sábado, 11 de junio de 2016
5. Hobsbawm - LA PAZ - Las revoluciones burguesas.
5. LA PAZ
El acuerdo existente (entre las potencias) es su única perfecta seguridad frente a las brasas revolucionarias que todavía existen más o menos en cada Estado de Europa y ... es verdadera prudencia evitar las pequeñas discrepancias y mantenerse unidos para mantener los principios establecidos del orden social.
CASTLEREAGH 1
El emperador de Rusia es, con mucho, el único soberano en perfectas condiciones para lanzarse inmediatamente a las mayores empresas. Está al frente del único ejército verdaderamente disponible que hoy existe en Europa.
GENTZ, 24 de marzo de 1818
Después de más de veinte años de casi ininterrumpida guerra y revolución, los antiguos regímenes victoriosos se enfrentaban a problemas de pacificación y conservación de la paz, particularmente difíciles y peligrosos. Había que limpiar los escombros de dos décadas y redistribuir los territorios arrasados. Y más aún: para todos los estadistas inteligentes era evidente que en adelante no se podría tolerar una gran, guerra, que seguramente llevaría a una nueva revolución y, como consecuencia, a la destrucción de esos antiguos regímenes. «En la actual situación de enfermedad social de Europa —escribía el rey Leopoldo de los belgas {el sensato y algunas veces fastidioso tío de la reina Victoria de Inglaterra) a propósito de una crisis posterior—= sería inaudito desencadenar ... una gueira general. Tal guerra ... traería seguramente un conflicto de principios, y por lo que conozco de Europa, creo que tal conflicto cambiaría su forma y derrumbaría toda su estructura.» Los reyes y estadistas no eran ni más prudentes ni más pacíficos que antes. Pero, indudablemente, estaban mucho más asustados.
Y tuvieron un éxito desacostumbrado. Entre la derrota de Napoleón y la guerra de Crimea de 1854-1856, no hubo, en efecto, guerra general europea o conflicto armado en el que las grandes potencias se enfrentaran en el campo de batalla. En realidad, aparte de la guerra de Crimea, no hubo entre 1815 y 1914 alguna guerra en que se vieran envueltas más de dos potencias. El ciudadano del siglo xx debe apreciar la importancia de esto. Ello es tanto más impresionante cuanto que la escena internacional distaba mucho de estar tranquila y las ocasiones de conflicto abundaban. Los movimientos revolucionarios <de los que hablaremos en el capítulo 6) destruían de cuando en cuando la difícilmente ganada estabilidad internacional: entre 1820 y 1830 sobre todo .en la Europa meridional, los Balcanes y en América Latina; después de 1830, en Europa occidental —Bélgica sobre todo— y, por último, en la revolución de 1848. La decadencia del Imperio turco, amenazado tanto por la disolución interna como por las ambiciones de las grandes potencias rivales —especialmente Inglaterra, Rusia y un poco menos Francia—, convirtió la llamada «cuestión de Oriente» en un constante motivo de crisis: en la década de 1820-1830 a propósito de Grecia; en la siguiente a propósito de Egipto. Y aunque se apaciguó después de un grave conflicto en 1839-1841, seguía siendo un peligro para la paz del mundo, como antes. Las relaciones entre Inglaterra y Rusia eran muy tensas a causa del Oriente Próximo y la tierra de nadie entre los dos imperios en Asia. Francia no se conformaba con su posición internacional, mucho más modesta de la que había tenido antes de 1815. A pesar de tales escollos y remolinos, los navios diplomáticos navegaban con dificultad, pero sin entrar en colisión.
