8. LA TIERRA
Yo soy vuestro señor y mi señor es el zar. El zar tiene derecho a darme órdenes y yo debo obedecerle, pero no a dároslas a vosotros. En mis propiedades yo soy el zar, yo soy vuestro dios en la tierra y debo responder a Dios por vosotros en el cielo ... lía caballo debe ser frotado primero con la almohaza de Metro y luego se le cepillará con el cepillo blando. Yo tendré también que Motaros con aspereza, y quién sabe si llegaré al cepillo. Dios limpia el ambiente con el trueno y el relámpago, y es mi aldea yo limpiaré con el trueno y el fuego siempre que Jo considere necesario.
Un terrateniente ruso a sus siervos'
La posesión de una o dos vacas, un cerdo y unos cuantos gansos, eleva en su concepto al campesino sobre sus hermanos de igual condición social ... Vagando tras su ganado, adquiere el hábito de la indolencia ... El trabajo diario se le hace desagradable; la aversión aumenta con el abandono; y al final, la venta de un ternero o un cochinillo, le proporciona ocasión de añadir intemperancia a la holgazanería. La venta de la vaca se produce muy a menudo, y su miserable y ocioso poseedor, mal dispuesto a reanudar el ritmo diario y regular del trabajo, del que antes obtenía sus medios de subsistencia ... obtiene del comprador pobre un beneficio para el cual carecía de títulos.
Survey ofthe Board of Agricuíture for Somerset, 1798 (Informe de la Junta de Agricultura para Somerset) -
I
Lo que sucediera a la tierra determinaba la vida y la muerte de la mayoría de los seres humanos entre los años 1789 y 1848. Como consecuencia, el impacto de la doble revolución sobre la propiedad, la posesión y el cultivo de la tierra, fue el fenómeno más catastrófico de nuestro período. Ni la revo-
lución política ni la económica pudieron menospreciar la tierra, a la que la primera escuela de economistas —la de los fisiócratas-^™ consideraba como tínica fuente de riqueza, y cuya transformación revolucionaria todos juzgaban la necesaria precondición y consecuencia de la sociedad burguesa, si no de todo el rápido desarrollo económico. La gran capa helada de los tradicio- ; nales sistemas-agrarios del mundo y las relaciones sociales rurales cubría el o fértil suelo del progreso económico. A toda costa tenía que ser derretida para que aquel suelo pudiera ser arado por las fuerzas de la iniciativa privada bus- , cadoras de mejor provecho. Esto implicaba tres géneros de cambios. En primer lugar, la tierra tenía que convertirse en objeto de comercio, ser poseída por propietarios privados con plena libertad para comprarla y venderla. En segundo lugar, tenía que pasar a ser propiedad de una clase de hombres dispuestos a desarrollar los productivos recursos de la tierra para el mercado guiados por la razón, es decir, conocedores de sus intereses y de su provecho. En tercer lugar, la gran masa de la población rural tenía que transformarse, al menos en parte, en jornaleros libres y móviles que sirvieran al creciente sector no agrícola de la economía. Algunos de los economistas más previsores y radicales preconizaban también un .cuarto y deseable cambio, difícil si no imposible de lograr. Pues en una economía que suponía la perfecta movilización de todos los factores de la producción de la tierra, no resultaba conveniente un «monopolio natural». Puesto que el tamaño de la tierra era limitado, y sus diversas parcelas diferían en fertilidad y accesibilidad, los propietarios de las áreas más fértiles gozaban inevitablemente de unos beneficios especiales y arrendaban el restó. Cómo extirpar o atenuar esta carga—por ejemplo, por una tasación adecuada, por leyes contra la concentración de la propiedad rural e incluso por la nacionalización— fue objeto de vivos debates, especialmente en la industrial Inglaterra. (Tales argumentos afectaban también a otros «monopolios naturales» como los ferrocarriles, cuya nacionalización nunca se consideró incompatible, por esta razón, con una economía de iniciativa privada, ampliamente practicada.) Sin embargo, estos eran problemas de la tierra en una sociedad burguesa. La inmediata tarea era instalar esa sociedad burguesa.
Dos grandes obstáculos aparecían en el camino de la reforma* y ambos requerían una acción combinada política y económica: los terratenientes precapitalistas y el campesinado tradicional. Frente a ellos los más radicales fueron los ingleses y los norteamericanos, que eliminaron al mismo tiempo a ambos. La clásica solución británica produjo un campo en el que unos
4.0 propietarios eran dueños de cuatro séptimas partes de la tierra cultivada—los datos son de 1851— por un cuarto de millón de granjeros (tres cuartas partes de la extensión estaban divididas en granjas de 200 a 2.000 hectáreas) que empleaban a casi un millón y cuarto de labradores y criados jornaleros. Subsistían algunas bolsas de pequeños propietarios, pero fuera de las tierras altas escocesas y algunas partes de Gales sería pedante hablar de un campesinado británico en el sentido continental. La clásica solución norteamericana fue hacer de los propietarios granjeros comerciales, lo que compensó la disminución del trabajo de los braceros alquilados con una mecanización intensiva. Las segadoras mecánicas de Obed Hussey (1833) y Cyrus McCormick (1834) fueron el complemento para los granjeros puramente comerciales y los especuladores de la tierra que extendieron las fórmulas norteamericanas de vida desde los estados de Nueva Inglaterra hacia el oeste, tomando posesión de sus tierras y más tarde comprándoselas al gobierno a precios ventajosos. La clásica solución prusiana fue la menos revolucionaria. Consistió en convertir a los terratenientes feudales en granjeros capitalistas y a los siervos en labradores asalariados. Los junkers conservaron el dominio de sus pobres haciendas, que habían cultivado mucho tiempo para el mercado de exportación con un trabajo servil; pero ahora lo hacían con campesinos «liberados» de la servidumbre y de la tierra. El ejemplo de Pomerania —en donde, más avanzado el siglo, unas 2.000 grandes propiedades cubrían el 61 por 100 de la tierra, y unas 60.000 medianas y pequeñas el 39 por 100, mientras el resto de la población no poseía nada— es sin duda extremado; pero es un hecho que la clase trabajadora rural carecía de importancia, pues la palabra «labrador» ni siquiera se mencionaba en la Enciclopedia -de economía doméstica y agrícola de Kríiniz (1773), mientras que en 1849 el número de jornaleros rurales en Prusia se calculaba en casi dosmillones. La otra solución sistemática del problema agrario en un sentido capitalista fue la danesa, que también creó un gran cuerpo de granjeros comerciales medios y pequeños. Ello se debía en gran parte a las. reformas del período del despotismo ilustrado en 1780-1790, por loque queda un poco al margen de este volumen.
La solución norteamericana dependía del hecho insólito dé un aumento de tierras libres virtualmente ilimitado y también de la falta de todo antecedente de relaciones feudales o de tradicional colectivismo campesino. El único obstáculo para la extensión del cultivo puramente individual era el de las tribus de pieles rojas, cuyas tierras —normalmente garantizadas por tratados con los gobiernos francés, inglés y norteamericano— pertenecían a la colectividad, a menudo como cotos de caza. El conflicto éntre una perspectiva social que consideraba la propiedad individual perfectamente enajenable como el único orden no sólo racional sino natural, y otra que no lo consideraba así, es quizá más evidente en el enfrentamiento de los yanquis y los indios. «Entre las más perjudiciales y fatales [de las causas que impedían a los indios captar los beneficios de la civilización] —decía el comisario de Asuntos Indios— figuran su posesión en común de territorios demasiado grandes, y el derecho a grandes rentas en dinero; la primera les proporciona un amplío campo para abandonarse a sus costumbres nómadas y evita que adquieran el conocimiento de la propiedad individual y las ventajas de una residencia fija; la segunda favorece la ociosidad y el afán de lucro, proponi Clonándoles los medios para satisfacer sus depravados gustos y apetitos.» Por tanto, resultaba tan moral como provechoso despojarles de sus tierras me-, diante el fraude, el robo o cualquier otro procedimiento por el estilo.
Los indios nómadas y primitivos no eran el único pueblo que no comprendía el racionalismo burgués e individualista a propósito de la tierra ni lo deseaba. De hecho, y con la excepción de minorías ilustradas y los campesinos fuertes y sensatos, la gran masa de la población rural, desde el gran señor feudal hasta el más humilde pastor, coincidían en abominar de él. Sólo una revolución político-legal dirigida contra los señores y los campesinos tradi- cionalistas, podía establecer las condiciones para que la minoría racionalista se convirtiera en mayoría. La historia de las relaciones agrarias en la mayor parte de la Europa occidental y sus colonias en nuestro período es la historia de tal revolución, aun cuando sus plenas consecuencias no se apreciaran hasta la segunda mitad del siglo.
Como hemos visto, su primer objetivo era hacer de la tierra una mercancía. Había que abolir los mayorazgos y demás prohibiciones de venta o dispersión que afectaban a las grandes propiedades dé la nobleza y someter a los terratenientes al saludable castigo de la bancarrota por incompetencia económica, lo que permitiría a otros compradores más competentes apoderarse de ellas. Sobre todo en los países católicos y musulmanes (los protestantes 16 habían hecho ya tiempo atrás), había qué arrancar ia gran extensión de tierras eclesiásticas del reino gótico dé una superstición antieconómica y abrirlas al mercado y a la explotación racional. Les esperaba la secularización y venta. Otras grandes extensiones de propiedad eomunal —y por ello mal utilizadas—, como pastos, tierras y bosques, tenían que hacerse accesibles a la actividad individual. Les esperaba la división en lotes individuales y «cercados». No era dudoso que los huevos adquirentes tuvieran el espíritu de iniciativa y laboriosidad necesarios para lograr el segundo objetivo de la revolución agraria.
Pero esto sólo se conseguiría si los campesinos, desde cuyas filas muchos de ellos se elevarían, llegaban a convertirse en una clase libre capaz de disponer de todos sus recursos; un paso que también realizaría automáticamente el tercer objetivo, la creación de una vasta fuerza laboral «libre», compuesta por todos los que no habían podido convertirse en burgueses. La liberación del campesino de vínculos y deberes no económicos (villanaje, servidumbre, pagos a ios señores, trabajo forzado, esclavitud, etc.), era, por tanto, esencial también. Esto tendría una ventaja adicional y crucial. Pues el jornalero libre, abierto al incentivo de mayores ganancias, demostraría ser un trabajador más eficiente que el labrador forzado, fuera siervo, peón o esclavo. Sólo una condición ulterior tenía que cumplirse. El grandísimo número de los que ahora vegetaban sobre la tierra a la que toda la historia humana les ligaba, pero que, si eran explotados productivamente* resultarían un exceso de población,* tenían que ser arrancados de sus raíces y autorizados a trasladarse libremente. Sólo así emigrarían a las ciudades y fábricas en las que sus músculos eran cada vez más necesarios. En otras palabras: los campesinos tenían que perder su tierra a la vez que los demás vínculos.
En la mayor parte de Europa esto significa que el complejo de tradicionales relaciones legales y políticas conocidas generalmente por «feudalismo» tenía que abolirse en donde aún no había desaparecido. Puede afirmarse que esto se logró en el período entre 1789 y 1848 —casi siempre como consecuencia directa o indirecta de la Revolución francesa— desde Gíbraltar a Prusia oriental, y desde el Báltico a Sicilia. Los cambios equivalentes en la Europa central sólo se produjeron en 1848, y en Rumania y Rusia después de 1860. Fuera de Europa ocurrió algo parecido en América, con las excepciones de Brasil, Cuba o los estados del Sur de los Estados Unidos, en donde la esclavitud subsistió hasta 1862-1888. En algunas zonas coloniales directamente administradas por estados europeos, sobre todo en zonas de la India y Argelia, se produjeron revoluciones legales similares. Y también en Turquía y, durante un breve período, en Egipto.
Salvo en Inglaterra y en algún otro país en donde el feudalismo en este sentido ya había sido abolido o nunca había existido realmente (aunque tuvieran tradicionales colectividades campesinas), ios métodos para lograr dicha revolución fueron muy parecidos. En Inglaterra no fue necesaria o políticamente factible una legislación para expropiar grandes propiedades, dado que los grandes terratenientes o sus colonos ya estaban armonizados con una sociedad burguesa. Su resistencia al triunfo final de las relaciones burguesas en el campo —entre 1795 y 1846—- fue enconada. A pesar de que contenía, de forma inarticulada, una especie de protesta tradicionalista contra el destructor barrido del puro principio del provecho individual, la causa del descontento era mucho más sencilla: el deseo de mantener los precios altos y las rentas altas de las guerras revolucionarias y napoleónicas en el período de depresión de la posguerra. Pero más que de una reacción feudal se trataba de la presión de un grupo agrario. Por eso, el filo más cortante de la ley se volvió contra los vestigios del campesinado, los labradores y los habitantes de las chozas. Como consecuencia de las actas privadas y generales de cercados, unas 5.000 cercas dividieron más de seis millones de hectáreas de tierras y campos comunales desde 1760, transformándolos en arrendamientos privados, con muchas menos formalidades legales que antes. La ley de pobres dé 1834 se dictó para hacer la vida tan insoportable a los pobres rurales que les obligase a emigrar y aceptar los empleos que se les ofrecían, cosa que empezaron a hacer pronto. En la década 1840-1850 varios condados se encontraban ya al borde de una absoluta pérdida de población, y desde 1850 el éxodo del Campo se hizo general.
Las reformas de 1780-1790 abolieron el feudalismo en Dinamarca, pero sus principales beneficiarios no fueron los terratenientes, sino los propietarios y arrendatarios campesinos, estimulados después de la abolición de los campos abiertos a consolidar sus franjas de terreno en propiedades individuales; un proceso análogo al de delimitar los campos se llevó a cabo, en su mayor parte, en 1800. Las haciendas tendían a parcelarse y a ser vendidas a sus arrendatarios, aunque la depresión posnapoleónica, que los pequeños propietarios encontraron más difícil de superar que los grandes terratenientes, retrasó este proceso entre 1816 y 1830. En 1865, Dinamarca era principalmente un país de propietarios rurales independientes. En Suecia, unas reformas similares, aunque menos drásticas, tuvieron idénticos efectos, hasta el punto de que en la segunda mitad del siglo xix, el tradicional sistema de cultivo comunal había desaparecido casi por completo. Las antiguas zonas feudales fueron asimiladas al resto del campo, en el que siempre había predominado el campesinado libre, lo mismo que en Noruega (que antaño formara parte de Dinamarca, y desde 1815 de Suecia). En algunas regiones se hizo sentir una tendencia a subdividir las grandes empresas, tendencia puesta de relieve por la de consolidar posesiones. El resultado fue que la agricultura aumentó rápidamente su productividad —en Dinamarca el número de cabezas de ganado se duplicó en el último cuarto del siglo xvm—pero con el rápido crecimiento de la población, un número cada vez mayor de campesinos pobres no encontraba trabajo. Desde mediados del siglo xix, sus penalidades les impulsaron al que sería —proporcionalmente— el movimiento emigratorio más masivo del siglo (encaminado en su mayor parte al Medio Oeste norteamericano) desde la ínfértil Noruega, un poco más tarde desde Suecia, y algo menos desde Dinamarca.
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En Francia, como ya hemos visto, la abolición del feudalismo fue obra de la revolución. La presión de los campesinos y el jacobinismo impulsaron la reforma agraria hasta más allá del punto en el que los paladines del desarrollo capitalista hubieran deseado que se detuviera (véanse pp. 56, 77 ss). Por eso Francia, en conjunto, no llegó a ser ni un país de terratenientes y cultivadores ni de granjeros comerciales, sino sobre todo de varios tipos de propietarios, que serían el principal sostén de todos los subsiguientes regímenes políticos que no les amenazasen con quitarles las tierras. Que el número de propietarios áumentase carca del 50 por 100 —desde cuatro hasta seis millones y medio— es una conjetura antigua y plausible, pero no fácilmente comprobable. Todo lo que podemos asegurar es que el número de esos propietarios no disminuyó y que en algunas zonas aumentó más que en otras; pero dilucidar si el departamento del Mosela, en donde aumentó en un 40 por 100 entre 1789 y 1801, es más típico que el normando del Eure, en donde permaneció inalterado,11 merece un estudio ulterior. Las condiciones de vida en el campo eran buenas, en general. Ni siquiera en 1847-1848 hubo dificultades salvo para una parte de los jornaleros. Razón por la cual, la corriente de trabajo excedente desde la aldea a la ciudad era pequeña, hecho que contribuyó a retrasar el desarrollo industrial francés.
' En. la mayor parte de la Europa latina, en los Países Bajos, Suiza y Alemania occidental, la abolición del feudalismo fue obra de los ejércitos franceses de ocupación, decididos a «proclamar inmediatamente en nombre de la nación francesa ... la abolición de los diezmos, el feudalismo y los derechos señoriales», o de los nacionales liberales que colaboraron con ellos o se inspiraron en ellos. En 1799, la revolución legal había conquistado los países limítrofes con la Francia oriental y del norte y el centro de Italia, limitándose muchas veces a completar una evolución ya avanzada. La vuelta de los Borbones después de la abortada revolución napolitana de 1798-1799 la retrasó hasta 1808 en la Italia continental del sur; la ocupación británica la impidió en Sicilia, aunque el feudalismo fue oficialmente abolido en esta isla entre 1812 y 1843. En España, las liberales y antifrancesas Cortes de Cádiz abolieron en 1811 el feudalismo y en 1813 ciertos mayorazgos. Pero, por lo general, fuera de las zonas profundamente transformadas por su larga incorporación a Francia, la vuelta de los antiguos regímenes aplazó la aplicación práctica de esos principios. Por tanto, las reformas francesas empezaron o continuaron, más bien que completaron, la revolución legal en regiones como las de la Alemania noroccidental al este del Rin y en las «provincias ilirias» (Istria, Dalmacia, Ragusa y más tarde también Eslovenia y parte de Croacia) que no cayeron bajo el gobierno o la dominación de Francia hasta después de 1805.
Sin embargo, la Revolución francesa no fue la única fuerza que contribuyó a una completa reforma de las relaciones agrarias. El puro argumento económico en favor de una utilización racional de la tierra había impresionado mucho a ios déspotas ilustrados del periodo prerrevolucíonario, y produjo soluciones muy semejantes. En el Imperio de los Habsburgo, José II abolió la servidumbre y secularizó muchas propiedades rústicas de la Iglesia entre 1780 y 1790. Por parecidas razones, y también por sus constantes rebeliones, los siervos de la Livoma rusa recuperaron formalmente su condición de campesinos propietarios que habían disfrutado antes bajo la administración sueca- Ello no les favoreció lo más mínimo, pues la codicia de los todopoderosos pronto convirtió la emancipación en un mero instrumento de expropiación de los campesinos- Después de las guerras napoleónicas, las pocas garantías legales de los campesinos desaparecieron y entre 1819 y 1850 éstos perdieron, por lo menos, una quinta parte de sus tierras, mientras las heredades de la nobleza aumentaban entre un 60 y un 180 por 100. Una clase de labradores sin tierra las cultivaba ahora.
