lunes, 1 de agosto de 2016

Floria y belsunce Cap6 - EL SIGLO XVII: UNA AMÉRICA ESPAÑOLA

EL SIGLO XVII: UNA AMÉRICA ESPAÑOLA
España establecida
Si el siglo xvi fue para nuestra historia el momento épico de las entradas y las fundaciones, el siglo xvii representa la consolidación de aquellas conquistas y el definitivo establecimiento de España en esta parte de América.
Durante el transcurso de esta centuria se definen los caracteres de nuestra sociedad colonial y se diseñan las condiciones del desarrollo económico, se perfilan las fronteras interiores —tierras de blancos y de indios— que habrán de mantenerse con variantes relativas hasta el último tercio del siglo xix, y comienza a delinearse la frontera exterior a través del enfrentamiento de España con Portugal.
Contra lo que pueda suponerse, no fue este siglo menos heroico que el anterior, aunque tal vez haya sido su heroísmo menos espectacular. La media tinta con que aparece todavía hoy a los ojos del profano en la materia no se debe a las circunstancias propias de aquel tiempo, sino a la escasa atención que ha merecido de los investigadores, con la meritoria excepción de un grupo de estudiosos que lo ha rescatado del olvido; pues momentos heroicos no faltaron para los hombres de armas en la lucha contra la insurrección calchaquí, en las refriegas contra los indios cha- queños y en los fugaces pero significativos episodios de la lucha contra los portugueses. Aun hubo ocasión de dar muestras de heroísmo civil en la dura subsistencia de las ciudades y en las tentaciones de la riqueza ilícita para los funcionarios rectos. También fue abundante el testimonio heroico de los misioneros que arriesgaron y frecuentemente perdieron su vida para sentar la fe cristiana entre los salvajes. Y por fin mezcla de varios heroísmos fue la vida y la muerte de los pueblos misioneros en el extremo oriental del territorio español.
Pero el siglo corría lentamente y estos episodios se escalonaban pausadamente a todo lo largo del tiempo, mientras la rutina de cada día lo cubría todo, como el polvo de los solitarios y fragorosos caminos de entonces.
Cuando decimos que en este siglo quedó España establecida en estas regiones, no entendemos por España sólo el ente político estatal, sino también su forma de vida y su cultura. Las ciudades desarrollan su propia vida, se pueblan con los hijos del lugar. Ya no son meros emigrados, sino hijos de la tierra. Pero hijos de españoles, herederos de sus ideales, de sus creencias, de sus temperamentos. Por supuesto que hay cambios, y no sólo los derivados de la mezcla de razas. El nuevo ambiente físico y social genera un hombre nuevo, el criollo, y en él se dan nuevas virtudes y defectos. Este criollo es esencialmente un español, pero ya es un español americano, poseedor de un tipo y un estilo propios.
Las poblaciones argentinas presentan así un carácter peculiar: arcaico, pues en el criollo se han fijado las características, no de su contemporáneo español, sino de sus padres y abuelos que se instalaron en América, y a la vez novedoso, pues identificado con su medio, lo siente y lo vive más rápida y plenamente que los soldados y funcionarios peninsulares que vienen a engrosar la población. Por ello es que la América española presenta en este siglo una fuerza que no refleja la decadencia de la España europea, y recuerda más bien en su fisonomía espiritual a la época de Carlos I y de Felipe II.
La vida del español americano —dice Sierra— se apoyaba en tres pivotes fundamentales, herencia de sus antepasados^ su fe cristiana, que le dio la escala ética, la concepción metafísica de la vida y su relación con Dios y el mundo; su idea de justicia concebida como eje de la estructura social y del poder político; y su concepto de la libertad como pertenencia inalienable de su condición humana.
Al crecer la comunidad española se fue consolidando la estructura jurídica y política de los reinos de Indias. La vida administrativa adquirió formas estables. Desaparecieron ya los gobernadores omnipotentes que se movían libremente en su aislamiento, bastándoles el sentirse fieles al rey y aprobados por la población. Los funcionarios fueron designados por períodos de tiempo precisos, reemplazados con cierta regularidad y sometidos a estricta vigilancia. Se luchó contra la venalidad, no siempre con éxito, v se combatió el nepotismo, que surgía y resurgía pese a las limitaciones legales v a las amonestaciones, pues era la consecuencia inevitable de la escasez de la población, de la falta de cuadros administrativos v de la necesidad de contar con hombres de toda confianza. Muy frecuentemente los funcionarios llegaban desde otras regiones o desde España, desconocedores del medio ambiente, para encontrarse no pocas veces con parcialidades envueltas en conflictos de intereses. El nepotismo fue así una suerte de garantía para más de un gobernador, aunque no faltó quien exagerara la nota, como Torre de Vera y Aragón, que a fines del siglo anterior designó a sus parientes para tenientes gobernadores de todas las ciudades de su gobierno.
Las agitaciones políticas características del siglo anterior disminuyeron notoriamente, así como la oposición entre americanos y peninsulares. La vida política se estabilizó y un sentimiento de unidad comenzó a expandirse, como consecuencia natural de los peligros sufridos en común, de los intereses compartidos y aun por los parentescos que se iban creando entre los vecinos de las distintas ciudades.
Esta sociedad estaba gobernada por una compleja estructura político-administrativa que es oportuno describir aquí para la mejor comprensión de la vida colonial y de su evolución histórica.
Esta estructura reconocía su punto culminante en la persona del rey.
Pese a que las Indias tenían categoría de reinos unidos a la Corona de Castilla —no al reino castellano— nunca se consideró necesario que éstas aceptaran al monarca, bastando con que lo hicieran las Cortes de Castilla en las que las Indias no estaban representadas. Esto demuestra, dice Zorraquín Becú, el carácter “accesorio” de la incorporación de las Indias, subrayado por el hecho de que sus máximas autoridades después del rey no residían en ellas, sino en Castilla. Demetrio Ramos ha sostenido sin embargo que la no representación de las ciudades americanas en las Cortes de Castilla, no se debía a que tuviesen un rango jurídico disminuido, sino a que hubo un muy largo período en que el privilegio de la representación en las Cortes no fue concedido ni a las ciudades de Castilla ni a las de América, pero que al cambiar esta política por la contraria, se abrió tal posibilidad para las ciudades americanas, como resulta del privilegio concedido en 1635 por Felipe IV a las provincias de Nuevo México, Nueva Galicia, Guatemala y Santo Domingo. Así se justificaría la inexistencia de Cortes propias. Pero de todos modos, en los hechos se mantuvo la falta de representación de América en las Cortes.
Sólo en los primeros años de la ocupación del continente se dedicó el rev personalmente a los asuntos indianos, v aun entonces delegó gran número de tareas en la Casa de Contratación de Sevilla. Ésta fue perdiendo atribuciones progresivamente a beneficio del Consejo de Indias v al terminar el siglo xvn carecía de mayor significación. Constituyó una especie de ministerio de comercio para las Indias, reguló el sistema de flotas y galeones v durante el siglo anterior fue también tribunal de comercio. Éste se separó de la Casa en 15S3 v la mayor parte de las actividades comerciales las compartió con un ente gremial integrado por los grandes comerciantes que monopolizaban el comercio con América, denominado Consulado. A principios del 1600 se creó el Consulado de Lima, entidad equivalente a la sevillana v que dominó los intereses comerciales del virreinato.
Inmediatamente después del rey en dignidad y atribuciones, venía el Consejo de Indias, creado en 1524. Órgano asesor del monarca y vocero de su voluntad en asuntos americanos, tenía plenas facultades administrativas v judiciales.
La actual división de poderes que distingue a la organización constitucional de los estados modernos fue una creación del siglo xvin y por ende era desconocida en aquel tiempo. Las actividades del Estado se distinguían entonces por junciones v éstas eran fundamentalmente cuatro: I) Gobierno, que comprendía la tarea legislativa, el nombramiento de funcionarios, capitulaciones, mercedes, etc.; en fin, todo lo que boy se entiende por “administración del Estado” con exclusión de los aspectos impositivos, financieros y militares. 2) Justicia, o sea el ejercicio de la actividad judicial. 3) Guerra, que abarcaba todo lo relativo a la organización y defensa de los reinos de la Corona. Y 4) Hacienda, comprensiva de la organización y administración financiera e impositiva del Reino.
Contra lo que es usual en nuestra época, estas funciones no eran atribuidas con exclusividad a distintos órganos o funcionarios. Por el contrario, la mayor parte de éstos desempeñaban varias de las nbmbradas funciones.
Por ejemplo, los gobernadores tenían funciones de gobierno, guerra y justicia; las Audiencias, de gobierno y justicia; los cabildos, de justicia, gobierno y hacienda, y así sucedía en casi todos los casos.
Este sistema, que puede parecer caótico visto superficialmente, no lo era en realidad y respondía a una estructura coherente. Al acumular diversas funciones en un mandatario se producía simultáneamente la diversificación de cada función entre varios de ellos, de modo que resultara un recíproco control entre los diversos magistrados y funcionarios. No existía entre ellos una estricta dependencia. El virrey podía dar órdenes a los gobernadores pero éstos no eran nombrados por aquél, sino por el Consejo de Indias, y podían comunicarse con éste sin intervención del virrey. A su vez las resoluciones de los gobernadores podían ser revocadas por la Audiencia.
La clave del sistema residía en el concepto de equilibrio de las funciones —a diferencia de la separación moderna de poderes— y este equilibrio se logró tan acabadamente que puede decirse que no existía entre las autoridades residentes en América una propiamente suprema, al punto que hoy se discute aún si la Audiencia era superior al virrey o éste a aquélla.
Esta carencia de autoridades supremas constituye, con la división de funciones, la característica fundamental del régimen político indiano. Esto ha hecho decir a Zorraquín Becú, que en el caso de la América hispánica no puede recurrirse a la imagen de la “pirámide jurídica” y que mejor debe representarse el sistema por una circunferencia cuyos rayos parten todos de la Corona, quedando cada autoridad . en estado de interdependencia y a la vez con cierta autonomía funcional.
El Consejo de Indias reunía inicialmente todas las funciones mencionadas, pero ya en el siglo xvi perdió la mayor parte de las de hacienda en beneficio del Consejo de Hacienda, y las de guerra que pasaron a la Junta de Guerra. Agregaba en cambio una facultad importantísima que podía extenderse a las cuatro funciones y de la que también gozaron los magistrados de Indias en la esfera de su competencia: asesorar al rey en todo lo que conviniese. El Consejo era el máximo legislador de las Indias, se ocupaba del ejercicio del Real Patronato, de las divisiones territoriales, del nombramiento de los funcionarios y del cuidado de los indios.
Era también el máximo tribunal de apelación en asuntos judiciales y controlaba el buen funcionamiento de los tribunales inferiores.
