4.
LA
GUERRA
■ En época de Innovación todo lo que no es nuevo es pernicioso. El arte militar de la monarquía ya no nos sirve, porque somos hombres diferentes y tenemos diferentes enemigos. El poder y las conquistas de pueblos, el esplendor de su política y su milicia ha dependido siempre de un solo principio, de una sola y poderosa institución ... Nuestra nación tiene ya un carácter nacional peculiar. Su sistema militar debe ser distinto que el de sus enemigos. Muy bien entonces: si la nación francesa es terrible a causa de nuestro ardor y destreza, y si nuestros enemigos son torpes, fríos y lentos, nuestro^sistema militar debe ser impetuoso.
Saint-Just, Rapport présenté a Id Convention Nationale au nom du Comité de Salut Public, 19 du premier mois de Pan u (10 de octubre de 1793)
No es verdad que la guerra sea una orden divina; no es verdad que la tierra esté sedienta de sangre. Dios anatematizó la guerra y son los hombres quienes la emprenden y quienes la mantienen en secreto horror.
Alfred de Vigny, Servitude et grandeur mititaires [1]
aquellos veinte años y pico de guerra: poderes y sistemas. Francia como Estado, con sus intereses y aspiraciones, se enfrentábalo se aliaba) con otros estados de la misma clase, pero, por otra parte, Francia como revolución convocaba a los pueblos del mundo para derribar la tiranía y abrazar la libertad, a lo que se oponían las fuerzas conservadoras y reaccionarias. Claro que después de los primeros apocalípticos años de guerra revolucionaria las diferencias entre estos dos matices de conflicto disminuyeron. Á finales del reinado de Napoleón, el elemento de conquista imperial y de explotación prevalecía sobre el elemento de liberación donde quiera que las tropas francesas derrotaban, ocupaban o anexionaban algún país, por lo que la guerra entre las naciones estaba mucho menos mezclada con la guerra civil internacional (doméstica en cada país). Por el contrario, las potencias anturevolucionarias se resignaban a la irrevocabilidad de muchas de las conquistas de la revolución en Francia, disponiéndose a negociar (con ciertas reservas) tratados de paz como entre potencias que funcionaban normalmente más bien que entre la luz y las tinieblas. Incluso a las pocas semanas de la primera derrota de Napoleón se preparaban a readmitir a Francia como un igual en el tradicional juego de alianzas, contraalianzas, fanfarronadas, amenazas y guerras con que la diplomacia regulaba las relaciones entre las grandes potencias. Sin embargo, la doble naturaleza de las guerras como conflictos entre estados y entre sistemas sociales permanecía intacta.
Socialmente hablando, los beligerantes estaban muy desigualmente divididos. Aparte Francia, sólo había un Estado de importancia al que sus orígenes revolucionarios y su simpatía por la Declaración de los derechos del hombre pudieran inclinar ideológicamente del lado de Francia: los Estados Unidos de América. En realidad, los Estados Unidos apoyaron a los franceses y al menos en una ocasión (1812-1814) lucharon, si no como aliados suyos, sí contra un enemigo común: Gran Bretaña. Sin embargo, los Estados Unidos permanecieron neutrales casi todo el tiempo y su fricción con los ingleses no se debía a motivos ideológicos. El resto de los aliados ideológicos de Francia, más que los plenos poderes estatales, lo constituían algunos partidos y comentes de opinión dentro de otros estados.
En un sentido amplio puede decirse que, virtualmente, cualquier persona de talento, educación e ilustración simpatizaba con la revolución, en todo caso hasta el advenimiento de la dictadura jacobina, y con frecuencia hasta mucho después. (¿No revocó Beethoven la dedicatoria de la Sinfonía Heroica a Napoleón cuando éste se proclamó emperador?) La lista de genios o talentos europeos que en un principio simpatizaron con la revolución, sólo puede compararse con la parecida y casi universal simpatía por la República española en los años treinta. En Inglaterra comprendía a los poetas —Wordsworth, Blake, Coleridge, Robert Bums, Southey—, a los hombres de ciencia como el químico Joseph Priestley y varios miembros de la distinguida Lunar Society de Birmingham,' técnicos e industriales como el forjador Wilkinson, [2]
el ingeniero Thomas Telford o intelectuales liberales o protestantes. En Ale--| manía, a los filósofos Kant, Herder, Fichte, Schelling y Hegel, a los poetas Schiller, Hólderlin, Wieland y el viejo Klopstock y al músico Beethoven. En Suiza, al pedagogo Pestalozzi, al psicólogo Lavater y al pintor Fuessli (Fuse- lij. En Italia* virtualmente a todas las personas de opiniones anticlericales. Sin embargo, aunque la revolución estaba encantada con ese apoyo intelectual y llegó a conceder la ciudadanía honoraria francesa a los que consideraba ;i más afines a sus principios,[3] ni un Beethoven ni un Robert Bums tenían 1 mucha importancia política o militar. |
Un serio sentimiento filojacobino o profrancés existía principalmente en ciertos sectores contiguos a Francia, en donde las condiciones sociales eran comparables o los contactos culturales permanentes (los Países Bajos, la Renania, Suiza y Saboya), en Italia, y, por diferentes razones, en Irlanda y en i Polonia. En Inglaterra, el «jacobinismo» hubiera sido sin duda un fenómeno de la mayor importancia política, incluso después del Terror, si no hubiera ; chocado con el tradicional prejuicio antifrancés del nacionalismo británico, í compuesto por igual por el desprecio del ahíto John Bull hacia los ham~ ■■ brientos continentales (en todas las caricaturas de aquella época representan ' a los franceses tan delgados como cerillas) y por la hostilidad al que desde ' siempre era el «enemigo tradicional» de Inglaterra y el aliado secular de ■ Escocia.[4] El jacobinismo británico fríe el único que apareció inicialmente como un fenómeno de clase artesana o trabajadora, al menos después de pasar el primer entusiasmo general. Las Corresponding Societies pueden alardear de ser las primeras organizaciones políticas independientes de la clase trabajadora. Pero el jacobinismo encontró una voz de gran fuerza en Los derechos del hombre de Tom Paine (de los que se vendieron casi un millón de ejemplares) y algún apoyo político por parte de los whigs, inmunes a la persecución por su firme posición social, quienes se mostraban dispuestos á defender las tradiciones de la libertad civil británica y la conveniencia de una paz negociada con Francia. A pesar de ello, la evidente debilidad del jacobinismo inglés se manifestó por el hecho de que la flota amotinada en Spithead en un momento crucial de la guerra (1797) pidió que se le permitiese zarpar contra los franceses tan pronto como sus peticiones económicas fueron satisfechas.
En la península ibérica, los dominios de los Habsburgo, la Alemania central y oriental, Escandinavia, los Balcanes y Rusia, el filojacobinismo era una fuerza insignificante. Atraía a algunos jóvenes ardorosos, a algunos intelectuales iluministas y a algunos oíros que, como Ignatius Martínovics en Hungría o Rhigas en Grecia, ocupan el honroso puesto de precursores en la his- íoria de la lucha por la liberación nacional o social en sus países. Pero la falta de apoyo masivo a sus ideas por parte de las clases media y elevada, más aún, su aislamiento de los fanáticos e incultos campesinos, hizo fácil ia supresión del jacobinismo cuando, como en Austria, se arriesgó a una conspiración. Tendría que pasar una generación antes de que la fuerte y militante tradición liberal española surgiera de las modestas conspiraciones estudiantiles o de los emisarios jacobinos de 1792-1795.
- La verdad es que en su mayor parte el jacobinismo en el exterior hacía su llamamiento ideológico directo a las clases medias y culto y que, por ello, su fuerza política dependía de la efectividad o buena voluntad con que aquéllas lo aplicaran. Así, en Polonia, la Revolución francesa causó una profunda impresión. Francia había sido la principal potencia en la que Polonia esperaba encontrar sostén contra la codicia de Prusía, Rusia y Austria, que ya se habían anexionado vastas regiones del país y amenazaban con repartírselo por completo. A su vez, Francia proporcionaba el modelo de la clase de profundas reformas interiores con las que soñaban todos los polacos ilustrados, merced a las cuales podrían resistir a sus terribles vecinos. Por tanto, nada tiene de extraño que la reforma constitucional polaca de 1791 estuviera profundamente influida por la Revolución francesa, siendo la primera en seguir sus huellas.[5] Pero en Polonia, la nobleza y la clase media reformista tenían las manos libres. En cambio en Hungría, en donde el endémico conflicto entre Viena y los autonomistas locales suministraba un incentivo análogo a los nobles del país para interesarse en teorías de resistencia (el conde de Gómór pidió la supresión de la censura como contraria al Contrato social de Rousseau), no las tenían. Y, como consecuencia, el «jacobinismo» era a la vez mucho más débil y mucho menos efectivo. En cambio, en Irlanda, el descontento nacional y agrario daba al «jacobinismo» una fuerza política muy superior al efectivo apoyo prestado a la ideología masónica y librepensadora de los jefes de los United Irishmen. En aquel país, uno de los más católicos de Europa, se celebraban actos religiosos pidiendo la victoria de los franceses ateos, y los irlandeses se disponían a acoger con júbilo la invasión de su país por las fuerzas francesas, no . porque simpatizaran con Robespie- rre, sino porque odiaban a los ingleses y buscaban aliados frente a ellos. Por otra parte, en España, en donde el catolicismo y la pobreza eran igualmente importantes, el jacobinismo perdió la ocasión de encontrar un punto de apoyo por la razón contraria: ningún extranjero oprimía a los españoles y el único que pretendía hacerlo era el francés.
Ni Polonia ni Irlanda fueron típicos ejemplos de fiíojacobmismo, pues el verdadero programa de la revolución era poco atractivo para una y otra. En cambio sí lo era en los países que tenían problemas políticos y sociales parecidos a los de Francia. Estos países se dividían en dos grupos: aquellos en que el «jacobinismo» nacional tenía posibilidades de prosperar por su propia fuerza, y países en los que sólo su conquista por Francia podría hacerlo adelantar. Los Países Bajos, parte de Suiza y quizá uno o dos estados italianos, pertenecían al primer grupo; la mayor parte de la Alemania occidental y de Italia, al segundó. Bélgica (los Países Bajos austríacos) ya estaba en rebelión en 1789: se olvida a menudo que Oamille Desmoulins llamó a su periódico Les Révolutions de France et de Brábant. El elemento profrancés de los revolucionarios (los democráticos «vonckistas») era desde luego más débil que los conservadores «statistas», pero lo bastante fuerte para proporcionar un verdadero apoyo revolucionario á la conquista—-que favorecía—de su país por Francia. En las Provincias Unidas, los «patriotas», buscando una alianza con Francia, eran lo bastante fuertes para pensar en una revolución, aun cuando dudaran de que pudiera triunfar sin ayuda exterior. Representaban a la clase media má$ modesta y estaban aliados con otras contra la oligarquía dominante de los grandes mercaderes patricios. En Suiza, el elemento izquierdista en ciertos cantones protestantes siempre' había sido fuerte y la influencia de Francia, poderosa. Allí también la conquista francesa completó más que creó las fuerzas revolucionarias locales.
En Alemania occidental y en Italia, la cosa fue diferente. La invasión francesa fue bien recibida por los jacobinos alemanes, sobre todo en Maguncia y en el suroeste, pero no se puede decir que éstos llegaran a causar graves preocupaciones a los gobiernos. Los franceses, incluso, fracasaron en su proyecto de establecer una República renana satélite. En Italia, la preponderancia del iluminísmo y lá masonería hizo inmensamente popular la revolución entre las gentes cultas, pero el jacobinismo local sólo tuvo verdadera fuerza en el reino de Nápoles, en donde captó virtualmente a toda la clase media ilustrada (y anticlerical), así como a una parte del pueblo, y estaba perfectamente organizado en las logias y sociedades secretas que con tanta facilidad florecen en la atmósfera de la Italia meridional. Pero a pesar de ello, fracasó totalmente en establecer contacto con las masas sociai-revolu- cionarias. Cuando llegaron las noticias del avance francés, se proclamó con toda facilidad una República napolitana que con la misma facilidad fue derrocada por una revolución social de derechas, bajo las banderas del papa y el rey. Con cierta razón, los campesinos y los lazzaroni napolitanos definían a un jacobino como «un hombre con coche».
Por todo ello, en términos generales se puede decir que él valor militar del filojacobinismo extranjero fríe más que nada el de un auxiliar para la conquista francesa, y una fuente de administradores, políticamente seguros, para los territorios conquistados. Pero, en realidad, la tendencia era convertir a las zonas con fuerza jacobina local, en repúblicas satélites que, más tarde, cuando conviniera, se anexionarían a Francia. Bélgica fue anexionada en 1795; Holanda se convirtió en la República bátava en el mismo año, y más adelante en un reino para la familia Bonaparte. La orilla izquierda del Rin tani’ñén fue anexionada, y, bajo Napoleón, convertida en estados satélites (coi: o el Gran Ducado de Berg —la actual zona <|el Rur— y el reino de Westfaüa), mientras la anexión directa se extendía más allá, a través del noroeste de Alemania. Suiza se convirtió en la República Helvética en 1798 para ser anexionada finalmente. En Italia surgió una serie de repúblicas: la cisalpina (1797), la ligur (1797), la romanía (1798), la partenopea (1798), que más tarde serían en parte territorio francés, pero predominantemente estados satélites (el reino de -Italia, el reino de Nápoles, etc.).
El jacobinismo extranjero tuvo alguna importancia militar, y los extranjeros jacobinos residentes en Francia tuvieron una parte importante en la formación de la estrategia republicana, de manera especial el grupo Saliceti, el cual influyó bastante en la ascensión del italiano Napoleón Bonaparte dentro del ejército francés y en su ulterior fortuna en Italia. Pero no puede decirse que ese grupo o grupos fueran decisivos. Sólo un movimiento profrancés extranjero pudo haber sido decisivo si hubiera sido bien explotado: el irlandés. Una revolución irlandesa combinada con una invasión francesa, particu- larmente en 1797-1798, cuando Inglaterra era el único beligerante que quedaba en el campo de batalla con Francia, podía haber forzado a pedir la paz a los ingleses. Pero el problema técnico de la invasión a través de tan gran extensión de mar era difícil, los esfuerzos franceses para superarlo vacilantes y mal concebidos, y la sublevación irlandesa de 1798, aun contando con un fuerte apoyo popular, estaba pobremente organizada y resultó fácil de vencer. Por tanto, es inútil especular sobre las posibilidades teóricas de unas operaciones francoirlandesas.
Pero si Francia contaba con la ayuda de las fuerzas revolucionarias en el extranjero, también los antifranceses. En los espontáneos movimientos de resistencia popular contra las conquistas francesas, no-se puede negar su composición social-revolucionaria, aun cuando los campesinos enrolados en ellos se expresaran en términos de conservadurismo militante eclesiástico y monárquico. Es significativo que la táctica militar identificada en nuestro siglo con la guerra revolucionaria —la guerrilla o los partisanos— fuera utilizada casi exclusivamente en el lado antifrancés entre 1792 y 1815. En la propia Francia, la Vendée y los dimanes realistas de la Bretaña hicieron una guerra de guerrillas entre 1793 y 1802, con interrupciones. Fuera de Francia, los bandidos de la Italia meridional, en 1798-1799, fueron quizá los precursores de la acción de las guerrillas populares antifrancesas. Los tiroleses, dirigidos por el posadero Andreas Hofer en 1809, pero sobre todo los españoles desde 1808 y en alguna extensión los rusos en 1812-1813, practicaron con éxito esa forma de combatir. Paradójicamente, la importancia militar de esta táctica revolucionaria para los antifranceses fue mucho mayor que la importancia militar del jacobinismo extranjero para los franceses. Ninguna zona más allá de las fronteras francesas conservó un gobierno projacobino un momento después de la derrota o la retirada de las tropas francesas, pero el Tirol, España y, en cierta medida, el sur de Italia presentaron a los franceses un problema militar mucho más grave después de las derrotas de sus ejércitos y gobernantes oficiales que antes. La razón es obvia: ahora se trataba de movimientos campesinos. En donde el nacionalismo antífrancés no se basaba en el campesino local, su importancia militar era casi nula. Un patriotismo retrospectivo ha creado una «guerra de liberación» alemana en 1813-1814, pero se puede decir con certeza que, por lo que respecta a la suposición de que estaba basada en una resistencia popular contra los franceses, es una piadosa mentira.[6] En España, el pueblo tuvo en jaque a los franceses cuando los ejércitos habían fracasado; en Alemania, los ejércitos ortodoxos fueron quienes los derrotaron en una forma completamente ortodoxa.