Nuestra generación, que ha fracasado de manera tan espectacular en la tarea fundamental de la diplomacia que es la de evitar las guerras, ha tendido por eso a considerar a los estadistas y los métodos de 1815-1848, con un respeto que sus inmediatos sucesores no siempre sintieron. Talleyrand, que rigió la política extranjera de Francia desde 1814 hasta 1835, sigue siendo el modelo para los diplomáticos franceses. Castíereagh, George Canning y el vizconde Palmerston, secretarios de Asuntos Exteriores británicos, respectivamente, en 1812-1822, 1822-1827 y en todos los gobiernos no tories desde 1830 hasta 1852, han adquirido una sorprendente y retrospectiva talla de gigantes de la diplomacia. El príncipe de Mettemich, primer ministro austríaco durante todo el período que va desde la caída de Napoleón hasta la suya, en 1848, es considerado hoy con menos frecuencia un mero y rígido enemigo de cualquier cambio que un prudente mantenedor de la estabilidad política y social de Europa. No obstante, nadie ha sido capaz de encontrar ministros dignos de idealizar en la Rusia de Alejandro I (1801-1825) y Nicolás I (1825-1855) o en la relativamente poco importante Prusia de aquella época.
En un sentido está justificada la fama. El reajuste de Europa después de las guerras napoleónicas no era más justo y más moral que cualquier otro, pero dado el propósito enteramente antiliberal y antinacional de sus hacedores (es decir, anturevolucionario), era realista y sensible. No se intentó explotar la victoria tota! sobre los franceses, para no incitarles a un recrudecimiento del jacobinismo. Las fronteras del país derrotado se dejaron un poco mejor de lo que estaban en 1789, las reparaciones de guerra fueron razonables, la ocupación por las tropas extranjeras fue: corta y ya en 1818 Francia fue readmitida como miembro con plenitud de derechos en el «concierto de Europa». (Y de no haberse producido la fracasada vuelta de Napoleón en 1815, esos términos habrían sido todavía más moderados.) Los Borbones fueron restaurados, pero se entendía que tendrían que hacer concesiones a! peligroso espíritu de sus súbditos. Se aceptaron los cambios más importantes de la revolución y se les otorgó su ardoroso anhelo, una Constitución, aunque desde luego en una forma moderadísima, con el título de Carta «libremente concedida» por el nuevo monarca absoluto, Luis XVIII.
El mapa de Europa se rehízo sin tener en cuenta las aspiraciones de los pueblos o los derechos de los numerosos principes despojados en una u otra época por los franceses, sino atendiendo ante todo al equilibrio de las cinco grandes potencias surgidas de las guerras: Rusia, Gran Bretaña, Francia, Austria y Prusia. En realidad, sólo las tres primeras contaban. Inglaterra no tenía ambiciones territoriales en el continente, pero quería ejercer su dominio o «protección» sobre los lugares de importancia marítima y comercial. Retuvo Malta, las islas Jónicas y Heligoland, siguió prestando una atención especial a Sicilia y se benefició evidentemente con la transferencia de Noruega a Suecia por parte de Dinamarca —con lo que evitaba que un solo Estado controlase la entrada del mar Báltico— y la unión de Holanda y Bélgica (los antiguos Países Bajos austríacos) que ponía las desembocaduras del Rin y del Escalda en las manos de un Estado inofensivo, pero lo bastante fuerte — sobre todo respaldado por la barrera de fortalezas del sur—para resistir las conocidas aspiraciones francesas respecto a Bélgica. Ambos acuerdos fueron muy mal acogidos por los noruegos y por los belgas, y el segundo sólo duró hasta la revolución de 1830, en la que fue sustituido, después de alguna fricción anglo-francesa, por un pequeño reino permanentemente neutralizado, bajo un principe elegido por los ingleses. Fuera de Europa, en cambio, las ambiciones territoriales inglesas eran mucho más grandes, aunque el dominio total de los mares por la escuadra británica hacía indiferente que un territorio estuviese o no bajo la bandera inglesa, excepto- en las fronteras del noroeste de la India, en donde sólo unos débiles o caóticos principados y regiones separaban a los imperios británico y ruso. Pero la rivalidad entre la Gran Bretaña y Rusia apenas afectaba a la zona reorganizada en 1814-1815. Los intereses británicos en Europa consistían sencillamente en que ninguna potencia fuera demasiado fuerte.