Aquellos tres factores —influencia de la Revolución francesa, argumento económico racional de los trabajadores libres y codicia de la nobleza- determinaron la emancipación de los campesinos de Prusia entre 1807 y 1816. La influencia de la revolución fue decisiva: sus ejércitos habían pulverizado a Prusia, lo que demostraba con dramática fuerza la impotencia de los viejos regímenes que no adoptaban los métodos modernos, es decir, los seguidos por los franceses. Como en Livonia, la emancipación se combinó con la abolición de la modesta protección legal que los campesinos disfrutaban antes. A cambio de la abolición del trabajo forzoso y los tributos feudales y por sus nuevos derechos de propiedad, el campesino estaba obligado, entre otras cosas, a dar a su anterior señor un terció o la mitad de su posesión o una suma equivalente de dinero. El largo y complejo proceso de transición no había terminado en 1848, pero ya era evidente que mientras los grandes terratenientes habían obtenido notables beneficios, y un pequeño número de campesinos acomodados lo mismo gracias a sus nuevos derechos de propiedad, el grueso del campesinado estaba mucho peor y los labradores sin tierra aumentaban rápidamente.
Económicamente el resultado fue beneficioso a la larga, aunque en un principio las pérdidas fueron —como es frecuente en los grandes cambios agrarios— considerables. En 1830-1831 Prusia había recuperado el número de cabezas de ganado de principios de siglo, que los grandes terratenientes poseían en su mayor parte. En cambio, la extensión cultivada había aumentado en un tercio y la productividad en un medio en la primera mitad de siglo.'6 El excedente de población rural aumentó rápidamente, y como las condiciones rurales eran muy malas —el hambre de 1846-1848 fue quizá peor
en Alemania que en los demás países, excepto Irlanda y Bélgica— se buscala ba la solución en la emigración. Antes del hambre irlandesa fue el alemán di pueblo que proporcionó mayor número dé emigrantes.
Por todo lo dicho se puede afumar que la mayor parte de las disposicio- P nes legales para establecer unos sistemas burgueses de propiedad rural se die- |;;; taron entre 1789 y 1812. Sus consecuencias, fuera de Francia y algunas H regiones contiguas a ella, fueron mucho más lentas, debido principalmente a la &erza de la reacción económica y social después de la derrota de Napoli león. En general, cada posterior avance del liberalismo impulsaba a la revo- f|: iución legal a dar ira paso más para pasar de la teoría a la práctica y cada res- |f y tauradón de los antiguos regímenes lo aplazaba, sobre todo en los países católicos, en donde la secularización y venta de las tierras de la Iglesia era ¡tV;- una de las más apremiantes exigencias liberales. Así, en España, el efímero triunfo de una revolución liberal en 1820 trajo una nueva ley de «desvinculé íación» que permitía a los nobles enajenar sus tierras libremente; la vuelta al í í absolutismo la derogó en 1823; la renovada victoria liberal de 1836 la rea- tf firmó, y así sucesivamente. El volumen de tierras transferidas en nuestro ;:v periodo era .por eso muy modesto todavía, salvo en zonas en donde un acti- j: vo cuerpo de compradores y especuladores de clase media estuvo dispuesto r a aprovechar sus oportunidades; en la llanura de Bolonia <norte de Italia), las tierras nobles descendieron del 78 por 100 del valor total en 1789 ai 66 por y. 100 en 1804 y ai 51 en 183S.n En cambio, en Sicilia, el 90 por 100 de toda ? la tierra continuó en manos de los nobles hasta mucho después. y Había una excepción: la de las tierras de la Iglesia. Estas vastas y casi v invariablemente mal utilizadas y destartaladas posesiones —se ha dicho que dos terceras partes de la tierra en el reino de Ñápales eran eclesiásticas hacia í. 1760— tenían muy pocos defensores y demasiados lobos rondándolas.
; Incluso en la reacción absolutista en la católica Austria después del colapso :■ dei despotismo ilustrado de José H, a nadie se le ocurrió la devolución de las tierras de los monasterios secularizadas y dispersas. Así, en una comarca de i;, la Romana (Italia), las tierras de la Iglesia bajaron desde el 42,5 por 100 del total en 1783 al 11,5 por 100 en 1812; pero esas tierras perdidas para la Igle- y sìa pasaron no sólo a manos de propietarios burgueses (que subieron desde ; el 24 al 47 por 100), sino también de los nobles (que aumentaron desde el 34. hasta el.41 por 100). Por tanto no es sorprendente que incluso en la católica España, los intermitentes gobiernos liberales consiguieran en 1845 vender' la mitad de las fincas de la Iglesia, sobre todo en las provincias en donde la propiedad eclesiástica estaba más concentrada o el desarrollo económico nias^ avanzado (en quince provincias fueron vendidas más de tres cuartas p¡ del total de tierras de la Iglesia).
Desgraciadamente para la teoría económica liberal, esta redistribución tierra en gran escala no produjo la clase de propietarios o granjeros empreñé, dedores y progresistas que se esperaba. ¿Por qué un adquirente de la el; media —abogado, comerciante o especulador urbano— iba a aceptar zonas inaccesibles o económicamente atrasadas el trabajo de transformar nueva propiedad rural en una próspera empresa, en vez de limitarse a ocupar el puesto, del que antaño estaba excluido, del antiguo señor, noble o cleñca!?; cuyos poderes podía ejercer ahora, con más apego al dinero y menos a la tra- dición y a la costumbre? En todas partes de la Europa meridional surgió un nuevo y más riguroso grupo de «barones» que reforzaba al antiguo. Las grandes concentraciones latifundistas habían disminuido ligeramente, como en lá Italia meridional, permanecían intactas, como en Sicilia, o se habían reforzado, como en España. En esos regímenes la revolución legal había venido a i reforzar el viejo feudalismo con uno nuevo que én poco o nada beneficiaba a los pequeños adquirentes y a los campesinos. En la mayor parte de la Europa meridional, la vieja estructura social conservaba todavía fuerza suficiente para hacer imposible hasta el pensamiento de una emigración en masa. Los hombres y las mujeres vivían como y donde sus antepasados, y, si era menester, morían de hambre allí. El éxodo masivo no comenzó en la Italia meridional, por ejemplo, hasta medio siglo después.
•ii:
Aun en donde los campesinos recibieron realmente la tierra o fueron confirmados en su posesión, como en Francia, parte de Alemania y Escandina- via, no se convirtieron automáticamente, como se esperaba, en una clase emprendedora de pequeños granjeros. Y esto por la sencilla razón de que, silos campesinos deseaban tierras, rara vez deseaban una economía agraria burguesa.
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Por muy ineficaz y opresivo que el viejo sistema tradicional hubiera sido, también era un sistema de considerable seguridad económica y social en el más bajo nivel; sin mencionar que estaba consagrado por la costumbre y la tradición. Las hambres periódicas, el exceso de trabajo que hacía a los hombres viejos a los cuarenta años y a las mujeres a los treinta, eran obra de Dios; sólo se convertían en obras de las que pudiera considerarse responsables a los hombres en épocas de dureza anormal o de revolución. Desde el
punto de vista del campesino, la revolución legal no le daba más que de- r pechos legales, pero le tomaba mucho. Así, la emancipación en Prusia le .concedía los dos tercios o la mitad de la tierra que ya habían cultivado y le liberaba del trabajo forzoso y otros tributos, pero le privaba en cambio del derecho a la ayuda del señor en tiempos de mala cosecha o plagas del ganado; del derecho a cortar o comprar barata la leña en el bosque del señor; del ¡derecho a la ayuda del señor para reparar o reconstruir su casa; del derecho, ;en caso de extrema pobreza, a pedir la ayuda del señor para pagar los -impuestos; del derecho a que sus animales pastaran en el bosque del señor. Para el campesino pobre, esto parecía un contrato casi leonino. La propiedad de la Iglesia podía haber sido ineficiente, pero este hecho favorecía a los .caínpesmos, ya que así su costumbre tendía a convertirse en derecho de prescripción. La división y cercado de los campos, pastos y bosques comunales, privaba a los campesinos pobres de recursos y reservas a los que creían tener derecho, como parte de la comunidad que eran. El mercado libre de la tierra significaba que, probablemente, tendrían que vender las suyas; la creación de una dase de empresarios rurales suponía que los más audaces y más listos los explotarían en vez —o además— de los antiguos señores. Al mismo tiempo, la introducción del liberalismo en la tierra era como una especie de bombardeo silencioso que conmovía la estructura social en la que siempre habían vivido y no dejaba en su sitio más que a los ricos: una soledad llamada libertad.
Nada más natural, pues, que el campesino pobre o toda la población rural resistieron como podían, y nada más natural que esa resistencia se hiciera en nombre del viejo y tradicional ideal de una sociedad justa y estable, es decir, en nombre de la Iglesia y del rey legítimo. Si exceptuamos la revolución campesina de Francia (y ni siquiera ésta, en 1789, era anticlerical ni antimonárquica), puede decirse que prácticamente en nuestro período todos los importantes movimientos campesinos que no se dirigieron contra el rey o la Iglesia extranjeros, fueron emprendidos ostensiblemente a favor de sacerdotes y gobernantes. Los campesinos de la Italia meridional se unieron al subproletariado urbano para hacer en 1799 una contrarrevolución frente a los jacobinos napolitanos y a los franceses, en nombre de la santa fe y de los Borbones; y esos mismos fueron también los lemas de las guerrillas de calabreses y apulianos contra la ocupación francesa y luego contra la unidad italiana. Clérigos y aventureros mandaban a los campesinos españoles en la guerra de guerrillas contra Napoleón. La Iglesia, el rey y un tradicionalismo tan extremado que ya resultaba extraordinario a principios del siglo xix, inspiraron las guerrillas carlistas del país vasco, Navarra, Castilla, León y Aragón en su implacable lucha contra los liberales españoles en sucesivas guerras civiles. En 1810 ios campesinos mexicanos iban guiados por la Virgen de Guadalupe. La Iglesia y el emperador combatieron a los bávaros y a los franceses bajo el mando del recaudador Andreas Hofer en el Tirol en 1809. Los rusos combatían en 1812-1813 por el zar y la santa ortodoxia. Los revolucionarios polacos en Galitzia sabían que su única posibilidad de
captarse a los campesinos ucranianos era a través de ios sacerdotes ortodoxos griegos o uniatas, y fracasaron porque ios campesinos prefirieron el emperador a los caballeros. Fuera de Francia, en donde el republicanismo y el bonapartismo captaron a una parte importante del campesinado entre 1791 y 1815 y en donde en muchas regiones la Iglesia se: había debilitado mucho ya antes de la revolución, había pocas zonas —éstas estaban constituidas obviamente por regiones en las que la Iglesia era un gobernante extraño y enojoso, como en la Romaña papal y Emilia— de lo: que hoy llamaríamos el «ala izquierda» de la agitación campesina. E incluso en Francia, la Bretaña: y la Vendée seguían siendo fortalezas populares del borbonismo. El hecho de que los campesinados europeos no se alzaran con los jacobinos o liberales y —es decir, con los abogados, los tenderos, los administradores de fincas, los • empleados modestos, etc.— sentenció al fracaso la revolución de 1848 en aquellos países en los que la Revolución francesa nó les había dado la tierra y en donde, poseyéndola, su miedo conservador a perderlo todo o su confor-: midad los mantuvo inactivos.
Desde luego, los campesinos no luchaban por el rey «real», a quien apenas conocían, sino por el ideal de un rey justo que, si las conociera, castigaría las transgresiones de sus subordinados y señores; pero con frecuencia se levantaban por la iglesia «real», pues el sacerdote rural era uno de ellos, los santos eran ciertamente suyos y de nadie más, e incluso los representantes de las decaídas propiedades eclesiásticas eran señores más tolerables que los avaros seglares. En dónde los campesinos tenían tierras y libertad, como en el Tirol, en Navarra o (sin un rey) en los cantones católicos de la patria suiza de Guillermo Tell, su tradicionalismo era una defensa de su relativa libertad contra las intrusiones del liberalismo. Donde carecían de tierras o libertad eran más revolucionarios. Cualquier llamamiento a resistir la conquista del extranjero y el burgués, aunque fuese lanzado por el sacerdote o el rey, producía fácilmente no sólo el saqueo de las casas de: los comerciantes y los abogados de la ciudad, sino la marcha ceremoniosa1 con tambores, santos y banderas, para ocupar y dividir la tierra, asesinar a los propietarios, raptar a sus mujeres y arrojar a la hoguera los documentos legales. Pues, seguramente, el campesino era pobre y carecía de tierras contra el deseo de Cristo y del rey. Este sólido cimiento de inquietud social revolucionaria era el que hacía tan inseguro aliado de la reacción a los movimientos campesinos en las zonas de servidumbre y vastas fincas, o en las zonas de propiedad excesivamente pequeña y subdividida. Todo lo que necesitaban para pasar de un revolucio- narismo legitimista a una verdadera ala izquierda era adquirir la certidumbre de que el rey y la Iglesia se habían puesto al iado de los ricos locales, y que un movimiento revolucionario dé hombres como ellos mismos les hablara con sus mismas palabras. El radicalismo populista de Garibaldi fue tal vez el primero de esos movimientos, y los bandidos napolitanos lo aclamaron con entusiasmo, al mismo tiempo que vitoreaban a la Santa Iglesia y a los Bor- bones. El marxismo y el bakuninismo iban a ser más efectivos. Pero el paso de la rebelión campesina desde el ala derechg política al ala izquierda apenas había empezado a producirse antes de 1848, pues el tremendo impacto de la economía burguesa sobre la tierra, que iba a convertir en epidémica la endémica rebeldía campesina, sólo empezaría a hacerse sentir'pasada la primera mitad del siglo, y especialmente durante y después de la gran depresión agraria de 1880-1890.
IV
En muchos sitios de Europa, como hemos visto, la revolución legal vino como algo impuesto desde fuera y desde arriba, como una especie de terremoto artificial más bien que como el desmoronamiento de una tierra hacía tiempo reblandecida. Esto fue más evidente todavía donde se impuso a una economía enteramente no burguesa conquistada por burgueses, como ¿n África y en Asia.
De este modo en Argelia, el conquistador francés cayó sobre una sociedad característicamente medieval con un sistema firmemente establecido y bastante floreciente de escuelas religiosas —se ha dicho que los soldados campesinos franceses eran mucho menos cultos que el pueblo que conquistaban—22 financiadas por numerosas fundaciones piadosas*33 Las escuelas, consideradas simplemente como semilleros de superstición, fueron cerradas; las tierras religiosas que las sostenían, vendidas por los europeos, que no comprendían ni su finalidad ni su inalterabilidad legal; y los maestros, normalmente miembros de las poderosas cofradías religiosas, emigraron a las zonas no conquistadas para fortalecer las fuerzas de la rebeldía mandadas por Abd-el-Kader. Empezó la sistemática conversión de la tierra en propiedad privada enajenable, aunque sus efectos no se harían sentir hasta mucho después. ¿Cómo iba a comprender el liberal europeo el complejo tejido de derechos y obligaciones públicos y privados que evitaba, en una región como la Cabilla, que la tierra cayera en una anarquía de propietarios de minúsculos terrenos y ¡fragmentos de higueras?
Argelia apenas había sido conquistada en 1848. Vastas zonas de la India llevaban siendo administradas directamente por los ingleses durante más de una generación. Pero como ningún colono europeo deseaba adquirir tierra india, no se planteó problema alguno de expropiación. El impacto del liberalismo sobre la vida agraria de la India fue, en primer lugar, una consecuencia de la búsqueda por los gobernantes británicos de un método conveniente y efectivo de tributación rural. Fue su combinación de codicia e individualismo legal lo que produjo la catástrofe. La propiedad de la tierra en la India prebritánica era tan compleja como suele serlo en sociedades tradiciona-
2:2. M. Emerit, «L’état intellectuel et moral de l’Algérie en 1830», Revue d’Histoire Modeme et Contempérame, I (1954), p. 207.
23. Estas tierras correspondían a las dadas a la Iglesia por razones caritativas o rituales en los países cristianos en la Edad Media.
les, pero no incambiables, sometidas periódicamente a conquistas exUan?!| jeras, pero apoyadas siempre sobre dos firmes pilares: la tierra pertenecía^ —de jure o de fació— a colectividades autónomas (tribus, clanes, aldeas^ cofradías, etc.), y el gobierno percibía una parte proporcional de sus proi>s ductos. Aunque algunas tierras eran en cierto sentido enajenables, algunas! relaciones agrarias podían ser interpretadas como arrendamientos y algia-; f nos pagos rurales como alquileres, no existían de hecho ni terratenientes ¿i ni arrendatarios, ni tierras de propiedad individual ni alquiladas en sentido! europeo. Era una situación enojosa e incomprensible para los administrado- res y gobernantes británicos que trataban de implantar el orden rural al que :- estaban acostumbrados. En Bengala, la primera gran zona bajo el gobiejj.J no directo de los ingleses, el tributo sobre la tierra del Imperio mogol se ;i cobraba por una especie de agente o comisionista, el «zemindar». Segura? f mente —para los ingleses— éste debía de ser el equivalente al terrateniente británico que paga un impuesto fijo por el total de sus fincas, la clase a través. de la cual debía de organizarse la recaudación, cuyo benéfico interés en la tie-f ira debía de mejorarla y cuyo apoyo político a un régimen extranjero debía darle estabilidad. «Yo considero —escribía lord Teignmouth en la minuta de
18 de junio de 1789 que bosquejaba el “establecimiento permanente” de la renta de la tierra en Bengala— a los zemíndares como los propietarios del ; suelo, a la propiedad riel cual acceden por derecho de herencia ... El privile? ; gio de disponer de la tierra por venta o hipoteca se deriva de este derecho fundamental. ..» Variaciones de este llamado sistema zemindar se aplicaron a uñ
19 por 100 de las conquistas británicas posteriores en la India.
