sábado, 11 de junio de 2016

7. Hobsbawm - EL NACIONALISMO - Las revoluciones burguesas.



7. EL NACIONALISMO

Cada pueblo tiene su misión especial con la que cooperará al cumplimiento de la misión general de la humanidad. Esa misión constituye su nacionalidad. La nacionalidad es sagrada.

Acta de Hermandad de la «Joven Europa», 1834

Día llegará ... en el que la sublime Germania se alzará sobre el pedestal de bronce de la libertad y la justicia, llevando en una mano la antorcha de la ilustración, que difundirá los destellos de la civilización por los más remotos rincones del mundo, y en la otra la balanza del árbitro. Los pueblos le suplicarán que resuelva sus querellas; esos pueblos que ahora nos muestran que la fuerza es el derecho y nos tratan a patadas con la bota de su desprecio.

Del discurso de SÍEBENPFEIFFER en el Festival de Hambach, 1832

checos» o «Jóvenes turcos». Señalan la desintegración del movimiento revolucionado europeo en segmentos nacionales. Sin duda, cada uno de esos segmentos nacionales tenía los mismos programas políticos, estrategia y táctica que -los otros, e incluso la misma bandera —casi invariablemente tricolor—. Sus miembros no veían contradicción entre süs propias peticiones y las de otras naciones, y en realidad aspiraban a la hermandad de todas, simultaneada con la propia liberación. Por otra parte, todos tendían a justificar su primordial interés por su nación adoptando el papel de un mesías para todas. A través de Italia, según Mazziní, y de Polonia, según Mickiewicz, los dolientes pueblos del mundo alcanzarían la libertad; una actitud perfectamente adaptable a las políticas conservadoras e incluso imperialistas, como lo atestiguan los eslavófilos rusos con sus pretensiones de hacer de la Santa Rusia una Tercera Roma, y los alemanes, que llegaron a decir que el mundo pronto sería salvado por el espíritu germánico. Desde luego, esta ambigüedad del nacionalismo procedía de la Revolución francesa. Pero en aquellos días sólo había una gran nación revolucionaria, lo que hacía considerarla como el cuartel general de todas las revoluciones y la fuerza motriz indispensable para la liberación del mundo. Mirar hacia París era razonable; mirar hacia una vaga «Italia», «Polonia» o «Alemania» (representadas en la práctica por un puñado de emigrados y conspiradores) sólo tenía sentido para los italianos, los polacos y los alemanes.

Si el nuevo nacionalismo hubiera quedado limitado a los miembros de las hermandades nacional-revolucionarias, no merecería mucha más atención. Sin embargo, reflejaba también fuerzas mucho más poderosas que emergían en sentido político en la década 1830-1840, como resultado de la doble revolución. Las más poderosas de todas eran el descontento de los pequeños terratenientes y campesinos y la aparición en muchos países de una clase media y hasta de una baja clase media nacional, cuyos portavoces eran casi siempre los intelectuales.

Ei papel revolucionario de esa clase quizá lo ilustren mejor que nadie Polonia y Hungría. En ambos países los grandes magnates y terratenientes encontraban posible y deseable el entendimiento con el absolutismo y los gobernantes extranjeros. Los magnates húngaros eran en general católicos y estaban considerados como pilares de la sociedad y la corte de Viena; sólo muy pocos se unirían a la revolución de 1848. El recuerdo de la vieja Rzecz- pospolita hacía pensar a los nobles polacos, pero las más influyentes de sus facciones casi nacionales —el grupo de los Czartoryski que ahora operaba desde la lujosa emigración del Hotel Lambert en París— siempre habían favorecido la alianza con Rusia y seguían prefiriendo la diplomacia a la revuelta. Económicamente eran lo bastante ricos para gastar a manos llenas e incluso para invertir mucho dinero en la mejora de sus posesiones y beneficiarse de la expansión económica de la época. El conde Széchenyi, uno de los pocos liberales moderados de su clase y paladín del progreso económico, dio su renta de un año para la nueva Academia de Ciencias húngara —unos

60.0 florines—, sin que tal donación influyera poco ni mucho en su tren de vida. Por otra parte, los numerosos pequeños nobles pobres a quiénes SU nacimiento distinguía de los campesinos —-de cada ocho húngaros, uno tenía la condición de hidalgo—- carecían de dinero para hacer provechosas sus propiedades y de inclinación a hacer la competencia a los alemanes y los judíos de la clase media. Si no podían vivir decorosamente de sus rentas o la edad les impedía las oportunidades de las armas, optaban —si no eran muy ignorantes— por las leyes, la administración u otro oficio intelectual, pero nunca por una actividad burguesa. Tales nobles habían sido durante mucho tiempo ■ la ciudadela de la oposición al absolutismo y al gobierno de los magnates y los extranjeros en sus respectivos países, resguardados (como en Hungría) tras la doble muralla del calvinismo y de la organización territorial. Era natural que su oposición, su descontento y sus aspiraciones a más ventajas pa su clase, se fusionaran ahora con el nacionalismo.