Rusia, la decisiva potencia militar terrestre, satisfizo sus limitadas ambiciones territoriales con la adquisición de Finlandia a expensas de Suecia, la de Besarabia a expensas de Turquía, y de la mayor parte de Polonia, a la que se concedió un grado de autonomía bajo la facción local que siempre había favorecido la alianza con Rusia. Esta autonomía quedó abolida después del
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alzamiento de 1830-1831. El resto de Polonia se repartió entre Prasia y Austria, con la excepción ¡de la ciudad-república de Cracovia» la cual, a su vez, no sobreviviría al alzamiento de 1846. En lo demás, Rusia se contentaba con ■ejercer una remota pero efectiva hegemonía sobre todos los principados absolutos situados al este de Francia, ya que su principal interés era evitar la revolución. El zar Alejandro patrocinó con ese designio una Santa Alianza, a la que se adhirieron Austria y Rusia, pero no Inglaterra. Desde el punto de vista británico, esta virtual hegemonía rusa sobre la mayor parte de Europa no era tal vez la solución ideal, pero reflejaba las realidades militares y no podía evitarse salvo permitiendo a Francia un grado mayor de poder, que ninguno de sus antiguos adversarios admitiría, o al intolerable precio de una guerra. La consideración de Francia como gran potencia quedaba claramente reconocida de hecho, aunque todavía faltaba tiempo para que lo fuera de derecho.
Austria y Prusia eran verdaderas grandes potencias sólo por cortesía. Así se creía —con razón— de Austria por su conocida debilidad en épocas de crisis internacional, y —erróneamente— de Prusia por su colapso en 1806. Su principal misión era la de actuar como estabilizadores europeos. Austria recuperó sus provincias italianas más los antiguos territorios venecianos en Italia y Dalmacia, y el protectorado sobre los pequeños principados del norte y el centro de Italia, casi todos gobernados por parientes de los Habs- burgo (excepto Piamonte-Cerdeña, al que se incorporó la antigua República genovesa para actuar como eficaz amortiguador entre Austria y Francia). Si había que mantener el orden en Italia, Austria era el policía de servicio. Puesto que su único interés era la estabilidad —sin la cual se exponía a su propia desintegración—, se le confiaba actuar como salvaguardia permanente contra cualquier intento de perturbar el continente. Prusia se beneficiaba del deseo británico de tener una potencia razonablemente fuerte en la Alemania occidental —región cuyos principados siempre habían tendido a aproximarse a Francia o estaban dominados por ella— y recibió Renania, cuya inmensa potencialidad económica no alcanzaron a ver los aristócratas diplomáticos. También se benefició del conflicto entre Inglaterra y Rusia en el que los ingleses consideraban excesiva la expansión rusa en Polonia. Ei resultado de las complejas negociaciones interrumpidas con amenazas de guerra, fue que devolviera parte de sus antiguos territorios polacos a Rusia, recibiendo, a cambio, la mitad de la rica e industriosa Sajorna. Tanto desde ei punto de vista territorial como del económico, Prusia ganó relativamente más con el reajuste de 1815 que cualquiera de las demás potencias y se convirtió de hecho, por primera vez, en una verdadera gran potencia por sus recursos, aunque ello no se haría evidente para los políticos hasta la década 1860- 1870. Austria, Prusia y la grey de pequeño« estados alemanes —cuya principal función internacional era proporcionar novios y buenos modales a las casas reales de Europa— se espiaban unos a otros dentro de la Confederación germánica, aunque la prioridad de Austria era reconocida. La misión más importante de la Confederación era mantener a los pequeños estados fuera de la órbita francesa dentro de la cual tendían a gravitar. A pesar de sus
pujos nacionalistas, no les había ido muy mal como satélites napoleónicos.