La codicia más que las conveniencias dictó el segundo tipo de sistema fiscal, que eventualmente cubrió más de la mitad de la India inglesa: el ryot- wari. Aquí los gobernantes ingleses, considerándose los sucesores de un despotismo oriental que en su no del todo ingenuo concepto era el supremo señor de toda la tierra, intentaron la hercúlea tarea de hacer individual la tasa de tributación de cada campesino, considerándolo como un pequeño propietario rural o más bien un arrendatario. El principio que se ocultaba tras esto, expresado con la claridad habitual de un diestro funcionario, era el del liberalismo agrario en toda su pureza. En las palabras de Goldsmid y Wingate, pedía: «limitación de la responsabilidad conjunta a los pocos casos en que los campos se posean en común o hayan sido subdivididos por los coherederos; reconocimiento de la propiedad del suelo; perfecta libertad de acción con relación a los arriendos, subarriendos y ventas, garantizada a sus propietarios; facilidades para efectuar ventas o transferencias de tierras por el prorrateo del tributo sobre los campos». La comunidad aldeana quedó completamente olvidada, a pesar de las fuertes objeciones de la Administración de Rentas de Madrás (1808-1818) que consideraba con razón que los convenios de impuestos colectivos con las comunidades aldeanas eran mucho más realistas, aunque también <y muy típicamente) los defendía como la mejor garantía de la propiedad privada. El doctrinarismo y el afán de lucro ganaron, y «la merced de la propiedad privada» fue acordada al campesinado indio. ' Sus desventajas fueron tan notorias que los colonos de las partes conquistadas u ocupadas con posterioridad en el norte de la India (que representaban cerca del 30 por 100 de la superficie de la India inglesa) volvieron a un sistema zemindar modificado, pero con algunas tentativas de reconocer las colectividades existentes, sobre todo en el Punjab.
La doctrina liberal se combinó con la -rapacidad para dar otra vuelta al tomo que oprimía a los campesinos, aumentando terriblemente la cuantía de la contribución. (La renta de la tierra de Bombay se duplicó a los cuatro años der la conquista de esta provincia en 1817-1818.) Las doctrinas de Malthus y de Ricardo sobre la renta sirvieron de base a las teorías para la India a través de la influencia del líder del utilitarismo James Mili, Esta doctrina consideraba los beneficios de la propiedad rural como un puro excedente que no tenía nada que ver con el valor. Aumentaban sencillamente, porque algunas tierras eran más fértiles que otras y estaban en poder —con cada vez más ruinosos resultados para la economía total— de los teiratenientes. Por tanto, su confiscación no surtiría efectos para la riqueza de un país. Salvo quizá el de evitare! aumento de una aristocracia territorial capaz de arrendarlas a algunos negociantes para su explotación. En un país como Inglaterra, la fuerza política de los intereses agrarios habría hecho imposible una solución tan radical —que supondría una virtual nacionalización de la tierra—, pero en la India el despótico poder de un conquistador ideológico la impondría. Claro que en este punto se cruzaban dos líneas de argumentación liberal. Los administradores whigs del siglo xvm y los más antiguos hombres de negocios opinaban con gran sentido común que los pequeños propietarios ignorantes nunca acumularían un capital agrícola, con el que hacer progresar la economía. Por tanto, eran partidarios de los convenios permanentes del tipo de los de Bengala, que estimulaban a una clase de terratenientes, fijaban para siempre el tipo de impuesto y favorecían el ahorro y el progreso. Los administradores utilitarios, acaudillados por el temible Mili, preferían la nacionalización de la tierra y una gran masa de pequeños propietarios campesinos al peligro de otra aristocracia de hacendados. Si la India hubiera sido como Inglaterra, la postura whig habría sido seguramente mucho más persuasiva, y después de la sublevación india de 1857 lo fue por razones políticas. Siendo la India como era, ambos puntos de vista eran igualmente irrelevantes para su agricultura. Además, con el desarrollo de la Revolución industrial en la metrópoli, los intereses regionales de la vieja Compañía de las Indias Orientales (que eran entre otros tener una floreciente colonia para explotar) estaban cada vez más subordinados a los intereses generales de la industria británica (los cuales eran, ante todo, tener a la India como mercado y fuente de ingresos, pero no como competidora). Por todo ello, la política utilitaria, que aseguraba un estricto control británico y unos impuestos mayores, fue preferida. El tradicional límite prebritánico de tributación era un tercio de los ingresos; el
tipo básico para los imputólos británicos era la mitad. Sólo después de que. docármarismo utilitario llevó a un absoluto empobrecimiento y a la rebel de 1857, la tributación se redujo a un tipo menos riguroso.
La aplicación del liberalismo económico a la tierra india ni creó un ci po de propietarios ilustrados ni un modesto campesinado vigoroso. Se mito a introducir otro elemento de incertidurabre, otra compleja red de rásitos y explotadores de las aldeas (por ejemplo, los nuevos funcioi del señorío británico), un considerable cambio y concentración de propieíÍ dades, y un aumento de deudas y pobreza en ios campesinos. En el distri-- to de Cawnpore {Uttar Pradesh) un 84 por 100 de las fincas pertenecían^ por herencia a sus propietarios en la época en que llegó la Compañía de--? las Indias. En 1840, el 40 por 100 de las fincas habían sido compradas por sus propietarios, y en 1872, el 62,6 por 100. Además, sobre unas 3.000 fincas o aldeas—aproximadamente unas tres quintas partes del total— qué cambiaron de propietario en tres distritos de las provincias del noroeste (Uttar Pradesh) en 1846-1847, más de 750 habían sido adquiridas por los usureros.
Habría mucho que decir del despotismo ilustrado y sistemático de los burócratas utilitarios que construyeron el Imperio británico en este período* Llevaron la paz, un gran incremento de los servicios públicos, eficacia admi- nisfrativa, leyes excelentes, y un gobierno incorruptible en las altas jerarquías. Pero en el aspecto económico fracasaron de la manera más sensacional- De todos los territorios bajo la administración de gobiernos europeos © de tipo europeo —incluyendo la Rusia zarista— la India siguió siendo el más azotado por gigantescas y mortíferas hambres. Quizá —aunque faltan esta-, dísticas del período primitivo— cada vez mayores a medida que el siglo avanzaba.
La única otra gran zona colonial (o ex colonial) en donde se intentó aplicar una legislación agraria liberal fue en América Latina, en donde la antigua colonización feudal de los españoles nunca había tenido prejuicios contra las pertenencias colectivas y comunales de los indios, mientras los colonos blancos dispusieran de toda la tierra que deseaban. Sin embargo, los gobiernos independientes procedieron a la liberación inspirados en la Revolución francesa y en las doctrinas de Bentham. Bolívar, por ejemplo, decretó la individualización de las tierras comunales en el Perú (1824), y la mayor parte de las nuevas repúblicas abolieron los mayorazgos al estilo de los liberales espa-
soles. La liberación de las tierras de la nobleza pudo llevar algunos cambios f|r y dispersión de propiedades, aunque la vasta hacienda (estancia, finca, fim- ñ-- do) siguió siendo la unidad de propiedad territorial en casi todas las repúbli- cas. El ataque a la propiedad comunal fue del todo inefectivo. Ciertamente, í;/ no fue lanzado en serio hasta después de 1850. En realidad, la liberación de H la política económica en los estados latinoamericanos seguía siendo tan artí- jgcial como la liberación de su sistema. En resumen, y a pesar del Parlamen- to, las elecciones, las leyes agranas, etc., el contenido seguía siendo el mis- ;v rao que antes.
/• V
La revolución en la propiedad rural fue el aspecto político de la disolución de la tradicional sociedad agraria; su invasión por la nueva economía rural y el mercado mundial, su aspecto económico. En el período 1787-1848 esta transformación económica era imperfecta todavía, como puede advertirse por las modestas cifras de emigración. Los ferrocarriles y buques de vapor apenas habían empezado a crear un único mercado agrícola mundial hasta la gran depresión agrícola de finales del siglo xpc Por tanto, la agricultura local estaba muy al margen de las competencias internacionales y hasta de las interprovraciales- La competencia industrial apenas había chocado hasta ahora con el artesanado aldeano y los talleres domésticos, salvo quizá para obligar a algunos a que produjeran para mercados más amplios. Fuera de las comarcas en que triunfaba la agricultura capitalista, los nuevos métodos agrarios penetraban lentamente en las aldeas, aunque las nuevas cosechas industriales, sobre todo la del azúcar de remolacha —cuyo cultivo se extendió enormemente a causa de la discriminación napoleónica contra el azúcar de caña (británico)— y las de otros productos alimenticios nuevos, especialmente el maíz y la patata, hicieron sorprendentes avances. Hizo falta una extraordinaria coyuntura económica —la proximidad de una economía altamente industrial y el impedimento del desarrollo normal— para producir un verdadero cataclismo en una sociedad agraria por medios puramente económicos.
Tal coyuntura existió, y tal cataclismo ocurrió en Irlanda y en menor escala en la India. Lo que sucedió en la India fue sencillamente la virtual destrucción, en pocas décadas, de lo que había sido una floreciente industria doméstica y aldeana que aumentaba los ingresos rurales; en otras palabras, la desindustriaíizaeión de la India. Entre 1815 y 1832, el valor dé los géneros de algodón indios exportados desde el país pasó de 1.300.000 libras esterlinas a menos de 100.000, mientras la importación de los géneros de algodón ingleses aumentó más de dieciséis veces. Ya en 1840 un observador prevenía contra los desastrosos efectos de convertir a la India «en el granero de Inglaterra, pues es un país fabril, cuyos diversos géneros de manufacturas existen desde hace mucho tiempo, sin que con ellos hayan podido competir
enjuego limpio los de otras naciones ... Reducirla a país agrícola sería una;:: injusticia para la India». La descripción era errónea; pues una manufactura.1 - incipiente había sido en la India, como en otros muchos países, una parte = integrante de la economía agrícola en muchas regiones. Como consecuencia, la desindustríalización hacía al campesino más dependiente de la indecisa;^ suerte de las cosechas.
La situación en Manda era más dramática. Aquí, una población de pe-.,' queños arrendatarios, económicamente atrasados e inseguros, vivía de los -j productos de la tierra y pagaba el máximo alquiler a un pequeño grupo grandes terratenientes extranjeros y generalmente ausentes. Excepto en e¡M noreste (Ulster), el país había sido desindustrializado hacía tiempo por la V: política mercantilista del gobierno británico que lo trataba como a una colo-,: nia, y más recientemente por la competencia de la industria británica. Una. sola innovación técnica —la sustitución de ciertos tipos de cultivo por láJ patatal-había hecho posible un aumento de población, pues una hectárea de,, tierra dedicada a la patata podía alimentar a muchas más personas que otra dedicada a pastos u otros productos. El hecho de que los terratenientes exi- . gieran el máximo número de arrendatarios y luego también trabajo forzoso ; para cultivar las nuevas granjas que exportaban alimentos al mercado britár nico, estimuló la proliferación de pequeñas fincas: en 1841, en Connacht, el Ó4 por 100 de las fincas mayores tenían menos de tres hectáreas, sin contar • el número desconocido de minúsculas fincas de menos de media hectárea. Así, durante el siglo xvm y principios del xix, los habitantes del país vivían, con unas 10 o 12 libras de patatas diarias y —al menos hasta 1820— un poco de leche y de vez én cüando un arenque; la pobreza de la población irlandesa no tenía igual en toda la Europa occidental.
Puesto que no había posibilidad de otro trabajo, por estar excluida la industrialización, el final de aquella evolución podía predecirse matemáticamente. Tan pronto como la población creciera más allá del límite de producción de patatas, se produciría una catástrofe. Los primeros síntomas aparecieron poco después de terminar las guerras con Francia. La disminución de alimentos y las epidemias empezaron otra vez a diezmar a un pueblo en el que el descontento de la masa agraria era perfectamente explicable. Las malas cosechas y las plagas de los años 1840 sólo proporcionaron el pelotón de ejecución a un pueblo ya condenado. Nadie sabe con exactitud las vidas humanas que costó la Gran Hambre Mandesa de 1847, sin duda la mayor catástrofe humana de la historia europea durante nuestro período. Cálculos aproximados estiman que un millón de personas murió de hambre o a consecuencia del hambre y otro millón emigró de la atormentada isla entre 1846 y 1851. En 1820 Manda tenía unos siete millones de habitantes. En 1846 había llegado casi a los ocho y medio. En 1851 había quedado reducida a seis
y medio y su población continuaba decreciendo a causa de la emigración. «Heu dirá fames! —escribía un cura párroco, empleando el tono de los cronistas de remotos tiempos— Heu saeva hujus raemorabilís anni pestilentia!» eá aquellos meses en que no se bautizó ningún niño en las parroquias de Gal- way y Mayo, porque no había nacido ninguno.
La India e Irlanda fueron quizá los países peores para los campesinos entre 1789 y 1848; pero nadie que hubiera tenido ocasión de escoger habría querido tampoco ser labrador en Inglaterra. Se reconoce por lo general que la situación de aquella clase infeliz empeoró notablemente en la década 1790-1800, én parte por la presión de las fuerzas económicas, en parte por el «sistema Speenhamland» (1795), un bienintencionado, pero equivocado miento de garantizar al labrador un jornal mínimo, mediante subsidios a los jornales bajos. Su principal efecto fue incitar a los granjeros a disminuir los jornales, y desmoralizar a ios labradores. Sus débiles e ignorantes instintos de rebeldía pueden medirse por el aumento de transgresiones a las leyes de caza entre 1820 y 1830, por los incendios y daños contra la propiedad entre 1830 y 1840, pero sobre todo por el desesperado movimiento de «los últimos labradores», epidemia de motines que se extendió espontáneamente desde Kent por numerosos condados a finales de 1830 y fue reprimida con dureza feroz. El liberalismo económico proponía resolver el problema de los campesinos con su habitual manera expeditiva y cruel obligándoles a aceptar trabajo con jornales bajísimos o a emigrar. La nueva ley de pobres de 1834, un estatuto de insólita dureza, Ies proporcionaba el miserable consuelo de las nuevas «casas de trabajo» (en donde tenían que vivir separados de sus mujeres y sus hijos para apartarles de la costumbre sentimental y antimalthusiana de la procreación irreflexiva), privándoles de la garantía parroquial de un mínimo nivel de vida. El coste de la ley de pobres bajó drásticamente (aunque al menos un millón de ingleses permanecieron en la pobreza hasta el fin de nuestro período), y los labradores empezaron lentamente a entrar en acción. Como la agricultura estaba en decadencia, ¡a situación de aquéllos continuaba siendo mísera y no mejoraría hasta después de 1850.
Los labradores jornaleros estaban muy mal en todas partes, aunque quizá no peor en las regiones más atrasadas y aisladas. El infortunado descubrimiento de la patata facilitó la caída de su nivel de vida en muchas zonas del norte de Europa, sin que se produjera una mejoría sustancial en su situación —en Prusia, por ejemplo— hasta 1850 o 1860. La situación del campesino autosuficiente era probablemente algo mejor, aunque la de los pequeños arrendatarios resultaba bastante desesperada también en épocas de hambre. Un país de campesinos como Francia fue probablemente menos afectado que los demás por la depresión agraria general que siguió a las guerras napoleónicas. Desde luego, un campesino francés que en 1840 mirara al otro lado del
Canal y comparase su situación y la del labrador inglés con el estado da cosas en 1788, no podría dudar de cuál de los dos había hecho el mejor negó-' ció.31 Entretanto desde la otra orilla del Atlántico, los granjeros americanos observaban a los campesinos del viejo mundo y se felicitaban de su buena fortuna de no pertenecer a ellos.
sábado, 11 de junio de 2016
7. Hobsbawm - EL NACIONALISMO - Las revoluciones burguesas.
7. EL NACIONALISMO
Cada pueblo tiene su misión especial con la que cooperará al cumplimiento de la misión general de la humanidad. Esa misión constituye su nacionalidad. La nacionalidad es sagrada.
Acta de Hermandad de la «Joven Europa», 1834
Día llegará ... en el que la sublime Germania se alzará sobre el pedestal de bronce de la libertad y la justicia, llevando en una mano la antorcha de la ilustración, que difundirá los destellos de la civilización por los más remotos rincones del mundo, y en la otra la balanza del árbitro. Los pueblos le suplicarán que resuelva sus querellas; esos pueblos que ahora nos muestran que la fuerza es el derecho y nos tratan a patadas con la bota de su desprecio.
Del discurso de SÍEBENPFEIFFER en el Festival de Hambach, 1832
checos» o «Jóvenes turcos». Señalan la desintegración del movimiento revolucionado europeo en segmentos nacionales. Sin duda, cada uno de esos segmentos nacionales tenía los mismos programas políticos, estrategia y táctica que -los otros, e incluso la misma bandera —casi invariablemente tricolor—. Sus miembros no veían contradicción entre süs propias peticiones y las de otras naciones, y en realidad aspiraban a la hermandad de todas, simultaneada con la propia liberación. Por otra parte, todos tendían a justificar su primordial interés por su nación adoptando el papel de un mesías para todas. A través de Italia, según Mazziní, y de Polonia, según Mickiewicz, los dolientes pueblos del mundo alcanzarían la libertad; una actitud perfectamente adaptable a las políticas conservadoras e incluso imperialistas, como lo atestiguan los eslavófilos rusos con sus pretensiones de hacer de la Santa Rusia una Tercera Roma, y los alemanes, que llegaron a decir que el mundo pronto sería salvado por el espíritu germánico. Desde luego, esta ambigüedad del nacionalismo procedía de la Revolución francesa. Pero en aquellos días sólo había una gran nación revolucionaria, lo que hacía considerarla como el cuartel general de todas las revoluciones y la fuerza motriz indispensable para la liberación del mundo. Mirar hacia París era razonable; mirar hacia una vaga «Italia», «Polonia» o «Alemania» (representadas en la práctica por un puñado de emigrados y conspiradores) sólo tenía sentido para los italianos, los polacos y los alemanes.
Si el nuevo nacionalismo hubiera quedado limitado a los miembros de las hermandades nacional-revolucionarias, no merecería mucha más atención. Sin embargo, reflejaba también fuerzas mucho más poderosas que emergían en sentido político en la década 1830-1840, como resultado de la doble revolución. Las más poderosas de todas eran el descontento de los pequeños terratenientes y campesinos y la aparición en muchos países de una clase media y hasta de una baja clase media nacional, cuyos portavoces eran casi siempre los intelectuales.