Hablando socialmente, pues, no es demasiado exagerado considerar esta guerra como sostenida por Francia y sus territorios fronterizos contra el resto de Europa. En términos de las anticuadas relaciones de las potencias, la cuestión era más compleja. Aquí, el conflicto fundamental era el que mediaba entre Francia y Gran Bretaña, que había dominado las relaciones internacionales europeas durante gran parte de un siglo. Desde el punto de vista británico, ese conflicto era casi exclusivamente económico. Los ingleses deseaban eliminar a su principal competidor a fin de conseguir el total predominio de su comercio en los mercados europeos, el absoluto control de los mercados coloniales y ultramarinos, que a su vez suponía el dominio pleno de los mares. En realidad, no querían mucho más que esto con la victoria. Este objetivo no suponía ambiciones territoriales en Europa, salvo la posesión de ciertos lugares de importancia marítima o la seguridad de que éstos no caerían en manos de países lo bastante fuertes para resultar peligrosos. Es decir, Gran Bretaña se conformaba con un equilibrio continental en el que cualquier rival en potencia estuviera mantenido a raya por los demás países. En el exterior, esto suponía la completa destrucción de los otros imperios coloniales y considerables anexiones al suyo.
Esta política era suficiente en sí para proporcionar a los franceses algunos aliados potenciales, ya que todos los estados marítimos, comerciales o coloniales la veían con desconfianza u hostilidad. De hecho, la postura normal de esos estados era la. de la neutralidad, ya que los beneficios del libre comercio en tiempos de guerra son considerables. Pero la tendencia inglesa a tratar (casi realistamente) a los buques neutrales como una fuerza que ayudaba a Francia más que a sus propios países, los arrastró de cuando en cuando en el conflicto, hasta que la política francesa de bloqueo a partir de 1806 los impulsó en sentido opuesto. La mayor parte de las potencias marítimas eran demasiado débiles o demasiado lejanas para causar perjuicios a Gran Bretaña;-pero la guerra angloamericana de 1812-1813 sería el resultado de tal conflicto.
La hostilidad francesa hacia Gran Bretaña era algo más complejo, pero él elemento que, como entre los ingleses, exigía una victoria total, estaba muy fortalecido por la revolución que llevó al poder a la burguesía francesa, cuyos apetitos eran, en el aspecto comercial, tan insaciables como los de los ingleses. La victoria sobre los ingleses exigía la destrucción del comercio británi-
co, del que se creía —con razón— que Gran Bretaña dependía; y la salvaguardia contra una futura recuperación, su aniquilamiento definitivo. (El paralelo entre el conflicto anglo-francés y el de Cartago y Roma estaba en la mente de los franceses, cuya fantasía política era muy clásica.) De manera más ambiciosa, la burguesía francesa esperaba rebasar la evidente superioridad económica de los ingleses sólo con sus recursos políticos y militares; por ejemplo, creando un vasto mercado absorbente del que estuvieran excluidos sus rivales. Ambas consideraciones dieron a la pugna anglo-fiancesa una persistencia y una tenacidad sin precedentes. Pero ninguno de los contendientes —cosa rara en aquellos tiempos, pero comente hoy— estaba realmente preparado para conseguir menos que una victoria total. El único y breve periodo de paz entre ellos (1802-1803) acabó por romperse por la repugnancia de uno y otro a mantenerla. Cosa singular, ya que la situación puramente militar imponía unas tablas, pues ya en la última década se había hecho evidente que los ingleses no podían llegar al continente de una manera efectiva, ni salir de él del mismo modo los franceses.
Las demás potencias antifrancesas estaban empeñadas en una lucha menos encarnizada. Todas esperaban derrocar a la Revolución francesa, aunque no a expensas de sus propias ambiciones políticas, pero después del período 1792-1795 se vio claramente que ello no era tan fácil. Austria, cuyos lazos de familia con los Borbones se reforzaron por la directa amenaza francesa a sus posesiones y zonas de influencia en Italia y a su predominante posición en Alemania, era la más tenaz antifrancesa, por lo que tomó parte en todas las grandes coaliciones contra Francia. Rusia fue anti- francesa intermitentemente, entrando en la guerra sólo en 1795-1800,1805- 1807 y 1812. Prusia se encontraba indecisa entre sus simpatías por el bando antírrevolucionario, su desconfianza de Austria y sus ambiciones en Polonia y Alemania, a las que favorecía la iniciativa francesa. Por eso entró en la guerra ocasionalmente y de manera semiindependiente: en 1792-1795, 1806-1807 (cuando fue pulverizada) y 1813. La política de los restantes países que de cuando en cuando entraban en las coaliciones antifrancesas, mostraba parecidas fluctuaciones. Estaban contra la revolución, pero la política es la política, tenían otras cosas en que pensar y nada en sus intereses estatales les imponía una fírme hostilidad hacia Francia, sobre todo hacia una Francia victoriosa que decidía las periódicas redistribuciones del territorio europeo.
También las ambiciones diplomáticas y los intereses de los estados europeos proporcionaban a los franceses cierto número de aliados potenciales, pues, en todo sistema permanente de estados en rivalidad y tensión constante, la enemistad de A implica la simpatía de anti-A. Los más seguros aliados de Francia eran los pequeños príncipes alemanes, cuyo interés ancestral era —casi siempre de acuerdo con Francia— debilitar el poder del emperador (ahora el de Austria) sobre los principados, que sufrían las consecuencias del crecimiento de la potencia prusiana. Los estados del suroeste de Alemania —Badén, Wurtemberg, Baviera, que constituirían el núcleo de la napoleónica Confederación del Rin (1806)—- y Sajorna, antigua rival y víctima de Pru- sia, fueron los más importantes. Sajorna sería el último y más leal aliado de Napoleón, hecho explicable en gran parte por sus intereses económicos, pues, siendo un centro industrial muy adelantado, obtenía grandes beneficios del «sistema continental» napoleónico.
Sin embargo, aun teniendo en cuenta las divisiones del bando antifrancés y los aliados potenciales con que Francia podía contar, la coalición antifrancesa era sobre el papel mucho más fuerte que los franceses, al menos inicialmente; A pesar de ello, la historia de las guerras es una serie de ininterrumpidas victorias de Francia Después de qué la combinación inicial de ataque exterior y contrarrevolución interna fue batida (1793-1794), sólo hubo un breve período, antes del final, en que ios ejércitos franceses se vieron obligados a ponerse a la defensiva: en í 799, cuando la Segunda Coalición movilizó al formidable ejército ruso mandado por Suvorov para sus primeras operaciones en la Europa occidental. Pero, a efectos prácticos, la lista (te campañas y batallas en tierra entre 1794 y 1812 sólo comprende virtualmente triunfos franceses. La razón de esos triunfos está en la revolución en Francia. Su irradiación política en el exterior no fue decisiva, como hemos visto. Todo lo más que logró fue impedir que la población de los estados reaccionarios resistiera a los franceses que le llevaban la libertad; pero la verdad es que ni la estrategia ni la táctica militante de los ortodoxos estados del siglo xvm esperaba ni deseaba la participación de los civiles en la guerra: Federico el Grande había respondido a sus leales berlineses, que se le ofrecían para resistir a los rusos, que dejarán la guerra a los profesionales, a quienes correspondía hacerla. En cambio en Francia, la revolución transformó las normas bélicas haciéndolas inconmensurablemente superiores a las de los ejércitos del antiguo régimen. Técnicamente, los antiguos ejércitos estaban mejor instruidos y disciplinados, por lo que en donde esas cualidades eran decisivas, como en la guerra naval, los franceses fueron netamente inferiores. Eran buenos corsarios capaces de actuar por sorpresa, pero ello no podía compensar la escasez de marineros bien entrenados y, sobre todo, de oficiales expertos, diezmados por la revolución por pertenecer casi en su mayor parte a familias realistas normandas y bretonas, y difíciles de sustituir de improviso. En seis grandes y ocho pequeñas batallas navales con los ingleses, los franceses tuvieron pérdidas de hombres diez veces mayores que sus contrincantes.[7] Pero en donde lo que contaba era la organización improvisada, la movilidad, la flexibilidad y sobre todo el ímpetu ofensivo y la moral, los franceses no tenían rival. Esta ventaja no dependía del genio militar de un hombre, pues las hazañas bélicas de los franceses antes de que Napoleón tomara el mando eran numerosas y las cualidades de los generales: franceses distaban mucho de ser excepcionales. Es posible, pues, que dependiera en parte del rejuvenecimiento de los cuadros de mando dentro y friera de Francia, lo cual es una de las principales consecuencias de toda revolución. En 1806, de los 142 generales con que contaba el potente ejército prusiano, setenta y nueve tenían más de sesenta años, y lo mismo una cuarta parte de los jefes de regimientos.[8] En ese mismo año, Napoleón (que había llegado a general a los veinticuatro), Murat (que había mandado una brigada a los veintiséis), Ney (que lo hizo a los veintisiete) y Davout, oscilaban entre los veintiséis y los treinta y siete años.
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La relativa monotonía de los éxitos franceses hace innecesario hablar con detalle de las operaciones militares de la guerra terrestre. En 1793-1794 las tropas francesas salvaron la revolución. En 1794-1795 ocuparon ios Países Bajos, Renania y zonas de España, Suiza, Saboya y Liguria. En 1796, la famosa campaña de Italia de Napoleón les dio toda Italia y rompió la Primera Coalición contra Francia. La expedición de Napoleón a Malta, Egipto y Siria (1797-1799) fue aislada de su base por el poderío naval de los ingleses, y, en su ausencia, la Segunda Coalición expulsó ajos franceses de Italia y los rechazó hacia Alemania. La derrota de los ejércitos aliados en Suiza (batalla de Zurich en 1799) salvó a Francia de la invasión, y pronto, después de la vuelta de Napoleón y su toma de poder, los franceses pasaron otra vez a la ofensiva. En 1801 habían impuesto la paz a los aliados continentales, y en 1802 incluso a los ingleses. Desde entonces, la supremacía francesa en las regiones conquistadas o controladas en 1794-1798 fue indiscutible. Un renovado intento de lanzar la guerra contra Francia, en 1805-1807, sirvió para llevar la influencia francesa hasta las fronteras de Rusia. Austria fue derrotada en 1805 en la batalla de Austerlitz (en Moravia) y hubo de firmar una paz impuesta. Prusia, que entró por separado y más tarde en la contienda, fue destrozada a su vez en las batallas de Jena y Auerstadt, en 1806, y desmembrada. Rusia, aunque derrotada en Austerlitz, machacada en Eylau (1807) y vuelta a batir en Friedland (1807), permaneció intacta como potencia militar. El tratado de Tilsit (1807) la trató con justificado respeto, pero estableció la hegemonía francesa sobre el resto del continente, con la excepción de Escan- dinavia y los Balcanes turcos. Una tentativa austríaca de sacudir el yugo de 1809 fue sofocada en las batallas de Aspem-Essling y Wagram. Sin embargo, la rebelión de los españoles en 1808, contra el deseo de Napoleón de imponerles como rey a su hermano José Bonaparte, abrió un campo de operaciones a los ingleses y mantuvo una constante actividad militar en la península, a la que no afectaron las periódicas derrotas y retiradas de los ingleses (por ejemplo, en 1809-1810).
Por el contrario, en el mar, los franceses fueron ampliamente derrotados en aquella época. Después de la batalla de Trafalgar (1805) desapareció cualquier posibilidad, no sólo de invadir Gran Bretaña a través del Canal, sino
de mantener contactos ultramarinos. No parecía existir más procedimiento de derrotar a Inglaterra que una presión económica que Napoleón trató de hacer efectiva por medio del «sistema continental» (1806). Las dificultades para imponer este bloqueo minaron la estabilidad de la paz de Tüsit y llevaron a la ruptura con Rusia, que sería el punto crítico de la fortuna de Napoleón. Rusia fue invadida y Moscú ocupado. Si el zar hubiese pedido la paz, como habían hecho casi todos ios enemigos de Napoleón en tales circunstancias, la jugada habría salido bien. Pero no la pidió, y Napoleón hubo de enfrentarse con el dilema de una guerra interminable sin claras perspectivas de victoria, o una retirada. Ambas serían igualmente desastrosas. Como hemos visto, los métodos del ejército francés eran eficacísimos para campañas rápidas en zonas lo suficientemente ricas y pobladas para permitirle vivir sobre el terreno. Pero lo logrado en Lombardía o en Renania —en donde se ensayaron primeramente esos procedimientos—-, factible todavía en la Europa central, fracasó de manera absoluta en los vastos, vacíos y empobrecidos espacios de Polonia y de Rusia. Napoleón fue derrotado no tanto por el invierno ruso como por su fracaso en el adecuado abastecimiento de la Grande Armée. La retirada de Moscú destrozó al ejército. De los 610.000 hombres que lo formaban al cruzar la frontera rusa, sólo volvieron a cruzarla unos 100.000.
En tan críticas circunstancias, la coalición final contra los franceses se formó no sólo con sus antiguos enemigos y víctimas, sino con todos los impacientes por uncirse al carro del que ahora se veía con claridad que iba a ser el vencedor: sólo el rey de Sajonia aplazó su adhesión para más tarde. En una nueva y feroz batalla, el ejército francés fue derrotado en Leipzig (1813), y los aliados avanzaron inexorablemente por tierras de Francia, a pesar de las deslumbrantes maniobras de Napoleón, mientras los ingleses las invadían desde la península. París fue ocupado y el emperador abdicó el 6 de abril de 1814. Intentó restaurar su poder en 1815, pero la batalla de Waterloo, en junio de aquel año, acabó con él para siempre. [9] aquella época un Estado temtorial soberano no suponía esto forzosamente.) El característico Estado feudal europeo, aunque a veces lo pareciera, como, por ejemplo, la Inglaterra medieval, no exigía tales condiciones. Su patrón era mucho más el «estado» en el sentido de propiedad. Lo mismo que el término «los estados del duque de Bedford» no implicaba ni que constituyeran un solo bloque ni que estuvieran regidos directamente por su propietario o mantenidos en las mismas condiciones, ni que se excluyeran los arriendos y subarriendos, el Estado feudal de la Europa occidental no excluía una complejidad que hoy parecería totalmente intolerable. En 1789 tales complejidades ya habían empezado a producir complicaciones. Algunos enclaves extranjeros se encontraban muy dentro del territorio de otro Estado, como, por ejemplo, la ciudad papal de Aviñón en Francia. A veces, territorios dentro de un Estado dependían, por razones históricas, de otro señor que a su vez dependía de otro Estado, es decir, en lenguaje moderno diríamos que se hallaba bajo una soberanía dual.[10] «Fronteras»; en forma de barreras aduaneras, se establecían entre las provincias de un mismo Estado. El Sacro Imperio Romano contenía sus principados privados, acumulados a lo largo de los siglos y jamás unificados debidamente —el jefe de la casa de Habsburgo ni siquiera tuvo un solo título para expresar su soberanía sobre todos sus territorios hasta 1804—,[11] y su imperial autoridad sobre una infinidad de territorios que comprendían desde grandes potencias por derecho propio, como el reino de Prusia (tampoco plenamente unificado como tal hasta 1807), y principados de todos los tamaños, hasta ciudades independientes organizadas en repúblicas y «libres señoríos imperiales» cuyos estados, a veces, no eran mayores que unas cuantas hectáreas y no reconocían un señor superior. Todos ellos, grandes o pequeños, mostraban la misma falta de unidad y normalización, y dependían de los caprichos de una larga serie de adquisiciones a trozos o de divisiones y reunificaciones de una herencia de familia. Todavía no se aplicaba el conjunto de consideraciones económicas, administrativas, ideológicas y de poder que tienden a imponer un mínimo de territorio y población como moderna unidad de gobierno, y que nos inquietan hoy al pensar, por ejemplo, en un Licchtenstein pidiendo un puesto en las Naciones Unidas. Como consecuencia de todo lo dicho, los estados diminutos abundaban en Alemania y en Italia.