Por debajo del Consejo se hallaban los funcionarios residentes en América. Con el correr del tiempo variaron sus denominaciones y facultades. Los adelantados desaparecen con el siglo xvi, como que eran funcionarios cuyas amplias facultades les permitían llevar a cabo la tarea de penetración en territorios no ocupados. Pero a partir del siglo xvn la autoridad superior se dividía entre virreyes y Audiencias.
Sólo dos virreinatos comprendía el continente americano: el de Nueva España, que abarcaba todo el territorio al norte del istmo de Panamá y el del Perú, al sur de él, excepto las costas de Venezuela. Los de Nueva Granada y del Río de la Plata fueron divisiones tardías del virreinato del Perú en el último tercio del siglo xviii. Si bien el virrey representaba la persona real, lo que le confería la máxima dignidad, estaba sometido al control perma- nente de la Audiencia, al de los visitadores —magistrados que nombraba el Consejo de Indias para su información y que podían actuar simultáneamente con el virrey— y debían además afrontar al terminar su mandato el juicio de residencia en el que daban cuenta de su desempeño en el cargo. Simultáneamente el virrey presidía la Audiencia, aunque estaba lejos de identificarse con ella y menos de influenciarla, y era además el máximo jefe militar de su jurisdicción.
Los virreinatos se dividían en provincias, habiéndolas de dos categorías: mayores y menores, según contaran o no con una Audiencia. Al frente de cada provincia mayor existía un gobernador-presidente (pues presidía la Audiencia) y al frente de las provincias menores un gobernador. Ambos, igual que el virrey, tenían facultades militares amplias, por lo que agregaban a sus títulos el de capitán general. Las demás facultades de los gobernadores eran similares a las de los virreyes, pero lógicamente con menores atribuciones y subordinadas a la autoridad de aquéllos. Los corregidores y alcaldes mayores, que gobernaban los corregimientos y alcaldías mayores, eran cargos asimilables a los de gobernadores, así como sus jurisdicciones eran asimilables a las provincias.
Los gobernadores a su Vez designaban tenientes generales que eran sus segundos, y tenientes de gobernador, que ejercían funciones en las ciudades que no eran cabeza de provincia.
A la par de los virreyes, como hemos dicho, existían las Audiencias, que eran cuerpos colegiados formados por varios oidores vitalicios y que constituían el máximo tribunal en tierra americana. Pero además de sus funciones judiciales tenían notorias funciones de asesoramiento —del rey y del virrey— y de gobierno: revisión de la legalidad de los actos políticos, recurso contra resoluciones de los gobernadores y virreyes, autorización de gastos extraordinarios, y ejercicio.del gobierno interino del virreinato o gobernación en caso de ausencia o imposibilidad del magistrado titular.
De lo dicho se deduce que existían varias clases de Audiencias: las virreinales, sitas en la capital de un virreinato y presididas por el virrey; las pretoriales, situadas en una ciudad cabeza de provincia y presididas por el gobernador, y las subordinadas, establecidas en otras ciudades.
Si bien en caso de conflicto entre el virrey y la Audiencia, debía ejecutarse lo que el virrey mandara, quedándole a la segunda el derecho de apelar ante el Consejo de Indias, opina Haring que la Audiencia fue la institución más interesante e importante del gobierno de la América española, el centro y el alma del sistema administrativo. “Los virreyes —dice— se sucedían, la Audiencia era un cuerpo más permanente y continuo, que por ello mantuvo una larga línea de tradición corporativa”.
Dejemos de lado momentáneamente las funciones judiciales de las Audiencias, para ocuparnos de otras instituciones indianas.
La más importante que nos queda por mencionar es el Cabildo, de honda gravitación en la vida de las ciudades americanas. Institución de viejo cuño castellano, le correspondía el gobierno local de la ciudad y del ámbito rural circunvecino. Cuando se fundaba la ciudad, se constituía inmediatamente el Cabildo y hubo casos en que se formó éste primero y la ciudad después. Y la verdad es que si bien la ciudad podía tener existencia física sin su Cabildo, a falta de éste carecía de existencia política. También las villas —núcleos urbanos menores— pudieron tener Cabildo, y Luján es un ejemplo de ello.
El Cabildo estaba constituido por los alcaldes, regidores y otros funcionarios especiales. Los alcaldes —uno o dos según la importancia del lugar— presidían las reuniones del cuerpo, ejercían las funciones judiciales en el orden local, y asumían el mando político en ausencia o muerte del gobernador o de su teniente. Los regidores eran los otros miembros natos del Cabildo y con los alcaldes ejercían el gobierno municipal. Los otros funcionarios eran el alférez real —portaestandarte de la ciudad en las ceremonias públicas—, el alguacil mayor —ejecutor de las sentencias judiciales y especie de jefe de policía de la ciudad— y el fiel ejecutor —encargado del abasto de la ciudad y de verificar la exactitud de las pesas y medidas utilizadas por su comercio—. Existían otros cargos especiales que tuvieron menor significación que los nombrados y muchas veces no fueron cubiertos.
Los Cabildos tuvieron además de sus funciones de gobierno y justicia, la de asesoramiento, y las de hacienda en el orden local, estableciendo los impuestos necesarios para el sustento de la ciudad —propios y arbitrios.
La importancia del Cabildo residió en que era una institución local, con cierta autonomía y capaz de representar las tendencias e intereses del lugar, y donde el elemento criollo tenía su campo natural de acción política. Conviene subrayar que, pese a la tradición rural de nuestro país, su historia es sobre todo la historia de sus ciudades, fenómeno común a toda Hispanoamérica. Como bien destacan Moss y Haring, mientras en las colonias angloamericanas las ciudades crecieron para satisfacer las necesidades del campo, en la América española la población rural se extendió para proveer a las necesidades urbanas. Esto es cierto a la vez desde el punto de vista estructural y del cronológico y explica otro aspecto de la importancia del Cabildo.
Estaba éste constituido por vecinos con casa y familia que debían ser electos por los miembros salientes entre los más capaces. Pese a su importancia el Cabildo americano nunca llegó a tener la del Ayuntamiento castellano. Desde fines del siglo xvi se introdujo la perniciosa costumbre de vender los oficios de regidores lo que contribuyó no poco a la decadencia de la institución. Ésta tuvo un fugaz resurgimiento en los últimos años de la dominación española, al transformarse en el instrumento a través del cual se manifestaron las tendencias reformadoras y revolucionarias. Pero aun esto sucedió menos por la fuerza propia de una institución debilitada que por la descomposición general del sistema, entre cuyas ruinas emergía el Cabildo, débil pero de pie.
Todo lo relativo a la organización financiera y contable de la administración indiana correspondía a lo que se denominaba Real Hacienda. El sistema rentístico de la Corona para América era complejo y pese al cuidado que aquélla puso en mantenerlo en el mejor estado, la evasión impositiva fue grande, los fraudes numerosos y la recaudación misma nunca alcanzó las esperanzas de la Corona ni la satisfacción de sus necesidades. Los recursos eran de cuatro clases: a) las regalías, o participación de la Corona en los beneficios obtenidos en la explotación de las minas por los súbditos y que constituía el “quinto real”, al que hemos hecho referencia antes, y que posteriormente disminuyó a sólo un décimo del producto obtenido; b) las rentas de bienes reales: minas reservadas al rey, venta de tierras reales, bienes vacafftes, ventas de cargos públicos, etc.; c) monopolios o estancos, es decir la explotación de ciertos productos por la Corona o su concesión a un particular que obtenía su monopolio a cambio del pago de un derecho fijo y que abarcaba el azogue, la sal, la pólvora, el papel sellado, los naipes v posteriormente el tabaco; d) los impuestos, que eran numerosos v de los cuales mencionaremos sólo ¡os principales: el almojarifazgo, aplicado a todas las mercaderías que entraban y salían de los puertos, especie de derechos aduaneros aplicables no sólo al comercio exterior, sino también al comercio marítimo interno del Imperio; la alcabala, equivalente a nuestro moderno impuesto a las ventas, y el diezmo, impuesto eclesiástico cuyo cobro y administración había concedido el Papa al rey a cambio de que éste atendiera a la Iglesia en Indias en todas sus necesidades y se ocupara de la conversión de los naturales. Este impuesto consistía en el décimo del valor de los productos agrícolas v ganaderos. Las tasas de los anteriores variaban: en el almojarifazgo no excedieron del 15 7< V en la alcabala variaron del 2 al 6 Oí. Existían varios otros impuestos, pero sólo mencionaremos el de sisa, tasa temporaria que se aplicaba a los productos alimenticios para cubrir necesidades extraordinarias.
Otro impuesto importante era el tributo, que debían pagar los indios como reconocimiento de su vasallaje al rcv. Se aplicaba por cabeza de indio adulto virón a razón de cinco a ocho pesos anuales cada uno.
La recaudación y aplicación de todas estas rentas pasaban por las manos de los oficiales reales, funcionarios de gran importancia y de efectiva gravitación. Habitualmente en toda gobernación existían dos: el tesorero y el contador. Cuando se trataba de un virreinato o de una provincia importante se agregaban otros dos: el factor, encargado de todas las transacciones que se pagaban con fondos de las cajas reales, y el veedor, que miraba por los derechos de la Corona en las minas y casas de refinamiento del metal. Los oficiales reales se reunían periódicamente con el gobernador —en Lima con el virrey, el oidor decano y el fiscal de la Audiencia— constituyendo una Junta de Real Hacienda, donde se discutían las cuestiones de competencia común a sus componentes. Periódicamente las cuentas se enviaban al Tribunal de Cuentas de Lima, único del virreinato, el que a su vez informaba al Consejo de Indias sobre la materia.
No completaríamos la descripción del gobierno político-administrativo indiano si no hiciésemos referencia a una función cuya descripción hemos dejado de propósito para este lugar. Nos referimos a aquella parte de la función de gobierno que se refiere al gobierno espiritual.
En el capítulo anterior hemos hecho referencias a la religiosidad militante de los Estados europeos durante el siglo xvn. Pero la condición religiosa del Estado español era mucho más que una política. El fin religioso integraba desde el siglo xv los fines del Estado, y las Indias se incorporaron a un reino que se había constituido como un Estado confesional, que consideraba los delitos contra la fe como delitos contra la sociedad y el Estado.
Por lo tanto, si bien los miembros de la Iglesia dependían de Roma en materia de doctrina y de disciplina eclesiástica, estaban sujetos a la autoridad real en todo lo demás en virtud del régimen del Real Patronato Indiano. A través de éste la unión del trono y del altar adquirió estado jurídico y la Iglesia constituyó en este sentido una rama más de la administración real. Ésta velaba por el cumplimiento de la obra misional, sostenía económicamente a la Iglesia, levantaba sus templos e intervenía en la designación de sus prelados.
