el feudalismo fue oficialmente abolido en esta isla entre 1812 y 1843. En España, las liberales y antifrancesas Cortes de Cádiz abolieron en 1811 el feudalismo y en 1813 ciertos mayorazgos. Pero, por lo general, fuera de las zonas profundamente transformadas por su larga incorporación a Francia, la vuelta de los antiguos regímenes aplazó la aplicación práctica de esos principios. Por tanto, las reformas francesas empezaron o continuaron, más bien que completaron, la revolución legal en regiones como las de la Alemania noroccidental al este del Rin y en las «provincias ilirias» (Istria, Dalmacia, Ragusa y más tarde también Eslovenia y parte de Croacia) que no cayeron bajo el gobierno o la dominación de Francia hasta después de 1805.

Sin embargo, la Revolución francesa no fue la única fuerza que contribuyó a una completa reforma de las relaciones agrarias. El puro argumento económico en favor de una utilización racional de la tierra había impresionado mucho a ios déspotas ilustrados del periodo prerrevolucíonario, y produjo soluciones muy semejantes. En el Imperio de los Habsburgo, José II abolió la servidumbre y secularizó muchas propiedades rústicas de la Iglesia entre 1780 y 1790. Por parecidas razones, y también por sus constantes rebeliones, los siervos de la Livoma rusa recuperaron formalmente su condición de campesinos propietarios que habían disfrutado antes bajo la administración sueca- Ello no les favoreció lo más mínimo, pues la codicia de los todopoderosos pronto convirtió la emancipación en un mero instrumento de expropiación de los campesinos- Después de las guerras napoleónicas, las pocas garantías legales de los campesinos desaparecieron y entre 1819 y 1850 éstos perdieron, por lo menos, una quinta parte de sus tierras, mientras las heredades de la nobleza aumentaban entre un 60 y un 180 por 100. Una clase de labradores sin tierra las cultivaba ahora.

Aquellos tres factores —influencia de la Revolución francesa, argumento económico racional de los trabajadores libres y codicia de la nobleza- determinaron la emancipación de los campesinos de Prusia entre 1807 y 1816. La influencia de la revolución fue decisiva: sus ejércitos habían pulverizado a Prusia, lo que demostraba con dramática fuerza la impotencia de los viejos regímenes que no adoptaban los métodos modernos, es decir, los seguidos por los franceses. Como en Livonia, la emancipación se combinó con la abolición de la modesta protección legal que los campesinos disfrutaban antes. A cambio de la abolición del trabajo forzoso y los tributos feudales y por sus nuevos derechos de propiedad, el campesino estaba obligado, entre otras cosas, a dar a su anterior señor un terció o la mitad de su posesión o una suma equivalente de dinero. El largo y complejo proceso de transición no había terminado en 1848, pero ya era evidente que mientras los grandes terratenientes habían obtenido notables beneficios, y un pequeño número de campesinos acomodados lo mismo gracias a sus nuevos derechos de propiedad, el grueso del campesinado estaba mucho peor y los labradores sin tierra aumentaban rápidamente.

Económicamente el resultado fue beneficioso a la larga, aunque en un principio las pérdidas fueron —como es frecuente en los grandes cambios agrarios— considerables. En 1830-1831 Prusia había recuperado el número de cabezas de ganado de principios de siglo, que los grandes terratenientes poseían en su mayor parte. En cambio, la extensión cultivada había aumentado en un tercio y la productividad en un medio en la primera mitad de siglo.'6 El excedente de población rural aumentó rápidamente, y como las condiciones rurales eran muy malas —el hambre de 1846-1848 fue quizá peor

en Alemania que en los demás países, excepto Irlanda y Bélgica— se buscala ba la solución en la emigración. Antes del hambre irlandesa fue el alemán di pueblo que proporcionó mayor número dé emigrantes.