La revolución y las guerras subsiguientes abolieron un buen número de aquellas reliquias, en parte por el afán revolucionario de unificación, y en parte porque los estados pequeños y débiles llevaban demasiado tiempo expuestos a la codicia de sus grandes vecinos. Otras formas supervivientes de remotos tiempos, como el Sacro Imperio Romano y muchas ciudades- Estado y ciudades-imperios, desaparecieron. El Imperio feneció en 1806, las antiguas repúblicas de Génova y Venecia habían dejado de existir en 1797 y, al final de la guerra, las ciudades libres de Alemania habían quedado reducidas a cuatro. Otra característica supervivencia medieval —los estados eclesiásticos independientes— siguieron el mismo camino: los principados episcopales de Colonia, Maguncia, Tréveris, Salzburgo, etc., desaparecieron. Sólo los Estados Pontificios en la Italia central subsistieron hasta 1870. Las anexiones, los tratados de paz y los congresos, en los que los franceses intentaron sistemáticamente reorganizar el mapa político alemán (en 1797-1798 y 1803), redujeron los 234 territorios del Sacro Imperio Romano —sin contar los señoríos Imperiales Ubres, etc.— a cuarenta; en Italia, en donde varias generaciones de guerras implacables habían simplificado ya la estructura política —sólo existían algunos minúsculos estados en los confines de la Italia septentrional y central-™, los cambios fueron menos drásticos. Como la mayor parte de estos cambios beneficiaban a algún fuerte Estado monárquico, la derrota de Napoleón los perpetuó. Austria jamás pensaría en restaurar la República veneciana, pues había adquirido sus territorios á través de la operación de los ejércitos revolucionarios franceses, y no pensó en devolver Salzburgo (que adquiriera en 1803), a pesar de su respeto a la Iglesia católica.
Fuera de Europa, los cambios territoriales de las guerras fueron la consecuencia de la amplísima anexión llevada a cabo por Inglaterra de las colonias de otros países, y de los movimientos dé liberación colonial, inspirados por la Revolución francesa (como en Santo Domingo), posibilitados o impuestos por la separación temporal de las colonias de sus metrópolis (como en las Américas española y portuguesa). El dominio británico de los mares garantizaba que la mayor parte de aquellos cambios serían irrevocables, tanto si se habían producido a expensas de los franceses como; más a menudo, de los antifranceses.
También fueron importantes los cambios institucionales introducidos directa o indirectamente por las conquistas francesas. En el apogeo de su poder (1810), los franceses gobernaban como si fuera parte de Francia toda la orilla izquierda alemana del Rin, Bélgica, Holanda y la Alemania del norte hasta Lübeck, Saboya, Piamonte, Liguria y la zona occidental de los Apeninos hasta las fronteras de Nápoles, y las provincias ilíricas desde Carintia hasta Dalmacia. Miembros de la familia imperial o reinos y ducados satélites cubrían España, el resto de Italia, el resto de Renania-Westfalia y una gran parte de Polonia. En todos estos territorios (quizá con la excepción del Gran Ducado de Varsovia), las instituciones de la Revolución francesa y el Imperio napoleónico eran automáticamente aplicadas o servían de modelo para la administración local: el feudalismo había sido abolido, regían los códigos legales franceses, etc. Estos cambios serían más duraderos que las alteraciones de las fronteras. Así, el código civil de Napoleón se convirtió en el cimiento de las leyes locales de Bélgica, Renania (incluso después de su reincorporación a Prusia) e Italia. El feudalismo, una vez abolido oficialmente, no volvió a restablecerse.
Como para los inteligentes adversarios de Francia era evidente que su
derrota se debía a la superioridad de un nuevo sistema político, o en todo caso a su error al no establecer reformas equivalentes, las guerras produjeron cambios no sólo a través de las conquistas francesas, sino como reacción contra ellas; en algunos casos —como en España—, de las dos maneras, pues de un lado los colaboradores de Napoleón —los afrancesados— y de otro los jefes liberales de la antifrancesa Junta de Cádiz aspiraban en suma al mismo tipo de una España modernizada según las líneas reformistas de la Revolución francesa. Lo que unos no lograron, lo intentaron los otros. Un caso más claro todavía de reforma por reacción —pues los liberales españoles eran ante todo reformadores y sólo antiffanceses por accidente histórico— fue el de Prusía, en donde se estableció una forma de liberación de los campesinos, un ejército organizado con elementos de la íevée en masse, y una serie de reformas legales, económicas y docentes, llevadas a cabo bajo el impacto del derrumbamiento del ejército y el Estado federiquianos en Jena y Auerstadt, y con el firme propósito de aminorar y aprovechar la derrota.
No es exagerado decir que todos los estados continentales de menor importancia surgidos al oeste de Rusia y Turquía y al sur de Escandinavia después de aquellas dos décadas de guerra se vierpn, juntamente con sus instituciones, afectados por la expansión o la imitación de la Revolución francesa. Incluso el ultrarreaccionario reino de Nápoles ño se atrevió a restablecer el feudalismo legal que abolieran los franceses.
Pero los cambios en fronteras, leyes e instituciones gubernamentales fueron nada comparados con un tercer efecto de aquellas décadas de guerra revolucionaria: la profunda transformación de la atmósfera política. Cuando estalló la Revolución francesa, los gobiernos de Europa la consideraron con relativa sangre fría: el mero hecho de que las instituciones cambiaran bruscamente, se produjeran insurrecciones, las dinastías fueran depuestas y los reyes asesinados o ejecutados, no conmovía en sí a los gobernantes del siglo xvm, que estaban acostumbrados a tales sucesos y los consideraban en otros países desde el punto de vista de su efecto en el equilibrio de poderes y en la relativa posición del suyo. «Los insurgentes que destierro de Ginebra —escribía Vergennes, el famoso ministro francés de Asuntos Exteriores del antiguo régimen— son agentes de Inglaterra, mientras que los insurgentes de América ofrecen perspectivas de larga amistad. Mi política respecto a unos y otros se determina no por sus sistemas políticos, sino por su actitud respecto a Francia. Esta es mi razón de Estado.»[12] Pero en 1815 una actitud completamente distinta hacia la revolución prevalecía y dominaba en la política de las potencias.
Ahora se sabía que la revolución en un único país podía ser un fenómeno europeo; que sus doctrinas podían difundirse más allá de las fronteras, y —lo que era peor— sus ejércitos, convertidos en cruzados de la causa revolucionaria, barrer los sistemas políticos del continente. Ahora se sabía que la revolución social era posible; que las naciones existían como algo indepen-
diente de los estados, los pueblos como algo independiente de sus gobernantes, e incluso que los pobres existían como algo independiente de las clases dirigentes. «La Revolución francesa —había observado el reaccionario De Bonald en 1796— es un acontecimiento único en la historia.»[13]“ Se quedaba corto: era un acontecimiento universal. Ningún país estaba inmunizado. Los soldados franceses que acampaban desde Andalucía hasta Moscú, desde el Báltico hasta Siria —sobre un área mucho más vasta que la pisada por un ejército conquistador desde los mongoles, y desde luego mucho más ancha que la ocupada por una fuerza militar en Europa excepto los bárbaros del norte—, impelían a la universalidad de su revolución con más efectividad que nada o nadie pudiera hacerlo. Y las doctrinas e instituciones que llevaron con ellos, incluso bajo Napoleón, desde España hasta Iliria, eran doctrinas universales, como lo sabían los gobiernos y como pronto iban a saberlo también los pueblos. Un bandido y patriota griego —Kolokotrones— expresaba así sus sentimientos:
A mi juicio, la Revolución francesa y los hechos de Napoleón abrieron los ojos a! mundo. Antes, las naciones nada sabían y los pueblos pensaban que sus reyes eran dioses sobre la tierra y que por ello estaban obligados a creer que todo cuanto hacían estaba bien hecho. Después dei cambio que se ha producido es más difícil el gobierno de los pueblos.13
IV
Hemos examinado los efectos de los veintitantos años de guerra sobre la estructura política de Europa. Pero ¿cuáles fueron las consecuencias del verdadero proceso de la guerra, las movilizaciones y operaciones militares y las subsiguientes medidas políticas y económicas?
Paradójicamente, fueron mayores en donde fue menor el derramamiento de sangre, excepto en Francia, que casi seguramente sufrió más bajas y pérdidas indirectas de población que los demás países. Los hombres del período revolucionario y napoleónico tuvieron la suerte de vivir entre dos épocas de terribles guerras —las del siglo xvn y las del nuestro— que devastaron los paises.de tremenda manera. Ninguna zona afectada por las guerras de 1792- 1815 —ni siquiera fe península ibérica, en donde las operaciones militares se prolongaron más que en ninguna parte y la resistencia popular y las represalias las hicieron más feroces— quedó tan arrasada como fes regiones de la Europa central y oriental durante las guerras de los Treinta Años, y del Norte en el siglo xvn, Suecia y Polonia en los comienzos del xvm, o grandes zonas del mundo en fes guerras civiles e internacionales del xx. El largo período de progreso económico que precedió a 1789 hizo que el hambre y sus secuelas, la miseria y la peste, no se sumaran con exceso a los destrozos de la batalla y el saqueo, al menos hasta después de 1811. <La mayor época de hambre fue después de las guerras, en 1816-1817.) Las campañas militares tendían a ser cortas y decisivas, y los armamentos empleados —artillería relativamente ligera y móvil— no eran tan destructores como los de nuestros tiempos. Los sitios no eran frecuentes. El fuego era probablemente el mayor riesgo para los edificios y los medios de producción, pero las casas pequeñas y las granjas se reconstruían con facilidad. La única destrucción verdaderamente difícil de reparar pronto en una economía preindustrial era ia de los bosques, los árboles frutales y los olivos, que tardan mucho en crecer, pero no parece que se destruyeran muchos.
El total de pérdidas humanas como consecuencia de aquellas dos décadas de guerra no parece haber sido aterrador, en comparación con las modernas. Como ningún gobierno trató de establecer ún balance exacto, nuestros cálculos modernos son vagos y no pasan de meras conjeturas, excepto para Francia y algunos casos especiales. Un millón de muertos de guerra en todo el período í3 resulta una cifra escasa comparada con las pérdidas de cualquiera de los grandes beligerantes en los cuatro años y medio de la primera guerra mundial, o con los 600.000 y pico de muertos de la guerra civil norteamericana de 1861-1865. Incluso dos millones no habría sido una cifra excesiva para más de dos décadas de guerra general, sobre todo si se recuerda la extraordinaria mortandad producida en aquellos tiempos por las epidemias y hambres: en 1865 una epidemia de cólera en España se dice que produjo 236.744 víctimas.[14] [15] En realidad, ningún país acusó una sensible alteración en el aumento de población durante aquel período, con la excepción quizá de Francia.
Para muchos habitantes de Europa no combatientes, la guerra no significó probablemente más que una interrupción accidental del normal tenor de vida, y quizá ni esto. Las familias del país de Jane Austen seguían su ritmo de vida como si no pasara nada. El mecklemburgués Fritz Reuter recordaba el tiempo de las guarniciones extranjeras como una pequeña anécdota más que como un drama; el viejo Herr Kuegelgen, evocando su infancia en Sajorna (uno de los campos de batalla de Europa, cuya situación geográfica y política atraía a los ejércitos y a las batallas, como Bélgica y Lombardía), se limitaba a recordar las largas semanas en que los ejércitos atravesaban o se acuartelaban en Dresde. Desde luego, el número de hombres armados implicados en la contienda era mucho más alto que en todas las guerras anteriores, aunque no extraordinario en comparación con las modernas. Incluso las quintas no suponían más que la llamada de una fracción de los hombres afectados: la Costa de Oro, departamento de Francia en el reinado de Napoleón, sólo proporcionó 11.000 reclutas de sus 350.000 habitantes, o sea, el 3,15 por 100, y entre 1800 y 1815 sólo un 7 por 100 de la población total de Francia fue llamado a filas, frente al 21 por 100 llamado en el período, mucho más corto, de la primera guerra mundial.[16] Y este no se puede decir que fuera un gran número. La levée en masse de 1793-1794 tal vez pusiera sobre las armas a 630.000 hombres (de un teórico llamamiento de 770.000); las fuerzas de Napoleón en tiempo de paz (1805) constaban de unos 400.000, y al principio de la campaña de Rusia, en 1812, el Gran Ejército comprendía 700.000 soldados (de ellos 300.000 no franceses), sin contar las tropas francesas en el resto del continente, especialmente en España. Las permanentes movilizaciones de los adversarios de Francia eran mucho más pequeñas porque (con la excepción de Inglaterra) estaban menos continuamente en el campo, y también porque las crisis financieras y las dificultades de organización presentaban muchos inconvenientes a la plena movilización, como, por ejemplo, a los austríacos, que, autorizados por el tratado de paz de 1809 a tener un ejército de 150.000 hombres, sólo tenían en 1813 unos 60.000 verdaderamente dispuestos para entrar en campaña. En cambio, los británicos tenían un sorprendente número de hombres movilizados. En 1813-1814, con créditos votados para sostener 300.000 hombres en el ejército de tierra y 140.000 en la flota, podía haber sostenido proporcionalmente una fuerza mayor que la de los franceses en casi toda la guerra.[17]
Las pérdidas fueron graves, aunque repetimos que no excesivas en comparación con las de las guerras contemporáneas; pero, curiosamente, pocas de ellas causadas por el enemigo. Sólo el 6 o el 7 por 100 de los marineros ingleses muertos entre 1793 y 1815 sucumbieron á manos de los franceses: más del 80 por 100 perecieron a causa de enfermedades o accidentes. La muerte en el campo de batalla era un pequeño riesgo: sólo el 2 por 100 de las bajas en Austerlitz, quizá el 8 o 9 por 100 de las de Waterloo, fueron resultado de la batalla. Los peligros verdaderamente tremendos de la guerra eran la suciedad, el descuido, la pobre organización, los servicios médicos defectuosos y la ignorancia de la higiene, que mataban a los heridos, a los prisioneros y en determinadas condiciones climatológicas (como en los trópicos) prácticamente a todo el mundo.
Las operaciones militares mataban directa o indirectamente a las gentes y destruían equipos productivos, pero, como hemos visto, no en proporciones que afectaran seriamente a la vida y al desarrollo normal de un país. Las exigencias económicas de la guerra tendrían consecuencias de mayor alcance.
Para el criterio del siglo xvm, las guerras revolucionarias y napoleónicas eran de un costo sin precedentes; pero más que el costo en vidas era el costo en dinero el que quizá impresionaba a los contemporáneos. Claro que el peso de las cargas financieras de la guerra sobre la generación siguiente a Waterloo fue mucho más que el de las cargas humanas. Se calcula que mientras el costo de las guerras entre 1821 y 1850 suponía un promedio inferior al 10 por 100 anual del número equivalente en 1790-1820, el promedio anual de muertos de guerra fue menos del 25 por 100 que en el período precedente.[18] ¿Cómo iba a pagarse esto? El método tradicional había sido una combinación de inflación monetaria (la emisión de nueva moneda para pagar las deudas del gobierno), empréstitos y un mínimum de impuestos especiales, ya que los impuestos creaban descontento público y (en donde tenían que ser concedidos por los parlamentos o estados) perturbaciones políticas. Pero las. extraordinarias peticiones financieras y las circunstancias de las guerras quebraron o transformaron todo ello.