La organización episcopal aparece en nuestro país en el siglo xvi con las creaciones de los obispados de Tucumán y Asunción en 1547 y 1570 respectivamente, a los que se agregó en 1620 el obispado de Buenos Aires, segregado de la jurisdicción originana del de Asunción; los tres dependían del arzobispado de Charcas. Paralelamente se instalaron en América las órdenes religiosas que no dependían del obispo sino del provincial de la Orden respectiva.
Esta organización dual, característica de la Iglesia Católica Romana, dio origen a cierta rivalidad entre seculares y regulares que se expresaban en torno de los problemas de jurisdicción eclesiástica.
Los obispados contaron desde el principio con sus correspondientes Cabildos eclesiásticos, y la organización en parroquias se difundió durante el siglo xvn.
Los obispos, además de sus funciones específicas, se dirigían frecuentemente al rey informándolo sobre la situación económica, social o política, actuando así como asesores del monarca y como voceros de la opinión pública.
En 1570 se estableció en Lima el Tribunal del Santo Oficio o Inquisición. Estaba encargado de perseguir la herejía —judíos confesos y cristianos nuevos principalmente— pero sobre todo se aplicó a cuestiones de disciplinas y moral entre cristianos: casos de bigamia, adulterio, barraganía, brujería, blasfemia, etc. También actuó como censor de los libros que se introducían en América aunque en este sentido su acción se hizo sentir poco. En definitiva, el Santo Oficio actuó como custodio de la ortodoxia y moralidad de la comunidad, utilizando en ciertas ocasiones procedimientos que si bien eran corrientes en la época, son vistos hoy con desagrado por su aspereza o arbitrariedad.
Otro signo más de la unión entre la Iglesia y la Corona lo constituía el hecho de que en determinados casos se podía recurrir ante la Audiencia de una sentencia dada por el tribunal eclesiástico.
El espíritu de la ley
Hemos dejado aparte la explicación de la administración de justicia, no por sus peculiares características, sino porque es necesario explicar cuál era el espíritu de la legislación indiana antes de hablar de los órganos de aplicación de las leyes.
Hemos tenido oportunidad de señalar en un capítulo anterior la preocupación permanente del hombre español de aquellos siglos por la justicia. Llegar al logro de esta justicia era el objetivo básico del rey como conductor de su pueblo. Y las mismas ieyes subrayaban en forma explícita la trascendencia de la justicia.
El mismo rey se sentía autolimitado por el principio de justicia, y aun mandaba que sus disposiciones no se cumplieran cuando no se conformasen a aquél (ley 22, título I, Libro II de la Recopilación de 1680). Podía ocurrir que la autoridad indiana que recibía la ley o disposición real considerase que era injusta, inconveniente o simplemente derivada de una información defectuosa. Entonces prestaba obediencia a la norma, pero disponía que no se cumpliera, a la vez que solicitaba su revisión. Por este peculiar procedimiento se buscaba protección frente a la arbitrariedad que podía surgir o deslizarse en las altas esferas. Y no se crea que se trató de un recurso meramente nominal. El “se obedece pero no se cumple” fue utilizado frecuentemente en las Indias.
La justicia no era, pues, concebida sólo como un acto jurisdiccional para la solución de los pleitos, sino como una verdadera virtud que debía inspirar al rey, a los magistrados y a los súbditos en cada uno de sus actos.
Éste era el espíritu que inspiraba la ley, tanto la de Castilla como la propiamente indiana. En América se aplicaron además de las normas específicas destinadas a ellas y que reciben el nombre genérico de derecho indiano —régimen de descubrimiento y población, indígenas, comercio, navegación, rentas, etc.— el derecho castellano en todo aquello en que no había sido modificado por el indiano: familia, derecho sucesorio, régimen de los contratos, procedimientos judiciales, etc.
El derecho indiano no se elaboró como un conjunto jurídico acabado y de una tirada. Por el contrario, sus normas fueron apareciendo y modificándose progresivamente, según las necesidades impuestas por la naciente vida americana. Su elaboración fue pues lenta y casuística, emanada de autoridades de distinto nivel v con criterio frecuentemente diverso. Algunas veces las normas legales se dictaban para resolver un caso o problema determinado. Poco a poco la cantidad de normas y su heterogeneidad fueron tales que surgieron serias dudas sobre el derecho aplicable a muchas situaciones, sobre todo para determinar la aplicación de normas supletorias cuando no las había específicas. Ello condujo a que ya a mediados del siglo xvi se pensara en ordenar estas leyes y publicarlas a modo de colección. Pero las que aparecieron por entonces, aunque útiles, pronto quedaron superadas por la parcialidad de sus contenidos y por la creciente aparición de nuevas normas. Por fin en el siglo xvn se emprendió un esfuerzo mayor por iniciativa del Consejo de Indias, en el que trabajó entre otros Antonio de León Pinelo, y que años después, en 1680, fructificó en la aparición de la famosa Recopilación de las Leyes de los Reinos de Indias que contuvo 6.385 leyes. No obstante sus monumentales dimensiones, la Recopilación no reunió todo el derecho existente, pues se limitó a las normas dictadas por el rey y el Consejo de Indias, quedando fuera de ella las innumerables ordenanzas de virreyes y gobernadores y de otras autoridades.
Al reunir aquella cantidad de leyes, que en su origen habían tenido un alcance particular, la Recopilación les dio un alcance general para todas las Indias. Esta codificación no detuvo la actividad legislativa y al fin del siglo xvii ya eran abundantes las disposiciones posteriores a ella.
Otra particularidad de la legislación indiana fue que incorporó normas del derecho consuetudinario indígena, lo que demuestra un deseo de adaptarse a las necesidades y costumbres del medio americano. Pese a esta vocación y a la preocupación por la justicia, la legislación indiana reveló con frecuencia un divorcio entre la realidad y la ley, consecuencia de que muchas de sus normas principales fueron dictadas en España, sin conocimiento directo de las situaciones sobre las que se legislaba.
Ahora veamos cómo se aplicaba la ley a los casos particulares. La función de juzgar no se atribuyó generalmente a profesionales letrados, lo que se explica porque lo más importante no era en aquel entonces el conocimiento técnico del derecho, sino la rectitud y sabiduría del juzgador. Las Audiencias fueron una excepción a este criterio, pues sus miembros debían ser expertos en derecho, y con el correr del tiempo los jueces no versados en la ciencia jurídica tuvieron a su lado asesores letrados que suplían sus carencias técnicas.
Los primeros jueces con quienes tuvo contacto el poblador americano y que incidieron más frecuentemente en su vida, fueron los jueces de Cabildo, o jueces capitulares, especialmente los alcaldes ordinarios. Ellos fueron sus jueces inmediatos, con jurisdicción en todo el ámbito urbano y circunvecino, en materia civil y criminal y frecuentemente en materia comercial. El alcalde fue el juez por antonomasia de América. Sus fallos, según el monto del pleito, podían ser apelados ante el Cabildo o ante la Audiencia. A su vez, los Alcaldes de la Santa Hermandad, subordinados al Cabildo, entendían en los delitos cometidos en la zona rural dependiente de la ciudad.
Cuando en la ciudad residía un gobernador o virrey, éstos, por su condición anexa de justicia mayor, podían entender en las
mismas causas que los alcaldes, y quien primero se abocara a ellas resultaba el juez competente. Los virreyes y gobernadores tenían otras funciones judiciales exclusivas: los pleitos sobre materias de derecho público y lo que hoy llamaríamos asuntos contencioso- administrativos. Comprendían casos de protección a los indios, asuntos marítimos, represión del contrabando, comercio de esclavos y asuntos relativos al Real Patronato. Pero las causas en que se debatían cuestiones fiscales, de interés de la Real Hacienda, correspondían a los oficiales reales.
También existían los jueces eclesiásticos, que intervenían en todos los pleitos en que eran parte sacerdotes y religiosos. Además —y esto acrecienta su importancia— eran los jueces de todas las causas sobre matrimonio: impedimentos, nulidades, oposiciones, divorcios, tenencia de hijos, etc. Los juicios sobre adulterio, concubinato, duelos y ataques a religiosos podían ser llevados indistintamente ante los alcaldes o los jueces eclesiásticos. Dentro de estos últimos y con una competencia especial en asuntos de doctrina y moral, estaba el Tribunal del Santo Oficio, con sede en Lima y que tenía delegados en las principales ciudades.
Todos estos jueces conocían los asuntos en primera instancia y a veces en segunda (v. gr. apelación al Cabildo). Pero salvo los asuntos de menor cuantía, no terminaba en ellos la contienda judicial, pues las sentencias eran susceptibles de nuevas apelaciones. El tribunal que conocía en ellas v que constituía la máxima instancia judicial en Indias era la Audiencia.
Estaba integrada por un número variable de oidores, que tenían la función de jueces, un fiscal para asuntos civiles, otro para asuntos criminales, un secretario, un escribano, un alguacil y varios empleados menores. Los oidores debían ser licenciados o doctores en derecho, eran nombrados por el rey v los hubo de alto vuelo jurídico. La Audiencia que correspondía a las provincias de Tucumán, Paraguay y Río de la Plata era la de Charcas, y la lejanía del Tribunal hacía costosas las apelaciones v muy dilatados los pleitos. Por un breve tiempo desde 1661. la Audiencia de Buenos Aires ahorró estos inconvenientes a los litigantes ribereños, pero su pronta desaparición llevó las cosas al estado anterior y así quedaron hasta fines del siglo xvm.
Producido el fallo de la Audiencia, si ya habían recaído en el pleito tres sentencias coincidentes, este último era definitivo.
Si la sentencia era la segunda o si los jueces habían discrepado en las distintas instancias, podía recurrirsc ante la propia Audiencia para que examinara el caso en “segunda vista“. Si el valor del pleito no excedía de diez mil pesos, o si se trataba de un asunto criminal, esta “segunda vista” era definitiva. En caso contrario podía apelarse aún al Consejo de Indias, con lo que las causas civiles podían tener hasta cinco instancias, con la consiguiente demora. Para llevar el juicio al Consejo, el litigante debía trasladarse a España o nombrar un apoderado allí que tramitara el recurso. Los gastos que esto implicaba hicieron que estos recursos ante el Consejo no fueran frecuentes.
Además de su competencia por apelación, la Audiencia tenía competencia originaria —en primera instancia— en ciertos asuntos que se denominaban “casos de corte”. Éstos eran los pleitos en que fueran parte magistrados de la Corona, los asuntos criminales producidos a cinco leguas a la redonda de la sede del tribunal, los asuntos sobre encomiendas de indios, y las cuestiones de competencia entre los diversos magistrados judiciales.