Por todo lo dicho se puede afumar que la mayor parte de las disposicio- P nes legales para establecer unos sistemas burgueses de propiedad rural se die- |;;; taron entre 1789 y 1812. Sus consecuencias, fuera de Francia y algunas H regiones contiguas a ella, fueron mucho más lentas, debido principalmente a la &erza de la reacción económica y social después de la derrota de Napoli león. En general, cada posterior avance del liberalismo impulsaba a la revo- f|: iución legal a dar ira paso más para pasar de la teoría a la práctica y cada res- |f y tauradón de los antiguos regímenes lo aplazaba, sobre todo en los países católicos, en donde la secularización y venta de las tierras de la Iglesia era ¡tV;- una de las más apremiantes exigencias liberales. Así, en España, el efímero triunfo de una revolución liberal en 1820 trajo una nueva ley de «desvinculé íación» que permitía a los nobles enajenar sus tierras libremente; la vuelta al í í absolutismo la derogó en 1823; la renovada victoria liberal de 1836 la rea- tf firmó, y así sucesivamente. El volumen de tierras transferidas en nuestro ;:v periodo era .por eso muy modesto todavía, salvo en zonas en donde un acti- j: vo cuerpo de compradores y especuladores de clase media estuvo dispuesto r a aprovechar sus oportunidades; en la llanura de Bolonia <norte de Italia), las tierras nobles descendieron del 78 por 100 del valor total en 1789 ai 66 por y. 100 en 1804 y ai 51 en 183S.n En cambio, en Sicilia, el 90 por 100 de toda ? la tierra continuó en manos de los nobles hasta mucho después. y Había una excepción: la de las tierras de la Iglesia. Estas vastas y casi v invariablemente mal utilizadas y destartaladas posesiones —se ha dicho que dos terceras partes de la tierra en el reino de Ñápales eran eclesiásticas hacia í. 1760— tenían muy pocos defensores y demasiados lobos rondándolas.

; Incluso en la reacción absolutista en la católica Austria después del colapso :■ dei despotismo ilustrado de José H, a nadie se le ocurrió la devolución de las tierras de los monasterios secularizadas y dispersas. Así, en una comarca de i;, la Romana (Italia), las tierras de la Iglesia bajaron desde el 42,5 por 100 del total en 1783 al 11,5 por 100 en 1812; pero esas tierras perdidas para la Igle- y sìa pasaron no sólo a manos de propietarios burgueses (que subieron desde ; el 24 al 47 por 100), sino también de los nobles (que aumentaron desde el 34. hasta el.41 por 100). Por tanto no es sorprendente que incluso en la católica España, los intermitentes gobiernos liberales consiguieran en 1845 vender' la mitad de las fincas de la Iglesia, sobre todo en las provincias en donde la propiedad eclesiástica estaba más concentrada o el desarrollo económico nias^ avanzado (en quince provincias fueron vendidas más de tres cuartas p¡ del total de tierras de la Iglesia).

Desgraciadamente para la teoría económica liberal, esta redistribución tierra en gran escala no produjo la clase de propietarios o granjeros empreñé, dedores y progresistas que se esperaba. ¿Por qué un adquirente de la el; media —abogado, comerciante o especulador urbano— iba a aceptar zonas inaccesibles o económicamente atrasadas el trabajo de transformar nueva propiedad rural en una próspera empresa, en vez de limitarse a ocupar el puesto, del que antaño estaba excluido, del antiguo señor, noble o cleñca!?; cuyos poderes podía ejercer ahora, con más apego al dinero y menos a la tra- dición y a la costumbre? En todas partes de la Europa meridional surgió un nuevo y más riguroso grupo de «barones» que reforzaba al antiguo. Las grandes concentraciones latifundistas habían disminuido ligeramente, como en lá Italia meridional, permanecían intactas, como en Sicilia, o se habían reforzado, como en España. En esos regímenes la revolución legal había venido a i reforzar el viejo feudalismo con uno nuevo que én poco o nada beneficiaba a los pequeños adquirentes y a los campesinos. En la mayor parte de la Europa meridional, la vieja estructura social conservaba todavía fuerza suficiente para hacer imposible hasta el pensamiento de una emigración en masa. Los hombres y las mujeres vivían como y donde sus antepasados, y, si era menester, morían de hambre allí. El éxodo masivo no comenzó en la Italia meridional, por ejemplo, hasta medio siglo después.

•ii:

Aun en donde los campesinos recibieron realmente la tierra o fueron confirmados en su posesión, como en Francia, parte de Alemania y Escandina- via, no se convirtieron automáticamente, como se esperaba, en una clase emprendedora de pequeños granjeros. Y esto por la sencilla razón de que, silos campesinos deseaban tierras, rara vez deseaban una economía agraria burguesa.