En primer lugar familiarizaron al mundo con el inconvertible papel moneda.[19] En el continente, la facilidad con que se imprimían las piezas de papel para pagar las obligaciones del gobierno, se manifestó irresistible. Los asignados franceses (1789) fueron en un principio simples bonos de tesorería (bons de trésor) con un interés del 5 por 100, destinados a adelantar los trámites de la eventual venta de las tierras de la Iglesia. Al cabo de pocos meses se transformaron en dinero, y cada crisis sucesiva obligó a imprimirlos en mayor cantidad y a depreciarlos más por la, creciente falta de confianza del público. Al principio de la guerra se habían depreciado un 40 por 100, y en junio de 1793, más de dos tercios. El régimen jacobino los mantuvo bastante bien, pero la orgía del desbarajuste económico después de temai- dor los redujo progresivamente a unas tres centésimas de su valor, hasta que la bancarrota oficial del Estado en 1797 puso punto final a un episodio monetario que mantuvo en guardia a los franceses contra cualquier clase de billetes de banco durante la mayor parte del siglo xix. El papel moneda de otros países tuvo una carrera menos catastrófica, aunque en 1810 el ruso bajó a un 20 por 10Ó de su valor nominal y el austríaco (desvalorizado dos veces, en 1810 y en 1815), a un 10 por 100. Los ingleses evitaron esta forma particular de financiar la guerra y estaban lo bastante familiarizados con los billetes de banco para no asustarse por ellos, pero incluso el Banco de Inglaterra no resistiría la doble presión de las peticiones del gobierno —para conceder empréstitos y subsidios al extranjero—, las operaciones privadas sobre su metálico y la tensión especial de un año de hambre. En 1797 quedaron en suspenso los pagos en oro a los clientes privados y él inconvertible billete de banco se convirtió de facto en la moneda efectiva. Resultado de esto fue el billete de una libra esterlina. La «libra papel» nunca se depreció tanto como sus equivalentes continentales —su nivel más bajo fue el del 71 por 100 de su valor nominal, y ya en 1817 había subido hasta el 98 por 100—, pero duró mucho más de lo que se había previsto. Hasta 1821 no se reanudaron los pagos en metálico.
La otra alternativa frente a los impuestos eran los empréstitos, pero el
vertiginoso incremento de ia deuda pública, producida por el inesperado - aumento de los gastos de guerra y la prolongación de ésta, asustaron incluso ; a los países más prósperos, fuertes y saludables financieramente. Después de : cinco años de financiar la guerra mediante empréstitos, el gobierno británico ; se vio obligado a dar el paso extraordinario y sin precedentes de costear la ; guerra, no por medio del impuesto directo, sino introduciendo para esa fina- í lidad un impuesto sobre la renta (1799-1816). La rápida y creciente pros- { peridad del país lo hizo perfectamente factible, y en adelante el coste de la - guerra se sufragó con la renta general. Si se hubiera impuesto desde el piin- . cípio una tributación adecuada, la deuda nacional no habría pasado de 228 ; millones de libras en 1793 a 876 millones eñ 1816, y sus réditos anuales de 10'millones en 1792, a 30 millones en 1815, cantidad mayor que el gasto total del gobierno en el año anterior a la guerra. Las consecuencias socia- ■/ Ies de tal adeudo fueron grandes, pues en efecto actuaba como un embudo ;í para verter cantidades cada vez mayores de ios tributos pagados por la pobla- ción en general en los bolsillos de la pequeña clase de «rentistas», contra los cuales los portavoces de los pobres y los modestos granjeros y comerciantes, como WÜIiam Cobbett, lanzaban sus críticas desde los periódicos. Los empréstitos al extranjero se concedían principalmente (al menos en el lado antifrancés) por el gobierno británico, que siguió mucho tiempo una política de ayuda económica a sus aliados. Entre 1794 y 1804 dedicó 80 millones de' libras a esa finalidad. Los principales beneficiarios directos fueron las casas financieras internacionales —inglesas o extranjeras, pero operando cada vez más a través de Londres, que se convirtió en el principal centro financiero internacional—, como la Baring y la casa Rothschild, que actuaban como intermediarios en dichas transacciones. (Meyer Amschel Rothschild, el fundador, envió desde Francfort a Londres a su hijo Nathan, en 1798.) La época de esplendor de aquellos financieros internacionales fue después de las guerras, cuando financiaron los grandes empréstitos destinados a ayudar a los antiguos regímenes a recobrarse de la guerra y a los nuevos a estabilízame.
. Pero los cimientos de esa era en que los Baring y los Rothschild dominaron el mundo de las finanzas —como nadie lo había hecho desde los grandes banqueros alemanes del siglo xvi— se construyeron durante las guerras.
Sin embargo, las técnicas financieras de la época de la guerra son menos importantes que el efecto económico general de la gran desviación de los recursos exigida por uña importante contienda bélica: los recursos dejan de emplearse para fines de paz y se aplican a fines militares. Es erróneo atribuir al esfuerzo de guerra resultados totalmente perjudiciales para la economía civil. Hasta cierto punto, las fuerzas armadas pueden sólo movilizar a hombres que de lo contrario estarían parados por no encontrar trabajo dentro de los límites de la economía.59 La industria de guerra, aunque de momento prive de hombres y materiales al mercado civil, puede a la larga estimular cier- [20]
tos aspectos que las consideraciones de provecho corrientes en tiempo de paz hubieran desdeñado. Tal fue, por ejemplo, el caso de las industrias del hierro y del acero, que, como hemos visto, no parecían tener posibilidades de una rápida expansión comparable a la textil algodonera y, por tanto, confiaban su ^desarrollo al gobierno y a la guerra. «Durante el siglo xvm —escribía Diony- sius Lardner en 1831— la fundición de hierro estuvo casi identificada con la fundición de cañones.»[21] Por eso podemos considerar en parte la desviación ¡de los recursos del capital de los fines pacíficos como una inversión a largo plazo para nuevas industrias importantes y para mejoras técnicas. Entre las innovaciones técnicas debidas a las guerras revolucionarias y napoleónicas, figuran la creación de ia industria remolachera en el continente (para sustituir al azúcar de caña que se importaba de las Indias Occidentales) y la de la conservera (que surgió de la necesidad de la escuadra inglesa de contar con alimentos que pudieran conservarse indefinidamente a bordo de los barcos). No obstante, aun haciendo todas las concesiones, una guerra grande significa una mayor desviación de recursos e incluso, en circunstancias de bloqueo mutuo, puede significar que los sectores de las economías de paz y de guerra compiten directamente por los mismos escasos recursos.
Una consecuencia evidente de tal competencia es la inflación, y ya sabemos que, en efecto, el período de guerra impulsó la lenta ascensión del nivel de precios del siglo xvm en todos los países, si bien ello fuera debido en parte a la devaluación monetaria. En sí, esto supone, o refleja, cierta redistribución de rentas, lo cual tiene consecuencias económicas; por ejemplo, más ingresos para los hombres de negocios, y menos para los jornaleros (puesto que los jornales van a la zaga de los precios); ganancia para los agricultores, que siempre acogen bien las subidas de precios en tiempo de guerra, y pérdidas para los obreros. Por el contrario, la terminación de las imperiosas exigencias de los tiempos de guerra significa la devolución de una masa de recursos —incluyendo los hombres— antes empleados para la producción bélica, a los mercados de paz, lo que provoca siempre intensos problemas de reajuste. Pondremos un ejemplo: entre 1814 y 1818 las fuerzas del ejército británico se redujeron en unos 150.000 hombres —más que la población de Manchester entonces—, y el nivel de precio del trigo bajó de 108,5 chelines la arroba a 64,2 en 1815. El período de reajuste de la posguerra fue de grandes y anormales dificultades económicas en toda Europa, intensificadas todavía más por las desastrosas cosechas de 1816-1817.
Debemos, sin embargo, hacemos una pregunta más general. ¿Hasta qué punto la desviación de recursos debida a la guerra impidió o retrasó el desarrollo económico de los diferentes países? Esta pregunta es de especial importancia respecto a Francia y Gran Bretaña, las dos mayores potencias económicas, y las dos que soportaron las más pesadas cargas económicas. La carga francesa no se debía a la guerra en sí, ya que sus gastos se pagaron a expensas de los extranjeros cuyos territorios saqueaban o requisaban los soldados invasores, imponiéndoles luego crecidas contribuciones de hombres,; material y dinero. Casi la mitad de las riquezas de Italia fueron a parar a Francia entre 1805 y 1812.2! Este procedimiento era, desde luego, mucho más barato —en términos reales y económicos— que cualquier otro que Francia hubiera podido utilizar. La quiebra de la economía francesa se debió a la década de revolución, guerra civil y caos que, por ejemplo, redujo la producción de las manufacturas del Sena inferior (Ruán) de 41 a 15 millones entre 1790 y 1795, y el número de sus operarios de 246.000 a 86.000. A esto hay que añadir la pérdida del comercio de ultramar debido al dominio de los mares ejercido por la flota británica. La carga que hubo de soportar Inglaterra era debida al costo no sólo del sostenimiento de su propia guerra, sino también, mediante las tradicionales subvenciones a sus aliados continentales, del sostenimiento de la de los otros estados. En estrictos términos monetarios puede decirse que Inglaterra soportó la carga más pesada durante la guerra, que le costó entre tres y cuatro veces más que a Francia.
La respuesta a esa pregunta general es más fácil, para Francia que para Gran Bretaña, pues no hay duda de que la economía francesa permaneció relativamente estancada y que su industria y su comercio se habrían extendido más y más deprisa a no ser por la revolución y la guerra. Aunque la economía del país progresó mucho bajo Napoleón, no pudo compensar el retraso y los ímpetus perdidos en los años 1790-1800. En cuanto a Gran Bretaña, la respuesta es menos concreta, pues si su expansión fue meteórica, queda la duda de si no hubiera sido todavía más rápida sin la guerra. La opinión general de hoy es que sí lo hubiera sido.[22] [23] Respecto a los demás países, la pregunta tiene menos importancia en cuanto a los de desarrolló, económico lento o fluctuante, como el Imperio de los Habsburgo, en los qué el impacto cuantitativo del esfuerzo de guerra fue relativamente pequeño.
Desde luego, estas escuetas consideraciones cometen petición de principio. Incluso las guerras, francamente económicas; sostenidas por los ingleses en los siglos xvn y xvm no supusieron un desarrollo económico por ellas mismas o por estimular la economía, sino por lá victoria, que les permitió eliminar competidores y conquistar nuevos mercados. Su «costo» en cuanto a negocios truncados, desviación de recursos, etc., fue compensado por sus «provechos» manifiestos en la relativa posición de los competidores beligerantes después de la guerra. En este aspecto, el resultado de las guerras de 1793-1815 es clarísimo. A costa de un ligero retraso en una expansión económica que, a pesar de ello, siguió siendo gigantesca, Gran Bretaña eliminó definitivamente a su más cercano y peligroso competidor y se convirtió en «el taller del mundo» para dos generaciones. En términos de índices indus-
tríales o comerciales, Inglaterra estaba ahora macho más a la cabeza de todos les demás estados (con la posible excepción de los Estados Unidos) de lo que había estado en 1789. Si creemos que la eliminación temporal de sus rivales y eí virtual monopolio de 1c» mercados marítimos y coloniales era una condición esencial previa para la ulterior industrialización de Inglaterra, el precio para lograrlo fue modesto. Si se arguye que hacia 1789 su situación ya era suficiente para asegurar la supremacía de la economía británica, sin necesidad de una larga guerra, habremos de reconocer que no fue excesivo el precio pagado para defenderla contra la amenaza francesa de recobrar por medios políticos y militares el terreno perdido en la competencia económica.
[1]
Desde 1792 hasta 1815 hubo guerra en Europa, casi sin interrupción, combinada o coincidente con otras guerras accidentales fuera del continente: en las Indias Occidentales, el Levante y la India entre 1790 y 1800; operaciones navales en todos los mares; en los Estados Unidos en 1812-1814. Las consecuencias de la victoria o la derrota en aquellas guerras fueron considerables, pues transformaron el mapa del mundo. Por eso debemos examinarlas primero. Pero luego tendremos que considerar otro problema menos tangible: cuáles fueron las consecuencias del proceso real de la contienda, la movilización y las operaciones militares y litó medidas políticas y económicas a que dieron lugar.
Dos clases muy distintas de beligerantes se enfrentaron a lo largo de
[2] El hijo de James Watt se marchó a Francia, con gran alarma de sti padre.
[3] Entre ellos, Priestley, Bentham, Wilberforce, Clarkson (el agitador antiesclavista), James Mackintosh, David Williams, de Inglaterra; Klopstock, Schiller, Campe y Anarcharsis Cloots, de Alemania; Pestalozzi, de Suiza; Kosziusko, de Polonia; Gorani, de Italia; Comeitus de Pauw, de Holanda; Washington, Hamilton, Madison, Tom Paine y Joel Barlow, de los Estados Unidos. No todos ellos, simpatizantes de la Revolución.
[4] Esto no puede desvincularse del hecho de que el jacobinismo escocés había sido una fuerza popular mucho más poderosa.
[5] Como Polonia era esencialmente una república de nobles y dase media, la Constitución era «jacobina» sólo en el más superficial de los sentidos: el papel de los nobles más bien se reforzaba que se abolía.
[6] Cf. W. von Groóte, Die Entstehung d. Nationaibewussteins in Nordwestdeutschland ]790-1830, 1952. .
[7] M. Lewis, A Social History of the Navy, I7$3-i8!5, I960, pp. 370 y 373.
[8] Gordon Craig, The Politics of the Prussian Army 1640-1945, 1955, p. 26,
[9]
En el transcurso de aquellas décadas de guerra, las fronteras políticas de Europa frieron borradas o alteradas varias veces. Pero aquí debemos ocuparnos sólo de aquellos cambios que, de una manera u otra, fueron lo bastante permanentes para sobrevivir a la deirota de Napoleón.
Lo más importante de todo fue una racionalización general del mapa político de Europa, especialmente en Alemania e Italia. Dicho en términos de geografía política, la Revolución francesa terminó la Edad Media europea. El característico Estado moderno, que se venía desarrollando desde hacía varios siglos, es una zona territorial coherente e indivisa, con fronteras bien definidas, gobernada por una sola autoridad soberana conforme a un solo sistema fundamental dé administración y ley. (Desde la Revolución francesa también se supone que representa a una sola «nación» o grupo lingüístico, pero en
[10] La única supervivencia europea de esta clase és la República de Andorra, que está bajo la soberanía dual del obispo español de Urgell y del presidente de la República francesa.
[11] Su persona era, simplemente, duque de Austria, rey de Hungría, rey de Bohemia, conde del Tírol, etc.
[12] A. Soreí, L'Europe et la Révolution française, I. edición de 1922, p. 66.
[13] I. Considérations sur la France, cap. IV.
12. Citado en L. S. Stavrianos, «Antecedents to Balkan Revolutions», Journal af Modem History, XXIX (1957), p. 344. *
[14] G. Bodart, Losses ofLife m Modern Wars, 1916, p. 133
[15] J. Vicens Vives, ed„ Historia social de España y América, 1956, IV, II, p. 15.
[16] G. Broun, Europe and the French Imperium. 1938, p. 72.
[17] Como estas ciñas se basan en el dinero autorizado por el parlamento, el número de hombres en pie de guena era seguramente más pequeño. J. Leverrier, La naissance de l'armée nationale, 1789-1794, 1939, p. 139; G. Lefebvre, Napoléon, 1936, pp. 198 y 527; M. Lewis, op. cit., p. 119; Parliamentary Papers, XVII (1859),^. 15-
[18] Muí hall, Dictionary of Statistics. Véase la voz War.
[19] En realidad, cualquier clase de papel moneda, canjeable o no por metálico, era muy rara antes de finales del siglo xvm.
[20] Esta fue la base de la gran tradición de emigración en las regiones montañosas superpobladas, como Suiza, para servir como mercenarios en ejércitos extranjeros.
[21] Cabinet Cyclopedía, I. Véase la voz Manufactures in Metal, pp. 55-56.
[22] E. Tarlé, Le blocus continental et le royaume d’Italie, Î928, pp. 3-4 y 25-31; H. Sëe, Histoire économique de la France, U, p. 52; Mulhall, loc. ctt.