Estos jueces aplicaron la compleja legislación indiana a la vida diaria de los habitantes americanos. Afirmaron en ellos la idea de justicia y reglaron sus derechos personales. El hombre americano era un hombre libre, aunque los límites de su libertad eran distintos de los actuales; podía circular, expresar su opinión, residir y poseer, pero no podía blasfemar ni expresar doctrinas heréticas; su residencia estaba condicionada si era extranjero, y su derecho de poseer tenía limitaciones varias en razón de la función social de la propiedad.
Fronteras argentinas
Durante el siglo xvi la ocupación del territorio se caracterizó por el establecimiento de un grupo de ciudades que actuaban a la manera de centros desde los cuales se operaba sobre las regiones no sometidas, procurando dominar la mayor cantidad posible de territorio y asegurar las comunicaciones entre esos mismos centros. Desde Charcas a Buenos Aires y desde ésta a Asunción, aquellos poblados eran como grandes postas que jalonaban un largo camino por tierras que sólo pertenecían a los españoles en la medida en que eran tierras deshabitadas, u ocupadas por los escasos pobladores blancos de la campaña, o porque los indios que las poblaban aceptaban someterse al dominio español. Esta sumisión no siempre fue permanente y la ocupación de los espacios rurales fue lenta, lo que generó la existencia de inestables fronteras interiores.
F.n el siglo xvu estas fronteras van a adquirir permanencia. Ciertos focos de resistencia indígena serán eliminados y otros, por el contrario, se consolidarán. De este modo algunas regiones como el conjunto catamarqueño-calchaquí, quedarán incorporadas a la civilización española y otras, como el Chaco, permanecerán impenetrables hasta fines del siglo xix.
La persistente amenaza contra las poblaciones del Tucumán representada por los indios cácanos, especialmente los calchaquícs, cesó gracias a la acción del gobernador Barraza y Cárdenas y de su sucesor don Alonso de Ribera, quienes entre 1604 y 1606 lograron consolidar un statu quo de paz y buenas relaciones con dichos indios, bajo cuya protección pudieron desarrollarse las ciudades norteñas durante toda una generación, tiempo durante el cual se dictaron —en 1616— las ordenanzas sobre trabajo indígena, obra del licenciado Alfaro, fiscal de la Audiencia de Charcas. Al amparo de esta paz, Tucumán alcanzó un nivel social y económico superior al del Río de la Plata, y comenzaron a aparecer los primeros establecimientos educacionales de jerarquía: el Seminario de Santiago del Estero y el Convictorio de San Francisco Javier en Córdoba, ambos creados durante el excelente gobierno de Quiñones y Osorio, y la Universidad de Córdoba en 1622.
Pero la disfrutada paz no se mantuvo. Los excesos de los encomenderos y la belicosidad de los naturales se conjugaron para que en el año 1630 se produjera un alzamiento de grandes proporciones que comprendió a los indios de diversas parcialidades desde La Rioja hasta Salta. La guerra duró siete años v estuvo a punto de terminar con el dominio español del Tucumán. La lucha fue dura; los indios bajaban a los poblados y chacras dando sangrientos golpes de mano y luego se refugiaban en las alturas de las montañas, mejorando las condiciones del terreno para la defensa con la construcción de pucarás, suerte de fortalezas rudimentarias constituidas por muros de piedras. Los españoles, además de lo expuesto del ataque en semejante terreno y de la inferioridad de su número, no podían operar contra las alturas en invierno. Pero la tenacidad y pericia del gobernador Albornoz logró vencer la sublevación y pacificar luego a los indios. Fsta guerra dejó exhaustas a las poblaciones, tanto por la pérdida de hombres como por el agotamiento de sus recursos y la sensible reducción de la mano de obra indígena.
Se recuperaba el Tucumán de estos males cuando, tras otros veinte años de paz, los mismos indígenas se sublevaron en 1658.
instigados esta vez por un aventurero andaluz, Pedro Bohórquez. que se decía descendiente de los Incas. F.l gobernador Mercado y Villacorta logró dominar la situación v capturó al impostor en una sorpresiva campaña invernal en 1659. La guerra habría terminado entonces si Mercado no hubiese debido abandonar su conducción para hacerse cargo del gobierno de Buenos Aires. Esto dio un respiro a los naturales v creó una nueva situación apurada para los españoles, pues, fuese coincidencia o contagio, a partir de 1660 comenzaron a alzarse los indios de Santa Fe v Corrientes, obligando a los españoles a esfuerzos militares simultáneos. La situación se extendió al Chaco occidental en 1664 v sólo la falta de coordinación entre las distintas parcialidades indígenas permitió a los españoles superar el peligro. Vuelto Mercado al gobierno del Tucumán organizó una nueva campaña v en 1666 puso punto final al alzamiento calchaquí con la sumisión de todas las tribus.
Temeroso de que se repitiera la situación, adoptó un recurso contrario a la legislación protectora del indio, que consistió en erradicar a los aborígenes de su medio natural, trasladándolos en masa a otras regiones. Este proceder, aprobado por la Corona, produjo tal impresión en aquellas comunidades que terminó con su espíritu guerrero.
La liquidación del poderío calchaquí aseguró las poblaciones de La Rioja, Londres, Tucumán y Salta, y permitió la ocupación de la región hasta entonces dominada por aquéllos, ocupación que se consolidó definitivamente con la fundación de San Fernando de Catamarca en julio de 1682.
A la vez que los españoles extendieron su conquista desde el Aconquija hasta los Andes, sus esperanzas de colonizar la zona chaqueña sufrieron un golpe definitivo.
La única población existente en el Chaco, Concepción del Bermejo, estaba destinada a asegurar la comunicación entre Tucumán y el Paraguay, pero desde la fundación de Santa Fe y Córdoba aquélla se efectuaba a través de estas dos ciudades, compensando la seguridad y comodidad de las rutas la mayor distancia del recorrido. Poco a poco Concepción languideció en medio de la selva y ésta abundó en indios agresivos cuyas audacias crecían a medida que decaía la fuerza de los españoles.
Hacia 1630 la situación se tornó insostenible, pues los indios pasaron al ataque franco, y los pobladores decidieron abandonar la ciudad en 1633, efectuando un penoso éxodo hacia Corrientes, sin protección armada.
Por el año 1660, los ataques guaycurúes en las inmediaciones de Santa Fe adquirieron tal virulencia que obligaron a mudar la ciudad al año siguiente, hacia el sur, a su actual emplazamiento.
La avanzada tucumana sobre el territorio chaqueño era Ta- lavera de Esteco. La comunicación hacia el norte por Esteco, había sido abandonada por la ruta de San Miguel de Tucumán. Sumida así en el aislamiento en forma parecida, aunque no tan aguda, a Concepción, Esteco decayó rápidamente. Al asedio de la selva, que ya se filtraba entre los ranchos periféricos, siguió desde 1664 el ataque de los indios. Los asaltos se prolongaron intermitentemente y en la década del 80 tomaron inusitado brío. Esteco estuvo a punto de sucumbir ante uno de ellbs —1686—, pero lo que no pudieron los indios lo pudo un terremoto seis años después, tras el cual los abatidos pobladores abandonaron la ciudad. A partir de entonces el Chaco quedó cerrado a los españoles y sus expediciones punitivas fueron como golpes en el viento, ya que el enemigo desaparecía delante de ellos, dejando a la selva la tarea de agotarlos y devolverlos cansados y sin frutos a sus puntos de partida.
Las inmensas soledades que se extendían al sur de Buenos Aires, apenas pobladas de indios y sin otra abundancia que los ganados cimarrones, no despertaron el interés de los pobladores del Río de la Plata. Sólo al impulso de la leyenda de los Césares —o tal vez para destruirla— se lanzó Hernandarias hacia el sur en el año 1604 y descubrió los ríos Colorado y Negro, pero la llanura bonaerense no fue incorporada a la empresa /civilizadora por falta de brazos y de interés.
Mientras tanto, la presión de los araucanos hacia el norte y el noreste empujó a los indios pampas sobre las tierras pobladas por los españoles. Desde 1630 aproximadamente, comenzó a estar amenazado el camino de Buenos Aires a Córdoba y las flamantes estancias bonaerenses. Hacia 1660 la presión se extendió hacia el oeste y fueron atacados los pobladores del sur de Cuyo. Estas incursiones no alcanzaron demasiado relieve en comparación con el problema que representaban los calchaquíes, tobas y guaycurúes. La actitud española fue puramente defensiva y la frontera se fijó en un amplio arco desde Mendoza al río Salado del sur.
Desde Chile hubo algunos intentos de penetrar en la Patagonia cordillerana. En el año 1621 Flores de León cruzó los Andes y descubrió el lago Nahuel Huapi, pero pasaron casi treinta años hasta que el padre Rosales evangelizara en las márgenes de los lagos neuquinos. El P. Mascardi estableció una misión en el Nahuel Huapi años después, misión restablecida hacia fines del siglo, pero estos esfuerzos sólo condujeron al martirio de misioneros y neófitos y de ellos no quedó fruto visible.
Los esfuerzos de los españoles hacia la Patagonia fueron fragmentarios y nunca presididos por una concepción estratégica del territorio, como la que había conducido a la fundación de Buenos Aires o a la ocupación del Guayrá. Parece como si la misma decadencia española hubiese angostado sus vistas y la metrópoli no percibiese aquel flanco descubierto del Imperio, que aunque lejano seguía siendo flanco suyo. Sólo Hernandarias tuvo la visión suficiente para sugerir que se fundara una ciudad en la Patagonia, en prevención de que lo hicieran los holandeses, cosa nada improbable para éstos, pues se encontraban en la cúspide del poderío naval y acababan de explorar el extremo sur del continente descubriendo la isla de los Estados y el cabo de Hoorn (Hornos).
La sugerencia de Hernandarias fue desoída. La plena conciencia del peligro holandés sólo se tuvo cuando una flota de la pequeña pero dinámica potencia protestante se apoderó de Bahía, en Brasil, en 1623, y la retuvo por dos años, a lo que siguió la toma de Pernambuco en 1630. que los holandeses conservaron hasta que se separaron las coronas de España y Portugal diez años después.
Desde estas bases Holanda amenazaba a Buenos Aires y las demás costas españolas, tanto con ataques corsarios como qon la perspectiva de una ocupación militar formal, y protegía un activo contrabando, que a la vez que la beneficiaba destruía la economía y las finanzas de la Corona.
Durante estos años Buenos Aires vivió bajo el permanente temor del holandés, lo que se puso de manifiesto en sus negativas de ayuda al Tucumán para combatir a los indígenas y en sus conminatorios pedidos de socorro a aquella misma gobernación. Hasta 1631 Buenos Aires no había tenido guarnición militar y su fuerte era una ruina. Ese año fue reconstruido y se trajo la primera guarnición militar o presidio, que en sucesivas renovaciones aportó un permanente caudal de sangre peninsular a la población local.