Ei papel revolucionario de esa clase quizá lo ilustren mejor que nadie Polonia y Hungría. En ambos países los grandes magnates y terratenientes encontraban posible y deseable el entendimiento con el absolutismo y los gobernantes extranjeros. Los magnates húngaros eran en general católicos y estaban considerados como pilares de la sociedad y la corte de Viena; sólo muy pocos se unirían a la revolución de 1848. El recuerdo de la vieja Rzecz- pospolita hacía pensar a los nobles polacos, pero las más influyentes de sus facciones casi nacionales —el grupo de los Czartoryski que ahora operaba desde la lujosa emigración del Hotel Lambert en París— siempre habían favorecido la alianza con Rusia y seguían prefiriendo la diplomacia a la revuelta. Económicamente eran lo bastante ricos para gastar a manos llenas e incluso para invertir mucho dinero en la mejora de sus posesiones y beneficiarse de la expansión económica de la época. El conde Széchenyi, uno de los pocos liberales moderados de su clase y paladín del progreso económico, dio su renta de un año para la nueva Academia de Ciencias húngara —unos
60.0 florines—, sin que tal donación influyera poco ni mucho en su tren de vida. Por otra parte, los numerosos pequeños nobles pobres a quiénes SU nacimiento distinguía de los campesinos —-de cada ocho húngaros, uno tenía la condición de hidalgo—- carecían de dinero para hacer provechosas sus propiedades y de inclinación a hacer la competencia a los alemanes y los judíos de la clase media. Si no podían vivir decorosamente de sus rentas o la edad les impedía las oportunidades de las armas, optaban —si no eran muy ignorantes— por las leyes, la administración u otro oficio intelectual, pero nunca por una actividad burguesa. Tales nobles habían sido durante mucho tiempo ■ la ciudadela de la oposición al absolutismo y al gobierno de los magnates y los extranjeros en sus respectivos países, resguardados (como en Hungría) tras la doble muralla del calvinismo y de la organización territorial. Era natural que su oposición, su descontento y sus aspiraciones a más ventajas pa su clase, se fusionaran ahora con el nacionalismo.
Las clases negociantes que surgieron en aquel período eran, paradójicamente, un elemento un poco menos nacionalista. Desde luego, en las desunidas Alemania e Italia, las ventajas de un gran mercado nacional unificado eran evidentes. El autor de Deutschland über Alies cantaba al
jamón y las tijeras, las botas y las ligas, la lana y el jabón, los hilados y la cerveza,
por haber .logrado lo que el espíritu de nacionalidad no había sido capaz de lograr: un genuino sentido de unidad nacional a través de la unión aduanera. Sin embargo, no es probable, dice, que los navieros de Génova (que más tarde prestarían un gran apoyo financiero a Garibaldi) prefirieran las posibilidades de un mercado nacional italiano a la vasta prosperidad de su comercio por todo el Mediterráneo. Y en los grandes imperios multinacionales, los núcleos industriales o mercantiles que crecían en las diferentes provincias podían protestar contra la discriminación, pero en el fondo preferían los grandes mercados que ahora se les abrían a los pequeños de lá futura independencia nacional. Los industriales polacos, con toda Rusia a sus pies, participaban poco en el nacionalismo de su país. Cuando Palacky proclamaba en nombre de los checos que «si Austria no existiese habría que inventarla», no se refería sólo al apoyo de la monarquía contra los alemanes, sino que expresaba también el sano razonamiento económico del sector más avanzado económicamente de un grande y de otra forma retrógrado imperio. A veces, los intereses de los negocios se ponían a la cabeza del nacionalismo, como en Bélgica, donde una fuerte comunidad industrial, recientemente formada, se consideraba, aunque no está muy claro que tuviesen razones para ello, en situación poco ventajosa bajo el dominio de la poderosa comunidad mercantil holandesa, a la cual había sido sometida en 1815. Pero este era un caso excepcional.
Los grandes partidarios del nacionalismo mesocrático en aquella etapa eran los componentes de los estratos medio y-bajo de los profesionales, administrativos e intelectuales, es decir, las clases educadas. (Estas clases, naturalmente, no eran distintas de las clases de negociantes, especialmente en los países retrógrados en donde los administradores de fincas, notarios, abogados, etc., figuraban, entre los acumuladores de riqueza rural.) Para precisar: la vanguardia de la clase media nacionalista libraba su batalla a lo largo de la línea que señalaba el progreso educativo de gran número de «hombres nuevos» dentro de zonas ocupadas antaño por una pequeña elite. El progreso de escuelas y universidades da la medida del nacionalismo, pues las escuelas y, sobre todo, las universidades se convirtieron en sus más firmes paladines. El conflicto entre Alemania y Dinamarca sobre Schleswig-Holstein en 1848 y luego en 1864 fue precedido por el conflicto de las universidades de Kiel y de Copenhague sobre el asunto a mediados de los años 1840.
Este progreso era sorprendente, aunque el número total de «educados» siguiera siendo escaso. El número de alumnos en los liceos estatales franceses se duplicó entre 1809 y 1842, aumentando con particular rapidez bajo la monarquía de julio, pero todavía en 1842 no llegaba a los 19.000. (El total de muchachos que recibían la segunda enseñanza entonces era de unos 70.000.) Hacia 1850, Rusia tenía unos 2G.ÖÖ0 alumnos de segunda enseñanza para una población total de 68 millones de almas. El número de estudiantes universitarios era, naturalmente, más pequeño, aunque tendía a aumentar. Es difícil comprender que la juventud académica prusiana, tan agí-. tada por la idea de la liberación después de 18Ó6, consistiera en 1805 en . poco más de i .500 muchachos; que el Politécnico, la ruina de los Borbones restaurados en 1815, enseñara a un total de 1,581 jóvenes entre 1815 y 1830, es decir, a poco más de cien por año. La importancia revolucionaria de los estudiantes en 1848 nos hace olvidar que en todo el continente europeo, incluidas las antirrevolucionarias islas británicas, no había probablemente más de 4Ö.ÜÖÖ. Como es natural, este número aumentó. En Rusia, el número de estudiantes creció de 1.700 en 1825 a 4.600 en 1848. Pero aunque no hubiese aumentado, la transformación de la sociedad y las universidades les daba una nueva conciencia de sí mismos como grupo social. Nadie se acuerda de que en 1789 había unos 6.Ö00 estudiantes en la Universidad de París, porque no tomaron parte como tales en la revolución.3 Pero en 1830 posiblemente nadie habría pasado por alto semejante número de estudiantes.
Las pequeñas elites pueden operar con idiomas extranjeros, pero cuando el cuadro dé alumnos aumenta, el idioma nacional se impone, como lo demuestra la lucha por el reconocimiento lingüístico en los estados indios
desde 1940. Por eso, el momento en que se escriben en la lengua nacional .. los primeros libros de texto o los primeros periódicos o cuando esa lengua se/? utiliza por primera vez para fines oficiales, supone un paso importantísimo;/ en la evolución nacional. En la década 1830-1840 este paso se dio en muchas/; grandes zonas europeas. Las principales obras de astronomía, química, antro-;/ pología, mineralogía y botánica checas se escribieron o terminaron en esa década. En Rumania fueron los libros de textos escolares los primeros en / sustituir el griego vulgar por el rumano. El húngaro fue adoptado como idioma oficial de la Dieta húngara en vez del latín en 1840, aunque la Universi- : dad de Budapest, controlada desde Viena, no abandonaría las lecciones en. latín-hasta 1844. (La batalla por el uso del húngaro como idioma oficial se libraba intermitentemente desde 1790.) En Zagreb, Gai publicaba su Gaceta Croata (más tarde Gaceta Nacional Iliria) desde 1835, en la primera versión ; literaria de lo que antes había sido un mero complejo de dialectos. En paí- • ses que llevaban mucho tiempo poseyendo un idioma nacional oficial, el cambio no pudo ser apreciado tan fácilmente, aunque es interesante que después de 1830, el número de libros alemanes publicados en Alemania fue por primera vez superior al 90 por 100 sobre los latinos y franceses; el de libros franceses después de 1820 había quedado reducido a menos dél 4 por 1003 Por lo general, la expansión de las publicaciones nos da un índice comparativo. Así, en Alemania, el número de libros publicados en 1821 fue casi el mismo que en 1800 —unos 4.000 al año—; pero en 1841 había llegado a los
12.0 títulos.
Desde luego, la gran masa de europeos y de no europeos permanecía sin instruir. En realidad, excepto los alemanes, los holandeses, los escandinavos, ios suizos y los ciudadanos de los Estados Unidos, ningún pueblo podía considerarse alfabetizado en 1840. Varios pueden considerarse totalmente analfabetos, como los eslavos meridionales, que tenían menos de un 0,50 por 100 letrado en 1827 (incluso mucho más tarde sólo el 1 por 100 de los reclutas dálmatas del ejército austríaco sabía leer y escribir), o los rusos que tenían un 2 por 100 en 1840, mientras otros muchos eran casi analfabetos, como los españoles, los portugueses (qué al parecer tenían escasamente 8.000 niños en las escuelas después de la guerra peninsular) y los italianos, salvo los lombardos y piamonteses. Incluso en Inglaterra, Francia y Bélgica, había de un 40 a un 50 por 100 de analfabetos en 1840-1850. El analfabetismo no impedía lá existencia de una conciencia política, pero a pesar de ello no se puede decir que el nacionalismo de nuevo cuño fuese una masa poderosa, excepto en países ya transformados por la doble revolución: en Francia, en Inglaterra, en los Estados Unidos y ¿n Irlanda, que dependía política y económicamente de Inglaterra.
Identificar el nacionalismo con la clase letrada no es decir que las masas, por ejemplo rusas, no se consideraran «rusas» cuando se enfrentaban con algo o alguien que no ío fuera. Sin embargo, para las masas, en general, la prueba de la nacionalidad era todavía la religión: los españoles se definían por ser católicos, los rusos por ser ortodoxos. Pero aunque tales confrontaciones se hacían cada vez más frecuentes, seguían siendo raras, y ciertos géneros de sentimiento nacional, como él italiano, eran más bien totalmente ajenos a la gran masa del pueblo, que ni siquiera hablaba el idioma nacional literario, sino muchas veces un patois casi ininteligible. Incluso en Alemania, la mitología patriótica había exagerado mucho el grado de sentimiento nacional contra Napoleón, pues Francia era muy popular en la Alemania occidental, sobre todo entre los soldados a los que utilizaba libremente.50 Las poblaciones ligadas al papa o al emperador podían manifestar resentimientos contra sus enemigos, que bien podían ser los franceses, pero esto no suponía sentimiento alguno de conciencia nacional ni respondía a un deseo de Estado nacional. Además, el hecho de que el nacionalismo estuviera representado por las ciases medias y acomodadas, era suficiente para hacerlo sospechoso a los hombres pobres. Los revolucionarios radical-democráticos polacos trataban insistentemente —como los carbonarios del sur de Italia y otros conspiradores— de atraer a sus filas a los campesinos, con el señuelo de una reforma agraria. Su fracaso fue casi total. Los aldeanos de Galitzia se opusieron en 1846 a los revolucionarios polacos, aun cuando éstos proclamaran la abolición de la servidumbre, prefiriendo asesinar a los conspiradores y confiar en los funcionarios del emperador.
El desarraigo de los pueblos, tal vez el fenómeno más importante del siglo xix, iba a romper este viejo, profundo y localizado tradicionalismo. No obstante, sobre la mayor parte del mundo, hasta 1820-1830, apenas se producían movimientos migratorios, salvo por motivos de movilización militar o hambre, o en los grupos tradicionalmente migratorios como los de los campesinos del centro de Francia, que se desplazaban para trabajos estacionales al norte, o los artesanos viajeros alemanes. El desarraigo significa, por eso, no la forma apacible de nostalgia que sería la enfermedad psicológica característica del siglo xix (reflejada en innumerables canciones populares), sino el agudo y lacerante mal du pays o mal de coeur explicado clínicamente por primera vez por los médicos a propósito de los viejos mercenarios suizos en países extranjeros. Las quintas de las guerras revolucionarias ío revelaron, sobre todo, entre los bretones. La atracción de los lejanos bosques nórdicos era tan fuerte, que hizo a una joven sierva estoniana abandonar a sus excelentes patronos, los Kuegelgen, en Sajonia, con lo que era libre, para volver a la servidumbre en su país natal. Los movimientos migratorios, de los cuales la emigración a los Estados Unidos supone el índice más alto, crecieron mucho desde 1820, aunque no alcanzarían grandes proporciones hasta la década 1840-1850, en la que tres cuartos de millón de personas cruzaron el
Atlántico Norte (casi tres veces más que en la década anterior). Aun así, la - única gran nación migratoria aparte de las islas británicas, era Alemania, que ’ solía enviar a sus hijos como colonos campesinos a Europa oriental y a América, como artesanos móviles por todo el continente y como mercenarios a todas partes.
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De hecho, sólo se puede hablar de un movimiento nacional occidental.' organizado de forma coherente antes de 1848, basado auténticamente sobre las masas y que incluso gozaba de- la inmensa ventaja de su identificación con la portadora más fuerte de tradición: la Iglesia. Este movimiento fue el movimiento irlandés de revocación dirigido por Daniel O’ConnelI (1785- 1847), un abogado demagogo de origen campesino y pico de oro, el primero—y hasta 1848 el único— de esos carismáticos líderes populares que marcan el despertar de la conciencia política en las masas antes retrógradas. (Las únicas figuras que se le pueden comparar antes de 1848 fueron Feargus O’Connor [1794-1855], otro irlandés que simbolizó el cartismo en la Gran Bretaña, y quizá Louís Kossuth [1802-1894], quien, pudo haber adquirido algo de su posterior prestigio entre las masas antes de la revolución de 1848; aunque su reputación en ese decenio como paladín de la pequeña aristocracia y más tarde su canonización por los historiadores nacionalistas, hagan difícil ver con claridad los comienzos de su catrera.) La Asociación Católica de O’Connell, que ganó el apoyo de las masas y la confianza (no del todo justificada) del clero en la victoriosa lucha por la emancipación católica (1829) no se relacionaba en ningún sentido con la clase media, que era, en general, protestante y anglo-irlandesa. Fue un movimiento de campesinos y de la más modesta clase media existente en la depauperada isla. «El Libertador» llegó a su liderazgo por las sucesivas oleadas de un movimiento masivo de revolución agraria, la principal fuerza motriz de los políticos irlandeses a lo largo del tremendo siglo. Este movimiento estaba organizado en sociedades secretes terroristas que ayudaron a romper el provincialismo de la vida irlandesa. Sin embargo, su propósito no era ni la revolución ni la independencia nacional, sino el establecimiento de una moderada autonomía de la clase media irlandesa por. acuerdo o por negociación con los whigs ingleses. En realidad, no se trataba de un nacionalismo, y menos aún de una revolución campesina, sino de un tibio autonomísmo mesocrático. La crítica principal —y no sin fundamento— que han hedió a 0’Connell los nacionalistas irlandeses posteriores (lo mismo que los más radicales nacionalistas indios criticaron a Gandhi, que ocupó una posición análoga en la historia de su país) es la de que pudo haber sublevado a toda Manda contra Inglaterra y deliberadamente se negó a hacerlo. Pero esto no modifica el hecho de que el movimiento que lideraba fuera un movimiento de masas de la nación irlandesa.
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Fuera del área del moderno mundo burgués existían también algunos movimientos de rebelión popular contra los gobiernos extranjeros (entendiendo por éstos más bien los de diferente religión que los de nacionalidad diferente) que algunas veces parecen anticiparse a otros posteriores de índole nacional. Tales fueron las rebeliones contra el Imperio turco, contra los rusos en el Cáucaso y la lucha contra la usurpadora soberanía británica en y por los confines de la India. No conviene considerarlos del todo como nacionalismo moderno, aunque en ciertas zonas pobladas por campesinos y pastores armados y combativos, organizados en clanes e inspirados por caciques tribales, bandidos-héroes y profetas, la resistencia al gobernante extranjero (o mejor al no creyente) pudo tomar la forma de verdaderas guerras populares, a diferencia de los movimientos nacionalistas de minorías selectas en países menos homéricos. Ahora bien, la resistencia de los mahrattas (un grupo feudal y militar hindú) y la de los síjs (una secta religiosa militante) frente a los ingleses en 1803-1818 y 1845-1849, respectivamente, tenían poco que ver con el subsiguiente nacionalismo indio y produjeron distintos efectos,1'1 Las tribus caucásicas, salvajes, heroicas y violentísimas, encontraron en la puritana secta islámica de los muridístas un lazo de unión temporal contra, los invasores rusos, y en Shamyl (1797-1871) un jefe de gran talla; pero hasta la fecha no existe una nación caucasiana, sino sólo un cúmulo de pequeñas poblaciones montañesas en pequeñas repúblicas soviéticas. (Los georgianos y los armenios, que han formado naciones en sentido moderno, no estuvieron incluidos en el movimiento de Shamyl.) Los beduinos, barridos por sectas religiosas puritanas como la wahhabi en Arabia y la senussi en lo que hoy es Libia, luchaban por la simple fe de Alá y la vida sencilla de los pastores, alzándose contra la corrupción de los pachas y las ciudades, así como contra los impuestos. Pero lo que ahora conocemos como nacionalismo árabe —un producto del siglo xx— procede de las ciudades y no de los campamentos nómadas.
Incluso las rebeliones contra los turcos en los Balcanes, especialmente entre las apenas sojuzgadas poblaciones montañesas del sur y del oeste, no pueden ser interpretadas en modernos términos nacióiraíistas, aunque los poetas y los combatientes —como a menudo eran los mismos, como los obispos poetas y guerreros de Montenegro— recordaban las glorias de héroes casi nacionales como el aíbanés Skanderberg y tragedias como lá derrota serbia
tí. El movimiento sij sigue siendo sui generis hasta la fecha. La tradición de combativa resistencia bindd en Mabarashtra hizo de esta región un primitivo centro de nacionalismo indio y suministró algunos de sns primeros —y muy tradicionalistas— líderes, de los que el más importante fue B. O. Tilak; pero esto era un matiz regional y no predominante en e] movimiento. Algo como ei nacionalismo mahraíta puede existir hoy todavía, pero su base social es la resistencia de la gran masa de trabajadores y de ta más modesta cíase media a los gujaratis, hasta hace muy poco dominantes económica y lingüísticamente.
en Kossovo en las remotas luchas contea los turcos. Nada era más natural que,; rebelarse, donde era necesario o deseable, contra una administración local oí un debilitado Imperio turco. Pero nada como el común atraso económico s unió a los que ahora conocemos por yugoslavos, todavía sometidos al Inope- ; rio turco, aunque el concepto de Yugoslavia más que a los que combatían por Ì la libertad se debiera a los intelectuales de Austria-Hungría. Los montone-í grinos ortodoxos* nunca sometidos, combatían a los turcos; pero con igual celo luchaban contra los infíeles católicos albaneses y los infieles* pero fan memento eslavos, bosnios musulmanes. Los bosnios se sublevaron contra los ; turcos, cuya religión compartían en su mayoría, con tanta energía como los ortodoxos serbios de la boscosa llanura danubiana, y con más violencia que los «viejos serbios» de la zona fronteriza albanesa. El primero de los pueblos balcánicos que se alzó en el siglo XDC fue el serbio, dirigido por un heroico tratante de cerdos y bandolero llamado Jorge el Negro (1760-1817), pero la fase inicial de ese alzamiento (1804-1807) no protestaba contra el gobierno turco, sino, por el contrario, en favor del sultán contra los abusos de los gobernantes locales. En la primitiva historia de la rebelión montañesa en los Balcanes occidentales, pocas cosas indican que los servios, albaneses, griegos, etc., no se hubieran conformado con aquella especie de principado autónomo no nacional que implantó algún tiempo en el Epiro el poderoso sátrapa Ali Pachá, llamado «el León de Janina» (1741-1822).