Las clases negociantes que surgieron en aquel período eran, paradójicamente, un elemento un poco menos nacionalista. Desde luego, en las desunidas Alemania e Italia, las ventajas de un gran mercado nacional unificado eran evidentes. El autor de Deutschland über Alies cantaba al

jamón y las tijeras, las botas y las ligas, la lana y el jabón, los hilados y la cerveza,

por haber .logrado lo que el espíritu de nacionalidad no había sido capaz de lograr: un genuino sentido de unidad nacional a través de la unión aduanera. Sin embargo, no es probable, dice, que los navieros de Génova (que más tarde prestarían un gran apoyo financiero a Garibaldi) prefirieran las posibilidades de un mercado nacional italiano a la vasta prosperidad de su comercio por todo el Mediterráneo. Y en los grandes imperios multinacionales, los núcleos industriales o mercantiles que crecían en las diferentes provincias podían protestar contra la discriminación, pero en el fondo preferían los grandes mercados que ahora se les abrían a los pequeños de lá futura independencia nacional. Los industriales polacos, con toda Rusia a sus pies, participaban poco en el nacionalismo de su país. Cuando Palacky proclamaba en nombre de los checos que «si Austria no existiese habría que inventarla», no se refería sólo al apoyo de la monarquía contra los alemanes, sino que expresaba también el sano razonamiento económico del sector más avanzado económicamente de un grande y de otra forma retrógrado imperio. A veces, los intereses de los negocios se ponían a la cabeza del nacionalismo, como en Bélgica, donde una fuerte comunidad industrial, recientemente formada, se consideraba, aunque no está muy claro que tuviesen razones para ello, en situación poco ventajosa bajo el dominio de la poderosa comunidad mercantil holandesa, a la cual había sido sometida en 1815. Pero este era un caso excepcional.

Los grandes partidarios del nacionalismo mesocrático en aquella etapa eran los componentes de los estratos medio y-bajo de los profesionales, administrativos e intelectuales, es decir, las clases educadas. (Estas clases, naturalmente, no eran distintas de las clases de negociantes, especialmente en los países retrógrados en donde los administradores de fincas, notarios, abogados, etc., figuraban, entre los acumuladores de riqueza rural.) Para precisar: la vanguardia de la clase media nacionalista libraba su batalla a lo largo de la línea que señalaba el progreso educativo de gran número de «hombres nuevos» dentro de zonas ocupadas antaño por una pequeña elite. El progreso de escuelas y universidades da la medida del nacionalismo, pues las escuelas y, sobre todo, las universidades se convirtieron en sus más firmes paladines. El conflicto entre Alemania y Dinamarca sobre Schleswig-Holstein en 1848 y luego en 1864 fue precedido por el conflicto de las universidades de Kiel y de Copenhague sobre el asunto a mediados de los años 1840.

Este progreso era sorprendente, aunque el número total de «educados» siguiera siendo escaso. El número de alumnos en los liceos estatales franceses se duplicó entre 1809 y 1842, aumentando con particular rapidez bajo la monarquía de julio, pero todavía en 1842 no llegaba a los 19.000. (El total de muchachos que recibían la segunda enseñanza entonces era de unos 70.000.) Hacia 1850, Rusia tenía unos 2G.ÖÖ0 alumnos de segunda enseñanza para una población total de 68 millones de almas. El número de estudiantes universitarios era, naturalmente, más pequeño, aunque tendía a aumentar. Es difícil comprender que la juventud académica prusiana, tan agí-. tada por la idea de la liberación después de 18Ó6, consistiera en 1805 en . poco más de i .500 muchachos; que el Politécnico, la ruina de los Borbones restaurados en 1815, enseñara a un total de 1,581 jóvenes entre 1815 y 1830, es decir, a poco más de cien por año. La importancia revolucionaria de los estudiantes en 1848 nos hace olvidar que en todo el continente europeo, incluidas las antirrevolucionarias islas británicas, no había probablemente más de 4Ö.ÜÖÖ. Como es natural, este número aumentó. En Rusia, el número de estudiantes creció de 1.700 en 1825 a 4.600 en 1848. Pero aunque no hubiese aumentado, la transformación de la sociedad y las universidades les daba una nueva conciencia de sí mismos como grupo social. Nadie se acuerda de que en 1789 había unos 6.Ö00 estudiantes en la Universidad de París, porque no tomaron parte como tales en la revolución.3 Pero en 1830 posiblemente nadie habría pasado por alto semejante número de estudiantes.