La amenaza holandesa cesó cuando Holanda fue vencida en guerra por Inglaterra, pasando a ésta la supremacía naval. Para entonces Holanda había puesto pie definitivamente en la zona del Caribe. Su derrota no benefició a España, pues transfirió su papel a una potencia ascendente y mejor dotada para tal empresa. En este siglo Inglaterra despojó a España de Jamaica. La metrópoli, falta de poder naval y de una visión geopolítica del Imperio, no tuvo una reacción acorde a las circunstancias. Felizmente, durante el siglo xvii el peligro para el extremo sur del Imperio no llegó a concretarse y la Patagonia siguió española y desamparada.
Mientras estos sucesos transcurrían, España había unido a su Corona el reino de Portugal, con lo que las posesiones ultramarinas de ambas potencias pasaron a constituir un solo Imperio.
Pero nunca fue tan desgraciada para España la incorporación de un reino. Por creer que ésta sería definitiva descuidó todos los problemas fronterizos entre las posesiones de Castilla y Portugal, y mientras concurrió generosamente a recuperar Bahía, asistió impasible al despojo que los portugueses —convencidos de la precariedad de la unión— realizaban sobre las fronteras del Guayrá.
Ya hemos citado a Hernandarias a propósito de la Patagonia. La amplitud de su visión política, que abarcaba el conjunto del sur continental, no ha sido debidamente apreciada por los historiadores, y constituye más timbre de gloria para él que su valiente v empeñosa lucha por la moralización administrativa. Agudamente previo la necesidad de poblar la Banda Orienta! del Río de la Plata* el Alto Paraguay y la isla de Santa Catalina, asegurar el Guayrá y oponer una valla a la penetración portuguesa que era estimulada desde San Pablo v San Vicente. Sabedor de esto, proyectó el dcsmantelamicnto de San Pablo v la expulsión de los portugueses de la zona.
Desgraciadamente, el Consejo de Indias no escuchó al gobernador criollo ni a los otros que periódicamente fueron sugiriendo medidas similares. Durante cuarenta años se omitió repoblar San Francisco y ocupar nuevamente Santa Catalina, afianzar la presencia española en el Guayrá y avanzar alguna población entre el río Uruguay v el Atlántico. Y esta situación subsistió hasta que los portugueses se sintieron suficientemente fuertes para tomar la iniciativa.
Sólo los jesuítas habían materializado la posesión española de las fronteras orientales con la creación de múltiples pueblos de indios o “reducciones”, y esta barrera, fruto de la obra cristianiza- dora de los misioneros, fue la primera en recibir el golpe de los portugueses.
Durante la unión hispano-portuguesa, el creciente dominio naval de los enemigos de F.spaña dificultaba seriamente la introducción de negros al Brasil, indispensables para el trabajo rural. Fue entonces cuando los portugueses de San Pablo se dedicaron a organizar partidas o “bandeiras” que avanzaban sobre las tierras españolas, pretendidas por ellos, v cazaban a los indios, especialmente los pacíficos y reducidos, para venderlos luego como esclavos en el norte del Brasil, donde era más sensible la falta de negros.
Estas partidas de voluntarios paulistas, aprovechando primero la imprevisión de las autoridades españolas y luego su indecisión y en algún caso su complicidad, fueron arrasando impunemente las reducciones del Guayrá entre 1629 y 1631, región que desde entonces quedó en poder de Portugal. Entre 1636 y 1640 hicieron lo mismo con las situadas en la región de Río Grande, obligando a los jesuítas y sus indios, faltos del apoyo militar español, a replegarse al oeste del río Uruguay.
No se puede prever hasta dónde habrían llegado los paulistas si los propios jesuítas no hubiesen decidido armar a los indios y darles instrucción militar para su defensa. Un gobernador más despejado les dio armas y la necesidad impuso un adiestramiento eficiente. Los misioneros pusieron a algunos caciques capaces al frente de esta fuerza española en su estilo, e indígena en su composición, la que sorprendió y destrozó a una poderosa “bandeira” en Mbororé, el año 1640, el mismo en que Portugal se separó de España.
La victoria de Mbororé puso fin a las depredaciones de los paulistas, aseguró las reducciones al oeste del Uruguay y puso en evidencia la utilidad militar de los indios reducidos. Al amparo de la paz así obtenida, las reducciones se desarrollaron y a partir de 1667 comenzaron lentamente a retornar al oriente del río, pero sin alcanzar nunca la difusión anterior.
Sin embargo no cesaron allí las pretensiones lusitanas. Desde 1673 se conoció en Buenos Aires la intención de los portugueses de establecerse en la Banda Oriental. Poco o nada se hizo para evitarlo y la ocasión de adelantarse a aquéllos con una fundación propia se dejó pasar. En 1680 Soares de Macedo intentó materializar los planes portugueses, pero fracasó. Simultáneamente su compatriota Manuel Lobo, más afortunado, fundó Colonia do Sacramento, en la costa del río, casi enfrente de Buenos Aires.
Inmediatamente se organizó un ejército mixto de españoles y guaraníes de las reducciones que marchó sobre la flamante plaza y la tomó por asalto el 7 de agosto.
Pero lo que se había logrado con las armas debía consolidarse en el terreno de la diplomacia. Y allí España falló estruendosamente. Si la falta de criterio político unida a las penurias financieras había llevado a la Casa de Austria a la indefensión que hemos relatado, ahora que el esfuerzo de los propios habitantes de ultramar le devolvía una de sus posesiones, la Corte española demostró no sólo una total incapacidad para ver el problema, sino que dio pruebas que no estaba segura de los derechos que invocaba a la posesión de la Banda Oriental. Aprovechando el desconcierto español, Portugal logró en 1681 la firma del Tratado Provisional que le era totalmente favorable: España se comprometió a devolver la Colonia del Sacramento a los portugueses, mientras los comisionados de ambas Coronas discutían los derechos de cada una. En caso de desacuerdo se recurriría al arbitraje papal. La impericia demostrada por los españoles en 'el manejo del asunto, especialmente en el de sus antecedentes geográficos, tal vez hubiera asegurado a Portugal un arbitraje favorable a sus intereses, pero ninguna de las dos potencias se interesó en que el Papa se expidiera prestamente: España por temor a un fallo desastroso, Portugal para tener tiempo de ir afirmando su ocupación efectiva de la zona, ya que España había aceptado en el Tratado de Paz de 1670 el principio del uti posidettis renunciando a la primacía de los títulos de donación.
Así, al terminar el siglo, las fronteras del Imperio Español en el cono sur del continente habían quedado establecidas en sus líneas generales.
La Integración
Mientras las fronteras se consolidaban, el cuerpo político, económico y social de la Argentina iba integrándose, adquiriendo también su forma y su color.
Las divisiones administrativas contribuyen a este proceso. No deja de ser significativo que sea en los comienzos de este siglo definitorio —1617— cuando Paraguay es separado de la gobernación del Río de la Plata para constituir una provincia autónoma. Ya la distancia y las características propias de la región señalaban una marcada diferenciación con respecto a las regiones del sur. Asunción formó entonces una unidad con el Guayrá y Villa Rica, en tanto que el resto de la provincia, desde Concepción y Corrientes inclusive, se agrupó bajo la conducción de Buenos Aires, cabeza de la nueva provincia del Río de la Plata. El objeto de la medida era una mejor administración de una región tan vasta como era la provincia original, pero aparte de las protestas de correntinos y concepcionenses, que se sentían más ligados a Asunción que a Buenos Aires, la medida no produjo todos los buenos efectos buscados. Al no repoblarse San Francisco v no tener Paraguay como consecuencia una salida al Atlántico, quedó débil y aislado en medio del continente y privado de los recursos financieros de que antes disponía.
Cuando posteriormente se perdió el Guayrá, quedó evidenciada la soledad del Paraguay. Sus gobernadores y los del Río de la Plata pidieron reiteradamente la reunión de la provincia, pero Paraguay quedó separado para siempre y esta incomunicación del Río de la Plata habría de repercutir dos siglos después en los vínculos entre Asunción y Buenos Aires.
Cuando Buenos Aires fue elevada al rango de capital de provincia pasaba por un momento de expansión notable, hija de una intensa actividad comercial derivada del contrabando. Desde 1602 el puerto de Buenos Aires sólo había estado abierto a los navios de permiso, movimiento harto escaso para las necesidades de la zona, pues se limitaba a uno o dos navios al año. Las ordenanzas dictadas por Alfaro en 1611, tendientes a poner fin al contrabando con el que se pretendía sustituir las limitaciones del régimen y con el que buscaban medrar fuertes intereses particulares, no lograron el objeto buscado.
Buenos Aires se había convertido por entonces en una ciudad de cambio, especie de feria internacional, donde a falta de una abundante producción propia, se introducían clandestinamente mercaderías del exterior que luego se revendían en el Tucumán y el Alto Perú a precios mucho más bajos que los productos provenientes de Lima. Como la producción local no alcanzaba valor suficiente para pagar tales introducciones, también se exportaban de contrabando productos traídos del norte, y a falta de éstos se pagaban las mercaderías con metálico del Perú cuya extracción estaba rigurosamente prohibida.
Cuando la eficaz organización de contrabandistas incorporó a sus filas al gobernador Mateo Leal de Ayala, encontró la fórmula ideal para legalizar el negocio. Los barcos extranjeros —portugueses, ingleses, holandeses y franceses— fingían llegar en arribada forzosa o se les decomisaba aparentemente la mercadería que traían. Ésta se vendía luego a precios preconvenidos, recibiendo una parte el introductor y otra, por vía de derechos, las Cajas Reales, que así se beneficiaban en algo del negociado. Los compradores, verdaderos o simples prestanombres, se encargaban de expedir las mercaderías al interior, obteniendo en su venta grandes beneficios. Estas operaciones producían una abundancia de dinero circulante que beneficiaba a la población en general, por lo que el contrabando era visto con complacencia por la mayor
parte de los pobladores. El gobernador halló el juego beneficioso no sólo para sí, sino para los intereses de la región.
Pero estas operaciones produjeron la airada reacción del comercio y de las autoridades de Lima. La competencia de Buenos Aires, además de ilegal, era ruinosa para el comercio limeño, que veía disminuir sus ventas de modo harto sensible. Tampoco faltaron denuncias locales contra la inmoralidad de tales manejos. F.n respuesta a todas esas quejas, el rey designó gobernador a un hombre cuya capacidad y fama de intachable era bien firme: Hernandarias de Saavedra.