Los estadistas de 1815 eran lo bastante inteligentes para saber que ningún reajuste, por bien ensamblado que estuviese, podría resistir a la larga la tensión de las rivalidades estatales y las circunstancias cambiantes. Por lo cual trataron de establecer un mecanismo para mantener la paz —-por ejemplo, abordando los problemas en cuanto aparecían— mediante periódicos congresos. Naturalmente, las decisiones cruciales en ellos las tomaban las grandes potencias (término éste inventado en aquel período). El «concierto europeo» —otro término puesto en circulación entonces— no corresponde al de las Naciones Unidas de nuestro tiempo, sino más bien al del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. No obstante, esos congresos regulares sólo se celebraron muy pocos años: desde 1818, en que Francia fue readmitida oficialmente al concierto, hasta 1822.
El sistema de congresos fracasó, porque no pudo sobrevivir a los años que siguieron inmediatamente a las guerras napoleónicas, cuando el hambre de 1816-1817 y las depresiones financieras mantuvieron un vivo pero injustificado temor a la revolución social en todas partes, incluso en Inglaterra. Después de la vuelta a la estabilidad económica hacia 1820, cada una de las perturbaciones producidas por el reajuste de 1815 servía para poner de manifiesto las divergencias entre los intereses de las potencias. Al enfrentarse con un primer chispazo de insurrección y desasosiego en 1820-1822, sólo Austria se mantuvo fiel al principio de que tales movimientos debían atajarse inmediata y automáticamente en interés del orden social (y de la integridad territorial austríaca). Sobre Alemania, Italia y España, las tres monarquías de la Santa Alianza y Francia estaban de acuerdo, aunque la última, ejerciendo con gusto el oficio de policía internacional en España (1823), estaba menos interesada en la estabilidad europea que en ensanchar el ámbito de sus actividades diplomáticas y militares, particularmente en España, Bélgica e Italia, en donde tenía la mayor parte de sus inversiones extranjeras. Inglaterra se quedó al margen de la Alianza, en parte porque —sobre todo después de que el flexible Canning sustituyó al rígido reaccionario Castlereagh (1822)— estaba convencida de que las reformas políticas en la Europa absolutista eran inevitables más pronto o más tarde, y porque los políticos británicos no simpatizaban con el absolutismo, pero también porque la aplicación del principio hubiera llevado a las potencias rivales (sobre todo a Francia) a América Latina, la cual, como hemos visto, era un factor vital para la economía británica. Por tanto, los ingleses apoyaron la independencia de los estados latinoamericanos, como lo hicieron los Estados Unidos con la Declaración de Monroe de 1823, manifiesto que no tenía un valor práctico —pues si alguien protegía la independencia de aquellos países era la flota británica^— aunque sí un considerable interés profètico.
Con respecto a Grecia, las potencias estaban más divididas aún. Rusia, a pesar de su repugnancia por las revoluciones, no podía por menos de resultar beneficiada por el movimiento de un pueblo ortodoxo que debilitaba a los turcos y confiaba mucho en la ayuda rusa. (Además, existía un tratado que le concedía el derecho a intervenir en Turquía en defensa de los cristianos ortodoxos.) El temor de una intervención unilateral rusa, la presión filohelena, sus intereses económicos y la convicción general de que la desintegración de Turquía no podría evitarse, aunque sí organizarse mejor, llevó a los ingleses desde la hostilidad a través de la neutralidad hasta una intervención irregular prehelénica. De este modo, Grecia alcanzó su independencia en 1829, gracias a las ayudas de Rusia y de Inglaterra. El peligro internacional se redujo al convertir el país en un reino bajo uno de los muchos príncipes alemanes disponibles, con lo cual no sería un mero satélite ruso. Pero la permanencia del reajuste de 1815, el sistema de congresos y el principio de supresión de ias revoluciones quedaron arruinados.