Las pequeñas elites pueden operar con idiomas extranjeros, pero cuando el cuadro dé alumnos aumenta, el idioma nacional se impone, como lo demuestra la lucha por el reconocimiento lingüístico en los estados indios



desde 1940. Por eso, el momento en que se escriben en la lengua nacional .. los primeros libros de texto o los primeros periódicos o cuando esa lengua se/? utiliza por primera vez para fines oficiales, supone un paso importantísimo;/ en la evolución nacional. En la década 1830-1840 este paso se dio en muchas/; grandes zonas europeas. Las principales obras de astronomía, química, antro-;/ pología, mineralogía y botánica checas se escribieron o terminaron en esa década. En Rumania fueron los libros de textos escolares los primeros en / sustituir el griego vulgar por el rumano. El húngaro fue adoptado como idioma oficial de la Dieta húngara en vez del latín en 1840, aunque la Universi- : dad de Budapest, controlada desde Viena, no abandonaría las lecciones en. latín-hasta 1844. (La batalla por el uso del húngaro como idioma oficial se libraba intermitentemente desde 1790.) En Zagreb, Gai publicaba su Gaceta Croata (más tarde Gaceta Nacional Iliria) desde 1835, en la primera versión ; literaria de lo que antes había sido un mero complejo de dialectos. En paí- • ses que llevaban mucho tiempo poseyendo un idioma nacional oficial, el cambio no pudo ser apreciado tan fácilmente, aunque es interesante que después de 1830, el número de libros alemanes publicados en Alemania fue por primera vez superior al 90 por 100 sobre los latinos y franceses; el de libros franceses después de 1820 había quedado reducido a menos dél 4 por 1003 Por lo general, la expansión de las publicaciones nos da un índice comparativo. Así, en Alemania, el número de libros publicados en 1821 fue casi el mismo que en 1800 —unos 4.000 al año—; pero en 1841 había llegado a los

12.0 títulos.

Desde luego, la gran masa de europeos y de no europeos permanecía sin instruir. En realidad, excepto los alemanes, los holandeses, los escandinavos, ios suizos y los ciudadanos de los Estados Unidos, ningún pueblo podía considerarse alfabetizado en 1840. Varios pueden considerarse totalmente analfabetos, como los eslavos meridionales, que tenían menos de un 0,50 por 100 letrado en 1827 (incluso mucho más tarde sólo el 1 por 100 de los reclutas dálmatas del ejército austríaco sabía leer y escribir), o los rusos que tenían un 2 por 100 en 1840, mientras otros muchos eran casi analfabetos, como los españoles, los portugueses (qué al parecer tenían escasamente 8.000 niños en las escuelas después de la guerra peninsular) y los italianos, salvo los lombardos y piamonteses. Incluso en Inglaterra, Francia y Bélgica, había de un 40 a un 50 por 100 de analfabetos en 1840-1850. El analfabetismo no impedía lá existencia de una conciencia política, pero a pesar de ello no se puede decir que el nacionalismo de nuevo cuño fuese una masa poderosa, excepto en países ya transformados por la doble revolución: en Francia, en Inglaterra, en los Estados Unidos y ¿n Irlanda, que dependía política y económicamente de Inglaterra.

Identificar el nacionalismo con la clase letrada no es decir que las masas, por ejemplo rusas, no se consideraran «rusas» cuando se enfrentaban con algo o alguien que no ío fuera. Sin embargo, para las masas, en general, la prueba de la nacionalidad era todavía la religión: los españoles se definían por ser católicos, los rusos por ser ortodoxos. Pero aunque tales confrontaciones se hacían cada vez más frecuentes, seguían siendo raras, y ciertos géneros de sentimiento nacional, como él italiano, eran más bien totalmente ajenos a la gran masa del pueblo, que ni siquiera hablaba el idioma nacional literario, sino muchas veces un patois casi ininteligible. Incluso en Alemania, la mitología patriótica había exagerado mucho el grado de sentimiento nacional contra Napoleón, pues Francia era muy popular en la Alemania occidental, sobre todo entre los soldados a los que utilizaba libremente.50 Las poblaciones ligadas al papa o al emperador podían manifestar resentimientos contra sus enemigos, que bien podían ser los franceses, pero esto no suponía sentimiento alguno de conciencia nacional ni respondía a un deseo de Estado nacional. Además, el hecho de que el nacionalismo estuviera representado por las ciases medias y acomodadas, era suficiente para hacerlo sospechoso a los hombres pobres. Los revolucionarios radical-democráticos polacos trataban insistentemente —como los carbonarios del sur de Italia y otros conspiradores— de atraer a sus filas a los campesinos, con el señuelo de una reforma agraria. Su fracaso fue casi total. Los aldeanos de Galitzia se opusieron en 1846 a los revolucionarios polacos, aun cuando éstos proclamaran la abolición de la servidumbre, prefiriendo asesinar a los conspiradores y confiar en los funcionarios del emperador.