Unica y exclusivamente en un caso, el constante combate de los clanes de pastores de ovejas y héroes-bandidos contra un gobierno real se fundió con las ideas nacionalistas de la cíase media y de la Revolución francesa: en là lucha de los griegos por su independencia (1821-1830). No sin razón, Ore- eia sería en adelante el mito y la inspiración en todas partes de nacionalistas y liberales. Pues sólo en Grecia todo un pueblo se alzó contra el opresor en una forma que podía identificarse con la causa de la izquierda europea. Y, a su vez, el apoyo de esa izquierda europea, encabezada por el poeta Byron, que moriría allí, sería una considerable ayuda para el triunfo de la independencia griega.
La mayoría de los griegos eran semejantes a los demás clanes y campesinos-guerreros de la península balcánica. Pero una parte de ellos constituía uña clase mercantil y administrativa internacional, establecida en colonias o comunidades minoritarias por todo el Imperio turco y hasta fuera de él, y la lengua y las altas jerarquías de la Iglesia ortodoxa, a la que la mayor parte de los pueblos balcánicos- pertenecían, eran griegas* encabezadas por el patriarca griego de Constantinopla, Funcionarios griegos, convertidos en príncipes vasallds, gobernaban los principados danubianos (la actual Rumania).
En un sentido, todas las clases educadas y mercantiles de los Balcanes y el área del mar Negro y Levante, estaban helenizadas por la naturaleza de sus actividades. Durante el siglo xvm esta helenización prosiguió con más fuerza que antes, debiéndose, en gran parte, a la expansión económica, que también amplió la esfera de actividades y los contactos de los griegos del exterior. El nuevo y floreciente comercio de cereales del mar Negro se relacionaba con los centros mercantiles italianos, franceses e ingleses y fortalecía sus lazos con Rusia; la expansión del comercio balcánico llevaba a los comerciantes griegos o helenízados a la Europa central. Los primeros periódicos en lengua griega se publicaron en Viena (1784-1812). La periódica emigración y asentamiento de campesinos rebeldes reforzaba las comunidades exiliadas. Fue entre esta dispersión cosmopolita en donde las ideas de la Revolución francesa —liberalismo, nacionalismo y los métodos de organización política por sociedades secretas masónicas— enraizaron. Rhigas (1760-1798), jefe de un primitivo y oscuro movimiento revolucionario, posiblemente panbalcáni- co, hablaba francés y adaptó La Marsellesa a las circunstancias helénicas. La Phiiiké Hetairía —sociedad secreta y patriótica principal responsable de la revuelta de 1821— fue fundada en 1814 en el nuevo gran puerto cerealista ruso de Odesa.
Su nacionalismo era, en cierto modo, comparable a los movimientos de elites de Occidente. Esto explica el proyecto de promover una rebelión por la independencia griega en los principados danubianos bajo el mando de magnates locales griegos; las únicas personas que podían llamarse griegas en aquellas miserables tierras de siervos eran los señores, los obispos, los mercaderes y los intelectuales, por lo que, naturalmente, el alzamiento fracasó por completo (1821). Sin embargo, por fortuna, la Hetairía había conseguido también la afiliación de los bandoleros-héroes, los proscritos y los jefes de clan de las montañas griegas (especialmente en el Peloponeso), con mucho ■ más éxito —después de 1818— que los carbonarios del Mediodía de Italia que intentaron una proselitización similar de sus bandidos locales. Es dudoso que cualquier cosa parecida a nacionalismo moderno significara mucho para aquellos klephts, aunque muchos de ellos tenían sus «escribientes» —el respeto y el interés por las personas cultas era una reliquia del antiguo helenismo— que redactaban manifiestos con fraseología jacobina. Si defendían algo era el viejo carácter de una península en la que el papel del hombre había sido convertirse en héroe, y la proscripción en las montañas para resistir a cualquier gobierno y enderezar la suerte de los campesinos era el ideal político universal. Para las rebeliones de hombres como Kolokotrones, bandido y traficante de ganado, los nacionalistas de tipo occidental daban una dirección panhelénica, más bien que de escala puramente local. A su vez, ellos Ies proporcionaban esa cosa única y terrible: el alzamiento en masa de un pueblo armado.
El nuevo nacionalismo griego se bastaba para ganar la independencia, aunque la combinación de la dirección de la clase media, la desorganización «kléphtica» y la intervención de las grandes potencias produjera una de esas
caricaturas del ideal liberal occidental que llegarían a ser tan frecuentes eat América Latina. Pero también daría el paradójico resultado de reducir eli helenismo a la Hélade, creando o intensificando con ello el nacionalismo f latente de los demás pueblos balcánicos. Mientras ser griego había sido pocp> más que la exigencia profesional del ortodoxo balcánico culto, la helenizá- ción hizo progresos. Pero cuando significó el apoyo político a la Héladé, retrocedió incluso entre las asimiladas ciases letradas balcánicas. En este sen- ;■ tído, la independencia griega fue la condición esencial preliminar para la ' evolución de otros nacionalismos balcánicos.
Fuera de Europa es difícil hablar de nacionalismo. Las numerosas repú- blicas sur americanas que sustituyeron a los desgarrados imperios español y portugués (para ser exactos, el Brasil se convirtió en Imperio independiente ; que duró desde 1816 hasta 1889), y cuyas fronteras reflejaban con ffecuen-. ; eia muy poco más que là distribución de las haciendas de los grandes que ' habían respaldado más o menos las rebeliones locales, empezaron a adquirir ••• intereses políticos y aspiraciones territoriales. El primitivo ideal panamerica- } no de Simón Bolívar (1783-1830), de Venezuela y de San Martín (1778- 1850), de la Argentina, era imposible de realizar, aunque haya persistido : como poderosa corriente revolucionaria a lo largo de todas las zonas unidas ¡ por el idioma español, lo mismo que el panbaleanismo, heredero de la unidad • ortodoxa frente al Islam, persistió y persiste todavía hoy. La vasta extensión ; y variedad del continente, la existencia de focos independientes de rebelión en México (que dieron origen a la América Cenerai), Venezuela y Buenos Aires, y el especial problèma del centro del colonialismo español en el Petó, que fue liberado desde fuera, impusieron una automática fragmentación. Pero las revoluciones latinoamericanas fueron obra de pequeños grupos de patricios, soldados y afrancesados, dejando pasiva a la masa de la población blanca, pobre y católica, y a la india, indiferente y hostil. Tan sólo en México se consiguió la independencia por iniciativa de un movimiento popular agrario, es decir, indio, en marcha bajo la bandera de la Virgen de Guadalupe, por lo que seguiría desde entonces un camino diferente y políticamente más avanzado qué el resto de la América Latina. Sin embargo, incluso en las capas latinoamericanas más .decisivas políticamente, sería anacrónico en nuestro período hablar de algo más que del embrión —colombiano, venezolano, ecuatoriano, etc.— dé una «conciencia nacional».
Algo semejante a un protonacioftalismo existía en varios países *de la Europa oriental, pero, paradójicamente, tomó el rumbo del conservadurismo más bien que el de una rebelión nacional. Los eslavos estaban oprimidos en todas partes, excepto en Rusia y en algunas pocas plazas fuertes balcánicas; pero, como hemos visto, a sus ojos los opresores no eran los monarcas absolutos, sino los terratenientes germanos o magiares y los explotadores urbanos. Ni el nacionalismo de éstos permitía un puesto para la existencia nacional eslava: incluso un programa tan radical como fel de los estados unidos germánicos propuesto por los republicanos y demócratas de Baden (en el suroeste de Alemania) acariciaba la inclusión de una República ilírica (com- puesta por Croacia y Eslovenia) con capital en la italiana Trieste, una mora- ¿va con su capital en Olomóuc, y una bohemia con sede en Praga. De aquí que la inmediata esperanza de los nacionalistas eslavos residiera en los emperadores de Austria y Rusia. Varias versiones de solidaridad eslava expresaban la orientación rusa y atraían a los eslavos rebeldes —hasta a los polacos antirrusos— especialmente en tiempos de derrota y desesperación como después del fracaso de los levantamientos de 1846. El «ilirianismo» en Croacia y el moderado nacionalismo checo expresaban la tendencia austríaca, por lo que recibían el deliberado apoyo de los Habsburgo, dos de cuyos principales ministros Kolowrat y el jefe de policía Sedlftitzfcy— eran checos. Las aspiraciones culturales croatas fueron protegidas desde 1830, y en 1840 Kolow- rat propuso lo que más adelante resultaría tan práctico ett la revolución de 1848: el nombramiento de un militar croata como jefe de Croacia, con facultades para controlar las Fronteras con Hungría, para contrarrestar a los turbulentos magiares.*4 Por eso, ser un revolucionario en 1848 equivalía a oponerse a las aspiraciones nacionales eslavas; y el tácito conflicto entre las naciones «progresivas» y «reaccionarias» influiría mucho en el fracaso de las revoluciones de 1848.
En ninguna parte se descubre nada que seméje nacionalismo, pues las condiciones sociales para ello no existen. De hecho, algunas dé las fuerzas que habían de producir más tardé el nacionalismo se Oponían en aquélla épo- ca a la alianza de tradición, religión y pobreza de las masas, alianza qué Ofrecería la más potente resistencia a la usurpación de los conquistadores y explotadores occidentales. Los elementos de una burguesía local que aumentaban en los países asiáticos lo hacían al amparo de los explotadores extranjeros, de los que muchos eran agentes, intermediarios o dependientes. Un ejemplo de ésto es la comunidad Parsee de Bombay. Incluso cuando el educado e «ilustrado» asiático no era uft comprador ó un insignificante servidor de un gobernante o de una firma extranjera (situación no muy diferente a la de los griegos residentes en Turquía), su primera obligación política era accidentalizar, es decir, introducir las ideas de la Revolución francesa y de la modernización científica y técnica en su pueblo frente a la resistencia uñida de los gobernantes tradicionales y los tradicionales gobernados (situación no muy diferente a la de los señores jacobinos de Italia meridional). Por ello, se vela doblemente separado de su pueblo. La mitología nacionalista ha ocultado a menudo este divorcio, en parte suprimiendo los vínculos entre el colonialismo y la clase media autóctona, en parte prestando a una resistencia antiextranjera prematura los colores de un movimiento naetonálista posterior. Pero en Asia, en los países islámicos e incluso en Africa, la unión éntre intelectuales y nacionalismo, y entre ambos y las masas, no se efectuaría hasta el siglo xx.
Así pues, el nacionalismo en el este fue el producto de la conquista y la influencia occidentales. Este lazo es, quizá, más evidente en el único país plenamente oriental en el que se pusieron los cimientos del que —además del irlandés— iba a ser el primer movimiento nacionalista colonial moderno: en Egipto. La conquista de Napoleón introdujo ideas, métodos y técnicas occidentales, cuyo valor reconocería muy pronto un hábil y ambicioso soldado local, Mohamed AH. Habiendo adquirido poder y virtual independencia de Turquía en el confuso período que siguió a la retirada de los franceses, y con el apoyó de éstos, Mohamed AH logró establecer un eficaz y occidentaliza- do despotismo con la ayuda técnica extranjera, francesa principalmente. Entre 1820 y 1830, muchos europeos izquierdistas ensalzaron al autócrata ilustrado, y le ofrecieron sus servicios, cuando la reacción en sus países parecía demasiado desalentadora. La extraordinaria secta de los sansimonianos, fluctuante entre la defensa del socialismo y el desarrollo industrial por obra de banqueros e ingenieros, le dio temporalmente su ayuda colectiva y preparó sus planes de desarrollo económico (véase p. 245). También pusieron los cimientos del canal de Suez (obra del sansimoniano Lesseps) y de la fatal dependencia de los gobernantes egipcios de grandes empréstitos negociados por grupos de estafadores europeos en competencia, que convirtieron a Egipto primero en un centro de rivalidad imperialista y después de rebelión antiimperialista. Pero Mohamed AH no era más nacionalista que cualquier otro déspota oriental. Su oceidentalización, no sus aspiraciones o las de su pueblo, puso los cimientos para un ulterior nacionalismo. Si Egipto conoció el primer movimiento nacionalista en el mundo islámico y Marruecos uno de los últimos, fue porque Mohamed AH (por razones geopolíticas perfectamente comprensibles) estaba en los principales caminos de la occidentaliza- ción, y el aislado y autosellado Imperio jerifiano del extremo occidental del Islam ni lo estaba ni intentó estarlo. El nacionalismo, como tantas otras características del mundo moderno, es hijo de la doble revolución.
6. Hobsbawm - LAS REVOLUCIONES - Las revoluciones burguesas.
6. LAS REVOLUCIONES
La libertad, ese ruiseñor con voz de gigante, despierta a los que duermen mas profundamente ... ¿Cómo es posible pensar hoy en algo, excepto en luchar por ella? Quienes no pueden amar a la humanidad todavía pueden, sin embargo, ser grandes como tíranos. Pero ¿cómo puede uno ser indiferente?
LDDWIG BOERNE, 14 de febrero de 1831'
Los gobiernos, al haber perdido su equilibrio, están asustados, intimidados y sumidos en confusión por los gritos de las clases intermedias de la sociedad, que, colocada entre los reyes y sus súbditos, rompen el cetro de los monarcas y usurpan la voz del pueblo.
METTERNICH al zar, 18202
I
Rara vez la incapacidad de los gobiernos para detener el curso de la historia se ha demostrado de modo más terminante que en los de la generación posterior a 1815. Evitar una segunda Revolución francesa, o la catástrofe todavía peor de una revolución europea general según el modelo de la francesa, era el objetivo supremo de todas las potencias que habían tardado más de veinte años en derrotar a la primera; incluso de los ingleses, que no simpatizaban con los absolutismos reaccionarios que se reinstalaron sobre toda Europa y sabían que las reformas ni pueden ni deben evitarse, pero que temían una nueva expansión franco-jacobina más que cualquier otra contingencia internacional. A pesar de lo cual, jamás en la historia europea y rarísima vez en alguna otra, el morbo revolucionario ha sido tan endémico, tan general, tan dispuesto a extenderse tanto por contagio espontáneo como por deliberada propaganda.
Tres principales olas revolucionarias hubo en el mundo occidental entre
í.
2.
Ludwig Boeme, Gesammelte Schriften, HL pp. 130-131. Memoirs of Prince Metternich, HI, p. 468. e
1815 y 1848. (Asia y África permanecieron inmunes: las primeras grandes revoluciones, el «motín indio» y «la rebelión de Taiping», no ocurrieron basta después de 1850.) La primera tuvo lugar en 1820-1824. En Europa se limitó principalmente al Mediterráneo, con España (1820), Ñapóles (1820) y Grecia (1821) como epicentros. Excepto el griego, todos aquellos alzamientos fueroif• sofocados .La revolución española reavivó el movimiento de liberación dé sus provincias suramericanas, que había sido aplastado después de un esfuerzo inicial (ocasionado por la conquista de la metrópoli por Napoleón en 1808) y reducido a unos pocos refugiados y a algunas bandas sueltas. Los tres grandes libertadores de la América del Sur española, Simón Bolívar, . San Martín y Bernardo O’Higgins, establecieron respectivamente la independencia de la «Gran Colombia» (que comprendía las actuales repúblicas de Colombia, Venezuela y Ecuador), de la Argentina, menos las zonas interiores de lo que ahora son Paraguay y Solivia y las pampas al otro lado del Río de la Plata, en donde los gauchos de la Banda Oriental (ahora el Uruguay) combatían a los argentinos y a los brasileños, y de Chile. San Martín, ayudado por la flota chilena al mando de un noble radical inglés, Cochrane (el original del capitán Homblower de la novela- de C. S. Forrester), liberó a la última fortaleza del poder hispánico: el virreinato del Perú. En 1822 toda la América del Sur española era libre y San Martín, un hombre moderado y previsor de singular abnegación, abandonó a Bolívar y al republicanismo y se retiró a Europa, en donde vivió su noble vida en la que era normalmente un refugio para los ingleses perseguidos por deudas, Boulogne-sur-Mer, con una pensión de O’Higgins. Entretanto, el general español enviado contra las guerrillas de campesinos que aún quedaban en México —Iturbide— hizo causa común con ellas bajo el impacto de la revolución española, y en 1821 declaró la independencia mexicana. En 1822 Brasil se separó tranquilamente de Portugal bajo el regente dejado por la familia real portuguesa al regresar a Europa de su destierro durante la guerra napoleónica. Los Estados Unidos reconocieron casi inmediatamente a los más importantes de los nuevos estados; los ingleses lo hicieron poco después, teniendo buen cuidado de concluir tratados comerciales con ellos. Francia los. reconoció más tarde.
La segunda ola revolucionaria se produjo en 1829-1834, y afectó a toda la Europa al oeste de Rusia y al continente norteamericano. Aunque la gran era reformista del presidente Andrew Jackson (1829-1837) no estaba directamente relacionada con los trastornos europeos, debe contarse como parte de aquella ola. En Europa, la caída de los Borbones en Francia estimuló diferentes alzamientos. Bélgica (1830) se independizó de Holanda; Polonia (1830-1831) fue reprimida sólo después de considerables operaciones militares; varias partes de Italia y Alemania sufrieron convulsiones; el liberalismo triunfó en Suiza —país mucho menos pacífico entonces que ahora—; y en España y Portugal se abrió un período de guerras civiles entre liberales y clericales. Incluso Inglaterra se vio afectada, en parte por culpa de la temida erupción de su volcán local —Irlanda—, que consiguió la emancipación católica (1829) y la reaparición de la agitación reformista. El Acta de Reforma. de 1832 correspondió a la revolución de julio de 1830 en Francia, y es casi seguro que recibiera un poderoso aliento de las noticias de París. Este período es probablemente el único de la historia moderna en el que los sucesos políticos de Inglaterra marchan paralelos a los del continente, hasta el punto de que algo parecido a una situación revolucionaría pudo ocurrir en 1831-1832 a no ser por la prudencia de los partidos whig y tory. Es el único período del siglo xix en el que el análisis de la política británica en tales términos no es completamente artificial.