m

Por muy ineficaz y opresivo que el viejo sistema tradicional hubiera sido, también era un sistema de considerable seguridad económica y social en el más bajo nivel; sin mencionar que estaba consagrado por la costumbre y la tradición. Las hambres periódicas, el exceso de trabajo que hacía a los hombres viejos a los cuarenta años y a las mujeres a los treinta, eran obra de Dios; sólo se convertían en obras de las que pudiera considerarse responsables a los hombres en épocas de dureza anormal o de revolución. Desde el

punto de vista del campesino, la revolución legal no le daba más que de- r pechos legales, pero le tomaba mucho. Así, la emancipación en Prusia le .concedía los dos tercios o la mitad de la tierra que ya habían cultivado y le liberaba del trabajo forzoso y otros tributos, pero le privaba en cambio del derecho a la ayuda del señor en tiempos de mala cosecha o plagas del ganado; del derecho a cortar o comprar barata la leña en el bosque del señor; del ¡derecho a la ayuda del señor para reparar o reconstruir su casa; del derecho, ;en caso de extrema pobreza, a pedir la ayuda del señor para pagar los -impuestos; del derecho a que sus animales pastaran en el bosque del señor. Para el campesino pobre, esto parecía un contrato casi leonino. La propiedad de la Iglesia podía haber sido ineficiente, pero este hecho favorecía a los .caínpesmos, ya que así su costumbre tendía a convertirse en derecho de prescripción. La división y cercado de los campos, pastos y bosques comunales, privaba a los campesinos pobres de recursos y reservas a los que creían tener derecho, como parte de la comunidad que eran. El mercado libre de la tierra significaba que, probablemente, tendrían que vender las suyas; la creación de una dase de empresarios rurales suponía que los más audaces y más listos los explotarían en vez —o además— de los antiguos señores. Al mismo tiempo, la introducción del liberalismo en la tierra era como una especie de bombardeo silencioso que conmovía la estructura social en la que siempre habían vivido y no dejaba en su sitio más que a los ricos: una soledad llamada libertad.

Nada más natural, pues, que el campesino pobre o toda la población rural resistieron como podían, y nada más natural que esa resistencia se hiciera en nombre del viejo y tradicional ideal de una sociedad justa y estable, es decir, en nombre de la Iglesia y del rey legítimo. Si exceptuamos la revolución campesina de Francia (y ni siquiera ésta, en 1789, era anticlerical ni antimonárquica), puede decirse que prácticamente en nuestro período todos los importantes movimientos campesinos que no se dirigieron contra el rey o la Iglesia extranjeros, fueron emprendidos ostensiblemente a favor de sacerdotes y gobernantes. Los campesinos de la Italia meridional se unieron al subproletariado urbano para hacer en 1799 una contrarrevolución frente a los jacobinos napolitanos y a los franceses, en nombre de la santa fe y de los Borbones; y esos mismos fueron también los lemas de las guerrillas de calabreses y apulianos contra la ocupación francesa y luego contra la unidad italiana. Clérigos y aventureros mandaban a los campesinos españoles en la guerra de guerrillas contra Napoleón. La Iglesia, el rey y un tradicionalismo tan extremado que ya resultaba extraordinario a principios del siglo xix, inspiraron las guerrillas carlistas del país vasco, Navarra, Castilla, León y Aragón en su implacable lucha contra los liberales españoles en sucesivas guerras civiles. En 1810 ios campesinos mexicanos iban guiados por la Virgen de Guadalupe. La Iglesia y el emperador combatieron a los bávaros y a los franceses bajo el mando del recaudador Andreas Hofer en el Tirol en 1809. Los rusos combatían en 1812-1813 por el zar y la santa ortodoxia. Los revolucionarios polacos en Galitzia sabían que su única posibilidad de

captarse a los campesinos ucranianos era a través de ios sacerdotes ortodoxos griegos o uniatas, y fracasaron porque ios campesinos prefirieron el emperador a los caballeros. Fuera de Francia, en donde el republicanismo y el bonapartismo captaron a una parte importante del campesinado entre 1791 y 1815 y en donde en muchas regiones la Iglesia se: había debilitado mucho ya antes de la revolución, había pocas zonas —éstas estaban constituidas obviamente por regiones en las que la Iglesia era un gobernante extraño y enojoso, como en la Romaña papal y Emilia— de lo: que hoy llamaríamos el «ala izquierda» de la agitación campesina. E incluso en Francia, la Bretaña: y la Vendée seguían siendo fortalezas populares del borbonismo. El hecho de que los campesinados europeos no se alzaran con los jacobinos o liberales y —es decir, con los abogados, los tenderos, los administradores de fincas, los • empleados modestos, etc.— sentenció al fracaso la revolución de 1848 en aquellos países en los que la Revolución francesa nó les había dado la tierra y en donde, poseyéndola, su miedo conservador a perderlo todo o su confor-: midad los mantuvo inactivos.