Veterano en las lides del gobierno y conocedor de los hombres implicados, Hernandarias se puso con ahínco a la tarea de destruir la organización contrabandista. Primero dictó varios decretos fijando nuevas condiciones a la introducción y extracción de productos, y luego arremetió con procesos judiciales contra los culpables. Los habitantes vieron azorados esta inesperada demostración de honestidad administrativa y virtud política. Unos se plegaron a la obra del gobernador, y otros, afectados en sus intereses o temerosos de que la actitud de Hernandarias reeditara los pasados momentos de privaciones para la ciudad, se pusieron de parte de los contrabandistas. Por primera vez en la historia porteña la ciudad se dividió en dos bandos: los Beneméritos, partidarios de Hernandarias, y los Confederados, sus enemigos.
La acción de Hernandarias fue eficaz pero no definitiva. La trenza era dura de romper, los perseguidos hábiles en recursos y el tiempo del mandato del gobernador corto para su ardua tarea. Ni él ni el pesquisidor Helgado Flores pudieron vencer a la organización, y terminaron a su vez perseguidos y presos.
El nuevo gobernador, Diego de Góngora, se prestó aparentemente a los manejos del grupo permitiendo la persecución de su antecesor.
Pero los abusos de los Confederados provocaron la reacción de Madrid, expresada en la Real Cédula de 1618 que volvía al sistema de los navios de registro y establecía la Aduana Seca en Córdoba, encargada de gravar los productos que transitaban hacia el norte, para disminuir la diferencia de precio entre éstos v los introducidos desde Lima. Se nombró un nuevo juez pesquisidor v el gobernador Góngora, al ver el nuevo cariz de las cosas, rompió relaciones con los Confederados. Esto fue el fin de la organización, cuyos cabecillas fueron detenidos v procesados.
Casi inmediatamente Buenos Aires gestionó una suavización del régimen del puerto y el traslado de la Aduana Seca a Jujuy.
Lo primero se fue realizando lentamente con sucesivas Reales Cédulas y lo segundo tuvo satisfacción relativa en 1676 y definitiva y total en 1696. El traslado de la Aduana a Jujuy ponía una suerte de frontera comercial al territorio, favoreciendo la integración económica de todas las ciudades entre Jujuy y Buenos Aires. Conviene señalarlo para recordar que la constitución definitiva del territorio argentino no fue casual ni deriva exclusivamente de las vicisitudes de la guerra de la Independencia.
Además de la moralización de la función pública, otro gran problema se presentó a la administración colonial de toda América, estrechamente vinculado con el anterior y que muy pocos en la época vieron en toda su dimensión. Nos referimos a la venta de los cargos públicos. El ruinoso criterio fiscalista de la política de la Corte, dispuesta a sacrificarlo todo a la solución de los apremios financieros, encontró en América un buen terreno para la negociación de los oficios públicos, que se ofrecieron en venta tanto en España como en América.
No era éste el mejor medio de moralizar la administración ni de lograr que ésta estuviera en la mano de los mejores, antigua y olvidada aspiración del rey Carlos I. Cuando el cargo confería un prestigio particular o daba al titular la ocasión de obtener poder o fortuna, la compra era disputada, no faltando quien, habiéndolo comprado en España, lo revendiera en América con gran ganancia. Pero si se trataba de una región pobre como Buenos Aires, los aspirantes a la compra eran escasos, v oportunidades hubo en que ofrecido un cargo de regidor públicamente, quedó vacante por falta de interesados.
La administración pasó así a aquellos para quienes el servir al rey era cosa secundaria, y lo principal servirse a sí mismos. Por supuesto hubo excepciones y fieles servidores aun en los cargos que se vendieron. Pero más interesante que tratar de establecer un cómputo —por otra parte imposible— de funcionarios leales o interesados, es destacar que pese a este duro golpe llevado a la administración indiana desde su misma cúspide, fue tan sólida su estructura que se mantuvo en pie y sin variantes, útil a la Corona y a los americanos, por más de un siglo.
A la vez que se incrementaban e integraban los vínculos comerciales entre el Río de la Plata y el Tucumán, Cuyo se iba incorporando progresivamente al mismo sistema económico, en lo que influía notoriamente el aislamiento invernal entre las ciudades cuyanas y su capital política, Santiago de Chile.
A la integración económica se agrega la social. La migración de familias desde el norte hacia Cuyo y Buenos Aires es un hecho más o menos permanente y lo mismo ocurre desde Buenos Aires hacia el interior del país.
La vinculación familiar entre ciudades vecinas es frecuente, de modo que hacia el fin del siglo Tucumán, Buenos Aires y Cuyo formaban una unidad social y económica. La unidad política de Cuyo sólo sobrevendría tres cuartos de siglo después.
En el seno de las dos provincias que integraron la base del territorio argentino se operaron otros cambios significativos. En 1620 se crea el obispado de Buenos Aires, convirtiendo a la capital política en capital religiosa de la gobernación.
A su vez el obispado de Tucumán es trasladado de sede. La castigada ciudad de Santiago, capital del Tucumán, comienza a sufrir una lenta pero persistente decadencia, en tanto que Córdoba se muestra en pleno auge. El primer síntoma del desplazamiento de Santiago de su posición capitalina lo dio en 1685 el traslado de la sede del obispo del Tucumán de Santiago a Córdoba. La declinación santiagueña se consumaría en el siglo siguiente, cuando al dividirse la provincia las capitales pasarían a ser Córdoba y Salta.
La lenta integración de las distintas regiones del país no excluía, por otra parte, la formación de localismos que constituyen los primeros gérmenes de los autonomismos federales del siglo XIX.
Pese a las vinculaciones económicas y familiares que dejamos apuntadas, cada ciudad constituía, como tónica general, una unidad semi cerrada, apenas abierta hacia sus vecinas, y este espíritu de vecindad estaba contrabalanceado por rivalidades lugareñas. Cada ciudad tenía plena conciencia de su necesidad de sobrevivir y en esas circunstancias las necesidades de las otras a las que había que concurrir constituían una pesada carga, que unas veces se aceptaba con espíritu solidario y otras veces se rehusaba en base al adagio de que la caridad empieza por casa. Así Buenos Aires se negó en 1640 a auxiliar a Santa Fe en su lucha contra los indios, alegando la perspectiva de un ataque marítimo; diez años antes Córdoba había adoptado idéntica actitud respecto de Tucumán, en circunstancias en que la guerra calchaquí no le afectaba y era sentida como problema ajeno, y en 1643 la misma Córdoba negaba ayuda a Buenos Aires por no sentirse obligada a ello y no haber recibido iguales socorros de Buenos Aires. Similares rozamientos hubo entre Santa Fe y Corrientes en ocasión de la lucha contra los guavcurúes.






Durante el siglo xvii los nuevos aportes inmigratorios provenientes de la Península, el crecimiento vegetativo de la población criolla y los todavía escasos aportes humanos extranjeros, ocasionaron un notorio crecimiento de la población blanca en el continente americano, hecho que en las provincias del Tucumán, Río de la Plata y Paraguay adquiere notoriedad a causa de la tardía ocupación de la región —segunda mitad del siglo anterior— y de la escasez de población indígena, afectada, como en todo el resto del continente, por un proceso de disminución.
No obstante, la población indígena sigue representando la gran mayoría de la población aun cuando su porcentaje sólo alcance entonces al 75 % del total. También creció en la centuria la población mestiza, aunque su status social se modificó, e hizo su aparición la población negra importada del África.
Hacia 1650 la población de las tres provincias mencionadas alcanzaba a 590.000 almas, de las cuales 70.000 eran blancos, 35.000 mestizos y 20.000 negros. Pero la distribución de estos grupos étnicos variaba entre el Paraguay y las provincias que forman el hoy territorio argentino. La población blanca representaba en el Paraguay el 8 % del total, en tanto que en Tucumán y Río de la Plata alcanzaba al 14 %; inversamente, los mestizos de estas últimas constituían un 4,3 % del total, en tanto que en Paraguay, donde hemos señalado el alto desarrollo del mestizaje, alcanzaba al 8 %.
En la inmigración española se producen variantes respecto al siglo anterior. Andaluces y extremeños siguen siendo mayoría, pero su porcentaje disminuye en beneficio de los habitantes del norte español. Gallegos y asturianos comienzan a abundar y los vascos se destacan por su número y por su espíritu de iniciativa. También hacen su aparición los canarios, que con el tiempo constituirán un núcleo muy importante de la población de la Banda Oriental.
Es imposible determinar cuántas personas vinieron de España en ese siglo, pues los registros sólo representaban una parte indeterminada de ellos.
También comenzaron a instalarse extranjeros de variado origen, pero en el Río de la Plata fueron principalmente portugueses vinculados al artesanado o al comercio, muchas veces contrabandistas y en algunas oportunidades judíos que encubrían su condición de tales bajo nombre lusitano.
La población blanca criolla encontró una limitación a su desarrollo en el alto índice de mortalidad, especialmente en las zonas húmedas tropicales y en las altiplanicies frías, y conocido por su gravedad es el caso de Potosí.
Si bien las ciudades continúan siendo el centro y nervio de la vida americana, la población blanca se difunde en la campaña, primero en chacras cercanas a los centros urbanos, luego en establecimientos más lejanos, especialmente en las zonas libres de indios enemigos.
Las ciudades son todavía, hasta la mitad del siglo, poblaciones pequeñas, mínimas. En 1620 Buenos Aires contaba unos 1.100 habitantes, Santa Fe 600, Corrientes no llegaba a 400; Córdoba era la primera ciudad del Tucumán y su población superaba a la de Buenos Aires. Con el correr del tiempo estas poblaciones crecieron y hacia 1700 Buenos Aires había multiplicado siete veces su población.
El francés Massiac nos ha dejado una descripción del Buenos Aires de 1664:'
La ciudad está situada sobre la ribera escarpada al borde del río; en algunos lugares tiene alrededor de cuarenta pies de altura; se puede fácilmente fortificar, pues se tiene todo a, mano. Las casas no son muchas; están construidas con tierra batida entre maderos, la que se moja un poco. Son de una planta v sin otros pisos v del mismo modo los conventos. Están techadas con paja y ramajes.
Las iglesias están techadas con tejas v se construyen sin magnificencia, igual que las casas. Las calles están sin pavimentar; no se encuentra ni una sola piedra en todo el campo. Todo es una planicie unida de suerte que la ciudad en nada puede aprovecharla.
Se trata, en fin, de un pueblo abierto cuyas casas están recubiertas con paja y construidas de barro. F1 único edificio público es el Ayuntamiento que sirve de Cárcel. F.l agua que usan es la del río que es muy buena.
Creo que habrá unas cien casas de habitantes adinerados, los demás no hacen más que vegetar; no hay mendigos. He contado alrededor de dos mil mujeres casadas y solteras que viven, la mayoría, de su trabajo o de sus
amores secretos. La mayor parte de los maridos están largo tiempo ausentes y se dedican a los negocios y las minas. He visto unos 1.000 niños menores de diez años y unos 60 religiosos o Padres. Estimo que había más o menos unas 6.360 almas.