El desarraigo de los pueblos, tal vez el fenómeno más importante del siglo xix, iba a romper este viejo, profundo y localizado tradicionalismo. No obstante, sobre la mayor parte del mundo, hasta 1820-1830, apenas se producían movimientos migratorios, salvo por motivos de movilización militar o hambre, o en los grupos tradicionalmente migratorios como los de los campesinos del centro de Francia, que se desplazaban para trabajos estacionales al norte, o los artesanos viajeros alemanes. El desarraigo significa, por eso, no la forma apacible de nostalgia que sería la enfermedad psicológica característica del siglo xix (reflejada en innumerables canciones populares), sino el agudo y lacerante mal du pays o mal de coeur explicado clínicamente por primera vez por los médicos a propósito de los viejos mercenarios suizos en países extranjeros. Las quintas de las guerras revolucionarias ío revelaron, sobre todo, entre los bretones. La atracción de los lejanos bosques nórdicos era tan fuerte, que hizo a una joven sierva estoniana abandonar a sus excelentes patronos, los Kuegelgen, en Sajonia, con lo que era libre, para volver a la servidumbre en su país natal. Los movimientos migratorios, de los cuales la emigración a los Estados Unidos supone el índice más alto, crecieron mucho desde 1820, aunque no alcanzarían grandes proporciones hasta la década 1840-1850, en la que tres cuartos de millón de personas cruzaron el

Atlántico Norte (casi tres veces más que en la década anterior). Aun así, la - única gran nación migratoria aparte de las islas británicas, era Alemania, que ’ solía enviar a sus hijos como colonos campesinos a Europa oriental y a América, como artesanos móviles por todo el continente y como mercenarios a todas partes.

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De hecho, sólo se puede hablar de un movimiento nacional occidental.' organizado de forma coherente antes de 1848, basado auténticamente sobre las masas y que incluso gozaba de- la inmensa ventaja de su identificación con la portadora más fuerte de tradición: la Iglesia. Este movimiento fue el movimiento irlandés de revocación dirigido por Daniel O’ConnelI (1785- 1847), un abogado demagogo de origen campesino y pico de oro, el primero—y hasta 1848 el único— de esos carismáticos líderes populares que marcan el despertar de la conciencia política en las masas antes retrógradas. (Las únicas figuras que se le pueden comparar antes de 1848 fueron Feargus O’Connor [1794-1855], otro irlandés que simbolizó el cartismo en la Gran Bretaña, y quizá Louís Kossuth [1802-1894], quien, pudo haber adquirido algo de su posterior prestigio entre las masas antes de la revolución de 1848; aunque su reputación en ese decenio como paladín de la pequeña aristocracia y más tarde su canonización por los historiadores nacionalistas, hagan difícil ver con claridad los comienzos de su catrera.) La Asociación Católica de O’Connell, que ganó el apoyo de las masas y la confianza (no del todo justificada) del clero en la victoriosa lucha por la emancipación católica (1829) no se relacionaba en ningún sentido con la clase media, que era, en general, protestante y anglo-irlandesa. Fue un movimiento de campesinos y de la más modesta clase media existente en la depauperada isla. «El Libertador» llegó a su liderazgo por las sucesivas oleadas de un movimiento masivo de revolución agraria, la principal fuerza motriz de los políticos irlandeses a lo largo del tremendo siglo. Este movimiento estaba organizado en sociedades secretes terroristas que ayudaron a romper el provincialismo de la vida irlandesa. Sin embargo, su propósito no era ni la revolución ni la independencia nacional, sino el establecimiento de una moderada autonomía de la clase media irlandesa por. acuerdo o por negociación con los whigs ingleses. En realidad, no se trataba de un nacionalismo, y menos aún de una revolución campesina, sino de un tibio autonomísmo mesocrático. La crítica principal —y no sin fundamento— que han hedió a 0’Connell los nacionalistas irlandeses posteriores (lo mismo que los más radicales nacionalistas indios criticaron a Gandhi, que ocupó una posición análoga en la historia de su país) es la de que pudo haber sublevado a toda Manda contra Inglaterra y deliberadamente se negó a hacerlo. Pero esto no modifica el hecho de que el movimiento que lideraba fuera un movimiento de masas de la nación irlandesa.