Desde luego, los campesinos no luchaban por el rey «real», a quien apenas conocían, sino por el ideal de un rey justo que, si las conociera, castigaría las transgresiones de sus subordinados y señores; pero con frecuencia se levantaban por la iglesia «real», pues el sacerdote rural era uno de ellos, los santos eran ciertamente suyos y de nadie más, e incluso los representantes de las decaídas propiedades eclesiásticas eran señores más tolerables que los avaros seglares. En dónde los campesinos tenían tierras y libertad, como en el Tirol, en Navarra o (sin un rey) en los cantones católicos de la patria suiza de Guillermo Tell, su tradicionalismo era una defensa de su relativa libertad contra las intrusiones del liberalismo. Donde carecían de tierras o libertad eran más revolucionarios. Cualquier llamamiento a resistir la conquista del extranjero y el burgués, aunque fuese lanzado por el sacerdote o el rey, producía fácilmente no sólo el saqueo de las casas de: los comerciantes y los abogados de la ciudad, sino la marcha ceremoniosa1 con tambores, santos y banderas, para ocupar y dividir la tierra, asesinar a los propietarios, raptar a sus mujeres y arrojar a la hoguera los documentos legales. Pues, seguramente, el campesino era pobre y carecía de tierras contra el deseo de Cristo y del rey. Este sólido cimiento de inquietud social revolucionaria era el que hacía tan inseguro aliado de la reacción a los movimientos campesinos en las zonas de servidumbre y vastas fincas, o en las zonas de propiedad excesivamente pequeña y subdividida. Todo lo que necesitaban para pasar de un revolucio- narismo legitimista a una verdadera ala izquierda era adquirir la certidumbre de que el rey y la Iglesia se habían puesto al iado de los ricos locales, y que un movimiento revolucionario dé hombres como ellos mismos les hablara con sus mismas palabras. El radicalismo populista de Garibaldi fue tal vez el primero de esos movimientos, y los bandidos napolitanos lo aclamaron con entusiasmo, al mismo tiempo que vitoreaban a la Santa Iglesia y a los Bor- bones. El marxismo y el bakuninismo iban a ser más efectivos. Pero el paso de la rebelión campesina desde el ala derechg política al ala izquierda apenas había empezado a producirse antes de 1848, pues el tremendo impacto de la economía burguesa sobre la tierra, que iba a convertir en epidémica la endémica rebeldía campesina, sólo empezaría a hacerse sentir'pasada la primera mitad del siglo, y especialmente durante y después de la gran depresión agraria de 1880-1890.

IV

En muchos sitios de Europa, como hemos visto, la revolución legal vino como algo impuesto desde fuera y desde arriba, como una especie de terremoto artificial más bien que como el desmoronamiento de una tierra hacía tiempo reblandecida. Esto fue más evidente todavía donde se impuso a una economía enteramente no burguesa conquistada por burgueses, como ¿n África y en Asia.

De este modo en Argelia, el conquistador francés cayó sobre una sociedad característicamente medieval con un sistema firmemente establecido y bastante floreciente de escuelas religiosas —se ha dicho que los soldados campesinos franceses eran mucho menos cultos que el pueblo que conquistaban—22 financiadas por numerosas fundaciones piadosas*33 Las escuelas, consideradas simplemente como semilleros de superstición, fueron cerradas; las tierras religiosas que las sostenían, vendidas por los europeos, que no comprendían ni su finalidad ni su inalterabilidad legal; y los maestros, normalmente miembros de las poderosas cofradías religiosas, emigraron a las zonas no conquistadas para fortalecer las fuerzas de la rebeldía mandadas por Abd-el-Kader. Empezó la sistemática conversión de la tierra en propiedad privada enajenable, aunque sus efectos no se harían sentir hasta mucho después. ¿Cómo iba a comprender el liberal europeo el complejo tejido de derechos y obligaciones públicos y privados que evitaba, en una región como la Cabilla, que la tierra cayera en una anarquía de propietarios de minúsculos terrenos y ¡fragmentos de higueras?

Argelia apenas había sido conquistada en 1848. Vastas zonas de la India llevaban siendo administradas directamente por los ingleses durante más de una generación. Pero como ningún colono europeo deseaba adquirir tierra india, no se planteó problema alguno de expropiación. El impacto del liberalismo sobre la vida agraria de la India fue, en primer lugar, una consecuencia de la búsqueda por los gobernantes británicos de un método conveniente y efectivo de tributación rural. Fue su combinación de codicia e individualismo legal lo que produjo la catástrofe. La propiedad de la tierra en la India prebritánica era tan compleja como suele serlo en sociedades tradiciona-

2:2. M. Emerit, «L’état intellectuel et moral de l’Algérie en 1830», Revue d’Histoire Modeme et Contempérame, I (1954), p. 207.