El mestizaje entre españoles y aborígenes continúa, pero con características diferentes a las del siglo anterior. La población femenina española ha aumentado considerablemente y los blancos se casaban ya preferentemente entre sí, sobre todo en las clases alta y media. Muchos mestizajes de la primera hora, a través de sucesivas incorporaciones de sangre española, han quedado incorporados a la población conceptuada blanca o española. Pero a partir del medio siglo esta'misma población ya no ve con tan buenos ojos las uniones interraciales, las que van quedando relegadas a los sectores más humildes de la sociedad. Este proceso de segregación del mestizo adquirirá estado definitivo en el siglo xvm. Pese a ello, el proceso de mestización no se detiene. No sólo continúa vigente entre las gentes humildes, sino que continúa entre las clases superiores con características clandestinas o ilegítimas, extramatrimoniales, lo que contribuyó a desacreditar al mestizo, que fue señalado como fruto del pecado.
La población negra que aparece en estas regiones durante esta centuria, si bien alcanzó un número destacado, nunca llegó a constituir un núcleo excesivamente importante. Mucho menor que en otras regiones americanas, contribuyó a ello la inexistencia de cultivos intensivos, obrajes v el clima favorable a su desarrollo. Muchos de los negros que entraron al Río de la Plata fueron reexpedidos hacia el norte. Las ciudades litorales no tenían aún suficiente poder económico para mantener una fuerte población de esclavos ni su economía los necesitaba. Fueron destinados a tareas domésticas y rurales, supliendo la cada día mayor escasez de mano de obra indígena. Su proveniencia africana fue múltiple v podemos citar por vía de ejemplo a los llamados senegaleses, que por su docilidad eran preferidos para el quehacer doméstico, v los minas, que se destacaban por la belleza de sus mujeres, y que en este sentido dejaron su nombre perpetuado en el argot porteño.
El mestizaje afro-europeo fue escaso y su producto, el mulato, fue mal visto y desconceptuado. Algo similar ocurrió con la unión de negros e indios, aún más infrecuente y peor calificada.
Toda esta población comienza a organizarse naturalmente en estratos sociales cuyas capas superiores, tanto en el orden social como en el económico, corresponden a la población española (americana o europea).
A diferencia del siglo anterior, ya no es el hecho heroico, el servicio al rey, el que crea el beneficio económico o la fama y prestigio social. Las mercedes reales llegan con cuentagotas, las oportunidades del servicio heroico disminuyen en la misma medida que la paz va ganando el continente; ocupada la tierra, las fundaciones son excepcionales y cuando se hacen no revisten el carácter trascendental que tuvieron un siglo antes. En el siglo xvn el prestigio y el poder comienzan a radicar más en el dinero, representado en la posesión de tierras o en el ejercicio del comercio. Como dice Céspedes del Castillo, en la América del Seiscientos contaban más los doblones que los blasones.
Los descendientes de los primeros pobladores se mantuvieron en el lugar privilegiado de origen sólo cuando conservaron y acrecentaron sus tierras; las encomiendas fueron reducidas, rescatadas, o desaparecieron simplemente por falta de encomendados, pero en cualquier caso dejaron de representar el pingüe negocio de los primeros años. Los quehaceres comerciales o industriales comienzan a .dar sus frutos económicos v confieren cierto prestigio, que en Buenos Aires, zona portuaria y esencialmente comercial, lleva a quienes lo ejercen al pináculo de la fortuna y de la aristocracia'local.
Se produce así un proceso de cambio cuyos momentos es muy difícil asir, pero que se encuentra ya producido al comenzar el siglo siguiente: los encomenderos desaparecen como cabeza de la sociedad; los primitivos pobladores conservan su posición en la medida en que se hacen terratenientes, si bien todavía el estanciero no se configura como potencia económica. Aparecen las primeras grandes propiedades, pero las provincias argentinas presentan en este sentido un marcado atraso con respecto al resto de América, donde la gran propiedad, el latifundio, se configura claramente en este siglo. Paralelamente el mercader adquiere poder y prestigio social. Se produce así un curioso movimiento en el espíritu de esta sociedad. Las viejas tradiciones de señorío se conservan y, acompañadas del proceso igualitarista que caracterizaba la sociedad americana, donde la nobleza está ausente, producen un “aseñoramiento” general: cada uno se siente señor, se generaliza el uso del don y las actitudes superiores, el gesto airoso e independiente del caballero, en el que se enraizará más tarde lo que los peninsulares llamaron la impertinencia criolla. Pero paralelamente, la vida comunitaria v necesitada, la imposibilidad bastante generalizada de vivir de rentas, empujaron a estos hombres a aceptar el trabajo como un modo razonable de vida, lo que produjo un aplebeyamiento de las costumbres.
El común de la población estuvo formado por el grueso de los vecinos, por los pequeños comerciantes y los artesanos.
Los funcionarios, todavía escasos en número, no llegaron a constituir un núcleo con características propias y la venta de los oficios no disminuyó su prestigio social.
La población india presenta en este siglo dos características principales. Una es el asentamiento en las reducciones una vez vencidas las grandes resistencias del siglo. Las reducciones se extienden por casi todo el territorio y en ellas los indígenas se van asimilando —imperfectamente, por cierto— a una vida cristianizada y europeizada.
La otra es que la legislación proteccionista del indio y la decadencia de las encomiendas conducen a la formación de un proletariado indígena y a la existencia del indio como trabajador libre y asalariado. Esta población, en unos casos vencida militarmente, en otros desarraigada de su tierra, siempre empobrecida, fue sufriendo un proceso de decadencia notorio. Muchas veces perdieron sus tierras por desalojo o por ventas obtenidas por engaños o por fuerza, y nunca pudieron reponerse del impacto desintegrante de la nueva civilización a cuya vera debían vivir.
Los esclavos negros gozaron, dentro de su triste condición, de cierto bienestar y buen trato y no perdieron los beneficios del trabajador libre. Para el nivel económico argentino el esclavo era caro y se lo cuidaba por interés. Cuando era doméstico recibió el verdadero afecto de sus amos y muchas veces llegó a la libertad por disposiciones testamentarias en premio a su fidelidad.
En el plano económico la nota dominante del siglo es el desarrollo de la riqueza en las pampas del litoral. Los precios nos dan un buen índice de la abundancia de ganado. En 1550 en Asunción una vaca valía 100 pesos. Medio siglo después en Buenos Aires valía tres pesos y medio y en 1650 sólo medio peso.
Hacia 1630 los vacunos existentes en Corrientes y Entre Ríos se calculaban en 100.000 cabezas. Los bajos precios del ganado hacia el medio siglo comienzan a subir cuando el comercio de cueros, iniciado en el 1600, adquiere verdadero desarrollo. La exportación de cueros crece hasta que en el año 1690 la indiscriminada matanza de vacunos hace visible la notoria disminución de éstos. Para entonces Buenos Aires ha logrado por fin una producción propia de cierto volumen que no la hace depender exclusivamente de su papel de puerto de tránsito de las mercaderías hacia el interior. La economía tucumana se desarrolla normalmente una vez terminadas las guerras indígenas, adquiriendo mucha importancia la venta de muías al Alto Perú. Cuyo se apoyó principalmente en la venta de vacunos a Chile y de muías al Perú, obteniendo de allende los Andes la mayor parte de los productos manufacturados. Pero a medida que en Cuyo se desarrollaba una producción similar a la chilena (vinos y frutas), necesita conquistar el mercado tucumano y rioplatense, objetivo que logró lentamente y que adquirió estado definitivo y legal cuando en 1690 se permitió la libre circulación de los productos entre las tres jurisdicciones.
El trueque no desapareció como forma de intercambio, dada la escasez de moneda acuñada. Es curioso que, pese a la tremenda crisis que sufrió la economía española, su proceso inflacionario y las fluctuaciones consiguientes del signo monetario, la moneda indiana se mantuvo estable en su valor. La moneda de oro prácticamente fue desconocida y sólo se la consideró moneda de cuenta. La onza de oro equivalía a 16 pesos de plata. Cada peso de plata valía 8 reales. Las monedas de plata acuñadas burdamente en América, eran el peso, el medio peso, la peseta (dos reales) y el real. La moneda de cobre, fraccionamiento del real, fue desconocida. Estas limitaciones fueron resueltas, cuando no por el trueque, por el fraccionamiento de las monedas de plata.
En el actual territorio argentino no hubo explotaciones mineras en esta época, pero la situación de la minería altoperuana influyó en su situación económica, dado que el Alto Perú era un mercado consumidor de muías y de los productos introducidos por Buenos Aires. Las minas de Potosí decayeron notablemente en este período, pero en cambio tomaron auge las de Oruro.
Como hemos visto anteriormente, uno de los problemas claves de la época fue la situación del, puerto de Buenos Aires.
Desde que en 1602 se emitió la primera Real Cédula de navios de permiso o registro, que permitía el envío de dos naves por año para satisfacer las primeras necesidades de la población rioplatense y evitar que desaparecieran en la miseria, los porteños lucharon persistentemente por la ampliación del régimen comercial de su puerto, mientras recurrían a los beneficios del contrabando para suplir las deficiencias del sistema oficial. Ya hemos hecho mención a este asunto. Ni las ordenanzas de Alfaro en 1611 ni los decretos de Hernandarias en 1615 lograron resolver el problema. Nuevas Reales Cédulas se escalonaron entre 1618 y 1662, unas veces ampliando las concesiones, otras volviendo sobre éstas, según que la presión de los intereses monopolistas fuese menor o mayor que el clamor de los pobladores del Plata.
Los comerciantes porteños fueron acusados de competencia desleal y de exportación ilegal de metales preciosos por los intereses monopolistas de Lima y Sevilla. La primera crítica sólo podía tener apoyo en las ordenanzas legales, pero no en la realidad económica. El desequilibrio en los costos de la mercadería entrada por Buenos Aires y la entrada por Lima, obedecía a la estructura misma del sistema monopolista.
El predominio naval de los enemigos de España imponía un sistema de navegación en convoy con escolta militar que encarecía notoriamente los fletes. Había que mantener numerosas tripulaciones y naves militares. Como el envío del oro y la plata a España era el objetivo principal de la política económica española, la época de arribada de flotas debía combinarse con la época de la máxima producción minera, condicionada a la vez por el régimen de las lluvias, fuerza motriz utilizada en las fundiciones. Los atrasos y estadías prolongadas en puerto provocaban gastos fatales. Frente a esto, la llegada a Buenos Aires de buques cargados de mercancía transportada a un costo mínimo, la introducción de artículos europeos más baratos que los españoles como consecuencia de la inflación que sufría España, el menor costo de transporte de Buenos Aires a Charcas en relación al de Porto- belo a Lima, eran las verdaderas razones de la preferencia del consumidor por los productos entrados por Buenos Aires.