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Fuera del área del moderno mundo burgués existían también algunos movimientos de rebelión popular contra los gobiernos extranjeros (entendiendo por éstos más bien los de diferente religión que los de nacionalidad diferente) que algunas veces parecen anticiparse a otros posteriores de índole nacional. Tales fueron las rebeliones contra el Imperio turco, contra los rusos en el Cáucaso y la lucha contra la usurpadora soberanía británica en y por los confines de la India. No conviene considerarlos del todo como nacionalismo moderno, aunque en ciertas zonas pobladas por campesinos y pastores armados y combativos, organizados en clanes e inspirados por caciques tribales, bandidos-héroes y profetas, la resistencia al gobernante extranjero (o mejor al no creyente) pudo tomar la forma de verdaderas guerras populares, a diferencia de los movimientos nacionalistas de minorías selectas en países menos homéricos. Ahora bien, la resistencia de los mahrattas (un grupo feudal y militar hindú) y la de los síjs (una secta religiosa militante) frente a los ingleses en 1803-1818 y 1845-1849, respectivamente, tenían poco que ver con el subsiguiente nacionalismo indio y produjeron distintos efectos,1'1 Las tribus caucásicas, salvajes, heroicas y violentísimas, encontraron en la puritana secta islámica de los muridístas un lazo de unión temporal contra, los invasores rusos, y en Shamyl (1797-1871) un jefe de gran talla; pero hasta la fecha no existe una nación caucasiana, sino sólo un cúmulo de pequeñas poblaciones montañesas en pequeñas repúblicas soviéticas. (Los georgianos y los armenios, que han formado naciones en sentido moderno, no estuvieron incluidos en el movimiento de Shamyl.) Los beduinos, barridos por sectas religiosas puritanas como la wahhabi en Arabia y la senussi en lo que hoy es Libia, luchaban por la simple fe de Alá y la vida sencilla de los pastores, alzándose contra la corrupción de los pachas y las ciudades, así como contra los impuestos. Pero lo que ahora conocemos como nacionalismo árabe —un producto del siglo xx— procede de las ciudades y no de los campamentos nómadas.

Incluso las rebeliones contra los turcos en los Balcanes, especialmente entre las apenas sojuzgadas poblaciones montañesas del sur y del oeste, no pueden ser interpretadas en modernos términos nacióiraíistas, aunque los poetas y los combatientes —como a menudo eran los mismos, como los obispos poetas y guerreros de Montenegro— recordaban las glorias de héroes casi nacionales como el aíbanés Skanderberg y tragedias como lá derrota serbia

tí. El movimiento sij sigue siendo sui generis hasta la fecha. La tradición de combativa resistencia bindd en Mabarashtra hizo de esta región un primitivo centro de nacionalismo indio y suministró algunos de sns primeros —y muy tradicionalistas— líderes, de los que el más importante fue B. O. Tilak; pero esto era un matiz regional y no predominante en e] movimiento. Algo como ei nacionalismo mahraíta puede existir hoy todavía, pero su base social es la resistencia de la gran masa de trabajadores y de ta más modesta cíase media a los gujaratis, hasta hace muy poco dominantes económica y lingüísticamente.



en Kossovo en las remotas luchas contea los turcos. Nada era más natural que,; rebelarse, donde era necesario o deseable, contra una administración local oí un debilitado Imperio turco. Pero nada como el común atraso económico s unió a los que ahora conocemos por yugoslavos, todavía sometidos al Inope- ; rio turco, aunque el concepto de Yugoslavia más que a los que combatían por Ì la libertad se debiera a los intelectuales de Austria-Hungría. Los montone-í grinos ortodoxos* nunca sometidos, combatían a los turcos; pero con igual celo luchaban contra los infíeles católicos albaneses y los infieles* pero fan memento eslavos, bosnios musulmanes. Los bosnios se sublevaron contra los ; turcos, cuya religión compartían en su mayoría, con tanta energía como los ortodoxos serbios de la boscosa llanura danubiana, y con más violencia que los «viejos serbios» de la zona fronteriza albanesa. El primero de los pueblos balcánicos que se alzó en el siglo XDC fue el serbio, dirigido por un heroico tratante de cerdos y bandolero llamado Jorge el Negro (1760-1817), pero la fase inicial de ese alzamiento (1804-1807) no protestaba contra el gobierno turco, sino, por el contrario, en favor del sultán contra los abusos de los gobernantes locales. En la primitiva historia de la rebelión montañesa en los Balcanes occidentales, pocas cosas indican que los servios, albaneses, griegos, etc., no se hubieran conformado con aquella especie de principado autónomo no nacional que implantó algún tiempo en el Epiro el poderoso sátrapa Ali Pachá, llamado «el León de Janina» (1741-1822).