23. Estas tierras correspondían a las dadas a la Iglesia por razones caritativas o rituales en los países cristianos en la Edad Media.



les, pero no incambiables, sometidas periódicamente a conquistas exUan?!| jeras, pero apoyadas siempre sobre dos firmes pilares: la tierra pertenecía^ —de jure o de fació— a colectividades autónomas (tribus, clanes, aldeas^ cofradías, etc.), y el gobierno percibía una parte proporcional de sus proi>s ductos. Aunque algunas tierras eran en cierto sentido enajenables, algunas! relaciones agrarias podían ser interpretadas como arrendamientos y algia-; f nos pagos rurales como alquileres, no existían de hecho ni terratenientes ¿i ni arrendatarios, ni tierras de propiedad individual ni alquiladas en sentido! europeo. Era una situación enojosa e incomprensible para los administrado- res y gobernantes británicos que trataban de implantar el orden rural al que :- estaban acostumbrados. En Bengala, la primera gran zona bajo el gobiejj.J no directo de los ingleses, el tributo sobre la tierra del Imperio mogol se ;i cobraba por una especie de agente o comisionista, el «zemindar». Segura? f mente —para los ingleses— éste debía de ser el equivalente al terrateniente británico que paga un impuesto fijo por el total de sus fincas, la clase a través. de la cual debía de organizarse la recaudación, cuyo benéfico interés en la tie-f ira debía de mejorarla y cuyo apoyo político a un régimen extranjero debía darle estabilidad. «Yo considero —escribía lord Teignmouth en la minuta de

18 de junio de 1789 que bosquejaba el “establecimiento permanente” de la renta de la tierra en Bengala— a los zemíndares como los propietarios del ; suelo, a la propiedad riel cual acceden por derecho de herencia ... El privile? ; gio de disponer de la tierra por venta o hipoteca se deriva de este derecho fundamental. ..» Variaciones de este llamado sistema zemindar se aplicaron a uñ

19 por 100 de las conquistas británicas posteriores en la India.

La codicia más que las conveniencias dictó el segundo tipo de sistema fiscal, que eventualmente cubrió más de la mitad de la India inglesa: el ryot- wari. Aquí los gobernantes ingleses, considerándose los sucesores de un despotismo oriental que en su no del todo ingenuo concepto era el supremo señor de toda la tierra, intentaron la hercúlea tarea de hacer individual la tasa de tributación de cada campesino, considerándolo como un pequeño propietario rural o más bien un arrendatario. El principio que se ocultaba tras esto, expresado con la claridad habitual de un diestro funcionario, era el del liberalismo agrario en toda su pureza. En las palabras de Goldsmid y Wingate, pedía: «limitación de la responsabilidad conjunta a los pocos casos en que los campos se posean en común o hayan sido subdivididos por los coherederos; reconocimiento de la propiedad del suelo; perfecta libertad de acción con relación a los arriendos, subarriendos y ventas, garantizada a sus propietarios; facilidades para efectuar ventas o transferencias de tierras por el prorrateo del tributo sobre los campos». La comunidad aldeana quedó completamente olvidada, a pesar de las fuertes objeciones de la Administración de Rentas de Madrás (1808-1818) que consideraba con razón que los convenios de impuestos colectivos con las comunidades aldeanas eran mucho más realistas, aunque también <y muy típicamente) los defendía como la mejor garantía de la propiedad privada. El doctrinarismo y el afán de lucro ganaron, y «la merced de la propiedad privada» fue acordada al campesinado indio. ' Sus desventajas fueron tan notorias que los colonos de las partes conquistadas u ocupadas con posterioridad en el norte de la India (que representaban cerca del 30 por 100 de la superficie de la India inglesa) volvieron a un sistema zemindar modificado, pero con algunas tentativas de reconocer las colectividades existentes, sobre todo en el Punjab.