[23] Gayer, Rostow y Schwartz, Growth and Fluctuation of the British Economy. 1790-
1850, 1953, pp. 646-649; F. Crouzet, Le blocus continental et l’économie britannique, 1958, pp. 868 ss. «
■ En época de Innovación todo lo que no es nuevo es pernicioso. El arte militar de la monarquía ya no nos sirve, porque somos hombres diferentes y tenemos diferentes enemigos. El poder y las conquistas de pueblos, el esplendor de su política y su milicia ha dependido siempre de un solo principio, de una sola y poderosa institución ... Nuestra nación tiene ya un carácter nacional peculiar. Su sistema militar debe ser distinto que el de sus enemigos. Muy bien entonces: si la nación francesa es terrible a causa de nuestro ardor y destreza, y si nuestros enemigos son torpes, fríos y lentos, nuestro^sistema militar debe ser impetuoso.
Saint-Just, Rapport présenté a Id Convention Nationale au nom du Comité de Salut Public, 19 du premier mois de Pan u (10 de octubre de 1793)
No es verdad que la guerra sea una orden divina; no es verdad que la tierra esté sedienta de sangre. Dios anatematizó la guerra y son los hombres quienes la emprenden y quienes la mantienen en secreto horror.
Alfred de Vigny, Servitude et grandeur mititaires [1]
aquellos veinte años y pico de guerra: poderes y sistemas. Francia como Estado, con sus intereses y aspiraciones, se enfrentábalo se aliaba) con otros estados de la misma clase, pero, por otra parte, Francia como revolución convocaba a los pueblos del mundo para derribar la tiranía y abrazar la libertad, a lo que se oponían las fuerzas conservadoras y reaccionarias. Claro que después de los primeros apocalípticos años de guerra revolucionaria las diferencias entre estos dos matices de conflicto disminuyeron. Á finales del reinado de Napoleón, el elemento de conquista imperial y de explotación prevalecía sobre el elemento de liberación donde quiera que las tropas francesas derrotaban, ocupaban o anexionaban algún país, por lo que la guerra entre las naciones estaba mucho menos mezclada con la guerra civil internacional (doméstica en cada país). Por el contrario, las potencias anturevolucionarias se resignaban a la irrevocabilidad de muchas de las conquistas de la revolución en Francia, disponiéndose a negociar (con ciertas reservas) tratados de paz como entre potencias que funcionaban normalmente más bien que entre la luz y las tinieblas. Incluso a las pocas semanas de la primera derrota de Napoleón se preparaban a readmitir a Francia como un igual en el tradicional juego de alianzas, contraalianzas, fanfarronadas, amenazas y guerras con que la diplomacia regulaba las relaciones entre las grandes potencias. Sin embargo, la doble naturaleza de las guerras como conflictos entre estados y entre sistemas sociales permanecía intacta.
Socialmente hablando, los beligerantes estaban muy desigualmente divididos. Aparte Francia, sólo había un Estado de importancia al que sus orígenes revolucionarios y su simpatía por la Declaración de los derechos del hombre pudieran inclinar ideológicamente del lado de Francia: los Estados Unidos de América. En realidad, los Estados Unidos apoyaron a los franceses y al menos en una ocasión (1812-1814) lucharon, si no como aliados suyos, sí contra un enemigo común: Gran Bretaña. Sin embargo, los Estados Unidos permanecieron neutrales casi todo el tiempo y su fricción con los ingleses no se debía a motivos ideológicos. El resto de los aliados ideológicos de Francia, más que los plenos poderes estatales, lo constituían algunos partidos y comentes de opinión dentro de otros estados.
En un sentido amplio puede decirse que, virtualmente, cualquier persona de talento, educación e ilustración simpatizaba con la revolución, en todo caso hasta el advenimiento de la dictadura jacobina, y con frecuencia hasta mucho después. (¿No revocó Beethoven la dedicatoria de la Sinfonía Heroica a Napoleón cuando éste se proclamó emperador?) La lista de genios o talentos europeos que en un principio simpatizaron con la revolución, sólo puede compararse con la parecida y casi universal simpatía por la República española en los años treinta. En Inglaterra comprendía a los poetas —Wordsworth, Blake, Coleridge, Robert Bums, Southey—, a los hombres de ciencia como el químico Joseph Priestley y varios miembros de la distinguida Lunar Society de Birmingham,' técnicos e industriales como el forjador Wilkinson, [2]
el ingeniero Thomas Telford o intelectuales liberales o protestantes. En Ale--| manía, a los filósofos Kant, Herder, Fichte, Schelling y Hegel, a los poetas Schiller, Hólderlin, Wieland y el viejo Klopstock y al músico Beethoven. En Suiza, al pedagogo Pestalozzi, al psicólogo Lavater y al pintor Fuessli (Fuse- lij. En Italia* virtualmente a todas las personas de opiniones anticlericales. Sin embargo, aunque la revolución estaba encantada con ese apoyo intelectual y llegó a conceder la ciudadanía honoraria francesa a los que consideraba ;i más afines a sus principios,[3] ni un Beethoven ni un Robert Bums tenían 1 mucha importancia política o militar. |
Un serio sentimiento filojacobino o profrancés existía principalmente en ciertos sectores contiguos a Francia, en donde las condiciones sociales eran comparables o los contactos culturales permanentes (los Países Bajos, la Renania, Suiza y Saboya), en Italia, y, por diferentes razones, en Irlanda y en i Polonia. En Inglaterra, el «jacobinismo» hubiera sido sin duda un fenómeno de la mayor importancia política, incluso después del Terror, si no hubiera ; chocado con el tradicional prejuicio antifrancés del nacionalismo británico, í compuesto por igual por el desprecio del ahíto John Bull hacia los ham~ ■■ brientos continentales (en todas las caricaturas de aquella época representan ' a los franceses tan delgados como cerillas) y por la hostilidad al que desde ' siempre era el «enemigo tradicional» de Inglaterra y el aliado secular de ■ Escocia.[4] El jacobinismo británico fríe el único que apareció inicialmente como un fenómeno de clase artesana o trabajadora, al menos después de pasar el primer entusiasmo general. Las Corresponding Societies pueden alardear de ser las primeras organizaciones políticas independientes de la clase trabajadora. Pero el jacobinismo encontró una voz de gran fuerza en Los derechos del hombre de Tom Paine (de los que se vendieron casi un millón de ejemplares) y algún apoyo político por parte de los whigs, inmunes a la persecución por su firme posición social, quienes se mostraban dispuestos á defender las tradiciones de la libertad civil británica y la conveniencia de una paz negociada con Francia. A pesar de ello, la evidente debilidad del jacobinismo inglés se manifestó por el hecho de que la flota amotinada en Spithead en un momento crucial de la guerra (1797) pidió que se le permitiese zarpar contra los franceses tan pronto como sus peticiones económicas fueron satisfechas.
En la península ibérica, los dominios de los Habsburgo, la Alemania central y oriental, Escandinavia, los Balcanes y Rusia, el filojacobinismo era una fuerza insignificante. Atraía a algunos jóvenes ardorosos, a algunos intelectuales iluministas y a algunos oíros que, como Ignatius Martínovics en Hungría o Rhigas en Grecia, ocupan el honroso puesto de precursores en la his- íoria de la lucha por la liberación nacional o social en sus países. Pero la falta de apoyo masivo a sus ideas por parte de las clases media y elevada, más aún, su aislamiento de los fanáticos e incultos campesinos, hizo fácil ia supresión del jacobinismo cuando, como en Austria, se arriesgó a una conspiración. Tendría que pasar una generación antes de que la fuerte y militante tradición liberal española surgiera de las modestas conspiraciones estudiantiles o de los emisarios jacobinos de 1792-1795.
- La verdad es que en su mayor parte el jacobinismo en el exterior hacía su llamamiento ideológico directo a las clases medias y culto y que, por ello, su fuerza política dependía de la efectividad o buena voluntad con que aquéllas lo aplicaran. Así, en Polonia, la Revolución francesa causó una profunda impresión. Francia había sido la principal potencia en la que Polonia esperaba encontrar sostén contra la codicia de Prusía, Rusia y Austria, que ya se habían anexionado vastas regiones del país y amenazaban con repartírselo por completo. A su vez, Francia proporcionaba el modelo de la clase de profundas reformas interiores con las que soñaban todos los polacos ilustrados, merced a las cuales podrían resistir a sus terribles vecinos. Por tanto, nada tiene de extraño que la reforma constitucional polaca de 1791 estuviera profundamente influida por la Revolución francesa, siendo la primera en seguir sus huellas.[5] Pero en Polonia, la nobleza y la clase media reformista tenían las manos libres. En cambio en Hungría, en donde el endémico conflicto entre Viena y los autonomistas locales suministraba un incentivo análogo a los nobles del país para interesarse en teorías de resistencia (el conde de Gómór pidió la supresión de la censura como contraria al Contrato social de Rousseau), no las tenían. Y, como consecuencia, el «jacobinismo» era a la vez mucho más débil y mucho menos efectivo. En cambio, en Irlanda, el descontento nacional y agrario daba al «jacobinismo» una fuerza política muy superior al efectivo apoyo prestado a la ideología masónica y librepensadora de los jefes de los United Irishmen. En aquel país, uno de los más católicos de Europa, se celebraban actos religiosos pidiendo la victoria de los franceses ateos, y los irlandeses se disponían a acoger con júbilo la invasión de su país por las fuerzas francesas, no . porque simpatizaran con Robespie- rre, sino porque odiaban a los ingleses y buscaban aliados frente a ellos. Por otra parte, en España, en donde el catolicismo y la pobreza eran igualmente importantes, el jacobinismo perdió la ocasión de encontrar un punto de apoyo por la razón contraria: ningún extranjero oprimía a los españoles y el único que pretendía hacerlo era el francés.
Ni Polonia ni Irlanda fueron típicos ejemplos de fiíojacobmismo, pues el verdadero programa de la revolución era poco atractivo para una y otra. En cambio sí lo era en los países que tenían problemas políticos y sociales parecidos a los de Francia. Estos países se dividían en dos grupos: aquellos en que el «jacobinismo» nacional tenía posibilidades de prosperar por su propia fuerza, y países en los que sólo su conquista por Francia podría hacerlo adelantar. Los Países Bajos, parte de Suiza y quizá uno o dos estados italianos, pertenecían al primer grupo; la mayor parte de la Alemania occidental y de Italia, al segundó. Bélgica (los Países Bajos austríacos) ya estaba en rebelión en 1789: se olvida a menudo que Oamille Desmoulins llamó a su periódico Les Révolutions de France et de Brábant. El elemento profrancés de los revolucionarios (los democráticos «vonckistas») era desde luego más débil que los conservadores «statistas», pero lo bastante fuerte para proporcionar un verdadero apoyo revolucionario á la conquista—-que favorecía—de su país por Francia. En las Provincias Unidas, los «patriotas», buscando una alianza con Francia, eran lo bastante fuertes para pensar en una revolución, aun cuando dudaran de que pudiera triunfar sin ayuda exterior. Representaban a la clase media má$ modesta y estaban aliados con otras contra la oligarquía dominante de los grandes mercaderes patricios. En Suiza, el elemento izquierdista en ciertos cantones protestantes siempre' había sido fuerte y la influencia de Francia, poderosa. Allí también la conquista francesa completó más que creó las fuerzas revolucionarias locales.
En Alemania occidental y en Italia, la cosa fue diferente. La invasión francesa fue bien recibida por los jacobinos alemanes, sobre todo en Maguncia y en el suroeste, pero no se puede decir que éstos llegaran a causar graves preocupaciones a los gobiernos. Los franceses, incluso, fracasaron en su proyecto de establecer una República renana satélite. En Italia, la preponderancia del iluminísmo y lá masonería hizo inmensamente popular la revolución entre las gentes cultas, pero el jacobinismo local sólo tuvo verdadera fuerza en el reino de Nápoles, en donde captó virtualmente a toda la clase media ilustrada (y anticlerical), así como a una parte del pueblo, y estaba perfectamente organizado en las logias y sociedades secretas que con tanta facilidad florecen en la atmósfera de la Italia meridional. Pero a pesar de ello, fracasó totalmente en establecer contacto con las masas sociai-revolu- cionarias. Cuando llegaron las noticias del avance francés, se proclamó con toda facilidad una República napolitana que con la misma facilidad fue derrocada por una revolución social de derechas, bajo las banderas del papa y el rey. Con cierta razón, los campesinos y los lazzaroni napolitanos definían a un jacobino como «un hombre con coche».
Por todo ello, en términos generales se puede decir que él valor militar del filojacobinismo extranjero fríe más que nada el de un auxiliar para la conquista francesa, y una fuente de administradores, políticamente seguros, para los territorios conquistados. Pero, en realidad, la tendencia era convertir a las zonas con fuerza jacobina local, en repúblicas satélites que, más tarde, cuando conviniera, se anexionarían a Francia. Bélgica fue anexionada en 1795; Holanda se convirtió en la República bátava en el mismo año, y más adelante en un reino para la familia Bonaparte. La orilla izquierda del Rin tani’ñén fue anexionada, y, bajo Napoleón, convertida en estados satélites (coi: o el Gran Ducado de Berg —la actual zona <|el Rur— y el reino de Westfaüa), mientras la anexión directa se extendía más allá, a través del noroeste de Alemania. Suiza se convirtió en la República Helvética en 1798 para ser anexionada finalmente. En Italia surgió una serie de repúblicas: la cisalpina (1797), la ligur (1797), la romanía (1798), la partenopea (1798), que más tarde serían en parte territorio francés, pero predominantemente estados satélites (el reino de -Italia, el reino de Nápoles, etc.).
El jacobinismo extranjero tuvo alguna importancia militar, y los extranjeros jacobinos residentes en Francia tuvieron una parte importante en la formación de la estrategia republicana, de manera especial el grupo Saliceti, el cual influyó bastante en la ascensión del italiano Napoleón Bonaparte dentro del ejército francés y en su ulterior fortuna en Italia. Pero no puede decirse que ese grupo o grupos fueran decisivos. Sólo un movimiento profrancés extranjero pudo haber sido decisivo si hubiera sido bien explotado: el irlandés. Una revolución irlandesa combinada con una invasión francesa, particu- larmente en 1797-1798, cuando Inglaterra era el único beligerante que quedaba en el campo de batalla con Francia, podía haber forzado a pedir la paz a los ingleses. Pero el problema técnico de la invasión a través de tan gran extensión de mar era difícil, los esfuerzos franceses para superarlo vacilantes y mal concebidos, y la sublevación irlandesa de 1798, aun contando con un fuerte apoyo popular, estaba pobremente organizada y resultó fácil de vencer. Por tanto, es inútil especular sobre las posibilidades teóricas de unas operaciones francoirlandesas.
Pero si Francia contaba con la ayuda de las fuerzas revolucionarias en el extranjero, también los antifranceses. En los espontáneos movimientos de resistencia popular contra las conquistas francesas, no-se puede negar su composición social-revolucionaria, aun cuando los campesinos enrolados en ellos se expresaran en términos de conservadurismo militante eclesiástico y monárquico. Es significativo que la táctica militar identificada en nuestro siglo con la guerra revolucionaria —la guerrilla o los partisanos— fuera utilizada casi exclusivamente en el lado antifrancés entre 1792 y 1815. En la propia Francia, la Vendée y los dimanes realistas de la Bretaña hicieron una guerra de guerrillas entre 1793 y 1802, con interrupciones. Fuera de Francia, los bandidos de la Italia meridional, en 1798-1799, fueron quizá los precursores de la acción de las guerrillas populares antifrancesas. Los tiroleses, dirigidos por el posadero Andreas Hofer en 1809, pero sobre todo los españoles desde 1808 y en alguna extensión los rusos en 1812-1813, practicaron con éxito esa forma de combatir. Paradójicamente, la importancia militar de esta táctica revolucionaria para los antifranceses fue mucho mayor que la importancia militar del jacobinismo extranjero para los franceses. Ninguna zona más allá de las fronteras francesas conservó un gobierno projacobino un momento después de la derrota o la retirada de las tropas francesas, pero el Tirol, España y, en cierta medida, el sur de Italia presentaron a los franceses un problema militar mucho más grave después de las derrotas de sus ejércitos y gobernantes oficiales que antes. La razón es obvia: ahora se trataba de movimientos campesinos. En donde el nacionalismo antífrancés no se basaba en el campesino local, su importancia militar era casi nula. Un patriotismo retrospectivo ha creado una «guerra de liberación» alemana en 1813-1814, pero se puede decir con certeza que, por lo que respecta a la suposición de que estaba basada en una resistencia popular contra los franceses, es una piadosa mentira.[6] En España, el pueblo tuvo en jaque a los franceses cuando los ejércitos habían fracasado; en Alemania, los ejércitos ortodoxos fueron quienes los derrotaron en una forma completamente ortodoxa.