Unica y exclusivamente en un caso, el constante combate de los clanes de pastores de ovejas y héroes-bandidos contra un gobierno real se fundió con las ideas nacionalistas de la cíase media y de la Revolución francesa: en là lucha de los griegos por su independencia (1821-1830). No sin razón, Ore- eia sería en adelante el mito y la inspiración en todas partes de nacionalistas y liberales. Pues sólo en Grecia todo un pueblo se alzó contra el opresor en una forma que podía identificarse con la causa de la izquierda europea. Y, a su vez, el apoyo de esa izquierda europea, encabezada por el poeta Byron, que moriría allí, sería una considerable ayuda para el triunfo de la independencia griega.

La mayoría de los griegos eran semejantes a los demás clanes y campesinos-guerreros de la península balcánica. Pero una parte de ellos constituía uña clase mercantil y administrativa internacional, establecida en colonias o comunidades minoritarias por todo el Imperio turco y hasta fuera de él, y la lengua y las altas jerarquías de la Iglesia ortodoxa, a la que la mayor parte de los pueblos balcánicos- pertenecían, eran griegas* encabezadas por el patriarca griego de Constantinopla, Funcionarios griegos, convertidos en príncipes vasallds, gobernaban los principados danubianos (la actual Rumania).

En un sentido, todas las clases educadas y mercantiles de los Balcanes y el área del mar Negro y Levante, estaban helenizadas por la naturaleza de sus actividades. Durante el siglo xvm esta helenización prosiguió con más fuerza que antes, debiéndose, en gran parte, a la expansión económica, que también amplió la esfera de actividades y los contactos de los griegos del exterior. El nuevo y floreciente comercio de cereales del mar Negro se relacionaba con los centros mercantiles italianos, franceses e ingleses y fortalecía sus lazos con Rusia; la expansión del comercio balcánico llevaba a los comerciantes griegos o helenízados a la Europa central. Los primeros periódicos en lengua griega se publicaron en Viena (1784-1812). La periódica emigración y asentamiento de campesinos rebeldes reforzaba las comunidades exiliadas. Fue entre esta dispersión cosmopolita en donde las ideas de la Revolución francesa —liberalismo, nacionalismo y los métodos de organización política por sociedades secretas masónicas— enraizaron. Rhigas (1760-1798), jefe de un primitivo y oscuro movimiento revolucionario, posiblemente panbalcáni- co, hablaba francés y adaptó La Marsellesa a las circunstancias helénicas. La Phiiiké Hetairía —sociedad secreta y patriótica principal responsable de la revuelta de 1821— fue fundada en 1814 en el nuevo gran puerto cerealista ruso de Odesa.

Su nacionalismo era, en cierto modo, comparable a los movimientos de elites de Occidente. Esto explica el proyecto de promover una rebelión por la independencia griega en los principados danubianos bajo el mando de magnates locales griegos; las únicas personas que podían llamarse griegas en aquellas miserables tierras de siervos eran los señores, los obispos, los mercaderes y los intelectuales, por lo que, naturalmente, el alzamiento fracasó por completo (1821). Sin embargo, por fortuna, la Hetairía había conseguido también la afiliación de los bandoleros-héroes, los proscritos y los jefes de clan de las montañas griegas (especialmente en el Peloponeso), con mucho ■ más éxito —después de 1818— que los carbonarios del Mediodía de Italia que intentaron una proselitización similar de sus bandidos locales. Es dudoso que cualquier cosa parecida a nacionalismo moderno significara mucho para aquellos klephts, aunque muchos de ellos tenían sus «escribientes» —el respeto y el interés por las personas cultas era una reliquia del antiguo helenismo— que redactaban manifiestos con fraseología jacobina. Si defendían algo era el viejo carácter de una península en la que el papel del hombre había sido convertirse en héroe, y la proscripción en las montañas para resistir a cualquier gobierno y enderezar la suerte de los campesinos era el ideal político universal. Para las rebeliones de hombres como Kolokotrones, bandido y traficante de ganado, los nacionalistas de tipo occidental daban una dirección panhelénica, más bien que de escala puramente local. A su vez, ellos Ies proporcionaban esa cosa única y terrible: el alzamiento en masa de un pueblo armado.