Las revoluciones (te 1830 los destruirían por completo, pues afectaron no sólo a los estados pequeños, sino a una gran potencia: Francia. En efecto, tales revoluciones apartaron a" toda la Europa del oeste del Rin de las operaciones policíacas de la Santa Alianza. Entretanto, la «cuestión de Oriente» —el problema de qué hacer ante la inevitable disgregación de Turquía— convertía a los Balcanes y a Levante en un campo de batalla de las potencias, especialmente Rusia y Gran Bretaña. La «cuestión de Oriente» alteraba el equilibrio de fuerzas, porque todo conspiraba para fortalecer a Rusia, cuyo principal objetivo diplomático entonces —como luego— era conseguir el dominio de los estrechos entre Europa y Asia Menor que controlaban su acceso al Mediterráneo. Esto no era sólo un asunto de importancia diplomática y militar, sino también de urgencia económica, dado el aumento en la exportación de cereales de Ucrania. Inglaterra, preocupada, como de costumbre, por los caminos de la India, se sentía profundamente incómoda con la marcha hacia el sur de la única gran potencia que podía amenazarlos. Su política, pues, tenía que ser apoyar a toda costa a Turquía frente a la expansión rusa. (Esto tenía, además, la ventaja de beneficiar el comercio británico en Levante, que ya había crecido mucho en aquella época.) Por desgracia, tal política era completamente impracticable. El Imperio turco no era de ningún modo un país en situación desesperada, al menos en el aspecto militar, sino que estaba en condiciones de poder enfrentarse a una rebelión interna (fácil de sofocar) y a la fuerza combinada de Rusia y de una desfavorable situación internacional. Sin embargo, ni era capaz de modernizarse ni mostraba mucho deseo de hacerlo, aunque apuntaron los comienzos de una modernización bajo Mahmud II (1809-1839) en los últimos años de su reinado. Por todo ello, sólo el apoyo militar y diplomático directo de Inglaterra (por ejemplo, la amenaza de guerra) evitaría el firme progreso de la influencia rusa y el colapso de Turquía a consecuencia de tantos disturbios. Por cuanto antecede se puede asegurar que la «cuestión de Oriente» era la situación internacional más explosiva después de las guerras napoleónicas, la única que podía conducir a una guerra general y la única que, en efecto, la provocaría en 1854- 1856. No obstante, el peso inclinaba la balanza internacional en favor de
Rusia y en contó de Inglaterra; Rusia buscaba un compromiso, ya que podía lograr sus objetivos militares por dos caminos: bien por la derrota y reparto de Turquía y una eventual ocupación rusa de Constaatinopla y los estrechos, bien por un virtual protectorado sobre una Turquía débil y sometida. Uno u otro camino siempre estarían abiertos. En otras palabras, para el zar no valía la pena provocar una gran guerra por Constantinopla. Así, en los años 1820 y siguientes, la guerra griega terminó aceptando la política de partición y ocupación. Rusia dejé de obtener mucho de lo que esperaba, porno querer llevar las cosas demasiado lejos. En lugar de ello, negoció un tratado muy favorable en Unkiar Skelessi (1833) con una Turquía agobiada y necesitada de un poderoso protector. Inglaterra se consideró ultrajada por ese tratado y los años sucesivos vieron el nacimiento de una fuerte rusofobia que convirtió la imagen de Rusia en la de una enemiga secular de Gran Bretaña. Al enfrentarse con la presión británica, los rasos se batieron en retirada y después de 1840 resucitaron sus proyectos de reparto de Turquía.