Hablando socialmente, pues, no es demasiado exagerado considerar esta guerra como sostenida por Francia y sus territorios fronterizos contra el resto de Europa. En términos de las anticuadas relaciones de las potencias, la cuestión era más compleja. Aquí, el conflicto fundamental era el que mediaba entre Francia y Gran Bretaña, que había dominado las relaciones internacionales europeas durante gran parte de un siglo. Desde el punto de vista británico, ese conflicto era casi exclusivamente económico. Los ingleses deseaban eliminar a su principal competidor a fin de conseguir el total predominio de su comercio en los mercados europeos, el absoluto control de los mercados coloniales y ultramarinos, que a su vez suponía el dominio pleno de los mares. En realidad, no querían mucho más que esto con la victoria. Este objetivo no suponía ambiciones territoriales en Europa, salvo la posesión de ciertos lugares de importancia marítima o la seguridad de que éstos no caerían en manos de países lo bastante fuertes para resultar peligrosos. Es decir, Gran Bretaña se conformaba con un equilibrio continental en el que cualquier rival en potencia estuviera mantenido a raya por los demás países. En el exterior, esto suponía la completa destrucción de los otros imperios coloniales y considerables anexiones al suyo.
Esta política era suficiente en sí para proporcionar a los franceses algunos aliados potenciales, ya que todos los estados marítimos, comerciales o coloniales la veían con desconfianza u hostilidad. De hecho, la postura normal de esos estados era la. de la neutralidad, ya que los beneficios del libre comercio en tiempos de guerra son considerables. Pero la tendencia inglesa a tratar (casi realistamente) a los buques neutrales como una fuerza que ayudaba a Francia más que a sus propios países, los arrastró de cuando en cuando en el conflicto, hasta que la política francesa de bloqueo a partir de 1806 los impulsó en sentido opuesto. La mayor parte de las potencias marítimas eran demasiado débiles o demasiado lejanas para causar perjuicios a Gran Bretaña;-pero la guerra angloamericana de 1812-1813 sería el resultado de tal conflicto.
La hostilidad francesa hacia Gran Bretaña era algo más complejo, pero él elemento que, como entre los ingleses, exigía una victoria total, estaba muy fortalecido por la revolución que llevó al poder a la burguesía francesa, cuyos apetitos eran, en el aspecto comercial, tan insaciables como los de los ingleses. La victoria sobre los ingleses exigía la destrucción del comercio británi-

co, del que se creía —con razón— que Gran Bretaña dependía; y la salvaguardia contra una futura recuperación, su aniquilamiento definitivo. (El paralelo entre el conflicto anglo-francés y el de Cartago y Roma estaba en la mente de los franceses, cuya fantasía política era muy clásica.) De manera más ambiciosa, la burguesía francesa esperaba rebasar la evidente superioridad económica de los ingleses sólo con sus recursos políticos y militares; por ejemplo, creando un vasto mercado absorbente del que estuvieran excluidos sus rivales. Ambas consideraciones dieron a la pugna anglo-fiancesa una persistencia y una tenacidad sin precedentes. Pero ninguno de los contendientes —cosa rara en aquellos tiempos, pero comente hoy— estaba realmente preparado para conseguir menos que una victoria total. El único y breve periodo de paz entre ellos (1802-1803) acabó por romperse por la repugnancia de uno y otro a mantenerla. Cosa singular, ya que la situación puramente militar imponía unas tablas, pues ya en la última década se había hecho evidente que los ingleses no podían llegar al continente de una manera efectiva, ni salir de él del mismo modo los franceses.
Las demás potencias antifrancesas estaban empeñadas en una lucha menos encarnizada. Todas esperaban derrocar a la Revolución francesa, aunque no a expensas de sus propias ambiciones políticas, pero después del período 1792-1795 se vio claramente que ello no era tan fácil. Austria, cuyos lazos de familia con los Borbones se reforzaron por la directa amenaza francesa a sus posesiones y zonas de influencia en Italia y a su predominante posición en Alemania, era la más tenaz antifrancesa, por lo que tomó parte en todas las grandes coaliciones contra Francia. Rusia fue anti- francesa intermitentemente, entrando en la guerra sólo en 1795-1800,1805- 1807 y 1812. Prusia se encontraba indecisa entre sus simpatías por el bando antírrevolucionario, su desconfianza de Austria y sus ambiciones en Polonia y Alemania, a las que favorecía la iniciativa francesa. Por eso entró en la guerra ocasionalmente y de manera semiindependiente: en 1792-1795, 1806-1807 (cuando fue pulverizada) y 1813. La política de los restantes países que de cuando en cuando entraban en las coaliciones antifrancesas, mostraba parecidas fluctuaciones. Estaban contra la revolución, pero la política es la política, tenían otras cosas en que pensar y nada en sus intereses estatales les imponía una fírme hostilidad hacia Francia, sobre todo hacia una Francia victoriosa que decidía las periódicas redistribuciones del territorio europeo.
También las ambiciones diplomáticas y los intereses de los estados europeos proporcionaban a los franceses cierto número de aliados potenciales, pues, en todo sistema permanente de estados en rivalidad y tensión constante, la enemistad de A implica la simpatía de anti-A. Los más seguros aliados de Francia eran los pequeños príncipes alemanes, cuyo interés ancestral era —casi siempre de acuerdo con Francia— debilitar el poder del emperador (ahora el de Austria) sobre los principados, que sufrían las consecuencias del crecimiento de la potencia prusiana. Los estados del suroeste de Alemania —Badén, Wurtemberg, Baviera, que constituirían el núcleo de la napoleónica Confederación del Rin (1806)—- y Sajorna, antigua rival y víctima de Pru- sia, fueron los más importantes. Sajorna sería el último y más leal aliado de Napoleón, hecho explicable en gran parte por sus intereses económicos, pues, siendo un centro industrial muy adelantado, obtenía grandes beneficios del «sistema continental» napoleónico.
Sin embargo, aun teniendo en cuenta las divisiones del bando antifrancés y los aliados potenciales con que Francia podía contar, la coalición antifrancesa era sobre el papel mucho más fuerte que los franceses, al menos inicialmente; A pesar de ello, la historia de las guerras es una serie de ininterrumpidas victorias de Francia Después de qué la combinación inicial de ataque exterior y contrarrevolución interna fue batida (1793-1794), sólo hubo un breve período, antes del final, en que ios ejércitos franceses se vieron obligados a ponerse a la defensiva: en í 799, cuando la Segunda Coalición movilizó al formidable ejército ruso mandado por Suvorov para sus primeras operaciones en la Europa occidental. Pero, a efectos prácticos, la lista (te campañas y batallas en tierra entre 1794 y 1812 sólo comprende virtualmente triunfos franceses. La razón de esos triunfos está en la revolución en Francia. Su irradiación política en el exterior no fue decisiva, como hemos visto. Todo lo más que logró fue impedir que la población de los estados reaccionarios resistiera a los franceses que le llevaban la libertad; pero la verdad es que ni la estrategia ni la táctica militante de los ortodoxos estados del siglo xvm esperaba ni deseaba la participación de los civiles en la guerra: Federico el Grande había respondido a sus leales berlineses, que se le ofrecían para resistir a los rusos, que dejarán la guerra a los profesionales, a quienes correspondía hacerla. En cambio en Francia, la revolución transformó las normas bélicas haciéndolas inconmensurablemente superiores a las de los ejércitos del antiguo régimen. Técnicamente, los antiguos ejércitos estaban mejor instruidos y disciplinados, por lo que en donde esas cualidades eran decisivas, como en la guerra naval, los franceses fueron netamente inferiores. Eran buenos corsarios capaces de actuar por sorpresa, pero ello no podía compensar la escasez de marineros bien entrenados y, sobre todo, de oficiales expertos, diezmados por la revolución por pertenecer casi en su mayor parte a familias realistas normandas y bretonas, y difíciles de sustituir de improviso. En seis grandes y ocho pequeñas batallas navales con los ingleses, los franceses tuvieron pérdidas de hombres diez veces mayores que sus contrincantes.[7] Pero en donde lo que contaba era la organización improvisada, la movilidad, la flexibilidad y sobre todo el ímpetu ofensivo y la moral, los franceses no tenían rival. Esta ventaja no dependía del genio militar de un hombre, pues las hazañas bélicas de los franceses antes de que Napoleón tomara el mando eran numerosas y las cualidades de los generales: franceses distaban mucho de ser excepcionales. Es posible, pues, que dependiera en parte del rejuvenecimiento de los cuadros de mando dentro y friera de Francia, lo cual es una de las principales consecuencias de toda revolución. En 1806, de los 142 generales con que contaba el potente ejército prusiano, setenta y nueve tenían más de sesenta años, y lo mismo una cuarta parte de los jefes de regimientos.[8] En ese mismo año, Napoleón (que había llegado a general a los veinticuatro), Murat (que había mandado una brigada a los veintiséis), Ney (que lo hizo a los veintisiete) y Davout, oscilaban entre los veintiséis y los treinta y siete años.
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La relativa monotonía de los éxitos franceses hace innecesario hablar con detalle de las operaciones militares de la guerra terrestre. En 1793-1794 las tropas francesas salvaron la revolución. En 1794-1795 ocuparon ios Países Bajos, Renania y zonas de España, Suiza, Saboya y Liguria. En 1796, la famosa campaña de Italia de Napoleón les dio toda Italia y rompió la Primera Coalición contra Francia. La expedición de Napoleón a Malta, Egipto y Siria (1797-1799) fue aislada de su base por el poderío naval de los ingleses, y, en su ausencia, la Segunda Coalición expulsó ajos franceses de Italia y los rechazó hacia Alemania. La derrota de los ejércitos aliados en Suiza (batalla de Zurich en 1799) salvó a Francia de la invasión, y pronto, después de la vuelta de Napoleón y su toma de poder, los franceses pasaron otra vez a la ofensiva. En 1801 habían impuesto la paz a los aliados continentales, y en 1802 incluso a los ingleses. Desde entonces, la supremacía francesa en las regiones conquistadas o controladas en 1794-1798 fue indiscutible. Un renovado intento de lanzar la guerra contra Francia, en 1805-1807, sirvió para llevar la influencia francesa hasta las fronteras de Rusia. Austria fue derrotada en 1805 en la batalla de Austerlitz (en Moravia) y hubo de firmar una paz impuesta. Prusia, que entró por separado y más tarde en la contienda, fue destrozada a su vez en las batallas de Jena y Auerstadt, en 1806, y desmembrada. Rusia, aunque derrotada en Austerlitz, machacada en Eylau (1807) y vuelta a batir en Friedland (1807), permaneció intacta como potencia militar. El tratado de Tilsit (1807) la trató con justificado respeto, pero estableció la hegemonía francesa sobre el resto del continente, con la excepción de Escan- dinavia y los Balcanes turcos. Una tentativa austríaca de sacudir el yugo de 1809 fue sofocada en las batallas de Aspem-Essling y Wagram. Sin embargo, la rebelión de los españoles en 1808, contra el deseo de Napoleón de imponerles como rey a su hermano José Bonaparte, abrió un campo de operaciones a los ingleses y mantuvo una constante actividad militar en la península, a la que no afectaron las periódicas derrotas y retiradas de los ingleses (por ejemplo, en 1809-1810).
Por el contrario, en el mar, los franceses fueron ampliamente derrotados en aquella época. Después de la batalla de Trafalgar (1805) desapareció cualquier posibilidad, no sólo de invadir Gran Bretaña a través del Canal, sino

de mantener contactos ultramarinos. No parecía existir más procedimiento de derrotar a Inglaterra que una presión económica que Napoleón trató de hacer efectiva por medio del «sistema continental» (1806). Las dificultades para imponer este bloqueo minaron la estabilidad de la paz de Tüsit y llevaron a la ruptura con Rusia, que sería el punto crítico de la fortuna de Napoleón. Rusia fue invadida y Moscú ocupado. Si el zar hubiese pedido la paz, como habían hecho casi todos ios enemigos de Napoleón en tales circunstancias, la jugada habría salido bien. Pero no la pidió, y Napoleón hubo de enfrentarse con el dilema de una guerra interminable sin claras perspectivas de victoria, o una retirada. Ambas serían igualmente desastrosas. Como hemos visto, los métodos del ejército francés eran eficacísimos para campañas rápidas en zonas lo suficientemente ricas y pobladas para permitirle vivir sobre el terreno. Pero lo logrado en Lombardía o en Renania —en donde se ensayaron primeramente esos procedimientos—-, factible todavía en la Europa central, fracasó de manera absoluta en los vastos, vacíos y empobrecidos espacios de Polonia y de Rusia. Napoleón fue derrotado no tanto por el invierno ruso como por su fracaso en el adecuado abastecimiento de la Grande Armée. La retirada de Moscú destrozó al ejército. De los 610.000 hombres que lo formaban al cruzar la frontera rusa, sólo volvieron a cruzarla unos 100.000.
En tan críticas circunstancias, la coalición final contra los franceses se formó no sólo con sus antiguos enemigos y víctimas, sino con todos los impacientes por uncirse al carro del que ahora se veía con claridad que iba a ser el vencedor: sólo el rey de Sajonia aplazó su adhesión para más tarde. En una nueva y feroz batalla, el ejército francés fue derrotado en Leipzig (1813), y los aliados avanzaron inexorablemente por tierras de Francia, a pesar de las deslumbrantes maniobras de Napoleón, mientras los ingleses las invadían desde la península. París fue ocupado y el emperador abdicó el 6 de abril de 1814. Intentó restaurar su poder en 1815, pero la batalla de Waterloo, en junio de aquel año, acabó con él para siempre. [9] aquella época un Estado temtorial soberano no suponía esto forzosamente.) El característico Estado feudal europeo, aunque a veces lo pareciera, como, por ejemplo, la Inglaterra medieval, no exigía tales condiciones. Su patrón era mucho más el «estado» en el sentido de propiedad. Lo mismo que el término «los estados del duque de Bedford» no implicaba ni que constituyeran un solo bloque ni que estuvieran regidos directamente por su propietario o mantenidos en las mismas condiciones, ni que se excluyeran los arriendos y subarriendos, el Estado feudal de la Europa occidental no excluía una complejidad que hoy parecería totalmente intolerable. En 1789 tales complejidades ya habían empezado a producir complicaciones. Algunos enclaves extranjeros se encontraban muy dentro del territorio de otro Estado, como, por ejemplo, la ciudad papal de Aviñón en Francia. A veces, territorios dentro de un Estado dependían, por razones históricas, de otro señor que a su vez dependía de otro Estado, es decir, en lenguaje moderno diríamos que se hallaba bajo una soberanía dual.[10] «Fronteras»; en forma de barreras aduaneras, se establecían entre las provincias de un mismo Estado. El Sacro Imperio Romano contenía sus principados privados, acumulados a lo largo de los siglos y jamás unificados debidamente —el jefe de la casa de Habsburgo ni siquiera tuvo un solo título para expresar su soberanía sobre todos sus territorios hasta 1804—,[11] y su imperial autoridad sobre una infinidad de territorios que comprendían desde grandes potencias por derecho propio, como el reino de Prusia (tampoco plenamente unificado como tal hasta 1807), y principados de todos los tamaños, hasta ciudades independientes organizadas en repúblicas y «libres señoríos imperiales» cuyos estados, a veces, no eran mayores que unas cuantas hectáreas y no reconocían un señor superior. Todos ellos, grandes o pequeños, mostraban la misma falta de unidad y normalización, y dependían de los caprichos de una larga serie de adquisiciones a trozos o de divisiones y reunificaciones de una herencia de familia. Todavía no se aplicaba el conjunto de consideraciones económicas, administrativas, ideológicas y de poder que tienden a imponer un mínimo de territorio y población como moderna unidad de gobierno, y que nos inquietan hoy al pensar, por ejemplo, en un Licchtenstein pidiendo un puesto en las Naciones Unidas. Como consecuencia de todo lo dicho, los estados diminutos abundaban en Alemania y en Italia.