El nuevo nacionalismo griego se bastaba para ganar la independencia, aunque la combinación de la dirección de la clase media, la desorganización «kléphtica» y la intervención de las grandes potencias produjera una de esas

caricaturas del ideal liberal occidental que llegarían a ser tan frecuentes eat América Latina. Pero también daría el paradójico resultado de reducir eli helenismo a la Hélade, creando o intensificando con ello el nacionalismo f latente de los demás pueblos balcánicos. Mientras ser griego había sido pocp> más que la exigencia profesional del ortodoxo balcánico culto, la helenizá- ción hizo progresos. Pero cuando significó el apoyo político a la Héladé, retrocedió incluso entre las asimiladas ciases letradas balcánicas. En este sen- ;■ tído, la independencia griega fue la condición esencial preliminar para la ' evolución de otros nacionalismos balcánicos.

Fuera de Europa es difícil hablar de nacionalismo. Las numerosas repú- blicas sur americanas que sustituyeron a los desgarrados imperios español y portugués (para ser exactos, el Brasil se convirtió en Imperio independiente ; que duró desde 1816 hasta 1889), y cuyas fronteras reflejaban con ffecuen-. ; eia muy poco más que là distribución de las haciendas de los grandes que ' habían respaldado más o menos las rebeliones locales, empezaron a adquirir ••• intereses políticos y aspiraciones territoriales. El primitivo ideal panamerica- } no de Simón Bolívar (1783-1830), de Venezuela y de San Martín (1778- 1850), de la Argentina, era imposible de realizar, aunque haya persistido : como poderosa corriente revolucionaria a lo largo de todas las zonas unidas ¡ por el idioma español, lo mismo que el panbaleanismo, heredero de la unidad • ortodoxa frente al Islam, persistió y persiste todavía hoy. La vasta extensión ; y variedad del continente, la existencia de focos independientes de rebelión en México (que dieron origen a la América Cenerai), Venezuela y Buenos Aires, y el especial problèma del centro del colonialismo español en el Petó, que fue liberado desde fuera, impusieron una automática fragmentación. Pero las revoluciones latinoamericanas fueron obra de pequeños grupos de patricios, soldados y afrancesados, dejando pasiva a la masa de la población blanca, pobre y católica, y a la india, indiferente y hostil. Tan sólo en México se consiguió la independencia por iniciativa de un movimiento popular agrario, es decir, indio, en marcha bajo la bandera de la Virgen de Guadalupe, por lo que seguiría desde entonces un camino diferente y políticamente más avanzado qué el resto de la América Latina. Sin embargo, incluso en las capas latinoamericanas más .decisivas políticamente, sería anacrónico en nuestro período hablar de algo más que del embrión —colombiano, venezolano, ecuatoriano, etc.— dé una «conciencia nacional».

Algo semejante a un protonacioftalismo existía en varios países *de la Europa oriental, pero, paradójicamente, tomó el rumbo del conservadurismo más bien que el de una rebelión nacional. Los eslavos estaban oprimidos en todas partes, excepto en Rusia y en algunas pocas plazas fuertes balcánicas; pero, como hemos visto, a sus ojos los opresores no eran los monarcas absolutos, sino los terratenientes germanos o magiares y los explotadores urbanos. Ni el nacionalismo de éstos permitía un puesto para la existencia nacional eslava: incluso un programa tan radical como fel de los estados unidos germánicos propuesto por los republicanos y demócratas de Baden (en el suroeste de Alemania) acariciaba la inclusión de una República ilírica (com- puesta por Croacia y Eslovenia) con capital en la italiana Trieste, una mora- ¿va con su capital en Olomóuc, y una bohemia con sede en Praga. De aquí que la inmediata esperanza de los nacionalistas eslavos residiera en los emperadores de Austria y Rusia. Varias versiones de solidaridad eslava expresaban la orientación rusa y atraían a los eslavos rebeldes —hasta a los polacos antirrusos— especialmente en tiempos de derrota y desesperación como después del fracaso de los levantamientos de 1846. El «ilirianismo» en Croacia y el moderado nacionalismo checo expresaban la tendencia austríaca, por lo que recibían el deliberado apoyo de los Habsburgo, dos de cuyos principales ministros Kolowrat y el jefe de policía Sedlftitzfcy— eran checos. Las aspiraciones culturales croatas fueron protegidas desde 1830, y en 1840 Kolow- rat propuso lo que más adelante resultaría tan práctico ett la revolución de 1848: el nombramiento de un militar croata como jefe de Croacia, con facultades para controlar las Fronteras con Hungría, para contrarrestar a los turbulentos magiares.*4 Por eso, ser un revolucionario en 1848 equivalía a oponerse a las aspiraciones nacionales eslavas; y el tácito conflicto entre las naciones «progresivas» y «reaccionarias» influiría mucho en el fracaso de las revoluciones de 1848.