La doctrina liberal se combinó con la -rapacidad para dar otra vuelta al tomo que oprimía a los campesinos, aumentando terriblemente la cuantía de la contribución. (La renta de la tierra de Bombay se duplicó a los cuatro años der la conquista de esta provincia en 1817-1818.) Las doctrinas de Malthus y de Ricardo sobre la renta sirvieron de base a las teorías para la India a través de la influencia del líder del utilitarismo James Mili, Esta doctrina consideraba los beneficios de la propiedad rural como un puro excedente que no tenía nada que ver con el valor. Aumentaban sencillamente, porque algunas tierras eran más fértiles que otras y estaban en poder —con cada vez más ruinosos resultados para la economía total— de los teiratenientes. Por tanto, su confiscación no surtiría efectos para la riqueza de un país. Salvo quizá el de evitare! aumento de una aristocracia territorial capaz de arrendarlas a algunos negociantes para su explotación. En un país como Inglaterra, la fuerza política de los intereses agrarios habría hecho imposible una solución tan radical —que supondría una virtual nacionalización de la tierra—, pero en la India el despótico poder de un conquistador ideológico la impondría. Claro que en este punto se cruzaban dos líneas de argumentación liberal. Los administradores whigs del siglo xvm y los más antiguos hombres de negocios opinaban con gran sentido común que los pequeños propietarios ignorantes nunca acumularían un capital agrícola, con el que hacer progresar la economía. Por tanto, eran partidarios de los convenios permanentes del tipo de los de Bengala, que estimulaban a una clase de terratenientes, fijaban para siempre el tipo de impuesto y favorecían el ahorro y el progreso. Los administradores utilitarios, acaudillados por el temible Mili, preferían la nacionalización de la tierra y una gran masa de pequeños propietarios campesinos al peligro de otra aristocracia de hacendados. Si la India hubiera sido como Inglaterra, la postura whig habría sido seguramente mucho más persuasiva, y después de la sublevación india de 1857 lo fue por razones políticas. Siendo la India como era, ambos puntos de vista eran igualmente irrelevantes para su agricultura. Además, con el desarrollo de la Revolución industrial en la metrópoli, los intereses regionales de la vieja Compañía de las Indias Orientales (que eran entre otros tener una floreciente colonia para explotar) estaban cada vez más subordinados a los intereses generales de la industria británica (los cuales eran, ante todo, tener a la India como mercado y fuente de ingresos, pero no como competidora). Por todo ello, la política utilitaria, que aseguraba un estricto control británico y unos impuestos mayores, fue preferida. El tradicional límite prebritánico de tributación era un tercio de los ingresos; el



tipo básico para los imputólos británicos era la mitad. Sólo después de que. docármarismo utilitario llevó a un absoluto empobrecimiento y a la rebel de 1857, la tributación se redujo a un tipo menos riguroso.

La aplicación del liberalismo económico a la tierra india ni creó un ci po de propietarios ilustrados ni un modesto campesinado vigoroso. Se mito a introducir otro elemento de incertidurabre, otra compleja red de rásitos y explotadores de las aldeas (por ejemplo, los nuevos funcioi del señorío británico), un considerable cambio y concentración de propieíÍ dades, y un aumento de deudas y pobreza en ios campesinos. En el distri-- to de Cawnpore {Uttar Pradesh) un 84 por 100 de las fincas pertenecían^ por herencia a sus propietarios en la época en que llegó la Compañía de--? las Indias. En 1840, el 40 por 100 de las fincas habían sido compradas por sus propietarios, y en 1872, el 62,6 por 100. Además, sobre unas 3.000 fincas o aldeas—aproximadamente unas tres quintas partes del total— qué cambiaron de propietario en tres distritos de las provincias del noroeste (Uttar Pradesh) en 1846-1847, más de 750 habían sido adquiridas por los usureros.

Habría mucho que decir del despotismo ilustrado y sistemático de los burócratas utilitarios que construyeron el Imperio británico en este período* Llevaron la paz, un gran incremento de los servicios públicos, eficacia admi- nisfrativa, leyes excelentes, y un gobierno incorruptible en las altas jerarquías. Pero en el aspecto económico fracasaron de la manera más sensacional- De todos los territorios bajo la administración de gobiernos europeos © de tipo europeo —incluyendo la Rusia zarista— la India siguió siendo el más azotado por gigantescas y mortíferas hambres. Quizá —aunque faltan esta-, dísticas del período primitivo— cada vez mayores a medida que el siglo avanzaba.

La única otra gran zona colonial (o ex colonial) en donde se intentó aplicar una legislación agraria liberal fue en América Latina, en donde la antigua colonización feudal de los españoles nunca había tenido prejuicios contra las pertenencias colectivas y comunales de los indios, mientras los colonos blancos dispusieran de toda la tierra que deseaban. Sin embargo, los gobiernos independientes procedieron a la liberación inspirados en la Revolución francesa y en las doctrinas de Bentham. Bolívar, por ejemplo, decretó la individualización de las tierras comunales en el Perú (1824), y la mayor parte de las nuevas repúblicas abolieron los mayorazgos al estilo de los liberales espa-

soles. La liberación de las tierras de la nobleza pudo llevar algunos cambios f|r y dispersión de propiedades, aunque la vasta hacienda (estancia, finca, fim- ñ-- do) siguió siendo la unidad de propiedad territorial en casi todas las repúbli- cas. El ataque a la propiedad comunal fue del todo inefectivo. Ciertamente, í;/ no fue lanzado en serio hasta después de 1850. En realidad, la liberación de H la política económica en los estados latinoamericanos seguía siendo tan artí- jgcial como la liberación de su sistema. En resumen, y a pesar del Parlamen- to, las elecciones, las leyes agranas, etc., el contenido seguía siendo el mis- ;v rao que antes.