La revolución y las guerras subsiguientes abolieron un buen número de aquellas reliquias, en parte por el afán revolucionario de unificación, y en parte porque los estados pequeños y débiles llevaban demasiado tiempo expuestos a la codicia de sus grandes vecinos. Otras formas supervivientes de remotos tiempos, como el Sacro Imperio Romano y muchas ciudades- Estado y ciudades-imperios, desaparecieron. El Imperio feneció en 1806, las antiguas repúblicas de Génova y Venecia habían dejado de existir en 1797 y, al final de la guerra, las ciudades libres de Alemania habían quedado reducidas a cuatro. Otra característica supervivencia medieval —los estados eclesiásticos independientes— siguieron el mismo camino: los principados episcopales de Colonia, Maguncia, Tréveris, Salzburgo, etc., desaparecieron. Sólo los Estados Pontificios en la Italia central subsistieron hasta 1870. Las anexiones, los tratados de paz y los congresos, en los que los franceses intentaron sistemáticamente reorganizar el mapa político alemán (en 1797-1798 y 1803), redujeron los 234 territorios del Sacro Imperio Romano —sin contar los señoríos Imperiales Ubres, etc.— a cuarenta; en Italia, en donde varias generaciones de guerras implacables habían simplificado ya la estructura política —sólo existían algunos minúsculos estados en los confines de la Italia septentrional y central-™, los cambios fueron menos drásticos. Como la mayor parte de estos cambios beneficiaban a algún fuerte Estado monárquico, la derrota de Napoleón los perpetuó. Austria jamás pensaría en restaurar la República veneciana, pues había adquirido sus territorios á través de la operación de los ejércitos revolucionarios franceses, y no pensó en devolver Salzburgo (que adquiriera en 1803), a pesar de su respeto a la Iglesia católica.
Fuera de Europa, los cambios territoriales de las guerras fueron la consecuencia de la amplísima anexión llevada a cabo por Inglaterra de las colonias de otros países, y de los movimientos dé liberación colonial, inspirados por la Revolución francesa (como en Santo Domingo), posibilitados o impuestos por la separación temporal de las colonias de sus metrópolis (como en las Américas española y portuguesa). El dominio británico de los mares garantizaba que la mayor parte de aquellos cambios serían irrevocables, tanto si se habían producido a expensas de los franceses como; más a menudo, de los antifranceses.
También fueron importantes los cambios institucionales introducidos directa o indirectamente por las conquistas francesas. En el apogeo de su poder (1810), los franceses gobernaban como si fuera parte de Francia toda la orilla izquierda alemana del Rin, Bélgica, Holanda y la Alemania del norte hasta Lübeck, Saboya, Piamonte, Liguria y la zona occidental de los Apeninos hasta las fronteras de Nápoles, y las provincias ilíricas desde Carintia hasta Dalmacia. Miembros de la familia imperial o reinos y ducados satélites cubrían España, el resto de Italia, el resto de Renania-Westfalia y una gran parte de Polonia. En todos estos territorios (quizá con la excepción del Gran Ducado de Varsovia), las instituciones de la Revolución francesa y el Imperio napoleónico eran automáticamente aplicadas o servían de modelo para la administración local: el feudalismo había sido abolido, regían los códigos legales franceses, etc. Estos cambios serían más duraderos que las alteraciones de las fronteras. Así, el código civil de Napoleón se convirtió en el cimiento de las leyes locales de Bélgica, Renania (incluso después de su reincorporación a Prusia) e Italia. El feudalismo, una vez abolido oficialmente, no volvió a restablecerse.
Como para los inteligentes adversarios de Francia era evidente que su
derrota se debía a la superioridad de un nuevo sistema político, o en todo caso a su error al no establecer reformas equivalentes, las guerras produjeron cambios no sólo a través de las conquistas francesas, sino como reacción contra ellas; en algunos casos —como en España—, de las dos maneras, pues de un lado los colaboradores de Napoleón —los afrancesados— y de otro los jefes liberales de la antifrancesa Junta de Cádiz aspiraban en suma al mismo tipo de una España modernizada según las líneas reformistas de la Revolución francesa. Lo que unos no lograron, lo intentaron los otros. Un caso más claro todavía de reforma por reacción —pues los liberales españoles eran ante todo reformadores y sólo antiffanceses por accidente histórico— fue el de Prusía, en donde se estableció una forma de liberación de los campesinos, un ejército organizado con elementos de la íevée en masse, y una serie de reformas legales, económicas y docentes, llevadas a cabo bajo el impacto del derrumbamiento del ejército y el Estado federiquianos en Jena y Auerstadt, y con el firme propósito de aminorar y aprovechar la derrota.
No es exagerado decir que todos los estados continentales de menor importancia surgidos al oeste de Rusia y Turquía y al sur de Escandinavia después de aquellas dos décadas de guerra se vierpn, juntamente con sus instituciones, afectados por la expansión o la imitación de la Revolución francesa. Incluso el ultrarreaccionario reino de Nápoles ño se atrevió a restablecer el feudalismo legal que abolieran los franceses.
Pero los cambios en fronteras, leyes e instituciones gubernamentales fueron nada comparados con un tercer efecto de aquellas décadas de guerra revolucionaria: la profunda transformación de la atmósfera política. Cuando estalló la Revolución francesa, los gobiernos de Europa la consideraron con relativa sangre fría: el mero hecho de que las instituciones cambiaran bruscamente, se produjeran insurrecciones, las dinastías fueran depuestas y los reyes asesinados o ejecutados, no conmovía en sí a los gobernantes del siglo xvm, que estaban acostumbrados a tales sucesos y los consideraban en otros países desde el punto de vista de su efecto en el equilibrio de poderes y en la relativa posición del suyo. «Los insurgentes que destierro de Ginebra —escribía Vergennes, el famoso ministro francés de Asuntos Exteriores del antiguo régimen— son agentes de Inglaterra, mientras que los insurgentes de América ofrecen perspectivas de larga amistad. Mi política respecto a unos y otros se determina no por sus sistemas políticos, sino por su actitud respecto a Francia. Esta es mi razón de Estado.»[12] Pero en 1815 una actitud completamente distinta hacia la revolución prevalecía y dominaba en la política de las potencias.
Ahora se sabía que la revolución en un único país podía ser un fenómeno europeo; que sus doctrinas podían difundirse más allá de las fronteras, y —lo que era peor— sus ejércitos, convertidos en cruzados de la causa revolucionaria, barrer los sistemas políticos del continente. Ahora se sabía que la revolución social era posible; que las naciones existían como algo indepen-
diente de los estados, los pueblos como algo independiente de sus gobernantes, e incluso que los pobres existían como algo independiente de las clases dirigentes. «La Revolución francesa —había observado el reaccionario De Bonald en 1796— es un acontecimiento único en la historia.»[13]“ Se quedaba corto: era un acontecimiento universal. Ningún país estaba inmunizado. Los soldados franceses que acampaban desde Andalucía hasta Moscú, desde el Báltico hasta Siria —sobre un área mucho más vasta que la pisada por un ejército conquistador desde los mongoles, y desde luego mucho más ancha que la ocupada por una fuerza militar en Europa excepto los bárbaros del norte—, impelían a la universalidad de su revolución con más efectividad que nada o nadie pudiera hacerlo. Y las doctrinas e instituciones que llevaron con ellos, incluso bajo Napoleón, desde España hasta Iliria, eran doctrinas universales, como lo sabían los gobiernos y como pronto iban a saberlo también los pueblos. Un bandido y patriota griego —Kolokotrones— expresaba así sus sentimientos:
A mi juicio, la Revolución francesa y los hechos de Napoleón abrieron los ojos a! mundo. Antes, las naciones nada sabían y los pueblos pensaban que sus reyes eran dioses sobre la tierra y que por ello estaban obligados a creer que todo cuanto hacían estaba bien hecho. Después dei cambio que se ha producido es más difícil el gobierno de los pueblos.13
IV
Hemos examinado los efectos de los veintitantos años de guerra sobre la estructura política de Europa. Pero ¿cuáles fueron las consecuencias del verdadero proceso de la guerra, las movilizaciones y operaciones militares y las subsiguientes medidas políticas y económicas?
Paradójicamente, fueron mayores en donde fue menor el derramamiento de sangre, excepto en Francia, que casi seguramente sufrió más bajas y pérdidas indirectas de población que los demás países. Los hombres del período revolucionario y napoleónico tuvieron la suerte de vivir entre dos épocas de terribles guerras —las del siglo xvn y las del nuestro— que devastaron los paises.de tremenda manera. Ninguna zona afectada por las guerras de 1792- 1815 —ni siquiera fe península ibérica, en donde las operaciones militares se prolongaron más que en ninguna parte y la resistencia popular y las represalias las hicieron más feroces— quedó tan arrasada como fes regiones de la Europa central y oriental durante las guerras de los Treinta Años, y del Norte en el siglo xvn, Suecia y Polonia en los comienzos del xvm, o grandes zonas del mundo en fes guerras civiles e internacionales del xx. El largo período de progreso económico que precedió a 1789 hizo que el hambre y sus secuelas, la miseria y la peste, no se sumaran con exceso a los destrozos de la batalla y el saqueo, al menos hasta después de 1811. <La mayor época de hambre fue después de las guerras, en 1816-1817.) Las campañas militares tendían a ser cortas y decisivas, y los armamentos empleados —artillería relativamente ligera y móvil— no eran tan destructores como los de nuestros tiempos. Los sitios no eran frecuentes. El fuego era probablemente el mayor riesgo para los edificios y los medios de producción, pero las casas pequeñas y las granjas se reconstruían con facilidad. La única destrucción verdaderamente difícil de reparar pronto en una economía preindustrial era ia de los bosques, los árboles frutales y los olivos, que tardan mucho en crecer, pero no parece que se destruyeran muchos.
El total de pérdidas humanas como consecuencia de aquellas dos décadas de guerra no parece haber sido aterrador, en comparación con las modernas. Como ningún gobierno trató de establecer ún balance exacto, nuestros cálculos modernos son vagos y no pasan de meras conjeturas, excepto para Francia y algunos casos especiales. Un millón de muertos de guerra en todo el período í3 resulta una cifra escasa comparada con las pérdidas de cualquiera de los grandes beligerantes en los cuatro años y medio de la primera guerra mundial, o con los 600.000 y pico de muertos de la guerra civil norteamericana de 1861-1865. Incluso dos millones no habría sido una cifra excesiva para más de dos décadas de guerra general, sobre todo si se recuerda la extraordinaria mortandad producida en aquellos tiempos por las epidemias y hambres: en 1865 una epidemia de cólera en España se dice que produjo 236.744 víctimas.[14] [15] En realidad, ningún país acusó una sensible alteración en el aumento de población durante aquel período, con la excepción quizá de Francia.
Para muchos habitantes de Europa no combatientes, la guerra no significó probablemente más que una interrupción accidental del normal tenor de vida, y quizá ni esto. Las familias del país de Jane Austen seguían su ritmo de vida como si no pasara nada. El mecklemburgués Fritz Reuter recordaba el tiempo de las guarniciones extranjeras como una pequeña anécdota más que como un drama; el viejo Herr Kuegelgen, evocando su infancia en Sajorna (uno de los campos de batalla de Europa, cuya situación geográfica y política atraía a los ejércitos y a las batallas, como Bélgica y Lombardía), se limitaba a recordar las largas semanas en que los ejércitos atravesaban o se acuartelaban en Dresde. Desde luego, el número de hombres armados implicados en la contienda era mucho más alto que en todas las guerras anteriores, aunque no extraordinario en comparación con las modernas. Incluso las quintas no suponían más que la llamada de una fracción de los hombres afectados: la Costa de Oro, departamento de Francia en el reinado de Napoleón, sólo proporcionó 11.000 reclutas de sus 350.000 habitantes, o sea, el 3,15 por 100, y entre 1800 y 1815 sólo un 7 por 100 de la población total de Francia fue llamado a filas, frente al 21 por 100 llamado en el período, mucho más corto, de la primera guerra mundial.[16] Y este no se puede decir que fuera un gran número. La levée en masse de 1793-1794 tal vez pusiera sobre las armas a 630.000 hombres (de un teórico llamamiento de 770.000); las fuerzas de Napoleón en tiempo de paz (1805) constaban de unos 400.000, y al principio de la campaña de Rusia, en 1812, el Gran Ejército comprendía 700.000 soldados (de ellos 300.000 no franceses), sin contar las tropas francesas en el resto del continente, especialmente en España. Las permanentes movilizaciones de los adversarios de Francia eran mucho más pequeñas porque (con la excepción de Inglaterra) estaban menos continuamente en el campo, y también porque las crisis financieras y las dificultades de organización presentaban muchos inconvenientes a la plena movilización, como, por ejemplo, a los austríacos, que, autorizados por el tratado de paz de 1809 a tener un ejército de 150.000 hombres, sólo tenían en 1813 unos 60.000 verdaderamente dispuestos para entrar en campaña. En cambio, los británicos tenían un sorprendente número de hombres movilizados. En 1813-1814, con créditos votados para sostener 300.000 hombres en el ejército de tierra y 140.000 en la flota, podía haber sostenido proporcionalmente una fuerza mayor que la de los franceses en casi toda la guerra.[17]
Las pérdidas fueron graves, aunque repetimos que no excesivas en comparación con las de las guerras contemporáneas; pero, curiosamente, pocas de ellas causadas por el enemigo. Sólo el 6 o el 7 por 100 de los marineros ingleses muertos entre 1793 y 1815 sucumbieron á manos de los franceses: más del 80 por 100 perecieron a causa de enfermedades o accidentes. La muerte en el campo de batalla era un pequeño riesgo: sólo el 2 por 100 de las bajas en Austerlitz, quizá el 8 o 9 por 100 de las de Waterloo, fueron resultado de la batalla. Los peligros verdaderamente tremendos de la guerra eran la suciedad, el descuido, la pobre organización, los servicios médicos defectuosos y la ignorancia de la higiene, que mataban a los heridos, a los prisioneros y en determinadas condiciones climatológicas (como en los trópicos) prácticamente a todo el mundo.
Las operaciones militares mataban directa o indirectamente a las gentes y destruían equipos productivos, pero, como hemos visto, no en proporciones que afectaran seriamente a la vida y al desarrollo normal de un país. Las exigencias económicas de la guerra tendrían consecuencias de mayor alcance.
Para el criterio del siglo xvm, las guerras revolucionarias y napoleónicas eran de un costo sin precedentes; pero más que el costo en vidas era el costo en dinero el que quizá impresionaba a los contemporáneos. Claro que el peso de las cargas financieras de la guerra sobre la generación siguiente a Waterloo fue mucho más que el de las cargas humanas. Se calcula que mientras el costo de las guerras entre 1821 y 1850 suponía un promedio inferior al 10 por 100 anual del número equivalente en 1790-1820, el promedio anual de muertos de guerra fue menos del 25 por 100 que en el período precedente.[18] ¿Cómo iba a pagarse esto? El método tradicional había sido una combinación de inflación monetaria (la emisión de nueva moneda para pagar las deudas del gobierno), empréstitos y un mínimum de impuestos especiales, ya que los impuestos creaban descontento público y (en donde tenían que ser concedidos por los parlamentos o estados) perturbaciones políticas. Pero las. extraordinarias peticiones financieras y las circunstancias de las guerras quebraron o transformaron todo ello.