En ninguna parte se descubre nada que seméje nacionalismo, pues las condiciones sociales para ello no existen. De hecho, algunas dé las fuerzas que habían de producir más tardé el nacionalismo se Oponían en aquélla épo- ca a la alianza de tradición, religión y pobreza de las masas, alianza qué Ofrecería la más potente resistencia a la usurpación de los conquistadores y explotadores occidentales. Los elementos de una burguesía local que aumentaban en los países asiáticos lo hacían al amparo de los explotadores extranjeros, de los que muchos eran agentes, intermediarios o dependientes. Un ejemplo de ésto es la comunidad Parsee de Bombay. Incluso cuando el educado e «ilustrado» asiático no era uft comprador ó un insignificante servidor de un gobernante o de una firma extranjera (situación no muy diferente a la de los griegos residentes en Turquía), su primera obligación política era accidentalizar, es decir, introducir las ideas de la Revolución francesa y de la modernización científica y técnica en su pueblo frente a la resistencia uñida de los gobernantes tradicionales y los tradicionales gobernados (situación no muy diferente a la de los señores jacobinos de Italia meridional). Por ello, se vela doblemente separado de su pueblo. La mitología nacionalista ha ocultado a menudo este divorcio, en parte suprimiendo los vínculos entre el colonialismo y la clase media autóctona, en parte prestando a una resistencia antiextranjera prematura los colores de un movimiento naetonálista posterior. Pero en Asia, en los países islámicos e incluso en Africa, la unión éntre intelectuales y nacionalismo, y entre ambos y las masas, no se efectuaría hasta el siglo xx.

Así pues, el nacionalismo en el este fue el producto de la conquista y la influencia occidentales. Este lazo es, quizá, más evidente en el único país plenamente oriental en el que se pusieron los cimientos del que —además del irlandés— iba a ser el primer movimiento nacionalista colonial moderno: en Egipto. La conquista de Napoleón introdujo ideas, métodos y técnicas occidentales, cuyo valor reconocería muy pronto un hábil y ambicioso soldado local, Mohamed AH. Habiendo adquirido poder y virtual independencia de Turquía en el confuso período que siguió a la retirada de los franceses, y con el apoyó de éstos, Mohamed AH logró establecer un eficaz y occidentaliza- do despotismo con la ayuda técnica extranjera, francesa principalmente. Entre 1820 y 1830, muchos europeos izquierdistas ensalzaron al autócrata ilustrado, y le ofrecieron sus servicios, cuando la reacción en sus países parecía demasiado desalentadora. La extraordinaria secta de los sansimonianos, fluctuante entre la defensa del socialismo y el desarrollo industrial por obra de banqueros e ingenieros, le dio temporalmente su ayuda colectiva y preparó sus planes de desarrollo económico (véase p. 245). También pusieron los cimientos del canal de Suez (obra del sansimoniano Lesseps) y de la fatal dependencia de los gobernantes egipcios de grandes empréstitos negociados por grupos de estafadores europeos en competencia, que convirtieron a Egipto primero en un centro de rivalidad imperialista y después de rebelión antiimperialista. Pero Mohamed AH no era más nacionalista que cualquier otro déspota oriental. Su oceidentalización, no sus aspiraciones o las de su pueblo, puso los cimientos para un ulterior nacionalismo. Si Egipto conoció el primer movimiento nacionalista en el mundo islámico y Marruecos uno de los últimos, fue porque Mohamed AH (por razones geopolíticas perfectamente comprensibles) estaba en los principales caminos de la occidentaliza- ción, y el aislado y autosellado Imperio jerifiano del extremo occidental del Islam ni lo estaba ni intentó estarlo. El nacionalismo, como tantas otras características del mundo moderno, es hijo de la doble revolución.

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