/• V

La revolución en la propiedad rural fue el aspecto político de la disolución de la tradicional sociedad agraria; su invasión por la nueva economía rural y el mercado mundial, su aspecto económico. En el período 1787-1848 esta transformación económica era imperfecta todavía, como puede advertirse por las modestas cifras de emigración. Los ferrocarriles y buques de vapor apenas habían empezado a crear un único mercado agrícola mundial hasta la gran depresión agrícola de finales del siglo xpc Por tanto, la agricultura local estaba muy al margen de las competencias internacionales y hasta de las interprovraciales- La competencia industrial apenas había chocado hasta ahora con el artesanado aldeano y los talleres domésticos, salvo quizá para obligar a algunos a que produjeran para mercados más amplios. Fuera de las comarcas en que triunfaba la agricultura capitalista, los nuevos métodos agrarios penetraban lentamente en las aldeas, aunque las nuevas cosechas industriales, sobre todo la del azúcar de remolacha —cuyo cultivo se extendió enormemente a causa de la discriminación napoleónica contra el azúcar de caña (británico)— y las de otros productos alimenticios nuevos, especialmente el maíz y la patata, hicieron sorprendentes avances. Hizo falta una extraordinaria coyuntura económica —la proximidad de una economía altamente industrial y el impedimento del desarrollo normal— para producir un verdadero cataclismo en una sociedad agraria por medios puramente económicos.

Tal coyuntura existió, y tal cataclismo ocurrió en Irlanda y en menor escala en la India. Lo que sucedió en la India fue sencillamente la virtual destrucción, en pocas décadas, de lo que había sido una floreciente industria doméstica y aldeana que aumentaba los ingresos rurales; en otras palabras, la desindustriaíizaeión de la India. Entre 1815 y 1832, el valor dé los géneros de algodón indios exportados desde el país pasó de 1.300.000 libras esterlinas a menos de 100.000, mientras la importación de los géneros de algodón ingleses aumentó más de dieciséis veces. Ya en 1840 un observador prevenía contra los desastrosos efectos de convertir a la India «en el granero de Inglaterra, pues es un país fabril, cuyos diversos géneros de manufacturas existen desde hace mucho tiempo, sin que con ellos hayan podido competir

enjuego limpio los de otras naciones ... Reducirla a país agrícola sería una;:: injusticia para la India». La descripción era errónea; pues una manufactura.1 - incipiente había sido en la India, como en otros muchos países, una parte = integrante de la economía agrícola en muchas regiones. Como consecuencia, la desindustríalización hacía al campesino más dependiente de la indecisa;^ suerte de las cosechas.

La situación en Manda era más dramática. Aquí, una población de pe-.,' queños arrendatarios, económicamente atrasados e inseguros, vivía de los -j productos de la tierra y pagaba el máximo alquiler a un pequeño grupo grandes terratenientes extranjeros y generalmente ausentes. Excepto en e¡M noreste (Ulster), el país había sido desindustrializado hacía tiempo por la V: política mercantilista del gobierno británico que lo trataba como a una colo-,: nia, y más recientemente por la competencia de la industria británica. Una. sola innovación técnica —la sustitución de ciertos tipos de cultivo por láJ patatal-había hecho posible un aumento de población, pues una hectárea de,, tierra dedicada a la patata podía alimentar a muchas más personas que otra dedicada a pastos u otros productos. El hecho de que los terratenientes exi- . gieran el máximo número de arrendatarios y luego también trabajo forzoso ; para cultivar las nuevas granjas que exportaban alimentos al mercado britár nico, estimuló la proliferación de pequeñas fincas: en 1841, en Connacht, el Ó4 por 100 de las fincas mayores tenían menos de tres hectáreas, sin contar • el número desconocido de minúsculas fincas de menos de media hectárea. Así, durante el siglo xvm y principios del xix, los habitantes del país vivían, con unas 10 o 12 libras de patatas diarias y —al menos hasta 1820— un poco de leche y de vez én cüando un arenque; la pobreza de la población irlandesa no tenía igual en toda la Europa occidental.