De todo ello se infiere que la ola revolucionaria de 1830 fue mucho más grave que la de 1820. En efecto, marcó la derrota definitiva del poder aristocrático por el burgués en la Europa occidental. La clase dirigente de los próximos cincuenta años iba a ser la «gran burguesía» de banqueros, industriales y altos funcionarios civiles, aceptada por una aristocracia que se eliminaba a sí misma o accedía a una política principalmente burguesa, no perturbada todavía por el sufragio universal, aunque acosada desde fuera por las agitaciones de los hombres de negocios modestos e insatisfechos, la pequeña burguesía y los primero^ movimientos laborales. Su sistema político, en Inglaterra, Francia y Bélgica, era fundamentalmente el mismo: instituciones liberales salvaguardadas de la democracia por el grado de cultura y riqueza de los votantes —sólo 168.000 al principio en Francia— bajo un monarca constitucional, es decir, algo por el estilo de las instituciones de la primera y moderada fase de la Revolución francesa, la Constitución de 1791. Sin embargo, en los Estados Unidos, la democracia jacksoniana supuso un paso más allá: la derrota de los ricos oligarcas no demócratas (cuyo papel correspondía al que ahora triunfaba en la Europa occidental) por la ilimitada democracia llegada al poder por los votos de los colonizadores, los pequeños granjeros y los pobres de las ciudades. Fue una innovación portentosa que los pensadores del liberalismo moderado, lo bastante realistas para comprender las consecuencias que tarde o temprano tendría en todas partes, estudiaron de cerca y con atención. Y, sobre todos, Alexis de Tocqueville, cuyo libro La democracia en América (1835) sacaba lúgubres consecuencias de ella. Pero, como veremos, 1830 significó una innovación más radical aún en política: la aparición de la clase trabajadora como fuerza política independiente en Inglaterra y Francia, y la de los movimientos nacionalistas en muchos países europeos.
Detrás de estos grandes cambios en política hubo otros en el desarrolló económico y social. Cualquiera que sea el aspecto de la vida social que observemos, 1830 señala un punto decisivo en él; de todas las fechas entre 1789 y 1848, es sin duda alguna, la más memorable. Tanto en la historia de la industrialización y urbanización del continente y de los Estados Unidos, como en la de las migraciones humanas, sociales y geográficas o en la de las artes y la ideología, aparece con la misma prominencia. Y en Inglaterra y la
Europa occidental, en general, arranca de ella el principio de aquellas décadas de crisis en el desarrollo de la nueva sociedad que concluyeron con la derrota de las revoluciones de 1848 y el gigantesco avance económico después de 1851.
La tercera y mayor de las olas revolucionarias, la de 1848, fue el producto de aquella crisis. Casi simultáneamente la revolución estalló y triunfó ,(de momento) en Francia, en casi toda Italia, en ios estados alemanes, en gran parte del Imperio de los Habsburgo y en Suiza (1847). En forma menos aguda, el desasosiego afectó también a España, Dinamarca y Rumania y de forma esporádica a Irlanda, Grecia e Inglaterra. Nunca se estuvo más cerca dé la revolución mundial soñada por los rebeldes de la época que con ocasión de aquella conflagración espontánea y general, que puso fin a la época estudiada en este volumen. Lo que en 1789 fue el alzamiento de una sola nación era ahora, al parecer, «la primavera de los pueblos» de todo un continente.
II
A diferencia de las revoluciones de finales del siglo xvin, las del período posnapoleónico fueron estudiadas y planeadas. La herencia más formidable de la Revolución francesa fue la creación de modelos y patrones de levantamientos políticos para uso general de los rebeldes de todas partes. Esto no quiere decir que las revoluciones de 1815-1848 fuesen obra exclusiva de unos cuantos agitadores desafectos, como los espías y los policías de la época —especies muy utilizadas— llegaban a decir a sus superiores. Se produjeron porque los sistemas políticos reinstaurados en Europa eran profundamente inadecuados —en un período de rápidos y crecientes cambios sociales— a las circunstancias políticas del continente, y porque el descontento era tan agudo que hacía inevitables los trastornos. Pero los modelos políticos creados por la revolución de 1789 sirvieron para dar un objetivo específico al descontento, para convertir el desasosiego en revolución, y, sobre todo, para unir a toda Europa en un solo movimiento —o quizá fuera mejor llamarlo corriente— subversivo.
Hubo varios modelos, aunque todos procedían de la experiencia francesa entre 1789 y 1797. Correspondían a las tres tendencias principales de la oposición pos-1815: la moderada liberal (o dicho en términos sociales, la de la aristocracia liberal y la alta clase media), la radical-democrática <o sea, la de la clase media baja, una parte de los nuevos fabricantes, los intelectuales y los descontentos) y la socialista (es decir, la del «trabajador pobre» o nueva clase social de obreros industriales). Etimológicamente, cada uno de esos tres vocablos refleja el internacionalismo del período: «liberal» es de origen franco-español; «radical», inglés; «socialista», anglo-francés. «Conservador» es también en parte de origen francés (otra prueba de la estrecha correlación de las políticas británica y continental en el periodo del Acta de Reforma). La inspiración de la primera fue la revolución de 1789-1791; su ideal político, una suerte de monarquía constitucional cuasi-británica con un sistema parlamentario oligárquico —basado en la capacidad económica de los electores- como el creado por la Constitución de 1791 que, como hemos visto, fue el modelo típico de las de Francia, Inglaterra y Bélgica después de 1830-1832. La inspiración de la segunda podía decirse que fue la revolución de 1792- 1793, y su ideal político, una república democrática inclinada hacia un «estado de bienestar» y con cierta animosidad contra los ricos como en la Constitución jacobina de 1793. Pero, por lo mismo que los grupos sociales partidarios de la democracia radical eran una mezcolanza confusa de ideologías y mentalidades, es difícil poner una etiqueta precisa a su modelo revolucionario francés. Elementos de lo que en 1792-1793 se llamó gírondis- mo, jacobinismo y hasta «sans-culottismo», se entremezclaban, quizá con predominio del jacobinismo de la Constitución de 1793. La inspiración de la tercera era la revolución del año ti y los alzamientos posteonidorianos, sobre todo la «Conspiración de los Iguales» de Babeuf, ese significativo alzamiento de los extremistas jacobinos y los primitivos comunistas que marca el nacimiento de ía tradición comunista moderna en política. El comunismo fue el hijo del «sans-culottismo» y el ala izquierda del robespíerrismo y heredero del fuerte odio de sus mayores a las clases medías y a los ricos. Políticamente el modelo revolucionario «babuvista» estaba en la línea de Robes- pierre y Saint-Just,
Desde el punto de vista de los gobiernos absolutistas, todos estos movimientos eran igualmente subversivos de la estabilidad y el buen orden, aunque algunos parecían más dedicados a la propagación del caos que los demás, y más peligrosos por más capaces de inflamar a las masas míseras e ignorantes (por eso ía policía secreta de Metternich prestaba en los años 1830 una atención que nos parece desproporcionada a la circulación de las Paroles d’un croyant de Lamennaís (1834), pues al hablar un lenguaje católico y apolítico, pedía atraer a gentes no afectadas por una propaganda francamente atea)/ Sin embargo, de hecho, los movimientos de oposición estaban unidos por poco más que m común aborrecimiento a los regímenes de 1815 y el tradicional fíente común áe todos cuantos por cualquier razón se oponían a la monarquía absolufav a ía Iglesia y a la aristocracia. La historia del período 1815-1848 es la de la desintegración de aquel frente unido.
IB
Durante el período de la Restauración (1815-18309 mando de la reacción cubría por igual a todos los disidentes y bajo su sombra las diferencias entre bonapartistas y republicanos, moderados y radíenles apena® eras perceptibles. Todavía no existía usa cíase trabajadora revolucionaria o sos i dis- ta, salvo en Inglaterra, en donde un proletariado independiente con ideología política había surgido bajo la égida de la «cooperación» owenista hacia 1830. La mayor parte de las masas descontentas no británicas todavía apolíticas u ■ostensiblemente legitimistas y clericales, representaban una protesta muda contra la nueva sociedad que parecía no producir más que males y caos. Con pocas excepciones, por tanto, la oposición en el continente se limitaba a pequeños grupos de personas ricas o cultas, lo cual venía a ser lo mismo. Incluso en un bastión tan sólido de la izquierda como la Escuela Politécnica, sólo un tercio de los estudiantes —que formaban un grupo muy subversivo— procedía de la pequeña burguesía (generalmente de los, más bajos escalones del ejército y la burocracia) y sólo un 0,3 por 100 de las «clases populares». Naturalmente estos estudiantes pobres eran izquierdistas, aceptaban las clásicas consignas de la revolución, más en la versión radical-democrática que en la moderada, pero todavía sin mucho más que un cierto matiz de oposición social. El clásico programa en tomo al cual se agrupaban los trabajadores ingleses era el de una simple reforma parlamentaria expresada en los «seis puntos» de la Carta del Pueblo. En el fondo este programa no difería mucho del «jacobinismo» de la generación de Paine, y era compatible (al menos por . su asociación con una clase trabajadora cada vez más consciente) con el radicalismo político de los reformadores benthamistas de la clase media. La única diferencia en el período de la Restauración era que los trabajadores radicales ya preferían escuchar lo que decían los hombres que les hablaban en su propio lenguaje —charlatanes retóricos como J. H. Leigh Hunt (1773-1835), o estilistas enérgicos y brillantes como WUIiam Cobbett (1762-1835) y, desde luego, Tom Paine (1737-1809)—- a los discursos de los reformistas de la clase media.
Como consecuencia, en este período, ni las distinciones sociales ni siquiera las nacionales dividían a la oposición europea en campos mutuamente incompatibles. Si omitimos a Inglaterra y los Estados Unidos, en donde ya existía una masa política organizada (aunque en Inglaterra se inhibió por histerismo antijacobino hasta principios de la década de 1820-1830), las perspectivas políticas de los oposicionistas eran muy parecidas en todos los países europeos, y los métodos de lograr la revolución —el frente común del absolutismo excluía virtualmente una reforma pacífica en la mayor parte de Europa— eran casi los mismos. Todos los revolucionarios se consideraban — no sin razón— como pequeñas minorías selectas de la emancipación y el progreso, trabajando en favor de una vasta e inerte masa de gentes ignorantes y despistadas que sin duda recibirían bien la liberación cuando llegase, pero de las que no podía esperarse que tomasen mucha parte en su preparación. Todos ellos (al menos, los que se encontraban al oeste de los Balcanes) sé consideraban en lucha contra un solo enemigo: la unión de los monarcas absolutos bajo la jefatura del zar. Todos ellos, por tanto, concebían la revolución como algo único e indivisible: como un fenómeno europeo singular, más bien que como un conjunto de liberaciones locales o nacionales. Todos ellos tendían a adoptar el mismo tipo de organización revolucionaria o incluso la misma organización: la hermandad insurreccional secreta.
Tales hermandades, cada una con su pintoresco ritual y su jerarquía, derivadas o copiadas de los modelos masónicos, brotaron hacia finales del período napoleónico. La más conocida, por ser la más internacional, era la de los «buenos primos» o carbonarios, que parecían descender de logias masónicas del este de Francia por la vía de los oficiales franceses antibonapartistas en Italia. Tomó forma en la Italia meridional después de 1806 y, con otros grupos por el estilo, se extendió hacia el norte y por el mundo mediterráneo después de 1815. Los carbonarios y sus derivádos o paralelos encontraron un terreno propicio en Rusia (en donde tomaron cuerpo en los decembristas, que harían la primera revolución de la Rusia moderna en 1825), y especialmente en Grecia. La época carbonaria alcanzó su apogeo en 1820-1821, pero muchas de sus hermandades fueron virtualmente destruidas en 1823. No obstante, el carbonarismo (en su sentido genérico) persistió como el tronco principal de la organización revolucionaria, quizá sostenido por la agradable misión de ayudar a los griegos a recobrar su libertad (filohelenismo), y después del fracaso de las revoluciones de 1830, los emigrados políticos de Polonia e Italia lo difundieron todavía más.
Ideológicamente, los carbonarios y sus afines eran grupos formados por gentes muy distintas, unidas sólo por su común aversión a la reacción. Por razones obvias, los radicales, entre ellos el ala izquierda jacobina y babuvista, al ser los revolucionarios más decididos, influyeron cada vez más sobre las hermandades. Filippo Buonarroti, viejo camarada de armas de Babeuf, fue su más diestro e infatigable conspirador, aunque sus doctrinas fueran mucho más izquierdistas que las de la mayor parte de sus «hermanos» o «primos».
Todavía se discute si los esfuerzos de los carbonarios estuvieron alguna vez lo suficientemente coordinados para producir revoluciones internacionales simultáneas, aunque es seguro que se hicieron repetidos intentos para unir a todas las sociedades secretas, al menos en sus más altos e iniciados niveles. Sea cual sea la verdad, lo cierto es que una serie de insurrecciones de tipo carbonario se produjeron en 1820-1821. Fracasaron por completo én Francia, en donde faltaban las condiciones políticas para la revolución y los conspiradores no tenían- acceso a las únicas efectivas palancas de la insurrección en una situación aún no madura para ellos: el ejército desafecto. El ejército francés, entonces y durante todo el siglo xix, formaba parte del servicio civil, es decir, cumplía las órdenes de cualquier gobierno legalmente instaurado. Si fracasaron en Francia, en cambio, triunfaron, aunque de modo pasajero, en algunos estados italianos y, sobre todo, en España, en donde la «pura» insurrección descubrió su fórmula más efectiva: el pronunciamiento militar. Los coroneles liberales organizados en secretas hermandades de oficiales, ordenaban a sus regimientos que Igs siguieran en la insurrección, cosa que hacían sin vacilar. (Los decembristas rusos trataron de hacer lo mismo con sus regimientos de la guardia, sin lograrlo por falta de coordinación.) Las hermandades de oficiales —a menudo de tendencia liberal pues los nuevos ejércitos admitían a la carrera de las armas a jóvenes no aristócratas— y el pronunciamiento también serían rasgos característicos de la política de los países de la península y de América Latina, y una de las más duraderas y dudosas adquisiciones del período carbonario. Puede señalarse, de paso, que la sociedad secreta ritualizada y jerarquizada, como la masonería, atraía fuertemente a los militares, por razones comprensibles. El nuevo régimen liberal español fue derribado por una invasión francesa apoyada por la reacción europea, en.1823.
Sólo una de las revoluciones de 1820-1822 se mantuvo, gracias en parte a su éxito al desencadenar una genuina insurrección popular, y en parte a una situación diplomática favorable: el alzamiento griego de 1821. Por ello, Grecia se convirtió en la inspiradora del liberalismo internacional, y el filohele- nismo, que incluyó una ayuda organizada a los griegos y el envío de numerosos combatientes voluntarios, representó un papel análogo para unir a las izquierdas europeas en aquel bienio al que representaría en 1936-1939 la ayuda a la República española.
Las revoluciones de 1830 cambiaron la situación enteramente. Como hemos visto, fueron los primeros productos de un período general de agudo y extendido desasosiego económico y social, y de rápidas y vivificadoras transformaciones. De aquí se siguieron dos resultados principales- El primero fue que la política y la revolución de masas sobre el modelo de 1789 se hicieron posibles otra vez, haciendo menos necesaria la exclusiva actividad de las hermandades secretas. Los Borbones fueron derribados en París por una característica combinación de crisis en la que pasaba por ser la política de la Restauración y de inquietud popular producida por la depresión económica. En esta ocasión, las masas no estuvieron inactivas. El París de julio -de 1830 se erizó de barricadas, en mayor número y en más sitios que nunca, antes o después. (De hecho, 1830 hizo de la barricada el símbolo de la insurrección popular. Aunque su historia revolucionaria en París se remonta al menos al año 1588, no desempeñó un papel importante en 1789-1794.) El segundo resultado fue que, con el progreso del capitalismo, «el pueblo» y el «trabajador pobre» —es decir, los hombres que levantaban las barricadas— se identificaron cada vez más con el nuevo proletariado industrial como «la clase trabajadora». Por tanto, un movimiento revolucionario proletario- socialista empezó su existencia.
También las revoluciones de 1830 introdujeron dos modificaciones ulteriores en el ala izquierda política. Separaron a ios moderados de los radicales y crearon una nueva situación internacional. Al hacerlo ayudaron a disgregar el movimiento no sólo en diferentes segmentos sociales, sino también en diferentes segmentos nacionales.
Intemacionalmente, las revoluciones de 1830 dividieron a Europa en dos grandes regiones. Al oeste del Rin rompieron la influencia de los poderes reaccionarios unidos. El liberalismo moderado triunfó en Francia, Inglaterra" y Bélgica. El liberalismo (de un tipo más radical) no llegó a triunfar del todo: en Suiza y en la península ibérica, en donde se enfrentaron movimientos dé. base popular liberal y antiliberal católica, pero ya la Santa Alianza no pudo; intervenir en esas naciones como todavía lo haría en la orilla oriental del Rin: Eñ las guerras civiles española y portuguesa de los años 1830, las potencias absolutistas y liberales moderadas prestaron apoyo a los respectivos bandos5, contendientes, si bien las liberales lo hicieron con algo más de energía y con la presencia de algunos voluntarios y simpatizantes radicales, que débilmente prefiguraron la hispanofilia de ios de un siglo más tarde. Pero la solución de los conflictos de ambos países iba a darla el equilibrio de las fuerzas locales. Es decir, permanecería indecisa y fluctuame entre períodos de victoria liberal (1833-1837, 1840-1843) y de predominio conservador.
Ai este del Rin la situación seguía siendo poco más o menos como antes de 1830, ya que todas las revoluciones fueron reprimidas, los alzamientos alemanes e italianos por o con la ayuda de los austríacos, los de Polonia —mucho más serios— por los rusos. Por otra parte, en esta región el problema nacional predominaba sobre todos los demás. Todos los pueblos vivían bajo unos estados demasiado pequeños o demasiado grandes para un criterio nacional: como miembros de naciones desunidas, rotas en pequeños principados (Alemania, Italia, Polonia), o como miembros de imperios multinacionales (el de los Habsbutgo, el ruso, el turco). Las tínicas excepciones eran las de los holandeses y los escandinavos que, aun perteneciendo a la zona no absolutista, vivían una vida relativamente tranquila, al margen de los dramáticos acontecimientos del resto de Europa.