La exportación de metálico, en cambio, era un hecho cierto, pues la producción exportable rioplatense, aun sumándole la tu- cumana, era insuficiente para equilibrar el valor de las mercaderías introducidas. La única forma de mantener este comercio era pagar en metálico y exportarlo clandestinamente, escondido en bolas de sebo o de otras muy variadas formas.
Pero lo que no resultaba indudablemente cierto, pese a que también se le imputara al comercio porteño, era que estas actividades ilícitas provocaran la ruina del comercio monopolista. Como bien lo puntualizó Antonio de León Pinelo en la defensa que hizo del comercio porteño en 1623, las verdaderas causas de la decadencia del comercio monopolista fueron la merma de la producción minera, la disminución de la mano de obra indígena y el nacimiento de una industria americana que suplía muchos de los productos originariamente importados de España.
Si la producción americana descendía v con ella la ganancia de los americanos, menos dinero había para comprar, y siendo más los pobladores blancos, más repartido estaba ese poco dinero, con lo que la capacidad de compra disminuía más todavía. El célebre jurista lo destacaba en frase ocurrente que nos recuerda el historiador Molina:2
¿Están los ánimos más cortos, agótase la fuente porque hay menos agua y más que la beben, con que apenas humedece lo que soba anegar?
La crisis de la economía peninsular se extendía a América. Buenos Aires encontró para su propio beneficio, en primer término, el camino ilícito para solventar la crisis. Su actitud contribuyó en alguna medida a perjudicar más el sistema obsoleto de las flotas oficiales, pero no fue su causante, como quien golpea con violencia las maderas podridas del fondo de la nave no es el causante principal del naufragio, sino el navegante imprevisor que las dejó podrir y se hizo a la mar sin renovarlas.
En medio de este cuadro económico-social, los usos y costumbres se desarrollaban naturalmente dentro del estilo español, pero adaptándose al medio local. Una simplificación de aquellos usos, propia del igualitarismo americano, y un sistema de vida muy primitivo en los medios rurales, eran las características distintivas, a las que se agregaba un gusto por la ostentación en quienes habían llegado a la riqueza recientemente y encontraban en el dinero el soporte de su posición social. En muchas regiones esta ostentación adquirió con frecuencia formas parciales dada la escasa riqueza del medio: el vestido, la vajilla, un pórtico, eran símbolos de la categoría de sus dueños. En Buenos Aires la riqueza acumulada en el ejercicio del comercio permitió exterio- rizaciones más ruidosas.
No todo era barro y paja, como parece surgir del relato del señor de Massiac, y prueba de ello era la casa del Retiro de don Miguel de Riglos, uno de los hombres más ricos de la ciudad en las postrimerías del siglo xvn. Constaba la casa de tres salas con cielos rasos de cedro labrado, treinta y nueve cuartos en dos plantas, unidas por doce escaleras con barandillas de balaustres torneados, ventanas con rejas de hierro y sótano. Entre el moblaje se contaba una docena de cuadros al óleo, incluido el retrato de Felipe V, muebles de nogal, mesas y escritorios de jacarandá, un biombo de ocho bastidores pintados con escenas de montería, batallas, etc. Y en la cochera lucía un carruaje con tachuelas doradas, con vidriera y forrado por dentro en damasco carmesí.
Suponemos que si bien el caso de Riglos es algo excepcional, habrá tenido sus émulos menores y que situación semejante nos descubrirá algún día la investigación en la vida de algún jerarca cordobés o de otro de las principales ciudades de entonces.
Los juegos y diversiones continúan siendo los toros, las cañas, los naipes, las carreras de sortija, etc. Aparecen las carreras de velocidad y en Buenos Aires se practica el ajedrez y el juego de truques, antepasado del billar y verdadera novedad, pues los billares públicos se conocieron en Europa en el siglo siguiente. Desde 1610 hay antecedentes de que se practicó el popular juego del pato, cuya progresiva violencia provocó sanciones civiles y eclesiásticas desde los primeros años del siglo xvm.
La moral familiar era alta, sin perjuicio de las circunstancias que hemos indicado al hablar del mestizaje. No faltaron algunos juicios de divorcio, menos de uno por año, y de los cuales sólo un tercio llegó a sentencia. La causa más frecuente de divorcio era la actitud violenta del marido con la mujer y los hijos.
No deja de llamar la atención que según resulta de todas las constancias de la época, el 90 % de la población sabía firmar y que la mayoría de las mujeres sabía escribir. Estos porcentajes son superiores a algunos de la propia Europa y destruyen una persistente fábula histórica. En este siglo abundaron las escuelas primarias, al punto de que los jesuítas cerraron las suyas de Córdoba y Buenos Aires por considerarlas innecesarias. Sólo en Corrientes las penurias de la población condujeron a cierto descuido en la enseñanza, pero en las demás ciudades hubo escuelas del Cabildo, de las órdenes religiosas, de las parroquias y aun establecimientos de seglares.
Los estudios de gramática —asimilables a lo que hoy sería un ciclo secundario— se implantaron en Asunción, Santiago, Tu- cumán, Córdoba, Salta y Mendoza desde principios del siglo.
Colegios superiores y seminarios los hubo en Asunción, Santiago y Córdoba, y en esta última ciudad se dictaron cursos de filosofía ya en 1614, siguiéndose la tesis suarista a través de los textos de Antonio Rubio.
Las bibliotecas abundaron y hubo varias que superaron los 200 volúmenes, siendo frecuente que un tercio de ellas fueran libros no españoles. Es común encontrar en los inventarios de tales bibliotecas los nombres de Tito Livio, Justiniano y Plutarco entre los clásicos antiguos, el Amadís, las Partidas v los Santos Padres entre las obras medievales, y a fray Luis de Granada, Luis de León, Santa Teresa de Ávila y Camoens entre los poetas, a los humanistas Nebrija y Vives, a pensadores y eruditos de la talla de Suárez, Covarrubias, Saavedra Fajardo y Bobadilla, y por fin los inmortales Cervantes, Quevedo y Gracián.
En este medio cultural no extraña la aparición de un poeta como el cordobés Luis de Tejeda, en quien se conjuga la vena mística y la amorosa, un humanista como Diego de León Pinelo, y juristas como su hermano Antonio y el padre Pedro de Oñate.
No faltó un cosmógrafo: José Gómez Jurado, ni un historiador: Gaspar de Villarroel.
Dada la afición española a la música, no es extraña su difusión, especialmente en las misiones. En aquella época parece que la guitarra y el violín fueron los instrumentos más comunes.
Pero donde la capacidad creadora hispanoamericana alcanzó su nivel más alto y refinado fue en la plástica. Allí se conjugaron la capacidad de los maestros españoles, inspirados en los variados modelos europeos que aplicaban con fino sentido de adaptación al ambiente americano, con la habilidad ejecutiva del artesano: criollo, español o indígena.
Debió ser una verdadera joya la perdida catedral de Santiago del Estero, construida íntegramente en madera y rica en tallas, que un incendio devoró en este mismo siglo. Pero quien quiera apreciar de qué fueron capaces nuestros alarifes y tallistas del Seiscientos, le bastará con visitar la iglesia de San Francisco de la ciudad de Santa Fe. Allí la acción conjunta del español y el indígena levantó un bello templo cuya techumbre fue tallada toda en madera, con notoria influencia mudéjar.
Otro ejemplo ilustre de la aplicación de la madera en la arquitectura fue la bóveda de la iglesia de la Compañía en Córdoba. Desgraciadamente pocos ejemplos quedan de la arquitectura de este siglo y los que sobreviven corresponden a sus postrimerías. Citaremos el convento de San Bernardo de Salta, la catedral de Santa Fe y el frontispicio de la iglesia de San Ignacio en Buenos Aires, este último de clara influencia barroca.
La escultura tuvo una clara influencia hispano-portuguesa y en el norte se notan tímidas influencias indígenas. Los plateros existieron en las principales ciudades y en Buenos Aires alcanzaron notoria categoría.
GOBERNADORES DEL SIGLO XVII
I. Gobernadores del Río de la Plata (incluido Paraguay).
1602 Francés de Beaumont y Navarro (teniente gobernador interino)
1602-09 Hernandarias de Saavedra (gobernador).
1609-13 Diego Marín Negrón (gobernador).
1613-15 Mateo Leal de Ayala (teniente gobernador).
1615 Francés de Beaumont y Navarra (teniente gobernador).
1615-17 Hernandorias de Saavedra (gobernador).
II. Gobernadores del Río de la Plata (excluido Paraguay).
Diego de Góngora y Elizalde (gobernador) .
Alonso Pérez de Solazar (gobernador interino) .
Francisco de Céspedes (gobernador).
Pedro Esteban de Ávila (gobernador).
Mendo de la Cueva y Benavidez (gobernador).
Francisco de Avendaño y Valdivia (teniente gobernador) Ventura de Mojica (gobernador) .
Pedro de Rojas y Acevedo (teniente gobernador). Jerónimo Luis de Cabrera (teniente gobernador) . Jacinto de Lariz (gobernador).
Pedro de Baigorria Ruiz (gobernador).
Alonso de Mercado y Villacorta (gobernador)
José Martínez Solazar (gobernador) .
Andrés de Robles (gobernador) .
José de Garro (gobernador).
José de Herrera y Sotomayor (gobernador).
Agustín de Robles (gobernador) .
III. Gobernadores del Tucumán.
Francisco Martínez de Leyba (gobernador).
Francisco de Barraza y Cárdenas (gobernador interino) Alonso de Ribera (gobernador).
Luis de Quiñones y Osorio (gobernador).
Juan Alonso de Vera y Zarate (gobernador).
Felipe de Albornoz (gobernodor) .
Frgncisco de Avendoño y Valdivia (gobernador). Jerónimo Luis de Cabrera (teniente gobernador). Miguel de Sese (gobernador).
Baltasar Pardo de Figueroa (gobernador)
Francisco Ruis de Porras (teniente gobernador). Gutiérrez de Acosta y Padilla (gobernadorl .
Francisco Gil de Negrete (gobernador) .
Roque de Néstores Aguado (gobernador) .
Alonso de Mercado y Villacorta (gobernador).
Jerónimo Luis de Cabrera (gobernodor).
Lucas de Figueroa y Mendoza (gobernador interino) Pedro de Montoya (gobernodor) .
Alonso de Mercado y Villacorta (gobernadorl .
Ángel de Peredo (gobernador) .
José de Garro (gobernador).
José García Cobollero (gobernodor interino).
Juan Diez de Andino Igobernador interino).
Antonio de Vera y Mujica (gobernodor interino). Fernando de Mendoza y Mate de Luna (gobernadorl Tomás Félix de Argandoña (gobernador).
Martín de Jáuregui (gobernadorl.




Juan de Zamudio (gobernadorl