En primer lugar familiarizaron al mundo con el inconvertible papel moneda.[19] En el continente, la facilidad con que se imprimían las piezas de papel para pagar las obligaciones del gobierno, se manifestó irresistible. Los asignados franceses (1789) fueron en un principio simples bonos de tesorería (bons de trésor) con un interés del 5 por 100, destinados a adelantar los trámites de la eventual venta de las tierras de la Iglesia. Al cabo de pocos meses se transformaron en dinero, y cada crisis sucesiva obligó a imprimirlos en mayor cantidad y a depreciarlos más por la, creciente falta de confianza del público. Al principio de la guerra se habían depreciado un 40 por 100, y en junio de 1793, más de dos tercios. El régimen jacobino los mantuvo bastante bien, pero la orgía del desbarajuste económico después de temai- dor los redujo progresivamente a unas tres centésimas de su valor, hasta que la bancarrota oficial del Estado en 1797 puso punto final a un episodio monetario que mantuvo en guardia a los franceses contra cualquier clase de billetes de banco durante la mayor parte del siglo xix. El papel moneda de otros países tuvo una carrera menos catastrófica, aunque en 1810 el ruso bajó a un 20 por 10Ó de su valor nominal y el austríaco (desvalorizado dos veces, en 1810 y en 1815), a un 10 por 100. Los ingleses evitaron esta forma particular de financiar la guerra y estaban lo bastante familiarizados con los billetes de banco para no asustarse por ellos, pero incluso el Banco de Inglaterra no resistiría la doble presión de las peticiones del gobierno —para conceder empréstitos y subsidios al extranjero—, las operaciones privadas sobre su metálico y la tensión especial de un año de hambre. En 1797 quedaron en suspenso los pagos en oro a los clientes privados y él inconvertible billete de banco se convirtió de facto en la moneda efectiva. Resultado de esto fue el billete de una libra esterlina. La «libra papel» nunca se depreció tanto como sus equivalentes continentales —su nivel más bajo fue el del 71 por 100 de su valor nominal, y ya en 1817 había subido hasta el 98 por 100—, pero duró mucho más de lo que se había previsto. Hasta 1821 no se reanudaron los pagos en metálico.
La otra alternativa frente a los impuestos eran los empréstitos, pero el

vertiginoso incremento de ia deuda pública, producida por el inesperado - aumento de los gastos de guerra y la prolongación de ésta, asustaron incluso ; a los países más prósperos, fuertes y saludables financieramente. Después de : cinco años de financiar la guerra mediante empréstitos, el gobierno británico ; se vio obligado a dar el paso extraordinario y sin precedentes de costear la ; guerra, no por medio del impuesto directo, sino introduciendo para esa fina- í lidad un impuesto sobre la renta (1799-1816). La rápida y creciente pros- { peridad del país lo hizo perfectamente factible, y en adelante el coste de la - guerra se sufragó con la renta general. Si se hubiera impuesto desde el piin- . cípio una tributación adecuada, la deuda nacional no habría pasado de 228 ; millones de libras en 1793 a 876 millones eñ 1816, y sus réditos anuales de 10'millones en 1792, a 30 millones en 1815, cantidad mayor que el gasto total del gobierno en el año anterior a la guerra. Las consecuencias socia- ■/ Ies de tal adeudo fueron grandes, pues en efecto actuaba como un embudo ;í para verter cantidades cada vez mayores de ios tributos pagados por la pobla- ción en general en los bolsillos de la pequeña clase de «rentistas», contra los cuales los portavoces de los pobres y los modestos granjeros y comerciantes, como WÜIiam Cobbett, lanzaban sus críticas desde los periódicos. Los empréstitos al extranjero se concedían principalmente (al menos en el lado antifrancés) por el gobierno británico, que siguió mucho tiempo una política de ayuda económica a sus aliados. Entre 1794 y 1804 dedicó 80 millones de' libras a esa finalidad. Los principales beneficiarios directos fueron las casas financieras internacionales —inglesas o extranjeras, pero operando cada vez más a través de Londres, que se convirtió en el principal centro financiero internacional—, como la Baring y la casa Rothschild, que actuaban como intermediarios en dichas transacciones. (Meyer Amschel Rothschild, el fundador, envió desde Francfort a Londres a su hijo Nathan, en 1798.) La época de esplendor de aquellos financieros internacionales fue después de las guerras, cuando financiaron los grandes empréstitos destinados a ayudar a los antiguos regímenes a recobrarse de la guerra y a los nuevos a estabilízame.
. Pero los cimientos de esa era en que los Baring y los Rothschild dominaron el mundo de las finanzas —como nadie lo había hecho desde los grandes banqueros alemanes del siglo xvi— se construyeron durante las guerras.
Sin embargo, las técnicas financieras de la época de la guerra son menos importantes que el efecto económico general de la gran desviación de los recursos exigida por uña importante contienda bélica: los recursos dejan de emplearse para fines de paz y se aplican a fines militares. Es erróneo atribuir al esfuerzo de guerra resultados totalmente perjudiciales para la economía civil. Hasta cierto punto, las fuerzas armadas pueden sólo movilizar a hombres que de lo contrario estarían parados por no encontrar trabajo dentro de los límites de la economía.59 La industria de guerra, aunque de momento prive de hombres y materiales al mercado civil, puede a la larga estimular cier- [20]
tos aspectos que las consideraciones de provecho corrientes en tiempo de paz hubieran desdeñado. Tal fue, por ejemplo, el caso de las industrias del hierro y del acero, que, como hemos visto, no parecían tener posibilidades de una rápida expansión comparable a la textil algodonera y, por tanto, confiaban su ^desarrollo al gobierno y a la guerra. «Durante el siglo xvm —escribía Diony- sius Lardner en 1831— la fundición de hierro estuvo casi identificada con la fundición de cañones.»[21] Por eso podemos considerar en parte la desviación ¡de los recursos del capital de los fines pacíficos como una inversión a largo plazo para nuevas industrias importantes y para mejoras técnicas. Entre las innovaciones técnicas debidas a las guerras revolucionarias y napoleónicas, figuran la creación de ia industria remolachera en el continente (para sustituir al azúcar de caña que se importaba de las Indias Occidentales) y la de la conservera (que surgió de la necesidad de la escuadra inglesa de contar con alimentos que pudieran conservarse indefinidamente a bordo de los barcos). No obstante, aun haciendo todas las concesiones, una guerra grande significa una mayor desviación de recursos e incluso, en circunstancias de bloqueo mutuo, puede significar que los sectores de las economías de paz y de guerra compiten directamente por los mismos escasos recursos.
Una consecuencia evidente de tal competencia es la inflación, y ya sabemos que, en efecto, el período de guerra impulsó la lenta ascensión del nivel de precios del siglo xvm en todos los países, si bien ello fuera debido en parte a la devaluación monetaria. En sí, esto supone, o refleja, cierta redistribución de rentas, lo cual tiene consecuencias económicas; por ejemplo, más ingresos para los hombres de negocios, y menos para los jornaleros (puesto que los jornales van a la zaga de los precios); ganancia para los agricultores, que siempre acogen bien las subidas de precios en tiempo de guerra, y pérdidas para los obreros. Por el contrario, la terminación de las imperiosas exigencias de los tiempos de guerra significa la devolución de una masa de recursos —incluyendo los hombres— antes empleados para la producción bélica, a los mercados de paz, lo que provoca siempre intensos problemas de reajuste. Pondremos un ejemplo: entre 1814 y 1818 las fuerzas del ejército británico se redujeron en unos 150.000 hombres —más que la población de Manchester entonces—, y el nivel de precio del trigo bajó de 108,5 chelines la arroba a 64,2 en 1815. El período de reajuste de la posguerra fue de grandes y anormales dificultades económicas en toda Europa, intensificadas todavía más por las desastrosas cosechas de 1816-1817.
Debemos, sin embargo, hacemos una pregunta más general. ¿Hasta qué punto la desviación de recursos debida a la guerra impidió o retrasó el desarrollo económico de los diferentes países? Esta pregunta es de especial importancia respecto a Francia y Gran Bretaña, las dos mayores potencias económicas, y las dos que soportaron las más pesadas cargas económicas. La carga francesa no se debía a la guerra en sí, ya que sus gastos se pagaron a expensas de los extranjeros cuyos territorios saqueaban o requisaban los soldados invasores, imponiéndoles luego crecidas contribuciones de hombres,; material y dinero. Casi la mitad de las riquezas de Italia fueron a parar a Francia entre 1805 y 1812.2! Este procedimiento era, desde luego, mucho más barato —en términos reales y económicos— que cualquier otro que Francia hubiera podido utilizar. La quiebra de la economía francesa se debió a la década de revolución, guerra civil y caos que, por ejemplo, redujo la producción de las manufacturas del Sena inferior (Ruán) de 41 a 15 millones entre 1790 y 1795, y el número de sus operarios de 246.000 a 86.000. A esto hay que añadir la pérdida del comercio de ultramar debido al dominio de los mares ejercido por la flota británica. La carga que hubo de soportar Inglaterra era debida al costo no sólo del sostenimiento de su propia guerra, sino también, mediante las tradicionales subvenciones a sus aliados continentales, del sostenimiento de la de los otros estados. En estrictos términos monetarios puede decirse que Inglaterra soportó la carga más pesada durante la guerra, que le costó entre tres y cuatro veces más que a Francia.
La respuesta a esa pregunta general es más fácil, para Francia que para Gran Bretaña, pues no hay duda de que la economía francesa permaneció relativamente estancada y que su industria y su comercio se habrían extendido más y más deprisa a no ser por la revolución y la guerra. Aunque la economía del país progresó mucho bajo Napoleón, no pudo compensar el retraso y los ímpetus perdidos en los años 1790-1800. En cuanto a Gran Bretaña, la respuesta es menos concreta, pues si su expansión fue meteórica, queda la duda de si no hubiera sido todavía más rápida sin la guerra. La opinión general de hoy es que sí lo hubiera sido.[22] [23] Respecto a los demás países, la pregunta tiene menos importancia en cuanto a los de desarrolló, económico lento o fluctuante, como el Imperio de los Habsburgo, en los qué el impacto cuantitativo del esfuerzo de guerra fue relativamente pequeño.
Desde luego, estas escuetas consideraciones cometen petición de principio. Incluso las guerras, francamente económicas; sostenidas por los ingleses en los siglos xvn y xvm no supusieron un desarrollo económico por ellas mismas o por estimular la economía, sino por lá victoria, que les permitió eliminar competidores y conquistar nuevos mercados. Su «costo» en cuanto a negocios truncados, desviación de recursos, etc., fue compensado por sus «provechos» manifiestos en la relativa posición de los competidores beligerantes después de la guerra. En este aspecto, el resultado de las guerras de 1793-1815 es clarísimo. A costa de un ligero retraso en una expansión económica que, a pesar de ello, siguió siendo gigantesca, Gran Bretaña eliminó definitivamente a su más cercano y peligroso competidor y se convirtió en «el taller del mundo» para dos generaciones. En términos de índices indus-

tríales o comerciales, Inglaterra estaba ahora macho más a la cabeza de todos les demás estados (con la posible excepción de los Estados Unidos) de lo que había estado en 1789. Si creemos que la eliminación temporal de sus rivales y eí virtual monopolio de 1c» mercados marítimos y coloniales era una condición esencial previa para la ulterior industrialización de Inglaterra, el precio para lograrlo fue modesto. Si se arguye que hacia 1789 su situación ya era suficiente para asegurar la supremacía de la economía británica, sin necesidad de una larga guerra, habremos de reconocer que no fue excesivo el precio pagado para defenderla contra la amenaza francesa de recobrar por medios políticos y militares el terreno perdido en la competencia económica.
[1]
Desde 1792 hasta 1815 hubo guerra en Europa, casi sin interrupción, combinada o coincidente con otras guerras accidentales fuera del continente: en las Indias Occidentales, el Levante y la India entre 1790 y 1800; operaciones navales en todos los mares; en los Estados Unidos en 1812-1814. Las consecuencias de la victoria o la derrota en aquellas guerras fueron considerables, pues transformaron el mapa del mundo. Por eso debemos examinarlas primero. Pero luego tendremos que considerar otro problema menos tangible: cuáles fueron las consecuencias del proceso real de la contienda, la movilización y las operaciones militares y litó medidas políticas y económicas a que dieron lugar.
Dos clases muy distintas de beligerantes se enfrentaron a lo largo de
[2] El hijo de James Watt se marchó a Francia, con gran alarma de sti padre.
[3] Entre ellos, Priestley, Bentham, Wilberforce, Clarkson (el agitador antiesclavista), James Mackintosh, David Williams, de Inglaterra; Klopstock, Schiller, Campe y Anarcharsis Cloots, de Alemania; Pestalozzi, de Suiza; Kosziusko, de Polonia; Gorani, de Italia; Comeitus de Pauw, de Holanda; Washington, Hamilton, Madison, Tom Paine y Joel Barlow, de los Estados Unidos. No todos ellos, simpatizantes de la Revolución.
[4] Esto no puede desvincularse del hecho de que el jacobinismo escocés había sido una fuerza popular mucho más poderosa.
[5] Como Polonia era esencialmente una república de nobles y dase media, la Constitución era «jacobina» sólo en el más superficial de los sentidos: el papel de los nobles más bien se reforzaba que se abolía.
[6] Cf. W. von Groóte, Die Entstehung d. Nationaibewussteins in Nordwestdeutschland ]790-1830, 1952. .
[7] M. Lewis, A Social History of the Navy, I7$3-i8!5, I960, pp. 370 y 373.
[8] Gordon Craig, The Politics of the Prussian Army 1640-1945, 1955, p. 26,
[9]
En el transcurso de aquellas décadas de guerra, las fronteras políticas de Europa frieron borradas o alteradas varias veces. Pero aquí debemos ocuparnos sólo de aquellos cambios que, de una manera u otra, fueron lo bastante permanentes para sobrevivir a la deirota de Napoleón.
Lo más importante de todo fue una racionalización general del mapa político de Europa, especialmente en Alemania e Italia. Dicho en términos de geografía política, la Revolución francesa terminó la Edad Media europea. El característico Estado moderno, que se venía desarrollando desde hacía varios siglos, es una zona territorial coherente e indivisa, con fronteras bien definidas, gobernada por una sola autoridad soberana conforme a un solo sistema fundamental dé administración y ley. (Desde la Revolución francesa también se supone que representa a una sola «nación» o grupo lingüístico, pero en
[10] La única supervivencia europea de esta clase és la República de Andorra, que está bajo la soberanía dual del obispo español de Urgell y del presidente de la República francesa.
[11] Su persona era, simplemente, duque de Austria, rey de Hungría, rey de Bohemia, conde del Tírol, etc.
[12] A. Soreí, L'Europe et la Révolution française, I. edición de 1922, p. 66.
[13] I. Considérations sur la France, cap. IV.
12. Citado en L. S. Stavrianos, «Antecedents to Balkan Revolutions», Journal af Modem History, XXIX (1957), p. 344. *
[14] G. Bodart, Losses ofLife m Modern Wars, 1916, p. 133
[15] J. Vicens Vives, ed„ Historia social de España y América, 1956, IV, II, p. 15.
[16] G. Broun, Europe and the French Imperium. 1938, p. 72.
[17] Como estas ciñas se basan en el dinero autorizado por el parlamento, el número de hombres en pie de guena era seguramente más pequeño. J. Leverrier, La naissance de l'armée nationale, 1789-1794, 1939, p. 139; G. Lefebvre, Napoléon, 1936, pp. 198 y 527; M. Lewis, op. cit., p. 119; Parliamentary Papers, XVII (1859),^. 15-
[18] Muí hall, Dictionary of Statistics. Véase la voz War.
[19] En realidad, cualquier clase de papel moneda, canjeable o no por metálico, era muy rara antes de finales del siglo xvm.
[20] Esta fue la base de la gran tradición de emigración en las regiones montañosas superpobladas, como Suiza, para servir como mercenarios en ejércitos extranjeros.
[21] Cabinet Cyclopedía, I. Véase la voz Manufactures in Metal, pp. 55-56.
[22] E. Tarlé, Le blocus continental et le royaume d’Italie, Î928, pp. 3-4 y 25-31; H. Sëe, Histoire économique de la France, U, p. 52; Mulhall, loc. ctt.
[23] Gayer, Rostow y Schwartz, Growth and Fluctuation of the British Economy. 1790-
1850, 1953, pp. 646-649; F. Crouzet, Le blocus continental et l’économie britannique, 1958, pp. 868 ss. «
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