Muchas cosas comunes había entre los revolucionarios de ambas regiones europeas, como lo demuestra el hecho de que las revoluciones de 1848 se produjeron en ambas, aunque no en todas sus partes. Sin embargo, dentro de cada una hubo una marcada diferencia en el ardor revolucionario. En el oeste, Inglaterra y Bélgica dejaron de seguir el ritmo revolucionario general, mientras que Portugal, España y un poco menos Suiza, volvieron a verse envueltas en sus endémicas luchas civiles, cuyas crisis no siempre coincidieron con las de las demás partes, salvo por accidente (como en la guerra civil suiza de 1847). En el resto de Europa había una gran diferencia entre las naciones «revolucionariamente» activas y las pasivas o no entusiastas. Los servicios secretos de los Habsburgo se veían constantemente alarmados por los problemas de los polacos, los italianos y los alemanes no austríacos, tanto como por el de los siempre turbulentos húngaros, mientras no señalaban peli- í gro alguno en las tierras alpinas o en las zonas eslavas. A los rusos sólo les ¡ preocupaban los polacos, mientras los turcos podían confiar todavía en la ' mayor parte de los eslavos balcánicos para seguir tranquilos.
Esas diferencias reflejaban las variaciones en el ritmo de la evolución ; y en las condiciones sociales de los diferentes países, variaciones que se hicieron cada vez más evidentes entre 1830 y 1848, con gran importancia para la política. Así, la avanzada industrialización de Inglaterra cambió el ritmo de la política británica: mientras la mayor parte del continente tuvo su más agudo período de crisis social en 1846-1848, Inglaterra tuvo su equivalente —una depresión puramente industrial— en 1841-1842 (véase cap. 9). Y, a la inversa, mientras en los años 1820 los grupos de jóvenes idealistas podían esperar con fundamento que un putsch militar asegurara la victoria de la libertad tanto en Rusia como en España y Francia, después de 1830 apenas podía pasarse por alto el hecho de que las condiciones sociales y políticas en Rusia estaban mucho menos maduras para la revolución que en España.
A pesar de todo, los problemas de la revolución eran comparables en el este y en el oeste, aunque no fuesen de la misma clase: unos y otros llevaban a aumentar la tensión entre moderados y radicales. En el oeste, los liberales moderados habían pasado del frente común de oposición a la Restauración (o de la simpatía por él) al mundo del gobierno actual o potencial. Además, habiendo ganado poder con los esfuerzos de los radicales —pues ¿quiénes más lucharon en las barricadas?— los traicionaron inmediatamente. No debía haber trato con algo tan peligroso como la democracia o la república. «Ya no hay causa legítima —decía Guizot, liberal de la oposición bajo la Restauración, y primer ministro con la monarquía de julio— ni pretextos especiosos para las máximas y las pasiones tanto tiempo colocadas bajo la bandera de la democracia. Lo que antes era democracia ahora sería anarquía; el espíritu democrático es ahora, y será en adelante, nada más que el espíritu revolucionario.»
Y más todavía: después de un corto intervalo de tolerancia y celo, los liberales tendieron a moderar sus entusiasmos por ulteriores reformas y a suprimir la izquierda radical, y especialmente las clases trabajadoras revolucionarias. En Inglaterra, la «Unión General» owenista de 1834-1835-y los cartislas afrontaron la hostilidad tanto de los hombres que se opusieron al Acta de Reforma como de muchos que la defendieron. El jefe de las fuerzas armadas desplegadas contra los carlistas en 1839 simpatizaba con muchas de sus peticiones como radical de clase media y, sin embargo, los reprimió. En Francia, la represión del alzamiento republicano de 1834 marcó el punto crítico; el mismo año, el castigo de seis honrados labradores wesleyanos que intentaron formar una unión de trabajadores agrícolas (los «mártires de Tol- puddle») señaló el comienzo de una ofensiva análoga contra el movimiento de la clase trabajadora en Inglaterra. Por tanto, los movimientos radicales,
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republicanos y los nuevos proletarios, dejaron de alinearse con los liberales; a los moderados que aún seguían en la oposición les obsesionaba la idea de «la República social y democrática», que ahora era el grito de combate de las izquierdas.
En el resto de Europa, ninguna revolución había ganado. La ruptura entre moderados y radicales y la aparición de la nueva tendencia social-revoíucío- naria surgieron del examen de la derrota y riel análisis, de las perspectivas de una victoria. Los moderados —terratenientes y clase medía acomodada, liberales todos— ponían sus esperanzas de reforma en unos gobiernos suficientemente dúctiles y en el apoyo diplomático de los nuevos poderes liberales. Pero esos gobiernos suficientemente dúctiles eran muy raros. Saboya en Italia seguía simpatizando con el liberalismo y despertaba un creciente apoyo de los moderados que buscaban en ella ayuda para el caso de una unificación del país. Un grupo de católicos liberales, animado por el curioso y poco duradero fenómeno de «un papado liberal» bajo el nuevo pontífice Pío DC (1846), soñaba, casi infructuosamente, con movilizar la fuerza de la Iglesia para el mismo propósito. En Alemania ningún Estado de importancia dejaba de sentir hostilidad hacia el liberalismo. Lo que no impedía que algunos moderados —menos de lo que la propaganda histórica prusiana ha insinuado— mirasen hacia Prusia, que por lo menos había creado una unión aduanera alemana 0834), y soñaran mas que en las barricadas, en los príncipes convertidos al liberalismo. En Polonia, en donde la perspectiva de una reforma moderada con el apoyo del zar ya no alentaba al grupo de magnates (los Czartoryski) que siempre pusieron sus esperanzas en ella, los liberales confiaban en una intervención diplomática de Occidente. Ninguna de estas perspectivas era realista, tal como estaban las cosas entre 1830 y 1848.
También ios radicales estaban muy disgustados con el fracaso de los franceses en representar el papel de libertadores internacionales que les había atribuido la gran revolución y la teoría revolucionaria. En realidad, ese disgusto, unido al creciente nacionalismo de aquellos años y a la aparición de diferencias en las aspiraciones revolucionarias de cada país, destrozó el internacionalismo unificado al que habían aspirado los revolucionarios durante la Restauración. Las perspectivas estratégicas seguían siendo las mismas. Una Francia neojacobina y quizá (como pensaba Marx) una Inglaterra radicalmente intervencionista, seguían siendo casi indispensables para la liberación europea, a falta de la improbable perspectiva de una revolución. Sin embargo, una reacción nacionalista contra el internacionalismo —centrado en Francia— del período carbonario ganó terreno, una emoción muy adecuada a la nueva moda del romanticismo (véase capítulo 14) que captó a gran parte de la izquierda después de 1830: no puede haber mayor contraste que entre el reservado racionalista y profesor de música dieciochesco Buonarroti y el confuso e ineficazmente teatral Giuseppe Mazzini (1805-1872), quien llegó
a ser el apóstol de aquella reacción anticarbonaria, formando varias conspiraciones nacionales (la «Joven Italia», la «Joven Alemania», la «Joven Polonia», etc.)* unidas en una genérica «Joven Europa». En un sentido, esta descentralización del movimiento revolucionario fue realista, pues en 1848 las naciones se alzaron por separado, espontánea y simultáneamente. En otro sentido, no lo fue: el estímulo para su simultánea erupción procedía todavía de Francia, y la repugnancia francesa a representar el papel de libertadora ocasionó el fracaso de aquellos movimientos.
Románticos o no, los radicales rechazaban la confianza de los moderados en los príncipes y los potentados, por razones prácticas e ideológicas. Los pueblos debían prepararse para ganar su libertad por sí mismos y no por nadie que quisiera dársela —sentimiento que también adaptaron para su uso los movimientos proletario-socialistas de la misma época—. La libertad debía conseguirse por la «acción directa». Pero esta era una concepción todavía carbonaria, al menos mientras las masas permaneciesen pasivas. Por tanto, no fue muy efectiva, aunque hubiese una enorme diferencia entre los ridículos preparativos con los que Mazzini intentó la invasión de Saboya y las serias y continuas tentativas de los demócratas polacos para sostener o revivir la actividad de guerrillas en su país después de la derrota de 1831. Pero asimismo, la decisión de los radicales de tomar el poder sin o contra las fuerzas establecidas, produjo una nueva división en sus filas. ¿Estaban o no preparados para hacerlo ai precio de una revolución social?
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El problema era incendiario en todas partes, salvo en los Estados Unidos, en donde nadie podía refrenar la decisión de movilizar al pueblo para la política, tomada ya por la democracia jacksoniana. Pero, a pesar de la aparición de un Workingmen’s Party (partido de los trabajadores) en los Estados Unidos en 1828-1829, la revolución social de tipo europeo no era una solución seria en aquel vasto y expansivo país, aunque hubiese sus grupos de descontentos. Tampoco era incendiario en América Latina, en donde ningún político, con la excepción quizá de los mexicanos, soñaba con movilizar a los indios (es decir, a los campesinos y labriegos), los esclavos negros o incluso a los mestizos (es decir, pequeños propietarios artesanos y pobres urbanos) para una actividad pública. Pero en la Europa occidental, en donde la revolución social llevada a cabo por los pobres de las ciudades era una posibilidad real, y en la gran zona europea de la revolución agraria, el problema de sí se apelaba o no a las masas era urgente e inevitable.
El creciente descontento de los pobres —especialmente de los pobres urbanos—era evidente en toda la Europa occidental. Hasta en la Viena imperial se reflejaba en ese fiel espejo de las actitudes de la plebe y la pequeña burguesía qué era el teatro popular suburbano. Bu el período napoleónico, sus obras combinaban la Gemuetlichkeit con una ingenua lealtad a los Habsburgo. Su autor más importante en la década de 1820, Ferdinand Raimund, llenaba los escenarios con cuestos de badas, melancolía y nostalgia de la perdida inocencia de la antigua comunidad sencilla, tradicibnalista y no capitalista. Pero, desde 1835, la escena vienesa estaba dominada por una «estrella» —Johann Nestroy— que empezó siendo un satírico político y social, un talento amargo y dialéctico, un espíritu corrosivo, para acabar convertido en un entusiasta revolucionario en 1848. Hasta los emigrantes alemanes que pasaban por El Havre, daban como razón para su desplazamiento a los Estados Unidos —que por los anos 1830 empezaban a ser el país soñado por los europeos pobres-— la de que «allí no había iey».u
El descontento urbano era universal en Occidente. Un movimiento proletario y socialism se advertía claramente en los: países de la doble revolución, Inglaterra y Francia (véase cap. 11). En Inglaterra surgió hacia 1830 y adquirió la madura forma de un movimiento de masas de trabajadores pobres que consideraba a los liberales y los whigs como probables traidores y a los capitalistas y los toñes como seguros enemigos. El vasto movimiento en favor de la «Carta del Pueblo», que alcanzó su cima en 1839-1842, pero conservando gran influencia hasta después de 1848, file su realización más formidable. El socialismo británico o «cooperación» fue mucho más débil. Empezó de manera impresionante en 1829-1834, reclutando un gran numero de trabajadores como militantes de sus doctrinas (que habían sido propagadas principalmente entré los artesanos y los mejores trabajadores desde unos años antes) e intentando ambiciosamente establecer una «unión general» nacional de las clases trabajadoras que, bajo la influencia owenista, incluso trató de establecer una economía cooperativa general superando a la capitalista. La desilusión después del Acta de Reforma de 1832 hizo que el grueso del movimiento laborista considerase a los owenistas —cooperadores y primitivos revolucionarios sindicalistas— como ¡sus dirigentes, pero su fracaso en desarrollar una efectiva-política estratégica y directiva, así como las sistemáticas ofensivas de los patronos y el gobierno, destruyeron el movimiento en 1834-1836. Este fracaso redujo a los socialistas a grupos propagandísticos y educativos un poco ál margen de la principal corriente de agitación Oí-a precursores de una más modesta cooperación en forma de tiendas cooperativas, iniciada en Rochdale, Lancashire, en 1844. De aquí la paradoja de que la cima del movimiento revolucionario ide las masas de trabajadores pobres británicos, el carlismo, fuera ideológicamente algo menos avanzado, aunque políticamente más maduro que el movimiento de 1829-1834. Pero ello no le salvó de la derrota por la incapacidad política de sus líderes, sus diferencias locales y su falta de habilidad para concertar una acción nacional aparte de la preparación de exorbitantes peticiones.
En Francia no existía un movimiento parecido de masas trabajadoras en
la industria: los militantes franceses del <<moviraiento de la clase trabajadora» en 1830-1848 eran* en su mayor parte, anticuados artesanos y jornaleros urbanos, procedentes de los centros de la tradicional industria doméstica, como las sederías de Lyon. (Los archirrevolucionarios canuts de Lyon no eran siquiera jornaleros, sino una especie de pequeños patronos,) Por otra parte, las diferentes ramas del nuevo socialismo «utópico» —los seguidores de Saint-Simon, Fourier, Cabet, etc.— se desinteresaban de la agitación política, aunque de hecho, sus pequeños conciliábulos y grupos —sobre todo los furieristas— iban a actuar como núcleos dirigentes de las clases trabajadoras y organizadoras de la acción de las masas ai alborear la revolución de 1848. Por otra parte, Francia poseía la poderosa tradición, políticamente muy desarrollada, del ala izquierda jacobina y babuvista, una gran parte de la cual se hizo comunista después de 1830. Su líder más formidable fue Louis-Augusto Blanqui (1805-1881), discípulo de Buonairoti.
En términos de análisis y teoría social, el blanquísimo tenía poco con qué contribuir al socialismo, excepto con la añimación de su necesidad y la decisiva observación de que el proletariado de los explotados jornaleros sería su arquitecto y la clase media (ya no la alta) su principal enemigo. En términos de estrategia política y organización, adaptó a la causa de los trabajadores el órgano tradicional revolucionario, la secreta hermandad conspiradora —despojándola de mucho de su ritualismo y sus disfraces de la época de la Restauración—, y el tradicional método revolucionario jacobino, insurrección y dictadura popular centralizada. De los blanquistas (que a su vez derivaban de Saínt-Just, Babeuf y Buonarroti), el moderno movimiento socialista revolucionario adquirió el convencimiento de que su objetivo debía ser apoderarse del poder e instaurar «la dictadura del proletariado» (esta expresión es de cuño blanquista). La debilidad del blanquismo era en parte la debilidad de la clase trabajadora francesa. A falta de un gran movimiento de masas conservaba, como sus predecesores los carbonarios, una elite que planeaba sus insurrecciones un poco en el vacío, por lo que solían fracasar como en el frustrado levantamiento de 1839.
Por todo ello, la clase trabajadora o la revolución urbana y socialista aparecían como peligros reales en la Europa occidental, aun cuando en los países más industrializados, como Inglaterra y Bélgica, los gobiernos y las clases patronales las mirasen con relativa —y justificada— placidez: no hay pruebas de que el gobierno británico estuviera seriamente preocupado por la amenaza al orden público de los cañistas, numerosos pero divididos, mal organizados y peor dirigidos. Por otra parte, la población rural no estaba en condiciones de estimular a los revolucionarios o asustar a los gobernantes. En Inglaterra, el gobierno sintió cierto pánico pasajero cuando una ola de tumultos y destrucciones de máquinas se propagó entre los hambrientos labriegos del sur y el este de la nación a finales de 1830. La influencia de la Revolución ffan-
cesa de julio, fue detectada en esta espontánea, amplia y rápidamente apaciguada «última revuelta de labradores»,*3 castigada con mucha mayor dureza que las agitaciones carlistas, como era quizá de esperar en vista de la sitúa-" ción política, mucho más tensa que durante el período del Acta de Reforma,
Sin embargo, la inquietud agraria pronto recayó en formas políticas mes temibles. En las demás zonas avanzadas económicamente, excepto en alguf ñas de la Alemania occidental, no se esperaban serios movimientos revolucionarios agrarios y el aspecto exclusivamente urbano de la mayor parte de Jos revolucionarios carecía de aliciente para los campesinos. En toda la Em pa occidental (dejando aparte la península ibérica) sólo Manda padecía largo y endémico movimiento de revolución agraria, organizado en secreto y disperso en sociedades terroristas como los Ríbbonmen y los Whiteboys. Pero social y políticamente Manda pertenecía a un mundo diferente del de s vecinos. *'•
dimiento más cauteloso, pero ni escogimos la hora, ni adiestramos a las p
El principio de la revolución social dividió a los radicales de la clase media, es decir, a los grupos de descontentos hombres de negocios, intelec-: tualés, etc., que se oponían a los moderados gobiernos liberales de 1830. En Inglaterra, se dividieron en los que estaban dispuestos a sostener el carlismo o hacer causa común con él (como en Birmingham o en la Complete Suffra- ge Union del cuáquero Joseph Sturge) y los que insistían (como los miembros de la Liga Anti-Com Law) en combatir a la aristocracia y al carlismo. Predominaban los intransigentes, confiados en la mayor homogeneidad de su conciencia de clase, en su dinero, que derrochaban a manos llenas, y en la efectividad de la organización propagandista y consultiva que constituían. En y ji Francia, la debilidad de la oposición oficial a Luis Felipe y la iniciativa de ^ las masas revolucionarias de París hicieron girar la decisión en otro sentido. pí «Nos hemos convertido otra vez en republicanos —escribía el poeta radical 8:1 f;|: Béranger después de la revolución de febrero de 1848—. Quizá fue demasiado prematura y demasiado rápida ... Yo hubiera preferido un proce- gf |£
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fuerzas, ni señalamos el camino a seguir.» La ruptura de los radicales de la clase media con la extrema izquierda sólo se produciría después de la revolución.
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Para la descontenta pequeña burguesía de artesanos independientes, tenderos, granjeros y demás que (unidos a la masa de obreros especializados) formaban probablemente el principal núcleo de radicalismo en Europa occidental, el problema era menos abrumador. Por su origen modesto simpatiza- v ban con el pobre contra el rico; como hombres de pequeño caudal simpatizaban con el rico contra el pobre. Pero la división de sus simpatías los llenaba de dudas y vacilaciones acerca de la conveniencia de un gran cambio
político. Llegado el momento se mostrarían, aunque débilmente, jacobinos, republicanos y demócratas. Vacilantes componentes de todos los frentes populares, eran, sin embargo, un componente indispensable, basta que los expropiadores potenciales estuvieran realmente en el poder.