Pero, en la realidad, la rivalidad anglo-rasa en Oriente fue mucho menos peligrosa de lo que el clamor público hacía pensar, especialmente en Inglaterra. Además, él miedo mucho mayor de Inglaterra a una resurrección del poderío francés, quitaba importancia a aquel conflicto. La frase «el gran juego», que más tarde se utilizaría para las turbias actividades de los aventureras y agentes secretos dé ambas potencias que operaban en la tierra de nadie oriental entre los dos imperios, expresa bien la situación. Lo que hacía a ésta verdaderamente peligrosa era' el imprevisible curso de los movimientos de liberación dentro de Turquía y la intervención de las otras potencias. Entre éstas Austria tenía un considerable interés pasivo en el problema por ser un cuarteado imperio multinacional, amenazado por los movimientos de los mismos pueblos que minaban la estabilidad turca: los eslavos balcánicos, de manera especial los serbios. Sin embargo, su amenaza no era inmediata (aunque más adelanté proporcionaría la ocasión para la primera guerra mundial). Francia era más inquietante, por tener una larga historia de influencia política y diplomàtica en Levante, influencia que periódicamente trataba de restablecer y ampliar. Particularmente, desde la expedición de Napoleón a Egipto, la influencia francesa era grande en este país, cuyo pacha, Mohamed Ali, que gobernaba con una virtual independencia, tenía siempre en tensión al Imperio turco. En realidad, las crisis en la «cuestión de Oriente» de 1831-1833 y 1839-1841, fueron esencialmente crisis en Tas relaciones de Mohamed Ali con su soberano nominal, complicadas en el último dase por el apoyo prestado por Francia a Egipto. Pero si Rusia no quería una guerra por Coastanti- nopìa, tampoco Francia fe deseaba. Fuere®, pues, crisis diplomáticas. Aparte del episodio de Crimea, no hubo conflicto armado á propósito ríe Turquía en todo el siglo xix.
Estudiando el curso de las disputas internacionales de aquel período, resulta evidente que el material inflamable en las relaciones internacionales no era lo bastaste explosivo para desencadenar una gran guerra. De las grandes potencias, Austria y Prusia eran demasiado débiles para amenazar la paz. Inglaterra estaba satisfecha. Es ISIS había obtenido la mayor victoria de toda la historia, emergiendo de los veinte años de guerra contra Francia como la única economía industrializada, la única potencia naval —la flota británica contaba en 1840 casi con tantos barcos como todas las demás escuadras juntas— y virtualmente la única potencia colonial del mundo. Ningún obstáculo parecía alzarse en el camino del máximo objetivo de la política exterior británica: la expansión de su comercio y de sus inversiones. Rusia, aunque no tan saciada, sólo tenía limitadas ambiciones territoriales y nada podía oponerse -—o así lo parecía— a sus avances. Al menos nada que justificara una guerra general socialmente peligrosa. Sólo Francia era una potencia «insatisfecha» y tenía fuerzas para romper el orden internacional establecido. Pero sólo podría hacerlo con una condición: la de movilizar las revolucionarias energías del jacobinismo en el interior y del liberalismo y el nacionalismo en el exterior. Pero ya no era capaz —como en las épocas de Luis XIV o de la revolución— de luchar con una coalición de dos o más grandes potencias, sosteniéndose exclusivamente de su población y de sus recursos. En 1780 había %S franceses por cada inglés, pero ea 1830, menos de tres por cada dos. En 1780 había casi tantos franceses como rusos, pero en 1830 había casi la mitad más de rusos que de franceses. Y el ritmo de la evolución económica de Francia era mucho menos vivo que el de Gran Bretaña, los Estados Unidos y —muy pronto— el de Alemania.
Pero el jacobinismo era un precio demasiado caro para que un gobierno francés lo pagara para satisfacer sus ambiciones internacionales. En 1830primero y luego en 1848, cuando Francia derribó su régimen y el absolutismo se vio conmocionado o destruido en otros sitios, las potencias temblaron cuando podían haberse evitado tantas noches de insomnio. En 1830-1831 los moderados franceses no estaban preparados ni siquiera para levantar un dedo a favor de los polacos rebeldes, con quienes toda la opinión liberal francesa (y la de toda Europa) simpatizaban. «¿Y Polonia?—escribía el anciano pero entusiasta Lafayette a Palxnerston en 1831—. ¿Qué va usted a hacer, qué vamos a hacer por ella?»7 No obtuvo respuesta. Francia hubiera podido reforzar sus recursos con los de la revolución europea. Así lo esperaban los revolucionarios. Pero las complicaciones de una guerra revolucionaria asustaban tanto a ios gobernantes liberales moderados franceses como al propio Mettemich. Ningún gobierno francés entre 1815 y 1848 hubiera arriesgado la paz general por los intereses peculiares de su país.