Puesto que no había posibilidad de otro trabajo, por estar excluida la industrialización, el final de aquella evolución podía predecirse matemáticamente. Tan pronto como la población creciera más allá del límite de producción de patatas, se produciría una catástrofe. Los primeros síntomas aparecieron poco después de terminar las guerras con Francia. La disminución de alimentos y las epidemias empezaron otra vez a diezmar a un pueblo en el que el descontento de la masa agraria era perfectamente explicable. Las malas cosechas y las plagas de los años 1840 sólo proporcionaron el pelotón de ejecución a un pueblo ya condenado. Nadie sabe con exactitud las vidas humanas que costó la Gran Hambre Mandesa de 1847, sin duda la mayor catástrofe humana de la historia europea durante nuestro período. Cálculos aproximados estiman que un millón de personas murió de hambre o a consecuencia del hambre y otro millón emigró de la atormentada isla entre 1846 y 1851. En 1820 Manda tenía unos siete millones de habitantes. En 1846 había llegado casi a los ocho y medio. En 1851 había quedado reducida a seis

y medio y su población continuaba decreciendo a causa de la emigración. «Heu dirá fames! —escribía un cura párroco, empleando el tono de los cronistas de remotos tiempos— Heu saeva hujus raemorabilís anni pestilentia!» eá aquellos meses en que no se bautizó ningún niño en las parroquias de Gal- way y Mayo, porque no había nacido ninguno.

La India e Irlanda fueron quizá los países peores para los campesinos entre 1789 y 1848; pero nadie que hubiera tenido ocasión de escoger habría querido tampoco ser labrador en Inglaterra. Se reconoce por lo general que la situación de aquella clase infeliz empeoró notablemente en la década 1790-1800, én parte por la presión de las fuerzas económicas, en parte por el «sistema Speenhamland» (1795), un bienintencionado, pero equivocado miento de garantizar al labrador un jornal mínimo, mediante subsidios a los jornales bajos. Su principal efecto fue incitar a los granjeros a disminuir los jornales, y desmoralizar a ios labradores. Sus débiles e ignorantes instintos de rebeldía pueden medirse por el aumento de transgresiones a las leyes de caza entre 1820 y 1830, por los incendios y daños contra la propiedad entre 1830 y 1840, pero sobre todo por el desesperado movimiento de «los últimos labradores», epidemia de motines que se extendió espontáneamente desde Kent por numerosos condados a finales de 1830 y fue reprimida con dureza feroz. El liberalismo económico proponía resolver el problema de los campesinos con su habitual manera expeditiva y cruel obligándoles a aceptar trabajo con jornales bajísimos o a emigrar. La nueva ley de pobres de 1834, un estatuto de insólita dureza, Ies proporcionaba el miserable consuelo de las nuevas «casas de trabajo» (en donde tenían que vivir separados de sus mujeres y sus hijos para apartarles de la costumbre sentimental y antimalthusiana de la procreación irreflexiva), privándoles de la garantía parroquial de un mínimo nivel de vida. El coste de la ley de pobres bajó drásticamente (aunque al menos un millón de ingleses permanecieron en la pobreza hasta el fin de nuestro período), y los labradores empezaron lentamente a entrar en acción. Como la agricultura estaba en decadencia, ¡a situación de aquéllos continuaba siendo mísera y no mejoraría hasta después de 1850.

Los labradores jornaleros estaban muy mal en todas partes, aunque quizá no peor en las regiones más atrasadas y aisladas. El infortunado descubrimiento de la patata facilitó la caída de su nivel de vida en muchas zonas del norte de Europa, sin que se produjera una mejoría sustancial en su situación —en Prusia, por ejemplo— hasta 1850 o 1860. La situación del campesino autosuficiente era probablemente algo mejor, aunque la de los pequeños arrendatarios resultaba bastante desesperada también en épocas de hambre. Un país de campesinos como Francia fue probablemente menos afectado que los demás por la depresión agraria general que siguió a las guerras napoleónicas. Desde luego, un campesino francés que en 1840 mirara al otro lado del

Canal y comparase su situación y la del labrador inglés con el estado da cosas en 1788, no podría dudar de cuál de los dos había hecho el mejor negó-' ció.31 Entretanto desde la otra orilla del Atlántico, los granjeros americanos observaban a los campesinos del viejo mundo y se felicitaban de su buena fortuna de no pertenecer a ellos.

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