V
En el resto de la Europa revolucionaria, en donde el descontento de las clases bajas del país y los intelectuales formaba el núcleo central del radicalismo, el problema era mucho más grave, ¡pues las masas las-constituían los campesinos; muchas veces unos campesinos pertenecientes a diferentes naciones que sus terratenientes y sus hombres de la ciudad: eslavos y rumanos en Hungría, ucranianos en la Polonia oriental, eslavos en distintas regiones de Austria. Y los más pobres y menos eficientes propietarios, los que carecían de medios para abandonar el estatus legal que les proporcionaban sus medios de vida, eran a menudo los más radicalmente nacionalistas. Desde luego, mientras la masa campesina permaneciera sumida en la ignorancia y en la pasividad política, el problema de su ayuda a la revolución era menos inmediato de lo que podía haber sido, pero no menos explosivo. Y ya en los años 1840 y siguientes, esta pasividad no se podía dar por supuesta. La rebelión de los siervos en Galitzia, en 1846, fue el mayor alzamiento campesino desde los días de la Revolución francesa de 1789.
Aunque el problema fuera candente, también era, hasta cierto punto, retórico. Económicamente, la modernización de zonas atrasadas, como las de la Europa oriental, exigía una reforma agraria, o cuando menos la abolición de la servidumbre que todavía subsistía en los imperios austríaco, ruso y turco. Políticamente, una vez que el campesinado llegase al umbral de una actividad, era seguro que habría que hacer algo para satisfacer sus peticiones, en todo caso en los países en qué los revolucionarios luchaban contra un gobierno extranjero. Si los revolucionarios no atraían a su lado a los campesinos, lo harían los reaccionarios; en todo caso, IQS reyes legítimos, los emperadores y las iglesias tenían la ventaja táctica de que los campesinos tradicionalistas confiaban en ellos más que en los señores y todavía estaban dispuestos, en principio, a esperar justicia de ellos. Y los monarcas, a su vez, estaban dispuestos a utilizar a los campesinos contra la clase media si lo creyeran necesario o conveniente: los Borbones de Ñapóles lo hicieron sin dudarlo, en 1799, contra los jacobinos napolitanos. «¡Viva Radetzky! ¡Mueran los señores!», gritarían los campesinos lombardos, en 1848, aclamando al general austríaco que aplastó el alzamiento nacionalista. El problema para los radicales en los países subdesarrollados no era el de buscar la alianza con los campesinos, sino el de saber si lograrían conseguirla.
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Por eso, en tales países, los radicales se dividieron en dos grupos: los |f| demócratas y la extrema izquierda. Los primeros (representados en Polonia^ por la Sociedad Democrática Polaca, en Hungría por los partidarios de Kos- suth, en Italia por los mazzinianos), reconocían la necesidad de atraer a los campesinos a la causa revolucionaria, donde fuera necesario con la abolición ,f¡¡ de la servidumbre y la concesión de derechos de propiedad a los pequeños '*¡p cultivadores, pero esperaban una especie de coexistencia pacífica entre una ;j¡| nobleza que renunciara voluntariamente a sus derechos feudales —no sin compensación—y un campesinado nacional. Sin embargo, en donde el vien- '■(? to de la rebelión campesina no sopló demasiado fuerte o el miedo de su explotación por los príncipes no era grande (como en gran parte de Italia), los demócratas descuidaron en la práctica el proveerse de un programa social Íf5|t y agrario, prefiriendo predicar las generalidades de la democracia política y^J¡§ la liberación nacional. ,
La extrema izquierda concebía la lucha revolucionaria como una lucha de ^ las masas simultáneamente contra ios gobiernos extranjeros y los explotado- res domésticos. Anticipándose a los revolucionarios nacionalsociales de núes- tro siglo, dudaban de la capacidad de la nobleza y de la débil clase media, <§J con sus intereses frecuentemente ligados a los del gobierno, para guiar a la ||| nueva nación hacia su independencia y modernización. Su programa estaba'- ^ fuertemente influido por el naciente socialismo occidental, aunque, a dife-.;.£¿ rencia de la mayor parte de los socialistas «utópicos» premarxistas, erati revolucionarios políticos y críticos sociales. Así, la efímera República de Cra- '-¿f¡ covia, en 1846, abolió todias las cargas de los campesinos y prometió a sus ^it pobres urbanos «talleres nacionales». Los carbonarios más avanzados del su£:¿|fe de Italia adoptaron el programa babuvista-blanquista. Quizá, excepto en-ifp¡ Polonia, esta comente de pensamiento fhe relativamente débil, y su influen- cía disminuyó mucho por el fracaso de los movimientos compuestos sus- J¡f tancialmente de escolares, estudiantes, intelectuales de origen mesocrátieo ;|fi o plebeyo y unos cuantos idealistas en su intento de movilizar a los campe-)^| sinos que con tanto afán querían reclutar. . jf|
Por tanto, los radicales de la Europa subdesarrollada nunca resolvieron 'Jffi efectivamente su problema, en parte por la repugnancia de sus miembros a hacer concesiones adecuadas u oportunas a los campesinos y, en parte, por la ® falta de madurez política de esos mismos campesinos. En Italia, las revolu- ciones de 1848 fueron conducidas sustancialmente sobre las cabezas de una población rural inactiva; en Polonia (en donde el alzamiento de 1846 se % transformó rápidamente en una rebelión campesina contra la burguesía po* ¿f: laca, estimulada por el gobierno austríaco), ninguna revolución tuvo lugar *;% en 1848, salvo en la Posnania prusiana. Incluso en la más avanzada de las naciones revolucionarias —Hungría— las reformas iniciadas por el gobierno :$¡
respondían al designio de impedir la movilización de los campesinos para una guerra de liberación nacional. Y sobre una gran parte de la Europa oriental, los campesinos eslavos, vistiendo uniformes de soldados imperiales, fueron los que efectivamente reprimieron a los revolucionados germanos y magiares.
VI
A pesar de estar ahora divididos por las diferencias de condiciones locales, por la nacionalidad y por las clases, los movimientos revolucionarios de 1830-1848 conservaban muchas cosas en común. En primer lugar, como : hemos visto, seguían siendo en su mayor parte organizaciones de .conspiradores de cíase media e intelectuales, con frecuencia exiliados, o limitadas al relativamente pequeño mundo de la cultura. (Cuando las revoluciones esta - liaban, el pueblo, naturalmente, se sumaba a ellas. De los 350 muertos en la insurrección de Milán de 1848, sólo muy pocos más de una docena fueron estudiantes, empleados o miembros de familias acomodadas. Setenta y cuatro fueron mujeres y niños, y el resto artesanos y obreros.) En segundo lugar, conservaban un patrón común de conducta política, ideas estratégicas y tácticas, etc., derivado de la experiencia heredada de la revolución de 1789, y un fuerte sentido de unidad internacional.
El primer factor se explica fácilmente. Una tradición de agitación y organización de masas sólidamente establecida como parte de la normal (y no inmediatamente pre o posrevolucionaria) vida social, apenas existía, a no ser en los Estados Unidos e Inglaterra y quizá Suiza, Holanda y Escandinavia. Las condiciones para ello no se daban fuera de Inglaterra y los Estados Unidos. El que un periódico alcanzara una tirada semanal de más de 60.000 ejemplares y un número mucho mayor de lectores, como el cañista Northern Star, en abril de 1839,'* era inconcebible en otro país. El número corriente de ejemplares tirados por un periódico era el de 5.000, aunque los oficiosos o —desde los años 1830— de puro entretenimiento probablemente pasaran de 20.000, en un país como Francia. Incluso en países constitucionales como Bélgica y Francia, la agitación legal de la extrema izquierda sólo .era permitida intermitentemente, y con frecuencia sus organizadores se consideraban ilegales. En consecuencia, mientras existía un simulacro de política democrática entre las restringidas clases que formaban el país legal, con alguna repercusión entre las no privilegiadas, las actividades fundamentales de una política de masas —campañas públicas para presionar a los gobiernos, organización de masas políticas, peticiones, oratoria ambulante dirigida a! pueblo, etc.— apenas eran posibles. Fuera de Inglaterra, nadie habría pen-
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sado seriamente en conseguir una ampliación del fuero parlamentario me- diante una campaña de recogida de firmas y manifestaciones públicas, o tratar de abolir una ley impopular por medio de una presión de las masas, como : respectivamente trataron de hacer el carlismo y la Liga Anti-Com Law. Los ; grandes cambios constitucionales significan una ruptura con la legalidad, y ; lo mismo pasa con los grandes cambios sociales.
Las organizaciones ilegales son naturalmente más reducidas que las legales, y su composición social dista mucho de ser representativa. Desde luego la evolución de las sociedades secretas carbonarias generales en proletario- revolucionarias como las blanquistas, produjo una relativa disminución en sus miembros de la clase media y un aumento en los de la clase trabajadora, por . ejemplo, en el número de artesanos y obreros especializados. Las organizaciones blanquistas entre 1830 y 1848 se decía que estaban constituidas casi exclusivamente por hombres de la clase más baja. Así, la Liga alemana de los Proscritos (que más adelante se convertiría en la Liga de los Justos y en la Liga Comunista de Marx y Engels), cuya médula la formaban jornaleros alemanes expatriados. Pero este era un caso más bien excepcional. El grueso de ios conspiradores seguía formado, como antes, por hombres dp las clases profesionales o de la pequeña burguesía, estudiantes y escolares, periodistas, etc., aunque quizá con una proporción menor (fuera de los países ibéricos) de jóvenes oficiales que en los momentos culminantes del carbonarismo.
Además, hasta cierto punto toda la izquierda europea y americana continuaba combatiendo a los mismos enemigos y compartiendo las mismas aspiraciones y el mismo programa. «Renunciamos, repudiamos y condenamos todas las desigualdades hereditarias y las distinciones de “casta” —se escribía en la declaración de principios de los “Fraternales Demócratas” (sociedad compuesta de «nativos de Gran Bretaña, Francia, Alemania, Escandinavia, Polonia, Italia, Suiza, Hungría y otros países»)— y, por tanto, consideramos a los ireyes, las aristocracias y las clases monopoUzadoras de privilegios en virtud de sus propiedades o posesiones, como usurpadores. Nuestro credo político es el gobierno elegido por el pueblo y responsable ante él.» ¿Qué radical o revolucionario habría discrepado de ellos? Si era burgués, favorecería un Estado en el cual la propiedad, siempre que no supusiera privilegios políticos como tal (como en las Constituciones de 1830-1832, que hacían depender el voto de una determinada cantidad de riqueza), tendría cierta holgura económica; si era socialista o comunista, pretendería que la propiedad fuera socializada. Sin duda, el punto crítico se alcanzaría —en Inglaterra ya se había alcanzado en el tiempo del carlismo— cuando los antiguos aliados contra reyes, aristócratas y privilegiados se volvieran unos contra otros y el conflicto fundamental quedara reducido a la lucha entre burgueses y trabajadores. Pero antes de 1848, en ninguna otra.parte se había llegado a ello. Sólo la gran burguesía de unos pocos países ñguraba hasta ahora de manera oficial en el campo gubernamental. E incluso los proletarios comunistas más conscientes se consideraban y actuaban como la más extrema izquierda del movimiento radical y democrático general, y miraban el establecimiento de la república demoburguesa como un preliminar indispensable para el ulterior avance del socialismo. El Manifiesto comunista de Marx y Engels es una declaración de futura guerra contra la burguesía, pero —en Alemania al menos— de alianza con ella en el presente. La clase media alemana más avanzada, los industriales de Renania, no sólo pidieron a Marx que editara su órgano radical, la Neue Rheinische Zeitung, en 1848; Marx aceptó y lo editó no simplemente como un órgano comunista, sino también como portavoz y conductor del radicalismo alemán.
Más que una perspectiva común, las izquierdas europeas compartían un cuadro de lo que sería la revolución, derivado de la de 1789, con pinceladas de la de 1830. Habría una crisis en los asuntos políticos del Estado, que conduciría a una insurrección. (La idea carbonaria de un golpe de una minoría selecta o un alzamiento organizado, sin referencias al clima general político o económico estaba cada vez más desacreditada, salvo en los países ibéricos, sobre todo, por el ruidoso fracaso de varios intentos de esa clase en Italia —por ejemplo, en 1833-1834 y 1841-1845— y de putsches como los preparados en 1836 por Luis Bonaparte, sobrino del emperador.) Se alzarían barricadas en la capital; los revolucionarios se apoderarían del palacio real, el Parlamento o (como querían los extremistas, que se acordaban de 1792) él ayuntamiento, izarían en ellos la bandera tricolor y proclamarían la república y un gobierno provisional. El país, entonces, aceptaría el nuevo régimen. La importancia decisiva de las capitales era reconocida umversalmente, pero, sólo después de 1848, los gobiernos empezaron a modificarlas para facilitar los movimientos de las tropas contra los revolucionarios.
Se organizaría una guardia nacional, constituida por ciudadanos armados, se convocarían elecciones democráticas para Una Asamblea Constituyente, el gobierno provisional se convertiría en definitivo cuando la nueva Constitución entrara en vigor. El nuevo régimen prestaría una ayuda fraternal a las demás revoluciones que, casi seguramente, se producirían. Lo que ocurriera después, pertenecía a la era posrevolucionaria, para, la cual, también los acontecimientos de Francia, en 1792-1799, proporcionaban abundantes y concretos modelos de lo que había que hacer y lo que había que evitar. Las inteligencias de, los más jacobinos entre los revolucionarios se inclinaban, naturalmente, hacia los problemas de la salvaguardia de la revolución contra los intentos de los contrarrevolucionarios nacionales o extranjeros para aniquilarla. En resumen, puede decirse que la extrema izquierda política estaba decididamente a favor del principio (jacobino) de centralización y de un fuerte poder ejecutivo, frente a los principios (girondinos) de federalismo, descentralización y división de poderes.
22.
Esta perspectiva común estaba muy reforzada por la fuerte tradición del internacionalismo, que sobrevivía incluso entre ios separatistas nacionalistas que se negaban a aceptar la jefatura automática de cualquier país, por ejem-:r; pío, Francia, o mejor dicho París. La causa de todas las naciones era la mis-; ma, aun sin considerar el hecho evidente de. que la liberación de la mayor parte de los europeos parecía implicar la derrota del zarismo. Los prejuicios nacionales (que, como decían los «fraternales demócratas», «habían benefi-4 ciado siempre a los opresores de los pueblos») desaparecerían en el mundo de la fraternidad. Las tentativas de crear organismos revolucionarios internacionales nunca cesaron, desde la «Joven Europa» de Mazzini —concebida como lo contrario de las antiguas internacionales masónico-carbonarias—■ hasta la Asociación Democrática para la Unificación de Todos los Países, de . 1847. Entre los movimientos nacionalistas, tal internacionalismo tendía a per- . der importancia, pues los países que ganaban su independencia y entablaban relaciones'con los demás pueblos veían que éstas eran mucho menos firater-1 nales de lo que habían supuesto. En cambio, entre los socíal-revolucionarios f que cada vez aceptaban más la orientación proletaria, ese internacionalismo ganaba fuerza. La Internacional, como organización y como himno, iba a ser parte integrante de los posteriores movimientos socialistas del siglo.
Un factor accidental que reforzaría el internacionalismo de 1830-1848, ; fue el exilio. La mayor parte de los militantes de las izquierdas continentales . estuvieron expatriados durante algún tiempo, muchos durante décadas, reunidos en las relativamente escasas zonas de refugio o asilo: Francia, Suiza y i bastante menos Inglaterra y Bélgica. (El continente americano estaba dema- ' siado lejos para una emigración política temporal, aunque atrajera a algunos.) El mayor contingente de exiliados lo proporcionó la gran emigración polaca ■ —entre cinco y seis mil personas22 fugitivas de su país a causa de la derrota de 1831—, seguido del de la italiana y alemana (ambas reforzadas por importantes grupos de emigrados no políticos o comunidades de sus nacionalidades instaladas en otros países). En la década de 1840, una pequeña ; colonia de acaudalados intelectuales rusos habían asimilado las ideas revolucionarias occidentales en viajes de estudio por el extranjero o buscaban una atmósfera más cordial que la de las mazmorras o los trabajos forzados de Nicolás I. También se encontraban estudiantes y residentes acomodados de países pequeños o atrasados en las dos ciudades que formaban los soles culturales de la Europa oriental, América Latina y Levante: París primero y más tarde Viena.
En los centros de refugio los emigrados se organizaban, discutían, disputaban, se trataban y se denunciaban unos a otros, y planeaban la liberación de sus países o, entre tanto sonaba esa hora, la de otros pueblos. Los polacos y algo menos los italianos (el desterrado Garibaldi luchó por la libertad de ; diferentes países latinoamericanos) llegaron a formar unidades internacionales de revolucionarios militantes. Ningún alzamiento o guerra de liberación
1. Zubrzycki, «Emigration from Poland», Population Studies, IV (1952-1953), p. 248.
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m cualquier lugar de Europa, entre 1831 y 1871, estaría completo sin la presencia de su correspondiente contingente de técnicos o combatientes polacos; ni siquiera (se ha sostenido) el único alzamiento en armas duraste el período carlista, en 1839. Pero no fueron los únicos. Un expatriado liberador de . pueblos verdaderamente típico, Harro Hairing —danés, según decía— combatió sucesivamente por Grecia, en 1821, por Polonia, en 1830-1831, como miembro de la «Joven Alemania», la «Joven Italia», de Mazzini, y la más difusa «Joven Escandinavia»; al otro lado del océano, en la lucha por unos proyectados Estados Unidos de América Latina, y en Nueva York, antes de regresar a Europa para participar en la revolución de 1848; a pesar de lo cual, le quedó tiempo para escribir y publicar libros titulados Los pueblos, Gotas de sangre, Palabras de un hombre y Poesía de un escandinavoP
Un (festino común y un común ideal ligaba a aquellos expatriados y viajeros. La mayor parte de ellos se enfrentaban con los mismos problemas de pobreza y vigilancia policíaca, de correspondencia clandestina, espionaje y asechanzas de agentes provocadores. Como el fascismo en la década de 1930, el absolutismo en las de 1830 y 1840 confinaba a sus enemigos. Entonces, como un siglo después, el comunismo que trataba de explicar y hallar soluciones a la crisis social del mundo, atraía a los militantes y a los intelectuales meramente curiosos a su capital —París—, añadiendo una nueva y grave fascinación a los encantos más ligeros de la ciudad («Si no fuera por las. mujeres francesas, la vida no valdría la pena de vivirse. Mais tant qu’il y a des grisettes, va/»).2* En aquellos centros de refugio los emigradas formaban esa provisional —pero con frecuencia permanente— comunidad del exilio, mientras planeaban la liberación de la humanidad. No siempre les gustaba o aprobaban lo que hacían los demás, pero los conocían y sabían que su destino era el mismo. Juntos preparaban la revolución europea, que se produciría —y fracasaría— en 1848.
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