Fuera de la línea del equilibrio europeo, nada se oponía en el camino de la expansión y del belicismo. De hecho, aunque sumamente grandes, las adquisiciones territoriales de las potencias blancas eran limitadas. Los ingle-
?. F Pünteíl, Laf&yetíe et fia Poíogne, 1934.
ses se daban por contentos con ocupar los puntos cruciales para el dominio naval del mundo y para sus intereses comerciales mundiales, tales cómo el extremo meridional de África (arrebatado a los holandeses durante las guerras napoleónicas), Ceilán, Singapur (fondada en aquel período) y Hong Kong. Las exigencias de la lucha contra la trata de esclavos —que satisfacía a la vez la opinión humanitaria en el interior y los intereses estratégicos de la flota británica, la cual la utilizaba para reforzar su monopolio global—, les llevó a establecer puntos de apoyo a lo largo de las costas africanas. Pero en conjunto, con una crucial excepción, los ingleses pensaban que un mundo abierto para el comercio británico y protegido por la escuadra británica contra cualquier intento de intrusión, era mucho más barato de explotar sin los gastos administrativos de la ocupación. La crucial excepción era la India y todo lo que afectaba a su control. La India tenía que ser conservada a todo trance, cosa que no dudaban siquiera los anticolonialistas y los partidarios de la libertad de comercio. Su mercado era de una enorme y creciente importancia y seguiría siéndolo mientras la India estuviera sometida. La India era la llave que abría las puertas ,del Lejano Oriente al tráfico de drogas y a otras provechosas actividades que los hombres de negocios europeos deseaban iniciar. China se abriría con la guerra del opio de 1839-1842. Como consecuencia de aquélla manera de pensar, el tamaño del Imperio angloindio aumentó entre 1814 y 1849 hasta ocupar los dos tercios del subcontinente, como resultado de una serie de guerras contra mahrattas, nepaleses, birmanos, rajputs, afganos, sindis y sijs, y la red dé la influencia británica se cerró más estrechamente en tomo al Oriente Próximo que controlaba la ruta directa de la India, organizada desde 1840 por los vapores de las líneas P y O y que comprendía una parte del viaje por tierra sobre el. istmo de Suez.
Aunque la fama expansionista dé Rusia fuera muy grande (al menos entre los ingleses), sus verdaderas conquistas fueron más modestas. En aquel período, el zar sólo consiguió adquirir algunas grandes y desiertas extensiones de la estepa de los kirguises al este de los Urales y algunas zonas montañosas duramente conquistadas en el Cáucaso. Por su parte, los Estados Unidos adquirieron por entonces todo el oeste y el sur de la frontera del Ore- gón, por insurrecciones y guerra contra los desamparados mexicanos. A su vez, Francia tenía que limitar sus ambiciones expansionistas a Argelia, que invadió con una excusa inventada en 1830 y consiguió conquistar en los diecisiete años siguientes. En 1847 había quebrantado totalmente la resistencia argelina.
Párrafo aparte merece un acuerdo internacional de gran trascendencia conseguido en aquel período: la abolición del comercio internacional de esclavos. Las razones que lo inspiraron fueron a la vez humanitarias y económicas: la esclavitud era horrorosa y al mismo tiempo ineficaz. Además, desde el punto de vista de los ingleses, que eran los principales paladines de aquel admirable movimiento entre las potencias, la economía de 1815-1848 ya no descansaba, como la del siglo xvm, sobre la venta de hombres y de azúcar, sino sobre la del algodón. La verdadera abolición de la esclavitud se produjo lentamente, excepto en los sitios en donde la Revolución francesa ya la había barrido. Los ingleses la abolieron en sus colonias —principalmente en las Indias Occidentales— en 1834, aunque pronto trataron de sustituiría en donde subsistían las grandes plantaciones agrícolas mediante la importación de trabajadores contratados en Asia. Los franceses no la abolieron oficialmente otra vez hasta la revolución de 1848, fecha en que todavía existía una gran demanda de esclavos y, como consecuencia, un comercio ilegal de ellos en el mundo.
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